Selección de textos misceláneos escritos por mí.
Sobre Redolés y los 40. Marzo 2024.
Corría el año 2007 y yo acababa de terminar la licenciatura en matemáticas. Había una suerte de distancia que yo había tomado con las palabras. No me refiero necesariamente a que era una “chica poco comunicativa”, sino que se me había perdido ese brillito que viene con la estela que deja cada palabra. Brillito que es distinto para mí que para ti, y esa es la gracia. También se me había hecho invisible la cuerda que hace que yo diga una palabra al lado de la otra y que tú escojas otras palabras para decir lo mismo.
No sé si tuvo que ver con la matemática, pero es como si en esos años las palabras valían solo por su funcionalidad. La literalidad era lo cierto. Lo riguroso de las palabras era lo que importaba. Las definiciones. Todas las palabras pesaban y medían lo mismo.
Confundida y expectante de los caminos de la vida, además de fan de Redolés, me inscribí a su taller de poesía. En ese tiempo se hacía en Parrilladas Elenita, un tugurio en el barrio República, donde por supuesto una señora llamada Elenita nos abría la puerta, garzoneaba, cocinaba, lavaba y cobraba.
No sé si fue la invitación a vivir una “fragilidad peligrosa de corromperse” o qué, pero el asunto es que las palabras comenzaron nuevamente a brillar, incluso a bailar. Cada una con un brillo distinto. Tenían textura, peso, carácter. Había palabras esbeltas, otras corpulentas, pequeñas, pesadas, decididas, anémicas, juguetonas, en fin. Si yo quería decir A, había muchas formas de decirlo y aunque finalmente todas dirían A, lo más importante – o quizás lo más lindo- era cómo escribirlo: la elección, el orden, el brillito.
La tarea que recuerdo con más cariño es la de escribir un haikú. Me obsesioné con esa métrica caprichosa: 5, 7 y 5 sílabas. Cada día, iba en la micro y el metro contando con los deditos el número de sílabas de cada frase. El primero que escribí fue: “Entre apios y / peras, se escuchan los/ cantos de feria”. Luego vinieron las cuecas, el estilo libre y las pelás de cable.
Después de cada sesión del taller, en la noche, nos íbamos caminando con Redolés y algunos más hasta la Alameda. Redo nos iba contando cada historia más entretenida que la otra y, a la par, iba: recolectando los avisos de mascotas perdidas y recogiendo todos los fragmentos de papeles que encontraba en el suelo, a veces esos papelitos traían tesoros con palabras.
El jueves recién pasado tocó Redoles en Valparaíso, la ciudad que habito actualmente. Tocó y recitó el “Bello Barrio” de principio a fin (barrio que fue mi barrio un par de años después del taller), y yo me sentí inaugurando una época de nostalgias feroces. ¿Será que de eso van los 40?
Texto leído para la presentación del libro "La invención de los sexos" de lu Ciccia. Librería FCE Valparaíso, abril 2023.
“La invención de los sexos” de lu Ciccia es especialmente relevante y urgente hoy, en un contexto en que los discursos transodiantes y transfóbicos cobran cada día más fuerza. Frecuentemente estos discursos de odio se alimentan del argumento acerca de la existencia de un dimorfismo sexual, haciendo referencia a la supuesta objetividad y neutralidad de la biología, a una verdad irrefutable que asume la existencia de dos conjuntos complementarios y disjuntos: humanos macho y humanas hembra.
Pues bien, el libro de lu Ciccia viene a problematizar el dimorfismo sexual y dislocar el vínculo que usualmente se traza entre cerebros/sexos/conducta. ¿Está la mente ubicada en el cerebro? ¿Tiene la mente un espacio físico acotado? ¿hay realmente una relación unívoca entre genitalidad, cerebro, sexo, comportamiento y capacidades? ¿existe un vínculo causal entre sexo y género? ¿ es el sexo una categoría estable que antecede al género? Todas estas preguntas son desarrolladas profundamente en el libro que nos convoca.
El trabajo de lu es una invitación múltiple. ¿A qué nos invita la autora? Sin duda a más cosas de las que todavía logro entender, pero es ante todo una invitación a una lectura revolucionaria de los cuerpos, en tanto materia y discurso.
Es también una invitación a revisitar la pregunta ¿es la biología presocial? ¿es acaso el sexo prediscursivo? ¿es el sexo una categoría transparente? Y digo revisitar porque la pregunta sobre la supuesta objetividad y prediscursividad de la categoría sexo tiene una genealogía conocida en la teoría feminista. Es una pregunta que ya se asoma en el trabajo de Judith Butler, Donna Haraway, Anne Fausto-Sterling, Londa Schiebinger, entre otras. lu dialoga con todas ellas haciendo gala de una capacidad impresionante para moverse entre distintos registros, lenguajes y saberes. Aquí entonces se asoma una nueva invitación: la interdisciplina como propuesta para restaurar la complejidad de lo que entendemos por sexo, cerebro, mente, biología, todas estas categorías que a ratos se nos han presentado como ahistóricas y desligadas de contextos sociopolíticos. Invitación a otorgar espacio y palabra a la complejidad, como una estrategia contra los reduccionismos biologicistas. Interrogar los parámetros utilizados para establecer clasificaciones. Entendiendo que las clasificaciones no son inocuas en tanto se transforman en maneras únicas de leer, mirar, de ver, de observar. Complejizar entonces los parámetros, subvertirlos, nutrirlos de nuevas miradas.
Y quizás la invitación más provocadora es una que tiene dos aristas: desafiar la lógica temporal lineal por una parte, y por otra, desmontar los binarismos. Apenas escribo esto y caigo en cuenta que la temporalidad lineal de alguna manera pareciera dialogar y llevarse bien con la lógica binaria. Desde mi ser matemática no puedo evitar pensar que dos puntos son lo necesario y suficiente para conocer la totalidad de una línea recta. ¿Será que de alguna manera las dos partes de una dicotomía no podrían habitar otra temporalidad que no fuese la lineal? ¿Será que las dicotomías y la lógica temporal lineal se alimentan entre sí y finalmente se co-construyen? ¿o quizás finalmente todas las dicotomías están en correspondencia con el binomio a-priori y a-posteriori?
La invención de los sexos, además de ser un ramillete de tarjetitas de invitación, es también una caja de herramientas.
Hace ya algunos años vengo rumiando la pregunta sobre cómo describir la idea de conocimiento situado de Haraway en mi disciplina que es la matemática. ¿Es real la distancia entre sujeto epistémico y objeto matemático? ¿es la matemática presocial?¿cómo procedo para argumentar que no? ¿qué herramientas debería desplegar para navegar esta pregunta?
En su libro, lu me brinda una herramienta: la historización. Lo que ella hace es historizar el discurso biomédico sobre el sexo y el cerebro, y esto es lo que permite desnaturalizar ciertos consensos científicos. Historizar especialmente los supuestos tras un conocimiento, situar los supuestos en sus respectivos contextos: históricos, culturales, políticos, etc. Iluminar la relación entre los supuestos tras una teoría y los debates políticos de su época. Voy con algunos ejemplos de esta estrategia, que cito directamente del libro:
“Entre 1860 y 1905, período en el que surge y se elabora la noción de hormona, también comienza a implementarse el uso de Corrientes eléctricas en la telegrafía y la radio. El filósofo y activista Paul Preciado propone que la teoría hormonal es el intento de pensar el cuerpo como un sistema de comunicación. Esta idea de comunicación, como vimos, surge de la lectura mecanicista y del interés en el estudio de la conexión entre partes y la función. Así, la noción de órganos de secreción representa una manera de volver químicamente tangibles las conexiones y relaciones entre las partes de un organismo casi por completo conectado: decimos casi porque … ¿qué pasa con los cerebros? (p.77)”
“En claro contraste con la rusticidad de las mediciones antropométricas y las observaciones del cuerpo calloso -ese haz de fibras que conecta los 2 hemisferios cerebrales-, la endocrinología se convirtió en un área estratégica para articular un discurso sofisticado inmune al ojo externo. Es decir, el acceso a los argumentos endocrinológicos requería un conocimiento teórico complejo y la crítica de sus diseños experimentales exigía comprensión metodológica y técnica. En consecuencia, ya en los años 30, las hipótesis endocrinológicas y sus postulados habían hegemonizado el discurso científico sobre la diferencia sexual. Las hormonas se volvieron causa de un sinnúmero de estados psicológicos y se consolidaron como puente fisiológico entre el sexo y el amor. La aspiración moderna de justificar en algún sustrato biológico el destino doméstico de la mujer se hizo realidad gracias a la endocrinología y su supuesto respaldo experimental” (p.76)
La autora , además de situar los debates biológicos en contextos históricos, también navega las olas del feminismo al compás de la historia del cerebro. En sus palabras: se propone trazar desde la epistemología feminista una genealogía del discurso sobre la diferencia sexual que nos conduce al actual discurso neurocientífico, dilucidar las continuidades y rupturas entre los argumentos que, desde la modernidad hasta hoy, se elaboraron para jerarquizar los cerebros. Así, la autora hace dialogar las olas del feminismo con la historia del discurso científico, transformándose esta conversación en un sello muy propio de su obra.
En el camino y a medida que avanzo en el libro, siento una complicidad con el lugar de fala (posición enunciativa) de lu. Pienso que compartimos algo: una especie de experiencia migrante entre disciplinas. Ni de aquí ni de allá. Demasiado de aquí para ser allá, demasiado de allá para ser de aquí. Eternos desvíos de normas porfiadas. Disidentes de fronteras que insisten en subrayar disciplinas perfectamente delineadas, sin mucho lugar para habitar y enunciar algo desde y en la frontera.
Imposible no invocar a Gloria Anzaldúa (cito) :“Para sobrevivir en las Borderlands / debes vivir sin fronteras / ser cruce de caminos”.
Gracias lu por estellibro sin fronteras.
Bitácora de un acontecimiento. Reunión latinoamericana y del Caribe: Matemáticas y Género. Casa de la Matemática, Oaxaca, México, mayo 2022.
Era septiembre del 2020, encierro pandémico total. Gaby Araujo nos escribe a mí y un par de colegas con su entusiasmo característico. Tenía una idea. Quería que organizaramos un taller en la casa de la matemática de Oaxaca. Nos reunimos por zoom, como todas las reuniones de ese apocalíptico momento. Nos hacía bien imaginarnos en el futuro más parecido al pasado que al presente de ese momento, todas juntas, recuperando la posibilidad de viajar. La verdad no pensamos que iba a resultar al primer intento, sabíamos que era difícil.
Tuvimos un par de reuniones con algunas colegas y finalmente integramos el comité organizador: Carolina Araujo, Silvia Fernández, Gaby Araujo y yo. Escribimos una propuesta, la cambiamos, la volvimos a cambiar, iteramos una y otra vez, una escritura sudorosa diría Sara Ahmed. Siempre son desafiantes las propuestas innovadoras y esta sin duda lo era porque no proponíamos venir a hablar solo de matemáticas. Martes 26 de enero del 2021, ha llegado carta (en realidad email): su proposal ha sido aceptado en CMO. Me fui feliz de vacaciones, con esa sensación calentita de sabernos compañeras y tener un proyecto común.
Me consta que hay quienes piensan que estamos perdiendo nuestro tiempo al no estar hablando solo de matemáticas esta semana. El capitalismo académico nos insta a solo producir, publicar, etc. Pero quienes estamos aquí, decidimos hacer una ventana temporal para pensar y experimentar la matemática de un modo diferente.
Hace poco leí en un libro de Remedios Zafra (1) que cuando Ada Lovelace tenía 11 años, su mamá la castigaba haciéndole escribir 20 veces la frase “no perderé mi tiempo”. Anabella Milbanke, la madre de Ada, consideraba estéril y dañina la labor de la imaginación. Tenía miedo de que Ada heredara el oficio de su padre, el poeta Lord Byron. En esta perspectiva, no perder el tiempo sería que Ada realizara sus múltiples actividades como música, álgebra, lectura y geometría. Actividades que sin duda contribuyeron a que Ada Lovelace fuera la primera persona en programar. Sin embargo, y tal como retruca Zafra, saber perder el tiempo es igual de importante para la creatividad como saber organizarlo. Perder el tiempo puede ser una inversión, una manera de ganarlo. Vengo aquí entonces a reivindicar esta pseudo-pérdida de tiempo que devino entusiasmo compartido y viceversa
¿Para qué? ¿Por qué? Porque yo las necesito, me pulsa hacer de este un lugar habitable, una comunidad vivible. Urge poder mirar a los ojos a mis alumnas de licenciatura para animarlas a seguir el postgrado. No sentir que estoy invitando a saltar un precipicio. Decirles que junto a mis compañeras estamos trabajando para hacer de este un lugar al que pueden pertenecer sin necesidad de asimilarse, sin ser intrusas ni impostoras.
1: (H)ADAS.MUJERES QUE CREAN, PROGRAMAN, PROSUMEN, TECLEAN, 2013.
Ajustar el ojo. Texto para lanzamiento “Microscopio invertido” de Jorge Díaz. Valparaíso 22 de abril 2022.
Pasé lo más crudo de la pandemia en Valdivia, todo el 2020 y la mitad del 2021. Afortunadamente teníamos harto espacio dentro de la casa y además un patio que me regalaba un poquito de contacto con la hermosura tridimensional de la naturaleza. Aburrida de las insuficientes dos dimensiones del Zoom y de las pantallas de todo tipo, el patio, las salidas a dar la vuelta la manzana o los paseos a la costa valdiviana, eran el oxígeno necesario para sobrellevar el encierro. Casi no veía otros humanos en esos paseos, pero sí muchas otras especies, Valdivia aún es generosa en su biodiversidad. Por ejemplo, en el otoño nos visitan una multitud hermosa de fungis de muchos colores, formas, texturas, tamaños, todos con una propuesta estética única. Hay también, a pesar de las forestales y su insistente inserción de pino y eucalipto, árboles nativos como arrayan con su tronco rojizo, Avellano, Coigüe, tepa, luma, quila, etc. Sin embargo, definitivamente lo que más cautivó y sigue cautivando mi atención son los pájaros. Bandurrias enormes en todas partes, los siete colores, loros, patos, un poquito más allá en la costa están las fardellas, zarapitos, chucaos, el Martín pescador, etc.
De tanto dejar de ver humanos y de tanto ver a los pájaros y sus formas de comunicarse, apareció la necesidad de verles más de cerca y me hice de unos binoculares. Ya no me satisfacía la escala visual humana, quería más. Yo quería saber las expresiones pajarísticas, casi su lenguaje, dilucidar si estaban comiendo o si llevaban algo en la boca para algún otro pajarito. Cuando estaba en la costa, quería ver si el piquero que se había tirado al mar había tenido su fruto, ver cuando rompen las conchitas de los moluscos para comer lo que hay adentro. O ver como cambia la disposición de sus alas dependiendo del viento o del movimiento que están preparando, así como los aviones. Ver. Mirar. Observar. Todos esos verbos juntos pero en otra escala. No de la misma forma que lo hacía antes. Requería de un ojo distinto. Tanto así que necesité un adminículo tecnológico para convertirme en una especie de ciborg y poder ver, mirar y observar en la escala que me permitía entender lo que quería entender. Ajustar el ojo.
A veces, en realidad muchas veces, sino todas, necesitamos mirar desde otras partes, con distintas escalas y desde distintos lugares para entender, para conocer.
Pienso en las distintas tecnologías que tenemos para mirar mejor, mirar distinto, mirar lo infinitamente grande, mirar lo infinitamente pequeño. Lentes ópticos, binoculares, telescopios, microscopios y ahora además sé, gracias a Jorge, de la existencia de los microscopios invertidos.
Un Microscopio invertido se diferencia de un microscopio usual por el origen de la fuente de la luz. Un gentil recordatorio de que no es solo que necesitemos escalas distintas para poder mirar lo que no vemos, sino que también cambios en la fuente de la luz nos entregan nuevas perspectivas. Y así un sinfín de ajustes en distintos parámetros a fin de ampliar la mirada, de ajustar el ojo.
El libro Microscopio invertido, de Jorge Díaz, es una invitación a echar luz ahí donde había demasiada sombra como para ver algo distinto. Una experiencia no lineal de la mirada. Un experimento para mirar un mismo objeto, pero desde diferentes lugares, distintas distancias, escalas, ajustando no solo el ojo sino que también el lenguaje en el microscopio invertido, filtrando con distintos cedazos para lograr leer mas allá de lo obvio. Jorge nos habla, por ejemplo, de la saliva. La saliva como regenerador de las heridas bucales, la saliva también como elemento en sus experimentos sobre el péptido Histatina-1. La misma saliva como indicador de un comportamiento social porque, cito, “significa deseo y también repulsión”. La misma saliva que el escritor Jean Genet utilizaba para representar una purificación de aquello considerado como desviado. La saliva como elemento en la pornografía. La saliva como la vía por la cual los perros, al lengüetearse, se transmiten la rabia. Todos relatos sobre un mismo fluido, pero desde distintos repertorios y lenguajes. Algo así como un abordaje interdisciplinar de la saliva.
Pienso en cuanta falta nos hace este abordaje interdisciplinar para conocer, no solo la saliva, por cierto. Por ejemplo, ¿cómo hablar del tiempo? ¿Como enseñar qué es el tiempo? Pienso que para abordar el concepto tiempo hay que echar mano a la física y la matemática, en la medida en que proponen modelos como la relatividad general en que el espacio-tiempo es la clave para representar lo que ocurre en el Universo. Pero también pienso que quedarse solo con esa idea de tiempo es tan limitado. Como no acudir a la economía feminista para hablar del tiempo. O a la perspectiva histórica, al psicoanálisis, a la geología, la archivística ¿qué tiene para decirnos la cosmogonía mapuche sobre el tiempo?
Donna Haraway escribe en su último libro “Seguir con el problema” que la interdisciplina (o trans) es como ir de visita. “Ir de visita es una danza generadora de sujeto y objeto y el coreógrafo es un embustero”, nos dice Donna.
Me pregunto que debería poner en mi kit para “Ir de visita”. Seguro va el lenguaje, representaciones y metodología. Pero también la curiosidad, esa misma que “lleva a quienes la practican a alejarse bastante del sendero, y allí es donde se encuentran las historias” nos recuerda Haraway. La misma curiosidad porfiada que hace a Jorge, según nos cuenta en este libro, moverse entre disciplinas, esa misma que engendra un deseo por ampliar el marco del mundo, ir en búsqueda de otros lugares y nunca sentir que uno de ellos es seguro o estable. Al leer esto me pregunto ¿estará hablando Jorge del vértigo y su potencia creativa? O quizás también se refiere a esa especie de desarraigo epistemológico que invade a quienes padecemos de esta vocación de curiosidad que excede a las fronteras disciplinarias. ¿O acaso a la posibilidad edificante de la desobediencia? La contingencia de una revolución molecular dentro de mí, dentro de tí, esa que Jorge nos incita a mantener prendida en la coda final del libro.
Microscopio invertido podría verse como el diario de notas de un investigador transdisciplinar que nos relata como su devenir feminista se transformó en una manera de ver células. Un ojo abastecido por la curiosidad feminista.
Microscopio invertido es también un paseo por recuerdos, maldiciones, intimidades, escenografías barrocas, experimentos biológicos en un laboratorio, historias de resistencia, oficios textiles familiares, mujeres mayores, señoras, vecinas. La angustia de un niño con su alita rota, el goce también. Una invitación a subvertir los microscopios. La biología como una historia, un relato. Es además la historia de nuestras lágrimas, esas historias que no caben en los papers.