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ISABEL CLARA EUGENIA DE AUSTRIA

Fue en el palacio de Valsaín en el que Isabel de Valois dio a luz a la pequeña Isabel Clara Eugenia un 12 de agosto de 1566. Una niña belle comme le beau jour, según proclamaba el embajador francés. Se eligieron nodrizas capaces de amamantarla durante un año. Entonces se pensaba que dar el pecho disminuía la fertilidad de la mujer, algo que una reina en busca constante de descendencia no se podía permitir. María Enriquez de Guzmán, duquesa de Alba por matrimonio, fue nombrada aya de la infanta, rol que sumó al de Camarera Mayor de la soberana. La duquesa se entregó devotamente a la nueva tarea y durante sus años de servicio escribirá fielmente a la reina Catalina de Médicis para ponerla al corriente de los progresos de su pequeña nieta.

La infanta tenía seis meses cuando su madre volvió a quedarse embarazada. Pocos meses antes de dar a luz, lo mismo que la vez anterior, se pidió a la reina que escribiera su testamento. Catalina Micaela vendrá al mundo el 10 de octubre de 1567 y desde su nacimiento se convertirá en la compañera inseparable de Isabel, que será siempre su amiga y protectora. Las dos infantas gozaban de buena salud y no sufrieron ninguna de esas enfermedades infantiles que en la época desesperaban a tantos padres.

Cuando murió el príncipe Carlos, su hermana Isabel, de dos años de edad, quedó convertida de derecho en la heredera de su padre. La dinastía española de los Austrias no impedía el acceso de las mujeres al trono, a diferencia de sus vecinos los monarcas franceses, sino que las hembras podían suceder sin problemas a falta de varón. Aunque no se las jurase como princesas de Asturias en espera de la eventual sucesión masculina del rey. Las infantas perdieron a su madre cuando tenían uno y dos años de edad. A partir de entonces su tía la princesa Juana se hará cargo de las huérfanas y habrá de tener una gran influencia sobre estas niñas que siempre la considerarán como una madre espiritual. Aquellas dos infantitas eran la gran pasión del rey que bebía los vientos por ellas, de las que Felipe diría en 1569, cuando no hacía el año de la muerte de su tercera esposa, a la abuela materna Catalina de Médicis: “ Son todo el consuelo que me ha quedado de haberme privado Nuestro Señor de la compañía de su madre”.

La educación inculcada a las infantas se basará en la religión. Gran parte de su jornada se consagra al ejercicio de la fe y ambas participan a menudo en procesiones y ceremonias religiosas, acompañadas de su padre o su tía. La princesa Juana pasa largas semanas en el monasterio de las Descalzas Reales, en las austeras pero espaciosas dependencias donde ella misma se ha instalado. Con el objeto de acostumbrarlas a la vida religiosa, las monjas colocan unos altarcillos que las infantas arreglan con flores frescas del jardín del convento. Allí rezan a sus santos preferidos, “celebran” misa, ayudan a las hermanas que se ocupan del huerto, cuidan a los enfermos y acompañan a su tía en los oficios religiosos. En la época era bastante común que mujeres jóvenes y viudas participaran de la vida monástica sin que por ello se vieran obligadas a tomar el velo.

Se les enseña a leer siendo muy niñas para que puedan gozar con la lectura de la Biblia. Isabel demuestra una viva inteligencia y un auténtico amor por el conocimiento, es una verdadera devoradora de libros que sueña poder imitar a su padre en todo lo que hace: “ No hay nada mejor que papel y tinta, que con esto está más contenta que con ninguna otra cosa que le puedan dar”.

El embajador francés se queja varias veces a su abuela Catalina de Médicis de que las infantas, absorbidas por su estricta educación religiosa, pasen poco tiempo al aire libre y no practiquen los ejercicios que la reina francesa tanto había encarecido en sus consejos a su difunta hija. La anciana Catalina no deja de velar sobre sus nietas y no quiere que pase un solo día sin recibir noticias de ellas. Con la finalidad de equilibrar la rígida educación que se les transmite, las mima todo lo que puede.

Una de las alegrías más grandes de las niñas es la llegada de los paquetes enviados por su abuela desde Francia, ya sea para su santo o para su cumpleaños: muñecas vestidas según la moda parisina, acuarelas, libros de fábulas, juguetes de madera … nada es demasiado bonito para las niñas huérfanas. Cuando están con su padre en Madrid o en el Escorial, los mejores preceptores de España se encuentran a su disposición.

En 1570, Felipe se casa por cuarta vez con su sobrina la archiduquesa Ana de Austria,que le daría varios hijos pero sólo uno sobrevivió, el futuro Felipe III. Tenía Isabel cuatro años y tres su hermana cuando conocieron a su madrastra. Les habían dicho que de nuevo iban a ver a su madre que regresaba del cielo y las niñas recibieron a la nueva reina con inusitada ilusión. Cuando Isabel tuvo delante a la reina Ana se echó a llorar diciendo: ¡ Esta no es mi madre que tiene el pelo rubio !. Aunque la niña era muy pequeña cuando murió su madre, solamente tenía dos años, recordaba el color oscuro de su cabello, quizá por haber visto algún retrato suyo. La reina Ana, tomando en brazos a Isabel después de haber besado a Catalina, le dijo que aunque ella no era su madre iba a quererla tanto como si lo fuese.

La reina quiso a las dos niñas como si fuesen hijas suyas y las infantas a su vez dispensaron a su madrastra un cariño verdaderamente filial, sólo comparable al que sentían por su padre y por su tía la princesa Juana. La reina poseía el gusto por la cocina, era una experta en tal arte y dio tan acabadas lecciones a sus hijastras que éstas nunca las olvidaron. El plato que mejor guisaban era el cerdo con manzanas.

Transcribo el primer billete que se conoce de Isabel Clara Eugenia, a los siete años de edad, dirigido a su acompañante el marqués de Velada y escrito en letras como garbanzos:

Marqués: Ágoos saber que el otro día, estando con madre, le trajeron unas cintas a mostrar. Y había entre ellas dos, una verde y otra encarnada. Yo quedé tan deseosa dellas, que cada día las voy deseando más. Aréisme mucho placer de mandarnos sacar unas ropas de los dos colores, porque yo os digo que lo deseo tanto como veros bueno. Y porque creo que me daréis este contento, no diré más.

Es decir, la hija del monarca más poderoso del mundo se moría por unas simples tiras de adorno. La madrastra Ana – “madre” para las dos niñas- había inculcado, entrelazándola con la gravedad del ambiente y el orgullo de estirpe, una especie de sencillez burguesa que se convertiría en una de las características de aquellas dos infantas alegres y juiciosas.

Con el tiempo, el rey permitirá a sus hijas incluso crear una academia para perfeccionar sus conocimientos literarios, imitando a sí a su difunta madre. Allí las damas de la corte se dedican a narrar historias, recitar poemas y cantar baladas conocidas. A veces para practicar el arte de la improvisación, se representan escenas en las que un galán ( interpretado por una dama) corteja a una jovencita que trata de rechazarlo de la forma más natural posible; ello da origen a una suerte de duelo poético que las espectadoras siguen con placer. Otras veces, a través de la mímica o el arte del disfraz, las improvisadas actrices tratan de que el auditorio descubra un juego de palabras o un pasaje de una historia de caballeros.

De tanto en tanto, alguna verdadera compañía teatral es invitada a representar una comedia o se llama a un conocido poeta para que recite sus versos. Tal es el caso de Luis Gálvez de Montalvo que asiste a menudo a esas reuniones literarias. De su conocimiento de las infantas nos ha dejado los siguientes elogios:

Las dos infantas que en el ancho suelo

con sus rayos clarísimos deslumbran

como dos nortes en que estriba el cielo

como dos soles que la tierra alumbran.

Son las que a fuerza de su inmenso vuelo

al soberano nombre de Austria encumbran,

bella Isabel y Catalina bella;

ésta sin par y sin igual aquella.

El rey se siente muy cercano a sus hijas, a quienes permite que le ayuden en su trabajo cuando se encuentran el domingo en El Escorial. Desde el matrimonio con su última mujer, al rey le gusta tener a la familia a su alrededor. La joven reina Ana llenó de alegría a la familia real con el nacimiento de cinco hijos - Fernando, Carlos Lorenzo, Diego, Felipe y Maria - que aseguraban la descendencia por línea masculina. Pero esa felicidad no duraría mucho ya que se trataba de niños frágiles, en lucha constante por la vida. Casi todos murieron. Por el contrario, las dos infantas gozaban de una salud de roble. De Catalina no se conocía dolencia alguna. De niña, Isabel presentó un problema de epistaxis ( sangrar por la nariz) que no tardó en solucionarse. También se sabe que a los quince años aún no había alcanzado la nubilidad, lo que dio pie a su padre para escribirle en cierta ocasión que se diera prisa pues su hermana menor “ ya ha tenido la camisa ”, expresión utilizada en aquella época.

En 1580 al poco tiempo de desaparecer Ana de Austria, a las infantas les tocará la tarea de ocuparse de sus hermanos más pequeños mientras Felipe se encuentra en Portugal. Isabel ha cumplido quince años y se ha convertido en una jovencita responsable que se dirige a su padre en busca de respuestas. En una carta le pregunta, por ejemplo, si puede romper el severo luto que lleva por su madrastra durante el matrimonio de una de sus damas de honor, a lo que el monarca le responde: “ Poned oro con lo negro ”.