CAPÍTULO 16
Francis Saluti sabía que el interrogatorio por tortura de Girolamo Savonarola iba a ser el trabajo más importante de su vida. Savonarola era un clérigo, y no un clérigo cualquiera. Saluti había oído sus sermones en más de una ocasión y sus palabras siempre lo habían conmovido. Pero Savonarola había desafiado a la clase gobernante de Florencia; incluso había puesto en duda la legitimidad del propio papa Alejandro. Savonarola había conspirado con los enemigos de la Iglesia y debía ser procesado por su traición. Pero, antes, él debía arrancarle la verdad mediante la tortura.
Ese día, Saluti llevaba puesto un calzón ajustado y un blusón de un tono azul oscuro que tan sólo se fabricaba en Florencia. Era un color que enaltecía su oficio, pues, aun siendo sobrio, no era tan severo como el negro.
Todo estaba dispuesto en la cámara. Había comprobado personalmente los mecanismos del potro. Las diferentes ruedas, las poleas, las correas y los pesos..., todo estaba en orden. Un pequeño fogón, con varias tenazas apoyadas sobre las ascuas rojas, calentaba la habitación. Saluti estaba sudando, aunque no sabía si era por el calor o por la perspectiva de la generosa paga que obtendría por ese interrogatorio.
No era un hombre que disfrutara con la tortura. Además, le desagradaba tener que mantener su ocupación en secreto, aunque sabía que era por su propio bien, pues Florencia estaba llena de gente vengativa. Por eso iba siempre armado.
Eran muchos quienes ansiaban su trabajo. Al fin y al cabo, le pagaban sesenta florines al año, el doble de lo que ganaba un empleado de un banco de Florencia, y, además, recibía una bonificación de veinte florines por cada trabajo que le asignaba directamente la Signoria.
A pesar del insomnio y de los dolores de estómago que sufría casi a diario, Salutí era un hombre alegre e inclinado a la reflexión. Asistía al curso sobre Platón que se impartía en la Universidad de Florencia y visitaba asiduamente los estudios de los grandes artistas de la ciudad para contemplar sus obras más recientes. En una ocasión, incluso había sido invitado a visitar los mágicos jardines de Lorenzo Médicis; sin duda, había sido el mejor día de toda su vida.
Saluti no disfrutaba con el sufrimiento de sus víctimas, y quienes lo acusaban de lo contrario mentían. Tampoco le remordía la conciencia. Después de todo, el propio papa Inocencio, infalible en su condición de vicario de Cristo, había firmado una bula donde pronunciaba que la tortura era una herramienta justificada en la persecución de la herejía. Y, aun así, todos los días, los gritos de los reos resonaban en su cabeza hasta que los apagaba con la botella de vino que acostumbraba a beber cada noche para conciliar el sueño.
Pero lo que más le molestaba era la terquedad de sus víctimas. No entendía por qué se resistían a admitir su culpabilidad. No entendía su empeño en sufrir. ¿Por qué se negaban a escuchar los dictados de la razón? Saluti no lo entendía y menos aún en Florencia, donde la belleza y la razón habían florecido con mayor fuerza que en ningún otro lugar, exceptuando posiblemente la antigua Grecia.
Y Saluti lamentaba sinceramente ser un instrumento de ese sufrimiento. Pero ¿acaso no era cierto, como sostenía el propio Platón, que, en algún momento de nuestra vida, por buenas que sean nuestras intenciones, todos nosotros somos la causa del sufrimiento de otra persona?.
Además, las leyes eran claras. En la república de Florencia ningún ciudadano podía ser sometido a tortura a menos que existieran pruebas fehacientes de su culpabilidad. Todo los papeles estaban regla. Habían sido firmados por miembros de la Signoria. Él mismo los había leído. Y, por si eso no bastara, el propio Alejandro VI había dado su consentimiento y había enviado a un alto dignatario eclesiástico como observador. Incluso se rumoreaba que el más poderoso de los cardenales de la Iglesia, el mismísimo César Borgia, había acudido en secreto a Florencia para seguir personalmente el proceso.
En silencio, el hombre que debía darle tortura rezó para que el falso profeta tuviera una muerte rápida mientras esperaba su llegada junto a la puerta de la cámara de tortura. Finalmente, fray Girolamo Savonarola, "martillo de Dios en la tierra", fue arrastrado hasta su presencia. Por su aspecto, no cabía duda de que había sido golpeado por los guardias. Saluti frunció el ceño, era una afrenta a su profesionalidad.
Saluti y su ayudante sujetaron firmemente el cuerpo de Savonarola al potro. A continuación, Saluti hizo girar lentamente las ruedas que movían los mecanismos que separarían las extremidades del cuerpo del falso profeta. El silencio de Savonarola satisfacía a Saluti, que veía la cámara de tortura como una especie de santuario donde sólo había lugar para el silencio, la oración y, finalmente, la confesión del reo.
Saluti no tardó en oír el habitual crujido que indicaba que los brazos del reo se habían desencajado de los hombros. El cardenal de Florencia, que observaba la escena sentado detrás de Saluti, empalideció al oír el ruido.
—Girolamo Savonarola, ¿confiesas haber cometido herejía y haber ofendido al Señor? —preguntó Saluti.
Savonarola sudaba copiosamente, y estaba pálido como un cadáver. Elevó la mirada al cielo, con los mismos ojos de los mártires en los frescos de las iglesias, pero sus labios no emitieron ningún sonido.
El cardenal le hizo una señal a Saluti y él volvió a hacer girar la rueda. Unos segundos después, un grito de dolor más propio de un animal que de un hombre ocultó los desgarradores crujidos de los brazos del fraile al ser separados de su cuerpo.
Saluti volvió a hacer la misma pregunta: —Girolamo Savonarola, ¿confiesas haber cometido herejía y haber ofendido al Señor?.
Todo había acabado.
Savonarola había confesado su culpa y, con ello, había dado fin a su tormento. Al día siguiente, nadie en Florencia alzó su voz en defensa del fraile, cuando el cuerpo desmembrado del "martillo de Dios" fue quemado en la hoguera dispuesta a tal efecto en la misma plaza de San Marcos, que había sido testigo de sus heréticas prédicas contra la iglesia de Roma.
Alejandro acostumbraba a reflexionar sobre los caminos del Señor, sobre las traiciones de las naciones y la falsedad de los hombres, cuyos corazones sólo parecían someterse a los mandatos de Satanás. Y, aun así, el sumo pontífice no perdía la esperanza, pues, como vicario infalible de Cristo, sabía que Dios era todo bondad y que todos los pecadores tenían abiertas las puertas del cielo. Ésa era la creencia en la que se cimentaba su fe, pues sabía que era deseo de Dios que los hombres vivieran dichosos en este mundo terrenal.
Pero la misión de Alejandro era otra muy distinta. Ante todo, debía cimentar el poder de la Iglesia para que ésta pudiera propagar el mensaje de Cristo hasta los últimos confines del mundo conocido, y, lo que era todavía más importante, debía asegurarse de que la Iglesia perdurara en el tiempo, pues cómo si no podría conseguir que la palabra de Dios nunca dejara de oírse en la tierra.
Y, para conseguirlo, necesitaba a su hijo César. Aunque pronto dejaría de ser cardenal, como capitán general de los ejércitos de Roma, César lo ayudaría a unificar los Estados Pontificios. Pero ¿resistiría su hijo las tentaciones del poder? ¿Sabía su hijo lo que era realmente la piedad? Pues de no ser así, podría salvar las almas de incontables hombres y, al mismo tiempo, condenar la suya propia.
Pero, ahora, Alejandro debía ocuparse de otras cuestiones: tediosas cuestiones administrativas. Hoy eran tres los asuntos que debía resolver. Primero debía decidir si perdonarle o no la vida a Plandini, su secretario, quien había sido declarado culpable de vender bulas papales. Después tenía que decidir si canonizar o no a la nieta de un rico mercader veneciano. Y, por último, debía reunirse con César y con Duarte para planear los pasos necesarios para la campaña con la que pronto unificaría los Estados Pontificios bajo la única autoridad de Roma.
Esa mañana, Alejandro se había vestido de forma sencilla, pues, para justificar las decisiones que iba a tomar, debía dar una imagen misericordiosa. Llevaba vestiduras blancas con el forro de seda roja y un sencillo solideo de lino y en los dedos tan sólo portaba el anillo de san Pedro, el anillo del pescador. Además, había optado por una estancia de cuyas paredes colgaban pinturas de la Virgen María, la madre que intercede ante Dios por el perdón de sus hijos pecadores.
Alejandro había ordenado a César que estuviera presente, pues sabía que todavía tenía mucho que aprender sobre la virtuosa aplicación de la clemencia.
El primer hombre que entró en la sala fue Stiri Plandini, el secretario de Alejandro. César lo conocía bien, pues Plandini llevaba sirviendo fielmente a su padre desde que él era un niño.
El secretario del papa fue conducido ante su presencia encadenado a una silla de reo, aunque en este caso, y por respeto al Santo Padre, las cadenas se mantuvieran ocultas bajo una gruesa tela.
Alejandro ordenó que le quitasen las cadenas y que le sirvieran una copa de vino, pues, aunque intentaba hablar, Plandini sólo conseguía emitir un ronco gruñido gutural.
—Has sido declarado culpable, Plandini —dijo Alejandro—. Aun así, me has servido fielmente durante todos estos años y, por ello, te he concedido la audiencia que nos has solicitado. Ahora, di lo que tengas que decir.
Como muchos escribanos, Plandini tenía una pronunciada bizquera como consecuencia de las largas horas dedicadas a la lectura. Era tan delgado que apenas ocupaba la mitad de la silla y su semblante mostraba la debilidad de carácter de los hombres que nunca han participado en una partida de caza ni se han puesto una cota de malla.
—Su Santidad, os ruego que os apiadéis de mi esposa y de mis hijos —dijo finalmente con apenas un hilo de voz—. No permitáis que mi familia sufra por mis pecados.
—No sufrirán ningún daño —declaró Alejandro—. Y, ahora, dime, Plandini, ¿has entregado a tus cómplices? —preguntó el Santo Padre.
Os lo ruego. Tened piedad de mí. ¿Qué será de mi esposa y de mis hijos si yo les falto?.
Alejandro consideró las palabras de su antiguo secretario. Si lo perdonaba, estaría alentando a otros hombres a cometer actos de traición. Y, aun así, sentía lástima por Plandini. Pensó en todas las cartas que le había dictado, en las chanzas que habían compartido, en todas esas ocasiones en las que le había preguntado por la salud de sus hijos... Plandini siempre había cumplido fielmente con sus deberes para con él y con la Iglesia.
—Siempre te he pagado generosamente, Plandini. Dime, ¿por qué traicionaste mi confianza?.
Plandini se cubrió el rostro con ambas manos. Todo su cuerpo temblaba con atormentados espasmos.
—Por mis hijos —exclamó—. Lo hice por mis hijos. Son jóvenes e insensatos. Tenía que pagar sus deudas. Tenía que mantenerlos cerca de mí. Tenía que volver a encauzarlos en el camino de la fe.
Alejandro miró a César, que permanecía impertérrito a su lado. Fuera cierta o no, Plandini no podía haber elegido mejor respuesta, pues el amor que Alejandro sentía por sus hijos era conocido en toda Roma.
Rodeado de imágenes de la Virgen, iluminado por la luz del sol que atravesaba las coloridas vidrieras, Alejandro se sintió misericordioso.
Si no hacía nada por evitarlo, en unas horas, el hombre que tenía ante sí colgaría de la horca en una plaza pública, ciego y mudo para siempre a los placeres terrenales, su esposa y sus ocho hijos destrozados por la pena. Pero ¿sería justo perdonarle la vida a su antiguo secretario mientras hacía ejecutar a sus cómplices?.
Alejandro se quitó el solideo de la cabeza y ordenó a los guardias que liberasen al prisionero y lo ayudaran a levantarse. Y entonces, al ver su torso deformado y sus hombros retorcidos por el potro, pensó que aquel hombre ya había sufrido bastante.
El sumo pontífice se levantó y se acercó a Plandini.
—La Virgen de la Misericordia ha intercedido en tu favor —dijo—. No morirás. Te perdono. Pero deberás abandonar Roma con toda tu familia antes del anochecer y pasarás el resto de tu vida dedicado a la oración en un monasterio.
Y, sin más, el sumo pontífice ordenó a los guardias que escoltasen a Plandini y a su familia lejos de Roma. Todo iría bien. Este acto de debilidad permanecería en secreto, pues Plandini nunca volvería a Roma y sus cómplices no tardarían en morir ahorcados.
Y, de repente, Alejandro sintió una dicha que pocas veces había sentido, ni siquiera con sus hijos, ni con las mujeres que había amado ni con todas sus riquezas ni todo su poder. Sentía una fe tan pura que, por un instante, todo su ser pareció tornarse luz. Cuando la sensación lo abandonó, el Santo Padre se preguntó si su hijo César podría llegar a sentir alguna vez ese éxtasis de misericordia.
El siguiente asunto del que debía ocuparse Alejandro era de una naturaleza muy distinta. Ahora necesitaría de toda su capacidad diplomática y no podría dar muestras de debilidad. El momento de la piedad había pasado. El sumo pontífice volvió a colocarse el solideo sobre la cabeza.
—¿Padre, queréis que espere en la antesala? —preguntó César, pero Alejandro le indicó que lo acompañara.
—Creo que esto te parecerá interesante, hijo mío —dijo. Alejandro había elegido una estancia distinta para la segunda audiencia del día: una sala pintada de un intenso color encarnado con pinturas de la crucifixión, retratos de papas guerreros abatiendo a los enemigos de Dios y escenas de santos sufriendo martirio a manos de los infieles. Era el salón de los Mártires, una elección apropiada para la ocasión.
El hombre que se presentó ante el sumo pontífice y su hijo César era el patriarca de los Rosamundi, una noble familia veneciana cuya flota de más de un centenar de buques comerciaba por todo el mundo conocido, aunque, como buen veneciano, su riqueza era un secreto celosamente guardado.
Baldo Rosamundi tenía más de setenta años. Con sus ropajes blancos y negros con piedras preciosas a modo de botones, su apariencia era la de un hombre respetable que no gustaba de andarse por las ramas, como bien podía atestiguar Alejandro, que ya había hecho negocios con los Rosamundi cuando todavía era cardenal.
—Así que creéis que vuestra nieta debe ser canonizada —dijo Alejandro con aparente buena disposición.
—No soy yo quien lo cree, Su Santidad, pues eso supondría un imperdonable pecado de vanidad —dijo de modo respetuoso Baldo Rosamundi—. Son los ciudadanos de Venecia quienes han tomado esta iniciativa. Y como Su Santidad conoce, los tribunales eclesiásticos de Venecia la han sancionado favorablemente. Ahora sólo depende de vos que mi nieta sea canonizada.
El arzobispo responsable de la Protección de la Fe había informado a Alejandro de todos los detalles. Doria Rosamundi podría ser una santa blanca, pero nunca una santa roja, pues había llevado una vida de impecable virtud dedicada a la pobreza, a la castidad y a las buenas obras en la que no faltaban algunos pequeños milagros de naturaleza bastante improbable. La Iglesia recibía cientos de peticiones similares todos los años, pero Alejandro no sentía ninguna estima por los santos piadosos; prefería a aquellos que daban su vida por la Iglesia: los santos rojos.
Despreciando la vida de lujos y riquezas que le correspondía por nacimiento, Doria Rosamundi había dedicado su vida a atender a los pobres. Al no haber suficientes en Venecia, una ciudad donde ni tan siquiera la pobreza estaba permitida, había viajado a Sicilia para cuidar de los niños huérfanos. Además, Doria Rosamundi había permanecido casta, había renunciado a todos los bienes materiales y, lo que era más importante, había cuidado a las víctimas de la peste que asolaba la isla sin importarle la posibilidad del contagio. Y precisamente por ello había fallecido a los veinticinco años como consecuencia de la temida enfermedad. Tan sólo habían transcurrido diez años desde su fallecimiento y su familia ya había empezado los trámites necesarios para solicitar que fuera canonizada.
Como era de esperar, se aportaban numerosas pruebas de sus milagros. Sin ir más lejos, en una ocasión, gracias a sus oraciones, varias víctimas de la peste habían resucitado milagrosamente al ser arrojadas a las hogueras comunales. Además, eran numerosos los enfermos que habían sanado tras acudir a rezar junto a la sepultura de Doria y unos marineros decían haber visto su imagen sobre las aguas del Mediterráneo en mitad de una gran tormenta. Documento tras documento, todo había sido investigado y en ningún caso se había podido probar su falsedad. Y, por si todo ello no bastara, la riqueza de los Rosamundi se había encargado de superar todas las trabas, hasta conseguir que la reclamación llegara hasta la más alta instancia de la Iglesia.
—Lo que me pedís es de suma trascendencia —dijo el sumo pontífice—. Una vez que vuestra hija sea canonizada, ascenderá a los cielos y se sentará junto al Sumo Hacedor, por lo que podrá interceder por todos aquellos a quienes ame. Vuestra iglesia de Venecia se convertira en su santuario y acudirán a adorarla peregrinos de todo el mundo. Es una decisión de gran trascendencia —continuó diciendo—. ¿Tenéis algo que añadir a lo que dicen los documentos?.
—Sólo puedo decir lo que he visto —dijo Baldo Rosamundi al tiempo que inclinaba la cabeza en señal de respeto al Santo Padre—.
Cuando Doria tan sólo tenía siete años, al ver que mis riquezas no me daban la felicidad, me pidió que rezase a Dios, pues él me concedería la dicha que el oro no me había proporcionado. Yo lo hice y, por primera vez, me sentí dichoso. Doria no era una niña como las demás. Nunca se mostró egoísta. Yo le compraba todo tipo de joyas, pero ella las vendía y le entregaba el dinero a los pobres. Después de su muerte, yo caí gravemente enfermo. Los médicos me sangraron hasta dejarme pálido como un espíritu, pero mi salud no mejoraba. Una noche, Doria se presentó ante mí. "Debes vivir para servir al Señor", me dijo.
Alejandro se santiguó. Después se quitó el solideo y preguntó: —Y, decidme, ¿lo habéis hecho?
—Al menos lo he intentado, Su Santidad —contestó humildemente Baldo Rosamundi—. He ordenado erigir tres iglesias en Venecia. He financiado un hospicio para huérfanos en memoria de mi nieta. He renunciado a los placeres terrenales y he reafirmado mi amor hacia Cristo y hacia la Virgen María. —El patriarca veneciano guardó silencio durante unos instantes.— Decidme qué más debo hacer, Su Santidad. Soy vuestro más humilde servidor —concluyó diciendo con una sonrisa piadosa que Alejandro tardaría tiempo en olvidar.
El sumo pontífice reflexionó sobre lo que había oído.
—Debéis saber que desde que ocupo el solio pontificio mi mayor anhelo es liderear una nueva cruzada para liberar Jerusalén —dijo finalmente.
—Me valdré de todas mis influencias para proporcionaros la flota que merece una causa tan justa, Su Santidad —se apresuró a decir Rosamundi.
Alejandro frunció el ceño.
—No deseo interferir en la prosperidad de Venecia —dijo finalmente—. Y eso es precisamente lo que estaría haciendo si aceptara vuestra generosa propuesta, pues al proporcionarme vuestros buques enojaríais al sultán de Turquía y eso pondría en peligro vuestras rutas comerciales. Lo que realmente necesito es oro para pagar a los soldados y comprar las provisiones necesarias para la campaña. Las arcas de la iglesia no pasan por su mejor momento. Aunque debo reconocer que la situación ha mejorado con los ingresos del jubileo. Además están las nuevas tasas que hemos impuesto a los clérigos y el diezmo exigido a todas las familias cristianas. Pero aun así, los fondos siguen siendo insuficientes. Así es como podéis servir a Dios —concluyó diciendo con una sonrisa benevolente.
Baldo Rosamundi asintió pensativamente. Incluso arqueó las cejas con aparente sorpresa.
—Decidme cuánto dinero necesitáis, Santidad. Hipotecaré gustosamente mi flota si con ello contribuyo a la mayor gloria de Dios Nuestro Señor —se ofreció finalmente.
Alejandro había estudiado cuidadosamente la suma que podría obtener de Rosamundi. Al fin y al cabo, no había que olvidar que tener una santa en la familia le abriría las puertas de todas las cortes de la cristiandad al comerciante veneciano, proporcionándole una gran ventaja sobre sus competidores. Poco importaba que la Iglesia hubiera tenido casi diez mil santos a lo largo de su historia, pues apenas eran varios centenares los que contaban con el apoyo directo del Vaticano.
—Sin duda, vuestra nieta vivió una vida de santidad. Como cristiana, su comportamiento fue ejemplar y, con ello, contribuyó a aumentar la gloria de Dios, Pero quizá sea demasiado pronto para canonizarla. Al fin y al cabo hay personas que llevan más de cincuenta años esperando ser canonizadas. No desearía precipitarme, pues, al fin y al cabo, la santidad es un privilegio irrevocable.
Baldo Rosamundi, que tan sólo unos momentos antes irradiaba confianza, pareció encogerse en su asiento, —y dijo con un hilo de voz—, no me queda mucho tiempo. Ella intercedería por mí ante el Señor. Creo sinceramente que mi nieta fue una mujer santa y deseo que los hombres de buena fe le rindan culto. Os lo ruego, Santidad... Pedidme cuanto deseéis.
Y fue entonces cuando Alejandro vio que el veneciano era sincero, que realmente era un hombre de fe. Y, así, con la tranquilidad de un consumado jugador, el sumo pontífice le pidió el doble de la suma que tenía pensada.
—Aún me faltan quinientos mil ducados para poder sufragar la expedición —dijo—. En cuanto los consiga, los cruzados zarparán para liberar Jerusalén.
Baldo saltó en su asiento y se llevó las manos a las sienes, tapándose los oídos, como si no quisiera escuchar nada más. Y, entonces, de repente, su semblante recobró la serenidad.
—Los tendréis, Santidad —dijo—. Tan sólo os pido que acudáis personalmente a Venecia para bendecir el santuario de mi nieta.
—Me complacerá sumamente hacerlo —contestó Alejandro—. Una santa es más grande que cualquier papa. Y, ahora, recemos juntos para pedirle a vuestra nieta que interceda por nuestras almas.
CAPÍTULO 17
Aquella mañana, César se despertó antes de lo acostumbrado. En apenas unas horas se presentaría ante la comisión cardenalicia convocada por el sumo pontífice para considerar la revocación de sus votos y otorgar su consiguiente renuncia al púrpura cardenalicio. Ya se sentía diferente.
En principio, la comisión debía estar formada por quince cardenales, aunque finalmente dos de ellos no habían podido acudir: un cardenal español enfermo de malaria y un cardenal veneciano que se había caído de¡ caballo.
Ninguno de los trece cardenales presentes se había enfrentado antes a un asunto de similar naturaleza, pues portar la birreta cardenalicia era el sueño de la mayoría de los hombres de la cristiandad. Suponía alcanzar la más alta jerarquía eclesiástica y, lo que era todavía más importante, lo convertía a uno en posible candidato a ocupar el solio pontificio. La mayoría de los cardenales presentes habían tenido que someterse a largos años de intenso trabajo y sacrificio para alcanzar su posición, por lo que la petición de César, además de incomprensible, era una afrenta directa contra su honor y su dignidad.
Los trece cardenales aguardaban sentados en sus asientos de madera de altos respaldos, sus rostros contorsionados por el malestar, tensos, pálidos, fantasmagóricos. La larga línea que dibujaban sus birretas parecía una gran cinta colgada frente a la representación del juicio Final que presidía la sala.
César se levantó para dirigirse a ellos.
—Estamos aquí reunidos para decidir cuál debe ser mi futuro. Antes que nada, vuestras eminencias deben saber que nunca ha sido mi deseo vivir una vida dedicada a la Iglesia, sino que fue el deseo de mi padre, Su Santidad, Alejandro VI, quien, con las mejores intenciones y movido por su sincero aprecio hacia mí, tomó la decisión. No fue mi elección y nunca será mi vocación.
Sorprendidos por la franqueza de César, los cardenales se movieron nerviosamente en sus asientos.
—Mi deseo es liderear los ejércitos pontificios y, si es necesario, entregar mi vida por la mayor gloria de Roma y de la Iglesia. Además, también quiero formar una familia. Ése es mi más sincero deseo, ésa es mi verdadera vocación. Y por ello solicito humildemente quedar liberado de mis votos y que aceptéis mi renuncia al púrpura cardenalicio.
—Si permitiéramos algo así, correríamos el riesgo de que un cardenal sirviera a un rey que pudiera luchar contra la Iglesia y contra el reino de España —protestó un cardenal español. Alejandro permaneció en silencio.
Aunque todos los cardenales habían sido informados previamente de los deseos del sumo pontífice, ahora varios de ellos lo miraron, como buscando que los guiara en esta crucial decisión.
—Mi hijo ha tomado su decisión movido por el sincero anhelo de su alma —intervino finalmente Alejandro—. Como él mismo acaba de decir, su verdadera vocación es la vida seglar. Desea formar una familia y, por encima de todo, desea vivir la vida de un soldado, Si no permitimos que renuncie a sus votos, sus apetitos terrenales serán causa de gran vergüenza para la Iglesia, pues César parece incapaz de refrenar sus pasiones mundanas. Todos estaréis de acuerdo conmigo en que un comportamiento así no beneficia a la Santa Iglesia de Roma. Además, no debemos olvidar que, con su decisión, el cardenal Borgia renuncia a treinta y cinco mil ducados en territorios y beneficios y que esos privilegios revertirán en beneficio del consistorio cardenalicio. Por todo ello, os pido que aceptéis la renuncia del cardenal.
El voto fue unánime, pues los beneficios prometidos disiparon toda posible oposición.
A continuación, en una breve ceremonia, el sumo pontífice liberó a su hijo de sus votos y le otorgó su bendición.
Y así fue como César Borgia se despojó de sus vestiduras eclesiásticas y de la birreta cardenalicia en presencia de los trece cardenales y, tras inclinarse ante los miembros del consistorio en señal de respeto y gratitud, abandonó la sala convertido en un nuevo hombre. Por fin era libre para forjar su propio destino.
De vuelta en sus aposentos, Alejandro se sentía triste. Había construido un proyecto con la esperanza de que César se convirtiera en el nuevo papa, pero ahora que Juan estaba muerto había tenido que ceder a sus deseos, pues necesitaba un hombre en quien pudiera confiar para liderear los ejércitos pontificios.
Cada vez más afligido, algo inusual en un hombre de la naturaleza optimista del Santo Padre, Alejandro decidió descansar de sus obligaciones durante el resto del día. Para deshacerse de la melancolía que pesaba sobre su corazón, dispondría que le dieran un masaje, pues los placeres del cuerpo eran el mejor camino para elevar el espíritu.
Mandó llamar a Duarte y le comunicó que, de presentarse algún asunto que requiriese urgentemente de su intervención, lo encontraría en sus aposentos privados. Si alguien preguntaba por la razón de su ausencia, Duarte debía decir que el médico personal del sumo pontífice le había insistido en la conveniencia de recibir un largo masaje.
Apenas había transcurrido una hora cuando Duarte entró en los aposentos privados del papa.
—Alguien desea veros, Su Santidad —anunció el consejero de Alejandro—. Al parecer se trata de una cuestión de gran importancia.
—Ay, Duarte —dijo Alejandro, que yacía boca abajo con una toalla de algodón como toda vestimenta—, tienes que dejar que estas mujeres.
—Pero dime, amigo mío, ¿quién es esa persona a la que tanto le urge verme? —preguntó Alejandro.
—Georges d'Amboise, el embajador francés —contestó Duarte—. ¿Deseáis que le diga que espere?.
—Dile que si lo que desea comunicarme es tan importante tendrá que hablar conmigo tal y como estoy, pues por nada en el mundo estoy dispuesto a renunciar a este momento de éxtasis antes de lo previsto —dijo Alejandro—. Después de todo, incluso un papa tiene derecho a honrar el templo de su cuerpo. ¿o acaso no es también el cuerpo una creación del Señor?.
—Como sabe Su Santidad, la teología nunca ha sido mi especialidad —contestó Duarte—. Pero, tratándose de un francés, no creo que se asuste ante los placeres de la carne.
Y así fue como el sumo pontífice recibió desnudo al embajador del rey de Francia con dos atractivas jóvenes frotándole las piernas y la espalda. Duarte se ausentó inmediatamente, pues otra cuestión reclamaba su atención.
Georges d'Amboise, como el hombre sofisticado y diplomático que era, no dejó traslucir su sorpresa al encontrar al sumo pontífice en esa situación.
—Podéis hablar con entera libertad, embajador —dijo Alejandro sin más preámbulos—. Os aseguro que estas jóvenes no sienten el menor interés por las cuestiones de Estado.
—Tengo instrucciones concretas de que nadie excepto Su Santidad escuche lo que debo decir —dijo D'Amboise.
Visiblemente contrariado, Alejandro ordenó a las dos jóvenes que los dejaran solos. Cuando por fin se levantó, el embajador bajó la mirada eludiendo todo contacto con la desnudez del papa.
—Los franceses hacéis de la discreción un modo de vida, pero los rumores flotan en el aire y os aseguro que no hay nada que pueda mantenerse en secreto en una corte, ni en la del rey de Francia ni en la de Roma. Pero ahora estamos solos, tal y como deseabais. Podéis hablar.
Georges D'Amboise se aclaró la garganta repetidamente, intentando encontrar la tranquilidad necesaria para abordar un asunto tan delicado delante de un hombre desnudo.
—Pensaba que los franceses eran célebres por su falta de pudor —dijo Alejandro con una sonrisa divertida mientras observaba su corpulenta desnudez—. Si me concedéis unos instantes, me vestiré. Así recuperaréis vuestra voz.
—El rey Carlos ha muerto —dijo D'Amboise una vez que el papa, ya vestido, lo condujo a su estudio—. Se golpeó la cabeza con una viga de madera en un desafortunado accidente. Perdió la conciencia inmediatamente y, a pesar de los cuidados de sus médicos, falleció pocas horas después. Nada pudimos hacer. Su hermano, Luis XII, es el nuevo rey de Francia. Es él quien me envía para que os comunique, Santidad, que pretende reclamar sus derechos sobre Nápoles y Milán, ya que legítimamente le pertenecen.
—¿Debo entender que vuestro nuevo rey se dispone a invadir la península Itálica?.
El embajador D'Amboise asintió,
—Así es, pero mi monarca desea que sepáis que en ningún momento desea perjudicar ni a Su Santidad ni a la Santa Iglesia de Roma.
—¿Y cómo puedo saber que lo que decís es cierto? —preguntó Alejandro.
—Tenéis mi palabra y la de mi soberano —dijo el embajador al tiempo que se llevaba la mano al pecho.
Alejandro reflexionó en silencio sobre la situación.
—Y, decidme, ¿qué espera el rey Luis de la Iglesia a cambio de tan generosa conducta? —preguntó finalmente—. Pues si me ofrece esta información y me asegura su lealtad, sin duda deseará obtener algo a cambio.
—En efecto, hay algo que Su Santidad puede hacer por mi señor —dijo D'Amboise sin más rodeos—. Mi soberano no está satisfecho con su matrimonio con Juana de Francia.
—Mi querido D'Amboise —dijo Alejandro con gesto divertido—, ¿no pretenderéis decirme que vuestro monarca desea anular sus esponsales con la hija deforme de Luis XI? La verdad es que no me sorprende. Aunque he de confesar que me decepciona su falta de caridad. Esperaba una actitud más compasiva de vuestro señor.
Aparentemente ofendido por los comentarios de Alejandro, el tono de voz del embajador se tornó más frío y formal.
—Os aseguro que nada tiene que ver su belleza, Su Santidad —dijo D'Amboise—. La cuestión es que su esposa no ha sido capaz de proporcionarle un heredero.
—Y, decidme, ¿ha pensado ya el rey Luis en una posible sustituta? —preguntó Alejandro, que ya sospechaba la respuesta.
El embajador asintió.
—Desea contraer esponsales con Ana de Bretaña, la viuda de su difunto hermano, el rey Carlos VIII.
Alejandro rió abiertamente.
—Ahora lo entiendo —dijo—. Vuestro rey desea casarse con su cuñada y para eso necesita obtener la dispensa del Santo Padre. A cambio ofrece respetar las tierras de la Iglesia en su camino hacia Nápoles y Milán.
—Así es, Su Santidad —dijo D'Amboise con evidente alivio—. Aunque yo hubiera empleado otras palabras para expresarlo.
—Me planteáis una cuestión sumamente delicada —dijo Alejandro, y su voz de barítono retumbó en las paredes del estudio—. Recordad que en los Diez Mandamientos está escrito que no desearás a la mujer de tu hermano.
—Con vuestro permiso, Santidad, quisiera recordaros que las Sagradas Escrituras pueden ser objeto de interpretaciones más o menos estrictas —dijo el embajador con voz entrecortada.
—Así es, amigo mío. Así es —dijo Alejandro al cabo de unos segundos—. Y, aun así, antes de dar mi consentimiento, hay algo que quisiera pediros, pues lo que vuestro monarca solicita de mí es una gran indulgencia.
D'Amboise permaneció en silencio.
—Sin duda sabréis que mi hijo César ha colgado los hábitos. Ahora, es mi deseo que contraiga matrimonio lo antes posible. La hija del rey Federico de Nápoles, la princesa Carlotta, parece una candidata apropiada y, sin duda, vuestro monarca podría influir favorablemente en su decisión. Supongo que podré contar con el apoyo del rey Luis.
—Haré todo lo que esté en mi mano para que así sea, Su Santidad. Mientras tanto, os rogaría humildemente que meditaseis sobre la petición del rey.
—No me cabe duda de que las cortes de Francia y de Roma pronto celebrarán dos felices esponsales, embajador —dijo finalmente Alejandro, dando la entrevista por zanjada.
César había enviado numerosos mensajes a Santa Maria in Portico pidiéndole a Lucrecia que se reuniera con él, pero su hermana siempre le respondía que tenía otros compromisos y que lo avisaría tan pronto como le fuera posible. El desconsuelo inicial de César no tardó en dar paso a un sentimiento de cólera.
Su hermana no era tan sólo su amante, sino también su más querida amiga y, ahora que había renunciado a la birreta cardenalicia, César deseaba compartir sus planes con ella. Pero, durante los últimos meses, Lucrecia sólo parecía tener tiempo para su esposo, con quien acudía a todo tipo de banquetes y festejos, donde ambos se rodeaban de poetas y artistas.
César intentaba no imaginar a Lucrecia compartiendo el lecho con Alfonso, aunque no era ajeno a los rumores que aludían a la pasión que envolvía a los recién casados.
El hijo del papa pasaba la mayor parte del tiempo estudiando estrategias militares e intentando determinar cuál sería la alianza matrimonial más conveniente para el papado. Pero anhelaba compartir sus pensamientos con su hermana, pues ¿quién mejor que ella podría ofrecerle su consejo?.
Libre de las limitaciones que le imponía el púrpura cardenalicio, César pasaba las noches en compañía de cortesanas y, en alguno de estos imprudentes encuentros, se contagió de la sífilis. El médico del Vaticano experimentó distintas curas con César, por lo que éste tuvo que pasar varias semanas cubriendo sus pústulas con fardos calientes de piedra pómez y con toda clase de hierbas. Fue sajado, frotado y lavado una y otra vez, hasta que sus llagas finalmente desaparecieron y, aunque le quedaron algunas cicatrices, ninguna de ellas estaba en un lugar que no pudiera ocultar bajo sus ropas.
Una vez recuperado, le envió una nueva misiva a Lucrecia pidiéndole que se reuniera con él, pero, dos días después, todavía no había obtenido respuesta. Deambulaba, furioso, por sus aposentos, pensando.
Lucrecia llegó al Vaticano y Césarno tardó en llamar a la puerta del pasadizo secreto. Ahí estaba Lucrecia, radiante y más bella que nunca. César la estrechó entre sus brazos con toda su pasión reprimida, pero sus labios apenas se habían encontrado cuando Lucrecia apartó el rostro.
—¿Es esto lo que has venido a ofrecerme? —preguntó César sin disimular sus celos. Después se dio la vuelta sin esperar una respuesta. Lucrecia le rogó que la mirara, pero él se negó.
—César, hermano mío, no te enojes conmigo, por favor. Las cosas han cambiado —dijo—. Amo a mi esposo. Y, ahora que has dejado de ser cardenal, tú también encontrarás una mujer a la que amar.
César se volvió hacia su hermana. Sentía una terrible opresión en el pecho. Sus ojos brillaban enloquecidos.
—Así que es cierto —dijo—. Después de todos estos años, has olvidado el amor que compartimos y has entregado tu corazón a otro hombre.
Lucrecia intentó acercarse a su hermano. —Alfonso me colma de atenciones —dijo con lágrimas en los ojos—. Es un amor que llena mi vida y mi corazón pero, sobre todo, es un amor que no tengo que ocultar. Es un amor limpio, César, un amor bendecido; algo que a nosotros siempre nos estuvo prohibido.
—¿Qué ha sido entonces de todas tus promesas? Me juraste que nunca amarías a otro como me amabas a mí, pero ahora son otros los labios que besas con pasión, son otras las manos que hacen que tu cuerpo se estremezca.
—Nadie ocupará nunca tu lugar en mi corazón, hermano mío —dijo Lucrecia con voz temblorosa—. Tú fuiste mi primer amor, César. Tú fuiste el primero con el que compartí los secretos de mi cuerpo —continuó diciendo al tiempo que se acercaba a él—. César, tú eres mi hermano y nuestro amor siempre ha estado manchado por el pecado —dijo mirándolo fijamente a los ojos mientras sujetaba su rostro entre sus manos—. Aunque nuestro padre lo permitiera, la nuestra era una relación pecaminosa y tú lo sabes tan bien como yo.
—¡Pecado! —exclamó César—. ¡Nuestro amor nunca fue un pecado! —gritó—. Nuestro amor es lo único limpio que ha habido en mi vida.
Viví y respiré por ti, Lucrecia. Era capaz de soportar el amor que nuestro padre le profesaba a Juan porque sabía que al menos tú me amabas a mí. Pero ahora... —continuó diciendo—. Ahora que tú amas a otro hombre, ya no hay lugar para el amor en mi vida.
Lucrecia se sentó en el lecho de César y negó con la cabeza mientras su hermano vagaba sin rumbo por la estancia.
—Nunca amaré a ningún hombre más de lo que te amo a ti —dijo ella—, Mi amor por Alfonso es diferente. Él es mi esposo. Tú también encontrarás ese amor. Pronto serás el capitán general de los ejércitos de Roma. Eso es lo que siempre has deseado. Librarás grandes batallas de las que saldrás victorioso y desposarás a una bella mujer que te dará hijos. Ahora por fin eres libre, hermano mío. Tienes toda una vida por delante. No permitas que yo sea la causa de tu infelicidad, pues no hay nadie en el mundo a quien yo ame más de lo que te amo a ti; ni tan siquiera a nuestro padre.
César se acercó a Lucrecia y la besó; fue un beso lleno de ternura, el beso de un hermano... Pero mientras lo hacía, algo lo abandonó para siempre. Hasta ese día, cada vez que había pensado en el amor había visto a Lucrecia, cada vez que había pensado en Dios la había visto a ella, pero, a partir de ahora, la vería cada vez que pensara en la guerra.
CAPÍTULO 18
César deambulaba por el Vaticano vestido de riguroso negro. Hosco e irascible, esperaba con impaciencia el comienzo de su nueva vida. Contaba cada día, anhelando el momento de recibir la invitación del rey Luis XII. Quería huir de Roma, de su entorno familiar, dejar atrás todos los recuerdos de su hermana y de su antigua vida.
Volvía a tener pesadillas. Incluso intentaba evitar conciliar el sueño por miedo a despertar entre sudores fríos y gritos entrecortados. Pero, hiciera lo que hiciera, no podía liberarse del recuerdo de su hermana. Cada vez que cerraba los ojos, procurando descansar, se imaginaba haciendo el amor con Lucrecia. Cuando su padre le comunicó que su hermana estaba encinta, César, enloquecido por los celos, montó en su caballo favorito y estuvo cabalgando durante un día entero, hasta caer exhausto.
Esa noche, una brillante llamarada amarilla se apareció en sus sueños, dibujando el dulce rostro de Lucrecia. La llama le daba calor, a veces incluso lo abrasaba, y su luz nunca se extinguía. César lo interpretó como una señal, como un icono de su amor, y se hizo la promesa de que, a partir de aquel día, llevaría aquella llama en su estandarte junto al buey de los Borgia.
Y así fue como, desde aquel día, tanto en la guerra como en la paz, la llama de su amor se convertiría en la llama de su ambición.
César partió hacia Francia el mismo día que recibió la invitación del rey Luis. Tenía dos importantes empresas que cumplir. En primer lugar, debía entregarle al monarca francés la dispensa matrimonial que le había concedido el Santo Padre y, después, debía convencer a la princesa Carlotta de que se convirtiera en su esposa.
Antes de su partida, Alejandro mandó llamar a César a sus aposentos, donde abrazó a su hijo y le entregó un pergamino lacrado con su sello personal.
—Ésta es la dispensa para el rey Luis —dijo Alejandro—. Invalida sus anteriores esponsales y lo autoriza a desposar a la reina Ana de Bretaña. Para el rey Luis, este pergamino tiene un valor incalculable, pues no sólo le permitirá desposar a una mujer hermosa, sino que también le permitirá consolidar su poder sobre los territorios de la Bretaña.
—Hay algo que no entiendo, padre —intervino César—. ¿Por qué necesita una dispensa el rey Luis? ¿Acaso no puede solicitar la nulidad de sus esponsales?.
—Puede que Juana de Francia sea una mujer deforme, pero te aseguro que no carece ni de carácter ni de inteligencia —dijo Alejandro con una sonrisa—. La buena mujer ha sobornado a varios miembros de la corte, que sostienen que, el día después de su noche de bodas, el rey Luis se vanaglorió públicamente de haber montado a su esposa en más de tres ocasiones. Eso elimina una posible nulidad a causa de la no consumación del matrimonio. Además, aunque Luis mantenga que tenía menos de catorce años cuando desposó a Juana, lo cual lo convertiría en menor de edad, no ha podido encontrar a nadie que esté dispuesto a confirmar sus palabras bajo juramento.
—¿Y cómo habéis solucionado el problema, padre? —preguntó César.
—A veces, ser infalible es una verdadera bendición, hijo mío —suspiró Alejandro con satisfacción—. En la dispensa declaro que, en efecto, Luis era menor de edad. Cualquier evidencia que contradiga mis palabras sería considerada una herejía.
—¿Deseáis que haga algo más por vos durante mi estancia en Francia, padre? —preguntó César.
—Así es —dijo Alejandro y, de repente, su semblante se tornó más grave—. Quiero que le ofrezcas una birreta cardenalicia a nuestro amigo Georges d'Amboise.
—¿D'Amboise desea ser cardenal? —preguntó César, sorprendido.
—De hecho, lo desea desesperadamente —dijo el sumo pontífice—. Aunque tan sólo su amante conozca los verdaderos motivos de su anhelo.
Alejandro abrazó a su hijo con fuerza. —Te echaré en falta, hijo mío, Pero en Francia serás tratado como un rey. Además, el cardenal Della Rovere se encargará personalmente de proporcionarte todo lo que pueda hacerte falta durante tu visita. Ha recibido instrucciones precisas. Te protegerá de cualquier peligro y cuidará de ti como si fueras su propio hijo.
Después de su fallido y humillante intento de hacerse con la tiara pontificia, Giuliano della Rovere, tras exiliarse a Francia y ponerse al servicio del difunto rey Carlos VIII, había llegado a la conclusión de que su beligerancia no le había creado más que disgustos. Un hombre de su condición debía estar en el Vaticano, donde podría observar de cerca a sus enemigos mientras consolidaba su poder.
Una vez tomada esa decisión, la muerte de Juan le había proporcionado la oportunidad que esperaba para reconciliarse con el sumo pontífice, oportunidad que había aprovechado inmediatamente escribiéndole a Alejandro una sentida carta de pésame. Sobrecogido por el dolor y llevado por sus pasajeras ansias reformistas, Alejandro había acogido la misiva del cardenal con buena disposición. Hasta tal punto había sido así, que le había contestado con una nueva carta en la que, previendo que algún día podría necesitar de su ayuda, le pedía al cardenal que se convirtiese en nuncio apostólico ante el rey de Francia, pues no ignoraba la influencia que Della Rovere tenía en la corte francesa.
Y así fue como, aquel día del mes de octubre, César desembarcó en Marsella acompañado por su numeroso séquito. El cardenal Della Rovere lo esperaba en el puerto para darle la bienvenida.
El hijo del papa vestía un traje de terciopelo negro brocado con hilo de oro y diamantes y un majestuoso sombrero con un penacho de plumas blancas; incluso sus caballos llevaban herraduras de plata. Era tal la ostentación de la que hacía gala, que parecía que hubiera saqueado las arcas pontificias.
El cardenal Della Rovere lo recibió con un abrazo. —Hijo mío —dijo—, a partir de ahora me aseguraré de que vuestra estancia en Francia sea lo más agradable posible.
Della Rovere había convencido al consejo de Aviñón de que le concediese un préstamo para darle al futuro duque de Valentinos la bienvenida que merecía un hombre de su condición.
Al entrar en Aviñón, el aspecto de César era incluso más suntuoso.
Sobre su traje de terciopelo negro, llevaba un jubón brocado con perlas y rubíes, y la silla y la brida de su caballo, un semental gris moteado, estaban tachonadas con oro.
Lo precedían veinte trompetas con trajes escarlata y, detrás de él, desfilaba la Guardia Suiza, con su uniforme púrpura y dorado, seguida, a su vez, por un séquito de treinta escuderos y un número todavía mayor de pajes, mozos y criados, todos ellos brillantemente ataviados. Cerrando la comitiva, avanzaban incontables músicos, malabaristas, contorsionistas, osos, monos y setenta mulas que cargaban con el equipaje de César y con los obsequios que traía para el rey Luis y los principales miembros de su corte.
Antes de abandonar Roma, Duarte había advertido a César sobre la inutilidad de tal despliegue, pues con la ostentación de su poder y su riqueza no conseguiría impresionar a los franceses, sino todo lo contrario, pero César había ignorado sus consejos.
Della Rovere volvió a recibir a César a las puertas de la ciudad, que había sido engalanada para la ocasión con lujosos tapices y arcos triunfales decorados con gran gusto, pues el cardenal había ordenado que el hijo del papa fuese recibido como si de un rey se tratara.
Della Rovere había invitado a las damas más bellas de la ciudad, pues de todos era conocido que César disfrutaba enormemente de la compañía de hermosas mujeres. Durante los días que siguieron a su llegada, Aviñón agasajó al hijo del papa con un fastuoso banquete tras otro.
Y, así, durante dos meses, mientras viajaba hacia la corte del rey Luis, no hubo un solo día en el que César no disfrutara de un banquete o participase en algún juego de azar.
A pesar del frío y de los vientos del norte, las gentes de cada nueva plaza se agolpaban en las calles para ver al hijo del papa. La humildad nunca había sido una de las virtudes de César, que creía que los súbditos del rey de Francia lo aclamaban con sincera admiración. De hecho, el hijo del papa se mostraba cada vez más arrogante, granjeándose la enemistad de aquellos nobles franceses cuyo apoyo podría necesitar en el futuro.
Cuando César finalmente llegó a Chinon, el rey Luis estaba furioso. Llevaba meses esperando noticias sobre la decisión del papa y César ni siquiera se había dignado a enviarle una misiva comunicándole si era portador de la tan ansiada dispensa matrimonial.
Entró en Chinon acompañado de su imponente séquito y la larga hilera de mulas cargadas con obsequios. Cada uno de los setenta animales de carga iba cubierto con ricos paños amarillos y rojos bordados con el buey de los Borgia y la llama que César había elegido como estandarte. Además, varias de las mulas portaban inmensos cofres que dieron lugar a todo tipo de especulaciones por parte del pueblo. Algunos decían que contenían preciosas joyas para la nueva esposa del hijo del papa. Otros decían que albergaban reliquias sagradas.
Y, aun así, ningún miembro de la corte se sintió impresionado por la ostentación de riqueza de César, pues aunque este llamativo espectáculo pudiera despertar la envidia de los príncipes de su tierra, entre la nobleza francesa sólo provocaba desdén.
El rey Luis era un hombre de hábitos frugales y la corte seguía su ejemplo. Los nobles se reían abiertamente de la vanidad de ese extranjero, pero cegado como estaba por su recién adquirida posición, César, que carecía de la experiencia de su padre y el buen juicio de su hermana, ni siquiera se daba cuenta de lo fatuo de su comportamiento.
—Es un despliegue excesivo —le comentó el rey Luis a su consejero al ver el séquito de César.
Cuando Georges D'Amboise presentó a César a los principales miembros de la corte, el hijo del papa ignoró con altanería las expresiones de sorna que observó en muchos de ellos. Podían reír todo lo que quisieran, pero mientras él tuviera en su poder la dispensa matrimonial, el rey tendría que tratarlo con exquisita corrección.
Corroborando sus pensamientos, el rey Luis amonestó severamente a varios jóvenes de la corte, cuya imprudencia había llegado hasta el punto de mofarse abiertamente de su invitado.
Una vez concluidas las presentaciones, César, el rey Luis y el embajador Georges D'Amboise se retiraron a una de las estancias privadas del rey. Las paredes estaban forradas con seda amarilla y paneles de roble, y las altas ventanas daban a un hermoso jardín donde los pájaros de vivos colores endulzaban el ambiente con sus cantos.
—Como sabréis por vuestro padre, mis tropas respetarán en todo momento los territorios pontificios en su camino hacia Nápoles —empezó diciendo el rey Luis, recordándole a César su parte del acuerdo—. Es más, os ofreceré gustosamente el apoyo de mi ejército si lo estimáis necesario para someter a los caudillos rebeldes de la Romaña.
—Agradezco vuestro generoso ofrecimiento, majestad —dijo César y, sin más dilación, hizo entrega de la dispensa matrimonial al rey Luis.
El monarca francés no intentó ocultar su alegría. Tras corresponder sus palabras de agradecimiento, César le ofreció el segundo pergamino lacrado a Georges D'Amboise. Mientras lo leía, el rostro del embajador pareció iluminarse con la dicha y la sorpresa que le producía la noticia de su pronta incorporación al seno del Sacro Colegio Cardenalicio.
En vista de la generosidad que había demostrado el papa, el rey Luis le comunicó a César que le concedería el ducado de Valentinos, título que le proporcionaría algunas de las mejores fortalezas de Francia, además de tierras de gran valor. César recibió la noticia con gran alivio, pues había gastado gran parte del dinero necesario para sufragar la campaña contra la Romaña en proveer a su ostentoso sé—quito durante su estancia en Francia. Ahora, gracias a la generosidad del rey Luis, nunca tendría que volver a preocuparse por el dinero.
—Pero decidme, majestad, ¿cuándo conoceré a mi futura esposa? —preguntó César una vez que los tres hombres hubieron sellado su acuerdo con un brindis.
El rey Luis deambuló por la estancia con evidente nerviosismo. —Existe un pequeño inconveniente —dijo finalmente—. Aunque la princesa Carlotta viva en Francia, pues es una de las damas de compañía de mi adorada reina Ana, en su condición de hija del rey de Nápoles, se debe a la casa de Aragón. Además, Carlotta es una joven con una marcada personalidad. La cuestión es que no puedo ordenarle que os acepte como esposo.
César frunció el ceño.
—¿Podría hablar con ella, majestad? —preguntó al cabo de unos instantes.
—Por supuesto —dijo el rey—. D'Amboise se encargará de arreglar vuestro encuentro.
Esa misma tarde, César y la princesa Carlotta se sentaron en un banco de piedra de los jardines de palacio, rodeados por la fragancia del azahar.
Aunque no fuera ni mucho menos la mujer más hermosa que había conocido César, Carlotta era una joven alta y morena de porte regio. Su peinado, con el cabello recogido en la nuca, le confería una apariencia severa, pero su disposición era alegre. Y, aun así, no parecía dispuesta a considerar la proposición que le había hecho César.
—No pretendo ofenderos —dijo—, pero debéis saber que estoy locamente enamorada de un noble bretán, por lo que me es imposible entregaros el amor que me pedís.
—A menudo, los amores más apasionados conducen a matrimonios desgraciados —intervino César, intentando persuadirla.
—Os hablaré con franqueza —dijo ella—, pues sin duda sois digno de ello. Como hijo del papa y futuro capitán general de sus ejércitos sin duda sabréis que la amistad de Roma es de suma importancia para Nápoies—. Es mas, estoy segura de que, si insistieseis, mi padre me obligaría a casarme con vos. Pero os ruego que no lo hagáis, pues mi corazón pertenece a otro hombre y nunca sería capaz de amaros como merecéis —concluyó diciendo Carlotta mientras las lágrimas afloraban en sus ojos.
César le ofreció su pañuelo.
—Nunca os forzaría a desposaros con un hombre al que no amáis —dijo con sincero aprecio, pues la franqueza de Carlotta había conquistado su corazón—. Pero si no he conseguido ganar vuestro amor, al menos os pido que me ofrezcáis vuestra amistad. Os juro que si algún día tengo la desgracia de verme sometido a un proceso, solicitaría del tribunal que fuerais vos quien defendiera mi inocencia...
Carlotta rió, divertida, y los dos jóvenes pasaron el resto de la tarde conversando alegremente mientras paseaban por los jardines del palacio del rey de Francia.
César informó al rey Luis de lo ocurrido esa misma noche. Al monarca no pareció sorprenderle la decisión de Carlotta, aunque se mostró feliz ante la reacción de César.
—Os agradezco vuestra comprensión y admiro vuestro buen talante —dijo el rey Luis.
—¿Supongo que no tendréis alguna otra princesa que todavía no haya entregado su corazón? —preguntó César con buen humor.
—No, la verdad es que no —dijo el rey Luis, avergonzado por su incapacidad para cumplir los términos del acuerdo alcanzado con el sumo pontífice—. Pero, para resarciros, quisiera otorgaros el ducado de Dinois.
César inclinó la cabeza en señal de respeto.
—Tenéis mi más sincero agradecimiento, majestad —dijo—, pero lo que realmente deseo es formar una familia.
—Con vuestro permiso, procederé a buscar posibles candidatas entre las casas reales de Francia —dijo el rey Luis con voz tranquilizadora—. Os aseguro que pronto encontraremos la princesa adecuada.
—Si vuestra majestad me da su permiso, prolongaré mi estancia en Francia hasta que la búsqueda llegue a buen fin.
En Roma, Alejandro tan sólo pensaba en encontrar la esposa adecuada para su hijo César. Envió al cardenal Ascanio Sforza a Nápoles para que intercediera ante el rey Federico, pero el cardenal regresó con las manos vacías. Carlotta seguía oponiéndose al matrimonio y ninguna de las otras posibles candidatas se encontraba disponible.
Pero, en su viaje, el cardenal Sforza había oído ciertos rumores sobre una campaña del rey de Francia contra Nápoles y Milán.
—¿Es cierto lo que se dice en Nápoles sobre una inminente invasión francesa? —le preguntó Alejandro a su regreso a Roma—. Decidme, Santidad, ¿qué pensáis a hacer al respecto?.
Furioso al sentirse interrogado por Ascanio e incapaz de confesarle la verdad, Alejandro exclamó:
—Haría algo si mi hijo no fuera rehén del rey de Francia. —Un rehén voluntario que vive rodeado de todo tipo de lujos, Su Santidad —dijo Ascanío—. Un rehén que parece dispuesto a formar.
una alianza con nuestros invasores si así consigue una esposa que sea de su agrado.
—Cardenal, os recuerdo que fue vuestro hermano Ludovico quien requirió la ayuda de los franceses no hace demasiados años —exclamó Alejandro, enfurecido—. Es el reino de Aragón quien ha traicionado a la Iglesia al negarnos una alianza matrimonial —continuó diciendo al tiempo que se levantaba del solio pontificio—. Y debéis saber que vuestras palabras rayan en la herejía. Marchaos y rezad por que perdone vuestra imprudencia, pues si no lo hacéis os aseguro que vuestro cuerpo pronto flotará sin vida en las aguas del Tíber.
Cuando el cardenal Ascanio Sforza salió de la estancia, los atronadores gritos del Santo Padre lo siguieron por los corredores del palacio del Vaticano. Esa misma noche abandonó Roma para buscar asilo en Nápoles.
La preocupación de Alejandro llegaba hasta el punto de hacerlo descuidar los asuntos de la Iglesia. Era incapaz de pensar en cualquier cosa que no fuera una nueva alianza matrimonial. Incluso se había negado a recibir en audiencia a eminentes emisarios de Venecia, de Nápoles—. Sólo recibiría a quien pudiera ofrecerle una esposa para su hijo César.
En Francia, César ya llevaba varios meses en la corte del rey Luis cuando éste lo mandó llamar a su presencia.
—Tengo buenas noticias para vos —dijo—. Todo está dispuesto para vuestros esponsales con Charlotte d'Albret, la hermana del rey de Navarra. Es una joven hermosa e inteligente. Sólo falta que deis vuestro consentimiento.
Feliz, César escribió inmediatamente a su padre, pidiendo permiso para desposar a la princesa navarra.
Después de celebrar la santa misa, Alejandro se postró ante la imagen de la Virgen y pidió su intercesión, pues, durante los treinta y cinco años que llevaba sirviendo a la Iglesia, nunca se había enfrentado a una decisión tan difícil como la que debía tomar después de recibir la carta de su hijo.
La alianza con España siempre había sido la base de su poder. Además, desde que era el sumo pontífice, siempre había sabido equilibrar las fuerzas de España y de Francia, conservando el apoyo de ambos reinos para la Iglesia de Roma.
Pero ahora que su hijo Juan había muerto, su viuda, María Enríquez, había convencido a los reyes Isabel y Fernando de que César Borgia era el asesino de su esposo. De ahí que ninguna familia de las casas de Castilla ni de Aragón estuviera dispuesta a desposar a una de sus hijas con el hijo del papa.
Aunque Alejandro había hablado con decenas de embajadores y había enviado incontables cartas, ofreciendo grandes beneficios, no había conseguido encontrar la ansiada esposa para su hijo. Y Alejandro sabía que el futuro de los Borgia dependía de su éxito.
El sumo pontífice necesitaba el apoyo de los ejércitos de Nápoles y de España para unificar los Estados Pontificios y acabar con el poder de los caudillos rebeldes. Por eso había desposado a Lucrecia con Alfonso de Nápoles, un miembro de la casa de Aragón, pues creía que con esa alianza se estaba asegurando la futura unión entre César y la hermana de Alfonso, la princesa Carlotta.
Pero la princesa Carlotta no había dado su consentimiento y, en vez de desposar a una princesa española, César estaba a punto de comprometerse con una princesa francesa; algo que sin duda pondría en peligro el frágil equilibrio de poder que con tanto esfuerzo había conseguido el sumo pontífice.
Alejandro juntó las manos en actitud de oración e inclinó la cabeza ante la imagen de la Virgen.
—Santa Madre de Dios —dijo—, mi hijo César me pide mi bendición para tomar como esposa a una princesa francesa y su majestad el rey Luis nos ofrece su apoyo para recuperar el control de las tierras que pertenecen en derecho a la Iglesia.
Alejandro reflexionaba en voz alta sobre la situación, buscando el mejor modo de actuar. Si daba su bendición a los esponsales de César con Charlotte, no sólo estaría rompiendo los lazos de Roma con España, con Milán y con Nápoles, sino que, además, estaría poniendo en peligro la felicidad de Lucrecia. Pues su esposo era un príncipe de Nápoles y la alianza de Roma con Francia enfrentaría a ambas familias. Pero ¿qué sería de los Borgia si Alejandro le daba la espalda al rey de Francia? Pues, sin duda, el rey Luis invadiría la península con o sin el consentimiento de Roma y, si no obtenía el apoyo de Alejandro, no dudaría en instalar en el solio pontificio a un hombre más dispuesto a brindarle su colaboración. Y ese hombre, sin duda, sería el cardenal Della Rovere.
¿Y qué sería de su hijo Jofre y de su esposa Sancha si las tropas del rey de Francia tomaban Nápoles?.
Por mucho que lo intentaba, Alejandro no encontraba una sola razón para permanecer fiel a España, pues aunque su corazón estuviera más cerca de esa tierra, con el apoyo de las tropas francesas, César no tardaría en someter a los caudillos rebeldes de los Estados Pontificios. Y una vez lograda la victoria, el hijo del papa obtendría el ducado de la Romaña y la familia Borgia se afianzaría definitivamente al frente de una Iglesia poderosa.
Al regresar a sus aposentos privados, Alejandro mandó llamar a Duarte Brandao, pues deseaba comunicarle su decisión.
Duarte, amigo mío —dijo el papa cuando entro su consejero—, Ven, acércate. He reflexionado largamente sobre la mejor manera de proceder y finalmente he tomado una decisión.
Duarte se acercó al sumo pontífice, que estaba sentado frente a su escritorio. Por primera vez en su vida, Alejandro parecía cansado, incluso envejecido. Y, aun así, su mano no tembló mientras escribía la misiva y se la entregaba a su consejero. "Querido hijo, tienes mi bendicón para desposar a Charlotte d'Albret", decía escuetamente la carta.
El día en que César desposó a Charlotte d'Albret en la corte del rey de Francia, Roma se vistió con sus mejores galas para celebrar la ocasión. El sumo pontífice había encargado una enorme exhibición de fuegos artificiales para iluminar la noche con vivos colores y había dispuesto que las calles de Roma fueran alumbradas con miles de hogueras.
En el palacio de Santa Maria in Portico, Lucrecia, acompañada de su esposo, observó cómo encendían una hoguera frente a su balcón.
Por supuesto, se sentía dichosa por la felicidad de su hermano, pero temía por lo que pudiera sucederle a su amado esposo.
Alfonso vivía lleno de temor desde que había sabido que el cardenal Ascanio Sforza había huido a Nápoles acompañado de otros cardenales disidentes.
Ahora abrazó a Lucrecia y la estrechó apasionadamente entre sus brazos.
—Mi familia está en peligro —le dijo a su esposa con ternura—. Debo ir a Nápoles, Lucrecia, Debo luchar por defender mi hogar. Mi padre y mi tío me necesitan.
Lucrecia se aferró con fuerza a su marido.
—El Santo Padre no permitirá que los conflictos políticos interfieran en nuestro amor —dijo ella con desesperación.
A sus dieciocho años, Alfonso miró a Lucrecia con profunda tristeza.
—Sabes tan bien como yo que no tiene otra opción, amor mío —dijo mientras le apartaba el cabello de los ojos.
Aquella noche, después de hacer el amor, permanecieron largas horas despiertos. Cuando Lucrecia por fin concilió el sueño, Alfonso se levantó en silencio del lecho y tue a los establos. Cabalgó hacia el sur hasta llegar a la fortaleza de los Colonna, desde donde pretendía continuar camino hacia Nápoles al día siguiente.
Pero Alejandro envió a la guardia pontificia tras él para impedir que llegara a Nápoles.
Día tras día, Alfonso escribía a Lucrecia desde la fortaleza rogándole que se reuniese con él, pero la hija del papa nunca recibió sus cartas, pues, todos los días, eran interceptadas por los hombres de su padre.
Lucrecia echaba enormemente en falta a su esposo. No podía entender por qué Alfonso no le había escrito. Hubiera acudido a Nápoles en su busca, pero en su estado, embarazada de seis meses, no se atrevía a emprender un viaje tan largo, pues ya había perdido a un hijo ese año al caer de su caballo. Además, la guardia pontificia la vigilaba día y noche, impidiendo su posible huida.
Tras los esponsales, César y Charlotte pasaron varios meses en un pequeño palacete situado en el hermoso valle del Loira. Tal y como había prometido el rey Luis, Charlotte era hermosa e inteligente. Además, le proporcionaba gran placer a César en el lecho y su presencia desprendía tal serenidad que incluso calmaba sus ansias de poder y de conquistas. La joven pareja pasaba los días paseando rodeada de hermosos paisajes, navegando por el sosegado río, conversando, leyendo... César incluso intentó enseñar a Charlotte a nadar y a pescar.
—Te amo como nunca he amado a otro hombre —le dijo un día Charlotte.
Y aunque César la creía, aunque luchaba con todas sus fuerzas por enamorarse de ella, el recuerdo de su hermana se lo impedía.
Y, así, todas las noches, después de hacer el amor con su esposa, cuando Charlotte se dormía abrazada a él, César se preguntaba si realmente estaría maldito, como su hermana le había insinuado. ¿Lo habría sacrificado su padre a la serpiente del Edén al hacerlo yacer con su propia hermana?.
La misma noche en que Charlotte le dijo que estaba encinta, César recibió un mensaje del papa urgiéndolo a regresar de inmediato a Roma para ponerse al mando de sus ejércitos. Al parecer, los caudillos de los Estados Pontificios planeaban una conspiración contra el sumo pontífice, y los Sforza habían requerido la ayuda de los reyes de España, que se disponían a enviar numerosas tropas a Nápoles.
César le dijo a su esposa que ella debía permanecer en Francia, pues mientras el poder de los Borgia no se hubiera consolidado definitivamente, su vida y la del niño que llevaba en su vientre podían correr peligro en Roma.
El día en que César debía partir, Charlotte intentó mantener la compostura hasta el último momento, pero al ver cómo su esposo montaba en su caballo, se aferró desesperadamente a sus piernas, incapaz de contener el llanto por más tiempo.
César desmontó y la estrechó con fuerza entre sus brazos. El cuerpo de Charlotte temblaba con las convulsiones provocadas por el llanto.
—Enviaré a alguien a buscarte a ti y a nuestro hijo en cuanto Roma sea un lugar seguro —dijo él, intentando tranquilizarla.
Después la besó con ternura, montó en su semental blanco y cabalgó hacia Roma, agitando un brazo en señal de despedida.
CAPÍTULO 19
Alejandro no soportaba ver a su hija desdichada. Cuando estaban en presencia de otros, Lucrecia desafiaba abiertamente su autoridad y, cuando se encontraban a solas, apenas le hablaba. Ni siquiera la compañía de Julia y Adriana, que se habían trasladado al palacio de Lucrecia con el hijo que había dado a luz en el convento, parecía mitigar su dolor. Cada nueva velada transcurría en el más absoluto silencio y el sumo pontífice echaba en falta las animadas conversaciones de antaño; no podía soportar por más tiempo el sufrimiento de su hija.
Lucrecia comprendía la necesidad que sentía su esposo de acudir en ayuda de su familia, igual que comprendía las razones que habían llevado a su padre a formar una nueva alianza con el rey de Francia. Y, aun así, su corazón no podía aceptar que ella y el hijo que pronto alumbraría se vieran obligados a vivir lejos de Alfonso. Intentaba razonar, pero su corazón se oponía a toda razón. Y, todos los días, se preguntaba por qué no le escribía su amado esposo.
Después de varias semanas siendo testigo de la desesperación de su hija, Alejandro estaba fuera de sí. Tenía que hacer algo. Y, así, concibió un plan para ayudarla. Lucrecia era una mujer inteligente y afable, una persona capaz de conseguir todo aquello que se propusiera.
siempre había pensado en concederle algunos de los territorios que César conquistase para Roma, pues, en el futuro, podía serle de ayuda tener alguna experiencia en el gobierno de sus súbditos.
Mientras tanto, Alfonso permanecía en la fortaleza de los Colonna, pues, obstinado como era, se negaba a regresar a Roma. No cabía duda de que echaba en falta a Lucrecia, pero al no haber obtenido respuesta a sus cartas, temía que ella lo hubiera olvidado.
Una vez más, Alejandro necesitaba la ayuda del rey de Nápoles, pues él era el único que podría convencer a Alfonso para que regresara junto a su esposa. Y así fue como el sumo pontífice envió a un emisario a Nápoles para que transmitiera sus deseos al rey Federico.
Alejandro estaba impaciente, aunque le preocupaba más su propio malestar que el sufrimiento de la joven pareja. Sólo Dios sabía cuántos amantes podría llegar a tener Lucrecia a lo largo de su vida. Si Alejandro tuviera que preocuparse por cada desencuentro amoroso de su hija, no le quedaría tiempo para hacer su trabajo; ni mucho menos el de Dios.
Tras deliberar con Duarte, el sumo pontífice finalmente resolvió enviar a Lucrecia a Nepi, un hermoso y tranquilo feudo de Ascanio Sforza que Alejandro había reclamado tras la huida del cardenal disidente a Nápoles.
A causa de su avanzado estado de gestación, Lucrecia viajaría en una confortable litera acompañada de un amplio séquito. Además, también iría con ella don Michelotto para asegurarse de que Nepi realmente era un lugar seguro. Por supuesto, Lucrecia también debía contar con un consejero que la ayudase en el gobierno de sus súbditos.
Alejandro sabía que habría sectores de la Iglesia que se opondrían a su decisión, pues, al fin y al cabo, aunque tuviera una habilidad innata para las cuestiones de Estado, Lucrecia no dejaba de ser una mujer. Y, aun así, la sangre de los Borgia corría por sus venas y Alejandro no estaba dispuesto a desperdiciar sus dotes.
El sumo pontífice estaba enojado con la esposa napolitana de su hijo Jofre. Por supuesto, sabía que, en parte, su malestar se debía a que Sancha era sobrina del rey Federico, cuya hija Carlotta se había negado a desposarse con César. Realmente, la arrogancia de la casa de Nápoles era intolerable. Y aunque César se hubiera dejado embaucar por las dulces palabras de Carlotta, el sumo pontífice sabía que, si el rey Federico realmente hubiera deseado esa alianza, habría bastado una palabra suya para que su hija se sometiera a su voluntad. A ojos de Alejandro, era como si el propio rey Federico hubiera rechazado a César.
Sancha siempre había sido una joven obstinada y testaruda y, lo que era aún peor, no le había dado hijos a Jofre. Además, sus coqueteos eran célebres en todo Nápoles. A veces Alejandro pensaba que hubiera hecho mejor invistiendo cardenal a Jofre y desposando a Sancha con César; él, al menos, podría haberla domesticado.
Ese día, Alejandro mandó llamar a Jofre, que por aquel entonces contaba diecisiete años, a sus aposentos privados.
Al ver entrar a su hijo, Alejandro advirtió que caminaba con una ligera cojera.
—¿Qué te ha ocurrido? —preguntó Alejandro, aunque el tono de su voz no demostraba demasiada preocupación.
—No es nada, padre —contestó él—. Una herida en el muslo haciendo esgrima.
A Alejandro siempre le había irritado la falta de destreza de su hijo menor. Jofre no gozaba ni de la inteligencia de su hermana ni del ingenio de Juan ni de la ambición de César. De hecho, cuando lo miraba, Alejandro no veía ninguna cualidad en su hijo. Y eso lo desconcertaba.
—Quiero que acompañes a tu hermana a Nepi —dijo finalmente—. Necesita de alguien que la proteja y la aconseje.
Jofre sonrió.
—Lo haré con sumo placer, padre —dijo—. Sancha también agradecerá el cambio de aires, especialmente si con ello tiene la oportunidad de compartir más tiempo con Lucrecia, a quien aprecia sinceramente.
Alejandro pensaba que la expresión de su hijo cambiaría en cuanto oyese lo que iba a decirle, aunque, por otra parte, Jofre era tan mojigato que probablemente ocultase sus verdaderos sentimientos.
—No creo haber mencionado a tu esposa —dijo escuetamente el Santo Padre—. Sancha no os acompañará a Nepi, tengo otros planes para ella.
Jofre frunció el ceño.
—Así se lo diré, padre, pero estoy seguro de que la noticia no será de su agrado.
Alejandro sonrió, pues, una vez más, tal como esperaba, su hijo había acatado sus deseos sin la menor objeción.
Pero la reacción de Sancha fue muy distinta.
—¿Cuándo empezarás a comportarte como un verdadero esposo, en vez de acatar las órdenes de tu padre como si todavía fueras un niño? —protestó airadamente cuando Jofre le comunicó la noticia.
Jofre la miró sin saber qué decir.
—No es tan sólo mi padre, Sancha. Es el sumo pontífice —se defendió finalmente—. No podemos desobedecer al Santo Padre.
—No estoy dispuesta a permanecer sola en Roma —exclamó ella con rabia mientras unas lágrimas de frustración asomaban en sus ojos—. Me casé contigo en contra de mi voluntad y, ahora que mi amor por ti ha crecido, no voy a permitir que nos separen.
—Hubo un tiempo en que no te importaba estar lejos de mí —dijo Jofre con una sonrisa vengativa—. Preferías estar con mi hermano Juan.
Sancha se secó las lágrimas.
—Tú eras un niño, Jofre, y yo me sentía sola —dijo—. Juan me brindó su consuelo.
—Debías de quererlo mucho, pues en su funeral derramaste más lágrimas que ninguno de nosotros —dijo Jofre secamente.
—No seas niño, Jofre. Lloraba porque temía por mi vida. Nunca he creído que tu hermano muriese a manos de un desconocido.
Los músculos de Jofre se tensaron y su mirada cobró un brillo afilado.
—¿Acaso sabes quién mató a mi hermano? —preguntó.
Incapaz de sostener la mirada de su esposo, Sancha inclinó la cabeza. Y entonces se dio cuenta de que su esposo verdaderamente había cambiado, pues Jofre ya no era aquel niño con el que ella se había desposado. Se acercó a él y le rodeó el cuello con ambos brazos.
—Te lo ruego —le suplicó—, no permitas que tu padre nos separe. Dile que necesito estar cerca de ti.
Jofre mesó el cabello de su esposa y la besó en la punta de la nariz.
Todavía no había sido capaz de perdonarla por su romance con Juan—. Habla tú con él. A ver si tienes más suerte que el resto de nosotros.
Y, así, Sancha fue a las estancias privadas del papa Alejandro y ex¡gió ser recibida de inmediato por el sumo pontífice.
Alejandro estaba sentado en el solio pontificio, donde acababa de recibir en audiencia a un emisario de Venecia.
Sancha se acercó al sumo pontífice y, tras una leve reverencia, empezó a hablar sin besar su anillo en señal de respeto; al fin y al cabo, ella era hija y nieta de reyes.
—¿Es cierto lo que me ha dicho Jofre? —preguntó. Con el cabello despeinado y sus fieros ojos verdes, su imagen no era menos imponente que la de su temido abuelo, el rey Ferrante de Nápoles—. ¿Es cierto que debo permanecer en Roma mientras mi esposo viaja a Nepí con Lucrecia? ¿Acaso pretendéis que permanezca sola en el Vaticano, lejos de todos aquellos cuya compañía me complace? ¿Qué se supone que debo hacer aquí sola?.
Alejandro bostezó deliberadamente.
—Harás lo que se te ordene, por mucho que te disguste.
Incapaz de controlar su ira, Sancha dio un pisotón en el suelo. Esta vez el Santo Padre había ido demasiado lejos.
—¡Jofre es mi esposo! —exclamó—. Mi sitio está a su lado. Es a él a quien debo obediencia.
Alejandro rió, pero sus ojos contemplaron a Sancha con enojo.
—Mi querida Sancha, tu sitio está en Nápoles, con ese temerario tío tuyo, en la tierra que vivió bajo el yugo de tu abuelo Ferrante, el rey más cruel que haya conocido nuestra península. Y ahí es adonde volverás si no controlas tu lengua, jovencita.
—Vuestras amenazas no me asustan —exclamó ella—. Yo sólo temo la ira de Dios.
—Te lo advierto, Sancha, no sigas tentando tu suerte. Podría hacerte quemar en la hoguera por hereje y entonces sí que tardarías en reunirte con tu querido esposo.
Sancha contrajo cada músculo del rostro, apretando la mandíbula con furia.
—Podéis quemarme en la hoguera si eso es lo que deseáis, pero no podréis impedir que antes proclame toda la verdad sobre el papa y su iglesia, pues nada en Roma es lo que parece y el pueblo tiene derecho a conocer la verdad.
Cuando Alejandro se incorporó, Sancha retrocedió un paso. Pero la furia no tardó en detenerla y sostuvo la mirada del sumo pontífice sin bajar la cabeza en ningún momento.
—Viajarás a Nápoles mañana mismo —gritó Alejandro, incapaz de contener su cólera—. Y le darás un mensaje a tu rey. Dile que si él no quiere nada mío, yo tampoco quiero nada suyo.
Al día siguiente, Sancha abandonó Roma con una pequeña escolta y apenas los ducados suficientes para sufragar los gastos del viaje. Antes de partir, le había dicho a Jofre:
—Tu padre tiene más enemigos de los que cree. Antes o después será despojado de su tiara. Sólo ruego a Dios que me permita vivir para verlo.
El rey Luis, vestido con ricos ropajes bordados con abejas doradas, entró en Milán. Lo seguían César, el cardenal Della Rovere, el cardenal D'Amboise, el duque de Ferrara, Hércules d'Este, y una fuerza de cuarenta mil hombres.
Ludovico Sforza había vaciado las arcas del ducado pagando a mercenarios para defender la ciudad, pero sus hombres nunca tuvieron la menor oportunidad frente a las disciplinadas tropas del rey de Francia. Consciente de que su derrota estaba cerca, Ludovico había enviado a sus dos hijos y a su hermano Ascanio a Alemania, donde se habían puesto bajo la protección de su cuñado, el emperador Maximiliano.
Y así fue como, sin apenas resistencia, el rey Luis se convirtió en el legítimo duque de Milán.
Al entrar en la ciudad, el monarca francés acudió directamente a la fortaleza de los Sforza, donde se guardaban los cofres con cerraduras diseñadas por el propio Leonardo da Vinci en los que Ludovico escondía su fortuna. Pero en vez de joyas y oro, el rey Luis encontró los cofres vacíos.
Después de la fortaleza, el rey Luis visitó los establos de los Sforza, decorados con magníficos retratos de sus mejores caballos, y el monasterio de Santa María, con la impresionante representación de la última Cena pintada por Leonardo da Vinci. Pero, a pesar de su admiración por tan bellas obras de arte, no pudo impedir que sus arqueros emplearan como diana una maravillosa estatua ecuestre de arcilla hecha por Leonardo. Ni tampoco que sus nuevos súbditos pensaran que los soldados franceses eran unos bárbaros, pues escupían en los suelos de los palacios y orinaban y defecaban en plena calle.
Si los Estados Pontificios se hubieran unificado antes, tal vez Luis se hubiera conformado con el ducado de Milán, pero era necesario continuar en su avance, pues el monarca francés se había comprometido a aportar las tropas necesarias para que César expulsara a los caudillos de la Romana, y la devolviera al control de la Iglesia para mayor gloria y riqueza de los Borgia.
Una vez en Nepi, Lucrecia se entregó en cuerpo y alma al gobierno de sus nuevos súbditos. Formó un nuevo consejo legislador y un cuerpo de guardia para devolver la ley y el orden a las calles de Nepi. Siguiendo el ejemplo de su padre, recibía cada jueves en palacio a los ciudadanos que descaran expresar alguna queja y tomaba las medidas necesarias para remediar su situación. Así, con sus sabias decisiones no tardó en ganarse el aprecio de sus súbditos.
Desde su llegada, Jofre había sido un consuelo para Lucrecia, quien añoraba la compañía de su esposo Alfonso. A su vez, ella le había correspondido ayudándolo a superar el enojo que sentía por el comportamiento de Sancha. Mientras Lucrecia aprendía a gobernar, Jofre pasaba los días cazando y cabalgando por los bellos alrededores de Nepi. Parecía que la vida volvía a sonreírles.
Como recompensa por la excelente labor que Lucrecia había llevado a cabo en Nepi, Alejandro permitió que Alfonso se reuniera con su esposa y otorgó a la joven pareja la plaza, la fortaleza y las tierras.
Unas semanas después, Alejandro visitó a su hija en Nepi. Mientras disfrutaban de un copioso almuerzo, el Santo Padre le preguntó a su hija si desearía regresar a Roma. Valiéndose de todas sus dotes de convicción, le dijo a Lucrecia que estaba envejeciendo y que gozar de la compañía de su nieto lo colmaría de felicidad. Llena de dicha, ahora que volvía a estar con su esposo, y feliz ante la perspectiva de volver a estar junto a Julia y Adriana, Lucrecia accedió a volver a Roma.
A su regreso a Roma, acompañada de su esposo y de Jofre, Lucrecia fue recibida a las puertas de la ciudad por malabaristas, músicos y bufones enviados por Alejandro para darles la bienvenida. Además, su palacio había sido decorado con ricos colgantes de seda y magníficos tapices.
Alejandro acudió a su encuentro en cuanto tuvo noticias de su llegada.
—Hoy es un día dichoso para Roma —dijo abrazándola con cariño—.
Mí querida hija ha vuelto con nosotros y mi hijo César pronto regresará victorioso de la guerra, La felicidad de Alejandro era tal que incluso abrazó a Jofre con entusiasmo. Ese día, el sumo pontífice sentía que todas sus plegarias habían sido escuchadas.
A los pocos días, Alejandro recibió una carta de César diciéndole que habían tomado Milán. Después, cuando Lucrecia dio a luz a un niño sano y robusto, al que llamó Rodrigo en honor al Santo Padre, Alejandro pensó que en este mundo no podía haber un hombre más.
dichoso que él.
CAPITULO 20
Vestido con una armadura negra y montado en su magnífico corcel, César Borgia se reunió con sus capitanes a las puertas de Bolonia. El ejército de mercenarios suizos y alemanes, de artilleros y oficiales españoles esperaba listo para emprender la marcha junto a las experimentadas tropas francesas.
El rey Luis había cumplido su palabra. Los estandartes ondeaban al viento con el buey de los Borgia y la llama de César. Todo estaba dispuesto para emprender camino hacia Imola y Forti.
César llevaba una armadura ligera que le permitía mayor libertad de movimiento sin restarle protección, una armadura con la que incluso podía luchar a pie si era desmontado de su caballo. El buey dorado tallado en su coraza brillaba con el sol del mediodía.
Con sus imponentes armaduras y sus poderosos caballos, los hombres de César eran temibles máquinas de guerra. Los miembros de la caballería ligera, protegidos con cotas de malla y cuero curtido, blandían pesadas espadas y lanzas afiladas.
La infantería estaba compuesta por soldados suizos armados con las tan temidas picas de tres metros, por artilleros de la propia península con poderosas arcos y ballestas.
Y, aun así, los hombres más temidos por el enemigo eran aquellos que componían la poderosa artillería del capitán Vito Vitelli.
Ferozmente independientes, antaño, los feudos de Imola y Forli habían sido gobernados por el temible Girolamo Riario, heredero de una poderosa familia del norte de la península e hijo del difunto papa Sixto.
Girolamo había desposado a Caterina Sforza, una nieta de Ludovico, cuando ésta tan sólo era una niña. Doce años después, cuando Girolamo murió asesinado, en vez de buscar la paz de un convento, Caterina se había puesto al frente de sus tropas para dar caza a los asesinos de su, esposo y, una vez capturados, les había cortado personalmente los genitales para evitar que nunca más esparcieran su semilla, los había envuelto en sendos pañuelos y los había colgado del cuello de los asesinos.
—Aunque nunca deseara gobernarlas sin mi esposo, ahora estas tierras me pertenecen —había dicho Caterina.
Después había permanecido en silencio mientras observaba cómo la sangre de los asesinos manchaba el suelo de púrpura, hasta que éstos se desplomaron y murieron desangrados. ¿De qué no habría sido capaz si realmente hubiera amado a su esposo?.
Y así fue como Caterina reclamó los feudos de Imola y Forfi en nombre de su hijo, Otto Riario, uno de los ahijados del papa Alejandro.
Pronto, Caterina se hizo famosa en toda la península por su belleza y la mano de hierro con la que gobernaba sus territorios, pues en verdad era tan cruel como el mejor guerrero y tan hermosa como la más delicada duquesa. Su largo cabello dorado enmarcaba un delicado rostro de piel blanca como la porcelana. Pasaba gran parte de su tiempo en compañía de sus hijos y creando lociones para su primorosa piel, decolorantes para hacer su pelo todavía más claro y cremas para su abundante y firme pecho, que gustaba de exhibir prácticamente descubierto. De hecho, en su corte, se decía que Caterina tenía un libro secreto donde guardaba sus hechizos. Además, todos los lugareños sabían que su apetito sexual no desmerecía al del más recio varón. Caterina era, pues, como se decía en el Renacimiento, una verdadera "virago", una mujer sin escrúpulos de un coraje y una inteligencia sin igual.
Volvió a casarse y su esposo también fue asesinado. Y esta vez la venganza de Caterina Sforza fue todavía más cruel, pues hizo que les arrancasen las extremidades en vida a los asesinos antes de descuartizarlos a hachazos.
Tres años después, Caterina se desposó con Giovanni Médicis y, juntos, tuvieron un hijo al que llamaron Bando Neir. Ella era feliz con Gio a pesar de su fealdad, pues, todas las noches, en el lecho, le proporcionaba más placer de lo que lo había hecho ningún otro hombre. Pero aún no había transcurrido un año desde sus esponsales cuando Caterina volvió a enviudar. Tenía treinta y seis años y su crueldad era tal que pronto empezó a ser conocida como la Loba.
Odiaba a los Borgia por haberla traicionado al morir su primer esposo y no estaba dispuesta a permitir que el papa se hiciera con el control de los territorios que gobernaba junto a su hijo, Otto Riario. Hacía meses que había recibido la bula papal en la que se le exigía el pago de sus tributos a la Iglesia y se la acusaba de retener diezmos que en justicia pertenecían a Roma.
Pero, anticipándose a la estrategia del papa, Caterina había enviado a Roma el dinero de los diezmos apenas unos días antes. Aun así, Alejandro reclamó sus derechos sobre la Romaña, por lo que la Loba se preparó para la batalla.
Cuando sus informadores le comunicaron que César Borgia se dirigía a Imola al frente de un poderoso ejército, Caterina le envió un obsequio al papa: la mortaja negra de un hombre que había muerto a causa de la peste. Ella misma la había introducido en un bastón hueco con la esperanza de que Alejandro enfermara al abrirlo. Pero, al ser capturado y torturado, uno de sus mensajeros confesó, y salvó al sumo pontífice de tan terrible final.
La intención de César era tomar primero Imola y avanzar después hasta Forli.
Cuando el ejército pontificio llegó a las cercanías de Imola, César desplegó a sus hombres, valiéndose de la caballería y la infantería ligera como barrera tras la que avanzaba la artillería.
Pero los preparativos resultaron innecesarios, pues, al llegar a las murallas de la ciudad, las puertas se abrieron sin necesidad de lucha y un grupo de ciudadanos de Imola se rindió a las tropas invasoras.
Caterina Sforza no era la clase de gobernante por quien sus súbditos están dispuestos a dar la vida. De hecho, el ejército pontificio apenas había tenido tiempo para levantar el campamento cuando un herrero de la ciudad pidió una audiencia con César y, como venganza por las afrentas sufridas a manos de Caterina Sforza, le señaló al hijo del papa los puntos débiles de las defensas de Imola.
No obstante, dentro de la plaza había una sólida, aunque pequeña, fortaleza al mando del capitán Dion Naldi, un experimentado soldado que había expresado su voluntad de resistir hasta el final.
El ejército de César se preparó para el asedio. Vito Vitelli bombardeó la fortaleza día y noche hasta que el capitán Dion Naldi pidió tres días de tregua. Si transcurrido ese plazo no habían llegado los refuerzos que esperaba, entregaría la plaza sin oponer resistencia.
César, que sabía que las negociaciones salvarían vidas y riquezas, esperó los tres días pactados.
Los refuerzos no llegaron y Naldi entregó las armas. Miembro de una célebre familia de soldados, habría luchado hasta la muerte si hubiera sentido alguna fidelidad por su gobernante, pero la realidad era que, incluso entonces, mientras él defendía la plaza, Caterina Sforza retenía a su esposa y a sus hijos como rehenes en la ciudadela de Forli. De ahí que el bravo capitán sólo pusiera una condición a su rendición: que César le permitiera unirse a él en el asedio de Forli.
César había conseguido el primer objetivo de su campana sin perder un solo hombre.
Forli era el principal baluarte de Caterina Sforza y era ahí donde César tendría que enfrentarse a la Loba. Consciente de su menor edad y experiencia, el hijo del papa avanzó con suma precaución.
Pero en Forli de nuevo, un grupo de ciudadanos abrió las puertas de las murallas y se rindió al invasor.
En lo alto de la ciudadela, Caterina Sforza contemplaba, altiva, la escena, ataviada con una imponente coraza. Con una mano blandía su espada, los arqueros de la Loba esperaban con los arcos tensados.
—¡Disparad! —gritó Caterina, enfurecida, al ver huir a sus súbditos—. Abatid a esos cobardes.
Las flechas llenaron el cielo, derribando a los ciudadanos de Forli.
—¡Por Dios misericordioso! —exclamó César, que observaba la escena junto a Vitelli—. Esa mujer está loca. ¿Cómo puede asesinar a su propia gente?.
Desde las almenas, uno de los hombres de la Loba gritó que su señora deseaba encontrarse con César Borgia para negociar una rendición honrosa.
—Cruzad el puente levadizo —gritó el soldado—. La condesa os espera en el patio de armas.
El puente levadizo descendió lentamente. César y su capitán español, Porto Díaz, cruzaron el puente, pero cuando el hijo del papa miró hacia la abertura que había en el techo de madera de la galería, unas sombras levantaron sus sospechas. Se dio la vuelta, justo a tiempo para ver cómo varios de los hombres de Caterina izaban el puente. Un segundo después, el rastrillo empezó a descender.
—¡Es una trampa! —le gritó al capitán español. César saltó sobre la inmensa rueda dentada de hierro que movía el puente, se aferró al borde de éste, y cuando la estructura de madera estaba a punto de aplastarlo, saltó al foso que rodeaba la ciudadela. Docenas de flechas siguieron su caída, pero César consiguió alcanzar a nado el otro extremo del foso.
Mientras lo ayudaban a salir, los mercenarios suizos de César maldijeron a la Loba.
Pero el capitán español no tuvo tanta suerte como César. Había quedado atrapado entre el puente y el rastrillo. Al ver que César había conseguido huir, Caterina ordenó que vertieran aceite hirviendo a través del techo de la galería, A salvo en la orilla, mientras oía los desgarradores gritos del capitán español, César juró que no tendría clemencia con Caterina.
Sabía que la Loba no se rendiría sin ofrecer antes una encarnizada resistencia. Se retiró a su tienda y estudió las posibles estrategias. Varias horas después, cuando salió de la tienda, creía haber encontrado la forma de vencer la resistencia de Caterina. Hizo que trajeran ante su presencia a los dos hijos de la Loba que habían sido capturados en Imola, y los condujo hasta la orilla del foso.
—Tengo algo que os pertenece —gritó, señalando a los niños—. Os concedo una hora para rendir la plaza y entregarme a mi capitán. De no ser así, daré muerte a vuestros hijos.
Con el sol descendiendo a su espalda, la sombra de Caterina se proyectaba, desafiante, sobre las murallas. La Loba rió con estridencia. Sus carcajadas resonaron en el crepúsculo como una maldición.
Entonces, se levantó los faldones hasta la cintura, y dejó al descubierto su cuerpo desnudo.
—Miradme bien, hijo bastardo de Roma —le gritó a César mientras se tocaba las ingles—. ¿Acaso estáis ciego? Aquí tengo todo lo necesario para crear más hijos. Podéis hacer lo que queráis con esos pobres desgraciados.
Entonces, Caterina hizo una señal con el brazo y sus hombres arrojaron un bulto desde las almenas. Unos segundos después, el cuerpo abrasado de Porto Díaz flotaba sin cabeza en el foso.
Y así fue como César Borgía, el hijo del papa Alejandro VI, ordenó que su artillería bombardease la ciudadela de Forli.
—¿Vais a ordenar que maten a esas pobres criaturas? —le preguntó Dion Naldi al caer la noche entre el estruendo de las pesadas piezas de artillería.
El semblante de César adoptó una expresión de sorpresa. Había olvidado a los niños.
—Sólo era una amenaza —se apresuró a tranquilizar a Naldi—. Nunca pensé en cumplirla. Hubiera funcionado con cualquier otra madre. Así, se habrían salvado las vidas de muchos hombres. Ahora, por la obstinación de esa mujer, la tierra se cubrirá de sangre. Pero matar a dos niños inocentes no serviría de nada.
—¿Qué debo hacer con ellos? —preguntó Naldi.
—Lleváoslos —dijo César—. Criadlos como si fueran vuestros hijos. Naldi se inclinó ante el hijo del papa en señal de respeto y gratitud y se santiguó. Viéndolo postrado así, resultaba difícil creer que aquel hombre fuera uno de los soldados más temibles de la península Itálica.
César ordenó que se reanudase el bombardeo al amanecer del día siguiente. La Loba seguía erguida en lo alto de la ciudadela, blandiendo su espada amenazadoramente. Mientras observaba a su enemiga, César ordenó que se talaran árboles para construir balsas.
—Cada una llevará a treinta soldados —dijo—. Primero abriremos una brecha en las murallas.
Las balas de piedra de los cañones de Vitelli no tardaron en abrir la brecha.
—¡Una brecha! —gritaron las tropas de César—. ¡Una brecha! El muro norte se había desmoronado.
Naldi condujo a sus hombres hasta las balsas que esperaban en la orilla del foso. Remando rápidamente, trescientos hombres accedieron a la ciudadela. En cuanto bajaron el puente levadizo, César entró al galope seguido de la caballería.
Y fue entonces cuando Caterina se fijó en los barriles de pólvora y municiones que se almacenaban en el patio de armas. Cogió una gran antorcha sujeta al muro y la arrojó sobre la montaña de pólvora. ¡Haría volar Forli antes que entregársela al enemigo! La explosión sacudió violentamente la ciudadela, destruyó hogares y comercios, y acabó con la vida de más de cuatrocientos súbditos de la condesa.
Pero César salió ileso, igual que lo hicieron la mayoría de sus soldados. Los hombres de Caterina no tardaron en abandonar las almenas, los tejados, los balcones. Incapaces de seguir obedeciendo las órdenes de su señora, se rindieron ante las tropas de César.
Para su desgracia, Caterina Sforza también salió ilesa de la explosión y fue hecha cautiva por un oficial francés. Al atardecer, tras celebrar la victoria, César le hizo entrega de los treinta mil ducados que el oficial había pedido como rescate por la Loba.
Ahora, Caterina Sforza estaba en manos del hijo del papa.
Después de cenar, César se dio un largo baño, se puso una bata de seda negra y se tumbó en el lecho de la cámara principal de la ciudadela, que había salido intacta de la explosión.
A medianoche, César bajó a las mazmorras vestido en su bata negra. Los gritos y las maldiciones de la Loba resonaban en los muros.
Caterina Sforza movía la cabeza salvajemente, tumbada boca arriba con las muñecas y los tobillos sujetos por correas de cuero a un catre de hierro. La Loba estaba atrapada.
Al ver a César, dejó de gritar, levantó la cabeza y le escupió.
—Mi querida condesa —dijo César cortésmente—, podríais haberos salvado, a vos misma y a vuestros súbditos, pero, al parecer, el odio os impide razonar con claridad.
Ella volvió la cara y lo miró fijamente con sus ojos asombrosamente azules. Tenía el rostro desencajado por la ira.
—¿Qué horrible tortura habéis pensado para mí, maldito bastardo romano? —dijo en tono desafiante.
—Ahora mismo lo sabréis —contestó César con frialdad.
Y, sin más, se despojó de su bata y se encaramó sobre la Loba, montándola con violencia. Esperaba oírla gritar, maldiciéndolo, pero ella permanecía en silencio. Lo único que se oía eran los susurros de los dos guardias que permanecían en la mazmorra.
Cada vez más airado, César la poseía furiosamente, hasta que de repente el cuerpo de Caterina empezó a moverse con el de su violador, arqueando la espalda, presionando las caderas contra su pelvis... Seguro de su victoria, César continuó hasta sembrar su semilla. Tumbada bajo su cuerpo, Caterina respiraba pesadamente con el cabello empapado en sudor y las mejillas encendidas.
—Deberíais darme las gracias —dijo César al tiempo que se bajaba del catre.
—¿Es eso todo lo que vais a hacer conmigo? —preguntó ella. Pero César no le contestó.
Durante las dos noches siguientes, César visitó a Caterina a medianoche y repitió el silencioso acto de humillación. El resultado fue el mismo. Y todas las noches, ella le hizo la misma pregunta:
—¿Es eso todo lo que vais a hacer conmigo? Pero la cuarta noche, mientras César la montaba, ella exclamó:
—No tenéis valor para desatarme. ¿Acaso tenéis miedo de una mujer?.
César soltó sus correas. Ella movió la cabeza en señal de agradecimiento y, por primera vez, su mirada se suavizó. Después, cuando César volvió a poseerla, la Loba le rodeó el cuerpo con las piernas y lo atrajo hacia sí con los brazos, obligándolo a penetrarla más profundamente. Después lo sujetó del pelo y lo obligó a besarla, deslizando su lengua alrededor de los labios de César antes de introducirla hasta lo más profundo de su boca. Momentos después, Caterina gemía con placer mientras ambos alcanzaban un éxtasis enloquecido.
Al día siguiente, Caterina se negó a comer a menos que le permitieran darse un baño perfumado. Los guardias la condujeron encadenada a los baños, donde fue lavada por una de sus damas de compañía. Pero ésa fue la única ocasión en la que abandonó su lecho de hierro.
César bajaba cada medianoche y la liberaba de sus ataduras para poseerla. Los guardias permanecían en todo momento en la mazmorra, pues el hijo del papa no podía estar seguro de que ella no intentara atacarlo.
Hasta que una noche, César y Caterina empezaron a hablar.
—Debéis reconocer que incluso una violación puede causar placer —dijo César.
Caterina se rió.
—¿De verdad creéis que me habéis violado? —preguntó ella con astucia—. Os aseguro que, si es así, os equivocáis, bastardo hijo de Roma. Desde el momento en que os vi supe que, si no os mataba, os poseería. Si hubiera sido yo quien os hubiera capturado, os aseguro que habría hecho con vos exactamente lo que vos habéis hecho conmigo. No importa quién esté atado; el resultado final es el mismo.
Caterina poseía un verdadero don para la estrategia. Afirmando que la voluntad de César era la suya propia, había conseguido equilibrar el poder de ambos, desarmando al hijo del papa sin necesidad de luchar.
En cuanto a César, se sentía tanto vencedor como vencido.
—¿Me llevaréis encadenada por las calles de Roma para que vuestro pueblo me arroje objetos y me golpee como lo hacían en la Antigüedad los súbditos del emperador? —le preguntó Caterina el día que partían hacia Roma.
César sonrió. La Loba estaba realmente hermosa, sobre todo teniendo en cuenta que había estado encerrada en una mazmorra durante casi un mes.
—No se me había ocurrido, pero ahora que lo decís...
—Sé que el papa Alejandro me hará quemar en la hoguera por intentar asesinarlo —dijo ella.
—Son muchos los que han intentado asesinar al Santo Padre —dijo César—. Lo cierto es que él no le da demasiada importancia, pues los asesinos nunca logran su objetivo. Además, cuando lleguemos a Roma le diré que me he asegurado personalmente de que recibierais un justo castigo.
—¿Y os creerá? —preguntó ella.
—A ojos de mi padre, la violación es un castigo más severo que la muerte, pues forzar a una mujer daña su espíritu, mientras que la tortura o la muerte tan sólo dañan el cuerpo.
Caterina sonrió.
—Para eso tendría que creer que las mujeres tenemos alma.
—Os aseguro que lo cree, pues mi padre admira a las mujeres como a ningún hombre —dijo César sonriendo—. De cualquiera de las maneras, mientras mi padre toma su decisión, permaneceréis en Belvedere, pues, al fin y al cabo, sois una Sforza. Ahora, esa fortaleza me pertenece. Tiene bellos jardines y una hermosa vista de la ciudad. Allí seréis tratada como un huésped de honor. Aunque un huésped vigilado, por supuesto.
CAPÍTULO 21
César fue recibido en Roma como un verdadero héroe. El gran desfile que se celebró en su honor fue el más sobrecogedor que se recordaba en la ciudad. Todos los miembros del ejército de César iban vestidos de un negro riguroso. Incluso los carros habían sido cubiertos con lienzos negros y el buey de los Borgia había sido bordado sobre un estandarte con el fondo negro. Al frente de sus hombres, cabalgando con su armadura negra sobre un semental azabache, César parecía un príncipe de las tinieblas. A su lado, cuatro cardenales con vestidura púrpura ofrecían un contraste estremecedor.
Al llegar al Vaticano, César se arrodilló ante el sumo pontífice, le besó el anillo y le ofreció las llaves de las plazas que había conquistado.
Con el rostro encendido por el orgullo, Alejandro levantó a su hijo del suelo en un caluroso abrazo. El gentío aclamó a los Borgia con júbilo.
César había cambiado mucho durante el tiempo que había estado lejos de Roma. Al darse cuenta de que los miembros de la corte del rey Luis lograron vencer la voluntad de Carlotta, al no encontrar la felicidad ansiada en compañía de su esposa, incapaz de librarse del recuerdo de Lucrecia, finalmente había jurado que nunca volvería a mostrar sus emociones.
Y, desde aquel momento, rara vez dejó entrever una sonrisa y sus ojos nunca volvieron a reflejar ira ni desdén. La enfermedad había marcado su rostro para siempre, pues no hacía mucho que la sífilis se había reproducido en un episodio aún más severo que la primera, surcándole las mejillas con profundas marcas y llenándole la nariz y la frente de cicatrices que ya nunca desaparecerían. Y aunque en el campo de batalla no tuviera importancia, ahora que volvía a estar rodeado de bellas mujeres suponía una auténtica maldición, pues, a sus veinticinco años de edad, César se había convertido en un hombre cuyo aspecto provocaba repulsión en quienes lo rodeaban.
Mandó cubrir todos los espejos de sus aposentos privados con paños negros y ordenó a sus criados que nunca los retirasen. Para evitar las pesadillas que volvían a acecharlo, dormía durante el día y permanecía en vela toda la noche. Cada vez pasaba más horas cabalgando al amparo de la oscuridad.
Anhelaba el momento de volver a ver a Lucrecia. ¡Llevaba tanto tiempo esperándolo! En cada batalla que había librado, ella había sido su inspiración. Habían pasado casi dos años desde la última vez que la había visto. ¿Habría cambiado también su hermana? ¿Despertaría todavía los mismos sentimientos en él? César tenía la esperanza de que ella ya no amase a su esposo, pues ahora que las alianzas de Roma habían cambiado, Alfonso se había convertido en una amenaza para la familia Borgia.
Y ahora estaba a punto de verla. Mientras cabalgaba hacia el palacio de Santa Maria in Portico, César, el hombre sin sentimientos, se preguntaba si su hermana aún lo amaría.
Al verlo, Lucrecia corrió hacia él y se abalanzó en sus brazos, hundiendo el rostro en el cuello de César.
—¡Te he echado tanto de menos! —exclamó Lucrecia con lágrimas en los ojos.
Y cuando se apartó de su hermano para poder verlo mejor, no sintió repulsión, sino lástima.
tomó su cara entre sus manos—. Cuánto debes de haber sufrido.
César apartó la mirada. Su corazón palpitaba con la intensidad de antaño, como nunca lo había hecho con ninguna otra persona.
—Sigues igual de hermosa —dijo con ternura, incapaz de ocultar sus sentimientos—, ¿Todavía eres feliz?.
Ella le cogió de la mano y lo llevó hasta el diván.
—Sólo en el cielo podría sentir una felicidad mayor —dijo Lucrecia—. Soy tan feliz que todas las mañanas me levanto temiendo despertar de este ensueño.
—He visto a Giovanni —dijo César con sequedad—. Veo que nuestro hijo se parece más a ti que a mí. Sin duda, sus bucles dorados y sus ojos claros delatan quién es su verdadera madre.
—Así es —dijo ella con una gran sonrisa—. Pero también tiene tus labios y tu sonrisa y tus manos, que son iguales que las de nuestro padre. —Lucrecia levantó una de las manos de César y la observó con dulzura—. Desde tu marcha, Adriana me visita todos los días con nuestro hijo. Es un niño inteligente y sensato, aunque también tiene tus ataques de mal genio —concluyó diciendo, incapaz de contener su dicha.
—¿Y tu otro hijo? —preguntó César.
—Rodrigo todavía es un bebé —dijo Lucrecia con una radiante sonrisa—. Pero es tan hermoso y dulce como su padre.
—Veo que sigues siendo feliz al lado de tu esposo —dijo César sin que ni su voz ni su rostro reflejaran el más mínimo sentimiento.
Lucrecia tardó unos segundos en contestar. Sabía que tenía que cuidar sus palabras, pues si decía que no, Alfonso podría perder su protección, pero si decía que sí lo era., si insistía demasiado en el amor que sentía por su esposo, podría ser aún peor.
—Alfonso es un hombre bueno y virtuoso —dijo finalmente—, Es bondadoso conmigo y con los niños.
—¿Consentirías que nuestro padre anulase vuestros esponsales? —preguntó César.
Lucrecia no pudo contener sus emociones.
—Me moriría, César. Si nuestro padre está considerando esa posibilidad debes decirle que no podría vivir sin Alfonso... Igual que no podría vivir sin ti —añadió tras un breve silencio.
César se separó de su hermana con sentimientos encontrados. Le dolía aceptar que Lucrecia siguiera amando a Alfonso y, aun así, se sentía feliz ahora que sabía que los sentimientos de su hermana hacia él no habían cambiado.
Aquella noche, mientras yacía a oscuras en su lecho, iluminado tan sólo por la luz de la luna que entraba por el ventanal, César evocó una y otra vez el aspecto de Lucrecia, su olor, sus palabras... Hasta que recordó la mueca de repulsión apenas perceptible que se había dibujado en su rostro al separarse de él para poder verlo mejor. Y oyó la lástima en su voz cuando, sujetando su cara entre sus manos, había dicho: "Cuánto debes de haber sufrido." Y entonces se dio cuenta de que Lucrecia no sólo había visto las cicatrices de su rostro, sino también esas otras, mucho más profundas, que tenía en su corazón.
Y fue entonces cuando César juró que, a partir de aquel día, cubriría su rostro con una máscara, para que nadie pudiera ver el precio que había pagado por sus pecados. Así, cubierto de misterio, dedicaría el resto de su vida a la guerra, pero a partir de ahora no lucharía por el Dios de su padre, sino contra todo lo que ese Dios representaba.
Un mes después del regreso de César a Roma, en una solemne ceremonia presidida por el sumo pontífice en la basílica de San Pedro, Alejandro despojó a su hijo del manto francés de duque de Valentinos y, en su lugar, le impuso la capa de gonfaloniere y capitán general de los ejércitos pontificios y le hizo entrega del bastón de mando.
César se arrodilló ante su padre y, con su mano sobre la Biblia, juro obediencia a la Santa Iglesia de Roma, a la que nunca traicionaría, ni siquiera bajo tortura o amenaza de muerte.
A continuación, Alejandro bendijo a su hijo y le entregó la Rosa Dorada.
—Recibe esta rosa como símbolo de felicidad, pues has demostrado ser poseedor de nobleza y fortaleza. Que el Padre Celestial te bendiga y te guarde del peligro.
Esa noche, el Santo Padre mandó llamar a César y a Duarte a sus aposentos privados y le comunicó a su hijo que había decidido concederle la oportunidad de obtener nuevos títulos y riquezas.
—Te ofrezco esta nueva oportunidad debido a la confianza de la que has demostrado ser digno, pues ha llegado el momento de liberar de una vez por todas los territorios de la Romaña. Ahora que Imola y Forli vuelven a rendirnos la debida obediencia, debemos liberar Faenza, Pesaro, Carmarino y Urbino. Es mi deseo que recuperes todas las plazas rebeldes y establezcas un gobierno eficaz que asegure la unidad y la lealtad futura de la Romaña.
Y, sin más, Alejandro se retiró a su cámara, pues había dispuesto que esa noche lo visitara su cortesana favorita.
El jubileo sólo se conmemora una vez cada veinticinco años. Así pues, Alejandro sólo dispondría de una oportunidad para celebrarlo con toda la fastuosidad que merecía un acontecimiento así. Peregrinos de toda Europa acudirían a Roma para escuchar el sermón de Pascua del sumo pontífice, y llenarían las arcas de la Iglesia con sus ofrendas. Alejandro no podía desperdiciar esta ocasión, pues necesitaba todo el dinero que pudiera obtener para sufragar la campaña contra la Romaña.
Alejandro deseaba que las celebraciones fueran de tal majestuosidad que llegasen incluso a reflejar la grandeza del Padre Celestial. Pero no iba a ser fácil conseguirlo. Sería necesario construir amplias avenidas y derribar las barriadas para erigir nuevos edificios para alojar a los peregrinos.
Alejandro llamó a César a sus aposentos y, tras pedirle que se hiciera cargo de los preparativos, le recordó que el éxito del proyecto y las consiguientes ganancias redundarían en su beneficio, pues se destinarían a sufragar su próxima campaña.
César aceptó, pero antes de retirarse le dijo a Alejandro que debía darle una mala noticia.
—Debéis saber que hay dos traidores en el Vaticano —dijo escuetamente—. El primero es vuestro maestro de ceremonias, Johannes Burchard.
—¿Herr Burchard?.
—Así es. Está al servicio del cardenal Della Rovere. Su diario está repleto de difamaciones sobre los Borgia y os aseguro que algunas resultan absolutamente escandalosas —dijo César tras aclararse la garganta.
Alejandro sonrió.
—Hace tiempo que conozco ese diario, hijo mío, pero debes saber que, a pesar de sus defectos, Burchard es un hombre valioso para nosotros.
—¿Valioso?.
—Aunque sus obligaciones como maestro de ceremonias parezcan frívolas, Herr Burchard nos proporciona un servicio de gran valor, pues, cuando deseo que Della Rovere tenga conocimiento de algo no tengo más que decírselo a Burchard. Es un sistema tan sencillo como eficaz —concluyó diciendo Alejandro con una sonrisa de satisfacción.
—Pero ¿habéis leído el diario, padre? —preguntó César, sorprendido.
Alejandro soltó una carcajada.
—Por supuesto, hijo mío. Realmente hay partes muy interesantes, aunque si fuéramos tan depravados como él nos hace parecer, deberíamos haber disfrutado más de la vida. También hay partes divertidas, aunque algunos fragmentos denotan una preocupante falta de inteligencia.
—¿No os preocupa que Della Rovere pueda divulgarlo algún día para socavar vuestro poder?.
—Nuestros enemigos han aireado tantos escándalos sobre los Borgia que realmente no creo que uno más tenga demasiada importancia —declaró el sumo pontífice.
—Pero vos podríais acallar esos rumores.
Alejandro permaneció en silencio durante unos instantes.
—Roma es una ciudad libre, hijo mío —dijo finalmente—. Y yo valoro la libertad.
César miró a su padre con recelo.
—¿Pretendéis decirme que los calumniadores y los embusteros deben permanecer en libertad mientras quienes gobiernan ni siquiera gozan de la libertad necesaria para defenderse a sí mismos? —preguntó—. Si de mí dependiera, castigaría de forma ejemplar a los responsables de esas calumnias.
Alejandro encontraba divertida la indignación de su hijo. Como si un papa pudiera impedir que el pueblo expresara su opinión. Además, siempre es mejor saber lo que piensan tus súbditos que permanecer en la ignorancia.
—La libertad no es un derecho, sino un privilegio, hijo mío. Y yo he decidido otorgarle ese privilegio a Herr Burchard —dijo con seriedad Alejandro—. Puede que algún día cambie de idea, pero ahora considero que es la forma más acertada de proceder.
César no pudo evitar reflejar cierto nerviosismo al hacer la segunda acusación, pues sabía lo que significaría para su hermana.
—He sabido que alguien de nuestra familia está conspirando con nuestros enemigos —dijo finalmente.
—¿No irás a decirme que es tu pobre hermano Jofre? —preguntó Alejandro.
—No, padre —se apresuró a decir César—. Es Alfonso, el amado esposo de Lucrecia.
Una expresión de sospecha ensombreció el rostro del sumo pontífice.
—Un rumor malicioso, hijo mío. Sin duda no es más que eso. No quiero ni pensar en cómo reaccionaría Lucrecia si esto llegara a su conocimiento. Y, aun así, haré algunas averiguaciones.
Una música festiva procedente de la calle interrumpió al sumo pontífice. Alejandro se acercó a un ventanal y comenzó a reírse.
—Ven, César. Tienes que ver esto.
Unos cincuenta hombres enmascarados desfilaban por la plaza. Todos ellos iban vestidos de negro y, de cada máscara, en lugar de una nariz, sobresalía un enorme pene erecto.
—¿Qué significa esta fantochada? —preguntó César.
—Sospecho que es en tu honor, hijo mío —dijo Alejandro, divertido.
Durante los meses siguientes, mientras esperaba el momento de partir hacia la Romaña al frente de sus ejércitos, César escribió varias cartas a su esposa. Le decía cuánto echaba en falta su compañía y le aseguraba que pronto volverían a estar juntos. Aun así, todavía no era seguro que se reuniera con él en Roma.
César parecía vivir impulsado por su insaciable ambición y, al mismo tiempo, atormentado por sus miedos. Llevado por sus ansias de lucha, acostumbraba a recorrer los pueblos de los alrededores de Roma, donde, disfrazado, desafiaba a los mozos más fornidos a combates de boxeo o de lucha libre de los que siempre salía victorioso.
Como muchos hombres de su tiempo, César creía en la astrología. A sus veintiséis años, había visitado a los más prestigiosos astrólogos de la corte y todos ellos coincidían en afirmar que su final sería sangriento. Sin embargo, estos augurios no le preocupaban en absoluto, ya que estaba seguro de que podría engañar a los astros si era lo bastante astuto.
—Los astros dicen que corro peligro de morir de forma violenta —le dijo un día a su hermana mientras almorzaban juntos—. Te lo digo para que aproveches el tiempo que aún te queda para amarme.
—No digas eso, César —lo reprendió Lucrecia—. Sabes que sin ti estaría perdida. Y nuestro hijo también. Debes tener cuidado. Si no lo haces por nosotros, hazlo por nuestro padre. Él también te necesita.
Tentando al destino, antes de concluir la semana, César ordenó que se soltaran seis toros en un cercado erigido especialmente para la ocasión en la plaza de San Pedro.
El hijo del papa entró en el recinto montado en un majestuoso corcel blanco y, con una lanza como única arma, se enfrentó a los toros uno a uno. Los cinco primeros no tardaron en morir atravesados por la lanza de César. El sexto toro era un poderoso animal del color del ébano, más rápido y musculoso que los cinco anteriores. César cambió la lanza por una pesada espada de doble filo y, reuniendo todas sus fuerzas, separó la cabeza astada del cuerpo del toro de un solo golpe.
Cada día necesitaba superar retos más difíciles, obligándose a sí mismo a realizar proezas imposibles. Su máscara, su evidente desprecio por su propia vida y su misterioso modo de conducirse no tardaron en sembrar el temor y la desconfianza entre el pueblo de Roma.
Pero cuando Duarte acudió a Alejandro para transmitirle la preocupación del pueblo, el Santo Padre se limitó a decir:
—Es cierto que se ha convertido en un joven vengativo, Duarte, pero os aseguro que mi hijo es un hombre de buena voluntad.
CAPÍTULO 22
El príncipe Alfonso de Aragón se comportaba siempre de forma regia; incluso cuando abusaba del vino, como había sucedido esa noche.
De ahí que a nadie le sorprendiera que se retirase en cuanto concluyó la cena en los aposentos privados de Alejandro, alegando que debía regresar a su palacio para ocuparse de ciertos asuntos personales. Antes, se había despedido de Lucrecia con un beso, prometiéndole que aguardaría impaciente su regreso.
La realidad era que, después de sus encuentros con el cardenal Della Rovere, Alfonso se encontraba incómodo en presencia de los Borgia. Llevado por su ambición, Della Rovere, que ansiaba obtener el apoyo de Alfonso, se había acercado a él en dos ocasiones con el pretexto de advertirle del peligro que corría en su actual situación. Debía pensar en el futuro, en lo que le ocurriría cuando los Borgia perdieran el poder y él se convirtiera en el sumo pontífice. Entonces, Nápoles no tendría nada que temer, pues el rey francés sería expulsado de la península. Algún día, sin duda, la corona de Nápoles sería de Alfonso.
A Alfonso le aterraba la posibilidad de que Alejandro llegara a tener conocimiento de esas reuniones. Desde su vuelta de la fortaleza cuidaba cada paso que daba, pues, sin duda, sospechaban de su traición.
Mientras Alfonso atravesaba la plaza desierta de San Pedro, de repente, el ruido de pisadas se multiplicó sobre el empedrado. Una nube ocultaba la luna, sumiendo la plaza en una penumbra casi completa. Alfonso se dio la vuelta, pero no vio a nadie. Respiró hondo, intentando tranquilizarse. Pero algo iba mal. Lo presentía.
Cuando la luna volvió a iluminar la plaza, vio a tres hombres enmascarados que corrían hacia él. Intentó huir, pero los hombres lo alcanzaron y lo arrojaron contra el empedrado. Cada uno de ellos sujetaba un zurrón de cuero lleno de hierros, los primitivos scrofi, el arma más temida de las calles de Roma. Alfonso se encogió, intentando protegerse de los golpes, pero los scroti caían una y otra vez sobre su cuerpo, acallando incluso sus gritos de dolor. Hasta que uno de los seroti le golpeó en el rostro y Alfonso escuchó el crujido de su nariz justo antes de perder el conocimiento.
Uno de los enmascarados clavó su daga en el cuello del duque. Mientras la hacía descender hasta su vientre, un miembro de la guardia pontificia dio la voz de alarma. Los tres agresores huyeron al amparo de las sombras.
Al llegar, el soldado dudó si debía atender al herido o perseguir a sus agresores. Hasta que se dio cuenta de que el hombre que yacía a sus pies era el yerno del sumo pontífice.
Gritó pidiendo socorro. Después se agachó y cubrió la herida del duque con su capa, intentando detener la sangre que manaba a borbotones de su pecho.
Sin dejar de gritar, cargó con el cuerpo inerte de Alfonso hasta las dependencias del cuerpo de guardia, lo posó con sumo cuidado sobre una dura litera de hierro y corrió en busca de ayuda.
El médico del papa apenas tardó unos minutos en llegar. Afortunadamente, la puñalada no era profunda. Ninguno de los órganos vitales había resultado dañado y la rápida reacción del soldado había salvado al joven príncipe de morir desangrado.
Tras mirar a su alrededor, el médico le indicó a uno de los miembros de la guardia que le diera la botella de coñac que había sobre un estante. Vertió el alcohol sobre la herida abierta y empezó a suturarla.
Sintió pena por ese joven rostro que ya nunca más volvería a ser el de un hombre atractivo; tan sólo podía poner una gasa sobre la nariz destrozada y rezar a Dios por que cicatrizase con el menor daño posible.
Al tener noticias de lo ocurrido, Alejandro ordenó que su yerno fuera trasladado a sus aposentos privados y dispuso que dieciséis de sus mejores hombres se turnasen en dos grupos haciendo guardia día y noche frente a la puerta.
A continuación, ordenó a Duarte que enviara un mensaje urgente al rey de Nápoles, explicándole lo ocurrido y pidiéndole que enviase a Roma a su médico. También debía venir Sancha, para cuidar de su hermano y para consolar a Lucrecia.
Por mucho que le doliera hacerlo, ahora el sumo pontífice debía comunicarle lo ocurrido a su hija. Volvió a la estancia en la que habían cenado y se acercó a la silla que ocupaba Lucrecia.
—Unos canallas acaban de atacar a tu esposo en la plaza —dijo Alejandro sin más preámbulos.
La conmoción de Lucrecia era evidente.
—¿Dónde está? ¿Se encuentra bien? —preguntó al tiempo que se levantaba.
—Las heridas son graves, hija mía —dijo Alejandro—, pero con la ayuda del Señor se salvará.
Lucrecia se volvió hacia sus hermanos.
—César, Jofre, tenéis que ayudarme —suplicó—. Tenéis que dar caza a esos villanos. Y cuando lo hagáis, dádselos como comida a una jauría de perros salvajes. —Permaneció en silencio durante unos segundos, como si no supiera qué debía hacer a continuación.— Llevadme con él, padre —exclamó por fin, incapaz de contener el llanto por más tiempo.
Alejandro condujo a su hija hasta la cámara donde yacía su esposo. César y Jofre los siguieron.
Alfonso seguía inconsciente. La sábana que cubría su cuerpo mostraba un surco rojo allí donde la daga le había abierto la carne y tenía el rostro cubierto por la sangre que no cesaba de manar de sus heridas.
Al verlo, Lucrecia dejó escapar un grito desgarrado y perdió el conocimiento. Jofre la cogió antes de que cayera al suelo y la recostó sobre un diván.
Aunque César llevaba la cara cubierta con una máscara de Carnaval, su tranquilidad resultaba evidente.
—¿Quién podría tener motivos para hacerle algo así a Alfonso? —le preguntó Jofre a su hermano.
Los ojos de César brillaban como el carbón detrás de su máscara.
—Todos tenemos más enemigos de lo que suponemos —dijo—. De todas maneras, veré lo que puedo averiguar —dijo finalmente sin demasiado entusiasmo antes de abandonar la estancia.
Al recuperarse, Lucrecia pidió a los criados que le trajesen vendas limpias y agua caliente. Mientras esperaba, levantó cuidadosamente la sábana que cubría el cuerpo de Alfonso, pero al ver la herida, tuvo que sentarse para no desmayarse de nuevo.
Jofre permaneció toda la noche junto a su hermana, esperando a que Alfonso recobrara el conocimiento, pero todavía tendrían que pasar dos días antes de que Alfonso abriera los ojos.
Antes habían llegado Sancha y el médico personal del rey de Nápoles. Destrozada por el dolor, al ver a su hermano, Sancha se había inclinado para besarlo, pero al no encontrar un solo lugar donde hacerlo, finalmente le había cogido una mano y había besado con desesperación sus dedos amoratados mientras las lágrimas cubrían su rostro.
Después había besado a Lucrecia y a Jofre, quien, incluso en esas circunstancias, no había podido contener la dicha que sentía al verla de nuevo. A sus ojos, su esposa estaba más hermosa que nunca, con el cabello largo y ondulado, las mejillas encendidas y los ojos brillantes por las lágrimas.
Sancha se sentó junto a Lucrecia y cogió su mano.
—Mi dulce Lucrecia —dijo—. ¿Cómo puede haber alguien capaz de hacerle algo así a nuestro amado Alfonso? Pero, ahora, estoy aquí para ayudarte. Debes descansar. Yo velaré a tu esposo mientras duermes.
Lucrecia no pudo contener las lágrimas.
—¿Dónde está César? —preguntó Sancha mientras mesaba el cabello de su cuñada—. ¿Ha capturado ya a esos villanos?.
El cansancio de Lucrecia era tal que sólo pudo negar con la cabeza.
Quiero que mi rostro sea lo primero que vea Alfonso cuando abra los ojos.
Jofre la acompañó hasta el palacio de Santa Maria in Portico, donde, tras besar a sus hijos y a Adriana, Lucrecia se retiró a descansar en su lecho. Pero cuando estaba a punto de conciliar el sueño, de repente recordó algo que la hizo temblar.
Era su hermano César. Recordó que apenas se había movido cuando su padre les había dicho lo que había ocurrido. Era como si no le hubiera sorprendido. Pero eso... No, no podía ser.
Algunos días después, Jofre y Sancha se retiraron juntos a descansar. No habían estado a solas desde que Sancha había llegado de Nápoles y, aunque Jofre comprendía el sufrimiento de su esposa, también anhelaba su compañía.
Mientras Sancha se desnudaba para acostarse, Jofre se acercó a ella y le rodeó la cintura con los brazos.
—No sabes cuánto te he echado de menos —dijo con ternura—. Entiendo lo que debes de estar sufriendo y créeme que lamento lo que le ha ocurrido a tu hermano.
Sancha rodeó el cuello de Jofre con sus brazos y apoyó la cabeza contra su hombro.
—Es de tu hermano de quien tenemos que hablar —dijo al cabo de unos segundos.
Jofre se alejó un poco de su esposa para poder verle la cara. Estaba más hermosa que nunca.
—¿Qué te preocupa? —preguntó.
Sancha se acostó y le hizo un gesto a su esposo para que acudiera junto a ella. Desnuda, se apoyó sobre un brazo, observando cómo Jofre se despojaba de la ropa.
—Hay muchas cosas que me preocupan sobre César —dijo—. Ahora que lleva esas horribles máscaras resulta imposible saber lo que siente.
—Son para ocultar las cicatrices de la sífilis —intervino Jofre—. Se avergüenza de su aspecto.
—Pero no es sólo eso, Jofre —dijo ella—. Desde que ha vuelto de Francia, César vive rodeado de misterio. Tu hermano ha cambiado. No sé si será por su enfermedad o por el veneno del poder, pero noto que ha cambiado. Y temo por todos nosotros.
—Su deseo es protegernos, Sancha —la tranquilizó Jofre—. Para eso debe consolidar el poder de Roma y unificar los Estados Pontificios bajo la autoridad del Santo Padre.
—No tengo por qué ocultarte que no siento ningún aprecio por tu padre desde que me expulsó de Roma —dijo Sancha, levantando por primera vez el tono de voz—. Si la vida de mi hermano no hubiera estado en peligro, te aseguro que nunca habría vuelto a pisar Roma. Si hubieras deseado estar conmigo, tú podrías haber venido a Nápoles. No confío en tu padre, Jofre —concluyó diciendo tras un breve silencio.
—Sigues enojada con él, Sancha —dijo Jofre—. Y lo comprendo. Pero olvidarás tu odio con el tiempo.
Sancha sabía que no era así, pero, por una vez, decidió callar, pues también sabía que tanto ella como Alfonso corrían peligro. Y, aun así, no pudo evitar preguntarse qué debía de pensar realmente Jofre sobre su padre, si es que tan siquiera se atrevía a tener una opinión sobre él.
Mientras tanto, Jofre se había acostado a su lado.
Como tantas otras veces, Sancha se sorprendió ante la inocencia de la mirada de su joven esposo.
—Nunca te he ocultado que cuando me obligaron a desposarme contigo me parecías un niño sin apenas inteligencia —dijo acariciándole la mejilla—. Pero, con el tiempo, he aprendido a apreciar tu bondad y ahora sé que eres capaz de amar de una manera que el resto de tu familia ni siquiera puede concebir.
—Lucrecia ama a Alfonso —objetó Jofre y, al recordar la lealtad con la que César había guardado su secreto, pensó que su hermano también sabía lo que era el amor, pero no dijo nada.
—Sí, Lucrecia sabe lo que es el amor —dijo Sancha—, y ésa será su perdición, pues la ambición de tu hermano y de tu padre acabarán por destrozar su corazón. ¿Es que no te das cuenta, Jofre?.
—Mi padre cree en la Iglesia a la que sirve —Jofre interrumpió a su esposa—. Y César desea devolverle el esplendor a Roma. Sancha sonrió.
—¿Y has pensado alguna vez en cuál es tu vocación? —preguntó con ternura—. ¿Te ha preguntado alguna vez tu padre por tus anhelos? La verdad es que no comprendo cómo puedes no odiar a ese hermano que te roba la atención de tu padre, o a ese padre que nunca se ha esforzado por saber quién eres realmente.
Jofre acarició el suave hombro de su esposa. El tacto de su piel siempre le había proporcionado un gran placer.
—De niño siempre soñé que, cuando creciera, me convertiría en cardenal. Cuando mi padre me cogía en brazos, el olor de sus vestiduras me llenaba de amor por Dios y de deseos de servirle. Pero antes de que yo pudiese decidir, mi padre encontró un sitio para mí en Nápoles... junto a ti, Sancha. Y así fue como llegué a amarte a ti con el amor que guardaba para Dios.
La devoción que sentía por ella hacía que Sancha quisiera protegerlo, que intentara hacerle comprender de cuántas cosas le había privado el sumo pontífice.
—Tu padre es un hombre despiadado —le dijo a Jofre—. ¿Puedes ver al menos eso, Jofre? Aunque su crueldad esté envuelta en el manto de la fe. ¿No te das cuenta de que la ambición de tu hermano raya en la locura? ¿Es que no puedes ver lo que con tanta claridad veo yo?.
Jofre cerró los ojos.
—Veo mucho más de lo que crees, amor mío.
Sancha lo besó apasionadamente. Después hicieron el amor. Con los años, y su ayuda, Jofre se había convertido en un amante cuidadoso que, más que en su propio placer, pensaba en el de ella.
Después, yacieron largo tiempo en silencio. Pero Sancha necesitaba prevenirlo, aunque sólo fuera para protegerse a sí misma.
—Amor mío —dijo—. Es posible que tu padre o tu hermano intentaran matar a Alfonso. Antes tu padre me expulsó de Roma con el único fin de obtener una ventaja política. ¿Y, aun así, piensas que nosotros no corremos ningún peligro? ¿Cuánto tiempo pasará antes de que nos separen, Jofre?.
—No nos separarán dijo el con firmeza y, pena mas que como una declaración de amor, sus palabras sonaron como una promesa de venganza.
César había pasado la mañana indagando en las calles de Roma sobre la agresión contra Alfonso. ¿Había visto u oído alguien algo que pudiera facilitar la captura de los agresores? Finalmente, había vuelto al Vaticano con las manos vacías.
Al día siguiente, almorzó en el palacio del cardenal Riario para hablar de los preparativos del jubileo y le hizo saber que la Iglesia recompensaría generosamente su esfuerzo por preparar los festivales y encargarse de organizar la limpieza de las calles de Roma.
Tras el almuerzo, fueron al comercio de un negociante de arte que vendía antigüedades. El cardenal Riario tenía una selecta colección privada y estaba considerando la posibilidad de comprar una exquisita escultura que acababa de llegar a manos del comerciante.
Se detuvieron ante una pesada puerta de madera tallada y el cardenal llamó con insistencia. Les abrió un anciano con el cabello blanco, una pronunciada bizquera y una sonrisa astuta.
El cardenal hizo las presentaciones.
—Giovanni Costa —dijo—. El capitán general de nuestros ejércitos, el gran César Borgia, desea ver tus esculturas.
Tras hacer una reverencia, Costa los condujo a través de varias estancias hasta llegar a un patio lleno de esculturas. El suelo estaba cubierto de polvo y entre el desorden reinante podían contemplarse brazos, piernas, bustos inacabados y todo tipo de piezas de mármol esculpido. En un rincón apartado había una pieza cubierta con una tela negra.
—¿Qué escondes bajo esa sábana negra? —preguntó César. El comerciante los condujo hasta la esquina y, con un gesto lleno de teatralidad, retiró la sábana.
—Probablemente sea la mejor pieza que jamás haya tenido en mi poder —dijo Costa.
Al ver el magnífico Cupido tallado en mármol, César contuvo por un momento la respiración. La figura tenía los ojos entornados. La pieza parecía poseer una luz propia y las alas eran tan delicadas que daba la sensación de que el querubín podría echar a volar en cualquier momento. César nunca había visto algo tan bello, tan perfecto.
—¿Cuánto pedís por esta pieza? —preguntó.
—Es un auténtico tesoro —dijo el comerciante—. Si quisiera podría venderla por una auténtica fortuna.
—¿Cuánto? —repitió César, que estaba pensando en cuánto disfrutaría Lucrecia al verla.
—Por tratarse de vos, tan sólo dos mil ducados. Antes de que César pudiese contestar, el cardenal Riario se acercó a la escultura y la estudió con atención, pasando la mano una y otra vez por su delicada superficie. Después se dio la vuelta y se dirigió al comerciante.
—Mi querido amigo —dijo—. Esta pieza no es antigua. De hecho, estoy convencido de que no hace mucho tiempo que acabó de tallarse.
—Tenéis buen ojo, eminencia —se apresuró a decir Costa—. Nunca he dicho que fuera antigua. De hecho, fue tallada hace un año por un joven talento florentino.
El cardenal negó con la cabeza.
—No me interesan las obras contemporáneas, y menos aún a un precio tan desorbitado —dijo.
Pero César había quedado fascinado por la belleza de aquel dulce Cupido.
—Me da igual lo que cueste o cuándo fuera tallada —dijo—. Debe ser mía.
—El dinero no es sólo para mí —se apresuró a decir Costa, excusándose por el alto precio—. Debo entregar su parte al artista. Y también a su representante. Además, no hay que olvidar el coste del transporte...
—No es necesario que digas nada más —lo interrumpió César con una sonrisa—. Ya he dicho que debe ser mía. Así pues, te daré lo que pides. Tendrás dos mil ducados. —Guardó silencio durante unos instantes, pero en el último momento, cuando estaba a punto de abandonar el patio, pareció recordar algo—. ¿Y cómo se llama ese joven talento florentino? —preguntó.
Miguel Angel Buonarroti. Os aseguro que volveréis a oír su nombre.
Los rumores corrían por las calles de Roma. Al principio se decía que César había intentado dar muerte a otro hermano, y cuando César proclamó públicamente su inocencia, un nuevo rumor no tardó en sustituir al anterior. Ahora se decía que, agraviados por el gobierno de Lucrecia en Nepi, los Orsini se habían vengado en la persona de su esposo, quien, además, era un aliado de sus más encarnizados enemigos, los Colonna.
Pero dentro de los muros del Vaticano eran otras las preocupaciones. Alejandro, que había sufrido varios síncopes, se veía obligado a guardar cama y Lucrecia había dejado a su esposo al cuidado de Sancha para atender a su padre, a quien tan sólo su presencia parecía consolar.
—Decidme la verdad, padre —le preguntó un día—. No tuvisteis nada que ver con el ataque contra Alfonso, ¿verdad?.
—Mi dulce niña —dijo Alejandro al tiempo que se incorporaba en su lecho—. Nunca podría hacerle daño al hombre que tan feliz hace a mi hija. Por eso, precisamente, he ordenado que mis hombres hagan guardia día y noche ante su puerta.
Lucrecia se sintió aliviada.
Mientras Alejandro disipaba las dudas de su hija, Sancha entraba acompañada de dos napolitanos en la cámara en la que yacía su hermano. Alfonso se recuperaba rápidamente y, ese día en concreto, se sentía especialmente animado. Aunque sólo habían pasado dos semanas desde el brutal asalto, ya era capaz de levantarse, aunque todavía no podía andar.
Alfonso saludó efusivamente a los dos hombres y le pidió a su hermana que los dejara a solas para que pudieran conversar como lo hacen los amigos cuando no hay mujeres presentes; al fin y al cabo, no se veían desde que él había estado en Nápoles por última vez, hacía ya varios meses.
Feliz de ver a su hermano con tan buen ánimo, Sancha decidió ir a visitar a los hijos de Lucrecia en Santa Maria in Portico. Sólo estaría unas horas fuera y dejaba a su hermano en compañía de los dos napolitanos.
Aquel soleado día de agosto hacía más calor incluso de lo normal. César estaba paseando por los jardines del Vaticano, disfrutando con el color de las flores, la serenidad de los altos cedros, el suave murmullo de las fuentes y el alegre trinar de los pájaros. Hacía tiempo que el hijo del papa no sentía tanta paz. El calor no le molestaba. Al contrario, disfrutaba con él; sin duda, un privilegio de su ascendencia española. Estaba sumido en sus pensamientos, reflexionando sobre la información que le acababa de ofrecer don Michelotto, cuando vio una exótica flor roja. Se inclinó para admirar su belleza y apenas había pasado un instante cuando escuchó el susurro de una flecha justo encima de su cabeza. La flecha se clavó en el cedro que había detrás de la flor.
Instintivamente, César se lanzó al suelo justo antes de que la segunda flecha cortara el aire encima de él. Y, mientras gritaba llamando a la guardia, se dio la vuelta rodando por el suelo para poder ver de dónde procedían las flechas.
Ahí, en uno de los balcones del palacio, estaba su cuñado Alfonso, sostenido por los dos napolitanos. Uno de sus compañeros cargaba su ballesta mientras Alfonso apuntaba una flecha directamente a César.
—¡Traición! ¡Traición! —gritó César—. ¡Hay un traidor en palacio! De forma instintiva, su mano sujetó la empuñadura de la espada mientras se preguntaba cómo podría alcanzar a Alfonso antes de que una de sus flechas lo alcanzara a él.
Cuando los soldados de la guardia llegaron en auxilio de César, Alfonso había desaparecido del balcón.
César arrancó la segunda flecha, que se había clavado en la tierra, y mandó llamar al médico del Vaticano. Éste no tardó en confirmarle lo que César sospechaba. La punta de la flecha había sido impregnada con un veneno letal; un rasguño hubiera sido suficiente para darle muerte.
Al regresar a las dependencias privadas de su padre, encontró a Lucrecia lavando cuidadosamente las heridas de su esposo. Inmóvil, con el pecho descubierto, Alfonso permanecía en silencio. Sus dos cómplices habían desaparecido, pero la guardia del Vaticano pronto les daría caza.
César no le dijo nada a su hermana. Alfonso parecía agitado, pues no podía saber con certeza si César lo había reconocido desde el jardín. Pero César no tardó en despejar sus dudas.
—Lo que habéis comenzado concluirá esta misma noche —le susurró al oído sin que Lucrecia pudiera oírlo.
Después le dio un beso a su hermana y se marchó.
Horas después, Lucrecia y Sancha conversaban animadamente junto al lecho de Alfonso, haciendo planes para pasar una temporada en Nepi. Allí podrían pasar más tiempo con los niños mientras Alfonso se recuperaba de sus heridas. Desde que Sancha había vuelto de Nápoles, las dos mujeres habían forjado una sincera amistad.
Alfonso se había quedado dormido mientras ellas hablaban. De repente, el sonido de alguien llamando insistentemente a la puerta lo despertó. Lucrecia abrió la puerta. Era don Michelotto.
—Primo Miguel —dijo Lucrecia—. Me sorprende veros aquí.
—He venido a ver a vuestro esposo. Debo tratar ciertos asuntos con él —dijo don Michelotto mientras recordaba con afecto los tiempos en los que había llevado a Lucrecia sobre sus hombros cuando la hija del papa todavía era una niña—. Vuestro padre me ha pedido que os dijera que desea veros.
Lucrecia vaciló unos instantes.
—Por supuesto —dijo finalmente—. Iré a verlo ahora mismo. Mientras tanto, Sancha velará por Alfonso, pues esta noche mi esposo está muy débil.
—Es importante que hable con él en privado —dijo don Michelotto con expresión afable.
Mientras tanto, Alfonso fingía dormir. Tenía la esperanza de que, al verlo así, don Michelotto abandonase la estancia sin interrogarlo sobre lo ocurrido esa tarde en el balcón.
Lucrecia y Sancha abandonaron la estancia, pero antes de que hubieran llegado al final del corredor, oyeron la voz de don Michelotto, que las urgía a regresar.
Cuando llegaron el rostro de Alfonso tenía un tono azulado. Estaba muerto. —Debe de haber sufrido una hemorragia —explicó don Michelotto con aparente preocupación—. De repente, dejó de respirar.
Pero no dijo nada sobre las poderosas manos con las que había rodeado el cuello de Alfonso.
Lucrecia se arrojó sobre el cuerpo sin vida de su esposo, llorando desconsoladamente. Pero Sancha se abalanzó sobre don Michelotto, maldiciéndolo mientras lo golpeaba una y otra vez en el pecho.
Cuando César entró en la estancia, Sancha saltó sobre él.
—¡Bastardo! —gritó—. ¡Maldito bastardo! Impío hijo del diablo —gritó mientras ee arañaba el cuello. Después empezó a tirarse del pelo sin parar de chillar, arrancándose un mechón tras otro de su largo y oscuro cabello.
Jofre no tardó en llegar. Abrazó a su esposa y aguantó sus golpes enloquecidos hasta que Sancha cesó en su actitud y empezó a llorar desconsoladarnente. Entonces la cogió en brazos y la llevó a sus estancias privadas.
Cuando César le pidió a don Michelotto que lo dejase a solas con Lucrecia, ella levantó la cabeza del pecho sin vida de su esposo y se volvió hacía su hermano.
—Nunca te perdonaré por lo que has hecho, César. Nunca —dijo, incapaz de contener el llanto—. Me has arrancado el corazón, pero nunca podrá ser tuyo, pues ya ni siquiera es mío. Todos sufriremos por lo que has hecho, hermano, incluso nuestros hijos.
César intentó acercarse a su hermana, intentó explicarle que Alfonso había intentado acabar con su vida primero, pero al ver el odio en el rostro de Lucrecia las palabras no salieron de sus labios, Lucrecia corrió a las estancias de su padre.
—Nunca os perdonaré, padre —amenazó al sumo pontífice en cuanto estuvo en su presencia—. Me habéis causado más dolor del que podáis imaginar. Si fue vuestra la orden de acabar con la vida de mi esposo, deberíais haber callado por el amor que decís sentir por mí. Y, si el culpable es mi hermano, deberíais haberlo detenido. Nunca volveré a amaros, a ninguno de los dos, pues habéis traicionado mi confianza.
El la miraba con sorpresa.
—¿Por qué hablas así, Lucrecia? ¿Qué ha ocurrido?
—Me habéis arrancado el, corazón —dijo ella con los ojos llenos de odio—. Habéis roto un pacto que estaba sellado en el cielo.
Alejandro se levantó y se acercó lentamente a su hija. No intentó abrazarla, pues sabía que ella rechazaría su roce.
—Mi querida niña —dijo—, nunca quise hacerle ningún daño a tu esposo. Fue él quien intentó asesinar a tu hermano César. Y, aun así, ordené que fuera protegido. Pero nadie podía evitar que tu hermano se protegiera de su agresor —añadió finalmente al tiempo que inclinaba la cabeza.
Al ver la angustia en el rostro de su padre, Lucrecia se dejó caer de rodillas a sus pies.
—Debéis ayudarme a comprender, padre —dijo sin dejar de llorar al tiempo que se cubría el rostro con las manos—. ¿Qué clase de demonio habita en este mundo? ¿Qué clase de Dios es éste que permite que muera un amor como el nuestro? ¡Es una locura! Decís que mi esposo intentó matar a mi hermano y que mi hermano asesinó a mi esposo. Entonces, sin duda, sus almas arderán en el infierno y yo nunca volveré a verlos. Los he perdido a los dos para siempre.
Alejandro apoyó una mano sobre el cabello de su hija, intentando calmar su dolor.
—No llores, hija mía. No llores. Dios es misericordioso. Los perdonará, Sí no fuera así, no habría razón para su existencia. Algún día, cuando esta tragedia terrenal llegue a su final, volveremos a estar juntos en el cielo.
—No puedo esperar a la eternidad para ser feliz —dijo Lucrecia, y, sin más, se levantó y salió corriendo de la estancia.
Esta vez, los rumores eran ciertos: César había dado muerte al esposo de su hermana. Pero, antes, el napolitano había intentado matarlo a él en los jardines del Vaticano, por lo que el pueblo de Roma justificó la acción de su capitán general.
Los dos napolitanos fueron capturados, confesaron y fueron ahorcados en la plaza pública.
Pero la ira de Lucrecia no iba a apagarse tan fácilmente.
Aquel día, Alejandro y César estaban en los aposentos privados de! sumo pontífice. Lucrecia irrumpió en la sala y acusó a César de haber matado primero a su hermano y después a su esposo. Alejandro intentó calmar a César, pues no deseaba. que la brecha que se había abierto entre sus dos hijos favoritos se hiciera aún más pronunciada, pero la acusación de su hermana había herido profundamente a César, quien nunca se había defendido ante ella de esa acusación, pues nunca podría haber sospechado que Lucrecia lo creyera culpable del asesinato de Juan.
Habían pasado varias semanas desde la muerte de Alfonso y Lucrecia seguía llorando desconsoladamente a su esposo. Incapaces de presenciar su dolor, Alejandro y César empezaron a evitarla. Cuando Alejandro le dijo a su hija que debía volver junto a sus hijos al palacio de Santa Maria in Portico, Lucrecia insistió en dejar Roma y viajar a Nepi en compañía de los niños y de Sancha. Jofre también podía acompañarla, si ése era su deseo, pero César no sería bienvenido. Antes de partir, al despedirse de su padre, le hizo saber que no deseaba volver a hablar con César en toda su vida.
César luchó contra su propio corazón para no seguir a su hermana a Nepi. Deseaba explicarle lo que sentía, por qué había obrado como lo había hecho, pero sabía que todavía no era el momento adecuado para hacerlo. Así, se entregó en cuerpo y alma a planear la nueva campaña contra la Romaña. Lo primero que debía hacer era viajar a Venecia para conseguir que sus ejércitos no acudieran en defensa de RJmini, Faenza y Pesaro, pues los tres feudos contaban con la protección de los venecianos.
Tras varios días de travesía, César finalmente divisó Venecia desde la cubierta de su buque, La bella ciudad emergía de las oscuras aguas con el esplendor de un dragón mítico. Ahí estaba la plaza de San Marcos.
Al atracar, fue llevado a un imponente palacio bizantino situado junto al Gran Canal, donde varios nobles venecianos lo agasajaron con obsequios. En cuanto estuvo instalado, el capitán general de los ejércitos pontificios solicitó ser recibido por el Gran Consejo, a cuyos miembros propuso un acuerdo tras explicar la posición del papado: los ejércitos pontificios defenderían Venecia de producirse una invasión de la flota del sultán de Turquía; a cambio, Venecia renunciaría a brindar su apoyo a los caudillos de Rimini, de Faenza y de Pesaro.
En una brillante y colorida ceremonia, el Gran Consejo dio su visto bueno al acuerdo e invistió a César con la capa de ciudadano de honor de Venecia. Ahora, el capitán general también era un "caballero veneciano "
Los dos años que Lucrecia había compartido con Alfonso habían sido los más felices de su vida. Durante ese breve período de tiempo, todas las promesas que le había hecho su padre cuando era niña parecían haberse convertido en realidad. Pero ahora, el dolor que la afligía trascendía la muerte de su querido esposo, la pérdida de su dulce sonrisa, de su alegre disposición, de su felicidad junto a él. Con la muerte de su esposo también había perdido la confianza en su padre y en su hermano, hasta en la mismísima Iglesia. Ahora se sentía abandonada, tanto por su padre como por Dios.
Finalmente había ido a Nepi acompañada por Sancha, Jofre, sus dos hijos, Giovanni y Rodrigo, y un reducido séquito de cincuenta criados de su confianza.
Hacía tan sólo un año que Alfonso y ella habían pasado días felices en ese mismo lugar, haciendo el amor, eligiendo bellos muebles y deliciosos tapices para decorar sus estancias, paseando entre los altos robles de la bella campiña de los alrededores.
Nepi era una población pequeña, con una plaza con una bella iglesia erigida sobre el templo de Júpiter y estrechas calles con edificios góticos y algún palacete señorial. Alfonso y Lucrecia habían paseado incontables veces cogidos de la mano por aquellas calles que, ahora, parecían tan tristes y melancólicas como el ánimo de Lucrecia.
Pues daba igual que mirara el negro volcán de Bracciano o la azulada cordillera de Sabina, Lucrecia sólo veía a Alfonso.
Un hermoso día soleado, Sancha y Lucrecia salieron a dar un paseo con los niños. Lucrecia parecía más animada que de costumbre, hasta que el balido de una oveja y el tono lastimero de la flauta de un pastor hicieron que las lágrimas volvieran a aflorar en sus ojos.
Por las noches, a veces se despertaba con la sensación de salir de una pesadilla y buscaba a su esposo, pero sólo encontraba sábanas vacías y soledad. Todo su ser suspiraba por Alfonso. Apenas comía. Nada parecía poder aliviar su dolor. Todas las mañanas se levantaba más fatigada que el día anterior y tan sólo la presencia de sus hijos conseguía dibujar una leve sonrisa en sus labios. Durante el primer mes de estancia en Nepi, Lucrecia tan sólo había sido capaz de encargar a su costurera que le hiciera unos nuevos trajes a sus hijos. Incluso jugar con ellos le resultaba agotador.
Decidida a ayudar a su cuñada, finalmente Sancha intentó dejar a un lado su propio dolor y se entregó en cuerpo y alma a Lucrecia y a los niños. Jofre la ayudaba consolando a Lucrecia y cuidando de los niños; jugaba con ellos, les leía cuentos y, todas las noches, los acostaba con una dulce canción.
Y fue durante ese tiempo cuando Lucrecia empezó a reflexionar sobre sus sentimientos hacia su padre, hacia su hermano y hacia Dios.
César llevaba una semana en Venecia y estaba listo para regresar a Roma y reunir a sus tropas para emprender la campaña contra la Romaña. La noche anterior a su partida, cenó con varios de sus antiguos compañeros de la Universidad de Pisa, disfrutando de los viejos recuerdos y el buen vino.
Aun brillante y majestuosa como lo era durante el día, con su gentío, sus coloridos palacios, sus tejados almenados, sus magníficas iglesias y sus bellos puentes, de noche Venecia era una ciudad siniestra.
La humedad de los canales envolvía la ciudad en una espesa bruma en la que resultaba difícil no extraviarse. Los callejones surgían como patas de arañas entre los palacios y los canales, dando refugio a todo tipo de villanos.
Mientras César caminaba por el estrecho callejón que conducía a su palacio, un poderoso haz de luz lo iluminó desde el canal. Se dio la vuelta, pues había oído el chirrido de los goznes de una puerta, pero, cegado por la luz, no vio a los tres hombres vestidos con sucias ropas de campesinos hasta que casi estuvieron a su lado. Los destellos de sus dagas cortaban la niebla.
César se dio la vuelta, buscando un camino por donde huir, pero otro hombre se acercaba a él desde el otro extremo del callejón.
Estaba atrapado. Sin pensarlo, saltó a las oscuras aguas del canal, sobre las que flotaban todo tipo de desechos e inmundicias, y nadó bajo la superficie, aguantando la respiración hasta que creyó que el pecho le iba a estallar. Hasta que finalmente volvió a salir a la superficie en la otra orilla del canal.
Dos de sus perseguidores corrían atravesando un puente con antorchas en las manos.
César se llenó los pulmones de aire y volvió a sumergirse. Esta vez emergió entre dos de las góndolas que había amarradas debajo del puente. Sin apenas sacar la cabeza del agua, rezó por que sus agresores no lo encontraran.
Los hombres corrían por la orilla del canal, entrando y saliendo en cada pequeño callejón, registrando cada esquina, iluminando cada recodo con sus antorchas...
Cada vez que se acercaban a donde estaba, César se sumergía bajo el agua y aguantaba la respiración hasta que no podía hacerlo por más tiempo.
Finalmente, los hombres se reunieron encima del puente.
—Maldito romano —oyó César que decía uno de ellos—. Ha desaparecido.
—Se habrá ahogado —contribuyó la voz de otro hombre.
—Yo preferiría ahogarme que nadar entre toda esa porquería —dijo otro.
—Ya hemos hecho suficiente por esta noche —dijo una voz cargada de autoridad—. Nero nos ha pagado por cortarle el cuello a un hombre, no por perseguir a un fantasma hasta que amanezca.
César escuchó cómo se alejaban las pisadas de sus perseguidores. Preocupado ante la posibilidad de que hubieran dejado a alguien vigilando, nadó pegado a la oscura orilla hasta llegar al palacio donde se alojaba. Un miembro de la guardia asignada personalmente por el dux para proteger a César observó con sorpresa cómo el distinguido romano salía temblando de las hediondas aguas del Gran Canal.
Después de darse un baño caliente y de vestirse con ropa limpia, César reflexionó sobre la mejor manera de proceder mientras bebía una taza de té. Ordenó que dispusieran todo para partir al amanecer.
No concilió el sueño en toda la noche. Al rayar el alba, montó en la gran góndola tripulada por tres hombres armados que lo esperaba en el muelle. Estaban soltando las amarras cuando un hombre corpulento con un uniforme oscuro se acercó corriendo a ellos.
—Excelencia —dijo, luchando por recuperar el aliento—, soy el alguacil jefe de esta zona de Venecia. Antes de vuestra partida, quería disculparme por el desagradable incidente de anoche. Desafortunadamente, Venecia no es un lugar seguro una vez caída la noche. Hay cientos de ladrones al acecho.
—Sin duda ayudaría que alguno de vuestros hombres se dejara ver por las calles —dijo César con evidente disgusto.
—Sería de gran ayuda que nos acompañaseis al callejón donde fuisteis atacado —se apresuró a decir el alguacil—. Sólo serían unos minutos. Vuestra escolta podría esperaros aquí mientras registramos las casas más cercanas. Tal vez reconozcáis a alguno de los agresores.
César se debatió en la duda. Por un lado deseaba partir inmediatamente hacia Roma. Por otro, deseaba saber quién había intentado acabar con su vida. Y, aun así, las pesquisas podrían durar horas y él no tenía tiempo que perder. Ya obtendría esa información por otros medios. Ahora, debía regresar a Roma.
—Bajo circunstancias normales, estaría encantado de ayudaros, pero me temo que mi carruaje me está esperando en tierra firme y debo alcanzar Ferrara antes del anochecer, pues los caminos son tan peligrosos como sus callejones.
El alguacil sonrió y se ajustó el casco.
—¿Volveréis a honrarnos pronto con vuestra presencia en Venecia, excelencia?.
—Eso espero —dijo César.
—Entonces, quizá en vuestra próxima visita podáis ayudarnos. Podéis encontrarme en el cuartel que hay junto al puente de Rialto. Me llamo Bernardino Nerozzi, pero todo el mundo me llama Nero.
Mientras viajaba hacia Roma, César no dejó de pensar en quién podría haber sobornado a un alguacil para que acabara con su vida.
Pero sus reflexiones resultaban inútiles, pues había demasiados candidatos y la lista de sospechosos habría sido tan extensa que nunca se podría haber sabido quién había ordenado el asesinato.
Podría haber sido un pariente aragonés de Alfonso que deseara vengar su muerte. Podría haber sido Giovarmi Sforza, humillado por la anulación y por la afrenta de su supuesta impotencia. Podría haber sido algún miembro del clan de los Riario, encolerizados por la captura de Caterina Sforza. Incluso podría haber sido el propio Giuliano della Rovere, cuyo odio hacia los Borgia no conocía límites. O algún caudillo de la Romaña, intentando detener la campaña contra sus feudos. O alguien que deseara vengarse de alguna afrenta del Santo Padre. O... La lista era interminable.
Cuando finalmente llegó a Roma, sólo estaba seguro de una cosa:
debía vigilar bien sus espaldas, pues no cabía duda de que alguien deseaba su muerte.
Igual que al yacer con César por primera vez había visto las puertas del paraíso, ahora, la muerte de Alfonso había conducido a Lucrecia hasta las puertas del infierno. Ahora, por primera vez, veía su vida y a su familia tal como eran verdaderamente.
Y esa pérdida de inocencia había sido devastadora para Lucrecia, pues hasta entonces había vivido y había amado en un reino mágico. Pero, ahora, todo eso había cambiado. Ahora todo había acabado. A veces intentaba recordar el principio, pero era inútil, pues el principio no existía.
Cuando todavía no era más que un bebé, su padre solía sentarla sobre su regazo y contarle maravillosas leyendas sobre los dioses y los titanes del Olimpo. Y entonces ella pensaba que su padre era como Zeus, el más grande de todos los dioses. ¿Acaso no era su voz el trueno? ¿Acaso no eran sus lágrimas la lluvia? ¿Acaso no era su sonrisa el sol que brillaba en su cara? ¿Acaso no era ella entonces Atenea, la hija de Zeus, o Venus, la diosa del amor? Y cuando su padre le leía la historia de la creación con gestos elocuentes de las manos y palabras llenas de luz, entonces, ella era Eva, tentada por la serpiente, y también era la Virgen María, la madre del hijo de Dios.
En los brazos de su padre Lucrecia se había sentido libre de todo peligro, se había sentido fuera del alcance del diablo. Y por eso nunca había temido la muerte. Porque estaba segura de que estaría a salvo en los brazos del Padre Celestial, igual que lo estaba entonces en los brazos de su padre. Pues ¿acaso no eran lo mismo?.
Y había hecho falta que portara el velo negro de una viuda para que el velo de la ilusión dejara de ocultar la realidad a sus ojos.
Pues al besar los labios fríos de su esposo había sentido por primera vez el vacío de la muerte y había comprendido que la vida era sufrimiento y que ella también moriría. Ella y su padre y César; todos compartirían el mismo final. Hasta ese momento, en su corazón, todos sus seres queridos habían sido inmortales y ahora lloraba por todos ellos.
Eran muchas las noches durante las que no conciliaba el sueño. De día, pasaba las horas vagando sin rumbo por sus aposentos, incapaz de encontrar un solo momento de paz. Las sombras del miedo y la duda parecían haberla seducido e, igual que cuestionaba todo aquello en lo que había creído, Lucrecia no tardó en cuestionar su fe.
—¿Qué me está pasando? —le preguntó, asustada, a Sancha un día, cuando el dolor y la desesperación ya ni siquiera le permitieron levantarse del lecho.
Sentada al borde de la cama, Sancha mesó el cabello de Lucrecia y se inclinó para besarle la frente.
—Te estás dando cuenta de que no eres más que un peón que tu padre mueve a su antojo —le dijo a su cuñada—. De que eres como esos feudos que tu hermano conquista para la mayor gloria de los Borgia. Y ésa es una verdad difícil de aceptar, querida Lucrecia.
—Eso no es cierto —protestó Lucrecia—. Mi padre siempre se ha preocupado por mi felicidad.
—¿Siempre? —preguntó Sancha—. Sinceramente, yo nunca lo he visto. Pero da igual. Ahora, lo importante es que te recuperes. Debes ser fuerte, pues tus hijos te necesitan.
—Dime, Sancha —dijo Lucrecia—. ¿Es bondadoso contigo tu padre? ¿Te trata como mereces?.
—No es ni bondadoso ni cruel —dijo ella tras un largo silencio—, pues has de saber que mi padre perdió la razón cuando los franceses invadieron Nápoles. Y, aun así, puede que ahora sea más piadoso que antes. Vive en una torre del palacio. Todos intentamos cuidarlo. Hay noches en que sus gritos dementes resuenan por todo el palacio. "Oigo a Francia —grita—. Los árboles y las rocas llaman a Francia."
—
Y, a pesar de su demencia, es más bondadoso que el sumo pontífice. Pues, incluso antes de enfermar, yo ya no compartía su mundo ni él era todo lo que había en el mío. Tan sólo era mi padre, y mi amor por él no me hacía más débil.
Lucrecia rompió a llorar de nuevo, pues sabía que Sancha decía la verdad. Aferrada a las sábanas, intentaba recordar cuándo había cambiado su padre.
Su padre siempre hablaba de un Dios misericordioso y alegre, pero, como sumo pontífice, servía a un Dios vengativo, a un Dios despiadado. Lucrecia no podía entender cómo ese Dios permitía que hubiera tanto dolor en el mundo.
Y fue entonces cuando empezó a dudar de la sabiduría de su padre. ¿De verdad eran ciertas sus enseñanzas? ¿De verdad era la palabra de Dios aquello por lo que luchaba su padre? ¿De verdad era su padre el vicario de Cristo en la tierra? ¿De verdad eran todos sus deseos los deseos de Dios? Pues el Dios bondadoso que vivía en el corazón de Lucrecia no se parecía al Dios vengativo cuya voz oía su padre.
No había pasado un mes aún desde la muerte de Alfonso, cuando el sumo pontífice empezó la búsqueda de un nuevo esposo para Lucrecia. Aunque a ella pudiera parecerle una decisión cruel, Alejandro debía asegurarle una posición, pues no deseaba que, cuando él muriera, su hija se viera obligada a mendigar comida en platos de barro.
Ese día, Alejandro mandó llamar a Duarte para estudiar a los posibles pretendientes.
—¿Qué te parece Luis de Ligny? —le preguntó el Santo Padre a su consejero—. Después de todo, se trata de un primo del rey de Francia.
—No creo que Lucrecia lo encuentre aceptable, Santidad —contestó Duarte con sinceridad.
Alejandro le envió una carta a su hija a Nepi. Lucrecia no tardó en responderle. "No viviré en Francia", decía la escueta misiva.
El siguiente candidato era Francisco Orsini, el duque de Gravina. "No deseo desposarme con ningún hombre", decía la segunda misiva de Lucrecia.
Cuando Alejandro le envió otra carta preguntando por sus razones, la respuesta de Lucrecia fue igual de rotunda: "Todos mis esposos son desafortunados. No deseo que la desdicha de otro hombre pese sobre mi conciencia."
El papa volvió a llamar a Duarte.
—No sé qué hacer, amigo mío —le dijo a su consejero—. No consigo hacer entrar en razón a mi hija. No se da cuenta de que yo no viviré para siempre. Y, cuando yo muera, sólo quedará César para cuidarla.
—Lucrecia parece confiar en Jofre y en su esposa Sancha, Su Santidad —intervino Duarte—. Puede que sólo necesite algo más de tiempo para recuperarse de su dolor. Decidle que vuelva a Roma. Así podréis explicarle vuestros sentimientos cara a cara. Todavía hace muy poco tiempo que el joven Alfonso pasó a mejor vida. Además, Nepi está demasiado lejos de Roma.
Las semanas transcurrían lentamente mientras Lucrecia intentaba recuperarse de su dolor y encontrar una razón por la que seguir viviendo. Una noche, Jofre entró en su cámara y se sentó junto a su hermana. Aunque era tarde, ella leía, incapaz de conciliar el sueño.
Jofre llevaba el cabello rubio oculto bajo un sombrero de terciopelo verde. Tenía los ojos enrojecidos por la falta de sueño. Esa noche, después de la cena, se había retirado pronto a descansar, por lo que a Lucrecia le sorprendió verlo de esa manera, como sí estuviera a punto de salir. Pero su hermano empezó a hablar antes de que ella pudiera preguntarle por su atuendo.
—He cometido un terrible pecado, hermana mía —empezó a decir Jofre, luchando por pronunciar cada palabra—. Sólo yo lo conozco. Sé que ningún Dios me perdonaría por lo que he hecho. Sé que nuestro padre jamás me perdonaría y, aun así, yo nunca lo he juzgado a él por sus pecados.
Lucrecia se incorporó en el lecho. Tenía los ojos hinchados por el llanto.
¿Perdonarte? De los cuatro hermanos tú siempre fuiste el que menos cariño recibió y, aun así, eres el más dulce de todos nosotros.
Al mirarlo a los ojos, Lucrecia vio la lucha interna en la que se debatía su hermano.
¡Jofre llevaba tantos años deseando compartir su culpa! Y, de todas las personas que lo rodeaban, Lucrecia era en quien mas confiaba.
—No puedo seguir cargando con esta culpa —dijo finalmente él—. Lleva demasiados años conmigo.
Lucrecia cogió la mano de su hermano y, por un momento, el dolor que se reflejaba en la mirada de Jofre hizo que incluso olvidara su propia desdicha.
—Dime, hermano mío, ¿qué es lo que tanto te aflige?
—Me odiarás si te lo digo. Si se lo dijera a cualquiera que no fueras tú, no me cabe duda de que pronto acabarían con mi vida. Pero si no lo comparto con alguien temo volverme loco y, lo que es peor, temo por la salvación de mi alma.
—¿Qué pecado puede ser tan terrible como para hacerte pronunciar esas palabras, hermano mío? —preguntó ella sin ocultar su confusión—. Sabes que puedes confiar en mí. Te juro que tu secreto estará a salvo conmigo, pues nunca saldrá de mis labios.
—No fue César quien mató a nuestro hermano Juan —dijo por fin Jofre con voz entrecortada.
Lucrecia se apresuró a apoyar los dedos de una mano sobre los labios de su hermano.
—No digas más —le suplicó—. No pronuncies las palabras que oigo en mi corazón, pues te conozco desde que eras un bebé. Pero ¿qué podría ser tan querido para ti como para llevarte a cometer un acto tan desesperado? —preguntó tras un largo silencio.
Jofre apoyó la cabeza en el pecho de su hermana.
—Sancha —suspiró mientras Lucrecia lo abrazaba—. Mi alma está unida a la de mi esposa de maneras que a veces ni siquiera yo comprendo. Sin ella, no soy capaz de respirar.
Al pensar en su amor por Alfonso, Lucrecia comprendió lo que quería decir Jofre. Entonces pensó en César. Cuánto debía de haber sufrido. Sintió compasión por todos aquellos cuyo amor no era comprendido.
César tenía que ver a su hermana antes de partir hacia la Romaña. Debía hacerle entender la razón de sus actos, debía pedir su perdón, debía recuperar su amor.
Cuando llegó a Nepi, Sancha intentó impedirle el paso, pero él la apartó de su camino y entró en los aposentos privados de su hermana.
Lucrecia estaba sentada, interpretando una triste melodía en un laúd. Al ver a César, sus dedos se congelaron en las cuerdas del instrumento y las notas de su canción se detuvieron en el aire.
César se arrodilló delante de ella y apoyó las manos en sus rodillas.
—Maldigo el día en que nací por haber sido la causa de tu desdicha —exclamó—. Maldigo el día en que supe que te amaba más que a mi propia vida. Necesitaba verte antes de acudir al campo de batalla, pues sin tu amor no existe guerra que merezca ser librada.
Lucrecia apoyó una mano sobre la cabeza de su hermano y le alisó el cabello hasta que él reunió el valor necesario para mirarla.
—¿Podrás llegar a perdonarme algún día? —preguntó César.
—¿Cómo no iba a perdonarte? —contestó ella con dulzura. Los ojos de César se humedecieron.
—Entonces, ¿no he perdido tu amor? ¿Me sigues amando más que a nadie en este mundo?.
Lucrecia suspiró.
—Te quiero, hermano mío, pues tú también eres un peón en manos del destino —dijo finalmente—. Y por eso me compadezco de los dos.
César se levantó, confuso por las palabras de Lucrecia. Y, aun así, agradeció su perdón.
—Ahora que he vuelto a verte, he recuperado la paz necesaria para acudir a la lucha y conquistar nuevos territorios para la gloria de Roma.
—Ve con cuidado, César —le dijo su hermana—, pues no podría soportar la pérdida de otro ser querido.
Cuando César la abrazó, a pesar de todo lo que había ocurrido, ella se sintió en paz entre los brazos de su hermano.
Yahlo he prometido —dijo él. Lucrecia sonrió.
—Con la ayuda de Dios, pronto volveremos a reunirnos en Roma —dijo.
Lucrecia pasó los meses siguientes dedicada a sus hijos y a la lectura.
Leyó las vidas de santos, de héroes y heroínas y estudió a los grandes filósofos. Llenó su mente de sabiduría hasta que, finalmente, comprendió que todo se reducía a una pregunta.
¿Viviría la vida o se la quitaría? Pero si vivía, ¿encontraría algún día la paz que ansiaba? Se había jurado que, por muchas veces que su padre la desposara, nunca volvería a amar a otro hombre como había amado a Alfonso.
Para encontrar la paz, antes debía perdonar a todos aquellos que habían sido injustos con ella, pues si no lo hacía, la cólera de su corazón le robaría su libertad.
Habían pasado tres meses desde su llegada a Nepi cuando volvió a abrir las puertas del palacio para escuchar los ruegos y las quejas de sus súbditos, intentando servir con justicia tanto a los pobres como a aquellos que portaban monedas de oro en sus bolsas. Pues Lucrecia había decidido dedicar su vida a los desamparados, a aquellos que, como ella, sabían lo que era el sufrimiento, a aquellos cuyo destino estaba en manos de otros hombres más poderosos.
Si aprovechaba el poder de su padre y se servía de él en el nombre del bien, igual que su hermano lo empleaba para la guerra, todavía podría encontrar una razón para vivir. Como los santos que entregaban sus vidas a Dios, ella entregaría la suya a los demás, y lo haría con tal devoción que, cuando llegara el día de su muerte, el Padre Celestial la acogería a su lado a pesar de sus muchos pecados.
Y fue entonces cuando el sumo pontífice insistió en que Lucrecia regresara a Roma.
CAPITULO 23
En Roma, las tropas de César estaban listas para emprender la nueva campaña. En esta ocasión, la mayoría de los hombres procedían de Italia y de España. Los soldados de infantería llevaban cascos de metal y jubones púrpura y dorados sobre los que había sido bordado el escudo de armas de César. Al frente de la infantería cabalgaban capitanes españoles de contrastado valor y veteranos condotieros, entre los que estaban Gian Baglioni y Paolo Orsini. César había nombrado comandante en jefe a Vito Vitelli, quien aportaba veintiún poderosos cañones al ejército pontificio. En total, César contaba con dos mil doscientos soldados a caballo y cuatro mil trescientos soldados de infantería. Además, Dion Naldi, el antiguo capitán de Caterina Sforza, se había unido al ejército de César con un poderoso contingente de hombres.
El primer objetivo era la ciudad de Pesaro, que aún gobernaba el primer esposo de Lucrecia, Giovanni Sforza, a quien Alejandro había excomulgado al descubrir que estaba negociando con los turcos para defenderse de las tropas pontificias.
Al igual que en Imola y en Forli, los súbditos de Giovanni Sforza no parecían dispuestos a sacrificar sus vidas y sus posesiones para defender a su señor. Al saber que las— tropas pontificias— se acercaban, algunos de los hombres más distinguidos de Pesaro secuestraron a Galli, el hermano de Giovanni. Temeroso de enfrentarse con su antiguo cuñado, Giovanni huyó a Venecia.
César entró en Pesaro seguido de ciento cincuenta hombres con uniformes rojos y amarillos. Bajo la lluvia, fue aclamado por los ciudadanos, que se apresuraron a hacerle entrega de las llaves de la plaza. César era el nuevo señor de Pesaro.
Y fue así como César ocupó sin lucha la fortaleza de los Sforza y se instaló en los mismos aposentos donde había vivido Lucrecia. Durante dos noches durmió en su lecho, soñando con su amada hermana. El tercer día, antes de continuar su marcha, confiscó los setenta cañones con los que contaba el arsenal de Pesaro, y los incorporó a la poderosa artillería de Vitelli.
La mayor dificultad a la que tuvieron que enfrentarse las tropas pontificias en su avance hacia Rimini fueron las lluvias torrenciales.
En esta ocasión, al tener noticias de la cercanía de los hombres de César, los propios habitantes de Rimini se encargaron de expulsar a sus crueles señores, los hermanos Pan y Carlo Malatesta.
Una nueva plaza se había rendido a los ejércitos de Roma. Pero Astorre Manfredi, el jovencísimo señor de Faenza, demostró ser un rival más digno que los anteriores. Faenza no sólo disponía de una poderosa fortaleza rodeada por altas murallas almenadas, sino que, además, contaba con las tropas de infantería más célebres de toda la península y, lo que era todavía más importante, con la lealtad de sus valerosos súbditos.
La batalla no comenzó bien para César. Aunque, tras insistentes bombardeos, los cañones de Vitelli lograron abrir una pequeña brecha en la muralla, cuando intentaron tomar la plaza al asalto, las tropas de César fueron rechazadas por la infantería de Astorre Manfredi, y sufrieron numerosas bajas.
En el campamento de César, los condotieros y los capitanes españoles se culpaban mutuamente de la derrota sufrida. Gian Baglioni, enfurecido por las acusaciones de los españoles, abandonó el asedio. Para colmo de males, con la proximidad del invierno, el frío empezaba a ser un problema.
Consciente de que, en esas condiciones, nunca conseguiría tomar Faenza, César decidió esperar hasta la llegada de la primavera. Dejó un reducido contingente de tropas sitiando la plaza y distribuyó al resto de sus hombres entre las pequeñas poblaciones de los alrededores. Los soldados tenían órdenes de esperar hasta la llegada de la primavera, cuando se reanudaría la campaña contra la plaza rebelde.
César se trasladó a Cesena, cuyos gobernantes habían huido a Venecia al enterarse de su llegada. Cesena contaba con una gran fortaleza y sus ciudadanos eran conocidos en toda la península por su valor en la guerra y su amor por la diversión en la paz. Instalado en el palacio de los antiguos señores de Cesena, César invitó a sus nuevos súbditos a que pasearan por las bellas y lujosas estancias donde habían vivido y amado éstos, mostrándoles así lo que habían conseguido con todo su trabajo y sacrificio.
Porque, al contrario que los antiguos señores, César gustaba de mezclarse con el pueblo. Durante el día, participaba en los tradicionales torneos, enfrentándose a los nobles que habían permanecido en la ciudad, y, por las noches, acudía a bailes y festejos populares. Los ciudadanos de Cesena disfrutaban con la presencia de César, cuya compañía era un motivo de orgullo para ellos.
Una noche, en la plaza, se levantó un cuadrilátero de madera para que los hombres de Cesena demostraran su fortaleza mediante combates de lucha libre. Al llegar César, dos jóvenes musculosos se aferraban, el uno al otro, sudorosos, sobre el suelo cubierto de paja.
César miró a su alrededor, buscando un contrincante digno de su fortaleza. junto al cuadrilátero vio a un hombre calvo de gran envergadura y tan ancho como un muro de piedra que al menos le sacaba una cabeza de estatura. Cuando preguntó por él, le dijeron que era un granjero. Se llamaba Zappitto y era el hombre más fuerte de la comarca.
—Pero esta noche no luchará —se apresuró a decir el hombre a quien César había preguntado.
César se aproximó al granjero.
¿Me honrarías concediéndome un combate en esta hermosa noche?.
Zappitto sonrió, mostrándole a César sus dientes ennegrecidos, pues sabía que todos lo admirarían si derrotaba al hijo del papa Alejandro.
Los dos contendientes se despojaron de sus chaquetas, sus blusones y sus botas y subieron al cuadrilátero. Los bíceps de Zappitto doblaban en grosor los de César. Al ver a su oponente con el torso desnudo, el hijo del papa pensó que por fin había encontrado el desafío que anhelaba.
—Quien tumbe dos veces a su oponente será el vencedor —exclamó el hombre encargado de arbitrar el combate.
El gentío enmudeció. Los dos hombres empezaron a moverse, sin apartar los ojos de su rival, dando vueltas dentro del cuadrilátero, midiéndose, hasta que el corpulento granjero se precipitó sobre César. Pero el hijo del papa consiguió agacharse a tiempo y se abalanzó contra las piernas de Zappitto. Entonces, aprovechando el empuje de su adversario, lo levantó en el aire y lo lanzó contra una esquina del cuadrilátero. Sin tan siquiera saber cómo había ocurrido, el granjero cayó de espaldas contra el suelo. César se dejó caer inmediatamente sobre el pecho de su rival, ganando así el primer punto.
—¡Asalto para el aspirante! —gritó el hombre encargado del arbitraje. César y Zappitto retrocedieron a esquinas opuestas del cuadrilátero y esperaron a recibir la señal.
De nuevo los dos hombres giraron, midiendo las fuerzas de su rival, pero esta vez Zappitto no atacó sin pensar. Continuó dando vueltas en el cuadrilátero hasta que César saltó sobre él, golpeándole las rodillas con ambas piernas. Pero fue como si le hubiera dado una patada a un tronco; no ocurrió nada.
Mostrando más agilidad de la que César esperaba, Zappitto le agarró un pie y empezó a dar vueltas en círculos. Después lo sujetó de los muslos y lo elevó sobre sus hombros, donde hizo girar a César otras tres veces antes de arrojarlo contra el suelo. Instantes después, el corpulento granjero se dejó caer contra el pecho del hijo del papa y le dio la vuelta, obligándolo a apoyar la espalda contra el suelo.
La multitud rugió Con entusiasmo.
—¡Asalto para el campeón!
César tardó unos segundos en recuperarse del golpe, pero cuando el encargado del arbitraje dio la señal, corrió rápidamente hacia su rival.
Tenía pensado sujetarle la mano y forzar sus dedos hacia atrás, tal y como había aprendido a hacerlo en Génova. Cuando Zappitto retrocediera con la presión, él le golpearía detrás de las rodillas al tiempo que lo empujaba, y lo haría caer de espaldas.
Pero cuando presionó sobre los dedos de Zappitto, éstos se mantuvieron tan rígidos como si fueran de hierro. Zappitto cerró los dedos alrededor de la mano de César, y le trituró los nudillos. César contuvo el grito de dolor que pugnaba por salir de su garganta e intentó rodear la cabeza de su rival con el otro brazo, pero el corpulento granjero también le cogió esa mano y, mirando fijamente al hijo del papa, apretó con todas sus fuerzas, hasta que César pensó que iba a romperle todos los huesos de las manos.
A pesar de la intensidad del dolor, César saltó, rodeando la descomunal cintura de su rival con sus musculosas piernas, y apretó con todas sus fuerzas en un intento desesperado por dejar a Zappitto sin respiración. Con un sonoro gruñido, el granjero arrojó todo su cuerpo hacia adelante y César cayó de espaldas contra el suelo.
Un instante después, Zappitto estaba encima de él.
—¡Asalto y combate! Cuando el hombre encargado del arbitraje levantó el brazo de Zappitto en señal de victoria, la multitud aclamó a su campeón.
César estrechó la mano de Zappitto y le dio la enhorabuena.
—Ha sido un buen combate —dijo.
Después bajó del cuadrilátero, sacó su bolsa de un bolsillo de la chaqueta y, con una solemne reverencia y una encantadora sonrisa, se la entregó a Zappitto.
La multitud rugió con júbilo, aclamando a su nuevo señor, quien no sólo los trataba con bondad, sino que, además, compartía sus entretenimientos; danzaba, luchaba y, lo que era más importante, se mostraba benévolo incluso en la derrota.
Aunque César disfrutaba participando de los festejos y los torneos, sobre todo lo hacía para ganarse el corazón de sus súbditos, pues eso formaba parte de su plan para unificar la Romaña y llevar la paz a todas sus gentes. Pero la buena voluntad no era suficiente. De ahí que César hubiera prohibido a los soldados de su ejército que abusaran de mujer alguna o saquearan ninguna propiedad de los nuevos territorios conquistados.
Una fría mañana, justo una semana después de su combate con Zappitto, llevaron ante su presencia a tres soldados de infantería encadenados.
El sargento de guardia, Ramiro da Lorca, un recio veterano de Roma, le informó de que los tres hombres habían estado bebiendo toda la noche.
—Pero lo peor es que han robado dos pollos y una pata de cordero de una carnicería y han golpeado al hijo del carnicero cuando éste ha intentado evitar el hurto —dijo el sargento.
César se acercó a los tres soldados, que esperaban acobardados a las puertas del palacio.
—¿Es cierto lo que dice el sargento? —preguntó.
—Sólo nos hemos procurado un poco de comida, señor —dijo con voz implorante el mayor de los tres, que debía de tener unos treinta años—. Teníamos hambre, señor. Sólo...
—No son más que mentiras, señor —lo interrumpió el sargento—. Estos hombres reciben su paga con regularidad, al igual que toda la tropa. No tienen ninguna necesidad de robar.
Alejandro siempre le había dicho a César que para gobernar era necesario tomar decisiones, decisiones difíciles.
El hijo del papa miró a los tres hombres que tenía ante él y al gentío que se había reunido a las puertas del palacio.
—Colgadlos —ordenó.
—Pero... Sólo son dos pollos y un poco de carne, señor —susurró entre dientes uno de los soldados.
César se acercó a él.
—Te equivocas —le dijo—. Es mucho más que eso. Por orden expresa del Santo Padre, cada uno de vosotros recibe una generosa paga. Y recibís ese dinero para que no robéis o abuséis de las gentes cuyas plazas conquistamos. Os proporcionamos suficiente comida y un lecho resguardado donde descansar para que no tengáis que obtenerlos a costa de nuestros súbditos, pues no deseamos provocar su odio. No tienen que amarnos, pero al menos, debemos mostrarnos dignos de su respeto. Y lo que vosotros habéis hecho, estúpidos ignorantes, va en contra de mis deseos y los de Su Santidad el papa Alejandro VI.
Al anochecer, los tres soldados fueron colgados en la plaza como ejemplo para todas las tropas pontificias y como gesto de disculpa ante los ciudadanos de Cesena.
Después de la ejecución, en cada casa y cada taberna de Cesena, los nuevos súbditos de César celebraron lo ocurrido, convencidos de que habían llegado tiempos mejores, pues César Borgia, su nuevo señor, era un hombre justo.
Con la proximidad de la primavera, un contingente de tropas francesas enviadas personalmente por el rey Luis se unió al ejército pontificio. También viajó a Cesena el prestigioso artista, ingeniero e inventor Leonardo da Vinci, que había sido altamente recomendado a César como experto en los métodos de la "guerra moderna".
Al llegar al palacio de los Malatesta, Da Vinci encontró a César estudiando un mapa de las fortificaciones de Faenza.
—Estas murallas parecen repeler las bombas de nuestros cañones con la misma facilidad con la que un perro se sacude el agua —se lamentó César—. Necesito abrir una brecha lo suficientemente grande como para permitir que la caballería gane el interior de la fortaleza.
Da Vinci sonrió y varios mechones castaños cayeron sobre su rostro.
—Es fácil, excelencia. Sí, realmente, el problema que planteáis tiene una fácil solución.
—Por favor, explicaos, maestro —lo urgió César.
—Bastará con una torre móvil con una rampa —empezó a decir Leonardo—. Sí, ya lo sé. Estáis pensando que se llevan usando torres de sitio desde hace siglos y que nunca han demostrado una gran utilidad, pero os aseguro que mi torre es diferente. Está compuesta por tres secciones independientes y puede ser empujada hasta las murallas de la fortaleza. En el interior, la escalera conduce a una plataforma cubierta con capacidad para albergar a treinta hombres. Por delante, los soldados están protegidos por una barrera de madera que puede hacerse descender, como un puente levadizo, creando una rampa que permita a los hombres acceder a lo más alto de la muralla blandiendo sus armas mientras otros treinta soldados ocupan su lugar en el interior de la torre. En tres minutos, pueden acceder a las murallas hasta noventa hombres. En diez minutos más, puede haber trescientos soldados luchando contra el enemigo —concluyó Leonardo.
—¡Es una idea brillante, maestro! —exclamó César.
—Pero lo mejor de mi torre es que no será necesario emplearla.
—No entiendo qué queréis decir —dijo César, desconcertado.
Leonardo sonrió.
—Veo en vuestro diagrama que las murallas de Faenza tienen diez metros de altura. Algunos días antes de la batalla debéis hacer circular el rumor de que vais a emplear mi nueva torre y que, con ella, es posible tomar un muro de hasta doce metros de alto. ¿Podréis conseguir que esas noticias lleguen a oídos del enemigo?.
—Por supuesto —dijo César—. Las tabernas están llenas de hombres que acudirán raudos a Faenza a contar lo que han oído.
—Entonces debemos comenzar inmediatamente la construcción de la nueva torre —dijo Leonardo mientras desplegaba un pergamino con un plano bellamente dibujado de la inmensa torre—. Aquí podéis ver el diseño. Es vital que esté a la vista del enemigo.
César examinó el pergamino con atención, pero cada sección del plano estaba acompañada por unas explicaciones escritas en un extraño lenguaje.
Al ver el desconcierto en su semblante, Leonardo volvió a sonreír.
—Es un truco del que me sirvo a menudo para confundir a quienes intentan plagiar mi trabajo —explicó—. Nunca se sabe quién puede intentar robar la obra de uno. Para poder leer las explicaciones, basta con poner un espejo delante.
César sonrió, pues admiraba a los hombres precavidos.
—Supongamos que el enemigo ya ha oído todo tipo de noticias sobre nuestra imponente torre y que observa cómo va progresando la construcción —continuó diciendo Leonardo—. Saben que no les queda mucho tiempo. La torre pronto será una realidad y, como sus murallas sólo tienen una altura de diez metros, no podrán detener a los soldados y trataran de hacerlas más altas. Apilarán piedra tras piedra sobre los muros hasta conseguir hacerlos tres metros más altos. Pero habrán cometido un terrible error. ¿Por qué? Porque para aumentar la altura de un muro es necesario aumentar el grosor de su base; si no, el peso añadido hace que el muro deje de ser estable. Pero cuando se den cuenta de su error, vuestros cañones ya estarán trabajando.
César reunió a todos sus hombres en Cesena y se aseguró de que no hubiera un solo soldado que no oyera la buena nueva de la gran torre con la que tomarían Faenza. Acto seguido, y tal y como Da Vinci había sugerido, comenzaron las obras de construcción de la torre a la vista de la fortaleza rebelde.
Cuando César llegó a las afueras de Faenza al frente del grueso de sus tropas, vio cómo el enemigo se afanaba colocando una enorme piedra tras otra en lo alto de las murallas. El hijo del papa mandó llamar a su presencia a Vito Vitelli, el capitán de artilleros.
—Cuando dé la orden quiero que bombardeéis con todos vuestros cañones la base de la muralla —dijo, divertido, mientras contemplaba la fortaleza desde la puerta de su tienda—. Exactamente entre esas dos torres —continuó diciendo al tiempo que señalaba una zona lo suficientemente ancha como para que su caballería pudiera atravesar los muros al galope.
—¿La base, capitán? —preguntó Vitelli con incredulidad—. Pero eso es exactamente lo que intentamos antes del invierno y, como sabéis, no obtuvimos el menor resultado. ¿No sería mejor dirigir los cañones contra las almenas? Al menos, así crearemos algunas bajas entre el enemigo.
Pero César no deseaba compartir con nadie la estrategia de Leonardo da Vinci, pues siempre podría volver a serle útil en el futuro.
—Haced lo que os ordeno —dijo—. Y recordad que debéis dirigir todos los disparos contra la base de la muralla.
—Como ordenéis, capitán, pero será un gasto inútil de munición —dijo Vitelli sin ocultar su desconcierto. Después se inclinó ante César y se marchó.
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Desde su tienda, César podía ver cómo Vitelli transmitía las órdenes a sus hombres. Pronto, los cañones estuvieron dispuestos. Vestido con su armadura negra, César dispuso a la infantería detrás de los cañones y ordenó a los soldados de caballería que subieran a sus monturas y que aguardasen su orden para entrar en acción. Fueron muchos los soldados que se quejaron entre dientes. ¿Acaso esperaba el capitán general que durmieran y comieran sobre sus monturas? Pues, sin duda, el cerco duraría al menos hasta el verano.
Tras comprobar que todos sus hombres estaban dispuestos, César te dio la señal a Vitelli para que comenzara el bombardeo.
—¡Fuego! —gritaron los condotieros—. ¡Fuego! Los cañones bramaban escupiendo fuego sin cesar mientras las balas golpeaban contra las murallas a apenas un metro del suelo. Mientras el bombardeo proseguía de forma implacable, Vitelli miró a César, interrogándolo con la mirada, pero éste le ordenó que continuara disparando.
Hasta que, de repente, empezó a oírse un ruido sordo, cada vez más y más pronunciado, como el sonido de una tormenta al acercarse, y una sección de varios metros de ancho de la muralla se desplomó sobre sí misma, levantando una inmensa nube de polvo. Al cesar el estruendo, tan sólo se oyeron los gemidos lastimeros de los pocos soldados apostados en esa sección de la muralla que habían logrado sobrevivir.
—¡Al ataque! —gritó César. Entre atronadores gritos de entusiasmo, la caballería ligera traspasó las murallas seguida por la infantería, que tenía órdenes de desplegarse en abanico en cuanto hubiera accedido a la fortaleza.
Los soldados de Faenza que acudieron a defender la brecha fueron aplastados sin piedad por los hombres de César.
Atrapados entre dos fuegos, los soldados que permanecían en la parte intacta de la muralla tampoco tardaron en ser derrotados.
Hasta que un capitán del ejército de Faenza gritó:
—¡Nos rendimos! ¡Alto el fuego! ¡Nos rendimos! Al ver cómo el enemigo arrojaba las armas al suelo y levantaba los brazos en señal de rendición, César ordenó a sus capitanes que interrumpieran la lucha. Y así fue como Faenza fue conquistada por el ejército pontificio para la mayor gloria de Roma.
Pero, ante su sorpresa, sediento de aventuras e impresionado como estaba por la demostración de poder del ejército pontificio, Manfredi solicitó su permiso para unirse con sus hombres a las tropas de Roma. César accedió. Manfredi tan sólo contaba dieciséis años de edad, pero era un joven inteligente y juicioso que contaba con su aprecio.
Tras unos breves días de descanso, César lo dispuso todo para conducir a sus hombres hacia una nueva victoria.
Recompensó a Leonardo da Vinci con una considerable suma de ducados y le pidió que acompañase a su ejército durante el resto de la campaña.
Pero Da Vinci movió la cabeza de un lado a otro.
—Debo volver a las artes —dijo—. Porque ese joven cortapiedras, Miguel Ángel Buonarroti, no cesa de recibir encargos mientras yo malgasto mi tiempo en el campo de batalla. Admito que tiene talento, pero carece de profundidad, de misterio. Sí, debo regresar lo antes posible.
Montado en su corcel blanco, César se despidió de Leonardo antes de partir hacia el norte. En el último momento, el maestro le ofreció un pergamino.
—Es la lista de los diversos oficios que ejerzo: cuadros, frescos, desagües para aguas fecales... La tarifa siempre es negociable. Además, he pintado un fresco de la última Cena en Milán que creo que sería del gusto del sumo pontífice —añadió tras un breve silencio.
César asintió.
—Lo vi cuando estuve en Milán —dijo—. Es una pintura realmente magnífica. El Santo Padre tiene un especial interés por las cosas hermosas. No me cabe duda de que admiraría su obra, maestro.
Y, sin más, César enrolló el pergamino, lo guardó en el bolsillo de su capa y, levantando el brazo en señal de despedida, espoleó a su magnífico corcel hacia el norte.
CAPÍTULO 24
El ejército pontificio avanzó hacia el norte por el camino que unía Rimini con Bolonia. Cabalgando junto a César, Astorre Manfredi demostró ser un joven dispuesto y de trato agradable. Todas las noches, cenaba con César y sus capitanes, amenizando las veladas con irreverentes canciones populares, y, todas las mañanas, escuchaba con atención cómo Cesar analizaba las posibles estrategias y planeaba cada nueva jornada.
Pues, tras la toma de Faenza, César se enfrentaba a un grave problema estratégico. Ahora que la campaña para someter los principales feudos de la Romaña a la autoridad del sumo pontífice había tocado a su fin, no podía avanzar sobre Bolonia, pues esta ciudad gozaba de la protección directa del rey de Francia. Incluso si pudiera haber tomado tan importante plaza, no deseaba enemistarse con el rey Luis, ni mucho menos con su padre, quien sin duda no aprobaría una iniciativa así.
Pero César tenía un as escondido en la manga: los Bentivoglio, los señores de Bolonia, ignoraban todo lo anterior. Además, su verdadero objetivo no era la plaza en sí, sino el castillo Bolognese, una poderosa fortaleza emplazada a las afueras de la ciudad. Pero ni siquiera sus principales capitanes conocían sus verdaderas intenciones.
Finalmente César dispuso que sus hombres acamparan a escasos kilómetros de las puertas de Bolonia. El señor de Bolonia, Giovanni Bentivoglio, un hombre de gran corpulencia, se acercó al campamento de César cabalgando sobre un semental majestuoso. Lo seguía un soldado con su estandarte: una sierra roja sobre un fondo blanco.
Aunque gobernaba Bolonia con mano de hierro, Bentivoglio era un hombre razonable.
—César, amigo mío —dijo al tiempo que se acercaba al hijo del papa—. ¿De verdad es necesario que nos enfrentemos? Es improbable que consigáis tomar Bolonia e, incluso en el caso de conseguirlo, vuestros amigos franceses nunca os lo perdonarían. Sin duda, tiene que haber alguna manera de persuadiros para que desistáis de vuestro insensato propósito.
Tras veinte minutos de intensas negociaciones, César accedió a no atacar Bolonia. A cambio, Bentivoglio le entregaría el castillo Bolognese y aportaría hombres a las futuras campañas de los ejércitos pontificios.
Al día siguiente, los hombres de César ocuparon el castillo Bolognese, una fortaleza de poderosos muros con almacenes espaciosos que alojaban munición abundante y unas estancias inusualmente confortables tratándose de una fortaleza militar.
Satisfecho, esa noche César obsequió a sus capitanes con un espléndido cabrito asado bañado en una salsa de higos y pimientos. También se sirvió una ensalada de una lechuga roja llamada achicoria aliñada con aceite de oliva y hierbas de la región. Los capitanes cantaron, rieron y bebieron grandes cantidades de vino de Frascati.
Antes, César se había mezclado con la tropa, congratulando a sus hombres por la nueva victoria. Los hombres de César sentían un gran afecto por el hijo del papa, a quien servían con la misma fidelidad que los ciudadanos de las plazas conquistadas.
Después de la cena, César y sus capitanes se desnudaron para sumergirse en los baños termales del castillo, que estaban alimentados por un manantial subterráneo. Tras pasar unos minutos en las aguas sulfurosas, se lavaron con el agua limpia del pozo. Tan sólo César y Astorre Manfredi permanecieron unos minutos más en los baños termales.
Pasados unos minutos, César sintió una mano en la parte interior del muslo. Borracho como estaba, tardó en reaccionar mientras los dedos ascendían, acariciándolo suavemente.
Hasta que apartó la mano de Astorre.
—No comparto vuestras apetencias, Astorre —dijo sencillamente, sin aparente enojo.
—No es la lascivia lo que me impulsa a acercarme a vos —se apresuró a decir Astorre—. Estoy enamorado. No puedo esconder por más tiempo mis sentimientos.
César se incorporó contra el borde de los baños, intentando pensar con claridad.
—Astorre —dijo—, he llegado a apreciaros como a un amigo. Vuestra compañía me agrada y os admiro. Pero veo que eso no es suficiente para vos —añadió tras un breve silencio.
—No —dijo Astorre con tristeza—, no es suficiente. Os amo, igual que Alejandro Magno amaba a aquel niño persa, igual que el rey Eduardo II de Inglaterra amaba a Piers Gaveston. Y, aunque pueda parecer una locura, estoy seguro de que mi amor por vos es verdadero.
—Astorre —dijo César con calidez y firmeza al mismo tiempo—, debéis renunciar a ese amor. Conozco a muchos hombres de honor, soldados, atletas, incluso cardenales, que disfrutan con la clase de relación de la que me habláis, pero yo no soy uno de ellos. No puedo corresponder a vuestros deseos. Os ofrezco mi amistad, pero no puedo ofreceros nada más.
—Lo entiendo —dijo Astorre al tiempo que se levantaba, patentemente azorado—. Mañana mismo viajaré a Roma.
—No tenéis por qué hacerlo —dijo César—. No os desprecio porque me hayáis declarado vuestro amor.
—Debo irme —dijo Astorre—. No puedo permanecer junto a vos.
Debo aceptar lo que me habéis dicho y renunciar a mi amor por vos. Si no lo hiciera, si me engañara a mí mismo y permaneciera junto a vos, sin duda intentaría acaparar vuestra atención y, al final, sólo conseguiría que os disgustaseis conmigo. Y eso es algo que no podría soportar. No —concluyó diciendo—, debo marcharme.
Al día siguiente, tras despedirse de los capitanes, Astorre se acercó a César y le dio un sincero abrazo.
Y, sin más, montó en su caballo y cabalgó hacia Roma.
Esa misma noche, después de cenar, César se sentó a reflexionar sobre cuál debía ser su próximo paso. Una vez cumplidos todos los objetivos fijados por su padre, sabía que se acercaba el momento de regresar a Roma. Pero, al igual que sus hombres, César todavía tenía sed de conquistas. Vito Vitelli y Paolo Orsini habían intentado convencerlo de que atacara Florencia, pues Vitelli despreciaba a los florentinos y Orsini quería restaurar el poder de los Médicis, tradicionales aliados de su familia. César siempre había sentido afecto por los Médicis y, aun así, dudaba.
Amaneció y César seguía sin tomar una decisión. Posiblemente Vitelli y Orsini tuvieran razón. Posiblemente pudieran tomar Florencia y devolver el poder a los Médicis, aunque sin duda se perderían muchas vidas, pero en la práctica, atacar Florencia era lo mismo que declararle la guerra a Francia. Además, el rey de Francia nunca le permitiría conservar la ciudad toscana.
Finalmente, César decidió seguir una estrategia similar a la que tan buen resultado le había dado en Bolonia.
Así, condujo a sus hombres hacia el sur, hasta el valle del Arno, y levantó campamento a escasos kilómetros de las murallas.
El comandante de las tropas florentinas acudió a parlamentar con César. Lo seguía un pequeño contingente de soldados vestidos con armaduras. Al llegar, César observó con satisfacción cómo sus miradas se desviaban nerviosamente hacia los cañones de Vitelli. No cabía duda de que estaban dispuestos a negociar para evitar el enfrentamiento. En esta ocasión, César se contentó con un considerable pago anual, la promesa de fidelidad al sumo pontífice y el apoyo de Florencia en caso de guerra.
No fue una victoria espectacular, pero probablemente fue una decisión acertada. Había muchas otras tierras que conquistar.
Esta vez, César condujo a sus hombres hacia el suroeste, hasta la población de Piombino, al final del golfo de Génova. Incapaz de hacer frente al poderoso ejército pontificio, una nueva plaza capituló ante las tropas de Roma.
Mientras paseaba por los muelles de Piombino, César, ávido de nuevas conquistas, vio a lo lejos la silueta de la isla de Elba. ¡Con sus ricas minas de hierro, la isla sería una espléndida conquista! ¡Qué mejor colofón para su campaña! Aunque parecía un objetivo imposible para el hijo del papa, pues César no tenía experiencia naval.
Mientras consideraba distintas posibilidades, tres hombres se acercaron cabalgando hacia él. Eran su hermano Jofre, don Michelotto y Duarte Brandao.
Jofre se adelantó a sus dos compañeros para saludar a su hermano. Con su jubón de terciopelo verde y sus abigarradas calzas, parecía más corpulento que la última vez que lo había visto César. Su largo cabello rubio asomaba bajo una birreta de terciopelo verde.
—Nuestro padre te felicita por tu heroica campaña y espera con impaciencia tu regreso —le dijo a César—. Me ha pedido que te diga que añora tu presencia y que debes regresar a Roma sin más demora, pues la estrategia que has empleado en Bolonia y en Florencia ha levantado el recelo del rey de Francia —continuó diciendo—. César, nuestro padre me ha pedido que te diga que no debes volver a intentar nada parecido. Debes regresar inmediatamente a Roma.
A César le molestó que su padre se hubiera servido de su hermano menor para transmitirle su mensaje. Además, no cabía duda de que Brandao y don Michelotto habían acompañado a Jofre para asegurarse de que él cumpliera las órdenes del sumo pontífice.
Le dijo a Duarte que deseaba hablar con él en privado. Mientras paseaban por los muelles, César señaló hacia Elba, cuya silueta se distinguía perfectamente a pesar de la bruma.
—Sin duda habéis oído hablar de las minas de hierro de Elba —le dijo al consejero de su padre—. Con la riqueza que nos proporcionarían esas minas podríamos financiar una campaña para unificar toda la península. Sé que el sumo pontífice no se opondría a la conquista de Elba, pero yo no poseo ninguna experiencia naval. Y, si no la tomamos ahora, no me cabe duda de que el rey de Francia pronto añadirá esa isla a sus territorios.
Duarte permaneció en silencio mientras contemplaba el horizonte.
Después se giró hacia los ocho galeones genoveses que había amarrados en el muelle.
—Quizá pueda ayudaros —dijo finalmente—. Aunque ya hace muchos años de eso, hubo un tiempo en que yo capitaneaba armadas en grandes batallas navales.
Y, por primera vez en su vida, César creyó apreciar cierta añoranza en la mirada de Duarte. Aun así, vaciló unos instantes.
—¿En Inglaterra? —preguntó por fin. El gesto de Duarte se endureció.
—Perdonadme —se apresuró a decir César mientras rodeaba al consejero de su padre con un brazo—. No es asunto mío. Entonces, ¿me ayudaríais a conquistar Elba para mayor gloria de la Santa Iglesia de Roma?.
Ambos hombres observaron la isla en silencio. Hasta que, de repente, Duarte señaló hacia los galeones genoveses.
—Esos viejos buques nos pueden servir. Sin duda, los habitantes de la isla estarán más preocupados por los piratas que por una invasión desde tierra adentro. Habrán concentrado sus defensas (cañones, redes de hierro y buques incendiarios) en el puerto, que sin duda es donde atacarían los piratas. Seguro que podremos encontrar una bahía tranquila donde desembarcar al otro lado de la isla.
—¿Cómo transportaremos los caballos y los cañones? —preguntó César.
—No lo haremos —dijo Duarte—. Los caballos provocarían todo tipo de destrozos y, de resbalar, los cañones podrían abrir una brecha en el casco y causar el hundimiento de los buques. No, no llevaremos ni cañones ni caballos, Tendrá que bastar con la infantería —concluyó diciendo.
Tras estudiar detenidamente las cartas de navegación genovesas, todo estuvo dispuesto para partir en dos días. Los soldados de infantería subieron a los galeones y la pequeña flota navegó hacia Elba.
Pero la alegría duró poco pues el balanceo del barco no tardó en afectar a la mayoría de los soldados, que vomitaban en la cubierta, incapaces de contener las náuseas. El propio César tuvo que morderse los labios durante toda la travesía. Ante su sorpresa, el movimiento de los pesados buques no parecía afectar ni a Jofre ni a don Michelotto.
Encontraron una bahía tranquila de arenas blancas y suaves. Detrás de la playa se abría un camino que atravesaba las colinas flanqueado por arbustos gr:’sáceos y olivos de ramas retorcidas. No había nadie a la vista.
Los galeones se aproximaron todo lo posible a la orilla, pero, aunque apenas había una profundidad de dos metros, la gran mayoría de los soldados no sabían nadar. Finalmente, César ordenó que se atara un pesado cabo a la proa de cada galeón y ocho marineros nadaron hasta la orilla, donde tensaron los cabos alrededor de recios olivos.
Duarte le dijo a César que ordenase que la mitad de los hombres se atasen las armas con correas a la espalda para poder ganar la orilla. El resto de los soldados permanecería a bordo de los galeones hasta que el primer contingente hubiera sitiado la plaza.
Para doblegar la reticencia de los soldados, el propio Duarte se deslizó por la proa del buque, sujetó el cabo con las dos manos se dejó caer al agua y avanzó sujeto al cabo hasta alcanzar la orilla.
César fue el siguiente y, siguiendo su ejemplo, un soldado tras otro fueron desembarcando, pues cualquier cosa era mejor que permanecer en esos horribles buques a los que, incluso en la bahía, el mar sometía a un continuo balanceo.
Una vez a salvo en la playa, César esperó a que sus hombres se secaran antes de conducirlos por el empinado camino. Una hora después, llegaron a la cima de la colina, desde donde se divisaba la ciudad y el puerto de la isla de Elba.
Como Duarte había previsto, los inmensos cañones de hierro estaban apuntalados a la entrada del puerto, apuntando hacia el mar. Tras observar la ciudad durante una hora desde lo alto de la colina, no vieron ninguna pieza de artillería móvil, tan sólo un reducido batallón de la milicia en la plaza principal.
César ordenó a sus hombres que descendieran la colina en silencio y, cuando llegaron a las puertas de la ciudad, dio la orden de atacar.
—¡Al ataque! —gritó—. ¡Al ataque! Los soldados de infantería no tardaron en llegar hasta la plaza consistorial, donde las milicias locales apenas opusieron resistencia.
Atemorizados, los habitantes de Elba corrieron a refugiarse en sus.
casas.
Llegaron hasta la casa consistorial. César recibió a una delegación de hombres notables de Elba y, tras identificarse, les comunicó que no sufrirían ningún perjuicio por parte de sus tropas y que, desde ese momento, la isla estaba bajo el control del sumo pontífice.
A continuación, César ordenó que se encendiera una gran hoguera; la señal acordada para hacer saber a Duarte que la plaza había sido tomada y que era seguro entrar en el puerto. Los ocho galeones no tardaron en entrar en la bahía con el estandarte de César Borgia ondeando al viento.
Tras inspeccionar personalmente las minas y dejar un contingente de sus mejores hombres a cargo de la isla, César y el grueso de sus tropas volvieron a embarcar rumbo al continente.
Y así fue como, tan sólo cuatro horas después del desembarco, el capitán general de los ejércitos pontificios abandonó la isla de Elba.
Al llegar a Piombino, César, don Michelotto, Jofre y Duarte partieron al galope camino de Roma.
CAPÍTULO 25
Los cardenales Della Rovere y Ascanio Sforza se reunieron para almorzar en secreto. Sobre la mesa había una fuente con jamón curado, pimientos asados aderezados con aceite de oliva, clavo y ajo, una crujiente hogaza de pan de sémola y vino en abundancia.
Ascanio fue el primero en hablar.
—No debería haberle dado mi voto a Alejandro en el cónclave —dijo—. Aunque nadie puede poner en duda su capacidad como hombre de Estado, es un padre demasiado indulgente. A este paso, sus hijos llevarán a la Iglesia a la bancarrota. La campaña de César para someter a los caudillos de la Romaña ha dejado vacías las arcas del Vaticano y no hay reina o duquesa que goce de un vestuario más amplio y lujoso que el de su hijo Jofre.
El cardenal Della Rovere sonrió con malicia.
—Mi querido Ascanio —dijo—, no creo que me hayáis hecho llamar para hablar de los pecados de Alejandro. Además, no hay nada que podáis decirme que yo no sepa ya.
Ascanio se encogió de hombros.
—¿Qué puedo deciros? Mi sobrino Giovanni ha sido humillado por César Borgia,
Incluso mi propio hermano, Ludovico, está cautivo en una mazmorra desde que el rey de Francia se apoderó de Milán. Y ahora se dice que Alejandro ha firmado un pacto secreto con Francia y España para dividir Nápoles en dos y coronar rey a César. ¡Es intolerable!
—¿Y qué pensáis hacer al respecto? —preguntó Della Rovere. Hacía meses que Della Rovere esperaba que Ascanio se decidiera a acudir a él y, ahora, sólo debía esperar unos minutos más, pues tratándose de un acto de traición, prefería que fuera él quien llevara la iniciativa; en los tiempos que corrían toda precaución era poca.
Además, aunque los criados hubieran jurado absoluta discreción, un puñado de ducados bastaría para devolverle la vista a un ciego y el oído a un sordo, pues cuando uno es pobre, el oro hace más milagros que las oraciones.
Así, cuando Ascanio por fin se atrevió a hablar, lo hizo en un susurro apenas audible.
—Todo cambiará cuando Alejandro deje de ocupar el solio pontificio —dijo—. No hay duda de que, si se celebrara un nuevo cónclave, seríais vos el elegido.
—No hay ningún indicio de que Alejandro vaya a renunciar al solio —dijo Della Rovere tras escuchar las palabras de su compañero. Sus ojos, entrecerrados en un gesto de gran concentración, parecían dos oscuras rendijas en su pálido rostro—. Goza de buena salud y, si alguien intentara atentar contra su persona, tendría que enfrentarse a su hijo César; creo que no es necesario que os explique lo que significaría eso.
Ascanio Sforza se llevó una mano al pecho y habló con sinceridad.
—Eminencia, no malinterpretéis mis palabras. El sumo pontífice tiene numerosos enemigos que estarían encantados de acabar con su poder. En ningún momento he querido sugerir que participemos de forma directa en un acto que pueda mancillar nuestras almas. Nunca sugeriría nada que pudiera ponernos en peligro —continuó diciendo—. Sólo digo que creo que ha llegado el momento de reflexionar sobre una posible alternativa al actual sumo pontífice.
¿El papa está contantemente enfermo? ¿Quizás a causa de la ingestión de un vaso de vino, o de almejas en mal estado? —preguntó Della Rovere.
Al responder, Ascanio habló lo suficientemente alto como para que los criados pudieran oírlo.
—Sólo el Padre Celestial sabe cuando ha llegado el momento de llamar a uno de sus hijos junto a él.
Della Rovere repasó mentalmente la lista de los principales enemigos de los Borgia.
—¿Es verdad que Alejandro está planeando un encuentro con el duque de Ferrara, para convenir los esponsales de su hija Lucrecia con su hijo Alfonso? —preguntó finalmente.
—Algo he oído decir —contestó Ascanio—. De ser cierto, mi sobrino Giovanni sin duda lo sabrá, pues no hace mucho que ha estado en Ferrara. Aunque no me cabe duda de que el duque de Ferrara rechazará cualquier propuesta relacionada con la tristemente célebre Lucrecia, pues no podemos olvidar que la hija de Alejandro es un "bien usado ".
Incapaz de contener su nerviosismo, Della Rovere se levantó de su asiento.
—César Borgia se ha apoderado prácticamente de toda la Romaña —dijo—. Ferrara es el único feudo que no ha sido sometido a la autoridad de Alejandro. Si esa alianza se llevara a cabo, ninguno de nosotros estaría libre del yugo de los Borgia. Conociendo al sumo pontífice, no me cabe duda de que preferirá vencer mediante una alianza que mediante la guerra. Es evidente que pondrá todo su empeño en llevar a buen fin los nuevos esponsales de su hija. Nuestra tarea es asegurarnos de que no logre su objetivo.
Ahora que toda su familia volvía a estar en Roma, Alejandro se entregó por completo a negociar los esponsales de Lucrecia con el joven Alfonso d'Este, el futuro duque de Ferrara.
Situado entre la Romaña y Venecia, el ducado de Ferrara era un territorio de gran importancia estratégica, tanto por su emplazamiento como por sus sólidas fortificaciones y su poderoso ejército.
De ahí que, a pesar de las riquezas y el poder de los Borgia, resultara difícil concebir que los D'Este estuvieran dispuestos a entablar una alianza con una familia española recién llegada a la península. No, nadie creía que el sumo pontífice pudiera llevar su proyecto a buen fin. Nadie excepto Alejandro.
Ercole d'Este, el padre de Alfonso, era un hombre práctico y poco dado al sentimentalismo. Consciente del poder y la capacidad estratégica de César, sabía que, de no consumarse la alianza matrimonial, sus hombres deberían enfrentarse antes o después a las temibles tropas pontificias.
Una alianza con los Borgia podía convertir a un enemigo potencial en un poderoso aliado en su lucha contra los venecianos. Además, después de todo, Alejandro Borgia era el vicario de Cristo en la tierra y, como tal, el hombre más poderoso de la Iglesia. Desde luego, ésas eran razones más que suficientes para considerar la posibilidad de los esponsales, a pesar del origen español y la escasa sofisticación de los Borgia.
Y, por si todo ello no fuera suficiente, la familia D'Este debía obediencia al rey de Francia y el rey Luis le había hecho saber personalmente a Ercole que apoyaba los esponsales entre su hijo Alfonso y Lucrecia Borgia.
Así, las complejas negociaciones siguieron adelante hasta que, finalmente, llegó el momento de abordar la cuestión del dinero.
Ese día, Duarte Brandao se unió a Alejandro y a Ercole d'Este en una sesión en la que todos esperaban alcanzar un acuerdo definitivo.
Los tres hombres estaban sentados en la biblioteca de Alejandro.
—Su Santidad —comenzó diciendo Ercole—, no he podido dejar de advertir que en vuestras magníficas estancias sólo tenéis obras de Pinturicchio; ni un solo Botticelli ni un Bellini ni un Giotto. Ni tan siquiera un Perugino o una pintura de fray Filippo Lippi.
Pero Alejandro tenía sus propias ideas sobre el arte.
—Me gusta Pinturicchio —dijo—. Algún día será reconocido como el pintor más grande de nuestros tiempos.
Ercole sonrió.
Duarte creyó adivinar las intenciones de Ercole. Con sus palabras estaba recalcando la sofisticación de la familia D'Este, dejando constancia del abismo que los separaba del escaso bagaje cultural de los Borgia.
—Quizá tengáis razón, excelencia —intervino astutamente el consejero de Alejandro—. Las plazas que hemos conquistado en la Romaña contienen numerosas obras de los artistas que habéis mencionado. César deseaba traerlas al Vaticano, pero Su Santidad se opuso. Todavía albergo la esperanza de poder convencer al sumo pontífice del valor de esas obras, pues evidentemente enaltecerían el Vaticano. De hecho, no hace mucho que hablábamos de la colección de arte del duque, sin duda la más valiosa de toda nuestra península, y de cómo aumenta el prestigio y la riqueza de Ferrara, pues no todo son monedas.
Ercole dudó unos instantes, antes de abordar la cuestión a la que Duarte apuntaba con sus palabras.
—Bueno —dijo finalmente—, quizá haya llegado el momento de hablar sobre la dote.
—¿En qué cifra habéis pensado, Ercole? —preguntó Alejandro, incapaz de contener su ansiedad.
—Creo que trescientos mil ducados sería una suma adecuada, Su Santidad —sugirió el duque de Ferrara.
Alejandro, que pensaba iniciar la puja con treinta mil ducados, estuvo a punto de atragantarse con el vino.
—¿Trescientos mil ducados?.
—Una cifra inferior sería una afrenta para mi familia —intervino con presteza Ercole—. No debemos olvidar que mi hijo Alfonso es un apuesto joven con un futuro extraordinario. Como sin duda sabréis, son muchas las familias que desearían desposar a sus hijas con el futuro duque de Ferrara.
Durante la siguiente hora, ambas partes presentaron todo tipo de argumentos sobre las excelencias de su oferta, hasta que, finalmente, cuando Alejandro se negó rotundamente a pagar la suma solicitada por Ercole, éste se levantó y amenazó con marcharse.
Alejandro le planteó una oferta intermedia. Ercole rechazó la oferta del Santo Padre. Entonces fue Alejandro quien hizo ademán de retirarse, aunque no tardó en dejarse convencer por el duque de Ferrara de la necesidad de llegar a un acuerdo satisfactorio para ambos.
Finalmente, el duque de Ferrara aceptó doscientos mil ducados, dote que Alejandro seguía considerando desorbitada. Además, Ercole insistió en que se suprimiera el impuesto que Ferrara pagaba anualmente a la Iglesia.
Y así fue como finalmente se selló el pacto para celebrar los esponsales más grandiosos que se presenciaron en toda la década.
Una de las primeras cosas que hizo César al regresar a Roma fue preguntar a Alejandro sobre su prisionera, Caterina Sforza. Al parecer, la Loba había intentando escapar del palacio de Belvedere, tras lo cual había sido trasladada al castillo de Sant'Angelo, un lugar más seguro, aunque sin duda mucho menos confortable.
César acudió inmediatamente a visitarla.
El castillo de Sant’Angelo era una gran fortaleza circular. Aunque el piso superior disponía de estancias lujosamente decoradas, Caterina Sforza estaba retenida en una de las celdas de las mazmorras que ocupaban los enormes sótanos de la fortaleza. César ordenó que condujeran a la prisionera a las estancias del piso superior, donde la recibió en un magnífico salón de audiencias. Tras meses enteros sin ver la luz del sol, Caterina apenas era capaz de abrir los ojos. Aun así, todavía estaba hermosa.
César la saludó afectuosamente y se inclinó para besar su mano.
—Amiga mía —dijo con una amplia sonrisa—, veo que sois aún más imprudente de lo que había imaginado. ¿Dispongo que os alojéis en uno de los palacios más elegantes de toda Roma y vos me recompensáis intentando escapar? Esperaba un comportamiento más juicioso por vuestra parte. Me habéis decepcionado.
—Sin duda, sabíais que lo intentaría —dijo ella sin dejar traslucir el menor sentimiento.
—En efecto, debo admitir que pensé en ello —dijo César—. Pero teniendo en cuenta vuestra inteligencia, supuse que preferiríais vivir en la comodidad de un palacio que en una lúgubre mazmorra.
—Por muchos lujos que tenga, un palacio no deja de ser una prisión —dijo ella con frialdad.
A César le agradaba ver que la Loba no había perdido su espíritu guerrero.
—Pero, decidme, ¿qué habéis pensado hacer? —le preguntó a su prisionera—. Pues, sin duda, no desearéis pasar el resto de vuestros días en una oscura mazmorra.
—¿Qué alternativa me proponéis? —preguntó ella con ademán desafiante.
—Sólo tenéis que firmar un documento renunciando a cualquier derecho, presente o futuro, sobre los feudos de Imola y Forli —dijo César—. Daré orden de que seáis liberada de inmediato y podréis acudir libremente al lugar que deseéis.
Caterina sonrió con astucia.
—Puedo firmar los documentos que deseéis —dijo—, pero ¿de verdad creéis que eso evitará que intente recuperar lo que en justicia me pertenece?.
—Puede que otra persona menos noble lo hiciera —replicó César—, pero me cuesta creer que vos estuvierais dispuesta a firmar algo que no creéis poder cumplir. Por supuesto, siempre podría ocurrir, pero en ese caso tendríamos el documento que demostraría que somos los legítimos dueños de esos territorios.
—¿De verdad lo creéis? —preguntó ella con una carcajada—. Me cuesta creer que eso sea todo. Sin duda hay algo que me ocultáis.
César sonrió.
—La verdad es que se trata de una cuestión sentimental —dijo—. Nada tiene que ver con el buen juicio. Simplemente me disgusta pensar que una criatura tan bella como vos pueda pasar el resto de sus días pudriéndose en una mazmorra; sería una verdadera lástima.
Aunque Caterina encontraba la compañía de César estimulante, no estaba dispuesta a permitir que sus sentimientos interfiriesen en su decisión, tenia un secreto que incluía al hijo del hijo del papa, aunque no sabía si le convendría compartirlo con él.
Necesitaba tiempo para tomar esa decisión.
—Volved mañana —dijo finalmente—. Pensaré en lo que me habéis propuesto.
Al día siguiente, César envió a unas criadas para que asearan y peinaran a Caterina antes de volver a reunirse con ella.
Cuando Caterina entró en la sala de audiencias del castillo de Sant' Angelo, César se acercó a ella para recibirla; esta vez, en vez de retroceder, la Loba acudió a su encuentro. César la cogió de la cintura y la besó apasionadamente al tiempo que la tumbaba sobre un diván. Pero cuando ella apartó el rostro, él no la forzó.
—He decidido aceptar vuestra oferta —dijo mientras deslizaba sus dedos por el cabello de César—, aunque, sin duda, os dirán que no debéis confiar en mi palabra.
César la miró con afecto.
—Me lo han dicho en muchas ocasiones —dijo—. Debéis saber que, si de mis capitanes dependiera, ya haría mucho tiempo que estaríais flotando muerta en las aguas del Tíber. Pero, decidme —preguntó tras un breve silencio mientras cogía la mano de Caterina—, ¿adónde iréis?.
—A Florencia —contestó ella—. Ya que no puedo regresar a Imola ni a Forli, iré a Florencia. Cualquier cosa antes que convivir con mis parientes milaneses. Florencia al menos es un lugar interesante. Y, quién sabe, hasta puede que encuentre un nuevo esposo. ¡Que Dios lo acoja en su seno!
—Quienquiera que sea, sin duda será un hombre afortunado —dijo César con una agradable sonrisa—. Os haré llegar los documentos esta misma noche, y mañana mismo podréis partir. Por supuesto, contaréis con una escolta digna de vuestra condición.
Se levantó para marcharse, pero al llegar a la puerta del salón, pareció dudar. Finalmente, se volvió hacia su prisionera.
—Cuidaos, Caterina —dijo.
—Y vos también —dijo ella.
Cuando César se marchó, la Loba sintió una tristeza que hacía tiempo que no recordaba. En ese momento supo que nunca volvería a verlo y que él nunca entendería que los documentos que iba a firmar no tenían ningún valor, pues llevaba en su vientre un hijo de César y, como madre de su legítimo heredero, algún día los territorios de Imola y Faenza volverían a pertenecerle.
Filofila escribía los versos más ultrajantes de Roma, Bajo el mecenazgo secreto del cardenal Orsini, quien le pagaba generosamente, la pluma de Filofila era capaz de atribuir los crímenes más groseros a los hombres más santos, aunque cuando más disfrutaba era cuando atacaba a hombres de infame comportamiento, siempre, claro está, que pertenecieran a la más alta jerarquía. Y su pluma tampoco temblaba cuando se trataba de vilipendiar a ciudades enteras.
Florencia, sin ir más lejos, era una ramera de grandes senos, una ciudad llena de hombres ricos y grandes artistas, pero sin recios guerreros, Los florentinos eran avaros prestamistas, cómplices de los turcos y experimentados sodomitas. Además, con la virtud de una prostituta, Florencia flirteaba con las potencias extranjeras en vez de emparejarse con sus ciudades hermanas.
Venecia, por supuesto, era la ciudad de los secretos, la sigilosa e implacable ciudad de los dux, quienes no dudaban en comerciar con la sangre de sus ciudadanos para enriquecerse. Venecia era la mezquina ciudad en la que un hombre podía perder la vida por decirle a un extranjero el precio de la seda en Extremo Oriente. Venecia era una gran serpiente, siempre al acecho de cualquier negocio lucrativo, una ciudad sin artistas ni artesanos, sin grandes libros, sin bibliotecas, una ciudad ciega a la luz de la verdad, una ciudad experta en traiciones.
Nápoles era la ciudad de la sífilis. Milán, siempre experta en calumnias, se había vendido al rey francés.
Pero el blanco predilecto de Filofila era la familia Borgia. Componía versos de exquisita elocuencia sobre las orgías que se celebraban en el Vaticano y sobre los asesinatos cometidos por los hermanos Borgia, y su prosa nunca era tan poderosa como cuando denunciaba la simonía de la que se había servido Alejandro para ocupar el solio pontificio o la concupiscencia que le había proporcionado veinte hijos naturales destinados a una nueva cruzada a sufragar las campañas de su hijo César, a quien incluso había tenido la osadía de convertir en el nuevo señor de la Romaña.
Y, todo ello, ¿con qué objetivo? Para mantener a su familia, a sus hijos bastardos, a sus meretrices, para financiar sus orgías... Y por si yacer incestuosamente con su hija no fuera suficiente, había enseñado a Lucrecia a envenenar a sus rivales del consistorio cardenalicio y la había vendido repetidas veces en matrimonio, como si de una simple mercancía se tratase, para forjar alianzas con poderosas familias de la nobleza; aunque su propio hermano, César, se hubiera encargado de dar fin a sus últimos esponsales.
La pluma de Filofila nunca era más afilada que cuando dedicaba sus versos a César Borgia. Recreándose en cada detalle, describía cómo César llevaba esas horribles máscaras para esconder su rostro desfigurado por las supurantes pústulas de la sífilis. Decía de él que había engañado tanto al rey de Francia como al de España, al tiempo que traicionaba a las ciudades de Italia. Decía que, además de con su propia hermana, cometía incesto con su cuñada. Decía que César había convertido a uno de sus hermanos en un cornudo y al otro en un cadáver. Decía que disfrutaba violando a mujeres y que la única diplomacia que conocía era el asesinato.
Pero ahora que se aproximaban los esponsales de Lucrecia con Alfonso d'Este, Filofila cargó todas sus iras contra la hija del sumo pontífice. Acusó a Lucrecia de haber yacido con su padre y con su hermano y de tener relaciones sexuales con perros, con monos y con mulas; de que, en una ocasión, al ser descubierta por uno de sus criados, lo había envenenado para que no pudiera revelar su secreto. Y, ahora, incapaz de soportar por más tiempo la vergüenza de tener una hija así, Alejandro la había vendido a los D'Este para consolidar la alianza con la ilustre familia de Ferrara.
Sí, realmente, Filofila se había superado a sí mismo con sus versos sobre Lucrecia. De hecho, su éxito fue tal, que fueron copiados y pegados en los muros de Roma y el poeta no tardó en recibir encargos de Florencia y de ricos mercaderes venecianos.
Dos cuervos que dibujaba al final de cada verso graznándose entre sí bastaban para que todo el mundo identificara sus versos.
Esa tarde, el poeta se vistió con sus mejores ropas, dispuesto a reunirse con su mecenas, el cardenal Orsini, que le había proporcionado una pequeña casa erigida en los jardines de su palacio; como todos los hombres poderosos, el cardenal vivía rodeado de familiares y fieles servidores que acudirían en su defensa si fuera necesario, y Filofila era tan diestro en el manejo de la daga como lo era con la pluma.
Al oír las pisadas de unos caballos, Filofila se asomó a la ventana.
Una docena de hombres armados se acercaban a su casa.
Todos llevaban armadura, excepto el hombre que iba en cabeza, que vestía completamente de negro. El jubón, las calzas, los guantes, el sombrero... Incluso la máscara era negra. Filofila reconoció inmediatamente a César Borgia, que se acercaba a su casa con una mano en la empuñadura de su espada.
Unos segundos después, observó con alivio cómo un grupo de soldados de Orsini se acercaba andando a los jinetes. Ignorándolos, César se bajó de su montura y caminó hacia la casa de Filofila. El poeta salió a encontrarse con él; era la primera vez que se veían cara a cara.
Le sorprendió la altura y la corpulencia de César.
—Maestro, he venido a ayudaros con vuestras rimas —dijo César con exagerada cortesía—. Aunque, pensándolo bien, aquí hay demasiada gente para trabajar. Será mejor que me acompañéis a un lugar más tranquilo.
Filofila correspondió a las palabras de César con una respetuosa inclinación de cabeza.
—Mucho me temo que no me va a ser posible, excelencia, pues mí señor, el cardenal Orsini, me espera —dijo—. Pero estaré encantado de acompañaros en cualquier otra ocasión.
Sin perder un solo instante, César cogió a Filofila de la cintura, lo levantó en el aire y lo arrojó sobre su caballo como si de un muñeco de trapo se tratara. Después montó en el caballo y estrelló su puño contra el rostro del poeta. Sólo fue un golpe, pero bastó para dejar inconsciente a Filofila.
Cuando recobró el sentido, Filofila vio unas rugosas vigas de madera y una pared cubierta de trofeos de caza: jabalíes, osos, bueyes... Pensó que debía de estar en un pabellón de caza.
Al girar la cabeza y ver al hombre que había a su lado, tan sólo el pánico le impidió gritar. Don Michelotto, el famoso estrangulador, estaba afilando un largo estilete.
—Debéis saber que la guardia del cardenal Orsini castigará a cualquier hombre que se atreva a hacerme daño —dijo el poeta cuando consiguió reunir el valor necesario para hablar.
Don Michelotto continuó afilando el estilete en silencio.
—Supongo que intentaréis estrangularme... —dijo Filofila con voz temblorosa.
Esta vez, Michelotto sí le contestó.
—No —dijo—. Sería una muerte demasiado rápida para un hombre tan cruel como vos. Ya que queréis saberlo, os diré lo que voy a hacer —continuó diciendo—. Primero os cortaré la lengua, después las orejas y la nariz y los genitales y, por supuesto, los dedos, uno por uno. Después, si me siento compasivo, puede que os haga el favor de estrangularos.
Al día siguiente, alguien arrojó un gran fardo empapado de sangre por encima de los muros del palacio Orsini. El soldado de la guardia que lo abrió, no pudo contener una arcada. Dentro estaba el cuerpo mutilado de Filofila; sus genitales, su lengua, sus dedos, su nariz y sus orejas estaban envueltos cuidadosamente en distintos versos del poeta.
En Roma, nunca más volvió a saberse de Filofila; se rumoreaba que había viajado a Alemania por problemas de salud.
CAPÍTULO 26
Aquella primavera, el campo resplandecía especialmente hermoso en "Lago de Plata". César y Lucrecia estaban paseando junto a la orilla. Ella llevaba una capa bordada con piedras preciosas. Él iba vestido de terciopelo negro y llevaba un sombrero con bellas plumas. Habían viajado a ese lugar donde siempre habían sido dichosos, pues no había mejor sitio donde compartir el escaso tiempo que les quedaba antes de que Lucrecia se desposara por tercera vez.
El cabello de César brillaba con destellos cobrizos y, a pesar de su máscara negra, su sonrisa delataba el placer que sentía al poder estar junto a su hermana.
—La semana que viene serás una D'Este —bromeó César—. Formarás parte de una familia "distinguida"
—Siempre seré una Borgia, César —dijo Lucrecia—. Y no debes sentir celos, pues sé que nunca amaré a mi nuevo esposo. Sólo es una alianza política. Además, tengo entendido que Alfonso siente tan poco entusiasmo ante la idea de desposarme como el que siento yo ante la perspectiva de ser su esposa. Aun así, ambos somos hijos de nuestros padres y les debemos obediencia.
César miró con ternura a su hermana.
Este matrimonio te permitirá dedicarte a las actividades que más te complacen, pues Ferrara es célebre por su arte y su cultura. Allí serás feliz. Además, para mí es una suerte que Ferrara se encuentre junto a mis dominios de la Romaña y que el rey Luis controle al duque con mano firme.
—¿Te asegurarás de que no les falte nada a mis hijos en Roma? No soporto la idea de tener que separarme de ellos, aunque sólo sea durante una temporada, mientras me establezco en Ferrara. Cuida bien de ellos y deja que sientan el calor de tus brazos. ¿Me prometes que los tratarás a los dos por igual?.
—Sabes que lo haré —la tranquilizó él—, pues uno de ellos tiene más de mí y el otro más de ti. ¿Cómo no iba a quererlos siendo así?.
Lucrecia continuó diciendo tras un breve silencio—, sí nuestro padre no te hubiera prometido con Alfonso D'Este, ¿habrías pasado el resto de tu vida llorando la muerte de tu esposo en Nepi?
—He reflexionado cuidadosamente antes de dar mi consentimiento —dijo ella—. Si no hubiera deseado complacer los deseos de nuestro padre, habría sido fácil refugiarme en un convento. Pero he aprendido a gobernar y creo sinceramente que encontraré mi destino en mi nuevo hogar. Además, también tenía que pensar en mis hijos y en ti y, desde luego, un convento no hubiera sido el mejor lugar para educar a dos niños.
César miró a su hermana con admiración.
—¿Acaso hay algo que no hayas considerado? ¿Existe algo a lo que no seas capaz de adaptarte con gracia e inteligencia?.
Una sombra de tristeza cruzó el rostro de Lucrecia cuando dijo:
—La verdad es que hay un pequeño problema para el que no soy capaz de encontrar una solución y, aunque se trata de algo insignificante comparado con todo lo demás, no puedo negar que me provoca gran turbación.
—¿Es preciso que te torture para que me digas de qué se trata? —bromeó César—. ¿o me lo dirás voluntariamente y permitirás que te ayude?.
Lucrecia inclinó la cabeza.
—No sé cómo llamar a mi futuro esposo —dijo finalmente—. No puedo llamarlo Alfonso sin que mi corazón se estremezca, pero no sé de qué otro modo puedo dirigirme a él.
Ese es un problema que puedo resolver por mi hermana —dijo César con evidente regocijo—. Tengo la respuesta a tus súplicas. Simplemente llámalo esposo. Sí se lo dices con ternura la primera vez que compartas lecho con él, estoy seguro de que lo tomará como un apelativo cariñoso.
Caminaron hasta el final del viejo muelle, donde solían bañarse cuando eran niños mientras su padre los vigilaba desde la orilla. César recordó la dicha y la seguridad que sentía entonces; era como si nada malo pudiera ocurrirles mientras su padre estuviera presente.
Ahora, después de tantos años, César y Lucrecia volvieron a sentarse en ese mismo muelle y miraron las ondas que se formaban en la superficie del lago, reflejando el sol de la tarde como si de un millón de pequeños diamantes se tratara. Lucrecia se apoyó contra el cuerpo de César y él la rodeó con sus brazos.
—He oído lo que le ha ocurrido al poeta Filofila —dijo ella.
—¿Y? —preguntó César sin demostrar ningún sentimiento—. ¿No irás a decirme que lamentas su muerte? Te aseguro que no le tenía ningún aprecio a la vida; de lo contrario, nunca hubiese escrito esos versos.
Lucrecia se giró y acarició el rostro de su hermano.
—Lo sé, César —dijo—. Lo sé. Y supongo que debería agradecerte todo lo que haces para protegerme. No, no es el poeta quien me preocupa, eres tú. Es tu comportamiento, la facilidad con la que eres capaz de matar a un hombre. ¿No te preocupa la salvación de tu alma?.
—Si Dios es tal como lo describe nuestro padre, entonces no es contrario a la muerte, pues ¿acaso no bendice las guerras santas? —razonó César—. "No matarás", dicen los Mandamientos, pero lo que realmente quiso decir el Señor es que matar se convierte en un pecado cuando no existe una causa honorable y justa para hacerlo. ¿o acaso es un pecado ahorcar a un asesino?.
—¿Y si lo fuera? —preguntó ella al tiempo que se separaba de César para poder mirarlo a los ojos—. ¿Quiénes somos nosotros para decidir lo que es justo y honorable? Para los infieles es justo y honorable matar a los cristianos, pero para los cristianos lo honorable es matar a los infieles.
Como había hecho tantas veces a lo largo de su vida, César miró a Lucrecia con admiración.
—Entonces habrá más muertes... —dijo Lucrecia y, al hacerlo, sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Sin duda las habrá —dijo él—, pues a menudo es necesario acabar con la vida de un hombre para obtener un bien mayor.
Entonces, César le contó a su hermana cómo había ordenado ahorcar a los tres soldados que habían robado a un carnicero en Cesena.
Lucrecia tardó en responder.
—Me preocupa que puedas usar ese "bien mayor" como excusa para deshacerte de hombres cuya presencia interfiere en tus planes o simplemente te resulta molesta —dijo finalmente.
César se levantó y contempló las aguas del lago durante unos segundos.
—Realmente es una suerte que no seas un hombre, Lucrecia, pues tus dudas te impedirían tomar las decisiones necesarias.
—Sin duda tienes razón, César, aunque no estoy segura de que eso fuera malo —dijo ella pensativamente y, de repente, se dio cuenta de que ya no estaba segura de poder reconocer el mal, sobre todo si éste se escondía en los corazones de aquellos a quienes amaba.
Cuando el sol empezó a teñir de rosa las aguas plateadas del lago, Lucrecia tomó la mano de su hermano y lo condujo hasta el viejo pabellón de caza. César encendió un fuego y ambos hermanos se tumbaron desnudos sobre la suave alfombra de pieles blancas. César observó la plenitud de los senos de Lucrecia mientras palpaba su suave vientre, maravillado ante la mujer en la que se había convertido su hermana.
—Por favor, quítate la máscara —dijo ella con ternura—. Quiero verte cuando te bese.
De repente, la sonrisa se borró de los labios de César.
—No podría soportar que tus ojos me mirasen con lástima —dijo él al tiempo que bajaba la cabeza—. Puede que ésta sea la última vez que hagamos el amor, querida hermana, y no podría soportar el recuerdo de tu mirada.
Hemos jugado juntos desde que éramos niños. Te he visto brillar con tanta belleza que he tenido que bajar la mirada para no delatar el amor que sentía por ti, y también te he visto sufrir y la tristeza de tu mirada ha llenado mis ojos de lágrimas. Y te aseguro que unas cicatrices en el rostro nunca podrán cambiar el amor que siento por ti.
Entonces se inclinó sobre su hermano y al posar los labios sobre la boca de César su cuerpo se estremeció, lleno de deseo.
—Sólo quiero tocarte —dijo—. Deseo ver cómo tus párpados se entornan con placer. Deseo deslizar suavemente mis dedos por tu rostro. No quiero barreras entre nosotros, hermano mío, mi amante, mi mejor amigo, porque, desde esta noche, todo lo que queda de mi pasión vivirá en ti.
Lentamente, César se quitó la máscara.
Una semana después, Lucrecia se desposó por poderes en Roma. junto a los documentos oficiales, Alfonso d'Este había enviado un pequeño retrato que mostraba a un hombre alto y de mirada severa que no carecía de cierto atractivo. Vestía como un hombre de Estado, con un traje oscuro lleno de medallas. Bajo su nariz larga y afilada lucía un bigote que parecía hacerle cosquillas en el labio superior, y llevaba el cabello perfectamente peinado. Lucrecia no podía imaginarse a sí misma haciendo el amor con ese hombre.
Tras la ceremonia, viajaría a Ferrara, donde viviría con su nuevo esposo. Pero antes debían celebrarse los festejos en Roma y en esta ocasión serían más costosos incluso que los que habían tenido lugar para celebrar los dos primeros esponsales de la hija del papa. De hecho, serían los festejos más extravagantes que los ciudadanos de Roma recordarían haber visto jamás.
El sumo pontífice parecía dispuesto a vaciar las arcas del Vaticano. Las familias nobles de Roma recibieron generosas retribuciones para compensar los costos de las fiestas y la ornamentación de sus palacios y se decretó que todos los trabajadores de la ciudad disfrutaran de una semana de descanso. Se celebrarían desfiles y espectaculares comitivas recorrerían las calles de Roma. Y, por supuesto, también se encenderían hogueras frente al Vaticano y los principales palacios de la ciudad, incluido el de Santa Maria in Portico, donde ardería la más grande de todas ellas.
Una vez firmado el contrato, Alejandro bendijo a su hija, que llevaba un velo de hilo de oro con pequeñas piedras preciosas. Después, Lucrecia salió al balcón del Vaticano y arrojó el velo a la multitud que se había reunido en la plaza. Lo cogió un bufón que se puso a saltar y a correr por la plaza mientras gritaba una y otra vez: "¡Larga vida a la duquesa de Ferrara! ¡Larga vida al papa Alejandro"
A continuación, César demostró su condición de gran jinete encabezando las tropas pontificias en un gran desfile por las calles de Roma.
Por la noche, en un banquete al que sólo asistió la familia y los amigos más cercanos de los Borgia, Lucrecia representó una danza española para su padre. Alejandro observaba a su hija con evidente orgullo mientras acompañaba la música con palmas. A la derecha del sumo pontífice, César disfrutaba de la danza con el rostro cubierto por una máscara carnavalesca de oro y perlas. A su izquierda estaba Jofre.
De repente, Alejandro, ataviado con sus más lujosos ropajes, se incorporó y, ante el deleite de los presentes, se acercó a su hija.
—¿Honrarías a tu padre con un baile? —le preguntó a Lucrecia con una magnífica sonrisa.
Lucrecia hizo una reverencia y cogió la mano que le ofrecía su padre. Los músicos volvieron a tocar. Alejandro rodeó a su hija por la cintura y empezaron a bailar. Lucrecia se sentía feliz, Su padre la dirigía con firmeza y suavidad. Viendo su radiante sonrisa, Lucrecia recordó aquella ocasión en la que, cuando era una niña, había colocado sus pequeños pies enfundados en zapatillas de raso rosa sobre los de su padre y habían bailado deslizándose de un lado a otro de la estancia. De niña, Lucrecia había amado a su padre más que a la propia vida. De niña, su vida había sido como un sueño donde todo era posible, donde la palabra sacrificio todavía no tenía significado.
Al levantar la cabeza que apoyaba en el hombro de su padre, vio a su hermano César detrás de él.
Alejandro, sorprendido, se dio la vuelta. Al ver a su hijo, sonrió.
—Por supuesto, hijo mío. Pero en vez de soltar la mano de su hija y entregársela a César, Alejandro se volvió hacia los músicos y les pidió que tocaran una melodía ligera y alegre.
Sujetando la mano de cada hijo en una de las suyas, con una amplia sonrisa en los labios, el sumo pontífice empezó a bailar, dando una vuelta tras otra, arrastrando con una increíble energía a César y a Lucrecia con él.
Contagiados de la felicidad del Santo Padre, los asistentes acompañaron la música con palmas y alegres risas y, poco a poco, fueron uniéndose al baile, hasta que el salón se llenó de hombres y mujeres que danzaban jovialmente.
Tan sólo hubo una persona que no se unió al baile; Jofre, el hijo menor de Alejandro, que permanecía de pie observando la escena con gesto adusto.
Cuando faltaban pocos días para que Lucrecia partiera hacia Ferrara, Alejandro celebró una fiesta para hombres a la que invitó a los más notorios de Roma. Decenas de bailarinas amenizaban la velada con sus danzas y había mesas de juego repartidas a lo largo y ancho del salón.
Alejandro, César y Jofre presidían la mesa principal, a la que también estaban sentados el duque de Ferrara, Ercole d'Este, y sus dos jóvenes sobrinos. Alfonso d'Este, el novio, había permanecido en Ferrara para gobernar la ciudad en ausencia de su padre.
Se sirvieron todo tipo de suculentos platos y el vino corrió copiosamente, contribuyendo al buen ánimo y la jovialidad de los asistentes.
Cuando los criados retiraron los platos, Jofre, que había bebido más de lo recomendable, se incorporó y levantó su copa en un brindis.
—En nombre del rey Federico de Nápoles y de su familia, y en honor de mi nueva familia, los D'Este, tengo el gusto de ofreceros una sorpresa que tengo preparada... Alejandro y César se miraron sorprendidos por el anuncio y avergonzados por el presuntuoso comportamiento de Jofre al referirse a los D'Este como su "nueva familia". ¿En qué consistiría la sorpresa de Jofre? Los huéspedes miraban a su alrededor con evidente expectación.
Las grandes puertas de madera se abrieron y entraron cuatro lacayos que, en completo silencio, esparcieron castañas de oro por el suelo de la estancia.
Al darse cuenta de lo que se trataba, César miró a su padre.
—No, Jofre. ¡No lo hagas! —exclamó, pero ya era demasiado tarde.
Acompañado del sonido de trompetas, Jofre abrió una puerta lateral del salón, dando paso a veinte cortesanas desnudas con el cabello suelto y la piel untada con aceites. Cada una de ellas llevaba una pequeña bolsa de seda colgando de una cinta que rodeaba sus caderas.
—Lo que veis en el suelo son castañas de oro macizo —explicó Jofre, luchando por mantener el equilibrio—. Estas bellas señoritas estarán encantadas de ponerse a cuatro patas para que podáis disfrutar de ellas. Será una nueva experiencia... Al menos para algunos.
Los invitados rieron a carcajadas. César y Alejandro se levantaron, intentando detener la obscena exhibición antes de que fuera demasiado tarde.
—Caballeros, podéis montar a estas yeguas tantas veces como deseéis —continuó diciendo Jofre, a pesar de las señas que le hacían su padre y su hermano—. Pero siempre debéis hacerlo de pie y por detrás. Por cada monta que realicéis con éxito, vuestra dama recogerá una castaña de oro del suelo y la depositará en su bolsa. Huelga decir que las damas se quedarán con todas las castañas que recojan como obsequio por su generosidad.
Las cortesanas empezaron a agacharse, agitando sensualmente los traseros desnudos ante los comensales.
Ercole d'Este observaba la vulgar escena con incredulidad. Cada vez parecía más pálido.
Y, aun así, los nobles romanos fueron levantándose y, uno a uno, se acercaron a las cortesanas y acariciaron lujuriosamente sus curvas femeninas antes de montarlas, se sentía avergonzado ante tan grotesco espectáculo. Además, estaba convencido de que eso era exactamente lo que pretendía el rey de Nápoles al mandar esas treinta cortesanas, pues sin duda debía tratarse de una advertencia del rey Federico.
El sumo pontífice se volvió hacia Ercole d'Este, y le pidió disculpas por tan bochornoso espectáculo.
El duque de Ferrara se limitó a negar con la cabeza mientras se decía a sí mismo que, si no fuera porque ya se habían celebrado, cancelaría inmediatamente los esponsales y renunciaría a los doscientos mil ducados. Incluso estaría dispuesto a enfrentarse a los ejércitos de Francia y de Roma. Desgraciadamente, su hijo ya había desposado a Lucrecia y él ya había invertido el dinero de la dote, por lo que se limitó a abandonar el salón mientras les susurraba a sus sobrinos:
—Los Borgia no son mejores que unos simples campesinos. Esa misma noche, César recibió una noticia todavía más preocupante. El cuerpo de Astorre Manfredi había sido encontrado flotando en el Tiber. Dado que César le había ofrecido un salvoconducto después de la toma de Faenza, su muerte podría hacer pensar que el hijo del papa Alejandro había roto su palabra. Una vez más, César se convertiría en sospechoso de haber cometido un asesinato. Desde luego, podría haber matado a Astorre si hubiera deseado hacerlo, pero ése no era el caso. Ahora debía averiguar quién lo había hecho y por qué.
Dos días después, Alejandro se despidió de su hija en el salón del Vaticano que se conocía como la sala del Papagayo. A Lucrecia le apenaba tener que volver a separarse de su padre. El sumo pontífice intentaba mostrarse jovial, ocultando sus verdaderos sentimientos, pues sabía cuánto iba a añorar la presencia de su amada hija.
—Si alguna vez estás triste, envíame un mensaje —le dijo—. Me valdré de toda mi influencia para arreglar la situación. No te preocupes por los niños. Adriana cuidará de ellos.
—Estoy asustada, padre —dijo ella—.
—En cuanto te conozcan, aprenderán a amarte como te amamos nosotros —la tranquilizó Alejandro—. Si me necesitas, sólo tienes que pensar en mí. Yo sabré que lo estás haciendo, igual que lo sabrás tú cada vez que yo piense en ti. Y, ahora, vete, porque resultaría indecoroso que el sumo pontífice derramara lágrimas ante la marcha de su hija —concluyó diciendo tras besarla en la frente.
Alejandro observó cómo su hija salía del palacio desde el balcón.
—No permitas que tu ánimo decaiga —gritó al tiempo que agitaba una mano en señal de despedida—. Recuerda que cualquier deseo que tengas ya te ha sido concedido.
Montando un caballo español con la silla y las bridas tachonadas en oro, Lucrecia partió hacia Ferrara acompañada por un séquito de más de mil personas. Los miembros de la nobleza, suntuosamente ataviados, viajaban a caballo o en elegantes carruajes, mientras que los criados, los músicos, los juglares, los bufones y el resto del séquito lo hacían en rústicos carros, a lomos de burros o incluso a pie.
La comitiva se detuvo en cada una de las plazas que César había conquistado en la Romaña, donde Lucrecia era recibida por niños que corrían a su encuentro vestidos de púrpura y amarillo: los colores de César. Y, en cada plaza, Lucrecia tenía la oportunidad de bañarse y lavarse el cabello antes de acudir a los bailes y los banquetes que se celebraban en su honor.
Así transcurrió un mes antes de que la lujosa comitiva llegara a Ferrara tras dejar vacías las arcas de más de un anfitrión.
Ercole d'Este, el duque de Ferrara, era célebre por su avaricia. Así, a nadie le sorprendió que, a los pocos días de la llegada de su nuera, mandara de vuelta a Roma a su numeroso séquito; Lucrecia incluso se vio obligada a luchar por conservar a su lado a los criados que consideraba más indispensables.
Por si eso fuera poco, cuando el séquito se disponía a abandonar la ciudad, Ercole le ofreció a Lucrecia una contundente demostración de cómo se hacían las cosas en Ferrara.
Le mostró una mancha marrón que había en el suelo.
—Uno de mis antecesores decapitó aquí a su esposa y a su hijastro al descubrir que eran amantes —dijo con una desagradable risotada—. Ésta es la mancha de su sangre.
Lucrecia sintió un escalofrío.
Lucrecia se quedó encinta a los pocos meses de llegar a Ferrara. En el castillo, la noticia fue acogida con júbilo, pues el ducado pronto tendría un nuevo heredero. Desgraciadamente, el verano fue muy húmedo y con los abundantes mosquitos también llegó el paludismo. Lucrecia cayó enferma.
Alfonso d'Este envió un mensajero al sumo pontífice comunicándole que su esposa tenía fiebre y sufría temblores y sudores fríos. También le decía que Lucrecia había caído en un grave delirio y que lo comprendería si el Santo Padre estimaba conveniente enviar a su médico personal para atenderla.
Alejandro y César ni tan siquiera eran capaces de concebir que pudiera ocurrirle algo a Lucrecia. La idea de que pudieran haberla envenenado los horrorizaba. De ahí que Alejandro enviara instrucciones escritas de su puño y letra indicando que su hija tan sólo debía ser tratada por el médico que él enviaba.
Disfrazado de moro, con la tez oscurecida y una chilaba, César partió inmediatamente hacia Ferrara junto al médico de su padre.
Cuando llegaron al castillo, tanto Ercole como Alfonso permanecieron en sus aposentos mientras un lacayo conducía a los recién llegados hasta la cámara de Lucrecia.
Lucrecia estaba pálida y la fiebre había agrietado sus labios. Además, sufría dolores de vientre, pues, al parecer, llevaba dos semanas vomitando prácticamente a diario. Al reconocer a su hermano, intentó saludarlo, pero su voz era tan ronca, tan débil, que César no pudo comprender lo que decía.
Cuando el lacayo abandonó la cámara, César se inclinó para besar a su hermana.
Estás un poco pálida esta noche. ¿Acaso te es esquivo el amor? Lucrecia sonrió pero, aunque intentó acariciar el rostro de su hermano, ni siquiera tenía fuerzas para levantar el brazo.
Tras examinarla, el médico le dijo a César que su estado era crítico. César se acercó al lavamanos, se despojó de la chilaba y se lavó la cara. Después llamó al lacayo y le ordenó que fuera en busca del duque.
Ercole d'Este no tardó en llegar. Parecía alarmado.
—¡César Borgia! —exclamó apenas sin aliento—. ¿Qué hacéis vos en Ferrara?.
—He venido a visitar a mi hermana —contestó César escuetamente—. Pero, por lo que veo, mi visita no es de vuestro agrado. ¿Acaso hay algo que no deseáis que sepa?.
—No, por supuesto que no —se apresuró a decir Ercole—, Simplemente... me ha sorprendido veros.
—No debéis preocuparos, mi querido duque —dijo César—. No permaneceré mucho tiempo en Ferrara; tan sólo el necesario para entregaros un mensaje y cuidar de mi hermana.
—Os escucho —dijo el duque, entrecerrando los ojos, en un gesto que reflejaba más temor que desconfianza.
César se acercó a Ercole y apoyó la mano en la empuñadura de su espada en un ademán que daba a entender que estaba dispuesto a luchar con quien osara enfrentarse a él. Pero cuando habló, su voz sólo transmitía frialdad.
—No hay nada que el sumo pontífice y yo deseemos más que una pronta recuperación de Lucrecia, pero debéis saber que, si mi hermana muere, os haremos responsables de ello. ¿Me he expresado con suficiente claridad?.
—¿Acaso me estáis amenazando? —se defendió Ercole.
—Llamadlo como queráis —dijo César con mayor serenidad de la que sentía realmente—, pero rezad para que mi hermana no muera, pues os aseguro que, si eso sucede, no morirá sola.
César permaneció varios días en Ferrara. El médico personal de su padre había decidido que Lucrecia debía ser sangrada, pero ella se oponía.
—No quiero que me sangre —protestaba, sacudiendo la cabeza con las escasas energías que le quedaban.
César se sentó junto a ella y la abrazó, intentando tranquilizarla, convenciéndola de que fuera valiente.
—Debes vivir por mí —le dijo—, pues tú eres la única razón por la que vivo yo.
Finalmente, Lucrecia apretó el rostro contra el pecho de César para no ver lo que le iban a hacer. El médico le practicó varios cortes, primero en el tobillo y después en el empeine, hasta que estuvo satisfecho con la cantidad de sangre que manaba de las heridas.
Antes de marcharse, César le prometió a su hermana que regresaría pronto a verla, pues iba a establecerse en Cesena, a tan sólo unas horas de Ferrara.
Lentamente, Lucrecia fue recuperándose. La fiebre había remitido y ella cada vez permanecía despierta más tiempo. Aunque había perdido al hijo que llevaba en las entrañas, poco a poco iba recuperando la salud y la vitalidad.
Sólo lloraba al hijo que había perdido cuando estaba sola en su alcoba, en el silencio de la noche, pues la vida le había enseñado que el tiempo dedicado a llorar la pérdida de un ser querido era un tiempo baldío, y ya había habido demasiado dolor en su vida. Para sacarle el mayor partido a aquello que tenía, para hacer todo el bien que estuviera en sus manos, debía centrarse en aquello que todavía podía hacer, no en aquello que ya nunca podría cambiar.
Al cumplirse un año de su llegada a Ferrara, Lucrecia ya había empezado a ganarse el cariño y el respeto de sus súbditos y de esa extraña y poderosa familia con la que vivía: los D'Este.
El viejo duque Ercole había sido el primero en apreciar su inteligencia, como demostraba el hecho de que, a medida que fueron pasando los meses, empezó a valorar sus consejos incluso más que los de sus propios hijos. Y así fue como Lucrecia empezó a tomar importantes decisiones y a encargarse de tareas relacionadas con el gobierno de sus súbditos.
CAPÍTULO 27
Jofre y Sancha yacían profundamente dormidos en sus aposentos del Vaticano cuando, de repente y sin dar ningún tipo de explicación, unos soldados de la guardia pontificia entraron en su alcoba y se llevaron a Sancha. Ella se resistía, enfurecida.
—¿Qué significa esto? —gritó Jofre—. ¿Sabe mi padre lo que está ocurriendo?.
—Cumplimos órdenes del sumo pontífice —dijo un joven teniente. Jofre se apresuró a acudir a los aposentos privados de su padre, donde encontró a Alejandro sentado frente a su escritorio.
—¿Qué significa esto, padre? —preguntó.
Alejandro levantó los ojos y contestó a su hijo con patente mal humor:
—Podría decirte que la causa es la moral relajada de tu esposa, pues con esa mujer cerca nadie puede estar a salvo, o que lo he hecho por tu incapacidad para dominar su genio —dijo—. Pero la verdad es que la razón es otra muy distinta. Por mucho que lo he intentado, no consigo hacer entrar en razón al rey Federico, que además cuenta con el apoyo del rey Fernando de España. Nápoles es vital para los intereses de la monarquía francesa y el rey Luis ha solicitado mi intervención.
—¿Qué tiene que ver Sancha con todo eso? —preguntó Jofre—. No es más que una muchacha inocente.
—¡Por favor, Jofre! No te comportes como un eunuco sin cabeza —exclamó el Santo Padre con impaciencia—. Lo que está en juego es el futuro de tu hermano. Para sobrevivir, debemos cuidar nuestras alianzas. Y, en este momento, el rey de Francia es nuestro principal aliado.
—Padre —dijo Jofre con la mirada encendida—, no puedo permitir que mi esposa sea ultrajada, pues Sancha nunca podría amar a un hombre que permitiera que la encierren en una mazmorra.
—Espero que tu querida esposa le haga llegar un mensaje a su tío, el rey Federico, pidiéndole su auxilio —dijo Alejandro.
Jofre tuvo que bajar la mirada para que su padre no viera el odio que reflejaba su rostro.
—Padre —dijo finalmente—, sólo voy a pediros esto una vez, como hijo vuestro que soy. Dejad en libertad a Sancha, pues, si no lo hacéis, será el final de mi matrimonio. Y eso es algo que no estoy dispuesto a permitir.
Alejandro miró, sorprendido, a su hijo. ¿Cómo osaba hablarle así? Su esposa sólo había causado problemas desde el primer día y Jofre nunca había sido capaz de controlar su comportamiento. ¿Y ahora se atrevía a decirle a su padre, al Santo Padre, cómo debía gobernar la Iglesia de Roma? Alejandro nunca hubiera creído capaz a Jofre de semejante insolencia.
Pero la voz del sumo pontífice no dejó traslucir ninguna emoción cuando volvió a dirigirse a su hijo.
—Te perdono tu insolencia porque eres mi hijo —dijo—. Pero si alguna vez vuelves a hablarme así, sea cual sea la razón, te juro que haré clavar tu cabeza en una pica por hereje. ¿Lo has entendido?.
Jofre respiró profundamente.
—¿Cuánto tiempo tendréis encerrada a mi esposa? —preguntó.
—Pregúntaselo al rey de Nápoles —contestó Alejandro con impaciencia—. Todo depende de él. Tu esposa será liberada en el momento que su tío acepte que es Luis quien debe llevar la corona de Nápoles sobre su cabeza.
Jofre se dio la vuelta para marcharse.
—Desde hoy serás custodiado día y noche —añadió el sumo pontífice cuando su hijo estaba a punto de abandonar la estancia—. Así te evitaré cualquier posible tentación.
—¿Podré verla?.
—Me sorprende que me hagas esa pregunta —dijo Alejandro al cabo de unos segundos—. ¿Qué clase de padre sería si impidiese que mi hijo viera a su esposa? ¿Acaso piensas que soy un monstruo?.
Al volver a sus aposentos, Jofre no pudo contener las lágrimas, pues esa noche no sólo había perdido a su esposa, sino también a su padre.
Llevaron a Sancha al castillo de Sant'Angelo y la encerraron en las mazmorras. Desde su celda, la joven napolitana podía oír los llantos, los gemidos, los gritos desesperados y los obscenos insultos de quienes compartían su triste destino.
Quienes la reconocieron se burlaron de ella y aquellos que no sabían quién era se preguntaron cómo una joven distinguida podría haber llegado a una situación así.
Sancha estaba furiosa. Esta vez, Alejandro había ido demasiado lejos. Al dar la orden de encerrarla, el sumo pontífice había sellado su destino, pues ella misma se aseguraría de que fuera privado del solio pontificio. Así, Sancha juró que si era necesario daría la vida para conseguir su objetivo.
Cuando Jofre llegó a las mazmorras de Sant'Angelo, Sancha había volcado el catre, esparciendo la paja por el suelo de la celda. Además, había arrojado el agua, el vino y la comida que le habían llevado contra la pequeña puerta de madera.
Pero al ver a su esposo, corrió hacia él y lo abrazó con fuerza.
—Tienes que ayudarme —le rogó—. Si me amas, ayúdame a hacerle llegar un mensaje a mi tío. Tiene que saber lo que ha ocurrido.
—Te ayudaré —dijo Jofre, sorprendido por el recibimiento que le había dispensado Sancha. La abrazó con ternura y pasó los dedos entre su largo cabello—. Haré algo más que eso. Y, mientras tanto, estaré contigo en esta celda todo el tiempo que lo desees.
Jofre levantó el catre del suelo y los dos se sentaron. Él la rodeó con un brazo, intentando consolarla.
—¿Puedes conseguir papel? —preguntó ella—. Es importante que mi tío reciba el mensaje lo antes posible.
—Lo conseguiré y me aseguraré de que tu tío reciba el mensaje, pues no puedo soportar estar alejado de ti.
Sancha sonrió.
—Somos como una sola persona —dijo él—. El daño que te hagan a ti también me lo hacen a mí.
—Sé que odiar es un pecado —dijo ella al cabo de unos segundos—, pero estoy dispuesta a mancillar mi alma por el odio que siento hacia tu padre. Me da igual que sea el sumo pontífice; a mis ojos no es más que un ángel caído.
Jofre no defendió a su padre.
—Escribiré a César —dijo—. Estoy seguro de que nos ayudará cuando regrese a Roma.
—En el pasado nunca lo ha hecho —dijo ella sin ocultar su hostilidad—. ¿Por qué piensas que iba a hacerlo ahora?.
—Tengo mis razones —dijo él—. Confío en que él pueda sacarte de este infierno.
Al despedirse, Jofre besó a su esposa largamente. Pero aquella misma noche, cuando Jofre se marchó, los guardias de Sant'Arigelo entraron en la celda de Sancha y la violaron. A pesar de su resistencia, le arrancaron la ropa y la forzaron de uno en uno, pues una vez que había sido encerrada entre ladrones y prostitutas, Sancha dejaba de estar bajo la protección del sumo pontífice, por lo que los guardias no temían sufrir ninguna represalia por sus actos.
A la mañana siguiente, cuando Jofre llegó a Sant'Angelo, Sancha estaba vestida y aseada, pero no pronunciaba palabra. Daba igual lo que Jofre dijera, ella no le contestaba. Y, lo que era peor, esa intensa luz que siempre había brillado en sus ojos había desaparecido de su mirada, que ahora era turbia, gris, como si estuviera clavada en algún punto indefinido de la eternidad.
Aunque César Borgia ya controlara la Romaña, todavía quedaban ciudades por conquistar para llegar a realizar su sueño de unificar toda Italia. Estaba Camerino, gobernada por la familia Varano, y estaba Urbino, gobernada por el duque Guido Feltra; aunque Urbino parecía una plaza demasiado poderosa para que los ejércitos de César pudieran tomarla. Precisamente por eso deseaba conquistarla. Por eso y porque bloqueaba su salida al Adriático, cortando el paso entre los territorios de Pesaro y Rimini y el resto de las posesiones de César.
La campaña de César continuaba... El primer objetivo fue Camerino. Un ejército marcharía hacia el norte desde Roma para reunirse con las tropas al mando de uno de los capitanes españoles de César.
Pero, para lograr su objetivo, César requería la colaboración de Guido Feltra, pues la artillería de Vito Vitelli necesitaba atravesar sus territorios, y de todos era conocido el escaso afecto que Feltra sentía por los Borgia.
Sin embargo, la inteligencia de Guido nunca estuvo a la altura de su reputación como condotiero. Así, para evitar un enfrentamiento inmediato, y ocultando su intención de apoyar a Alessio Verano en la defensa de Camerino, Feltra le concedió permiso a César para atravesar sus territorios.
Desgraciadamente para el duque, los espías de César no tardaron en descubrir sus verdaderas intenciones y, antes de que Feltra pudiera reaccionar, la poderosa artillería de Vito Vitelli se reunió con las tropas romanas de César y las tropas lidereadas por el capitán español y, juntas, se dirigieron a Urbino.
La visión de los poderosos ejércitos pontificios lidereados por César cabalgando sobre un magnífico corcel con su armadura negra bastó para que Guido Feltra, temiendo por su vida, huyera de la plaza.
Y así, ante el asombro, no sólo de los gobernantes de Italia, sino los de toda Europa, Urbino, que hasta entonces era considerada una plaza inexpugnable, se rindió ante las tropas de César Borgia.
A continuación, César avanzó hasta Camerino que, sin la ayuda de Guido Feltra, se rindió sin apenas ofrecer resistencia.
Ahora que tanto Urbino como Camerino habían caído en manos de los ejércitos pontificios, ya nada parecía poder detener a César; pronto, el sumo pontífice regiría el destino de toda la península.
Aquella tarde de verano, el sol parecía un humeante disco rojo dispuesto a derretir la ciudad de Florencia.
Las ventanas del palacio de la Signoria permanecían abiertas de par en par, invitando a una brisa inexistente, aunque tan sólo las moscas entraban en la sofocante sala. Sudorosos e inquietos, los miembros de la Signoria se mostraban impacientes por comenzar la sesión, pues cuanto antes lo hicieran antes podrían regresar a sus casas, donde los esperaba un refrescante baño y una copa de vino frío.
El principal asunto que había que tratar era el informe de Nicolás Maquiavelo, que acababa de volver del Vaticano, adonde había sido enviado por la Signoria para recabar información sobre la situación. De sus palabras podía depender el futuro de Florencia, pues César Borgia ya se había atrevido a sitiar Florencia durante su última campaña militar y, ahora, los principales hombres de Florencia temían que la próxima vez no resultara tan fácil satisfacer sus pretensiones.
Maquiavelo se levantó para dirigirse a los miembros de la Signoria. A pesar del calor, llevaba un jubón de seda gris perla y un inmaculado blusón blanco.
—Ilustres señores, es por todos conocido que Urbino se ha rendido a César Borgia —empezó diciendo con dramatismo y elocuencia—. Algunos dicen que la maniobra de los ejércitos pontificios fue un acto de traición, pero, de ser así, fue una traición correspondida, pues el duque estaba conspirando en contra de los Borgia y ellos se limitaron a corresponder ese engaño. Yo diría que se trata de un claro ejemplo de frodi onorevoli, o fraude honorable —continuó diciendo mientras se paseaba frente a su distinguida audiencia—. Y yo pregunto: ¿en qué posición se encuentra ahora César Borgia? Su ejército es poderoso y disciplinado. Además, sus hombres le son leales. Yo aún diría más, lo adoran, como pueden corroborar los súbditos de cualquiera de las plazas que ha conquistado. César Borgia se ha apoderado de toda la Romaña y ahora también domina Urbino. Hizo temblar a la mismísima Bolonia y, a decir verdad, también a nosotros. —Con un gesto grandilocuente, Maquiavelo se llevó una mano a la frente, subrayando la gravedad de lo que iba a decir a continuación—. Y, lo que es peor, —dijo con énfasis—. Es cierto que el monarca francés receló de los Borgia durante la rebelión de Arezzo y que expresó su malestar cuando los ejércitos pontificios amenazaron primero Bolonia y después nuestra ilustre ciudad. —Maquiavelo guardó silencio durante unos segundos—. Pero no debemos olvidar que el rey Luis todavía requiere el apoyo del sumo pontífice para negociar con España y con Nápoles. Y, teniendo en cuenta la fuerza y el poderío que han demostrado las tropas de César Borgia, no es de extrañar que el monarca francés no desee enfrentarse a Roma. Pero, ahora, quisiera compartir cierta información que poseo —dijo Maquiavelo bajando repentinamente el tono de voz—
César ha visitado en secreto al rey de Francia. Ha acudido a su presencia solo, sin hacerse acompañar ni tan siquiera por una pequeña escolta, y le ha ofrecido sus disculpas por lo sucedido en Arezzo. Al ponerse en manos del rey Luis, César ha acabado con cualquier posible tensión que pudiera existir entre Francia y el papado. Por eso, creo poder decir, sin riesgo a equivocarme, que, si César decidiera atacar Bolonia, el rey Luis lo apoyaría. No puedo saber lo que ocurriría si su osadía llegara al extremo de atacar Florencia.
Uno de los miembros de la Signoria se incorporó, sudoroso.
—¿Estáis sugiriendo que nada detendrá a César Borgia? —preguntó mientras se secaba el ceño con un pañuelo de lino—. Oyendo vuestras palabras, parecería que lo más aconsejable sería huir de la ciudad y refugiarnos en nuestras villas de las montañas.
—No creo que la situación sea tan trágica, señoría —dijo Maquiavelo con voz tranquilizadora—. Al fin y al cabo, no debemos olvidar que nuestra relación con César Borgia es amistosa y que el hijo del sumo pontífice siente un sincero aprecio por nuestra bella ciudad. Pero existe otro factor que debemos tener en cuenta, pues se trata de algo que podría cambiar el equilibrio de la presente situación —continuó diciendo tras una breve pausa—. César ha desafiado, incluso ha humillado, expulsándolos de sus territorios, a algunos de los hombres más poderosos de nuestra península. Aunque sus tropas le sean leales, y que, como acabo de decir, sus soldados lo adoren, no estoy tan seguro de la lealtad de sus condotieros; al fin y al cabo, no hay que olvidar que se trata de hombres violentos y ambiciosos cuyas lealtades son impredecibles. Pues la verdad es que, al convertirse él ahora en el hombre más poderoso, César Borgia se ha creado una interminable lista de enemigos.
La conspiración empezó a gestarse en Magtoni, una fortaleza perteneciente a los Orsini. Giovanni Bentivoglio, de Bolonia, estaba decidido a encabezar la conjura, Era un hombre corpulento, de cabello fuerte y rizado y toscas facciones, que gozaba de una gran capacidad de persuasión y siempre parecía presto a sonreír. Pero Giovanni también tenía un lado oscuro. Cuando todavía era un adolescente había formado parte de un grupo de bandoleros que habían dado muerte a cientos de hombres. Pero, con el tiempo, había llegado a convertirse en un gobernador justo; hasta que la humillación sufrida a manos de César Borgia hizo renacer sus instintos más sangrientos.
Poco tiempo después del primer encuentro, Bentivoglio reunió a los conspiradores en su castillo de Bolonia.
Estaba presente Guido Feltra, el ultrajado duque de Urbino, bajo y fornido, que hablaba prácticamente en un susurro, de tal manera que era necesario inclinarse hacia él para escuchar lo que decía, aunque todo el mundo sabía que, tratándose de Feltra, cada frase contendría una amenaza.
También habían acudido dos de los principales condotieros del ejército de César: Paolo y Franco Orsini. Paolo era un demente, mientras que Franco, prefecto de Roma y duque de Gravina, era un hombre de edad avanzada que se había ganado la reputación de ser un soldado despiadado al exhibir la cabeza de uno de sus adversarios clavada en la punta de su lanza durante varios días después de haberle dado muerte. Los Orsini siempre se habían mostrado deseosos de acabar con el poder de los Borgia.
Pero más sorprendente aún era la presencia de dos de los capitanes que más fielmente habían servido a César: Oliver da Fermo y, sobre todo, Vito Vitelli, quien, enfurecido, se había unido a los conspiradores tras obligarlo César a renunciar a los territorios de Arezzo. Y, lo que era aún más importante, además de estar al frente de una parte vital de los ejércitos pontificios, Vitelli se encontraba lo suficientemente cerca de cesar como para que este compartiera con el todos sus planes.
Y así fue como los conspiradores forjaron su estrategia. Lo primero que debían hacer era conseguir nuevos aliados. Una vez que hubieran reunido suficientes hombres, decidirían dónde y cuándo atacarían a César. Todo hacía pensar que los días de César Borgia estaban contados.
Ajeno al peligro que corría, César se encontraba en Urbino, sentado ante la chimenea de los aposentos que aún no hacía mucho que había convertido en suyos, disfrutando de una copa del excelente oporto de las bodegas de Guido Feltra cuando su ayuda de cámara le comunicó que un caballero deseaba verlo. Al parecer, había cabalgado sin descanso desde Florencia para comunicarle algo de suma importancia. Su nombre era Nicolás Maquiavelo.
Maquiavelo fue conducido inmediatamente a los aposentos de César. Mientras se despojaba de su amplia capa de color gris, César observó que el florentino tenía el semblante pálido, parecía agotado. Le indicó que se sentara y le ofreció una copa de oporto.
—Decidme, amigo mío, ¿a qué debo el honor de vuestra visita en la oscuridad de la noche? —preguntó César con una sonrisa cordial.
El rostro de Maquiavelo reflejaba inquietud.
—Debéis saber que Florencia ha sido invitada a participar en una conspiración de gran envergadura contra vuestra persona —dijo Maquiavelo sin más preámbulos—. Algunos de vuestros mejores capitanes forman parte de la conspiración. Quizá sospechéis de alguno de ellos, pero sin duda os sorprenderá saber que el propio Vito Vitelli se ha unido a los traidores.
César permaneció en silencio mientras el eminente florentino le daba los nombres de los conspiradores.
—¿Por qué me habéis hecho partícipe de la conspiración? —preguntó César sin dejar traslucir ni la sorpresa ni la indignación que sentía—. ¿Acaso no sería más beneficioso para Florencia que los conspiradores tuvieran éxito?.
—La Signoria de Florencia ha debatido largamente sobre esta cuestión —contestó Maquiavelo con sinceridad—. ¿Acaso son los conspiradores menos peligrosos que los Borgia? No ha sido fácil, pero, finalmente, el Consejo de los Diez ha decidido apoyaros.
"Al fin y al cabo, vos sois una persona razonable y también lo son vuestros objetivos; al menos aquellos que habéis confesado públicamente. Además, todo hace pensar que no deseáis enemistaros con el rey Luis, lo cual sin duda ocurriría si intentaseis tomar Florencia y así se lo hice saber a los miembros de la Signoria.
"Tampoco debemos olvidar que los conspiradores no son precisamente personas en cuyas buenas intenciones se pueda confiar —continuó diciendo Maquiavelo tras una breve pausa—. Paolo Orsini es un demente y de todos es sabido que los Orsini odian a los actuales gobernantes de Florencia. Vito Vitelli no sólo odia a los gobernantes, sino a la propia ciudad y todo aquello que Florencia representa.
"Y, por si eso no fuera razón suficiente, sabemos que Orsini y Vitelli intentaron convenceros para que atacaseis Florencia. También sabemos que vos os negasteis. Desde luego, esa muestra de lealtad ha sido determinante en la decisión del Consejo de los Diez.
"Pero eso no es todo. Si la conspiración triunfara, si los conspiradores acabaran con vuestra vida, después depondrían a vuestro padre y un cardenal de su elección ocuparía el solio pontificio. Y si llegara a ocurrir algo así, tengo la absoluta seguridad de que los conspiradores no dudarían en atacar Florencia; incluso es posible que saquearan nuestra hermosa ciudad.
"Por último, he hecho saber a los miembros de la Signoria que, antes o después, vos descubriríais la conspiración, pues esos hombres son incapaces de mantener un secreto, y, con vuestra célebre capacidad para la estrategia, sofocaríais la conjura. Así que propuse que fuéramos nosotros quienes os advirtiéramos del peligro —dijo finalmente—. A cambio, no me cabe duda de que vos nos corresponderéis con vuestra buena voluntad.
César no pudo contener una sonora carcajada. Se acercó al florentino y le dio una palmada en la espalda.
—Verdaderamente, sois increíble, Maquiavelo. Simplemente increíble. Vuestra sinceridad es asombrosa, y vuestro cinismo, una verdadera delicia.
Consciente de lo delicado de la situación, César actuó con presteza. Trasladó a sus hombres más leales a las principales fortalezas de la Romaña y envió delegados que cabalgaron día y noche por toda Italia en busca de nuevos condotieros para reemplazar a aquellos que lo habían traicionado; necesitaba capitanes experimentados y mercenarios cualificados que, de ser posible, contaran con sus propias piezas de artillería. Además, César movilizó la célebre infantería de Val di Lamone, que gozaba de merecida fama en toda Italia y cuyos territorios, próximos a Faenza, habían sido gobernados de forma justa y equitativa desde que habían pasado a manos de César. Por último, César envió una misiva al rey Luis con la esperanza de que éste le proporcionara tropas francesas.
Esa misma semana, Maquiavelo envió su informe por escrito al Consejo de los Diez: "Existe la firme convicción de que el rey de Francia ayudará al capitán general de los ejércitos pontificios enviándole hombres y, sin duda, el sumo pontífice se encargará de suministrarle el dinero que pueda necesitar. La tardanza de sus enemigos a la hora de actuar ha concedido ventaja a César Borgia, pues ha tenido tiempo para abastecer las principales plazas de la Romaña y reforzarlas con importantes guarniciones."
Los conspiradores no tardarían en comprobar lo acertado de las palabras de Maquiavelo. Y, así, la conjura se deshizo cuando apenas había comenzado.
Bentivoglio fue el primero en solicitar el perdón de César y jurarle lealtad. Al poco tiempo, Orsini le manifestó sus deseos de paz, y le aseguró que si los demás conspiradores insistían en su actitud, él no los apoyaría. Guido Feltra fue el único que no se acercó a César.
Uno a uno, César se reunió con los miembros de la conjura y les aseguró que no tomaría ninguna represalia contra ellos. Su única exigencia era que le devolvieran de forma inmediata las plazas de Carnerino y Urbino, que habían sido ocupadas por los ejércitos conspiradores. Bentivoglio podría seguir gobernando Bolonia, ya que el sumo pontífice estaba dispuesto a renunciar a esa plaza, complaciendo así los deseos del rey Luis. A cambio, Bentivoglio proveería a César con una campaña militar. En cuanto a los condotieros, Orsini, Vitelli, Gravina y Da Fermo fueron perdonados y volvieron a ocupar sus puestos bajo las órdenes de César.
La paz volvía a reinar. Así, cuando llegaron las tropas francesas que el rey Luis había enviado en apoyo de César, éste las envió de vuelta a Francia con su más sincero agradecimiento para el monarca francés.
Sin embargo, en Roma, y sin que César lo supiera, el sumo pontífice ya había tomado sus propias medidas para proteger a su hijo. Alejandro sabía que Franco y Paolo Orsini no podrían recibir su justo castigo mientras el cardenal Antonio Orsini estuviera vivo, pues, como patriarca de la familia, la venganza del cardenal sería terrible y Alejandro no estaba dispuesto a perder otro hijo.
Así, el sumo pontífice invitó al cardenal al Vaticano con el pretexto de hablar con él sobre la posibilidad de concederle un nombramiento eclesiástico a uno de sus sobrinos.
Antonio Orsini acogió la invitación con recelo, aunque la aceptó con aparente humildad y agradecimiento.
Alejandro lo recibió en sus aposentos privados y lo obsequió con una opípara cena acompañada por abundantes y excelentes vinos. Hablaron sobre diversas cuestiones políticas y bromearon sobre algunas cortesanas que habían compartido; alguien que no los conociera nunca habría sospechado lo que escondían los corazones de aquellos dos hombres de la Iglesia.
El cardenal Orsini, siempre cauteloso cuando de los Borgia se trataba, fingió un supuesto malestar para no beber vino, pues temía ser envenenado; el agua era transparente, por lo que no podía esconder ninguna intención turbia. Sin embargo, al ver que así lo hacía su anfitrión, comió con apetito.
Y, aun así, al poco tiempo de concluir la cena, el cardenal Orsini sintió un fuerte malestar. Se llevó las manos al estómago, deslizándose en su asiento hasta caer al suelo.
—No lo entiendo —dijo apenas en un susurro— No he bebido vino.
—Pero habéis comido la tinta de los calamares —replicó Alejandro, desvelando sus dudas.
Aquella misma noche, los soldados de la guardia pontificia transportaron el cuerpo del cardenal Orsini hasta el panteón de su familia, y al día siguiente, el propio Alejandro ofició el funeral, pidiendo al Padre Celestial que acogiera al cardenal en su reino celestial.
No habían transcurrido dos días, cuando el Santo Padre ordenó confiscar todos los bienes del difunto cardenal, incluido su palacio; después de todo, siempre eran necesarios nuevos fondos para sufragar las conquistas de César. Cuando los soldados de la guardia de Alejandro encontraron a la anciana madre de Orsini llorando la muerte de su hijo en sus aposentos, la expulsaron del palacio.
—Pero necesito a mis criados —exclamó ella.
Asustada, tropezó y cayó al suelo, pero ninguno de los soldados la ayudó a levantarse. Se limitaron a expulsar también a los criados.
Aquella noche nevó. El viento era terrible, pero nadie ofreció cobijo a la anciana, pues temían enojar al Santo Padre.
Dos días después, el sumo pontífice ofició un nuevo funeral en el Vaticano; esta vez por el alma de la madre del cardenal Orsini, que había sido encontrada muerta hecha ovillo en un portal, con su bastón pegado por el hielo a su mano marchita.
En diciembre, de camino a Senigallia, César se detuvo en Cesena para hacer algunas averiguaciones sobre Ramiro da Lorca, de cuyo gobierno no parecían estar satisfechos los súbditos de César.
Al llegar, convocó una vista pública en la plaza principal para que Da Lorca pudiera defenderse.
—Se os acusa de haber empleado una crueldad extrema contra el pueblo de Cesena. ¿Qué tenéis que decir en vuestra defensa?.
Una gran melena pelirroja rodeaba la cabeza de Da Lorca como un halo de fuego. El gobernante de Cesena frunció sus gruesos labios.
—No creo que haya sido excesivamente cruel, excelencia —dijo con humildad es que nadie me escucha y mis órdenes no son obedecidas.
—¿Es verdad que ordenasteis quemar vivo a un paje en la hoguera?
—Tenía razones para hacerlo —dijo Da Lorca al cabo de unos segundos.
—Me gustaría que me las explicaseis —dijo César al tiempo que apoyaba la mano en la empuñadura de su espada.
—Ese paje era un descarado. Además de un torpe —respondió Da Lorca.
—¿Y eso os parece razón suficiente para enviar a alguien a la hoguera?.
César sabía que Da Lorca había participado en la fallida conspiración contra él, pero, ahora, lo que más le importaba era el bienestar de sus súbditos, pues una crueldad injustificada en el gobierno podría minar el poder de los Borgia en la Romaña. Da Lorca debía ser castigado.
Ordenó que fuera encerrado en las mazmorras de la fortaleza e hizo llamar a Zappitto, a quien nombró nuevo gobernador de Cesena tras darle una bolsa llena de ducados y órdenes muy concretas.
Ante la sorpresa de todos, Zappitto puso en libertad al despiadado Da Lorca en cuanto César abandonó Cesena. Aun así, el pueblo se sentía feliz, pues Zappitto era un gobernante clemente.
La mañana del día de Navidad, el caballo de Ramiro da Lorca apareció en el mercado con el cuerpo sin cabeza de su amo atado a la silla.
Y, entonces, todo el mundo pensó que hubiera sido mejor para él permanecer cautivo en las mazmorras.
César preparó el ataque contra Senigallia. Hacía tiempo que deseaba tomar esa plaza portuaria del Adriático gobernada por la familia Della Rovere. Avanzó con sus fieles tropas hasta la costa, donde se reunió con los antiguos conspiradores al frente de sus propios ejércitos. Tanto quienes se habían mantenido fieles a él como los condotieros que habían formado parte de la conspiración parecían satisfechos de volver a luchar en el mismo bando.
el capitán de la fortaleza, insistió en que sólo se entregaría a César en persona.
César dispuso que sus tropas más leales se desplegaran alrededor de la plaza, mientras que las que habían formado parte de la conspiración esperaban un poco más alejadas. Siguiendo sus instrucciones, sus más fieles capitanes se reunieron con él a las puertas de las murallas. Paolo y Franco Orsini, Oliver Da Fermo y Vito Vitelli formaban parte del grupo.
Y, así, cruzaron las murallas, dispuestos a reunirse con Andrea Doria para acordar las condiciones de la rendición.
Al entrar en la ciudadela, cuando las enormes puertas se cerraron ruidosamente tras ellos, César rió.
—Parece que Doria no está dispuesto a correr el riesgo de que nuestros hombres saqueen la ciudad mientras negociamos la rendición —comentó a sus capitanes.
Una vez en el palacio, fueron conducidos hasta un gran salón octogonal con las paredes de color melocotón. El salón tenía cuatro puertas y en el centro había una gran mesa rodeada de sillas de terciopelo, también de color melocotón.
César se dirigió al centro de la sala y se despojó de su espada, dando a entender que se trataba de un encuentro pacífico. Sus capitanes siguieron su ejemplo mientras esperaban la llegada de Andrea Doria. Vitelli era el único al que parecía preocupar que las puertas de la ciudadela se hubieran cerrado a su paso, separándolo así del grueso de sus tropas.
César les indicó que tomaran asiento.
—Senigallia siempre ha sido un puerto célebre —dijo a sus capitanes—, pero estoy convencido de que, a partir de hoy, lo será aún más. Vuestro comportamiento merece una recompensa y, sin duda, la tendréis —continuó diciendo—. De hecho tengo la firme intención de no demorarla por más tiempo.
Y, de repente, dos docenas de soldados armados irrumpieron en el salón por cada una de las cuatro puertas. Un minuto después, Paolo y Franco Orsini, Oliver da Fermo y Vito Vitelli habían sido atados a sus asientos.
Estoy seguro de que él os dará la recompensa que merecéis. Don Michelotto, que había entrado con los soldados, se acercó a los conspiradores y, tras sendas reverencias, cogió la soga que le ofreció un lacayo y, ante la mirada aterrorizada de los traidores, fue estrangulándolos uno a uno.
A su regreso a Roma, César fue recibido como un héroe a las puertas de la ciudad. Desde que había conquistado la Romaña, el hijo del sumo pontífice se mostraba más satisfecho, más dispuesto a sonreír.
La dicha de Alejandro no era menor, pues, pronto, todas las ciudades de la península estarían bajo su poder.
Cuando se reunieron en sus aposentos privados, Alejandro le hizo saber a César su intención de coronarlo rey de la Romaña o incluso de cederle el solio pontificio, Pero antes era preciso conquistar la Toscana, algo a lo que, hasta entonces, Alejandro se había mostrado reacio.
Esa noche, mientras César descansaba en sus aposentos, disfrutando de los recuerdos de sus victorias, un criado le entregó un cofre con una nota de Isabel d'Este, la hermana del duque de Urbino, a quien César había privado de sus posesiones.
Al tomar Urbino, César había recibido un primer mensaje de Isabel, en el que le pedía que le devolviera dos esculturas que, al parecer, tenían un gran valor sentimental para ella. Una era un Cupido; la otra, una imagen de Venus. Dado que Isabel era la nueva cuñada de Lucrecia, César había accedido a sus ruegos y le había hecho llegar ambas esculturas.
Ahora, Isabel le agradecía su gesto y le pedía que, a cambio, aceptara el modesto obsequio que le había enviado.
César abrió el gran cofre envuelto con cintas de seda y lazos dorados con el nerviosismo de un niño que abre un regalo el día de su cumpleaños. Quitó el envoltorio cuidadosamente y, al abrir el cofre y retirar el pergamino que cubría el contenido, descubrió cien máscaras. Había máscaras de carnaval de oro y piedras preciosas, máscaras de seda púrpura y amarilla, misteriosas máscaras negras y plateadas, máscaras con rostros de santos y con forma de dragón y de demonio..
feliz ante cada nueva imagen que se reflejaba ante sus ojos.
Un mes después, César y Alejandro estaban en los aposentos del sumo pontífice, esperando a Duarte, que acababa de regresar de Florencia y Venecia.
Mientras aguardaban la llegada del consejero, Alejandro, entusiasmado, le explicó a César sus planes para embellecer el Vaticano.
—Aunque no ha resultado fácil, finalmente he convencido a Miguel Ángel para que diseñe los planos para la nueva basílica de San Pedro —dijo Alejandro—. Quiero que sea un templo sin igual, una basílica capaz de reflejar toda la gloria de la cristiandad.
—No conozco su trabajo como arquitecto —dijo César—, pero el Cupido que adquirí no deja lugar a dudas; Miguel Ángel es un artista extraordinario.
Duarte entró en la habitación, se inclinó ante el sumo pontífice y le besó el anillo.
—¿Habéis averiguado la identidad de esos canallas de Venecia? —preguntó César—. ¿Qué noticias traéis de Florencia? Supongo que dirán que soy un despiadado asesino después de lo ocurrido en Senigallia...
—Lo cierto es que la mayoría de la gente piensa que hicisteis lo que debíais y que demostrasteis poseer gran astucia e inteligencia. Como dicen en Florencia, fue un scelleratezzi glorioso, un glorioso engaño. La gente adora la venganza, sobre todo cuando está cargada de dramatismo.
Pero la sonrisa de Duarte desapareció de sus labios al dirigirse al sumo pontífice.
—Su Santidad —dijo con gravedad—, mucho me temo que seguís corriendo un grave peligro.
—¿A qué te refieres, Duarte? —preguntó Alejandro.
—Puede que los conspiradores hayan muerto —dijo el consejero—, pero estoy convencido de que sus familiares intentarán vengar su muerte. —Guardó silencio durante unos instantes, y finalmente se volvió hacia César—: Nunca perdonarán vuestra ofensa —dijo—, y si no pueden vengarse en vuestra persona, sin duda intentarán hacerlo en la del Santo Padre.
CAPÍTULO 28
En Ostia, el cardenal Giuliano della Rovere caminaba, enfurecido, por su palacio. Acababa de saber que César Borgia había conquistado Senigallia, Ahora, los Borgia mandaban incluso en aquellos territorios que pertenecían a su familia. Pero eso no era lo peor.
Las tropas que César había dejado atrás habían saqueado la plaza y habían violado a todas las mujeres; ni siquiera su dulce nieta Ana, de doce años de edad, había podido eludir tan terrible destino.
La furia del Cardenal era tal que ni siquiera le permitía entregarse a la oración. Finalmente, cogió una pluma y, de pie ante su escritorio, temblando de la ira, escribió un mensaje para Ascanio Sforza: "El mal seguirá reinando mientras nuestras almas sigan aferrándose a la virtud. Por el bien de Dios y de la Santa Iglesia de Roma, debemos enmendar las afrentas que se han cometido contra nuestras familias." Después escribió la hora y el lugar donde deseaba reunirse con él.
Con las manos temblorosas, sujetó el lacre sobre una vela y observó cómo las gotas rojas caían sobre el pergamino. Después cogió el sello con la cabeza de Cristo Mártir y lo presionó contra el lacre caliente.
Hiba a hacerle llegar la misiva al cardenal Sforza cuando, de repente, sintió un dolor punzante en las sienes. El dolor se tornó tan agudo que, presionándose la cabeza con ambas manos, Della Rovere se dejó caer de rodillas. Intentó gritar, pero la imagen que se presentó ante sus ojos ahogó su grito.
Primero vio el estandarte del papa Alejandro, con el toro rojo bordado sobre un fondo blanco. De repente, el estandarte cayó al suelo y mil caballos pasaron por encima de él, convirtiéndolo en un montón de jirones embarrados.
Era una señal. El poder de los Borgia tocaba a su fin.
Della Rovere se levantó, aturdido. Las rodillas le temblaban hasta tal punto que tuvo que apoyarse contra el escritorio. Unos minutos después, cuando recuperó las fuerzas, volvió a coger la pluma y escribió un mensaje tras otro. Cada vez que lacraba un pergamino recitaba una oración. Escribió al rey Federico de Nápoles y a Fortunato Orsini, que, tras la muerte del cardenal Orsini, se había convertido en el patriarca de la familia. Escribió al cardenal Coroneto, al cardenal Malavoglia, a Caterina Sforza y a la reina Isabel de Castilla.
Había llegado el momento que había esperado durante tantos años.
Como todos los días, Jofre descendió la escalera que llevaba a las mazmorras del castillo de Sant'Angelo. Como todos los días, pasó frente a la estancia donde los guardias dormían y se dirigió a la miserable celda en la que estaba encerrada su esposa.
Uno de los guardias le abrió la puerta. Sancha estaba sentada en el catre, inmóvil y silenciosa como una estatua, con el cabello enmarañado sobre la cara. Como todos los días, ni tan siquiera pareció advertir la presencia de su esposo. Al verla así, los ojos de Jofre se llenaron de lágrimas. Se sentó a su lado y cogió su mano. Ella seguía sin moverse; ni tan siquiera lo miraba.
—Sancha, amor mío —suplicó él—. No puedes seguir así. Tienes que luchar. Le he enviado tu mensaje a tu tío. Estoy seguro de que pronto vendrá por ti. Sancha, por favor...
Jofre sabía lo que tenía que hacer, pero no sabía cómo hacerlo.
Porque, desde el día en el que Alejandro había ordenado encerrar a Sancha en las mazmorras, la guardia personal del sumo pontífice lo vigilaba día y noche. Tan sólo lo dejaban solo cuando, todos los días, descendía a las mazmorras del castillo de Sant'Angelo.
César, que acababa de regresar a Roma, le había dicho que necesitaba un poco de tiempo para razonar con su padre, aunque le había prometido que conseguiría persuadirlo y que Sancha pronto volvería a estar libre.
Ahora Jofre miraba a su esposa y sólo era capaz de llorar. Si César no convencía pronto a su padre, la propia Sancha se liberaría de su terrible cautiverio. Y él no podría soportarlo.
Un guardia abrió la puerta y llamó a Jofre por su nombre. Aunque al principio no lo reconoció, había algo en su voz que le resultaba familiar. El guardia tenía los ojos azules y el cabello oscuro y sus pronunciadas facciones transmitían una sensación de gran fortaleza.
—¿Te conozco? —preguntó Jofre. El hombre asintió, tendiéndole la mano. Y fue entonces cuando Jofre vio el gran anillo.
—¡Vanni! —exclamó—. Pero... ¿Cómo has conseguido entrar? Vanni sonrió.
—Parece que mi disfraz ha funcionado —dijo con una sonrisa—.
Pero ahora debemos hablar. No disponemos de mucho tiempo.
Varios días después, dos hombres se reunieron al atardecer frente a un gran establo. Ambos vestían hábitos cardenalicios. Al cabo de unos minutos, uno de ellos, el más alto, se acercó a los cuatro jinetes enmascarados que esperaban a unos metros del establo ocultos bajo largas capas negras.
—Haced exactamente lo que os he ordenado —dijo—. No debe quedar nada en pie. Nada —repitió.
Los cuatro enmascarados cabalgaron por las dunas hasta la cabaña de la anciana. Al oírlos llegar, Non¡ salió de la cabaña con su cesta y su bastón de madera de espino.
Uno de los hombre le susurró algo al oído. Ella asintió, mirando hacia un lado y hacia otro. Después caminó lentamente hasta la huerta y recogió un puñado de bayas oscuras. Cuando volvió a la cabaña, las puso en una pequeña bolsa de cuero y se la entregó al hombre enmascarado.
—Grazie —dijo él cortésmente. Después desenvainó su espada y, con un diestro movimiento, partió en dos el cráneo de la anciana.
Tras prender fuego a la cabaña con el cadáver de Non¡ dentro, los cuatro jinetes se alejaron al galope.
El cardenal Corneto ofreció un espléndido banquete para celebrar las conquistas de César y el undécimo aniversario del ascenso de Alejandro al solio pontificio. Aquel día, Alejandro se despertó intranquilo; la noche anterior apenas pudo conciliar el sueño. Se sentó en la cama e intentó tranquilizarse antes de ponerse de pie. Buscó su amuleto para frotarlo y rezar sus oraciones, como hacía cada mañana. Cuando se palpó el cuello y vio que no tenía nada, se asustó, pero enseguida se puso a reír en voz baja. Seguro que se había dado la vuelta, y que estaría colgando por su espalda. No se podía haber perdido, ya que hacía años que se lo hizo soldar a la cadena, y, desde entonces, jamás se le había caído del cuello. Sin embargo, aquella mañana no lo encontraba por ninguna parte y Alejandro estaba desconcertado. Llamó a todos sus criados a voz en grito y mandó avisar a Duarte, César y Jofre, pero aunque se buscó el amuleto por todos los rincones de la habitación, éste no aparecía.
—No saldré de mis aposentos hasta que no encontremos el amuleto— les dijo, con los brazos cruzados.
Le aseguraron que lo buscarían por el subterráneo, por la catedral e, incluso, por el bosque si era necesario; no cesarían su búsqueda hasta encontrarlo.
Cuando llegó la noche, la joya todavía no había aparecido. El cardenal Coroneto comunicó al papa que todos le esperaban para dar inicio la celebración y Alejandro accedió a asistir a la misma.
Las mesas habían sido dispuestas en el jardín, frente al estanque con fuentes de aguas cristalinas que caían sobre miles de coloridos pétalos de rosa. Se había servido venado en salsa de bayas de enebro, deliciosas gambas genovesas en salsa de limón y una magnífica tarta de frutas con miel. Además, un popular cantor napolitano y un grupo de bailarinas sicilianas amenizaban la velada mientras los criados rellenaban de vino una y otra vez las grandes copas de plata.
Cuando el orondo cardenal romano alzó su copa para brindar por los Borgia, los treinta comensales imitaron su gesto.
Alejandro, de un magnífico humor, bromeaba con sus hijos, que estaban sentados a ambos lados de él. Cuando los rodeó con sus brazos en un cálido abrazo, Jofre se inclinó hacia su hermano para decirle algo y, ya fuera por accidente o a propósito, golpeó la copa que César sujetaba en la mano, y derramó el vino, brillante como la sangre, sobre la camisola de seda dorada de César.
Cuando uno de los criados se apresuró a limpiarle la mancha, César lo apartó de su lado con un gesto impaciente.
Alejandro no tardó en sentirse indispuesto. Fatigado, y cada vez más acalorado, acabó por retirarse. César tampoco se sentía demasiado bien, aunque estaba más preocupado por la salud de su padre, que cada vez estaba más pálido y había empezado a sudar copiosamente.
Al llegar al Vaticano, Alejandro, febril, apenas podía hablar. Su médico personal, el doctor Michele Marruzza, fue llamado inmediatamente.
Tras examinar al sumo pontífice se dirigió a César moviendo la cabeza de un lado a otro.
—Creo que es malaria —dijo. Después, observó a César en silencio durante unos instantes—. Vos tampoco tenéis buen aspecto. Os recomiendo que descanséis. Mañana vendré a veros a primera hora; a Su Santidad y a vos.
Cuando volvió, al día siguiente, resultaba evidente que tanto el padre como el hijo se encontraban gravemente enfermos.
El doctor Marruzza, que no estaba seguro de si estaba luchando contra la malaria o contra algún veneno, procedió a sangrarlos con sanguijuelas, escurridizas y delgadas criaturas se deslizaban pegadas al cristal. Frunciendo las cejas en un gesto de concentración, Marruzza sacó las viscosas criaturas del frasco sujetándolas cuidadosamente con unas pequeñas pinzas de metal. Las sanguijuelas tenían una ventosa en cada extremo del cuerpo; una para aferrarse a la carne y la otra para chupar la sangre.
Marruzza colocó una sanguijuela en un pequeño plato de latón y se la mostró a César.
—Son las mejores sanguijuelas de toda Roma —explicó con orgullo—. Las he adquirido a un alto precio en el monasterio de San Marcos, donde las crían con gran dedicación.
César se estremeció al ver cómo Marruzza colocaba las dos primeras sanguijuelas en el cuello de su padre. Inmediatamente, las criaturas empezaron a adquirir una tonalidad más oscura al tiempo que su cuerpo se hacía más corto y voluminoso. Cuando Marruzza colocó la cuarta sanguijuela, la primera estaba tan llena de sangre que parecía a punto de explotar. Redonda y amoratada como una baya, se desprendió del cuello del sumo pontífice y cayó sobre las sábanas de seda blanca.
—Debemos darles tiempo para que absorban la sangre enferma de Su Santidad —explicó Marruzza—. Eso ayudará a que sane antes.
César sentía náuseas.
Algunos minutos después, cuando Marruzza consideró que las sanguijuelas ya habían succionado suficiente sangre enferma, procedió a retirarlas cuidadosamente.
—Creo que Su Santidad ya se encuentra mejor —dijo. De hecho, la fiebre de Alejandro había remitido, aunque ahora el sumo pontífice estaba frío y sudoroso y su piel tenía un tono mortecino.
—Ahora es vuestro turno —dijo Marruzza al tiempo que se acercaba a César y le mostraba una de las sanguijuelas para que pudiera admirarla de cerca. César apartó la cabeza.
Al caer la noche, a pesar del optimismo del doctor, resultaba evidente que el estado de Alejandro había empeorado.
En sus aposentos, situados en la planta superior del palacio, César fue informado por Duarte de que su madre, Vanozza, había visitado al Santo Padre y de que, al parecer, había abandonado la cámara llorando. César insistió en que lo llevaran a los aposentos de su padre. Incapaz de andar, fue trasladado en una camilla y depositado suavemente sobre un amplio sillón situado junto al lecho del sumo pontífice. La cámara olía a podredumbre.
César cogió la mano del Santo Padre y la besó. Tumbado boca arriba, Alejandro respiraba con dificultad, mientras entraba y salía de un sueño intranquilo. A veces, su mente parecía nublarse, pero el resto del tiempo razonaba con claridad.
Al volver la cabeza, el Santo Padre vio a su hijo César sentado junto a su lecho. Estaba pálido, ojeroso, y tenía el cabello lacio, sin vida. La preocupación que transmitía su rostro le enterneció.
Entonces, Alejandro pensó en sus hijos. ¿Los habría educado bien? ¿o acaso los habría tratado con demasiada autoridad, corrompiéndolos, desarmándolos?.
De repente, todos los pecados de los que había hecho partícipes a sus hijos pasaron ante sus ojos en una serie de imágenes tan reales, tan nítidas y tan llenas de sentimiento que Alejandro no pudo negar la evidencia. Y, entonces, el Santo Padre lo comprendió todo.
—Te ruego que me perdones, hijo mío —dijo, apretando la mano de César—, pues he sido injusto contigo.
César sintió por su padre una mezcla de compasión y recelo.
—¿Por qué decís eso? —preguntó, mirando al sumo pontífice con una ternura que casi hizo llorar a Alejandro.
—Siempre te hablé del peligro del poder —dijo el Santo Padre, esforzándose por llenar sus pulmones de aire—, pero nunca te expliqué por qué. Te advertí del peligro, pero nunca te expliqué lo que ocurriría si no lo empleabas al servicio del amor.
—No os comprendo, padre —dijo César. De repente, Alejandro se sintió joven y lleno de fuerza, como cuando todavía era cardenal y se sentaba junto a sus hijos para hablarles sobre la vida.
—Si no amas algo, el poder se convierte en una aberración y, lo que es más importante todavía, en una amenaza, pues el poder es peligroso y puede ponerse en contra de uno en el momento menos esperado.
Alejandro vio a César dirigirlos ejércitos pontificios y lo vio venciendo grandes batallas y vio la sangre derramada, las masacres y la devastación de los vencidos.
Hasta que oyó la voz de su hijo que lo llamaba desde algún lejano lugar.
—¿Acaso no es el poder una virtud? —preguntaba César—. ¿Acaso no ayuda a salvar las almas de los hombres?.
—Hijo mío —murmuró Alejandro, despertando de su ensueño—, el poder en sí mismo no posee ningún valor. No es más que el ejercicio fútil de la voluntad de un hombre sobre la de otro. El poder por sí solo no es un ejercicio de virtud.
César apretó la mano de su padre. —Ahora debéis descansar, padre. No os conviene hablar.
Alejandro sonrió y, aunque a sus ojos era una sonrisa radiante, César sólo vio una pequeña mueca en su rostro.
—Sin amor, el poder convierte a los hombres en animales —dijo el Santo Padre, esforzándose por llenar sus pulmones de aire—. Sin amor, el poder nos aleja de nuestra parte divina, nos aleja de los ángeles.
La tez del sumo pontífice cada vez tenía un tono más gris. Sus pulmones silbaban luchando por cada bocanada de aire. Y, aun así, cuando Marruzza entró en la cámara para interesarse por su estado, Alejandro rechazó sus atenciones con un gesto de la mano.
—Vuestro trabajo aquí ha acabado —dijo y, sin prestarle más atención al médico, se volvió de nuevo hacia su hijo—: ¿Has amado alguna vez a alguien más que a tu propia vida? —le preguntó.
—Sí, padre —dijo César—. Lo he hecho.
—¿A quién? —preguntó Alejandro.
—A mi hermana, padre —dijo César evitando la mirada de Alejandro, pues las lágrimas pugnaban por aflorar en sus ojos.
—Lucrecia —dijo Alejandro apenas en un susurro y una sonrisa iluminó su rostro, pues aquel nombre era como música para sus oídos—. Sí —continuó diciendo—, ése fue mi pecado. Mi pecado y tu maldición y la fuerza de Lucrecia.
—Le diré cuánto la queríais, porque sé que ella hubiera deseado estar a vuestro lado en este momento más que ninguna cosa en este mundo.
César miró a su padre y, por primera vez en su vida, lo vio como el hombre que era. No como el padre, el cardenal o el sumo pontífice, sino como un hombre imperfecto y tan lleno de dudas como cualquier otro. Porque César y Alejandro nunca habían hablado entre sí con libertad y, ahora, lo único que deseaba César era conocer a aquel hombre que era su padre.
—¿Y vos, padre? ¿Habéis amado a alguien más que a vuestra propia vida?.
—Sí, hijo mío... Claro que sí —dijo Alejandro, y sus palabras sonaron llenas de melancolía.
—¿A quién? —preguntó César, al igual que lo había hecho antes su padre.
—A mis hijos, César. A todos vosotros. Y, aun así, a veces pienso que eso también ha sido mi pecado, pues, como sumo pontífice, debería haber amado más a Dios...
—Cada vez que os he visto oficiando misa frente al altar, cada vez que habéis levantado el cáliz áureo y habéis mirado hacia el cielo, he visto cómo vuestros ojos brillaban llenos de amor hacia Dios.
Alejandro empezó a toser y los espasmos retorcieron su cuerpo en una dolorosa convulsión.
—Cada vez que he elevado el cáliz, cada vez que he bendecido el pan y el vino que simbolizan el cuerpo y la sangre de jesucristo, en mi mente sólo veía el cuerpo y la sangre de mis hijos —dijo Alejandro cuando los espasmos remitieron—. Pues igual que Dios creó al hombre, yo os he creado a vosotros e, igual que él sacrificó la vida de su hijo, yo he sacrificado las vuestras. Cuánta arrogancia, cuánta ambición. Y, aun así, nunca lo vi con tanta claridad como lo veo ahora.
Alejandro rió ante la ironía oculta en sus palabras; hasta que un nuevo acceso de tos convulsionó su cuerpo atormentado.
—Si necesitáis mi perdón, padre, debéis saber que lo tenéis —dijo César, intentando consolar a su padre a pesar de su propia debilidad—. Tenéis mi perdón, igual que siempre habéis tenido mi cariño.
Al oír las palabras de su hijo, por un momento, el sumo pontífice pensó que podría recuperarse de su enfermedad.
—¿Dónde está tu hermano Jofre? —preguntó al tiempo que fruncía el ceño con preocupación.
César llamó a Duarte y le pidió que acudiera inmediatamente en busca de Jofre.
Al entrar en la cámara, Jofre permaneció de pie detrás de su hermano, lejos del lecho de su padre. Su mirada, fría e impenetrable, no mostraba ningún dolor.
—Acércate, hijo mío —dijo Alejandro—. Quiero sentir tu mano en la mía. Jofre se acercó a su padre y extendió la mano con reticencia.
—Acércate más, hijo mío —pidió Alejandro—. Hay algo que debo decirte.
Jofre vaciló durante unos instantes, hasta que finalmente se inclinó junto al borde del lecho.
—He sido injusto contigo, hijo mío —dijo Alejandro—. Ahora sé que eres mi hijo, pero, hasta esta noche, la vanidad de mi corazón nunca me permitió ver la verdad.
Jofre miró a través de la neblina que cubría los ojos de su padre.
—No puedo perdonaros, padre —dijo—, pues vos sois el culpable de que nunca me haya perdonado a mí mismo.
—Sé que ya es tarde para lo que voy a decirte, pero antes de morir quiero que lo escuches de mi boca —dijo Alejandro—. Tú deberías haber sido el cardenal, pues tú siempre fuiste la persona de mejor corazón de la familia.
—Ni siquiera me conoces, padre —dijo Jofre moviendo la cabeza de un lado a otro.
Alejandro sonrió al oír las palabras de su hijo, pues, cuando se ven las cosas tan claras, no existe lugar para el error.
—De no haber existido judas, jesucristo nunca hubiera dejado de ser un simple carpintero y hubiera muerto pacíficamente en su lecho —dijo el Santo Padre. Después dejó escapar una sonora carcajada, pues de repente, la vida le parecía algo absurdo.
Jofre le dio la espalda y salió de la habitación. César sujetó la mano de su padre entre las suyas y sintió cómo iban perdiendo el calor.
Alejandro, agonizante, no oyó los suaves golpes con los que llamaban a la puerta. No vio a Julia Farnesio cuando ésta entró en la habitación con una capa negra y un velo.
—Tenía que verlo por última vez —le explicó a César mientras se inclinaba para besar la frente de Alejandro.
—¿Estáis bien? —le preguntó César.
—Vuestro padre ha sido mi vida —dijo ella—, la piedra angular de mi existencia. He tenido muchos amantes, pero la mayoría de los hombres no son más que niños inexpertos en busca de gloria —continuó diciendo—. Con todos sus defectos, vuestro padre era un verdadero hombre.
De repente, las lágrimas inundaron sus bellos ojos, —Adiós, amor mío —susurró al oído de su amante. Después abandonó rápidamente la cámara.
Una hora después, César mandó llamar al confesor de Alejandro para que su padre recibiera la extremaunción. Al salir el confesor, César se sentó junto a su padre y volvió a cogerle la mano.
Una sensación de gran paz envolvió a Alejandro al tiempo que el rostro de César iba desapareciendo ante sus ojos.
Y, en su lugar, el Santo Padre vio el deslumbrante rostro de la muerte y, acariciando las cuentas de oro de su rosario, paseo por los bosques de "Lago de Plata", inmerso en un baño de luz. Nunca se había sentido tan bien. Su vida estaba llena de gloria.
El cadáver del sumo pontífice, amoratado y rígido, se hinchó hasta tal punto que rebosó por ambos lados del ataúd. Tuvieron que encajarlo a presión y cerrar el féretro con clavos, pues, por muchos hombres que intentaran mantenerlo cerrado, sus esfuerzos siempre eran en vano.
Y así fue como, al final de sus días, el papa Alejandro VI, grande en vida, lo fue incluso más en la muerte.
CAPÍTULO 29
La misma noche en que murió Alejandro, numerosos grupos de hombres armados se adueñaron de las calles de Roma, apaleando, asesinando y saqueando los hogares de todos los "catalanes" que encontraban a su paso, pues así se conocía a las personas de ascendencia española.
A pesar de su juventud y su fortaleza, César seguía gravemente enfermo. Había estado varias semanas en cama, luchando contra la enfermedad, resistiéndose a la llamada de la muerte. Y, aun así, no mejoraba. Finalmente, y pese a sus reiteradas negativas, Duarte había ordenado a Marruzza que lo sangrara.
César estaba tan débil que ni siquiera había podido tomar las medidas necesarias para proteger sus propiedades y, mientras los principales miembros de las familias cuyos territorios había conquistado se reunían forjando nuevas alianzas, él apenas era capaz de mantenerse despierto. Sus enemigos no tardaron en reconquistar Urbino, Camerino y Senigallia, mientras otros gobernantes depuestos volvían a ocupar sus antiguos feudos sin apenas resistencia. incluso los Colonna y los Orsini unieron sus fuerzas y enviaron sus tropas a Roma para influir en la elección del nuevo pontífice. Pero César ni siquiera era capaz de levantarse de su lecho.
Conocía las medidas que se debían tomar a la muerte de Alejandro para proteger a la familia y para que ésta conservara sus riquezas, sus títulos y sus territorios. Pero, ahora, César estaba demasiado enfermo para llevarlas a cabo.
De no haber sido así César habría concentrado sus tropas más leales en Roma y sus alrededores, se habría asegurado que las principales plazas y fortalezas de la Romaña recibieran las tropas de refuerzo necesarias para defenderse de los ataques de sus enemigos y, sobre todo, habría reforzado sus alianzas. Pero su salud no se lo permitía. Le había pedido a Jofre que se encargara de tomar las medidas necesarias, pero su hermano se había negado a hacerlo, profundamente afligido como estaba, no por la muerte de su padre, sino por la de su amada esposa, que se había dejado morir en las mazmorras del castillo de Sant'Angelo antes de ser liberada.
Finalmente, César mandó llamar a Duarte para que reuniese un ejército de hombres leales, pero el Sacro Colegio Cardenalicio, que ya no estaba bajo el control de los Borgia, ordenó que todas las tropas armadas abandonaran la ciudad de Roma de manera inmediata.
Ahora, lo más importante era elegir al nuevo vicario de Cristo y la presencia de tropas armadas en Roma podría influir en la decisión de los miembros del cónclave; incluso las tropas de los Orsini y los Colonna tuvieron que abandonar la ciudad.
El Sacro Colegio Cardenalicio sin duda era un poderoso enemigo. César envió mensajeros solicitando el apoyo de los reyes de Francia y de España, pero, tras la muerte de Alejandro, todo había cambiado; ambas monarquías le negaron su apoyo, pues no deseaban tomar partido en las disputas internas de Italia; preferían aguardar acontecimientos.
Duarte visitaba a César a diario para transmitirle las condiciones del acuerdo que ofrecían los enemigos de los Borgia.
—Podría ser peor —le dijo un día a César—. Al menos podréis conservar vuestras riquezas, aunque todos los territorios conquistados deben ser devueltos a sus antiguos señores.
Pero, más que generosos, los gobernantes de los territorios conquistados estaban siendo precavidos, pues aún temían a César. temían que les estuviese tendiendo una trampa, como ya lo había hecho en Senigallia.
Además, los súbditos de las distintas plazas de la Romaña eran leales a César, que había gobernado con más justicia y generosidad que sus antiguos señores. Así, si César aceptaba la oferta de sus enemigos, éstos no tendrían que sufrir la humillación de ver cómo sus antiguos súbditos mostraban públicamente su apoyo a César.
Aunque éste retrasó su respuesta todo lo posible, sabía que, si no ocurría un milagro, se vería obligado a aceptar las condiciones impuestas por sus enemigos.
Aquella noche, a pesar de su debilidad, César se levantó de su lecho y escribió una carta a Caterina Sforza a Florencia. Si tenía que devolver las plazas conquistadas, las de Caterina serían las primeras. Redactó un edicto ordenando la inmediata devolución tanto de Imola como de Forli a Caterina y a su hijo Riario. Pero cuando despertó a la mañana siguiente, sintiéndose con más fuerza, decidió guardar tanto la carta como el edicto. Él también esperaría acontecimientos.
"¡El papa ha muerto! ¡El papa ha muerto!", gritaban los pregoneros en Ferrara. Lucrecia, soñolienta, se levantó del lecho y se asomó al balcón.
Antes de que pudiera darse cuenta de lo ocurrido, pues el sueño aún pesaba sobre sus párpados, don Michelotto entró en sus aposentos. Había cabalgado toda la noche, hasta que finalmente había llegado a Ferrara justo detrás de las noticias.
—¿Miguel? —dijo Lucrecia—. ¿Es cierto lo que oigo? ¿De verdad ha muerto mi padre?.
Incapaz de hablar, don Michelotto inclinó la cabeza, abatido. Lucrecia permaneció en silencio, aunque, en su corazón, sus gritos se oyeron por todo Ferrara.
—¿Quién lo ha matado? —preguntó con aparente tranquilidad.
—Al parecer fue la malaria —contestó él.
—¿Y vos lo creéis? —preguntó ella—. ¿Lo cree César?
—Vuestro hermano también está enfermo —dijo don Michelotto—.Tan—solo su juventud y su fortaleza han impedido que compartiera el destino de Su Santidad.
Lucrecia cada vez respiraba con mayor dificultad.
—Debo ir a su lado —dijo finalmente. Su padre había muerto y su hermano la necesitaba.
Un instante después, llamó a una de sus damas de compañía para que se encargara de los preparativos del viaje.
—Necesito un vestido negro y calzado apropiado —le ordenó. Pero don Michelotto se opuso.
—Vuestro hermano me ha pedido que os mantenga alejada de Roma —dijo—. Lejos del peligro. Las calles de Roma no son seguras. Hay disturbios y se han saqueado las casas de numerosos españoles.
—Miguel, no podéis pedirme que permanezca lejos de César y de mis hijos —dijo ella—. No podéis pedirme que renuncie a ver por última vez a mi padre antes de que reciba sepultura.
Y, de repente, los ojos de Lucrecia se llenaron de lágrimas de rabia y de dolor.
—Vuestros hijos han sido trasladados a Nepi —dijo don Michelotto—. Allí estarán a salvo. Adriana cuida de ellos y Vanozza no tardará en llegar. César me ha pedido que os dijera que, en cuanto se recupere de su dolencia, se reunirá con vos en Nepi.
—Pero... ¿Y mi padre? —exclamó ella entre sollozos—. Tengo que ver a mi padre.
Don Michelotto no quería pensar en cómo se sentiría Lucrecia si llegaba a ver el cuerpo hinchado y amoratado del sumo pontífice, pues si aquella imagen se había grabado en su retina, dejándole una profunda sensación de tristeza y repugnancia, ¿qué efecto tendría en aquella delicada criatura?.
—Podéis rezar por el alma de vuestro padre desde Ferrara —dijo finalmente—. El padre celestial os escuchará.
Ercole d'Este y su hijo Alfonso no tardaron en acudir a los aposentos de Lucrecia para brindarle su consuelo, pero no había consuelo posible para ella.
Lucrecia dispuso que sus criados prepararan una alcoba para que don Michelotto descansara y le dijo que acudiría a Nepi en cuanto su hermano la llamara.
—Desde que Lucrecia se había trasladado a Ferrara, Alfonso había pasado la mayor parte del tiempo en el lecho de alguna cortesana o jugando con su colección de armas de fuego, mientras Lucrecia se rodeaba de artistas, músicos y poetas o atendía las peticiones de sus nuevos súbditos.
Pero, ahora, Alfonso se acercó a ella de forma afectuosa.
—¿Hay algo que pueda hacer por vos? —preguntó—. ¿o preferís que os deje a solas?.
Lucrecia permaneció en silencio. Era incapaz de pensar, de moverse, de hacer nada. Hasta que, finalmente, todo empezó a nublarse a su alrededor.
Alfonso la sujetó antes de que cayera al suelo. La sentó sobre el lecho y la abrazó, acunándola suavemente entre sus brazos. Hasta que ella volvió a abrir los ojos.
—Habladme, esposo mío —le rogó a Alfonso—. Decidme cualquier cosa que pueda ayudarme a olvidar mi dolor.
Las lágrimas de Lucrecia eran tan profundas que ni tan siquiera conseguía hacerlas brotar.
Alfonso estuvo con su esposa todo el día y toda la noche y todos los días y las noches que siguieron, consolando su dolor, acunando sus lamentos.
La elección de un nuevo papa no podía retrasarse por más tiempo y César debía encontrar la manera de detener a Giuliano della Rovere, Al eterno enemigo de los Borgia.
César apoyaba la elección del cardenal francés Georges d'Amboise, pero para los cardenales italianos sólo existía un posible candidato ése era Della Rovere. Por su parte, los cardenales españoles tenían u propio candidato.
Los florentinos, que eran muy amantes del juego, pronto empezaron a hacer apuestas sobre quién sería el próximo sumo pontífice. El pueblo hacía sus apuestas, pero, sobre todo, eran los bancos florentinos quienes apostaban verdaderas fortunas.
Rovere, en cambio, estaba a tres contra uno. Del resto de posibles candidatos, ninguno superaba los veinte contra uno. Pero, tratándose de un cónclave, el desenlace era impredecible, pues no sería la primera vez que el principal candidato no llegaba a ocupar el solio pontificio.
Y, en esta ocasión, tras los primeros recuentos, resultó evidente que ni D'Amboise ni Della Rovere conseguirían los votos suficientes.
Hicieron falta otras dos votaciones para que la fumata por fin se tornara blanca. Ante la sorpresa de todos, el nuevo sumo pontífice era el cardenal Francesco Piccolomini. Aunque no fuera su candidato, César recibió la noticia con satisfacción.
Piccolomini tomó el nombre de Pío III. Aunque no siempre hubiera apoyado las decisiones de Alejandro, el nuevo vicario de Cristo era un hombre benévolo y bondadoso. César sabía que trataría a los Borgia de forma justa y que los protegería de sus enemigos; al menos mientras esa protección no fuese en contra de los intereses de la Santa Iglesia de Roma.
Y, así fue como, de forma casi milagrosa, el peligro de un sumo pontífice hostil a los Borgia fue conjurado.
César fue recuperando paulatinamente las fuerzas. Al principio, lo suficiente como para andar por sus aposentos privados, después como para pasear por los jardines... Hasta que, finalmente, volvió a cabalgar sobre su corcel.
Una vez recuperado, empezó a concebir una estrategia para conservar sus territorios de la Romaña, y derrotar a sus enemigos. Hasta que un día, al regresar de cabalgar, César encontró a Duarte esperándolo en sus aposentos.
—Tengo malas noticias —dijo el consejero—. Pío III ha muerto. Tan sólo había llevado la tiara pontificia durante veintiséis días.
El futuro volvía a tornarse oscuro para los Borgia. Tras la muerte de Pío III, la posibilidad de contar con la protección del sumo pontífice, o incluso con su imparcialidad, se tornó cada vez más remota. Conscientes de ello, los Orsini no tardaron en unirse a los Colonna para atacar a César.
César reunió a sus tropas más leales y se hizo fuerte en el castillo de Sant'Angelo.
Esta vez, nada podría detener al cardenal Della Rovere. La fecha en la que volvería a reunirse el cónclave se acercaba y las apuestas volvían a señalarlo como claro favorito. Incluso César daba por supuesta su elección. De ahí que reuniera a todas sus tropas y se preparase para hacer frente al nuevo sumo pontífice.
Y así fue como César se reunió con Giuliano della Rovere y, sirviéndose de su influencia sobre los cardenales españoles y franceses y de la expugnabilidad del castillo de Sant'Angelo, consiguió llegar a un acuerdo con el cardenal.
César apoyaría su elección como sumo pontífice a cambio de mantener sus territorios y sus fortalezas en la Romaña. Además, César conservaría sus privilegios como gonfaloniero y capitán general de los ejércitos pontificios.
Para asegurarse de que el cardenal cumpliera lo pactado, César exigió que el acuerdo fuese hecho público. Y Della Rovere accedió, pues así se aseguraba la tiara papal.
Y así fue como el cardenal Della Rovere se convirtió en el nuevo vicario de Cristo en el cónclave más rápido que se recordaba en Roma.
Al igual que César, el cardenal Della Rovere era un gran admirador de Julio César. De ahí que eligiera el nombre de Julio II.
¡Cuánto tiempo había esperado ese momento! ¡Cuántas ideas tenía para la reforma de la Santa Iglesia de Roma!
Aunque el nuevo sumo pontífice ya no era un hombre joven, gozaba de buena salud y, ahora que por fin ocupaba el lugar que siempre había creído merecer, se mostraba menos hosco e irritable. Irónicamente, los planes que albergaba para los Estados Pontificios eran muy similares a los de Alejandro, pues su prioridad era unificar todos los territorios bajo un gobierno centralizado.
Aunque no le preocupaba tener que romper su palabra, al acceder al solio pontificio había comprendido que primero debía cimentar su poder para protegerse de sus enemigos.
Además, en la actual situación, Venecia constituía una amenaza tanto o más seria que los Borgia y tener a César como aliado era la mejor manera de frenar el afán expansionista de los venecianos en la Romaña. Así pues, Julio II decidió que lo más conveniente sería mantener una relación de aparente cordialidad con César.
Mientras tanto, César intentaba fortalecer su posición animando a los capitanes de las plazas y las fortalezas que había conseguido conservar a permanecer junto a él, intentando convencerlos de que eso era lo más conveniente para ellos, asegurándoles que él, César Borgia, conservaría su poder a pesar de su consabida enemistad con el nuevo sumo pontífice.
Además, César se puso en contacto con su amigo Maquiavelo, buscando el apoyo de Florencia.
César y Maquiavelo se reunieron en los jardines de Belvedere una fresca mañana de invierno. Pasearon entre hileras de altos cedros hasta sentarse en un viejo banco de piedra que ofrecía una vista espléndida de las cúpulas y las torres de Roma. El viento había limpiado el cielo de humo y de polvo y los edificios de mármol y terracota se perfilaban con una sorprendente claridad contra el bello telón que proporcionaba el cielo nítido y azul.
Maquiavelo advirtió inmediatamente el nerviosismo de César. El nuevo patriarca de la familia Borgia tenía las mejillas encendidas y apretaba los labios con fuerza. Además, sus ademanes eran vehementes y reía con demasiada frecuencia. Por un momento, Maquiavelo incluso se preguntó si César seguiría enfermo.
—Contemplad esta magnífica ciudad, Nicolás —dijo César con un amplio movimiento de la mano que pretendía abarcar toda Roma—. Hasta hace poco, ésta fue la ciudad de los Borgia y os aseguro que pronto volverá a serlo. Recuperar las fortalezas perdidas no tiene por qué resultar más difícil de lo que lo fue tomarlas por primera vez. Defender las plazas que he conservado no será problema, pues mis hombres me son leales. Además, el pueblo me apoya y estoy reuniendo un nuevo ejército con mercenarios extranjeros y soldados de infantería de Val di Lamone.
"Una vez que haya consolidado mi dominio sobre la Romaña, todo volverá a ser como antes —continuó diciendo César—. Sí, es cierto que el papa Julio siempre ha estado enfrentado a los Borgia, pero ahora todo ha cambiado. Me ha prometido su apoyo y ha hecho pública su promesa ante el pueblo de Roma y ante sus representantes. Yo sigo siendo el gonfaloniero. Incluso hemos hablado de una alianza matrimonial para estrechar la unión entre nuestras familias y es posible que mi hija Luisa pronto se despose con su sobrino Francesco. Hoy empieza un nuevo día, Maquiavelo. ¡Un nuevo día!
Maquiavelo se preguntó qué habría sido del brillante soldado que había conocido, de aquel tenaz guerrero al que había llegado a admirar.
Pero por mucho que se considerara amigo de César, tratándose de una cuestión oficial, Maquiavelo sólo le era fiel a Florencia.
Aquella tarde, espoleó a su caballo sin piedad, pues debía llegar a Florencia antes de que fuera demasiado tarde. Y, esta vez, al presentar su informe, Maquiavelo se dirigió a los miembros de la Signoria de forma muy distinta de como lo había hecho en anteriores ocasiones.
Entró en la sala con un aspecto más descuidado de lo habitual y se dirigió a los miembros de la Signoria sin hacer gala de su habitual vehemencia. Su semblante era grave. Por mucho que le desagradara lo que iba a decir, tenía que hacerlo.
—Señorías, sería una locura brindarle nuestro apoyo a César Borgia —empezó diciendo—. Sí, ya sé que el papa Julio II ha anunciado públicamente que las conquistas de César serán las conquistas de la Iglesia de Roma. Ya sé que César Borgia es el gonfaloniero. Y, aun así, estoy convencido de que el sumo pontífice no mantendrá su palabra. Julio II siempre ha odiado a los Borgia y traicionará a César.
"En cuanto al propio César Borgia, debo decir que he advertido un cambio preocupante en su comportamiento. Ya no es el mismo hombre. Antes, nadie podía saber lo que estaba pensando. Ahora me ha hecho saber expresamente sus planes, jactándose abiertamente de unos objetivos que nunca lograra.
Florencia no debe ser enterrada con él.
Maquiavelo no se equivocaba. Al ver que tanto el poder de Venecia como el de César ya no suponían una seria amenaza, el papa Julio II no tardó en romper su palabra. Exigió a César que entregara de forma inmediata todas sus fortalezas y, para asegurarse de que sus órdenes se cumplieran, lo puso bajo arresto y lo envió a Ostia acompañado de un viejo cardenal y de una guardia armada.
César entregó las dos primeras fortalezas y envió misivas a sus capitanes haciéndoles saber que el nuevo sumo pontífice le había ordenado que devolviera las fortalezas a sus antiguos señores. Esperaba que sus capitanes ignoraran sus misivas, al menos durante el tiempo necesario para que él pudiera reaccionar.
Una vez en Ostia, solicitó el permiso del viejo cardenal para viajar a Nápoles, que ahora estaba bajo dominio español. Puesto que César había cumplido todas las órdenes del sumo pontífice y pensando que, mientras estuviera lejos de la Romaña, no contrariaría los deseos de Julio II, el cardenal lo acompañó al puerto de Ostia y César embarcó en un galeón rumbo a Nápoles.
Pero César todavía tenía una carta que jugar. A las órdenes del avezado capitán Fernández de Córdoba, las tropas españolas acababan de derrotar a los ejércitos franceses, obligándolos a abandonar Nápoles. Ahora que los españoles eran los únicos dueños de Nápoles, César esperaba obtener el apoyo de Fernando e Isabel, pues los Reyes Católicos siempre habían favorecido a los Borgia.
César le dijo a Fernández de Córdoba que, con el apoyo de los monarcas españoles, sus hombres podrían resistir en sus fortalezas de la Romaña el tiempo necesario para formar un nuevo ejército y obligar al sumo pontífice a respetar las condiciones del acuerdo que había roto.
El Gran Capitán accedió a presentar su causa ante sus soberanos. Y así fue como, ahora que estaba fuera del alcance de los hombres de Julio II, César preparó una nueva estrategia. Mientras esperaba la respuesta de Fernando e Isabel, envió nuevas misivas a sus capitanes, en las que los instaba a resistir mientras él reunía un ejército de soldados mercenarios para luchar junto a las tropas españolas al mando de Fernández de Córdoba.
Tres semanas después, César seguía sin tener noticias de los monarcas españoles. Cada vez estaba más impaciente; hasta que ya no se sintió capaz de seguir esperando. Tenía que hacer algo.
Ese día, cabalgó por las colinas que se elevaban junto a la costa hasta llegar al campamento de las tropas españolas. Una vez allí, fue conducido a la tienda de mando.
Gonzalo Fernández de Córdoba estaba sentado estudiando el gran mapa que había extendido sobre una mesa. Al ver entrar a César, se levantó de su asiento y lo recibió con un caluroso abrazo.
—Parecéis preocupado, amigo mío —dijo en tono afectuoso.
—Lo estoy —admitió César—. Mis fortalezas resisten y estoy reuniendo un ejército de mercenarios, pero todo ello será inútil si vuestros monarcas no me brindan el apoyo de vuestras tropas.
—Todavía no he recibido ninguna noticia —dijo el capitán—, pero mañana se espera la llegada de un galeón procedente de Valencia. Con un poco de suerte, ese galeón nos traerá la respuesta de sus majestades.
—Decís que todavía no hay noticias. ¿Acaso creéis que es posible que vuestros monarcas me nieguen su apoyo? Hablad con sinceridad, Gonzalo.
—Como bien sabéis, no es una decisión fácil —dijo el capitán—. Hay mucho en juego. No debéis olvidar que, de ponerse de vuestro lado, España se enemistaría con el sumo pontífice y, como muy bien sabéis, Julio II es un hombre implacable y vengativo.
—Sin duda estáis en lo cierto —dijo César—. Pero Fernando e Isabel siempre tuvieron el apoyo de mi difunto padre. No olvidéis que fue él quien les otorgó la dispensa que hizo posible sus esponsales; incluso fue el padrino de su primer hijo. Y, como sabéis, yo siempre he apoyado a vuestros monarcas...
El capitán español apoyó la mano en el brazo de César.
—Tranquilizaos, amigo mío —dijo—. Es necesario tener paciencia. Soy consciente de todo lo que decís y os aseguro que mis soberanos lo tendrán en cuenta, pues os consideran un amigo, un amigo leal. Lo más probable es que mañana mismo tengamos la respuesta y, si Dios lo quiere, entonces pondré todo el poderío de mis ejércitos al servicio de vuestra causa.
Las palabras del capitán español parecieron apaciguar los nervios de César.
—Tenéis razón —dijo—. Pronto tendremos la respuesta y, entonces, actuaremos con presteza.
—Así es —dijo el capitán—. Mientras tanto, es preferible no llamar la atención. Hay espías por todas partes; incluso en este campamento. La próxima vez, deberíamos encontrarnos en un lugar más retirado. ¿Conocéis el viejo faro que hay al norte del campamento?.
—No —contestó César—, pero lo encontraré.
—Os veré allí mañana a la puesta del sol —dijo el capitán—. Entonces planearemos nuestra estrategia.
Al día siguiente, cuando el sol empezaba a ocultarse tras el horizonte, César caminó hacia el norte por la playa hasta encontrar el faro.
Cuando estaba a punto de llegar, Fernández de Córdoba salió a su encuentro.
—¿Qué noticias hay? —gritó César, incapaz de contener su impaciencia.
El capitán español se llevó un dedo a los labios, pidiéndole silencio.
—No debéis hablar tan alto —dijo cuando César llegó a su altura—.
Entremos en el faro; toda precaución es poca.
César entró primero. En cuanto traspasó el umbral, cuatro hombres lo sujetaron. Unos segundos después, había sido desarmado y tenía las manos y las piernas atadas con pesadas cuerdas.
—Nunca pensé que fuerais un traidor, Gonzalo —dijo César. El capitán español encendió una vela y César vio a los doce soldados armados que lo acompañaban.
—No es un acto de traición —dijo el capitán—. Me limito a obedecer las órdenes de mis soberanos. Aunque en el pasado vuestra familia haya sido aliada de España, mis soberanos no han olvidado vuestra alianza con Francia. Además, el poder de los Borgia pertenece al pasado os considera su enemigo.
—¡No puede ser! —exclamó César—. ¿Acaso han olvidado que la sangre que corre por mis venas es española?.
—Al contrario, amigo mío —dijo Fernández De Córdoba—. Mis soberanos os consideran súbdito suyo y por eso me han ordenado que seáis trasladado a España. Allí seréis acogido... en una prisión valenciana. Lo lamento, amigo mío, pero conocéis la devoción que sienten los Reyes Católicos por la Santa Iglesia de Roma. Para ellos, los deseos del Santo Padre son la expresión de la voluntad divina. —El capitán guardó silencio durante unos segundos—. También debéis saber que María Enríquez, la viuda de vuestro hermano Juan, os ha acusado formalmente de ser el autor del asesinato de su esposo. Y no olvidéis que María es prima del rey Fernando.
La indignación de César era tal que le impedía pronunciar palabra alguna.
Entonces, el capitán español dio una orden a sus hombres y, a pesar de la desesperada resistencia de César, cuatro de los soldados lo arrastraron afuera del faro y lo ataron a lomos de una mula. Minutos después, César se encontraba en el campamento español.
A la mañana siguiente, tras pasar la noche atado de pies y manos, César fue amordazado. Después, los soldados lo envolvieron en un sudario, lo introdujeron en un ataúd de madera, subieron el ataúd a un carro y lo llevaron hasta el puerto, donde fue embarcado en un galeón español con rumbo a Valencia.
César no podía moverse y apenas podía respirar. Luchó con todas sus fuerzas para no sucumbir al pánico, pues sabía que, si se dejaba dominar por él, acabaría por perder la razón.
Fernández de Córdoba había optado por ese método de transporte para evitar que los partidarios de César pudieran averiguar que había sido hecho prisionero. Tenía hombres más que suficientes a su mando para hacer fracasar cualquier intento de rescate, pero, como él mismo le había dicho a uno de sus lugartenientes: "¿Qué sentido tiene arriesgarse? De esta manera, cualquier espía que pueda haber en el puerto sólo verá el ataúd de un soldado que es transportado a España para recibir sepultura en su tierra. "
Una vez en el mar, ordenó quesacaran a César del ataúd y que le quitaran el sudario y la mordaza. Pálido y tembloroso, César fue encerrado en una gran caja de madera en la bodega de popa. Aun inmunda y abarrotada de objetos como estaba, al menos la caja tenía un respiradero en la puerta; cualquier cosa era mejor que el sofocante ataúd en el que César había pasado las últimas horas.
Durante la travesía, César sólo recibió unos panecillos rancios y un poco de agua una vez al día. El miembro de la tripulación que le llevaba la comida, un hombre bondadoso, además de un experimentado marinero, golpeaba los panecillos contra el suelo para deshacerse de los gusanos antes de romperlos en trozos e introducirlos en la boca de César.
—Lamento no poder liberaros de vuestras ataduras —le dijo el primer día a César—, pero son órdenes del capitán. Debéis permanecer atado hasta que lleguemos a Valencia.
Tras la horrible travesía, con la mar picada, atado de manos y pies en su repugnante caja y sin apenas probar bocado, César finalmente llegó a Vilanova del Grau. Por alguna ironía del destino, se trataba de mismo puerto valenciano desde donde el tío—abuelo de César, Alonso Borgia, que más tarde se convertiría en el papa Calixto, había partido hacia Italia sesenta años antes.
Una vez en España, ya no existía ninguna necesidad de ocultar al prisionero. Además, el concurrido puerto estaba abarrotado de soldados de Isabel y Fernando, por lo que cualquier intento de rescatar a César hubiera resultado inútil.
Una vez más, César fue arrojado como un fardo sobre el lomo de una mula y, así, recorrió las calles empedradas del puerto hasta llegar a la imponente fortaleza que hacía las veces de prisión.
Fue encerrado en una diminuta celda en lo más alto de la fortaleza, donde, en presencia de cuatro soldados armados, por fin fue liberado de sus ataduras.
Mientras se frotaba las doloridas muñecas, César miró a su alrededor. Tan sólo había un colchón lleno de manchas sobre el suelo, pronto saldría de ahí.
aquellas cuatro paredes podrían ser su hogar hasta el día de Su muerte. De ser así, sin duda ese día llegaría pronto, pues ahora que sus leales anfitriones, los Reyes Católicos, se mostraban tan deseosos de complacer al sumo pontífice y a la viuda de su hermano Juan, a César no le cabía la menor duda de que pronto le darían muerte.
Pero pasaron los días, y después las semanas, y César permanecía sentado en el suelo de su celda, intentando mantener la cordura a base de contar; contaba las cucarachas de la pared, contaba las manchas del techo, contaba las veces que se abría todos los días la diminuta ranura que había en la puerta de su celda. Una vez a la semana, se le permitía salir al patio de la fortaleza para respirar aire puro durante una hora y los domingos llevaban a su celda una palangana llena de agua turbia para que se aseara.
Hasta que César llegó a preguntarse si aquello no sería peor incluso que la muerte. Aunque no pudiera saberlo, pensaba que no tardaría en averiguarlo.
Las semanas se convirtieron en meses y nada cambió. Había momentos en los que creía estar a punto de perder la razón, momentos en los que incluso llegaba a olvidar quién era. Otras veces se imaginaba a sí mismo paseando por "Lago de Plata" o conversando con su padre en los lujosos aposentos del Vaticano. Aunque intentaba no pensar en Lucrecia, había ocasiones en las que creía tenerla a su lado, acariciándole el cabello, besándolo, dirigiéndose a él con palabras tranquilizadoras.
Pensaba en su padre, intentando comprenderlo, intentando entender sus razones sin criticar sus errores. ¿De verdad había sido tan grandioso Alejandro como siempre había creído César? Aunque era consciente de que hacerlo yacer con Lucrecia había sido una brillante estrategia, no podía perdonar a su padre por ello, pues el precio que habían tenido que pagar por su pecado había sido demasiado alto. Y, aun así, ¿acaso hubiera preferido vivir sin amar a su hermana como la había amado? Ni siquiera podía imaginar una vida sin el amor de su hermana. Aunque, por otro lado, eso le había impedido amar.¿fue el amor la causa de la muerte de Alfonso? —Aquella noche, César lloró inconsolablemente. Lloró por sí mismo y por Alfonso. Y lloró por su esposa Charlotte. ¡Cuánto lo había amado esa mujer!
Y entonces decidió que, si lograba escapar a su destino, si el Padre Celestial le concedía otra oportunidad, dejaría a un lado su pasión por Lucrecia y viviría una vida honorable junto a su esposa Charlotte y su hija Luisa.
Entonces recordó las palabras de su padre cuando él le había dicho que no creía en Dios ni en la Virgen ni en los santos.
"Muchos pecadores niegan a Dios porque temen su castigo. Por eso renuncian a la verdad —le había dicho su padre con fervor mientras sujetaba su mano—. Presta atención a lo que voy a decirte, hijo mío. La crueldad que ven en el mundo los hace cuestionar la existencia de un Dios eterno y piadoso, los hace dudar de su infinita bondad y de la Santa Iglesia. Pero un hombre puede mantener viva su fe mediante la acción. Muchos santos fueron hombres de acción. Nunca he sentido ninguna estima por esos hombres que se flagelan y meditan sobre los grandes misterios de la vida mientras permanecen recluidos en sus monasterios. No hacen nada por la Iglesia, no ayudan a perpetuarla. Somos los hombres como tú y como yo quienes debemos ocuparnos de eso." César recordaba cómo su padre lo había señalado con el dedo. "Aunque para ello debamos limpiar nuestras almas en el purgatorio. Cada vez que rezo, cada vez que confieso mis pecados, ése es mi único consuelo por las terribles acciones que en ocasiones me veo obligado a cometer. No importa lo que digan los humanistas, esos seguidores de los filósofos griegos que mantienen que esta vida es todo lo que existe, pues existe un Dios todopoderoso y es un Dios piadoso y comprensivo. Ésa es nuestra fe, aquello en lo que debemos creer. Puedes convivir con tus pecados, puedes confesarlos o no, pero nunca debes renunciar a tu fe."
En aquel momento, las palabras de su padre no habían significado nada para César, pues no alcanzaba a comprender su verdadero sentido. Ahora, en cambio, estaba dispuesto a confesarse ante cualquier Dios que pudiera oírlo. Pero cuando su padre le dijo aquellas palabras eran la mayor esperanza para el futuro de los Borgia."
Un día, pasada la medianoche, César vio cómo la puerta de su celda se abría lentamente. Pero en vez de un guardia, quien entró fue Duarte Brandao. Llevaba una cuerda enrollada alrededor del brazo.
—¡Duarte! —exclamó César—. ¿Qué hacéis aquí? —Rescataros, amigo mío —contestó Duarte—. Pero debéis daros prisa. No tenemos mucho tiempo.
—¿Y los guardias? —preguntó César, cuyo corazón latía frenéticamente.
—Han recibido un generoso soborno —dijo Duarte mientras desenrollaba la cuerda.
—¿No pretenderéis que descendamos por esa cuerda? —preguntó César, frunciendo el ceño—. Es demasiado corta.
—Desde luego —dijo Duarte, sonriendo—. Sólo la colgaré para proporcionarle una coartada a los guardias —continuó diciendo mientras fijaba la cuerda a la argolla de hierro que había en la pared y descolgaba el otro extremo por la ventana.
Salieron de la celda y César siguió a Duarte por la escalera de espiral que descendía hasta una pequeña puerta en la fachada trasera de la fortaleza. No se cruzaron con ningún guardia. Duarte corrió hasta el lugar donde la cuerda colgaba, balanceándose junto al muro, a varios metros del suelo, y sacó un frasco de terracota del bolsillo de su capa.
—Sangre de pollo —le dijo a César—. Esparciré un poco justo debajo de la cuerda y dejaré un rastro que señale hacia el sur. Así pensarán que os heristeis al saltar y que huisteis cojeando en esa dirección, cuando, en realidad, nos dirigiremos hacia el norte.
César y Duarte atravesaron una pradera y subieron a lo alto de una colina, donde un niño los aguardaba con dos caballos.
—¿Adónde nos dirigimos, Duarte? —preguntó César—. No creo que queden muchos lugares seguros para vos y para mí.
—Así es —dijo Duarte—. Hay pocos lugares donde podamos estar seguros, pero aún quedan algunos. Vos cabalgaréis hasta la fortaleza del rey de Navarra. os espera. Allí seréis bienvenido y estaréis a salvo.
—¿Y vos? —preguntó César—. ¿Qué será de vos? En Italia nunca sobreviviríais. Después de esta noche, España tampoco es un lugar seguro y ni vos confiasteis nunca en los franceses ni tampoco ellos confiaron en vos. ¿Qué posibilidad os queda, entonces?.
—Tengo una pequeña barca esperándome en la playa, no muy lejos de aquí —dijo Duarte—. Navegaré hasta Inglaterra.
—¿Entonces volvéis a Inglaterra, sir Edward? —preguntó César, al tiempo que esbozaba una sonrisa.
Sorprendido, Duarte levantó la mirada.
—¿Lo sabíais?.
—Mi padre siempre lo sospechó —dijo César—. Pero ¿acaso no teméis encontraros con un rey hostil?.
—Posiblemente —dijo Duarte—. Pero, ante todo, Enrique Tudor es un hombre práctico y sagaz que gusta de rodearse de consejeros capaces. De hecho, he oído que ha indagado sobre mi paradero y que ha dado a entender que si regresara a Inglaterra y me pusiera a su servicio estaría dispuesto a concederme su perdón, devolviéndome mi anterior posición, que debo admitir que era bastante privilegiada. Por supuesto, es posible que se trate de una trampa. Pero ¿acaso tengo elección?.
—No, supongo que no —dijo César—. Pero ¿de verdad creéis que podréis navegar solo hasta Inglaterra?.
—No debéis preocuparos por mí. He navegado mucho más lejos que eso. Además, con el paso de los años, he llegado a apreciar la soledad. —Duarte guardó silencio durante unos instantes—. Bueno, amigo mío, se está haciendo tarde. Creo que ha llegado el momento de decir adiós.
Los dos hombres se abrazaron en lo alto de la colina, iluminados por la brillante luna española.
—Nunca os olvidaré, Duarte —dijo César—. Tened buen viaje y que Dios os conceda una brisa favorable.
Y, sin más, saltó sobre su montura y cabalgó hacia el norte antes de que Duarte pudiera ver las lágrimas que afloraban en sus ojos.
CAPÍTULO 30
César se mantuvo siempre alerta ante la posibilidad de que alguna patrulla de la milicia española pudiera volver a prenderlo, César evitó todas las poblaciones, cabalgando de noche y durmiendo de día, al amparo de los bosques. Hasta que, finalmente, sucio y exhausto, llegó a Navarra tras atravesar media península Ibérica.
Tal como le había dicho Duarte, su cuñado, el rey de Navarra, esperaba su llegada. Así, al llegar a palacio, César fue conducido inmediatamente a una amplia estancia cuyos ventanales daban al río.
Tras bañarse y vestirse con ropas limpias, fue conducido a los aposentos reales.
Allí, el rey Juan de Navarra, un hombre de gran corpulencia con la tez bronceada y la barba perfectamente recortada, lo recibió con un efusivo abrazo.
—Hermano mío —dijo el monarca navarro—, cuánto me alegro de veros. Me siento como si ya os conociera. Mi hermana Charlotte me ha hablado tantas veces de vos. Por supuesto, sois bienvenido. Aquí estaréis seguro —continuó diciendo—. En ocasiones tenemos alguna escaramuza con algún noble que se muestra demasiado ambicioso, pero nada que pueda amenazar vuestra seguridad ni que deba preocuparos. Así que descansad y disfrutad de la vida. Podéis permanecer aquí cuanto tiempo estiméis conveniente. Tan sólo os pido una cosa —concluyó diciendo con buen humor el monarca—: que mandéis llamar inmediatamente al sastre real para que os confeccione un nuevo vestuario.
César se sintió sinceramente agradecido hacia aquel hombre que, sin haberlo visto nunca, acababa de salvarle la vida. Estaba en deuda con él, sobre todo después de haber dejado a Charlotte sola en Francia durante tantos años. Algún día esperaba poder corresponder a su generosidad, pues César Borgia siempre pagaba sus deudas.
—Os agradezco de corazón vuestra hospitalidad, majestad —dijo César—. Si me lo permitís, quisiera ayudaros a sofocar esas escaramuzas de las que habéis hablado. Como sabréis, tengo cierta experiencia en la guerra y estaría encantado de poner mis conocimientos a vuestro servicio.
El rey Juan sonrió.
—Será un privilegio, pues vuestra fama os precede. —Bromeando, desenvainó su espada y la posó sobre el hombro de César—. Yo os nombro comandante en jefe de los ejércitos reales. —Guardó silencio durante unos instantes—. Aun así, deberíais saber que el anterior comandante saltó por los aires hecho pedazos la semana pasada —concluyó diciendo mientras reía, mostrando su reluciente dentadura.
César, agotado, durmió durante dos días seguidos. Pero, al amanecer del tercer día, se levantó y, enfundado en su nueva armadura, salió a inspeccionar sus nuevas tropas.
La caballería estaba formada por experimentados profesionales, disciplinados y bien comandados; sin duda se conducirían con valor en el campo de batalla.
La artillería contaba con veinticuatro piezas, limpias y en buen estado. Al igual que los soldados de caballería, los artilleros parecían hombres experimentados en el arte de la guerra. Aunque no era ni mucho menos la artillería de Vito Vitelli, serviría.
Pero al pasar revista a las tropas de infantería, César se encontró con un panorama muy distinto. Estaba formada mayoritariamente por campesinos sin ninguna experiencia que el rey reclutaba para hacer el servicio militar y, aunque no les faltara voluntad, estaban pobremente adiestrados si llegaba a surgir algún conflicto, César tendría que valérselas sin su ayuda.
Pero las semanas transcurrieron sin que César tuviera que recurrir a sus tropas. Ante la sorpresa del propio César, fueron los días más felices que recordaba, con la excepción de los que había pasado junto a Charlotte tras sus esponsales y aquellos que había vívido en "Lago de Plata". Por una vez, su vida no parecía correr peligro. Por una vez, no estaba obligado a planear estrategias en contra de nadie, ni nadie las planeaba tampoco en contra de él.
El rey Juan, que demostró ser un perfecto anfitrión, parecía agradecer su compañía. Era un hombre bondadoso y en ningún momento César tuvo la sensación de que pudiera llegar a traicionarlo. Pasaban juntos gran parte del día, cabalgando o cazando. Así, César no tardó en pensar en él como en un hermano. Por las noches, después de cenar, se sentaban junto a la chimenea y comentaban los libros que habían leído o conversaban sobre las diferentes formas de gobierno y las responsabilidades del liderazgo. Incluso llegaron a enfrentarse en un combate de lucha libre, aunque César tuvo la impresión de que el rey se dejó vencer debido al afecto que había llegado a sentir por él.
Así, por primera vez en muchos años, César se sentía tranquilo. —Creo que ya es hora de que vuelva a reunirme con mi esposa y mi hija —le dijo un día al rey—. Desde que nos despedimos, he escrito a Charlotte en numerosas ocasiones y he enviado obsequios para ambas, pero, cada vez que pensaba que se aproximaba el momento de volver a reunirme con ellas, surgía algún nuevo peligro que lo impedía.
Juan acogió con entusiasmo la perspectiva de volver a ver a su hermana y a su sobrina. Así, los dos amigos brindaron por el reencuentro con Charlotte.
Esa misma noche, César escribió a su esposa al castillo de la Motte Feuilly.
Mi querida Charlotte: Por fin puedo haceros partícipe de las noticias que desde hace tanto tiempo deseaba haceros llegar. Quiero que os reunáis conmigo en Navarra, vos y la pequeña Luisa. Juan se ha portado como un verdadero hermano conmigo y la situación aquí permite que volvamos a estar juntos. se que el viaje será largo y fatigoso pero, una vez que estéis aquí, ya nunca volveremos a separarnos.
Vuestro y enamorado.
CÉSAR
A la mañana siguiente, César envió la carta por correo real. Aunque sabía que todavía pasarían varios meses antes de que su esposa y su hija se reunieran con él, la perspectiva de volver a verlas lo llenaba de gozo.
Varios días después, mientras cenaba con el rey, César advirtió que algo contrariaba a su anfitrión.
—¿Qué es lo que os preocupa, hermano mío? —preguntó.
El rey Juan tardó algunos segundos en responder.
—El conde Luis de Beaumont lleva meses causándome problemas —dijo finalmente, incapaz de contener su ira por más tiempo—. Sus hombres roban el ganado y el grano a mis súbditos, y los dejan sin sustento. Fingiendo servir a la Iglesia en una causa supuestamente santa, intenta sobornar a mis capitanes con tierras y oro para que me traicionen. Pero esta vez el conde se ha superado a sí mismo. No hace muchas horas que sus soldados se han apoderado de una población y, tras torturar a todos los hombres y violar a las mujeres, han prendido fuego a toda la aldea. Ya no se trata de un incidente aislado. Beaumont pretende apoderarse de parte de mis territorios. Y su estrategia es el terror.
Pretende aterrorizar a los aldeanos para que me abandonen y acaben rindiéndole pleitesía para poder conservar sus hogares y sus vidas.
Una vez más, la traición emergía como un dragón desde las profundidades. César, que conocía la traición mejor que nadie, temió por Juan.
De repente, el rey golpeó la mesa con ambos puños, y derramó el vino de su copa.
—¡Lo detendré! —exclamó—. Como rey de Navarra debo proteger a mis súbditos. El pueblo no debe vivir atemorizado. Mañana mismo conduciré mis tropas hasta Viana y tomaré su castillo.
Debes someter al conde de Beaumont, pero no debéis ser vos quien lideré las tropas, pues el enemigo sin duda opondrá una resistencia feroz y vos sois demasiado valioso para el reino como para arriesgar vuestra vida. Nunca podré saldar mi deuda con vos, pues me ayudasteis cuando todos los demás me dieron la espalda, pero ahora permitid que sea yo quien cabalgue al frente de vuestros hombres, pues he liderado muchos ejércitos y os aseguro que saldremos victoriosos.
Desarmado ante sus argumentos, el rey Juan accedió a los deseos de César. Ambos pasaron buena parte de la noche estudiando los planos de las defensas de Viana y planeando la estrategia que debía conducirlos a la victoria.
Al día siguiente, César se levantó antes del amanecer. Las tropas esperaban listas para emprender la marcha. Su caballo, un brioso semental bayo, golpeaba el empedrado nerviosamente con sus poderosos cascos.
Así, el ejército del rey de Navarra, lidereado por César Borgia, atravesó extensas praderas, subió colinas y vadeó ríos, hasta que, finalmente, llegó a la plaza fortificada de Viana.
César estudió las defensas del enemigo. Los muros eran altos y recios, pero él había visto murallas más altas y más sólidas. En comparación con Forli o con Faenza, Viana no debería ser una plaza difícil de tomar.
Igual que lo había hecho tantas otras veces, César desplegó a sus hombres alrededor de la fortaleza. Con una armadura ligera y la espada desenvainada, estaba listo para la lucha. Él mismo comandaría la carga de la caballería ligera, pues, al no poder confiar en la infantería, sabía que el desenlace de la batalla dependería de lo que hiciera la caballería.
Tal como se lo había visto hacer tantas veces a Vito Vitelli, dispersó los cañones frente al perímetro de las murallas, protegiéndolos del enemigo con unidades de caballería e infantería. Una vez satisfecho con la posición de sus hombres, ordenó que los cañones disparasen contra las torres y las almenas, pues sabía que así provocaría numerosas bajas en el enemigo, reduciendo los riesgos a los que deberían someterse sus propios hombres. Los cañones hicieron temblar la tierra.
Los cañones dispararon una y otra vez hasta que la parte superior de las murallas empezó a desmoronarse, derrumbándose a ambos lados de la fortaleza.
César no tardó en oír los gritos de los enemigos que habían sido mutilados por el letal bombardeo.
Al cabo de una hora de incesante bombardeo, César ordenó que todas las piezas de artillería fueran reunidas frente a un mismo flanco de la fortaleza, donde concentrarían sus disparos en una sección de la muralla de unos quince metros de ancho. Por ahí cargaría la caballería en cuanto los cañones abrieran una brecha.
Al ver cómo los muros temblaban con cada nueva descarga, César supo que había llegado el momento.
Ordenó a la caballería que se preparase para la lucha. Sus capitanes transmitieron sus órdenes y los soldados subieron a sus monturas, empuñando sus temibles lanzas. Además, llevaban espadas colgando de las sillas para seguir luchando en caso de ser desmontados.
César montó en su brioso corcel con la lanza en posición de ataque y comprobó que su espada y su maza estuvieran bien sujetas a la silla.
La sangre de César volvía a hervir con el ardor del guerrero. Pero esta vez era más que eso, pues no se trataba de una batalla más. Ahora luchaba por un rey que había sido generoso con él, por un rey que se había convertido en su amigo, en su hermano.
Si todo marchaba como estaba previsto, esa misma noche le comunicaría personalmente al rey de Navarra, su amigo y benefactor, que el enemigo había sido derrotado.
Y, entonces, César oyó ese grito que tantas otras veces había oído.
—¡Una brecha! ¡Una brecha! —exclamaron los soldados.
El muro había cedido, y había dejado espacio más que suficiente para que la caballería pudiera acceder a la plaza.
—¡A la carga! —gritó César al tiempo que bajaba la visera de su yelmo. Un segundo después, galopaba hacia la brecha abierta en la muralla.
Pero algo iba mal. No escuchaba el retumbar de los cascos galopando a su espalda.
Sin detenerse, César se giró sobre su montura.
Ni uno solo de sus hombres lo había seguido. Las tropas de reserva del conde Beaumont no tardarían en posicionarse en la brecha abierta en el muro y, entonces, todo el trabajo de la artillería habría sido inútil.
César detuvo su caballo y levantó la visera de su yelmo. —¿Acaso no tenéis valor? ¡Cargad, cobardes! —gritó con toda la fuerza de sus pulmones.
Pero, una vez más, todos los jinetes permanecieron inmóviles. Y, entonces, César lo comprendió todo. Aquellos miserables se habían vendido al enemigo. La caballería de Navarra había traicionado a su rey.
Pero César nunca traicionaría a su amigo, a su salvador.
Se bajó la visera del yelmo y, con la lanza ajustada bajo el brazo, galopó en solitario hacia la brecha.
Los soldados del conde lo esperaban al otro lado de la brecha con picas, lanzas y espadas. Y, aun así, César siguió galopando. Dio muerte a los dos primeros hombres que encontró en su camino, pero pronto se vio rodeado por el enemigo.
Blandiendo la espada en una mano y la maza en la otra, César luchó por su vida. Un soldado tras otro fueron cayendo a su alrededor, atravesados por su espada o aplastados por su maza.
Hasta que su caballo se desplomó, y César rodó por el suelo, intentando esquivar las picas y las espadas del enemigo. Consiguió incorporarse y, aunque había perdido la maza, se defendió asestando golpes de espada a diestro y siniestro.
Pero el enemigo era demasiado numeroso. Sintió cómo el filo de una lanza se clavaba en su costado y, de repente, todos los soldados se abalanzaron sobre él, atravesándolo una y otra vez con sus espadas. Sangraba por numerosas heridas. Cada vez estaba más débil. Y entonces oyó la voz del destino, reconfortándolo: "Vivir para las armas y morir por ellas." Mientras caía desplomado al suelo, su mente le trajo la imagen de Lucrecia. Y entonces todo pensamiento cesó, César Borgia había muerto.
CAPÍTULO FINAL
César Borgia, cardenal, duque y gonfaloniero, fue honrado con unos fastuosos funerales en Roma. El papa Julio II ofició personalmente la misa por su alma. Tras la ceremonia, las cenizas de César fueron enterradas bajo un colosal monumento en la iglesia de Santa María la Mayor. En Roma se decía que el sumo pontífice no se atrevía a perderlo de vista ni tan siquiera después de muerto.
Pero Lucrecia Borgia le pidió a don Michelotto que robase las cenizas de su hermano. Don Michelotto, que había conservado la vida milagrosamente, guardó las cenizas en una urna de oro y cabalgó toda la noche para entregárselas a Lucrecia.
Al día siguiente, Lucrecia partió de Ferrara al frente de un cortejo de trescientos nobles y soldados.
Cuando el cortejo finalmente llegó a "Lago de Plata", antes de levantar las tiendas junto a la orilla, los hombres de Lucrecia expulsaron a los penitentes que buscaban limpiar sus almas de pecado en las aguas del lago.
Al ver a los penitentes, Lucrecia recordó los tiempos en los que ella también se había entregado a los pecados de la carne. Recordó el temor que había sentido por su padre y por su hermano, por la salvación de su alma se había bañado en el lago, buscando limpiarse de sus deseos pecaminosos, creyendo que aquellas aguas milagrosas la limpiarían de toda tentación y le brindarían paz y consuelo.
Y Lucrecia recordó cómo su padre, el Santo Padre, le había recordado con una sonrisa irónica que no había nada menos digno de confianza que un pecador buscando redención; después de todo, esa actitud sólo demostraba debilidad de carácter.
Ahora, sentada en su tienda dorada, junto a la orilla del lago, Lucrecia sintió cómo las aguas plateadas la envolvían con una paz como nunca había conocido. Su padre y su hermano habían muerto y, con su muerte, también se había sellado su destino. Tendría más hijos, ayudaría a gobernar Ferrara y, por encima de todo, sería justa y piadosa durante el resto de sus días.
Nunca podría igualar las gestas de su padre ni de su hermano, pero eso no importaba, pues ella sería lo que ellos nunca fueron: una persona misericordiosa. Recordó con tristeza cómo César había ordenado asesinar al poeta Filofila por dirigir sus versos contra los Borgia, acusándolos de mantener relaciones incestuosas y de envenenar a sus enemigos. Qué poco parecía importar eso ahora.
Por eso había llevado las cenizas de César a "Lago de Plata", como si pensara que, incluso después de muerto, necesitase del poder de aquellas aguas milagrosas para eludir la tentación del pecado. o puede que fuera ella misma quien deseara limpiarse de los únicos pecados de los que había sido culpable, aunque ya nunca más lo sería, pues, ahora, por fin encontraría la redención.
Lucrecia pensó en su padre, en el cardenal de la Iglesia, en el padre afectuoso y entregado a sus hijos, en el vicario de Cristo. ¿Ardería su— alma en el infierno? Sintió compasión por él y pensó que el Padre Celestial sería misericordioso. Todavía recordaba lo que le había dicho su padre cuando ella lloraba a su amado esposo, muerto a manos de César.
"Ambos serán perdonados —había dicho—. ¿Qué sentido tendría la existencia de Dios de no ser así? Y, algún día, cuando esta tragedia haya tocado a su fin, volveremos a estar juntos."
Con el crepúsculo, la superficie del lago se tiñó de plata. Lucrecia caminó hasta el pequeño embarcadero junto al que ella y sus hermanos solían nadar cuando eran niños. En su mente, podía oír la voz de César: "No, Crecia, el agua es muy poco profunda." "No te preocupes, Crecia, yo cuidaré de ti. " Y oyó la voz de César, muchos años después, cuando ambos ya habían renunciado a sus primeros sueños: " Si eso es lo que quieres, Crecia, te ayudaré." Y recordó lo que le había dicho la última vez que habían estado juntos: "Cuando muera, Crecia, tú debes vivir por mí. " Y ella le había prometido que lo haría.
Mientras observaba el lago desde el final del embarcadero, la noche empezó a envolverla con su brillante oscuridad. Lucrecia esperó a que la luna se alzara tras el horizonte. Entonces abrió la urna dorada y, lentamente, dejó caer las cenizas de César en el lago.
Un grupo de penitentes que volvía a sus casas tras un día dedicado a la oración y el arrepentimiento vio su silueta perfilándose en el embarcadero.
Una hermosa joven se volvió hacia el hombre que la acompañaba y, señalando hacia Lucrecia, preguntó:
—¿Quién es esa mujer tan hermosa?
—Es Lucrecia, la piadosa duquesa de Ferrara —respondió él—. ¿Nunca has oído hablar de ella?.
NOTA FINAL
Lo que más me sorprendió de Mario Puzo cuando lo conocí fue que no se parecía en absoluto a sus personajes. El Mario con el que compartí mi vida fue un marido, un padre, un amante, un mentor y un verdadero amigo. Era amable y generoso, sincero y divertido, inteligente y muy auténtico. La lealtad, la bondad y la compasión de sus personajes era un reflejo de su propia personalidad; no lo era, sin embargo, la maldad. Este último aspecto provenía de sus pesadillas, no de sus sueños. Era un hombre sin prejuicios, generoso, tímido y de voz dulce. Viví con él durante veinte años, durante los cuales jugamos, trabajamos y pensamos juntos.
Mario estaba fascinado con la Italia renacentista, y, especialmente, con la familia Borgia. Estaba convencido de que ésta fue la primera familia criminal de la historia, y que en sus aventuras había mucha más traición que en las historias que él escribió sobre la mafia. Era de la opinión que los papas fueron los primeros "Dons" y que, de ellos, el papa Alejandro VI fue el Don más importante.
Durante todos los años que estuvimos juntos, Mario me explicaba historias sobre los Borgia. Sus aventuras le asustaban y le divertían a la vez, e incluso llegó a recrear alguna de ellas, para hacerlas más contemporáneas, y poder integrarlas, así, en los libros que escribía sobre la mafia.
Uno de los pasatiempos favoritos de Mario era viajar, y lo hacíamos muy a menudo. Cuando en 1983 visitamos el Vaticano, quedó tan fascinado por el aspecto y la comida de Italia como por su historia, así que decidió escribir una novela sobre este país. Pero pasaron muchos años antes de que lo hiciera y cuando hablaba de ella, decía que era " otra historia familiar", que era el modo en que solía referirse a El padrino. Mientras tanto, escribía otras novelas y, cada vez que se sentía bloqueado y desanimado, se refugiaba en el libro sobre los Borgia para inspirarse.
—Ojalá pueda escribir un libro con este material y hacer que sea un éxito— me dijo un día mientras, como hacía tantas veces, estaba tumbado en el sofá de su estudio y miraba al techo.
—Y, ¿por qué no lo haces?— le pregunté.
—Cariño, hasta que cumplí los 48 años era un escritor que no paraba de luchar para seguir adelante —me dijo—. Escribí dos libros que la crítica calificó como clásicos y con los que sólo gané cinco mil dólares. Hasta que no escribí El padrino no fui capaz de mantener a mi familia. He sido pobre durante muchos años y, a estas alturas de mi vida, no voy a arriesgarme a hacer algo diferente.
En 1992, después de que sufrió un ataque al corazón, le pregunté de nuevo:
—¿Has pensado en el libro sobre los Borgia?
—Primero, debo escribir dos libros más sobre la mafia —me dijo—. Además, todavía me lo paso bien conviviendo con estos personajes. Todavía no estoy preparado para deshacerme de ellos.
Mientras se recuperaba de la operación de corazón en Malibú, cada vez que se sentía incómodo o quería divertirse, leía libros sobre la Italia renacentista y escribía historias sobre los Borgia que comentábamos juntos.
Mario era un hombre muy divertido y tenía una manera muy personal de ver las cosas.
—Lucrecia era buena chica —me dijo un día mientras estábamos en su estudio.
—Y el resto de la familia —le dije—, ¿eran ellos los malvados?
—César era un patriota que deseaba ser un héroe. Alejandro era un padre complaciente, un verdadero hombre de familia —dijo—. Como muchas personas, hacían cosas malas, pero eso no los convertían en malvados.
Aquel día estuvimos hablando y riéndonos de ellos durante largas horas, y, aquella noche, Mario finalizó la escena durante la cual el papa y César discutían sobre si éste quería ser cardenal.
Sólo estaba dispuesto a salir de casa y comer con alguien cuando Bert Fields (un distinguido historiador que, además, era su abogado y uno de sus mejores amigos) visitaba nuestra ciudad. Cada vez que nos veíamos, ya fuera en la costa este como en la oeste, siempre acabábamos charlando sobre los Borgia. Como Mario, Bert se emocionaba y se sorprendía con las historias de poder y traición del Renacimiento.
—¿Cuándo acabarás el libro de los Borgia? —solía preguntar Bert.
—Estoy trabajando en él —contestaba Mario.
—Está muy avanzado —le decía yo a Bert.
Y Bert parecía contento. El tiempo pasaba y Mario llamaba muy a menudo a Bert para diseñar las historias: le hacía preguntas y comentaban temas. Cada vez que acababa de hablar con Bert, Mario y yo charlábamos acerca de los Borgia y le emocionaba la idea de seguir escribiendo relatos sobre esta familia.
—Te ayudaré a acabar el libro sobre los Borgia —le dije un día de 1995, después de mantener con él una interesante conversación sobre la naturaleza del amor, las relaciones y la traición.
—No quiero que nadie colabore conmigo en ningún libro hasta que me haya muerto —dijo, con una sonrisa en sus labios.
—Muy bien —dije— ¿Y qué haré entonces con un libro inacabado?.
—Mi voz estaba calmada, aunque mis nervios no lo estaban.
Mario se rió.
—Acabarlo —me dijo.
—No puedo acabarlo. No recuerdo todo lo que me enseñaste —le dije, incapaz de imaginar mi vida sin él.
Me dio una palmada en el hombro y me dijo:
—Claro que puedes. Conoces perfectamente la historia. La hemos comentado muchas veces y yo ya he escrito muchas páginas. Serás capaz de añadir las piezas que faltan. Luego, me pellizcó la mejilla y me dijo:
—De verdad que te he enseñado todo lo que sé. Dos semanas antes de que falleciera, su corazón estaba cansado, pero su mente se mantenía lúcida. Un día, mientras yo estaba en su estudio, cogió, del último cajón de su escritorio, un gran pliego de folios amarillos pautados escritos a mano con bolígrafo rojo. Creía que eran notas de Omertá, pero no era así.
—Léelo —me dijo, y me dio las páginas. Cuando lo empecé a leer, me saltaron las lágrimas. Era el último capítulo del libro sobre los Borgia.
—Acábalo —me dijo—. Tienes que prometérmelo. Y eso fue lo que hice.
FIN