A partir de la exposición de las prácticas práctico-significativas y crítico-dialógicas hemos podido observar una preocupación en el aula que se dirige, no sólo a una socialización cognitiva con una visión constructiva del conocimiento, también a una socialización normativa o moral (“no sabemos compartir”, “el conflicto de género”) que apunta hacia una concepción integral de la educación. No sólo se ha posibilitado que los niños y niñas se apropien de unos conocimientos y desarrollen unas habilidades, también se ha propiciado que puedan aprehender y desarrollar unas actitudes y valores sociales y un sentido participativo, de pertenencia a una comunidad (como se puso de manifiesto en los “proyectos de escuela”). No hay que olvidar que la escuela “es un lugar extraordinario para hacerse a la idea de cómo usar la mente, cómo relacionarse con la autoridad, cómo tratar con los otros” (Bruner, 1997: 97).
Para que ello haya sido posible el aula ha tenido que transformarse, dejar de ser un espacio de roles fijos y marcados, que funciona como espacio de transmisión, para permitir la entrada de los significados y preocupaciones de los alumnos, como base para participar conjuntamente –maestro y alumnos- en un proceso de aprendizaje construido en común. Hemos observado procesos en que los participantes se han visto envueltos como sujetos activos, responsables y con iniciativas. Se ha dado cuenta de la preocupación por la búsqueda de la “comprensión” y de la integración de significados en mayor medida que el interés por la evaluación de productos finales y el “juicio”.
Hemos observado que la realidad de lo que acontece en el aula es un “acto conjunto” entre maestros y alumnos. Entre maestros y alumnos tiene lugar una relación que es una interacción que funciona y se desarrolla alrededor del trabajo:
“La interacción es entendida como el “toma-y-dame” diarios entre profesores y alumnos. Es un proceso de negociación, un proceso sobre la marcha por medio del cual las realidades diarias de la clase son constantemente definidas y redefinidas.” (Delamont, 1988: 34)
Así pues, ni los papeles, ni la situación de la clase están dados, se van construyendo por los participantes como actores reflexivos. La vida de la clase llega a ser “una generación de significados compartidos” en colaboración. Es ese toma y daca, promovido mediante la conversación y la acción, lo que llega a configurar una determinada cultura de aula.
La gestión compartida de las experiencias y del aprendizaje que tienen lugar en muchas de las aulas de primaria son excelentes indicadores de la concepción del aula como comunidad o de una comunidad que aprende de manera compartida.
Si echamos un vistazo a muchas de las aulas cuando están “vacías”, observamos algunas huellas de esta comunidad:
- Paredes repletas y decoradas con los trabajos de los niños/as.
- Murales de los alumnos/as con algunos de los contenidos relevantes de las áreas.
- Cartel que nos recuerda los responsables de la semana en diferentes ámbitos.
- El rincón de la biblioteca del aula con la lista de los libros que van leyendo.
- Las hojas de seguimiento de los trabajos de los niños/as o de los deberes.
- Las plantas, que hay que cuidar entre todos/as.
- Las noticias de algunos de los integrantes.
- El material que se comparte: folios, ceras, pinturas, tijeras, atlas, diccionarios, etc.
- Disposición ordenada de mesas y sillas ante una pizarra.
El aula, más que un escenario definido por una situación dada, es un escenario que se va construyendo día a día, y que se va llenando de significados, conducidos por la “autoridad” del maestro/a como “vicario de la cultura”. Desde los encuentros iniciales, en que los niños/as escuchan, más o menos atónitos, al maestro/a los primeros monólogos y consignas, en que el aula está exenta de la impronta de los alumnos/as, hasta el último día de curso de un junio caluroso, el espacio del aula ha sido escenario de representaciones diversas:
- Si bien es cierto que, en los primeros días del curso, el aula aparece para los niños como un espacio nuevo, casi hostil, plenamente acotado, a medida que van experimentado las vivencias en el aula, los niños y niñas se mueven en el aula con soltura, hacen propuestas de actividades, de agrupamientos, sugerencias de posiciones, de decoración, de cambios de espacios. Han desentrañado todos los recodos “misteriosos” del aula y de los armarios, y se mueven con desparpajo. El aula acaba convirtiéndose en un espacio “familiar” para la mayoría. Y lo que es más importante, los compañeros/as y maestro/a también acaban convirtiéndose en personas “familiares”.
- Dentro de un marco prefigurado los niños y las niñas participan, en diferentes niveles, en la construcción de la situación del aula: a) Se muestran buenos receptores y también aportan sus experiencias y comprensiones. b) Se mueven en espacios acotados y supervisados por la figura del maestro y también participan en la gestión del aula, y en la construcción de normas y reglas para su convivencia.
- La organización social de las tareas escolares ha posibilitado modalidades de interacción diversa: a las actividades individualizadas, en que se requiere que el niño se “aísle”, han sucedido las colectivas del grupo-clase, pequeño grupo, equipos cooperativos. Trabajan aisladamente en medio de la multitud, y también trabajan juntos en cooperación, y se sienten integrantes de la comunidad-aula. Aunque, ciertamente, los alumnos y alumnas se ven envueltos en procesos comparativoscompetitivos, también participan en procesos de ayuda y de atención a quienes más lo necesitan.
- En el momento que los niños y niñas dejan el aula para salir al patio, también siguen teniendo ante sí un entramado de relaciones sociales y de expectativas compartidas que desarrollar. Realmente en el patio “los juegos constituyen un entrenamiento social de gran importancia, pues allí prueban sus habilidades, se establece una jerarquía social y aprenden mucho sobre las relaciones humanas” (Delval 2002: 157).
En definitiva, en el aula, niños y niñas participan en un proceso de socialización cognitiva y relacional junto con el maestro o maestra (o maestros y maestras). Por lo que ocurre realmente en el aula, es más acertado “considerar el aprendizaje en clase como una interacción entre los significados del enseñante y los de los alumnos, de modo que lo que les queda es en parte compartido y en parte exclusivo de cada uno de ellos” (Barnes, 1994: 23). Lo que pone de manifiesto la concepción del aula como comunidad (comunidad de aprendizaje o comunidad de indagación), es que la adquisición del conocimiento y de la competencia social por parte de los alumnos y alumnas es un proceso de construcción interactivo, intersubjetivo y subjetivo, y no una simple adquisición o una copia pasiva de la realidad.
Lejos de un régimen de transmisión unidireccional y única, el “aprendizaje (sea lo que sea aparte de esto) es un proceso en el que las personas aprenden unas de otras, y no sencillamente del mostrar y el contar” (Bruner, 1997: 40). El maestro deja de ser el único detentor de los saberes, para facilitar que otras personas, que tienen algo relevante que compartir, puedan hacerlo, o para facilitar que los “aprendices se andamien unos a otros”, conformando maestros y alumnos una “subcomunidad de aprendices mutuos”.
Hemos descrito experiencias en que maestros y alumnos se han enfrascado en procesos estimulantes para todos, implicándose en la producción de un producto conjunto (los alumnos de segundo crearon el mural a partir del poema de Pere Calders, los alumnos de tercero escribieron el libro de “nuestros” cuentos, los alumnos de sexto investigaron sobre el clima y enviaron el dossier a los amigos brasileños, redactaron el “manifiesto”, realizaron la revista sobre las “jornadas”, etc.), y en ocasiones, han necesitado ayuda de otros colaboradores (instituciones y organismos). El trabajo colaborativo, la “indagación dialógica” parece tan integrado en algunas prácticas de aula como el “sencillo” recordatorio de Bruner (1997: 96): “Hace años que sabemos que si se trata a las personas, incluyendo a los niños, como participantes responsables que aportan al grupo, como encargadas de una tarea, crecerán hasta llegar a serlo; algunas mejor que otras, obviamente, pero todas se beneficiarán”.
Las prácticas educativas del tipo que propició “el conflicto de género”, “qué podemos hacer”, los “proyectos” de aula o de escuela “sirven a una función renovada dentro de nuestras sociedades en cambio” porque implica “el cultivo de una conciencia sobre lo que significa vivir en una sociedad moderna” en palabras de Bruner:
“Mi consejo no es que desbordemos las cabezas de los niños. Es solamente que deberíamos darles una oportunidad [...] para entrar en la cultura con conocimientos sobre en qué consiste y qué se hace para enfrentarse a ella como participante.” (Bruner, 1997: 100)
En las prácticas educativas arriba mencionadas los niños y niñas estaban aprendiendo a compartir una misma perspectiva sobre los juegos en la medida que iban dando cuenta interpretativa y explicativamente de lo que les acontecía, al mismo tiempo que promovían un trato igualitario; y también dialogaron y actuaron sobre cuestiones de medio ambiente, solidaridad, derechos humanos, paz, etc. Y al hacerlo así aprendieron estrategias de cómo usar su mente, aprendieron a reflexionar sobre lo que sabían y a tener algunas ideas y concepciones algo más claras para sí mismos y también para los demás, e iban aprendiendo una idea viva de una comunidad de aprendizaje, de una comunidad que se conducía hacia un “enseñar compartiendo”.
En este clima colaborativo maestros y alumnos/as se preocupan por crear ambientes de aprendizaje acogedores, y un ambiente igualitario de aprendizaje y convivencia. Se ponen en común tanto aprendizajes cognitivos, como experiencias y vivencias (conflictos, celebraciones, etc.), como emociones. En este proceso comunitario resulta de capital importancia, como hemos podido observar, el papel del maestro como guía y regulador para promover la participación, y relaciones más colaborativas y comunales. El maestro/a como vicario de la cultura democrática se preocupa por todos y cada uno de los alumnos/as globalmente, y por la dinámica de relaciones del grupo.
Un recurso habitual de estos maestros es hacerse eco en el aula de las particulares vivencias de los niños y niñas, y de sus historias personales, con el objetivo de contribuir en propiciar una especie de seguridad afectivo-relacional, que garantice un clima social y de trabajo realmente eficaz y constructivo para todos y todas. Ello comporta un intento por igualar a todos en las valoraciones positivas de sus aspectos personales, de hacerlos protagonistas en diferentes momentos y aspectos de las actividades, sin relegar a nadie. Es importante este componente regulador de igualdad fruto de la autoridad del maestro o de la maestra, que actúa en situaciones de desigualdad y de marginación por diferentes motivos (porque les cuesta actuar en un marco sociocognitivo establecido, porque es objeto de risas a causa de sus gestos, su manera de vestir, su comportamiento), para el proceso de desarrollo de cada niño/a en comunidad. Llegando a propiciar estos contextos vivos de praxis comunitaria, donde todos los niños y niñas pueden encontrar su lugar, es como el aula llega a funcionar como una cultura “facilitadora” en el sentido de Bruner (1997: 96), que “sirve para despertar la conciencia y meta-cognición de sus participantes además de estimular la auto-estima”.
[1] De Paz Abril, Desiderio (2004). Prácticas escolares y socialización: la escuela como comunidad. Estudio etnográfico sobre la naturaleza diversa de las prácticas escolares en una escuela y su desigual influencia en la socialización escolar. Tesis doctoral presentada al Departament de Sociologia de la Facultat de Ciències Polítiques i Sociologia de la Universitat Autònoma de Barcelona.