GENERACIONES 

AYER Y HOY

LAS NIÑAS DEL SAGRADO


Iguales, todos los días iguales. Da lo mismo un lunes que un jueves o un sábado por la noche. Iguales. Lo esperaba… Era la pandemia, ese mounstro de tres caras que nos asoló por tres años.

Lo que no imaginaba es que, a estas alturas de mi vida, me iba a igualar a la de mis compañeras del Sagrado. Volvimos al uniforme. La vida, con caminos tan distintos, se volvió idéntica. Mismas rutinas, misma ropa, mismas preguntas y mismas respuestas. Acaso matices: ¿Cómo lavas tu verdura? ¿El repartidor entra o no a tu casa? ¿Cómo limpias los zapatos? Pero sobre todo la duda capital ¿Qué haces con el pelo? ¿Cana al aire o las afrontas con  las posibles desgracias de los métodos caseros? 

Mis compañeras pasan por lo mismo, lo hemos debatido, discutido, reflexionado. 

Todas iguales, todas coludas y rabonas, todas canosas.

La pandemia nos unificó, nos igualó, nos regresó al grupo de golpe y porrazo. El uniforme terminó por regresar.

Pero una mirada más atenta me hace ver que ya desde los años previos a la pandemia nos habíamos acercado. Poco a poquito, discretamente.

Por años nuestras vidas tomaron devenires diversos. Cada una tomó su rumbo… y su biografía. Y así, mientras formábamos familia y vida profesional, nos fuimos separando. Ya no éramos la generación al completo, nos veíamos entre las amigas más cercanas y luego una vez al año en la comida del Sagrado. Privaban los maridos, los trabajos, las nuevas amistades.

Sabíamos las unas de las otras, y si una estaba en apuros todas la buscábamos, la confortábamos.  Pero “del diario” la vida iba disolviendo ese núcleo que fue la clase. O al menos eso pensaba yo.


Ahora, apuntaladas por el whats, con los hijos, grandes, y los nietos también grandes; y menos compromisos sociales y laborales, regresó el grupo, la generación, el paquete que fuimos y que volvemos a ser.

No sólo somos de la tal generación o de la otra, no sólo somos niñas del Sagrado, no sólo compartimos recuerdos, infancias y a la larga, esas vidas que pensamos en algún momento que habían tomado senderos distintos, se unen.

¿Qué regresó al grupo?

La certeza de ser familia, de pertenecer.

Durante la instrucción General, la madre Aranguren afirmaba que Cristo nos había elegido personalmente, por ser cada una lo que era. Y que por eso éramos, una gran familia. Yo la escuchaba desde el bochorno del medio día sin creerle, pero esa sensación de pertenencia, de ser parte de un todo, de ser esa generación del 67  o del 85, o del 98; de ser esa gran familia se fue metiendo en la piel; en la mía y en la del resto, y ahora se vuelve nítida, prístina. No se analiza, se siente. Ahora, igualadas por los años, nos damos cuenta de que, a pesar de todo, nos parecemos mucho más de los que hubiéramos imaginado cuarenta años atrás.

Y a estas alturas descubrí que la madre Aranguren tenía razón: ellas son mi familia, nunca han dejado de serlo. Son mi piel, están en mi sangre y en mi historia. Amistades van, amistades vienen, pero al final y al principio siempre están las de la clase… Que ahora, en mi día a día, están al lado y… que al final también estarán en la cita del cielo.


Paz Alicia Garciadiego (gen 1967)