Ángel González Muñiz nació en Oviedo el 6 de septiembre de 1925 y falleció en Madrid en el 2008. Fue un reconocido poeta español que estuvo adscrito a la Generación del 50 y que supo con su poesía atravesar los límites del territorio español. En más de una ocasión, González fue invitado a dar conferencias sobre poética en otros países, tales como México, Venezuela o Chile. Además, formó parte de la Real Academia Española, ocupando el sillón de la letra "P".
En su obra puede encontrarse una fuerte contradicción, posiblemente porque los temas que toca son profundos e íntimos a la vez. Pero además ha sabido abordar cuestiones sociales con un lenguaje coloquial y con mucha ironía. Prestó especial atención a la Guerra Civil Española, otro de los acontecimientos que le marcó en la más tierna edad. Algunas de sus obras más reconocidas son "Sin esperanza, con convencimiento", "Tratado de urbanismo" y "Nada grave".
Como dato interesante acerca de este reconocido escritor, su poesía y su vida han servido como fuente de inspiración para muchos poetas, como Luis García Montero, que en su obra "Mañana no será lo que Dios Quiera" narra los primeros años de la vida de González.
La primera novela de Roberto Arlt narra en cuatro episodios la lucha de un adolescente (Silvio Astier) por escapar de la miseria y humillación a la que se ve sometido como consecuencia de su condición social, marcada por la marginación y la pobreza. Como en los claros referentes de la novela picaresca, el héroe —o antihéroe— trata de conquistar el paraíso de la abundancia sin obtener más que tropiezos caricaturescos en un entramado hostil, repleto de personajes patéticos, ruines y desesperados que Silvio soporta con aires de resignación con tonos masoquistas: «Ya no tengo ni encuentro palabras con las que pedir misericordia. Baldía y fea como una rodilla desnuda es mi alma». La evolución del personaje a través de la experiencia, le conduce nada más que a un pozo negro y grande idéntico a su barrio, un mundo triste de valores y absurdas situaciones donde la injusticia dicta las leyes en cada gremio y estamento: «Aquí no necesitamos personas inteligentes, sino brutos para el trabajo».
Y así, el papel donde Astier describe su lucha por la vida, cada día está más humedecido. El pesimismo agarrota sus sentidos: «A mis oídos llegan voces distantes, resplandores pirotécnicos, pero yo estoy aquí, solo, agarrado por mi tierra de miseria como con nueve pernos».
Cuando Silvio Astier toma conciencia de que nunca formará parte de ese otro mundo es derrotado por la rabia: «Estremecido de odio, encendí un cigarrillo y malignamente arrollé la colilla encendida encima de un bulto humano que dormía acurrucado en un pórtico».
Finalmente, decide matarse, y en su defecto —también fracasa— hacer de sí mismo un muerto en vida, renunciando a la lucha y alejándose a través de una traición aparentemente contradictoria, ya que acepta a la vez que modifica las convenciones sociales —«si hago eso destruiré al hombre más noble que he conocido»— condenándose a no tener nada para partir de cero en una nueva búsqueda, quizás para romper el último lazo que le pudiera unir al mundo que desprecia.
Tras la muerte de su segundo esposo, Bernarda Alba se recluye e impone un luto riguroso y asfixiante por ocho años, prohibiendo a sus cinco hijas a que vayan a la fiesta. Cuando Angustias, la primogénita y la única hija del primer marido, hereda una fortuna, atrae a un pretendiente, Pepe el Romano. El joven se compromete con Angustias, pero simultáneamente enamora a Adela, la hermana menor, quien está dispuesta a ser su amante. Durante un encuentro clandestino de los amantes, María Josefa, la madre de Bernarda que mantienen encerrada por su locura, sale con una ovejita en los brazos y canta una canción absurda pero llena de verdades. Cuando Bernarda se entera de la relación entre Adela y Pepe, estalla una fuerte discusión y Bernarda le dispara a Pepe, pero éste se escapa. Tras escuchar el disparo, Adela cree que su amante se haya muerto y se ahorca. Al final de la obra, Bernarda dice que Adela se murió virgen para guardar apariencias, y exige silencio, como en el comienzo de la obra.