El viaje empezó a lo grande: vuelo a las 6:00 de la mañana. Para entonces, nuestras caras eran todo un poema—mezcla de sueño profundo y emoción contenida. Nadie había dormido casi nada, y eso se notaba. Algunos estaban radiantes de ilusión porque era su primer vuelo en avión, y otros… bueno, más bien agarrados al asiento con cara de “esto se cae”. Totalmente comprensible.
El vuelo duró exactamente 3 horas, y a las 9:00 am aterrizamos en Roma, con ese sol romano que parecía darnos la bienvenida. Recogimos las maletas mientras buscábamos con la mirada a nuestro chófer privado. Por cierto, nuestro profe Juan Luis se lo había currado de verdad con este viaje —aunque había momentos en los que lo veíamos al borde del colapso. Y lo entendemos: llevar el timón de un grupo tan magnífico como el nuestro… no es tarea fácil.
Nos recogieron y fuimos directamente al hotel a dejar las maletas. Pero nada de descansar, ¡Roma nos esperaba! Así que sin perder tiempo, nos lanzamos a descubrir la ciudad.
Nuestra primera parada fue el Coliseo. Impresionante. Estar allí, frente a una de las maravillas del mundo, era como entrar en una película. Comimos en un restaurante de esquina cerca del Coliseo —ni nos acordamos del nombre por el cansancio— y seguimos la ruta. Visitamos varios monumentos más (algunos tapados por obras… gracias, andamios), pero sinceramente, ya estábamos tan agotados que los nombres se nos escapaban como el wifi en el hotel.
Después de un día larguísimo, volvimos al hotel rendidos, como si hubiéramos corrido una maratón con mochila. Cenamos algo rápido y nos fuimos a dormir sin rechistar, porque al día siguiente nos esperaba una nueva aventura: tren rumbo a Nápoles.