Los acueductos romanos comenzaron a construirse en el siglo IV a.C., con el objetivo de llevar agua potable desde fuentes lejanas hasta las ciudades. El primero fue el Aqua Appia, construido en el año 312 a.C. por el censor Apio Claudio. En una época de expansión urbana, el abastecimiento constante de agua era esencial para baños, fuentes, hogares y sistemas de saneamiento.
Los acueductos transformaron la vida urbana: permitían la existencia de termas, fuentes públicas, jardines y una higiene que destacaba entre civilizaciones antiguas. Reflejaban el poder y organización de Roma.
Con la expansión del Imperio Romano, los acueductos se convirtieron en una infraestructura esencial en muchas ciudades fuera de Roma. Desde Hispania hasta Asia Menor, los ingenieros romanos adaptaron esta tecnología a todo tipo de terrenos, llevando agua a lugares lejanos y difíciles.
Estas construcciones eran símbolo de progreso y civilización: su presencia indicaba el poder y la organización romana. Ciudades como Segovia, Nimes o Constantinopla contaron con sistemas de abastecimiento que, en algunos casos, siguen en pie hoy en día. Gracias a estos acueductos, se abastecían fuentes, termas, jardines y hogares, mejorando la calidad de vida en todo el Imperio.