TREINTA AÑOS... ¡COMO QUIEN VOLTEA PARA ATRÁS!
Por Tte. Ret. Eduardo Rabell Urbiola
En aquellos días Querétaro era tranquila, apacible. Los Bomberos nos reuníamos en la Central, ubicada en la esquina de Zaragoza y Ocampo. Era curioso ver que había días en que felizmente no se ofrecía ninguna emergencia, aunque de repente éstas se daban.
La tarde había caído sobre Querétaro y las sombras que envolvían aquella ciudad y sus nacientes delegaciones se disponían al descanso nocturno. De pronto sonó la alarma en la Central de Bomberos:
¡Servicio!
Accidente Ferroviario.
¡Trenazo!
Rápido se equiparon quienes estaban presentes. Subieron a la máquina y partieron a toda velocidad a la Hermana República de Hércu les. A la distancia se vislumbraba el resplandor. Lejos estaban de imaginar a lo que se enfrentarían.
No bien llegaron a las inmediaciones la gente les indicaba: “¡Haciaallá!” Sí, hacia ése allá, la vía del tren y el camino en nada era como hoy se ve, además todo estaba oscuro, iluminado solamente por el resplandor del fuego.
Nada más frenar la unidad hasta donde pudo llegar, se escucharon los gritos de Javier Luján:
“¡QUIERO DOS DE 21⁄2”.
‘Y’ GRIEGA CON DOS DE 11⁄2! PITONES LISTOS.
QUE NO TE FALLE EL AGUA”.
Ágil de mente, vio que ellos solos no podrían con el servicio. No se trataba solamente de un descarrilamiento, sino del choque de trenes de los que uno, al parecer, trasladaba productos químicos, en tanto que el otro ¡era de pasajeros! por fortuna vacío. Había fuego en la vía y para completar, olor muy singular, además del humo abundante. Pidió apoyo a la Central. Se hizo oír el ulular de la sirena grande convocando a su derredor a todos quienes formábamos parte de la corporación.
Los minutos se hacían eternos para los que ya estaban combatiendo. En la Central llegaban mis compañeros a equiparse, subir a las unidades e iniciar el viaje con rumbo al oriente. Río rojo luminoso con sonido crispante. Viento contrario, helado, frío, como si quisiese ayudar; solamente incomodó.
Fui de los últimos en llegar. Esa tarde había reiniciado mi vida escolar y me enteré cuando regresaba a casa por un aviso del locutor de la radio. ¡Qué coincidencia!: iniciaba estudios de Historia y el locutor avisaba a los Bomberos. Igual que hacía treinta años. No había nada que pensar, excepto llegar. ¡Media vuelta, clochazo, segundón y arrancón... hasta no verte, Central mía!
En cuanto alcancé a mis hermanos Bomberos acudí con Enrique Lara, hombre de puro corazón. En servicios de este tipo nos hacíamos mancuerna y ¡qué gusto daba trabajar con él! Sujetar el pistero, aguan tar la presión, dirigir el agua hacia donde haría mayor y mejor efecto y mantenernos firmes ahí, para desplazarnos, poco a poco, de un lado para otro. Percibíamos ese olor molesto. Nos picaba la nariz al respirar.
No. No había duda. Lo reconocí. Era amoniaco y algo más. Supe después que era aldehído. Ese aroma persistió insistentemente.
En un pequeñísimo descanso, mientras la bomba-escala continuaba bañando a diestra y siniestra, Toño Olvera me hizo notar cerros y casas erizadas de gente que adivinábamos entre las volutas de humo y nosotros acá abajo, arrojando agua, removiendo lo poco que alcanzábamos, pues aparte del calor intenso y el frío tenaz, nuestras fuerzas no eran las suficientes para hacer a un lado los trozos de fierro de los trenes. Y es que muchos dicen que resulta interesante y atractivo mirar a los Bomberos luchando contra el fuego. Yo nunca los he visto. Acaso sea verdad, pero no debieron volver... ¡si ya se habían ido! Seguramente así lo consideraron al terminar calados hasta los huesos por la lluviecita que estuvo acompañándonos en el incidente. Felizmente nada grave ocurrió.
En este punto quiero hacer público reconocimiento a los maquinistas, pues supieron darnos agua constante y continuamente, pues la presión no decreció. Supe después que arrojamos cosa de 200,000 litros, abastecidos por distintas corporaciones, públicas y privadas, además de la espuma química con que apoyó Celanese Mexicana.
Fue una noche larga, intensamente larga al saber el riesgo que corríamos todos: población, poblado, Bomberos y equipo, no nada más por lo que estábamos mirando en tanto que luchábamos contra ese riesgo. Escuché un comentario suelto, al que no quise ponerle mayor atención.
De no haber sido por la protección divina y el esfuerzo realizado... no quiero ni pensar en consecuencias, asaz funestas. Lo que oí sin querer, es que más atrás venían carros-tanque llenos con gas LP. Sí, unos cuantos miles de litros que pacientemente esperaban a ser rescatados del frío inclemente, calentarse lo suficiente y participar de la ‘juerga del fuego’ en que nos encontrábamos inmersos. De haberse unido a la ‘pachanga’, ni Hércules, ni muchos de nosotros estaríamos aquí, así de sencillo y por descontado, esta reseña no existiría.
Han pasado más de 30 años. Pareciere que todo ha cambiado, pero ¿saben? Sólo de forma superficial, como el arreglo de la calle, ahora en magníficas condiciones; más construcciones, parada de camión, sin embargo, la cicatriz permanece y ésa es el recuerdo que vuelve a nuestra mente, motivado por varias personas en cuyo corazón anida el cariño imperecedero a nosotros, que en esa ocasión tuvimos la oportunidad de brindarles nuestros servicios.
He volteado hacia atrás con intención de recordar algunos detalles más y tristemente mi memoria me ha fallado. De entre los que estuvimos presentes, atendiendo lo que creíamos era una emergencia como tantas otras y que no tuvimos conciencia plena en el momento sino varias horas después, recuerdo a varios de ellos, de quienes diré solamente su nombre y omito su jerarquía, no por falta de respeto y menos de memoria, sino porque los servicios nos hermanaron y nos hicieron vernos como iguales.
Antes debo agregar que este servicio motivó a D. Nacho Larracoechea para implantar capacitación y práctica los domingos terceros de mes, actividad efectuada por Nacho Ortiz, idea que cobró fuerza al día siguiente de los acontecimientos, cuando al rayo del sol fue preciso acudir de nueva cuenta para proteger a los trabajadores que habrían de remover todo lo que quedó y limpiar las vías. Y qué bueno que así fue, pues se dio un pequeño incendio en un carro tanque que pronto fue sofocado. Siempre, de todo, se puede extraer algo bueno.
¿Cuántos éramos? ¿Cuántos asistimos? No podría decir un número exacto porque el reporte de aquel servicio ya no existe. Mi memoria me dice que éramos como 25 Bomberos. Estoy consciente que más de uno faltará. Mi intención no es hacerlos menos, no. Desearía tener en mis manos una copia de aquel documento y citarlos a todos, uno por uno, sin faltar nadie, porque bien merecen ser recordados por el esfuerzo realizado.
Varios estamos aquí, ahora: Ignacio Ortiz Escobar, Antonio Olvera Baeza, Fernando Hinojosa Martínez, Mauricio Nieto Morales, Sergio Baeza Aguillón, José Luis Regalado González, Salvador Alfaro Rodríguez, Policarpo Martínez Mariscal, Benjamín Pérez Guzmán, Arturo López Amador, Víctor Guillén, Víctor Muñoz Rodríguez, Jesús Licea Quintanar, Gustavo Aguirre Calzonzi, Arturo García Mariscal, Víctor Manuel Rodríguez, Juan José García González, Roberto Huerta Plaza, Jesús Huerta Plaza, Francisco Olvera, Gerardo Moreno y el autor de estas líneas.
Mas, tal era de esperarse, con el transcurso del tiempo algunos de ellos ya se nos han adelantado. Cómo olvidar a Enrique Lara Pérez, Francisco Javier Luján Reyna, Javier Lugo Gavidia, Eduardo García Zamora, Ignacio Larracoechea Ostendi, Nicolás López Rosiles, Roberto García Chavero, Antonio Juárez Luna, Francisco Pesquera Herrera y Antonio Lara Pérez.
Todos seguimos aún presentes, si no en forma física, sí en el recuerdo. Todos aún llevamos, grabado a fuego en nuestro corazón, tanto el escudo de la corporación como los sentimientos que anidan en los Bomberos: servir sin esperar nada a cambio; solamente esa satisfacción: ayudar.
Circula por las redes una fotografía de este servicio en que se ve a varios elementos del Heroico Cuerpo Voluntario de Bomberos. Son quienes acudieron desde temprana hora a relevarnos y realizaron las labores de protección y prevención de algo más grave; de hecho, a ellos correspondió sofocar el fuego que se presentó al remover los restos ferroviarios.