- Qué mierda. Compuso él. La mujer miraba extrañada al hombre que todavía yacía sobre sus rodillas. Él pareció estar dispuesto a retomar su acción sin dar demasiada importancia a los golpes, que ya habían desaparecido.
No dejando llevar a cabo el desempeño cotidiano del hombre y el padecimiento de la mujer, volvió a repetirse el intenso golpeteo. Otra vez ambas en ambos sentidos.
-¿Escuchaste? ella respondió que no en un movimiento de cuello dolorido y espalda fría.
- ¿No escuchaste el tropel? Repitió el gesto la mujer y él sostuvo con una mano en el pecho el intento de ella por levantarse. El silencio fue sepulcral y el sonido volvió a repetirse.
- El tropel, alguien corre afuera, del patio a la vereda y de la vereda al patio, va y vuelve. ¿No escuchás? El hombre se incorporó sujetando sus pantalones, acabó por afirmar.
-Ni para eso servís, Alma. Se apoyó con ambas manos sobre ella y se paró. Abrió la puerta del patio, puro macho, en el remanso terco de la noche húmeda halló una pura oscuridad pasmosa, lo helado de la noche se le acunó en el pecho de camisa abierta. Volvió una mano hacia adentro, para prender la luz, el foco explotó en una llovizna de vidrio, el hombre insultó, volviendo sus pasos hacia atrás y cerrando la puerta violento.
- ¿Cómo puede ser que no escuches? Mientras se sacudía los vidrios ella encogió los hombros parada frente a él. Se detuvo en la ventana un buen rato, con las manos cerradas y la espalda ancha, sin omitir ningún tipo de agravio, cosa que a la mujer le resultó extraño, ella se lucía sentada en la mesa ahora, el ejercía el oficio de la preocupación con total apremio y sin disimulo. Luego giró dejando caer la cortina, retornó a la mesa, sin posar sus ojos en ella, tenía la mirada algo ida.
Con la mano golpeó la mesa haciendo saltar todo lo que había sobre ella.
- No me digas que no escuchaste, no me quieras volver loco. Acarició como siempre con el revés de la mano la mejilla de la mujer.
-Me hacés enojar amor, mirá como me hacés poner, tonta. Desde los rincones de mujer herida le empezó a brotar un llanto sin edad, mientras se seguía apretando las rodillas ya marcadas, él le usurpaba la piel, como a un animal muerto, cargaba la mano con una furia precoz, cuando el golpeteo volvió a nacer, desde el fondo del terreno, pasando por la puerta que antes el hombre había abierto y creciendo en dirección a la vereda. Repitiéndose en esta oportunidad cuatro veces las idas y las vueltas. Se congeló con el puño alto y ella vio, entre los dedos de su mano, como al hombre se le extraviaban los ojos.
-Otra vez. Susurró como contando un secreto, mientras dejaba caer su puño que ya no tenía nada de fuerte. Ella vio en sus manos que sostenían sus rodillas cuajadas, el color de sus sueños muertos en la desidia de la sombra que la había abandonado hace demasiado tiempo. Él ya se había pegado al vidrio de la ventana, que cabeceaba incrédulo, penoso, buscando el motivo. Buscando respuestas en el piso el hombre caminó y pasó casi sobre ella.
-Alguien corre afuera, ese tropel, no me van asustar eh. Frente a la mujer se agachó.
-¿Seguro es un amante tuyo no? Se te terminó el amante. Fue hacia la habitación y volvió con la escopeta entre las manos y la cargó frente a ella. Los postigos abiertos resonaban en un ruido a chapa que al hombre alteraba aún más. Abrió la puerta de par en par y una garúa liviana mojaba la vereda corta, empuñando el arma se paró en medio del pasillo que llevaba del patio a la vereda.
- ¡A ver, corre ahora hijo de puta, dale! El viento zarandeaba las solapas de la camisa del hombre que parado en medio de la oscuridad abría los ojos más que antes. Lo sorprendió un soplido en los pocos pelos de la nuca, sin pensarlo el hombre cuerpeó y dando la vuelta largó un fogonazo que iluminó el pasillo totalmente vacío. Buscó entre la humareda algún resabio de un cuerpo acribillado, pero nada vio, ningún bulto, ningún quejido, nada. La oscuridad se hacía larga hacia el patio, el molino todavía abierto se quejaba en lo alto, los álamos del monte resonaban sus gajos no muy lejos y en la noche deshojada el eco del fogonazo se durmió en un intento inútil.
El hombre entró sosteniéndose de los marcos y con el pulso insostenible cerró la puerta y apoyó la espalda abrazando el arma. Del otro lado de la mesa ella lo miraba fijamente, encontraron sus miradas en el medio del comedor, los ojos que se fueron rápidamente al piso, fueron los de ella.
-Qué me mirás, me la estás haciendo bien, pero no me asustás, eh. ¿Sabés lo que te falta para asustarme a mí? Posó la culata de la escopeta en su hombro y apuntó tuerto hacia la cabeza de la mujer que llenó de intensidad esa mirada al piso sosteniendo su cuerpo rígido inquebrantable. Caminó hacia ella pasos largos y retumbantes, apoyó el caño todavía tibio en la sien de la mujer, ella sintió un leve olor a pólvora, que convirtió su suave piel, en una lija gruesa e hiriente.
-Pedime perdón. Dijo el hombre con el pulso inquieto.
- Pedime perdón, arrodíllate y pedime perdón por lo que me estás haciendo. Un llanto voraz se le adivinaba subiendo por la garganta al hombre y mientras ella caía de rodillas, él prefería guardar silencio, ella nunca lo había visto llorar. La mujer se apretó las manos como rezando pero no cerró los ojos, él seguía apuntándole apoyado en su nuca y pudo contar los temblores de su espalda desabrigada, la mujer estaba flaca y la columna parecía cortarle la espalda al medio, con un filo de hacha.
Un golpe seco se escuchó, un golpe seco en la pared, el hombre levantó la cabeza y recorrió los espacios de la casa con una mirada rabiosa y confusa, un tropel más corto por el pasillo del patio y el hombre bajó el arma. El mismo tropel en dirección contraria, otro golpe en la misma pared y después silencio. Ella seguía de rodillas, con las manos abrazadas al punto de quitarles el color, con los ojos abiertos y con lágrimas gordas rodando por sus mejillas. El hombre caminó hacia la puerta con paso inseguro y cuando manoteó el picaporte, un golpe vino de la misma pared y soltó el picaporte, aguardó respuesta y la respuesta llegó. Otro golpe en la misma pared, caminó al centro del comedor donde la mujer seguía de rodillas, y vino el tropel por el pasillo, eran varios tropeles que rodeaban la casa, la rodeaban, la cercaban.
- Alguien corre toda la vuelta. Dijo el hombre. De las paredes vacías empezaron a brotar unos golpes leves pero continuos, en todas las paredes, en el comedor, en el baño, en la cocina, en la habitación, los golpes se caían de las paredes, zamarreaban los postigos de las ventanas y manoteaban los picaportes, se desprendían como gajos secos los revoques flojos de la casa vieja, afuera los tropeles no paraban, corridas alrededor de la casa, interminables.
- ¿Escuchás ahora, escuchás? Respóndeme hija de puta. El hombre se agachó y tomó con su mano el mentón de la mujer.
- No sé si es pájaro o jaula. Dijo ella y volvió de un tirón los ojos al piso sin dejar de repetir…
-No sé si es pájaro o jaula, no sé si es pájaro o jaula, una y otra vez. Los golpes incasables aflojaron los cuadros que empezaron a desprenderse de los clavos, fotos viejas de gente muerta en cuadros opacos reventando en astillas en el suelo, en las alacenas las ollas caían al piso y rodaban, el vino del hombre se escapaba del vaso y todo era temblor, como si por arriba de la casa pasara un tren carguero de madrugada. Todos los golpes en las padres parecían hacerse un solo golpe, siempre continúo, afuera los tropeles alrededor de la casa parecían hacer zanjas, se perseguían rodeando la casa, se perseguían o se perseguía o se buscaba o se burlaba o se perdía o se encontraba o se olía el aroma espeso de los amores puros gastados en espejos negros, rotos y ajenos.
El hombre recorrió la casa impávida tambaleándose sobre los muebles, mientras la mujer no paraba de repetir.
-No sé si es pájaro o jaula, no sé si es pájaro o jaula. Una y otra vez.
- No sé si es pájaro o jaula. Las paredes resonaban. Adoptó, el hombre, una posición fetal de espaldas a la puerta y de frente a la mujer arrodillada. Los golpes en las paredes y los tropeles habían crecido en manera incalculable. El hombre llevó el caño a su boca y se borró la cara en un zumbido prodigioso. De repente en la casa todo fue silencio, el cuerpo del hombre con la cabeza abierta en flor se recostaba contra la puerta salpicada, los brazos vencidos a ambos lados, la escopeta caída sobre el hombro izquierdo, la bragueta abierta.
La mujer miró lo que quedaba del hombre, abrió los brazos todavía arrodillada.
- Es pájaro. Dijo.
- Es pájaro. Y una carcajada blanca invadió el silencio de la noche. Se puso de pie emprolijándose el vestido, se corrió los pelos de la cara con los dedos abiertos al límite, ante los restos del hombre, dejó quieta una sonrisa muda en el ancho de la cara. Recorrió el baño, la habitación, la cocina, el comedor, rozó las paredes y respiró erguida el silencio total de la casa. Probó los ecos con un silbido bajo, arrastró de los pies al hombre hasta liberar la puerta, abrió y un aire de puro libertinaje la invadió, la casa recibió el aire y se desperezó, cantaban los gallos. Antes de que el día alcance los últimos vestigios de la noche, caminó hacia el monte arrastrando al hombre de los pies, abierta la cabeza perdía sesos que comerían los chimangos en los pastos mojados apenas asome el día por detrás de la casa. Se hundió en el monte que se aclaraba en un sol todavía tímido. Oscura y parpadeante dejó al hombre caer boca arriba en un matorral, agazapada clavó los dientes en la carne fresca y esperó a que se habite la casa vieja.