Zola
y el regreso del extranjero
impertinente
y el regreso del extranjero
impertinente
Vaya por delante que el extranjero impertinente soy yo. Sin embargo, en este lugar todos somos extranjeros: unos por necesidad —los refugiados— y otros por necedad, como yo, que regresé al universo de Zola un año después, justo antes de que el mundo se detuviera. La pandemia de la COVID-19 no visitó este lugar, no por falta de riesgo, sino porque el estricto protocolo de cuarentena que tuve que volver a pasar impedía casi por completo la entrada de cualquier patógeno.
Aquí la COVID-19 no existió, doy fe. Estaban mucho más preocupados por otras enfermedades endémicas que por un virus que, en comparación, parecía casi ridículo. Sí, en mi mundo lo vivieron como una tragedia, no solo desde el punto de vista sanitario, sino también a nivel psicológico y económico. Amigos, familiares y colegas me transmitieron todo tipo de experiencias: algunas marcadas por la pérdida de seres queridos; otras, por la sensación de encierro, la prohibición de movimientos y la suspensión de derechos fundamentales.
Como en cualquier parte del mundo, la muerte en África se vive de muchas maneras, pero aquí contrasta significativamente con las prácticas de las sociedades occidentales. Los rituales funerarios son profundamente espirituales y comunitarios, a menudo con ceremonias que duran varios días. En algunas culturas se realizan sacrificios de animales, danzas y cantos tradicionales para honrar al difunto y asegurar su tránsito al más allá. La solidaridad y el sentido de pertenencia son fundamentales en el proceso de duelo.
Muchas culturas africanas tienen una visión cíclica de la vida y la muerte, en la que el espíritu del difunto permanece cerca de la comunidad e influye en la vida de los vivos. Los ancestros son venerados y se cree que desempeñan un papel activo en la protección y guía de sus descendientes. Pero con los niños es diferente. La muerte infantil es demasiado común y se percibe de otro modo, más ligado a la fragilidad de la existencia que a un tránsito definitivo. En algunas comunidades, la partida de un niño pequeño no se ritualiza con la misma solemnidad que la de un adulto, pues se cree que su espíritu aún no ha establecido un vínculo completo con el mundo terrenal y, por lo tanto, puede regresar en una nueva vida.
Si he comenzado mi relato con un tono más triste es porque, desgraciadamente, lo fue. A mi llegada, una extraña enfermedad estaba acabando con la vida de más de un centenar de niños, y la causa aún no estaba clara. Un parásito intestinal adquirido por agua contaminada era el principal sospechoso y, pese a los incansables esfuerzos del personal médico, no se pudo hacer nada. De un grupo de más de 600 refugiados en cuarentena, no quedó ni un solo niño menor de ocho años. La tristeza que se respiraba allí me dejó completamente inmune a las quejas y lamentos de aquellas personas cercanas que me relataban lo mal que lo estaban pasando con la COVID-19. Yo, impotente, solo escuchaba y daba ánimos. ¿Qué podía decir? Eran realidades tan distintas que no encontraba las palabras.
En términos generales, y según datos de la ONU, África es, con diferencia, el continente con la mayor tasa de natalidad del mundo, y se prevé que continúe siéndolo en el futuro. Sin embargo, la esperanza de vida sigue siendo alarmantemente baja, ya que en más de la mitad de los países africanos no supera los 64 años.
La República Centroafricana tiene la esperanza de vida más baja del continente, con apenas 53 años. Junto con Lesoto, son los dos únicos países cuya población rara vez alcanza los 55 años. Son pocos los que superan la media de 70 años, y todos ellos comparten una de estas dos características: o bien son países insulares, como Seychelles, Cabo Verde y Mauricio; o bien se encuentran en el norte del continente, como Argelia, Marruecos, Túnez, Egipto y Libia. Este último lidera el ranking de longevidad con una esperanza de vida de 78 años.
En el resto de las regiones no hay un patrón claro. Llama la atención la diferencia entre países vecinos en el Sahel: mientras Chad tiene una esperanza de vida de solo 58 años, Sudán y Mauritania alcanzan los 65. En algunos casos, los conflictos prolongados explican las bajas cifras, como ocurre en la República Centroafricana, Somalia o Sudán del Sur. Algo similar podría decirse de Costa de Marfil, que sufrió una cruenta guerra civil hace dos décadas. Sin embargo, hay casos más difíciles de explicar, como el de Nigeria. A pesar de ser el país más poblado y la mayor economía de África, su esperanza de vida sigue siendo una de las más bajas del continente, con apenas 55 años.
A pesar de las dificultades, la esperanza de vida en África ha experimentado un avance notable desde los tiempos de la descolonización. En 1950 apenas superaba los 35 años; tres décadas después ya rondaba los 50. El progreso se frenó en los años noventa, pero en el nuevo milenio la curva retomó su ascenso, sumando en promedio un par de años por cada lustro.
Las cifras frías de la estadística reflejan un continente que avanza, pero no muestran el dolor de quienes pierden a sus hijos antes de que aprendan siquiera a correr. No explican el peso del duelo ni la fortaleza de comunidades que aprenden a convivir con la muerte sin que esta detenga sus vidas. Mientras el mundo se paralizaba por la COVID-19, aquí la vida seguía, frágil y efímera, pero también obstinada y persistente.
En esta ocasión, el viaje fue directo en un avión que aterrizó en unas instalaciones cercanas al centro de acogida, pero mi cuarentena se prolongó algo más de quince días. No hubo un protocolo abreviado por ser un occidental del mundo rico; la alarma sanitaria mundial había tenido repercusiones muy severas y el centro de acogida no fue una excepción. Al contrario, se esmeraban aún más en los protocolos de higiene y protección: cambiaban batas, patucos y guantes desechables al trasladarse de una estancia a otra, desinfectaban barandillas y asideros con productos específicos y mantenían un control estricto de todas las actividades que se llevaban a cabo.
Sin embargo, nada parecía haber cambiado desde mi última estancia en aquel centro. Todo seguía como lo recordaba. Tal vez la comida era ahora más variada, con menús más extensos y completos, y la atención a los recién llegados continuaba siendo excelente, pues se procuraba que la amabilidad y las buenas maneras prevalecieran en cualquier circunstancia.
En todo momento observé cómo se intentaba mantener el clima de concordia pese al malestar de muchos niños afectados, y la dulzura y empatía del personal ante tanta muerte resultaban ejemplares. Al final de mi cuarentena, mientras preparaba mis pertenencias para abandonar el centro, comprendí algo que antes había pasado por alto: la rutina estricta, los protocolos y las normas no solo protegían los cuerpos, sino que también sostenían los ánimos. Había una armonía silenciosa, un tejido invisible de cuidado y disciplina que permitía a todos, niños y adultos por igual, resistir la incertidumbre y la tristeza.
Mi informe para el PNUD había causado cierto revuelo en algunas oficinas de Naciones Unidas. Lo que se esperaba como una evaluación rutinaria terminó exponiendo una realidad incómoda: en un territorio árido y hostil, sin apenas recursos externos, se estaban consiguiendo resultados que la propia organización nunca había logrado replicar en otras misiones humanitarias, y además con un coste muy inferior. Lo más perturbador era que ese éxito no dependía de la inyección constante de ayuda internacional, sino de un nuevo modelo de gestión en el que los propios residentes asumían tanto la organización como la responsabilidad de su futuro.
El desconcierto se intensificaba al analizar el sistema organizativo: una autonomía de gestión basada en la firma de un contrato, sencillo pero inquebrantable, que otorgaba a cada residente unos derechos y deberes perfectamente delimitados. Esa claridad, unida a la disciplina comunitaria que impedía cualquier forma de concentración de poder, chocaba de lleno con los esquemas tradicionales de ayuda internacional, siempre tan burocratizados, paternalistas y jerarquizados.
Sin embargo, lo que más desconcertaba a mis interlocutores era el sistema de seguridad instaurado. Una protección invisible pero férrea: quienes aceptaban las normas recibían periódicamente un antídoto que los mantenía inmunes a una sustancia letal presente en el entorno. Bastaba con quebrantar el acuerdo o renegar de la comunidad para perder ese acceso y quedar, en cuestión de horas, condenado a la muerte si no se abandonaba el lugar. Era un mecanismo brutal, sin duda, pero también el cimiento que sostenía el orden en un territorio que, de otro modo, se habría hundido en el caos de siempre.
Cuando tuve que defender mis argumentos a favor de seguir apoyando aquella iniciativa, el debate se volvió más áspero de lo esperado. Había actores —no sabría precisar cuáles— que parecían reticentes a dar continuidad a un proyecto con esas características. Se escudaban en la dureza del sistema de seguridad, pero sospecho que esa no era la verdadera causa. Resultaba evidente que la autonomía alcanzada por los residentes y la progresiva autosuficiencia de la comunidad no encajaban bien en un marco de cooperación internacional que, en muchas ocasiones, se sostiene sobre la dependencia prolongada de la ayuda externa. La idea de un modelo replicable, capaz de reducir esa dependencia a su mínima expresión, generaba inquietud en algunos sectores, quizá porque ponía en cuestión intereses que exceden lo estrictamente humanitario.
Soy consciente de que relatar estas impresiones puede interpretarse como una imprudencia profesional, pero confío en que se entienda mi intención. No se trata de señalar culpables ni de cuestionar abiertamente la labor de la comunidad internacional, sino de evidenciar que hay proyectos que demuestran que otra manera de actuar es posible. Y que, cuando se ponen en práctica, los resultados hablan por sí mismos.
Mi regreso no fue voluntario, sino consecuencia de circunstancias que explicaré más adelante. Aun así, no me incomodó aceptar ciertas exigencias ni adaptarme a condiciones que en otro momento habría considerado inaceptables, porque en lo más profundo de mí ya sabía que esta vez no pensaba volver atrás. Estaba decidido a quedarme a vivir aquí, aunque todavía no tenía claro si sería como un ciudadano más o como un miembro del personal de apoyo y asesoramiento que pusiera su experiencia al servicio de quienes la necesitaran. Lo cierto es que, más allá de esas dudas, había una certeza que me acompañaba con fuerza: mi ejercicio del periodismo, mi forma de observar, narrar y comprender la realidad, no volvería a ser el mismo. Frente a mí se abría la posibilidad de una transformación definitiva, tanto personal como profesional, y yo estaba dispuesto a aceptarla plenamente, con o sin amenazas.
Al salir del centro de cuarentena me encontré con que Zola ya estaba esperándome. Desde que me fui el año pasado no habíamos dejado de mantener el contacto regularmente, tanto por escrito como por videollamadas, aunque la calidad de la conexión no siempre acompañaba. Había momentos en que las palabras llegaban entrecortadas o las imágenes se congelaban durante largos segundos, pero aun así nos las ingeniábamos para no perder el hilo de la conversación. Esa constancia, pese a las interrupciones, había reforzado nuestra amistad y hacía que el reencuentro en persona resultara aún más natural. Después de darnos un cálido abrazo, Zola soltó uno de sus típicos comentarios, agarrándome los brazos con energía:
Como en el relato anterior, las transcripciones que iré mostrando son una selección de todas las conversaciones que tuve desde mi llegada a las instalaciones. Han sido editadas para corregir la gramática o suprimir diálogos irrelevantes para el tema que se estaba tratando. Para esto último, la indicación se hace mediante dos guiones (--) insertados entre diálogos de la transcripción. Asimismo, el lector verá que, de vez en cuando y entre paréntesis, hay textos que se han añadido para detallar mejor lo que el interlocutor está explicando y que, normalmente, hacen referencia a algo que se ha explicado con anterioridad y no consta en la transcripción, pero que en ningún caso se corresponden con la locución original.
Zola
-¿Ya estás otra vez metiendo las narices aquí?
Autor
-Ja, ja, ja, sí, no lo puedo evitar. Lo que está sucediendo aquí me tiene fascinado. ¿Cómo estás? Te veo muy bien.
Zola
-La vida sigue más o menos igual, pero no puedo decir lo mismo de ti. La verdad, no haces muy buena cara.
Autor
-Han sido unos días muy tristes.
Zola
-El problema es que estas situaciones se dan con más frecuencia de lo esperado. Por eso son tan estrictos con la cuarentena. Hay muchas enfermedades que aún no tienen tratamiento y pueden ser devastadoras. Uno de los principales causantes es el agua contaminada.
Las diarreas en los niños, la causa de muerte más común, están muy bien protocolizadas y casi no hay mortalidad. Pero, a veces, es imposible… No se sabe nada, o muy poco, y no se puede hacer nada para ayudar. La única solución es seguir trabajando, investigando y previniendo, con la esperanza de que en el futuro podamos encontrar respuestas y tratamientos más efectivos. Mientras tanto, la educación, el acceso a agua potable y las medidas de saneamiento siguen siendo nuestras mejores armas para proteger a los más vulnerables.
Autor
-Sin duda. Por cierto, ¿hay mucha más gente o me lo parece a mí?
Zola
-Desde que te fuiste no hemos parado, no ha dejado de llegar gente. Este centro de acogida está al máximo. Han tenido que trasladar a varios grupos al del norte porque aquí no daban abasto.
Autor
-Y en este año largo que hace que no nos vemos, ¿a cuántas personas habéis acogido finalmente?
Zola
-¿En los asentamientos? A más de 12 000. Pero ahora notamos que llegan menos refugiados. Entre la pandemia y los cambios que ha habido en muchos conflictos, la situación empieza a calmarse.
Autor
-Qué locura… y todo parece seguir funcionando como un reloj.
Zola
-En este aspecto, el funcionamiento de los centros de acogida es impresionante. No solo por respetar escrupulosamente las dinámicas que ya funcionan, sino también por la voluntad y entrega de las personas que trabajan aquí.
Autor
-La vez anterior ya tuve esa impresión. La selección de voluntariado y de profesionales es muy acertada; se nota que desean formar buenos equipos de trabajo y que están muy bien respaldados.
Zola
-Cada vez hay más personal que se ha formado en el mismo centro de acogida, por lo que resulta más fácil hacer equipos de trabajo más efectivos.
Autor
-¿Y a ti cómo te va con tu especialidad? La última vez me comentaste que estabas en un cuerpo técnico de supervisión que no te gustaba mucho.
Zola
-Al final pedí cambiar de grupo de trabajo para no entorpecer su labor. No tiene nada de malo; al contrario, cuando no estás a gusto con un determinado equipo, lo mejor es hablarlo y buscar una solución. En este caso, como no conseguíamos entendernos bien, opté por la solución más pragmática.
Autor
-Es que no hay quien te aguante, eres demasiado perfeccionista.
Zola
-Ja, ja, ja, ¡mira quién fue a hablar! Don entrometido, que por husmear donde no te llaman te has metido en este lío.
Autor
-Ja, ja, ja, sí, en eso tienes toda la razón.
Zola
-Me he adelantado a tu petición de reunirte con los directivos del campo y les he puesto en antecedentes sobre tu visita. Me parece que incluso han venido otros directivos para hablar contigo.
Autor
-Te lo agradezco. Pero la reunión sigue siendo esta tarde, ¿no?
Zola
-Sí, por supuesto. Ahora vamos a que te instales, a comer algo y a ponernos al día porque hay muchas novedades.
En el ejercicio de mi profesión es habitual recibir presiones, amenazas o incluso coacciones para impedir la difusión de determinados temas o revelar las fuentes de información, con o sin libertad de prensa. Conozco compañeros que lo han pasado muy mal por intentar hacer bien su trabajo en lo que considero un ejercicio imprescindible para la buena salud de cualquier sociedad.
Unos meses después de presentar mi informe para el PNUD, cuando creía que mi labor había concluido, recibí una comunicación inesperada. No se trataba de felicitarme por dicho informe —aunque en privado algunos colegas reconocieron su impacto—, sino de la petición de un nuevo encargo. Se me solicitaba elaborar otro informe que detallara las posibles debilidades de la iniciativa e investigara, mediante un nuevo trabajo de campo, el funcionamiento de los sistemas de seguridad.
El encargo estaba formulado con una ambigüedad calculada. Oficialmente, era un ejercicio de transparencia, un modo de garantizar que un modelo tan innovador no ocultara riesgos latentes. Extraoficialmente, comprendí que se buscaba algo más: una radiografía de los puntos vulnerables que permitiera a Naciones Unidas y a ciertos socios estratégicos contar con un margen de maniobra.
En la práctica, mi misión consistía en identificar cualquier grieta en el sistema. Desde la dependencia tecnológica hasta los conflictos de liderazgo; desde la sostenibilidad a largo plazo hasta la capacidad real de los residentes para mantener la disciplina sin la presión del antídoto. También debía prestar atención a las dinámicas culturales y religiosas, pues existía el temor de que, con el tiempo, pudieran resurgir viejas tensiones capaces de desbaratar la armonía aparente.
Acepté, aunque no sin reservas. Sabía que aquel informe podía ser utilizado tanto para fortalecer el proyecto como para socavarlo, y lo último que deseaba era convertirme en cómplice involuntario de quienes, desde la comodidad de sus despachos, solo veían en esta experiencia una anomalía incómoda para el statu quo internacional. Pero, en el fondo, lo que realmente me impulsó a redactarlo fue la certeza de que ese ejercicio ya se había realizado y de que, en cualquier caso, mi trabajo no haría más que confirmar lo que otros ya habían detectado.
No obstante, la mayor discrepancia surgió con el encargo de investigar a fondo el funcionamiento del sistema de seguridad. Aunque nunca me pronuncié al respecto, recibí presiones de manera indirecta para obtener toda la información posible durante ese nuevo viaje; de lo contrario, se me dio a entender que acabaría, poco a poco, relegado al ostracismo profesional. No es algo que pueda demostrar con hechos verificables, solo narrar desde mi experiencia como único testigo. Ante la ausencia de otras opciones y frente a actores anónimos que parecían tener un gran poder e influencia, opté por coordinarme con Zola antes de mi llegada, explicándole los motivos de mi retorno y el trasfondo de todo lo que acontecía.
Lo sorprendente fue que, al llegar, no encontré el clima de tensión que había imaginado. Todo lo contrario, los presentes se mostraban distendidos, atentos y cordiales, como si quisieran disipar cualquier atisbo de recelo. El ambiente era sereno, casi familiar, y daba la impresión de que aquella reunión se celebraba más para escucharse mutuamente que para levantar sospechas o marcar distancias.
Como me había adelantado Zola, en la reunión de aquella tarde estaban Robert y Darío, a los que ya conocía de mi visita anterior, y tres directivos más de la corporación que se presentaron muy cordialmente: Steven, Noah y Evelyn. Los tres habían llegado en un mismo vuelo fletado desde Vancouver por la organización a la que pertenecían. Estaban de paso hacia unas instalaciones de investigación en la costa sur de Somalia, más al este de nuestra ubicación, pero ante los hechos presentados decidieron hacer escala en el campo de acogida y atender aquel asunto.
Nada más empezar la reunión, lo primero que hice fue relatar todo lo sucedido, las conclusiones a las que había llegado y, sin dudarlo, facilitarles una copia de ese último informe que había elaborado y cuyo extracto también detallo aquí:
Informe preliminar.
Confidencial - Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD)
Este documento recoge un análisis preliminar de las posibles debilidades de la iniciativa observada en el territorio, así como una serie de recomendaciones estratégicas destinadas a orientar la toma de decisiones futuras. El presente informe tiene carácter confidencial y se destina exclusivamente a los órganos internos del PNUD.
1. Debilidades identificadas
Extracto del informe preliminar sobre debilidades de la iniciativa.
1.1 Dependencia tecnológica
Aunque la comunidad ha alcanzado un alto grado de autosuficiencia, persiste una dependencia significativa de tecnologías externas, desde repuestos de maquinaria hasta ciertos insumos farmacéuticos. La interrupción de esas cadenas de suministro podría comprometer la sostenibilidad del modelo a medio plazo.
1.2 Sistema de seguridad
El uso del antídoto como mecanismo de control ha demostrado ser eficaz en la preservación del orden. Sin embargo, constituye también una vulnerabilidad: cualquier fallo en la producción o distribución del compuesto pondría en riesgo la vida de miles de personas. Además, su carácter coercitivo puede alimentar críticas internacionales que erosionen la legitimidad del proyecto.
1.3 Cohesión cultural y religiosa
La convivencia entre grupos de orígenes diversos ha funcionado razonablemente bien bajo las normas establecidas, pero subsisten tensiones latentes. Las diferencias en prácticas religiosas, costumbres y lenguas pueden intensificarse en momentos de escasez o conflicto, generando fracturas internas.
1.4 Gestión del liderazgo
El modelo de rotación en la toma de decisiones busca evitar la concentración de poder, pero también dificulta la continuidad en la gestión de asuntos complejos. En determinadas áreas (infraestructura, producción agrícola, salud) la falta de liderazgo técnico estable puede derivar en errores acumulativos.
1.5 Sostenibilidad medioambiental
Las técnicas aplicadas han mitigado en gran parte los efectos de la desertificación, pero el equilibrio logrado sigue siendo frágil. El agotamiento de ciertos suelos, sumado al estrés hídrico creciente en la región, podría comprometer la viabilidad de los cultivos y la ganadería extensiva.
1.6 Autonomía política
La autonomía alcanzada por la comunidad, aunque ejemplar, genera suspicacias. La ausencia de un marco legal reconocido por los Estados vecinos plantea interrogantes sobre su estabilidad a largo plazo y sobre la posibilidad de que el proyecto sea visto como una entidad paralela fuera de control institucional.
2. Recomendaciones estratégicas
Extracto del informe preliminar sobre las estrategias a seguir en la iniciativa.
2.1 Diversificación tecnológica
Se recomienda fomentar la transferencia gradual de conocimientos y la creación de talleres locales capaces de producir repuestos básicos y compuestos farmacéuticos esenciales. Esta medida reduciría la dependencia del exterior y, al mismo tiempo, permitiría evaluar la verdadera capacidad de la comunidad para sostener su autonomía.
2.2 Revisión del sistema de seguridad
Aunque el antídoto ha funcionado como garante del orden, convendría explorar alternativas menos coercitivas (protocolos de seguridad biomédica, incentivos sociales o económicos) que permitan mantener la disciplina sin exponerse a críticas internacionales. Una supervisión externa en este ámbito podría mejorar la transparencia.
2.3 Gestión intercultural
Es recomendable intensificar los programas de mediación y educación intercultural para prevenir conflictos. Al mismo tiempo, convendría documentar y monitorizar con mayor detalle las dinámicas de convivencia, con el fin de detectar con antelación focos de tensión que puedan desestabilizar el sistema.
2.4 Fortalecimiento del liderazgo técnico
Se sugiere la creación de comités especializados, permanentes y supervisados por asesores externos, que garanticen continuidad en áreas críticas como salud, agua y agricultura. Este mecanismo podría aportar estabilidad, aunque también limitaría la autonomía plena de los residentes.
2.5 Monitoreo ambiental
Se recomienda ampliar el seguimiento del impacto medioambiental mediante alianzas con organismos internacionales especializados. Esta cooperación permitiría validar científicamente las técnicas aplicadas, pero también otorgaría a Naciones Unidas un mayor control sobre la gestión de recursos clave.
2.6 Reconocimiento institucional
Es aconsejable abrir un diálogo formal con los Estados vecinos para estudiar fórmulas de reconocimiento parcial del proyecto. Este paso reforzaría su legitimidad internacional, aunque podría conllevar ajustes normativos que reduzcan su independencia actual.
Después de un breve silencio en el que todos los asistentes estaban ojeando las pantallas, Robert, que era una persona muy seria y siempre hacía gala de tener un carácter muy sosegado, miró a sus colegas con un gesto de aprobación y empezó a hablar:
Robert
-Usted ha sido honesto, y nosotros también vamos a serlo. Este informe ya lo teníamos, y creo que no me equivoco al pensar que usted también sabía que lo teníamos.
Autor
-No el mío, sino el que, según creo, la PNUD realizó internamente por encargo de vaya usted a saber quién. Pero sí, intuía que ustedes, con su amplia red de contactos, ya tenían constancia de que esta iniciativa estaba siendo analizada en profundidad.
Robert
-Exacto. De hecho, su informe es una corroboración del análisis llevado a cabo por la PNUD. Creemos que, en el corto o medio plazo, la ONU retirará las ayudas que destinaba a esta región, con algún pretexto formal. Seguramente dirán que se debe al carácter coercitivo del sistema de seguridad que le han pedido investigar. Pero quiero que entienda que eso nos preocupa poco o nada. No afectará al desarrollo de lo que se lleva a cabo aquí desde hace más de una década. En absoluto. Siempre hemos actuado de forma independiente. Eso no significa que rechacemos la ayuda externa ni que no sea bien recibida, pero tenemos muy claro que no puede ser indispensable ni fundamental para la continuidad del proyecto.
Autor
-Eso ya me lo dejaron entrever en la reunión del año pasado, pero me tranquiliza oír que su estrategia inicial no ha variado, y que no se ha cedido parte de la gestión a organizaciones externas, especialmente en los campos de acogida.
Darío
-De hecho, es el único espacio en el que les hemos permitido actuar, pero siempre bajo nuestras directrices y supervisión. Hay equipos muy bien preparados que son de gran ayuda y, además, se han integrado perfectamente en nuestras dinámicas de funcionamiento. Creemos que, aunque esas organizaciones se queden sin fondos, muchos de sus integrantes seguirán con su labor si les ofrecemos buenas condiciones para continuar.
Autor
-Lo que me preocupa es que empiece a generarse un rechazo de la comunidad internacional hacia lo que se está gestando aquí. Que se desate una sucesión de discursos y mensajes contraproducentes de carácter negativo.
Darío
-Tanto la ONU como algunos socios estratégicos tendrán que medir muy bien su discurso para no salir perjudicados.
Steven
-Considere el peso de nuestras actividades: desde la farmacología hasta la biotecnología, pasando por la industria química y la extracción de materias primas. No se puede desconectar un entramado mundial de conexiones comerciales tan complejo como el actual. Provocaría una enorme incertidumbre en varios sectores estratégicos.
Darío
-Por eso creemos que simplemente retirarán su ayuda sin levantar mucha polvareda. Lo que venga después son escenarios que ya venimos preparando desde hace años. Se han firmado varios acuerdos con los Estados anfitriones que favorecen el avance de esta iniciativa. En la mayoría de los casos no tienen que destinar recursos ni asumir responsabilidades, solo ceden el uso de tierras deshabitadas que hemos comprado o arrendado de forma indefinida.
Robert
-La idea es establecer dinámicas armónicas que no representen un problema para esos Estados. Al contrario, que perciban los beneficios y entiendan que nuestro compromiso es no interferir en sus estructuras políticas. Utilizamos espacios que no interesan a nadie, territorios olvidados, y al mismo tiempo aliviamos una de sus mayores amenazas: el riesgo de colapso derivado de su precaria economía o de su frágil estabilidad institucional.
Autor
-Pero, según me han comentado muchos residentes, el problema podría venir de otro lado. En estos asentamientos ya se vive mucho mejor que en muchas ciudades de los Estados anfitriones. La comparación empieza a ser inevitable.
Robert
-Entonces habrá que ayudarles a replicar el modelo. De hecho, ya está ocurriendo. El verdadero obstáculo son los de siempre: quienes ostentan el poder y temen perderlo. Pero el poder, en el fondo, solo existe mientras haya alguien sobre quien ejercerlo. Si las personas se van, si dejan de participar como ciudadanos, ¿qué les queda?
Darío
-Exacto. Es como un boicot silencioso, pero a escala civilizatoria. Si no hay clientes, la empresa quiebra. Si no hay ciudadanos, el Estado se disuelve.
Autor
-Y ahí supongo que entra el sistema de seguridad que han implantado.
Evelyn
-Claro, porque el uso de la fuerza será una consecuencia inevitable. No hay que olvidar que lo que también se intenta con todo esto es obtener más información sobre nuestra biotecnología. Hace años que nos enfrentamos a esas injerencias.
Autor
-Entiendo. Esto es muy interesante, porque veo que el proyecto va mucho más allá de lo que aparenta, ¿me equivoco?
Noah
-No se equivoca. Es un caballo de Troya en toda regla, pero usando la cultura de la paz y aplicando el ejercicio ético más importante de la historia de la humanidad. Aunque se critique el carácter coercitivo del sistema de seguridad, todos los que viven bajo este contrato social lo han aceptado conscientemente y conocen las consecuencias de intentar imponer otras normas que contradigan el contrato.
Evelyn
-El antídoto no solo mantiene con vida a los habitantes, sino también la lealtad de quienes administran el sistema. Si se suprime, lo que está en juego no es solo la supervivencia biológica, sino la cohesión política del conjunto.
Steven
-Lo que quiere decir Evelyn es que el antídoto no es un medicamento, es el contrato mismo. El problema es que todavía dependemos de esa fuente externa para sostener el equilibrio. Y ahí es donde el sistema de seguridad se vuelve crítico. Si desaparece el antídoto, el sistema organizativo enfermará.
Autor
-Pero no deja de ser una forma condicionada de funcionar.
Robert
-Todas las civilizaciones han nacido de una forma de condicionamiento. Lo que cambia es el nivel de conciencia con que se acepta y los valores que hay detrás. Las otras opciones hubieran requerido fuerzas armadas, con el rechazo que eso supone para los Estados anfitriones y el riesgo constante de enfrentamientos. No habría funcionado.
Steven
-Hay un largo historial de misiones humanitarias que han fracasado pese al uso de las fuerzas de paz de la ONU.
Darío
-Por otro lado, aquí hay total transparencia informativa en todos los asuntos que afectan a la iniciativa. Lo que no podemos hacer es publicar cómo se obtiene el compuesto. Van a tener que confiar en nosotros de la misma manera que se confía en las fuerzas de paz.
Autor
-No, claro, lo decía también por lo crítico que es el antídoto. Si alguien consigue replicarlo, van a tener un grave problema, ¿no?
Evelyn
-Conocemos muy bien a los que están detrás de estas y otras artimañas. Pero hace años que también nos adelantamos a esta situación y nos consta que están perdiendo mucho tiempo y dinero en sintetizar un rosario de fórmulas que se han ido filtrando. Pero no hay nada accidental en la información que circula. Todo lo filtrado ha sido cuidadosamente diseñado para distraer, agotar recursos y ganar tiempo. Es una manera más eficiente de neutralizar la competencia que una confrontación abierta.
Autor
-Ah, vaya... esto ya es un auténtico juego maquiavélico. Y supongo que ese es el punto más delicado: mantener la ilusión de transparencia mientras se oculta la estructura real que sostiene todo esto. Si el antídoto es el contrato, entonces la confianza es el lenguaje que lo disfraza.
Evelyn
-No lo disfraza, lo hace posible. La confianza no se impone, se construye con percepción, no con datos. Lo que la gente cree saber pesa más que lo que realmente sabe. Por eso, aunque haya transparencia, solo se muestra lo necesario para sostener la cohesión.
Noah
-Esa es la base de cualquier sistema político estable. Las democracias se sostienen en un consenso tácito: la población acepta no conocer todos los mecanismos del poder mientras crea que puede influir en ellos. Aquí no es distinto, solo más consciente.
Autor
-Entonces lo que han hecho es perfeccionar el modelo. Han logrado que el control parezca cooperación, y que la dependencia se perciba como libertad.
Darío
-Esa es la paradoja del siglo XXI. Nadie quiere ser vigilado, pero todos quieren sentirse seguros. Nadie quiere depender de nadie, pero todos exigen garantías. Lo que hicimos fue ofrecer ambas cosas en un mismo marco: seguridad sin represión, dependencia sin sumisión.
Autor
-Es decir, lo que han diseñado no es solo un sistema político ni una red científica: es una narrativa. Una historia lo bastante convincente como para sostener una civilización entera.
Steven
-Y las narrativas, cuando se gestionan con precisión, son más poderosas que cualquier ejército. La cooperación puede, y debe, reemplazar al control. Pero los actores que tienen el control invierten constantemente en sostener la ilusión de que no hay alternativas. Gracias a las nuevas herramientas de comunicación, hemos aprendido a neutralizar las disidencias sin represión directa: basta con saturar la atención pública, redefinir los problemas y fragmentar las causas. Es una estrategia más sofisticada que la censura clásica.
Autor
-Estoy de acuerdo. Hasta se llegan a extremos que para demostrar lo libres y abiertos que somos en las democracias de occidente, incluso permitimos cierto escepticismo sobre ideas absolutamente idiotas.
Coincido plenamente con lo que dijo el sociólogo francés Pierre Bourdieu. Argumentó que la opinión pública no existe tal como se la concibe comúnmente. Según Bourdieu, las encuestas de opinión no representan una opinión pública real, sino que son un artefacto que depende de aquello que publican o ignoran los medios de comunicación, y de la educación y capacidad crítica de la ciudadanía para responder a estos discursos construidos.
Robert
-Bueno, hay algo que es evidente. Los grandes grupos de comunicación privados, al ser corporaciones impulsadas por la búsqueda del beneficio económico, en ocasiones proyectan ideas que quedan muy alejadas de la necesidad de buscar el bien común y se enfocan en la atracción de una mayor audiencia, que consiga aumentar la popularidad de la cadena y los beneficios empresariales.
Autor
-Sin duda, pero la cuestión más perjudicial, creo yo, es el énfasis en presentar lo que son problemas sociales —desempleo, entornos deprimidos, falta de oportunidades, etcétera— como problemas individuales, sin explicar el contexto ni el entorno social más amplio en el que estos se producen.
Darío
-Por eso es necesario trabajar por proyectos sociales encaminados a lograr una mayor igualdad, libertad y bienestar social, que favorezcan a toda la población, frente a la proliferación de discursos y proyectos políticos autoritarios, cínicos y excluyentes.
Evelyn
-A usted le ha pasado lo mismo que a todos los que estamos aquí. Hemos empezado a ver que es posible hacer las cosas de otra manera, que podemos buscar soluciones equilibradas para vivir bien todos y que esto empieza a convertirse en una esperanza para ese otro mundo que, desde hace décadas, cuando llega a las puertas de nuestras cómodas casas, solemos encerrar tras un cerco y asistir solo lanzando ayuda por encima de la valla.
Sin embargo, en lo más profundo de nuestra conciencia sabemos que no hay silencio. Sabemos que quienes están en ese cerco no tendrían por qué estar así, que lo que hacemos es acallar nuestra culpa con donaciones y ayudas para mantener un orden económico y político que reconocemos, impotentes, como el mayor causante de su situación.
Noah
-Evelyn siempre hace radiografías muy radioactivas. Sus palabras te remueven por dentro y se quedan mucho tiempo dando vueltas.
Evelyn
-Ja, ja, ja... No es mi intención, es mi manera de ser. Lo siento si le he incomodado.
Autor
-No, para nada. Al contrario, me gusta mucho ver tanta implicación. Es lo que da vida a los proyectos, el alma de todo esto. Y también la veo en la gente de los asentamientos, con esas ganas de vivir bien sin hacer daño a nadie, porque saben que cuidar a los demás también es cuidar de uno mismo.
Darío
-Hay muchos pueblos en África que mantienen ese espíritu de comunidad y equilibrio ambiental, del que creo que puedo decir que, cuando llegan aquí, hemos aprendido más nosotros de ellos que ellos de nosotros.
Robert
-Por otro lado, entendemos que toda esta situación le deja en una posición bastante precaria desde el punto de vista profesional. No nos extraña que le hayan presionado de esta manera para que acepte el trabajo de investigar sobre nuestro sistema de seguridad.
Darío
-Por eso queremos proponerle que se incorpore al grupo que estará a cargo de una asesoría independiente en la coordinación de la Organización de los Pueblos de la Tierra, la OPT. Una organización que recogerá todo el trabajo de la ONU y lo adaptará de forma pragmática para lograr el cumplimiento de la ética reflejada en la Convención de Derechos Humanos y el resto de regulaciones y objetivos internacionales.
Noah
-En realidad, es una propuesta que viene de los asentamientos. Nos ha entusiasmado, pero trasciende los límites de sus respectivos autogobiernos, puesto que acabará teniendo implicaciones internacionales, sin duda.
Autor
-Me gusta mucho la idea, de verdad. Pero no acabo de ver a qué me enfrento exactamente con este trabajo de coordinación y asesoramiento. No sé si soy la persona más adecuada para una organización que pretende ser un espejo de la ONU.
Robert
-No estará solo. Y tampoco se trata de menoscabar el papel de la ONU. Se trata de asesorar en la fundación de algo más cercano y ágil, que facilite la comunión de los pueblos que se están concentrando en varios lugares bajo este nuevo contrato social.
Darío
-Se trata de favorecer la coordinación con el resto del mundo a través de mecanismos de cooperación descentralizada, transparencia radical y evaluación ética continua de las políticas globales. No basta con buenas intenciones: necesitamos arquitecturas institucionales que hagan visible lo invisible, que traduzcan principios en protocolos verificables.
Noah
-Mire, quizá le ayude entender algo: esto que estamos intentando crear con la OPT no aparece de la nada. Es más bien una respuesta natural a lo que la ONU ha logrado... y también a lo que no ha logrado. Es decir, lo que la ONU fue, lo que es, y lo que muchos sienten que ya no puede ser en su forma actual. Piense en cómo empezó todo… Cuando se fundó en 1945, la ONU encarnaba una promesa sin precedentes: impedir que la humanidad regresara al horror de una guerra mundial.
Darío
-La Carta fundacional comprometía a los pueblos —aunque en la práctica fuesen los Estados quienes firmaban— a mantener la paz, proteger la dignidad humana y cooperar entre sí. Era un experimento institucional nacido del trauma colectivo.
Ese espíritu inicial impulsó avances enormes. La ONU consiguió convertirse en un punto de encuentro universal, un foro donde casi todos los Estados del mundo podían dialogar sin recurrir inmediatamente a las armas. De ahí salieron joyas como la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que aún hoy define nuestro marco ético común, aunque su cumplimiento sea vergonzosamente desigual.
Noah
-Sin olvidar que, aunque sus operaciones de mantenimiento de la paz han sido imperfectas —a veces catastróficamente imperfectas—, han evitado desastres mayores. Y sus agencias especializadas… bueno, usted lo sabe: la OMS, la FAO, UNICEF, ACNUR han salvado millones de vidas. Literalmente. Eso no es retórica.
Autor
-Eso es indiscutible. Y también los Objetivos de Desarrollo Sostenible…
Darío
-Sí, exacto. El intento de fijar un horizonte global compartido para problemas que ningún país puede resolver solo es esencial: cambio climático, desigualdad estructural, pobreza extrema, colapso de la biodiversidad. El problema no es la identificación de los retos, sino la incapacidad sistemática para traducir diagnósticos en acción coordinada y vinculante.
Autor
-Pero entiendo que están haciendo referencia a sus límites. A los límites estructurales que impiden esa traducción.
Robert
-Son importantes, sí. El Consejo de Seguridad es quizá el ejemplo más claro y más doloroso: sigue atrapado en la lógica de 1945. Cinco potencias con derecho a veto capaces de detener cualquier acción colectiva si afecta a sus intereses. Las guerras de este siglo lo han puesto en evidencia una y otra vez. Siria, Yemen, Ucrania... la lista es larga y vergonzosa.
Autor
-Eso iba a decir. Es quizá lo que más la lastra: esa cristalización del poder de posguerra en una estructura que ya no refleja la realidad geopolítica actual.
Noah
-Y a eso súmele la fragilidad presupuestaria, la dependencia de contribuciones voluntarias que los Estados usan como palanca de chantaje, y una burocracia que ralentiza incluso las respuestas más urgentes. Y, por desgracia, los escándalos de abusos en misiones de paz, que han erosionado su autoridad moral justo cuando más la necesitaba.
Autor
-Comprendo. Así que la OPT no pretende reemplazar ese sistema, sino… ¿complementarlo? ¿Ofrecer otra vía paralela?
Darío
-Una vía más cercana a las comunidades. Más ágil, más coherente con la ética que decimos defender. Si la ONU simbolizó la diplomacia de los Estados-nación en un momento histórico específico, la OPT quiere explorar la diplomacia de los pueblos en red. No como alternativa romántica, sino como necesidad práctica ante la crisis de representación que atraviesan las instituciones intermedias.
Evelyn
-Y quizá, con el tiempo, recordar que la humanidad puede organizarse no desde la fuerza o el temor mutuo, sino desde la conciencia de su destino común y su vulnerabilidad compartida. Ese es el reto. Y por eso creemos que usted puede ayudarnos a darle forma institucional sin que pierda su alma en el proceso.
Autor
-Lo que me piden es casi desmesurado… y, sin embargo, no puedo evitar sentir que hay algo inevitable en ello. Como si todo lo que ha pasado hasta ahora —mi trabajo, mis errores, incluso este encargo que me impusieron— me trajera justo aquí. Pero sigo sin entender qué esperan exactamente de mí. ¿Qué puedo aportar yo que no puedan encontrar en perfiles mucho más experimentados?
Robert
-No buscamos un héroe ni un burócrata de carrera. Buscamos a alguien que tenga la valentía de mirar de frente lo que no funciona, sin caer en el cinismo ni en la ingenuidad. Alguien capaz de unir rigor técnico con una brújula ética que no se tuerza a la primera presión. Que entienda que las instituciones son herramientas, no fines en sí mismas.
Darío
-Y, si me permite decírselo con franqueza, usted tiene esa mezcla rara. Lo hemos visto en su trabajo anterior. Lo han visto los asentamientos cuando compartió con ellos sus análisis. Por eso esta idea nació allí, entre gente que ya está tratando de vivir de otra manera, no en despachos climatizados de Ginebra o Nueva York.
Autor
-Tal vez sea eso lo que más respeto me impone… que la propuesta venga de ellos. De personas que han decidido reconstruir su dignidad con las manos, con el cuerpo, con la presencia diaria. No sé si puedo estar a la altura de esa confianza.
Darío
-Nadie está a la altura al principio. Créame, ni siquiera la ONU lo estuvo. La historia está llena de instituciones que nacieron de dudas, tanteos, errores fundacionales, no de certezas inmaculadas. Lo que importa es la disposición a crecer, a rectificar sin parálisis, a escuchar aunque duela.
Robert
-La OPT no pretende replicar lo que ya existe. Pretende evitar que lo que ya existe se desmorone sin que haya nada mejor preparado para ocupar su lugar. Y usted puede ayudarnos a que eso suceda con fundamento teórico y experiencia práctica, no con improvisación entusiasta pero frágil.
Autor
-¿Y qué pasará cuando las comunidades no estén de acuerdo entre sí? ¿Cuando la cooperación descentralizada choque frontalmente con intereses locales legítimos pero contradictorios? La ONU lleva décadas intentando resolver esos dilemas… y aun así tropieza constantemente.
Robert
-Tropezará la OPT también. No somos ingenuos. Pero la diferencia está en el punto de partida: no se construirá desde la geopolítica y el equilibrio de poder militar, sino desde la interdependencia asumida como condición existencial, no como ideal retórico. Usted lo entenderá mejor que nadie: cuando la base es la ética aplicada y no la neutralidad fingida, los conflictos siguen existiendo —siempre existirán—, pero se gestionan sin disfrazarlos de tecnicismos que ocultan relaciones de dominación.
Autor
-Entonces lo que me piden es ayudar a que esta organización no nazca viciada desde el principio. Que empiece con buen pie institucional.
Darío
-Exacto. Que tenga una estructura que responda a su propósito declarado y no a sus miedos no declarados. Que sea ágil sin ser temeraria, humilde sin ser débil, autocrítica sin paralizarse.
Robert
-Y que pueda dialogar de tú a tú con la ONU sin rivalizar con ella de forma destructiva, sino recordándole por qué nació, qué prometió, qué traicionó y qué todavía puede cumplir.
Darío
-La OPT buscaría restaurar la confianza erosionada en la posibilidad de una gobernanza mundial basada en la dignidad humana y la corresponsabilidad efectiva. Yo creo que su existencia podría simbolizar el paso de la diplomacia de las naciones-Estado a la diplomacia de las comunidades en red, sin negar la primera pero sin depender exclusivamente de ella.
En un mundo interdependiente, donde los grandes desafíos —desde la crisis climática hasta las migraciones masivas, las pandemias o el colapso de ecosistemas enteros— no conocen fronteras ni respetan soberanías, la ONU es más necesaria que nunca. Sin embargo, su legitimidad se erosiona aceleradamente si no logra adaptarse a la realidad de un orden multipolar complejo, con actores emergentes diversos y una sociedad civil global que reclama voz y agencia real, no simbólica.
La pregunta de fondo, la pregunta incómoda, es si los Estados miembros están realmente dispuestos a ceder parcelas significativas de soberanía en favor de un bien común planetario verificable. Hasta ahora, el nacionalismo resurgente y la rivalidad entre potencias hegemónicas han prevalecido sistemáticamente sobre la visión de una gobernanza verdaderamente universal y vinculante.
La ONU sigue siendo, pese a todo, pese a sus fallas estructurales y sus traiciones cotidianas, el mayor intento consciente de la humanidad por dotarse de un espacio común de diálogo y cooperación institucionalizada. Su valor radica tanto en lo que logra concretamente como en lo que simboliza: la idea —frágil pero persistente— de que los pueblos pueden reunirse para buscar soluciones colectivas sin matarse primero. Pero su futuro dependerá de reformas profundas, dolorosas, y de la voluntad política real de los Estados que la integran. Y ahí, seamos honestos, las perspectivas no son alentadoras.
La creación de la Organización de los Pueblos de la Tierra surge precisamente como una respuesta ética y estructural a ese desafío histórico. No pretende sustituir a la ONU —eso sería ingenuo y peligroso—, sino reflejarla críticamente y actualizar su espíritu fundacional en un marco más ágil, inclusivo y verdaderamente participativo. La OPT se concibe, por tanto, como el espejo necesario de lo que la ONU debería llegar a ser en el siglo XXI: una institución donde los pueblos —no sólo los Estados, no sólo las élites diplomáticas— tengan voz y responsabilidad directa en la construcción del bien común planetario.
Todo un reto. Mayúsculo. Quizá imposible. Pero quizá también inevitable.
Al finalizar la reunión, Robert y Darío se despidieron indicándome los pasos que debía seguir para todo lo que habíamos hablado y me animaron amablemente a consultarles cualquier duda que pudiera surgir. No obstante, la conversación con los otros tres directivos continuó de manera espontánea, en un clima de cordialidad y reflexión. Aproveché la ocasión para abordar diversos temas que iban desde consideraciones personales hasta cuestiones estructurales relacionadas con la economía y el papel de las corporaciones en el contexto global. Fue en ese intercambio donde se expusieron con mayor claridad otros fundamentos ideológicos que sustentaban la iniciativa.
Steven
-Las corporaciones buscan beneficios. Punto. No voy a edulcorarlo. Desde nuestra perspectiva, esta iniciativa sigue siendo extractiva, tanto en términos corporativos como en I+D. Y aun así, hemos logrado avances enormes con inversiones modestas, gracias a los talentos que hemos sabido detectar y apoyar durante años. Nada de esto es altruismo; simplemente funciona.
Autor
-Pero todo lo que he visto parece operar bajo principios de ciencia abierta…
Steven
-Y así seguirá. No vamos a traicionarlos. Todo lo que concierne a los asentamientos, las investigaciones y los proyectos compartidos permanecerá abierto. Ese es nuestro pacto. Pero sería ingenuo pensar que toda nuestra investigación puede publicarse sin filtros. Hay líneas estratégicas que, por su propia naturaleza, no pueden exponerse al escrutinio global. Mire, nosotros no pretendemos ser una organización filantrópica. Somos una corporación con intereses comerciales claros y, ocasionalmente, con capacidad para impulsar proyectos de impacto social.
Autor
-Entonces… ¿cómo encaja eso con su supuesta independencia económica? Robert dijo hace un año que estaban autofinanciados. Hoy, en cambio, parece despreocuparse por completo de la retirada de la ayuda internacional.
Steven
-Porque no la necesitamos. La financiación viene íntegra de una fundación privada. Uno de los socios más antiguos del consejo nació aquí, y su fortuna es tan vasta que ni siquiera encaja en los criterios de Forbes. Hace quince años creó la fundación y dejó un sistema de fideicomisos blindado para garantizar el flujo de capital durante décadas, incluso después de su muerte. Esto no es filantropía al uso; es arquitectura de poder. Este señor ha construido un mecanismo financiero que operará independientemente de voluntades individuales futuras.
Noah
-Exactamente. Nosotros aportamos dirección, estrategia, logística y recursos operativos, pero la fundación paga las facturas. Lo que se ha creado es un entramado híbrido, cuidadosamente diseñado para que todos se beneficien en diferentes escalas temporales. No es caridad: es un nuevo tipo de inversión poscapitalista con retroalimentación sistémica.
Autor
-Pero eso suena casi a un modelo civilizatorio alternativo. Incompatible con la lógica tradicional de una corporación. ¿Qué ocurrirá si esto adquiere relevancia internacional? La OPT ya es un síntoma de algo más profundo… ¿o me equivoco?
Noah
-No se equivoca. Los modelos clásicos están funcionalmente agotados. Aquí estamos trabajando con métricas distintas: no solo retorno de inversión financiera, sino retorno en resiliencia sistémica, en capital social, en capacidad regenerativa. Es más complejo de medir, pero los marcos analíticos existen. La sostenibilidad no basta; es un concepto defensivo. Lo que necesitamos es regeneración activa: restaurar lo que ya está colapsando. La economía circular es solo la expresión más básica de ese giro: cerrar ciclos materiales, reparar sistemas, devolver más de lo que tomamos.
Autor
-¿Y eso cómo contradice la economía actual?
Noah
-En que deja de medir el éxito por la extracción y empieza a medirlo por la restauración. Eso es estructuralmente incompatible con la lógica del crecimiento perpetuo. La circularidad es una economía de límites; el capitalismo es una economía de expansión. No hay forma matemática de reconciliar ambas curvas a largo plazo.
Evelyn
-Ahí entra el decrecimiento. Aunque el término asuste, no habla de empobrecerse, sino de reorganizar prioridades: bienestar sin acumulación, progreso sin destrucción. Pero cuesta asumirlo porque contradice la narrativa del progreso infinito que nos han enseñado desde niños. La cuestión es más profunda: ¿cuántos recursos consumiría la humanidad si todos viviéramos como un ciudadano medio europeo? Aproximadamente tres planetas. Si viviéramos como un estadounidense medio, cinco. No estamos hablando de ajustes; estamos hablando de una reorganización completa de lo que significa vivir bien.
Autor
-Pero si la economía global necesita decrecer, ¿cómo se concilia eso con un sistema monetario que exige crecer constantemente?
Evelyn
-No se concilia. Por eso hay una contradicción estructural en el corazón del sistema. El dinero tal como lo conocemos requiere expansión permanente; la biosfera requiere estabilización. Algo tendrá que ceder.
Noah
-Ahí está el nudo. La mayoría desconoce cómo funciona el dinero. Y mientras eso no cambie, hablar de circularidad o de regeneración es retórico. La arquitectura monetaria actual está diseñada estructuralmente para expandirse.
Autor
-¿Por qué exactamente?
Noah
-Porque aproximadamente el 95 % del dinero en circulación surge como deuda cuando un banco concede un préstamo. Casi todo el dinero nace debiendo más dinero, con intereses. Para devolverlo con intereses, el sistema necesita crecer, siempre. Es una necesidad matemática inscrita en la estructura del sistema monetario actual, no una elección ideológica.
Autor
-Leí hace años que habíamos hipotecado varias veces la capacidad productiva del planeta…
Steven
-Tres veces y media, aproximadamente. Aunque la cifra exacta es lo de menos. Lo grave es la consecuencia: una estructura donde la deuda se convierte en un mecanismo de extracción continua hacia una élite financiera cada vez más concentrada. Gobiernos enteros quedan subordinados a ese mecanismo. Y créame, nosotros no estamos exentos de esa dinámica.
Evelyn
-Por eso la "economía verde" no es solución. Puede pintarse de sostenible, pero si mantiene el sistema monetario de fondo, la espiral extractiva continúa. No se puede hablar de transición ecológica sin cuestionar quién crea el dinero, con qué propósito, y a quién beneficia esa creación.
Autor
-Pero no se ha implantado ninguna reforma real en ese sentido…
Noah
-No a gran escala. Las CBDC —monedas digitales de banco central— son un primer indicio de que algunos sistemas empiezan a intuir que la arquitectura monetaria actual es técnicamente insostenible. Pero son un arma de doble filo: pueden democratizar parcialmente el acceso o volverse herramientas de control sin precedentes. La tecnología es neutral; el diseño institucional, no.
Autor
-Entonces… ¿la desigualdad global nace de ese mecanismo financiero? ¿De la creación de dinero en los balances de los bancos?
Steven
-En gran medida, sí. Cuando el dinero nace como deuda, quienes no poseen activos se endeudan para participar en la economía. Quienes sí los poseen, reciben intereses y rentas. Es una transferencia ascendente permanente, automática e invisible. La rueda gira, pero siempre hacia arriba.
Noah
-Hay consideraciones técnicas importantes. No toda creación de dinero es desigual per se. Depende del destino del crédito. Si se dirige hacia vivienda social, transición energética o innovación productiva, puede reducir desigualdad. Si va a especulación financiera o inflación de activos inmobiliarios, dispara los precios y concentra riqueza exponencialmente.
Autor
-Entonces el problema es el sistema… pero también quién lo usa y para qué.
Steven
-Exacto. Pero quienes lo usan responden a incentivos estructurales. Los bancos financian lo que da rentabilidad inmediata. Nada más. Mientras la creación de dinero dependa de deuda privada bancaria, el crecimiento perpetuo será una necesidad técnica. No una elección política: una necesidad matemática.
Noah
-Las teorías económicas ortodoxas lo niegan porque admitirlo desmonta un siglo de consensos académicos. Siguen afirmando que el dinero es neutral, que solo importan la productividad o la innovación tecnológica. Pero el dinero no es neutral: es una infraestructura de poder. Y como todo poder, tiende a concentrarse salvo que existan contrapesos institucionales fuertes.
Autor
-Por eso el sistema parece impermeable. Quien controla la emisión del dinero, controla la realidad material… y la imaginación colectiva sobre lo posible.
Steven
-Y mientras la población crea que el sistema es natural, nadie lo cuestionará seriamente. Pero no hay nada natural en él. Es ingeniería social presentada como inevitabilidad económica.
Evelyn
-Cualquier sistema puede rediseñarse. Pero reformar el dinero implica redistribuir poder, y eso jamás ocurre sin conflicto. No es una cuestión técnica, aunque algunos prefieran verlo así. Es política, y más profundamente, filosófica: ¿qué entendemos por valor?, ¿quién decide qué es riqueza?, ¿qué lugar debe ocupar la vida dentro de la economía?
Autor
-Y aun así… no veo quién podría impulsar un cambio tan profundo. No vislumbro una fuerza social capaz de hacerlo.
Steven
-Quizá una nueva generación de ciudadanos más informados y conscientes. O quizá una crisis sistémica tan grande que obligue a un rediseño. La historia suele cambiar solo cuando no queda alternativa.
Evelyn
-Desde aquí no pretendemos destruir el sistema, sino mostrar sus límites. Ninguna civilización se salva ignorando su propio agotamiento. Creo que el capitalismo global ha llegado a su frontera histórica. No necesita reformas; necesita ser trascendido.
Autor
-¿Trascendido en qué sentido?
Evelyn
-En el más radical: ir más allá de su marco mental. Repensar la riqueza, el progreso, la libertad, el propósito mismo de la actividad económica. No se trata de corregir sus fallos, sino de imaginar una economía que no requiera sacrificar la biosfera para sobrevivir. Esta iniciativa podría convertirse en un laboratorio para esa transición. No una utopía, sino un espejo incómodo donde ver lo que somos… y lo que podríamos dejar de ser.
El neoliberalismo —heredero del liberalismo clásico—, en su empeño por alcanzar una libertad económica absoluta, ha propiciado que la generación y distribución de la riqueza se alejen cada vez más de un modelo que contemple las necesidades del conjunto de la sociedad. Esta dinámica ha beneficiado de manera casi exclusiva a los sectores más privilegiados y ha contribuido a la concentración del poder económico y político. Al mismo tiempo, está erosionando las bases sobre las que se sustentan los sistemas democráticos contemporáneos, pues promueve la reducción del papel del Estado en la economía y debilita su capacidad para garantizar la justicia social y la igualdad de oportunidades.
Para ilustrarlo con datos concretos: en 1965, los directores ejecutivos de las principales empresas estadounidenses ganaban aproximadamente 20 veces más que sus trabajadores medios. En 2023, esa proporción había alcanzado 344 a 1. Este no es un fenómeno aislado ni resultado de mayor productividad individual, sino consecuencia de transformaciones estructurales en la arquitectura redistributiva del capitalismo contemporáneo.
Del mismo modo, el consumo cotidiano en los países desarrollados oculta cadenas de valor profundamente asimétricas. Un teléfono móvil fabricado en Asia y vendido en Europa contiene minerales extraídos en condiciones laborales precarias en África Central, componentes ensamblados en factorías con jornadas extenuantes, y un margen de beneficio que se concentra casi exclusivamente en las corporaciones tecnológicas y sus accionistas. El consumidor final paga un precio que no refleja el coste humano ni ambiental real del producto, perpetuando un modelo donde la externalización de costes se convierte en ventaja competitiva.
Estos profundos cambios se desarrollan en un contexto especialmente desfavorable. El capitalismo, en su forma actual, apenas ofrece margen para adaptarse a la velocidad de las innovaciones que él mismo genera. Su funcionamiento descansa sobre dos principios fundamentales, la competencia constante y la búsqueda obsesiva del beneficio, ambos tan arraigados en su lógica interna que se han convertido en dogmas. Aquello que una vez resultó eficaz para multiplicar la productividad y expandir mercados se ha transformado en un obstáculo cuando se trata de afrontar los grandes problemas de largo plazo que la humanidad arrastra desde hace décadas.
El uso del petróleo como fuente de energía es un ejemplo evidente. Desde hace tiempo disponemos de alternativas tecnológicas —energía solar, eólica y sistemas avanzados de almacenamiento— capaces de sustituir gran parte de los combustibles fósiles. Aun así, el petróleo continúa dominando nuestras economías y rutinas cotidianas. Algo semejante ocurre con los plásticos: la investigación en polímeros biodegradables ha demostrado que es posible diseñar materiales que reduzcan de forma notable su impacto ambiental, y sin embargo la transición avanza con una lentitud desesperante.
La causa no es técnica, sino estructural. Una inercia gigantesca, compuesta por redes de intereses políticos, económicos y financieros, mantiene el sistema en movimiento. Las infraestructuras energéticas, las cadenas de suministro, la publicidad, los marcos regulatorios e incluso los hábitos de consumo están diseñados para sostener el modelo vigente. Alterar uno de estos engranajes significa desajustar a los demás, lo que provoca una resistencia activa de quienes se benefician de su permanencia.
El problema de fondo es que el sistema económico dominante evalúa cualquier innovación según un único criterio: su rentabilidad inmediata. Si una tecnología no garantiza beneficios rápidos y sostenibles para los inversores, se descarta, aunque sus aportes sociales o ambientales sean indiscutibles. Este filtro impide que soluciones transformadoras —como la economía circular, los nuevos materiales ecológicos o los sistemas energéticos descentralizados— se desarrollen con la urgencia que exige la situación planetaria.
Vivimos, así, atrapados en una contradicción. El mismo sistema que promueve innovaciones extraordinarias es incapaz de aplicarlas con la rapidez y la escala necesarias cuando sus beneficios no coinciden con los intereses económicos de las grandes corporaciones y los mercados financieros. El resultado es una sociedad que avanza tecnológicamente a gran velocidad, pero de forma desordenada, fragmentaria y, sobre todo, insuficiente frente a los desafíos globales que enfrenta.
El poder económico de las corporaciones multinacionales ha impulsado, desde sus orígenes, la búsqueda de beneficios a cualquier costo. La primera gran empresa de este tipo, la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales, fundada en 1602, encarnó ese modelo con precisión: monopolios garantizados, colonización, explotación de mano de obra esclava y un poder político y militar sin precedentes.
Hoy, aunque bajo formas distintas, esa lógica persiste. La deslocalización y la subcontratación diluyen responsabilidades y perpetúan la explotación laboral en regiones vulnerables de África, Asia y Centroamérica. Factores como la pobreza rural, las deudas abusivas o las redes delictivas mantienen vivo el trabajo forzoso en sectores como la agricultura o la manufactura, mientras los consumidores de los países desarrollados se benefician de precios artificialmente bajos.
La paradoja es evidente. Muchas prácticas toleradas en los países emergentes serían ilegales en los lugares donde estas empresas tienen su sede. Así, las multinacionales se han convertido en el vínculo entre el trabajo indigno y los mercados globales.
Sin embargo, su alcance internacional también les otorga un potencial transformador. Si integran la sostenibilidad, la ética y la responsabilidad social en sus cadenas de suministro, pueden convertirse en motores de progreso y contribuir de manera decisiva a erradicar la pobreza y la explotación. Para ello es necesaria una acción conjunta entre consumidores conscientes, gobiernos vigilantes y corporaciones verdaderamente comprometidas con una hoja de ruta ética.
Durante el año que transcurrió hasta mi regreso, dediqué un número considerable de horas a investigar el conglomerado de empresas que conformaban la corporación responsable del proyecto. En un principio me movía la sospecha de que pudieran ocultarse ciertos intereses bajo su aparente vocación humanitaria. Sin embargo, aunque comprobé que algunas de aquellas compañías desarrollaban actividades éticamente ambiguas, no hallé indicios de que el proyecto careciera de una voluntad auténtica de transformación. Conviene añadir que se trata de un grupo de gran magnitud y que mis recursos resultaron insuficientes para emprender una investigación más exhaustiva; aun así, en determinados casos me sorprendió su notable transparencia informativa.
Esta iniciativa parece, por tanto, reflejar una nueva mentalidad corporativa propia del siglo poscapitalista en el que nos adentramos como civilización. Hay empresas que comienzan a comprender que su supervivencia depende tanto de la sostenibilidad de sus prácticas como de la legitimidad ética de sus acciones. Ya no se trata de maximizar beneficios a cualquier precio, sino de redefinir el propósito mismo de la actividad económica: pasar de la acumulación al equilibrio, de la competencia a la cooperación, del crecimiento ilimitado a la prosperidad compartida. Quizá por primera vez, el poder empresarial se enfrenta a la posibilidad —y a la necesidad— de actuar como un agente consciente de la evolución social, capaz de unir rentabilidad y responsabilidad y de orientar sus recursos hacia un horizonte verdaderamente humano.
Robert y Darío me habían animado a que, antes de tomar una decisión, me adentrara más en la red CITAM (siglas en esperanto equivalentes al acrónimo inglés STEAM: Science, Technology, Engineering, Arts and Mathematics, o Ciencia, Tecnología, Ingeniería, Artes y Matemáticas), respaldada por la corporación para impulsar el desarrollo de los asentamientos y su progresiva expansión por los distintos pueblos que, en su mayoría, se encontraban en la zona del Sahel. De este modo, podría obtener una visión más precisa de su potencial, de las sinergias que estaban surgiendo entre los diversos campos del conocimiento y del modo en que aquellas innovaciones comenzaban a transformar las condiciones de vida en la región.
Para este cometido se me asignó una identidad digital con su respectiva pulsera, una herramienta imprescindible para acceder con comodidad a las fuentes de documentación en todas las áreas de interés y comprender en su conjunto las dinámicas de trabajo que se habían establecido.
Como me explicó Zola durante mi visita del año pasado, el proceso de configurar mi identidad personal requirió casi toda una mañana. Hubo que definir desde las estrategias para recordar las múltiples contraseñas vinculadas a los distintos niveles de seguridad, hasta la enseñanza básica del propio sistema: mi caligrafía, el timbre de mi voz y ese pequeño inventario de manías personales que permitirían reconocerme sin ninguna duda. Todo debía reflejar con suficiente precisión mis rasgos individuales para asegurar la autenticidad y la privacidad de mi cuenta.
Nada más adentrarme en las discusiones vigentes, lo primero que advertí fue el incesante flujo de ideas, propuestas y contrapropuestas: un torrente de actividad intelectual y práctica casi imposible de abarcar en su totalidad. Resultaba abrumador intentar seguir el ritmo de todo cuanto sucedía en los asentamientos y en los múltiples proyectos en desarrollo.
Lo siguiente que me sorprendió gratamente fue comprobar cómo aquella educación de gran calidad, instaurada como norma, ya comenzaba a dar sus frutos. En apenas una década se había formado una generación de jóvenes emocionalmente activos que empezaba a desempeñar un papel cada vez más relevante en la investigación, la colaboración y la creatividad, en ámbitos que iban desde la literatura hasta las matemáticas, con trabajos e intervenciones que así lo evidenciaban.
El acceso más práctico se realizaba mediante una herramienta de software integrada en el sistema operativo, que permitía generar diagramas de flujo en una línea temporal de escala ajustable. Esta funcionalidad facilitaba la comprensión rápida de cualquier tema al presentarlo como un esquema visual capaz de sustituir el equivalente a varias páginas de texto. Cuando se deseaba ampliar la información sobre un asunto concreto, bastaba con expandir los diagramas y consultar, editar o generar los textos correspondientes en la rama del árbol seleccionada. Y lo abarcaba todo: no solo lo relacionado con la red CITAM, sino también cualquier cuestión vinculada con la iniciativa y con la gente que vivía bajo aquel contrato social, ya fuera de orden jurídico, técnico, administrativo, logístico, medioambiental, alimenticio, educativo o sanitario.
Sin embargo, lo que me resultaba más revelador era constatar que, si alguien deseaba documentarse en profundidad sobre cualquier asunto —por delicado o controvertido que fuera—, siempre encontraba una absoluta y escrupulosa transparencia en el acceso a la información. No había rincones ocultos ni reservas de silencio. Todo lo relativo a la gestión y administración de aquella iniciativa comunitaria se hallaba expuesto a la mirada pública, disponible para ser examinado con el mismo rigor con que se revisan las cuentas de una casa abierta. Esa claridad, lejos de ser un gesto aislado, parecía formar parte de la esencia misma del proyecto, como si la confianza entre sus integrantes se construyera precisamente sobre la certeza de que nada quedaba oculto ni sujeto a interpretaciones equívocas.
Por otro lado, la coherencia de la organización social era absoluta. Yo no era ciudadano de los asentamientos, pues aún no había firmado el contrato social ni recibido la formación correspondiente para tal efecto. Por ello figuraba como un individuo tutelado, en este caso por Zola, quien se había ofrecido incluso antes de que yo mantuviera la reunión con los directivos de la corporación.
Esto implicaba que mi capacidad de intervención en los debates o en los hilos de trabajo estaba sujeta a su tutela; en otras palabras, mi situación era comparable a la de un menor bajo la responsabilidad de sus padres o del tutor encargado de sus actos.
Aquel estatus, además de dar pie a un rosario de bromas que Zola no dejó pasar, resultaba, sin embargo, muy estimulante. No solo por el entusiasmo que se percibía en las distintas actividades y proyectos a los que ahora tenía acceso con esa identidad tutelada, sino también por la calidad de lo que se publicaba en los diversos hilos de discusión, que nada tenía que ver con lo que posteriormente se hacía público, sin restricciones, para el resto del mundo en internet.
Eran debates que me resultaron sumamente enriquecedores desde el punto de vista personal, pues invitaban a emprender nuevos proyectos, inspiraban una multitud de ideas en todos los ámbitos y fomentaban un ambiente colaborativo que evidenciaba el fruto de una educación muy bien planteada. Por lo tanto, era lógico que, para evitar distorsiones o injerencias que pudieran desviar el curso de un intercambio tan fructífero, aquellos debates estuvieran disponibles únicamente para los miembros de los asentamientos.
Zola ya me había comentado que existían numerosos proyectos en marcha y, ante aquella amalgama tan abrumadora de propuestas, enseguida se ofreció a orientarme en la selección de los más relevantes a corto y medio plazo, además de acompañarme en algunas visitas fuera del territorio donde nos encontrábamos. Para ello, tendríamos que reservar plazas en los transportes de larga distancia que habían empezado a operar de forma regular.
La primera visita que realizamos fue a un centro de investigación de nuevos materiales. Zola me comentó que, para entender muchas de las innovaciones que íbamos a ver, era necesario visitar los centros más relevantes en ese sentido, puesto que estaban desarrollando y aplicando toda una familia de compuestos que posibilitaban afrontar muchos desafíos y que ya estaban cambiando la manera de abordar y fabricar las cosas.
Y como era habitual, no se equivocó.
Lo primero que hicimos fue tomar un nuevo sistema de transporte del que solo existía una línea en funcionamiento, pero que, debido a sus buenos resultados, ya se estaba ampliando con celeridad para conectar más territorios.
Los gusanos eran un sistema de transporte público ligero concebido con un doble objetivo: por un lado, reducir al mínimo los costes de infraestructura necesarios para su implantación y mantenimiento; por otro, maximizar su funcionalidad para ofrecer un servicio interurbano eficaz, sostenible y de calidad.
Al igual que todos los vehículos que se iban implantando en los territorios de los asentamientos, el sistema respondía a parámetros estrictos de sostenibilidad y respeto medioambiental. Esto se traducía en una planificación minuciosa de los procesos de fabricación, en la elección de materiales reutilizables y en el uso de combustibles no contaminantes.
Por lo que pude ver posteriormente, el proyecto se dividía en dos grandes líneas de actuación: los trenes y las vías.
La fabricación de los trenes se basaba en un sistema que impulsaba un polímero termoplástico de alta elasticidad mediante bombas y matrices, dando forma al cuerpo principal por un proceso similar a la extrusión de un tubo. De esta forma, se obtenían unidades de la longitud necesaria según la demanda prevista en cada zona de implantación.
Gracias a este mismo proceso de extrusión, el interior del tren ya salía conformado con los espacios y conductos necesarios para la instalación final de asientos, sistemas de ventilación, iluminación, circuitos hidráulicos y sensores.
Cada tren tenía un diámetro total de 3,20 metros y una altura interior de 2,30 metros. Disponía de unas puertas neumáticas dobles a ambos lados, confeccionadas cada cuatro metros con el material sobrante de los cortes robotizados realizados en el cuerpo tubular. Cada una contaba con una moldura de caucho diseñada para absorber las torsiones generadas por las curvas o los desniveles del trazado.
Los demás recortes —ventanas, accesos a cavidades de servicio, etc.— se trituraban y reincorporaban al proceso de extrusión, asegurando así un aprovechamiento casi total del material.
La gran particularidad del sistema residía en su conjunto motriz. Cada unidad se apoyaba en un solo eje direccional con ruedas dispuestas de forma similar a los vehículos de dos ruedas, como bicicletas o motocicletas.
El equilibrio se mantenía en movimiento gracias a un sistema giroscópico que ajustaba la inclinación del tren según la curvatura o la pendiente de la vía. Las ruedas direccionales, situadas en la cabeza y la cola, permitían maniobrar y estabilizar el conjunto.
Durante el trayecto comprobé que el movimiento del gusano era sorprendentemente estable. En las curvas, el tren se inclinaba con precisión exacta, compensando la fuerza centrípeta del giro y evitando cualquier balanceo lateral. La sensación era la de un desplazamiento continuo, sin sacudidas ni cambios bruscos de gravedad. El suelo permanecía firme bajo los pies y el horizonte solo se desplazaba ligeramente por las ventanillas, como si el vehículo se adaptara con inteligencia a cada variación del trazado. Aquella estabilidad producía una calma extraña, casi antinatural, que hacía olvidar que nos movíamos a gran velocidad.
Cada rueda motriz incorporaba un motor eléctrico alimentado por turbinas de biogás ubicadas en ambos extremos del tren, que proporcionaban la energía necesaria para todos los sistemas integrados. Estas ruedas se montaban en estructuras metálicas articuladas entre sí, lo que confería al vehículo solidez y precisión de movimiento. Dicha columna motriz se integraba progresivamente a medida que el cuerpo tubular se impelía.
El sistema de conducción estaba completamente automatizado, con sensores capaces de detectar obstáculos o desperfectos en la vía, lo que garantizaba la seguridad necesaria para efectuar paradas de emergencia. No obstante, cada unidad disponía de dos puestos de control manual —uno en la cabeza y otro en la cola— para la intervención humana en caso necesario.
Por último, en situaciones de parada de emergencia fuera de los apeaderos, el tren desplegaba automáticamente unos soportes situados junto a las ruedas motrices. Estos garantizaban la estabilidad al detectar la pérdida de equilibrio por falta de movimiento y estaban diseñados para soportar paradas incluso en mitad de una curva.
La segunda línea de actuación correspondía al diseño de las vías, compuestas por piezas prefabricadas de un material similar al hormigón armado. Estas se moldeaban según distintos tipos de trazado, respetando el radio mínimo de curvatura que el material extruido podía soportar con seguridad, tanto para los pasajeros como para la integridad estructural del tren.
Los módulos se clasificaban del siguiente modo:
El módulo S-1, para los tramos rectos; el S-2, para colocar en los laterales del tramo recto cuando el tren se detenía en un apeadero; y tres conjuntos de módulos para las curvas: C-1 para el radio mínimo, C-2 para un radio medio y C-3 para un radio más amplio.
El trazado de las vías se efectuaba con notable rapidez. Una vez concluido el estudio de selección y definición del recorrido que debía seguir la línea, el proceso de construcción se reducía prácticamente a dos etapas fundamentales: la preparación de las subrasantes y la colocación y asentamiento de los módulos prefabricados.
Estos módulos, diseñados para un ensamblaje preciso y eficiente, se integraban con facilidad en el terreno, eliminando la necesidad de maquinaria pesada o de largas tareas de ajuste.
No existían otros elementos complementarios en la infraestructura, solo una red dispersa de puntos autónomos de control que garantizaban la supervisión del tráfico, la estabilidad estructural y una conectividad básica para el pasaje. Aquella simplicidad aparente, sin embargo, era el resultado de una ingeniería altamente optimizada, en la que cada componente estaba concebido para cumplir múltiples funciones con el mínimo consumo de recursos.
Además, los gusanos podían circular por infraestructuras existentes —autopistas o carreteras— adaptadas con ligeras modificaciones. Esto permitía aprovechar y amortizar obras públicas previas, reduciendo los costes económicos y el impacto medioambiental ya ocasionado durante su ejecución.
Con todo, lo que más me impresionó no fueron los detalles técnicos ni la perfección del sistema, sino la sensación de ligereza con que aquel tren atravesaba el territorio. El viaje se me hizo breve y apenas habíamos comentado nada sobre la experiencia. Al llegar a nuestro destino, no pude evitar compartir mis impresiones con Zola.
Autor
-¡Buah!, impresionante. Pero ¿esto no corre demasiado para un territorio donde puede haber bastantes animales despistados?
Zola
-Delante del tren siempre viaja un explorador, un pequeño robot que va a unos mil metros por delante y espanta a los animales con señales visuales y acústicas. También informa de todos los problemas que va detectando, porque está conectado al sistema de conducción del tren. Al principio no eran necesarios, pero a medida que los gusanos aumentaron su velocidad media de servicio, se hizo imprescindible implantarlos. Míralo, es esa cosa rara de ahí.
Autor
-Ah, ya. Bien pensado. Lo que me ha dejado perplejo es cómo se deformaba el tren al tomar las curvas. Era extraño… todo muy cómodo y suave, pero era como si estuviéramos en las tripas de un bicho.
Zola
-Ja, ja, ja… sí, las de un gusano muy veloz.
Autor
-¿A cuánto corre esto?
Zola
-Está limitado a 110 km/h, pero creo que puede correr mucho más. Se hicieron pruebas que alcanzaron los 200 km/h. Lo puedes consultar todo sin problemas en la documentación del proyecto. En este centro de investigación que vamos a visitar te podrán explicar más cosas sobre el material con que los fabrican.
Autor
-¿Pero esto aún está en fase de pruebas o ya es una línea regular?
Zola
-Poco después de que te marcharas el año pasado entró en funcionamiento de forma regular aunque, de momento, solo hay dos unidades. Quedan algunas pruebas y estudios de impacto ambiental, pero está funcionando muy bien. La gente está encantada y será de gran utilidad para conectar muchos territorios en poco tiempo.
El siglo XXI podría definirse por quién logre controlar las materias primas más discretas, pero también las más críticas. Litio, cobalto, tierras raras, grafito: el nuevo petróleo no se extrae de pozos, sino de minas dispersas por el planeta, y su procesamiento determina quién lidera la transición energética, quién fabrica las baterías, quién domina la inteligencia artificial. Controlar esas cadenas de suministro equivale a diseñar el futuro.
Lo que la corporación había emprendido allí tenía un propósito inequívoco: reducir al mínimo la fragilidad que impone la dependencia de materias críticas. Cada laboratorio era un intento calculado de convertir ese punto débil en un margen de maniobra propio. Bajo la apariencia de un programa técnico se escondía un proyecto profundamente político: la construcción de una autonomía material que no dejara a nadie a merced de cadenas extractivas ajenas.
Mi visita anterior a los asentamientos me había mostrado varios proyectos orientados en esa dirección, pero esta vez Zola me llevó mucho más lejos. Pronto descubrí iniciativas destinadas a fortalecer su influencia global sin depender de los circuitos convencionales. Todas compartían un rasgo: formaban parte de una dinámica de ciencia abierta, basada en la colaboración y el intercambio de conocimiento.
Detallar todas las investigaciones que se desarrollaban allí daría para llenar un libro entero. La diversidad de enfoques era muy amplia. Por ello, las transcripciones que presento constituyen una selección representativa de las conversaciones mantenidas con los responsables de los proyectos: explicaciones técnicas, ideas, principios. Una visión común orientada a repensar la relación entre los materiales, su origen y sus aplicaciones.
Max y Joseph, dos investigadores sudafricanos formados en Oxford, tenían el aspecto desordenado de quienes viven en el laboratorio. Sin embargo, eran extremadamente detallistas al mostrar los procesos que habían realizado para obtener toda una gama de materiales revolucionarios.
Sobre la mesa había una pieza alargada, similar a un tubo, con una textura casi orgánica. La toqué: era dura pero flexible, ligeramente cálida, como si tuviera temperatura propia.
Autor
-Pero este material de los gusanos, ¿qué es? Es impresionante que se pueda extrudir de esta manera y a esta escala. Parece casi metálico, pero sin el peso ni la frialdad del metal.
Max
-Técnicamente, es un polímero termoplástico muy flexible. Requiere un proceso de curado de unas dos horas antes de poder utilizarse con normalidad. Es una especie de silicona avanzada, fruto de varios años de investigación, que nos ha permitido desarrollar una gama de materiales capaces de reducir la dependencia del acero y otras materias primas.
Joseph
-Una de sus principales ventajas es que, mientras no haya completado el curado tras ser sometido a determinada temperatura, se comporta como una masa dúctil que puede mezclarse y procesarse nuevamente. Esto facilita el trabajo a cualquier escala: ofrece un amplio margen de maniobra antes de solidificarse. Muchos errores pueden corregirse simplemente añadiendo más material calentado o, si se deja enfriar, permite el corte y el manipulado con mayor facilidad.
Max
-Hemos realizado varios hallazgos. Esta investigación nos ha permitido obtener toda una gama de polímeros con distintos grados de rigidez: desde piezas completamente indeformables hasta la flexibilidad que ves en los gusanos. Y casi todo a partir de materias bastante comunes. Solo dependemos de unos pocos compuestos químicos que no podemos fabricar aquí por falta de las instalaciones necesarias.
Autor
-Pero esto no se puede preparar en casa, con unas ollas y un montón de arenas…
Max
-Ja, ja, ja, no, para nada. La desventaja es que se trata de un preparado bastante laborioso, que exige gran precisión en la mezcla mediante un proceso completamente computarizado. Ya existen varias clases de vitrímeros —epoxis dinámicos o redes basadas en transesterificación catalítica—, pero nuestra investigación amplía sus posibilidades reduciendo significativamente los recursos necesarios.
Autor
-Veo que el acero es el principal enemigo a batir…
Max
-En realidad, los aceros. Hay muchísimos tipos, y todos son materiales extraordinarios, insustituibles en muchos ámbitos. Pero aquí resultan insostenibles, no solo por su coste energético, sino también por su impacto ambiental. En un entorno como este, cada recurso debe justificar su huella.
Joseph
-Exactamente. Producir una tonelada de acero genera casi dos toneladas de dióxido de carbono, debido al uso intensivo de carbón en los altos hornos y a los procesos de reducción del mineral de hierro. Este balance convierte al acero en uno de los mayores contribuyentes a las emisiones industriales globales. El desafío actual no consiste únicamente en fabricar un acero más limpio, sino en redefinir su papel, reduciendo su presencia sin sacrificar seguridad ni prestaciones estructurales.
Max
-Por eso buscamos alternativas que puedan asumir parte de sus funciones: materiales compuestos, cerámicos reforzados, polímeros estructurales. No se trata de eliminar el acero, sino de liberarnos de su dependencia. La verdadera innovación no está en sustituir un material por otro, sino en cambiar la lógica con la que construimos.
Días después visité a Dalmar, un investigador somalí que, según Zola, era un prodigio superdotado. Además de ser una persona muy afable, había estado al frente de proyectos muy innovadores: cerámicas refrigerantes, un proceso para hacer adobe muy resistente sin degradación, y el material estructural que se usaba para las vías de los gusanos.
Al acercarme a una de las piezas apiladas junto al taller, noté su textura irregular, casi porosa. Era más liviana de lo que esperaba.
Autor
-Me he fijado en que las piezas que se usan para el trazado de las vías de los gusanos no son de hormigón, ¿es este material?
Dalmar
-Sí, se trata de un compuesto cerámico armado muy duradero, un material de nueva generación: geopolímero cerámico armado con fibras vegetales tratadas. Tiene una dureza ligeramente superior a la del hormigón convencional, pero con una huella energética mucho menor. Para fabricar cada pieza se necesita aproximadamente la mitad de la energía que requiere el hormigón tradicional, lo que lo convierte en una alternativa mucho más sostenible.
Su principal limitación es que depende de procesos de manufactura prefabricada: las piezas deben elaborarse en taller, bajo condiciones controladas, antes de su montaje. Sin embargo, esa misma característica permite mayor precisión dimensional, reducción del desperdicio de materiales y una calidad final más uniforme.
Autor
-Y el armado no se hace con acero, ¿no?
Dalmar
-Eso es lo más interesante. En lugar de acero, utilizamos fibras vegetales especialmente tratadas y entrelazadas. Estas fibras —que pueden provenir del cáñamo o el lino— adquieren tras su tratamiento gran resistencia y flexibilidad, lo que les permite doblarse y colocarse en la pieza igual que las varillas metálicas en un encofrado de hormigón. El resultado es un material capaz de soportar cargas estructurales similares a las de un hormigón armado con acero, pero con la ventaja de ser más ligero, renovable y menos dependiente de recursos minerales.
Autor
-En el sector de la construcción cada vez estoy viendo más esta tendencia: prefabricados que se ensamblan y ajustan en la obra…
Dalmar
-En el ámbito de los materiales de construcción se han logrado grandes avances. Hoy existen múltiples proyectos en todo el mundo que exploran nuevas soluciones: desde concretos autorreparables que sellan sus propias fisuras, hasta ladrillos hechos con residuos industriales o bioplásticos reciclados.
Sin embargo, nuestra situación presenta una ventaja particular: aquí no arrastramos inercias ni sistemas tan rígidos como los que suelen existir en otros lugares, donde la construcción tradicional está profundamente arraigada. En muchos países, las normativas, los hábitos de los constructores y la resistencia del mercado dificultan la adopción de materiales innovadores. Aquí, en cambio, podemos replantear desde cero la forma en que concebimos tanto la obra pública como la vivienda.
Eso significa que podemos experimentar con estructuras modulares, materiales de bajo impacto ambiental o técnicas constructivas adaptadas al clima local sin tener que desmontar sistemas antiguos. Por ejemplo, hemos levantado viviendas con paneles de tierra estabilizada y biocompuestos, incorporado aislamientos naturales e, incluso, ahora estamos explorando sistemas constructivos desmontables, pensados para ser reciclados o reconfigurados con el tiempo.
Autor
-En otras palabras, la ausencia de inercias viciadas y la investigación permanente se están convirtiendo en una oportunidad para innovar de forma más ágil y sostenible…
Dalmar
-Absolutamente.
Recorridos tantos laboratorios, empecé a entender lo que Zola intentaba mostrarme: no era solo la diversidad de materiales, sino la complejidad invisible que los sostenía. Cada innovación abría una docena de preguntas nuevas; cada material, una multitud de combinaciones posibles. Allí comprendí que el avance no dependía solo del ingenio humano, sino también de herramientas capaces de navegar por un territorio casi infinito de variables. Y fue entonces cuando Zola me habló de la segunda mitad del trabajo: la computacional.
Gestionar esa complejidad —combinaciones infinitas entre sustancias, técnicas de procesado y restricciones medioambientales— sería humanamente imposible sin algoritmos capaces de simular miles de escenarios y proponer soluciones a medida. Su capacidad para jugar con un número descomunal de variables los convierte en aliados estratégicos, siempre que dispongan de la potencia de cálculo necesaria. Y esa potencia ya no es privilegio de grandes centros de datos: hoy un portátil de gama media ejecuta cálculos que hace apenas seis años requerían un clúster de procesadores.
Para obtener información abundante y relevante es imprescindible recurrir a técnicas de fabricación y caracterización de alto rendimiento, capaces de generar materiales y medir sus propiedades de forma acelerada. Hoy es posible producir librerías de aleaciones con cientos de composiciones en cuestión de horas, o realizar ensayos que revelan múltiples características con una sola prueba. Estos datos, vinculados directamente a métodos de fabricación reales y propiedades concretas, son oro puro para entrenar sistemas de IA.
En una de las últimas visitas, Zola me llevó a conocer otro proyecto en el que estaban trabajando una pareja de antiguos vecinos. Aquel laboratorio tenía la particularidad de haber juntado varias líneas de investigación para elaborar un compuesto sorprendente.
Zola
-En este laboratorio han descubierto una aplicación que a mí me sorprendió bastante. Están implicados Halima y su compañero Rufaro, dos personas que antes eran vecinas de mi poblado. Empezaron con un estudio sobre el polen que, más allá de ser un desencadenante de alergias, puede transformarse en un material versátil y sostenible.
Autor
-Había leído que se investigaba su uso en farmacología, aprovechando la estructura capsular para suministrar medicación con precisión, pero no sabía que pudiera emplearse para fabricar materiales.
Halima
-Sí, pero aquí le hemos dado un enfoque totalmente diferente, fruto de varias investigaciones parecidas. A través de un proceso de eliminación de lípidos y proteínas, y un tratamiento con soluciones alcalinas, los granos de polen pierden su dureza original y se convierten en un microgel blando y flexible, capaz de absorber y liberar agua según las condiciones del entorno. Gracias a estas propiedades, el polen puede moldearse en películas resistentes y sensibles a estímulos externos como el pH o la humedad, lo que abre la puerta a aplicaciones en dispositivos inteligentes, sensores de salud o incluso en tecnologías solares.
En estas tierras, el comportamiento higroscópico del polen modificado nos da ventajas únicas: puede absorber la humedad nocturna y liberarla durante el día.
Zola
-Este microgel también permite fabricar papel reutilizable, una alternativa ecológica al papel convencional, ya que su producción no implica talar árboles ni consumir grandes volúmenes de agua. Además es un papel que puedes limpiar y volver a utilizar, es muy resistente…
Halima
-O puede transformarse en esponjas porosas útiles en medicina o en la absorción de contaminantes. Estamos descubriendo muchas aplicaciones. Su abundancia natural —una sola flor de girasol genera decenas de miles de granos— lo convierte en un recurso accesible y sostenible frente a otros biomateriales como la celulosa o el quitosano, que requieren destruir organismos vivos. Creo que esta investigación se perfila como una aliada inesperada para el desarrollo de materiales inteligentes y sostenibles.
Zola
-Como puedes ver, el objetivo final de todos estos centros de investigación es generar una dinámica capaz de propiciar innovaciones verdaderamente disruptivas: motores eléctricos que funcionen sin imanes de tierras raras, procesos de separación más eficientes y menos contaminantes, o materiales sustitutivos que permitan responder a todo tipo de necesidades sin depender de las grandes cadenas de suministro. No se trata solo de sustituir lo que ya existe, sino de reinventar el modo en que concebimos los recursos mismos.
Aquellas palabras me acompañaron durante el resto de la visita. Lo que me quedó muy claro después de aquellas intensas jornadas es que las ideas siguen siendo la energía más poderosa de la humanidad y que, al menos en el terreno de los materiales, el universo es efectivamente inagotable gracias, también, a la adopción de nuevas herramientas computarizadas. Cada nuevo descubrimiento abre puertas que antes no sabíamos que existían, y cada avance nos recuerda que la escasez no siempre es un límite físico, sino conceptual.
La automatización lleva este modelo al siguiente nivel. En algunos laboratorios, los robots trabajaban 24 horas al día sintetizando materiales, evaluando sus propiedades y guardando los resultados sin intervención humana. De hecho, ya habían construido varias estaciones completamente robotizadas que producían nanocompuestos poliméricos, ensayaban su resistencia mecánica y evaluaban su degradación. Otras iniciativas similares se estaban aplicando en el descubrimiento de pequeñas moléculas o el desarrollo de nuevos fármacos.
En este contexto, estas herramientas emergentes son capaces de generar cientos de miles de recetas de compuestos estables destinados a tecnologías muy diversas. Algunas bases de datos ya reúnen otros cientos de miles de materiales con potencial real para ser sintetizados y probados. En instalaciones robotizadas, las tareas que antes ocupaban más de tres años de trabajo doctoral pueden completarse ahora en menos de una semana.
Anclarse en materiales que han generado dinámicas de dependencia puede ser tan problemático como confiar en una sola fuente de energía o en un único relato sobre el progreso. Por eso resulta indispensable mantener una investigación constante, abierta y decidida, orientada a descubrir nuevas combinaciones que reduzcan esas dependencias y nos permitan fabricar las cosas —y pensarlas— de otro modo. Solo así una civilización puede seguir expandiéndose sin agotarse a sí misma.
Lo siguiente que hicimos fue programar un breve viaje de tres días para visitar unas instalaciones que la corporación tenía en la costa este, en Somalia. Allí se habían establecido también un par de asentamientos regidos por el mismo contrato social, fruto del trabajo realizado en un pequeño centro de acogida que, con el tiempo, se había convertido en un núcleo de cooperación y desarrollo local. Aquella visita me permitió comprobar cómo esas ideas y dinámicas podían adaptarse a contextos muy distintos, integrándose en realidades complejas sin perder coherencia ni impulso transformador.
Si a los burros se les llamaba así por su inagotable capacidad de trabajo, lento, pesado, pero siempre seguro, y a los gusanos por su forma tubular y flexible, los moscardones debían su nombre al zumbido. Sus motores eléctricos, cuando alcanzaban la máxima potencia, emitían un ruido tan persistente y cercano que parecía el de un auténtico moscardón pegado al oído.
Hacía un par de años que se estaba trabajando en varios prototipos de avión, fruto de los avances logrados en la obtención de esos nuevos compuestos poliméricos que permitían desarrollar casi por completo todo tipo de máquinas. Estos materiales facilitaban además su posterior reciclaje o transformación una vez concluida su vida útil, o cuando eran sustituidos por una solución más reciente, por lo que constantemente estaban buscando nuevas aplicaciones.
Los aviones que se estaban desarrollando destacaban por su fiabilidad y su resistencia, aunque la velocidad no era precisamente su virtud. La propuesta iba en otra dirección: priorizar la seguridad de quienes viajaran en ellos —personas o mercancías— gracias a un ingenioso sistema automático que se activaba en el instante mismo en que el contenedor, sujeto al fuselaje, era liberado.
Conceptualmente, el diseño resultaba sorprendentemente sencillo. Todo el sistema se organizaba en tres módulos principales anclados al fuselaje.
El primero correspondía a la cabina de control, concebida para dos pilotos y equipada con la aviónica básica necesaria para la navegación mediante radiofaros. Aunque prescindía de sistemas automáticos complejos, incorporaba instrumentación redundante en los elementos esenciales, garantizando así la seguridad y fiabilidad del vuelo.
El segundo módulo albergaba dos generadores eléctricos, cada uno impulsado por turbinas alimentadas con biogás almacenado en bombonas intercambiables. Este sistema permitía una rápida sustitución del combustible y garantizaba un suministro continuo de energía incluso en operaciones prolongadas. El biogás, una fuente limpia y renovable, no solo proporcionaba una notable autonomía operativa, sino que además reducía de forma significativa el impacto ambiental y simplificaba la logística de abastecimiento en aeropuertos remotos o de tamaño reducido.
El tercer módulo consistía en un ala de sustentación equipada con dos motores eléctricos. Su característica más innovadora residía en la propia estructura: el armazón del ala estaba formado por supercondensadores capaces de almacenar y suministrar energía según las necesidades de empuje.
Estos supercondensadores no solo permitían regular con precisión los distintos regímenes de revoluciones de los motores, sino que también actuaban como respaldo energético de emergencia. En caso de fallo del sistema principal, podían mantener la aeronave operativa durante unos quince minutos, tiempo suficiente para efectuar un aterrizaje seguro y controlado.
El resto del aparato estaba formado por la estructura portante, encargada de integrar los módulos de carga y la cola del avión. Esta última incorporaba los estabilizadores verticales y horizontales, además de un módulo accesorio de seguridad equipado con un sistema de paracaídas.
Dicho módulo podía acoplarse o desacoplarse del contenedor de carga según las necesidades operativas, y presentaba una forma aerodinámica cuidadosamente integrada en el conjunto de la cola, de modo que no afectaba al rendimiento ni a la estabilidad del avión durante el vuelo.
Los módulos de carga seguían el estándar de veinte pies. Los destinados a mercancías apenas requerían modificaciones, mientras que los adaptados para pasajeros habían sido completamente rediseñados. De la estructura original solo se conservaban las vigas principales del paralelepípedo, ya que todo el interior se había reconfigurado para acoger hasta veinte viajeros y sus cofres de equipaje.
Estos cofres se almacenaban en la parte inferior, bajo el suelo del habitáculo del pasaje, mediante una estructura automatizada que se desplegaba al llegar a la terminal y se replegaba antes del despegue, permitiendo un manejo rápido y ordenado del equipaje sin intervención manual.
En cuanto al tren de aterrizaje, el avión disponía de unas grandes ruedas unidas a unas estructuras retráctiles, diseñadas para liberarse parcialmente en la toma de contacto y actuar al mismo tiempo como amortiguador de impacto.
No eran aviones especialmente agraciados desde el punto de vista estético, pero sí extraordinariamente funcionales y resistentes. Podían soportar condiciones meteorológicas adversas y realizar despegues y aterrizajes en pistas precarias o mal acondicionadas, cumpliendo su cometido con una gran fiabilidad.
El otro aspecto destacable era el de los aeropuertos, concebidos para complementar perfectamente aquella filosofía de diseño.
Al aterrizar una aeronave, una plataforma automatizada se posicionaba bajo el módulo de carga. Una vez desanclado, el módulo era trasladado directamente a la terminal, mientras otra plataforma se aproximaba al mismo avión para acoplarle un nuevo módulo, permitiendo así que el aparato volviera a despegar en cuestión de minutos.
Este ingenioso sistema se reproducía en los dos pequeños aeropuertos que visité durante mi estancia en la costa este. En ambos casos, la disposición de las áreas de embarque y desembarque de pasajeros, así como la zona de logística de mercancías, seguía un diseño idéntico, evidencia de una estandarización funcional cuidadosamente planificada.
Las instalaciones se habían construido siguiendo un principio modular, empleando contenedores de cuarenta pies adaptados con notable ingenio para satisfacer las exigencias de un entorno aeroportuario. Los materiales de revestimiento variaban según el uso de cada módulo: por un lado, facilitaban un montaje y desmontaje rápidos; por otro, ofrecían un nivel de confort adecuado sin depender de sistemas de climatización complejos.
Todo el conjunto había sido diseñado con precisión para garantizar un mantenimiento mínimo, una durabilidad notable y una alta eficiencia energética, incluso en condiciones ambientales cambiantes.
Por último, cabe mencionar que aquellos aviones formaban parte de un sistema de transporte auxiliar y complementario, concebido para atender tanto el desplazamiento de personal hacia instalaciones remotas como el traslado de mercancías y equipos especializados de investigación. Su diseño respondía a la necesidad de mantener una red logística flexible, capaz de operar en zonas de difícil acceso o con infraestructuras limitadas. Gracias a su versatilidad y bajo coste operativo, estos aparatos garantizaban la continuidad de las actividades científicas y técnicas, integrándose de manera eficiente con otros medios de transporte.
Autor
-¿Esta hora es la de aquí? Pensaba que sería una hora más.
Zola
-En los asentamientos el reloj se ajusta a los ritmos circadianos, es decir, la hora se sincroniza con el huso horario solar que corresponda geográficamente. Hemos establecido una separación cronobiológica de las zonas horarias porque se prioriza el bienestar de las personas, especialmente de la población escolar.
Autor
-¿Y eso?
Zola
-Está más que demostrado que retrasar su ciclo circadiano durante la pubertad o la adolescencia genera un déficit de sueño crónico que afecta su salud, su bienestar y su rendimiento. Además, procuramos no vivir en una ficción horaria, porque el hambre también tiene un fuerte componente circadiano.
Autor
-Es decir, estamos en UTC más tres horas, ¿no?
Zola
-Sí.
Autor
-Vale, reloj ajustado. Pues sí, ahora tengo hambre...
Zola
-Ja, ja, ja. Espera un poco, porque ya que estamos aquí, me gustaría ver un experimento que está detrás de esa colina. Podemos ir en bici... o andando, si te apetece.
Autor
-Me apetece andar, la verdad. Así nos despejamos un poco y me vas explicando eso que quieres ver. Por cierto, me ha llamado mucho la atención cómo el sistema informaba constantemente de todo lo relacionado con el vuelo y los consejos de seguridad, en caso de emergencia, cuando se activa la separación del habitáculo de pasaje.
Zola
-A mí me pasó una vez, cuando vine a visitar a unas amigas que, por cierto, conocerás mañana.
Autor
-¡Qué dices! ¿Y qué pasó? ¿Tuviste miedo?
Zola
-Fue más un susto que miedo, aparte de los nervios que genera una situación así. Pero el sistema funcionó muy bien. Por eso es necesario ir atado con el arnés, y los asientos tienen esta ergonomía: para evitar lesiones cuando el habitáculo se desprende y los paracaídas provocan la sacudida al desplegarse. Por lo demás, fue un descenso muy suave. Además, al tocar suelo se activa una radiobaliza y, en mi caso, vinieron a recogernos al cabo de un par de horas.
Autor
-¿Pero por qué se activó el sistema?
Zola
-Por lo visto fue una pérdida de potencia repentina. El avión no se estrelló porque consiguieron aterrizar unos kilómetros más allá, pero desde ese incidente se decidió montar dos turbinas más pequeñas para la generación eléctrica, en lugar de solo una. Así se asegura la redundancia también en ese aspecto.
Autor
-Lo curioso también es el sistema de equipajes. Esto de llegar a la terminal, colocar el equipaje en el cofre asignado y entrar directamente en el habitáculo me ha parecido muy práctico. Siempre me ha molestado mucho el tema de la facturación y el follón que se forma con el equipaje de mano.
Zola
-Lo bueno es que nunca se pierde nada, porque todo va en el mismo módulo de carga. Cuando nos pasó eso, todos pudimos seguir nuestro viaje sin los problemas de equipaje o efectos personales que suelen aparecer en esos casos.
(--)
Autor
-Uy... lamento esto, de verdad. Supongo que será por el trajín del vuelo, pero me ha venido un apretón y tengo que evacuar urgentemente.
Zola
-Claro, no te preocupes, pero tendrás que ir hacia aquella zona de allí. Por aquí cerca hay un acuífero.
Autor
-¿Y qué problema hay?
Zola
-Si te fijas, siempre señalamos con precisión las fuentes de agua, los pozos y los acuíferos, no solo para facilitar su gestión, sino también para delimitar las áreas donde no deben enterrarse residuos ni materia fecal que pueda contaminarlos.
Autor
-Sí, me he fijado, pero lo atribuía más a su escasez, no para indicar que era una zona libre de residuos.
Zola
-En suelos con buena capa orgánica y buen drenaje, los microorganismos descomponen más rápido la materia fecal; sin embargo, en ecosistemas frágiles como este, el suelo tarda muchísimo en procesar los excrementos, por lo que es importante señalizar bien todos estos lugares para evitar su contaminación. Es de las primeras cosas que se aprenden cuando estás en los campos de acogida y decides quedarte a vivir aquí.
Autor
-Ya, esa clase me la salté. Me tendrás que dar un cursillo acelerado.
Zola
-Ja, ja, ja. No hay problema. Lo ideal es cavar un hoyo pequeño, de aproximadamente un palmo de profundidad, y mezclar los desechos con tierra y materia vegetal (hojas secas, trozos de ramas, etc.). Esto ayuda a neutralizar los olores y a acelerar la biodegradación, evitando que los restos queden expuestos a moscas o animales.
Para mantener los hoyos bien dispersos, es costumbre marcarlos con un palito clavado en vertical. Así, si otra persona pasa por aquí con las mismas necesidades, sabrá dónde cavar el suyo.
Autor
-Vale, entendido, ahora vuelvo.
Pocas veces me he sentido así al hacer mis necesidades: lúcido, sereno, en paz. En ese momento se me cruzó una idea que no había considerado desde que conocí esta iniciativa. En todo este tiempo no había visto ni un solo indicio de corrupción. Nada, ni siquiera en lo más elemental. Los conflictos que suelen brotar del dinero, la ambición o la lucha por el poder simplemente no tenían espacio allí.
Empecé a pensar entonces en lo que realmente significa la corrupción. No es solo el uso indebido del poder público para obtener beneficios privados; es una enfermedad social alimentada por el miedo, la desigualdad y la desconfianza. Es la señal de un sistema donde el interés individual se impone al bien común, donde la norma se convierte en un obstáculo que esquivar en lugar de ser un marco para convivir. En muchas partes del mundo, la corrupción prospera no porque las leyes sean débiles, sino porque se aplican de forma desigual, o porque la comunidad las percibe como algo ajeno, impuesto desde arriba. Y en ese clima, la resignación acaba sustituyendo a la justicia.
En los asentamientos sucedía lo contrario: las normas parecían brotar de la gente misma. No se imponían; se compartían. Funcionaban como acuerdos vivos, como un tejido de confianza que nadie quería romper. Estaba prohibida la acumulación de bienes o el uso indebido de los recursos comunes, sí, pero lo que sostenía el equilibrio no eran las restricciones. Era la convicción colectiva de que cada gesto debía contribuir al bienestar de todos. No existían los privilegios porque nadie se atribuía un derecho superior al del resto.
También es cierto que no había presenciado situaciones extremas que pusieran en peligro esa armonía —una gran sequía, un colapso de suministros—, pero incluso sin esas pruebas, resultaba evidente que la gestión era transparente y que las dinámicas internas funcionaban. Y, aun así, nada de aquello era sencillo: la comunidad la formaban personas que habían huido por motivos diversos. Muchos escapaban de la guerra; otros, del hambre, esa violencia silenciosa que expulsa de la propia tierra.
Quizá por eso, porque todos conocían la pérdida y la vulnerabilidad, habían desarrollado una comprensión profunda de la fragilidad humana. No era una sociedad sin tensiones; por supuesto que existían, como en cualquier grupo. Pero lo sorprendente no era su ausencia, sino la forma de enfrentarlas. El logro del sistema no residía en evitar el conflicto, sino en haber cultivado una cultura donde la cooperación y la empatía actuaban como reflejos espontáneos. Resolver un problema no era defender una norma, sino proteger un vínculo.
Eso no significaba que no hubieran fracasado. Zola me contó, en mi primera visita, que una comunidad entera fue expulsada por practicar la ablación. Pensé durante horas en aquel caso, y siempre llegaba a la misma conclusión: nacemos iguales y debemos respetarnos como iguales. Pero incluso en las fricciones cotidianas —pequeñas injusticias, malentendidos, algún robo menor— la reacción colectiva solía buscar la reparación, no el castigo.
La corrupción allí no había sido erradicada por decreto, sino desactivada en su origen: en las motivaciones, en las emociones, en la forma de entender lo común. Cuando el bienestar del otro se siente como una extensión del propio, el abuso de poder se vuelve absurdo. La transparencia no era una obligación fiscalizada: era el resultado natural de una ética compartida, nacida del dolor y reforzada por la memoria de la pérdida.
Los conflictos más habituales tenían que ver con relaciones personales o con robos de poca monta. Se trataban en asambleas locales centradas en esclarecer causas y reparar lo dañado. La sanción rara vez tenía espacio; lo importante era recomponer la convivencia. Incluso en temas más sensibles —como los roles de género y las dinámicas familiares— los ciclos formativos ayudaban a desmontar inercias que en otros lugares siguen siendo inamovibles. Recuerdo una clase donde explicaban la diversidad sexual en la naturaleza, no como un argumento de autoridad, sino como un mapa que ampliaba lo posible.
Este enfoque actuaba como filtro para quienes aspiraban a unirse a los asentamientos. Muchos renunciaban porque no aceptaban la igualdad plena de las mujeres, y vi más de una vez cómo el padre de familia se marchaba cuando la madre reclamaba ese derecho.
Con los menores, sin embargo, el enfoque era distinto. Cuando cometían robos o travesuras, sí se aplicaban castigos, pero eran castigos pedagógicos, no punitivos. Se buscaba que comprendieran el daño causado y asumieran su responsabilidad, sin quebrar el vínculo ni estigmatizarlos.
La pureza de un lugar no se mide solo por la ausencia de basura, sino por la limpieza de las intenciones. Y allí, donde cada gesto respondía a una conciencia colectiva más que a una norma, uno podía vivir sin miedo ni desconfianza. Tal vez por eso, incluso al enterrar mis propios desechos, sentí que participaba en algo mayor: una forma de vida en la que nada, ni siquiera lo más trivial, se desperdiciaba.
Aunque no lo parezca, el suelo constituye un ecosistema complejo y dinámico, esencial para el funcionamiento de los sistemas terrestres. En un puñado de tierra pueden coexistir millones de microorganismos —bacterias, hongos, protozoos y microfauna— que desempeñan funciones clave en la descomposición de la materia orgánica y el reciclaje de nutrientes. Además, estos organismos ayudan a mantener la estructura del suelo, permitiendo que el agua se filtre y las raíces respiren. Gracias a ellos, el suelo se mantiene fértil y equilibrado.
Cuando un fuego destruye esta comunidad invisible o las tierras atraviesan un proceso de desertificación, el ecosistema pierde gran parte de su capacidad de funcionar correctamente. Los hongos del suelo, por ejemplo, son esenciales porque forman redes que conectan las raíces de diferentes plantas y las ayudan a obtener agua y minerales. Si desaparecen, las plantas se debilitan y la recuperación de la masa forestal se vuelve mucho más lenta.
Por eso se dice que sin un suelo vivo no hay bosque posible. Porque cuidarlo significa cuidar la vida que sostiene todo el ecosistema. Existen diferentes técnicas para acelerar la recuperación de un suelo, y una de las más efectivas es el mulch orgánico: una capa de restos vegetales triturados que se coloca sobre la superficie. Esta cobertura protege el suelo del impacto de la lluvia, reduce la escorrentía del agua y mantiene la humedad. Con el tiempo, el material se descompone y enriquece la tierra con nutrientes.
Otra medida útil es colocar fajinas, hileras de troncos o ramas dispuestas en las laderas siguiendo las curvas del terreno. Estas barreras frenan el agua, retienen la tierra y evitan que el suelo sea arrastrado hacia abajo. También se pueden construir pequeñas presas en los arroyos para impedir que los sedimentos lleguen a los ríos y que los nutrientes acaben en otros lugares donde no son necesarios.
En los asentamientos hacía mucho tiempo que habían iniciado diversas técnicas para recuperar las zonas desertizadas, usando la ganadería de forma estratégica y cultivando especies capaces de integrarse y adaptarse a un ecosistema muy exigente y frágil. Junto con los avances logrados gracias al sistema de invernaderos, se había comenzado a repoblar y regenerar muchas zonas del territorio, con muy buenos resultados. Pero lo que quería ver Zola formaba parte de una nueva dinámica experimental.
Al llegar, nos encontramos con un pequeño valle cubierto de palitos que se alzaban por centenares, como si alguien los hubiera sembrado al azar sobre las dos laderas. El lugar tenía un aspecto extraño, casi ritual, y por un momento no supe si estaba ante una instalación científica o un cementerio de seres diminutos. Sin entender de qué se trataba, solté un comentario desafortunado:
-Pero, ¿y esto? ¿Es que aquí ha venido a cagar todo un asentamiento o qué?
Zola me miró, y al ver mi cara de desconcierto, estalló en una carcajada.
Zola
-¡Ja, ja, ja, pero qué bruto eres! Ja, ja, ja. No, hombre, no. Esto es una plantación experimental para indicar el cultivo de unos hongos.
Autor
-Ah, porras. Es que al ver tantos palitos he pensado que habían enterrado las heces como me has explicado antes.
Zola
-Ja, ja, ja, qué bueno. Ay, qué risa. Pero esto que ves es muy interesante. Están investigando si es posible conectar dos masas de vegetación mediante una red de hongos subterránea antes de empezar a plantar más especies y detener la desertificación. Es una idea loca que parece que va a funcionar. De momento han visto que los hongos de ambos lados han conectado los árboles y las plantas mediante sus filamentos (llamados hifas), permitiendo el intercambio de nutrientes, agua y señales químicas entre individuos, incluso de diferentes especies.
Autor
-Vaya, parece inverosímil. ¿La vegetación de este lugar se está comunicando con la de allí?
Zola
-Sí. Esta red no solo facilita la cooperación local entre plantas —como el apoyo de plantas o árboles jóvenes por parte de árboles más grandes, o la transmisión de advertencias ante plagas—, sino que también permite la transferencia horizontal de material genético entre hongos.
Autor
-Pero, ¿y los nutrientes? ¿No estará interfiriendo en el crecimiento de la otra masa de vegetación?
Zola
-Al contrario. Esta red permite el flujo bidireccional de recursos como carbono, nitrógeno y fósforo, desde donde hay exceso hacia donde hay escasez, promoviendo una distribución más equitativa de nutrientes en el ecosistema.
Además, hemos comprobado que la red se autorregula mediante fusiones internas y desarrolla bucles estructurales para optimizar el transporte, a veces formando grandes “carreteras fúngicas” capaces de mover materiales en ambas direcciones.
Autor
-Entonces, esto es como una infraestructura digital, ¿no? Con capacidad de conexión descentralizada, intercambio de información y adaptabilidad.
Zola
-Es exactamente eso. Estamos viendo que es un avance fundamental para la salud, la resistencia y la adaptación de lo que vamos plantando. La novedad de este experimento es que forzamos la conexión de diferentes masas de vegetación para que nuestra labor sea más exitosa.
Autor
-¿Y es muy extenso este entramado? Hay muchos palitos.
Zola
-En esta área se estima que la longitud total del micelio fúngico, solo en los diez centímetros superiores del suelo, supera los cuatrocientos cuatrillones de kilómetros.
Autor
-Podías haber dicho que sí y ya. Se nota que te apasiona esto. Cuatrocientos cuatrillones… ¿eso cuántos ceros tiene? Y de kilómetros, menuda maraña de hilitos tenéis por aquí.
Zola
-Ja, ja, ja, sí, pero lo importante es que funcione. De momento va bien. Ya veremos si lo podemos hacer a gran escala y en cualquier lugar —que lo dudo—, pero es muy interesante.
Autor
-¿Por qué lo dudas? Esto puede ser una gran solución.
Zola
-Sí, pero inmovilizas el uso de un terreno hasta que se asienta la red, por eso lo digo. Seguro que al final encontraremos soluciones que permitan el uso compartido con otras actividades, pero de momento solo estamos viendo su viabilidad.
Sinceramente, no sé por qué, pero aquel experimento me llevó a pensar en el entramado de la vida misma y en el lugar que ocupamos dentro de él. Comprendí que la vida prospera cuando la energía y las decisiones se distribuyen, cuando ningún punto concentra demasiado peso como para volverse vulnerable. El centralismo, visto así, parece una herencia de nuestro pasado tribal que revela sus límites frente a los desafíos globales actuales. Si la humanidad aspira a sobrevivir a escala planetaria, tal vez deba aprender de las redes invisibles que sostienen la vida desde hace millones de años: sistemas que no imponen ni acumulan, sino que integran cada elemento en un equilibrio dinámico con el conjunto.
La naturaleza misma ofrece modelos de organización que cuestionan la lógica del mando centralizado. Los hongos extienden su micelio como una red descentralizada, sin un cerebro rector, sostenida por una multiplicidad de nodos que colaboran, intercambian nutrientes e información y se adaptan con una flexibilidad sorprendente. Si una parte de la red se daña, el conjunto se reorganiza sin derrumbarse.
Los sistemas humanos centralizados, en cambio, suelen reproducir la estructura de nuestra antigua tribu: un núcleo que decide y una periferia que obedece. Ese modelo funciona con eficacia hasta cierto límite, pero a medida que el poder se concentra y se amplía su radio de acción, el sistema se vuelve frágil. La obsesión por preservarlo genera burocracias que se multiplican, mecanismos de control que se endurecen y conflictos internos o externos que terminan erosionándolo. La rigidez, tarde o temprano, lo enfrenta a su propio colapso.
El contraste resulta elocuente: mientras las redes distribuidas pueden expandirse sin perder adaptabilidad, los sistemas centralizados tienden a resquebrajarse cuando el entorno cambia más rápido de lo que su estructura permite. Lo que sigue suele ser una espiral de violencia o descomposición que abre la puerta —a veces con dolor— a formas más flexibles de organización.
En el fondo, la historia humana puede leerse como un péndulo entre la concentración y la dispersión del poder. Desde los primeros clanes hasta los grandes imperios, nos organizamos imitando el orden jerárquico de la tribu: un centro que decide, una periferia sometida. Pero cada época de centralización extrema ha acabado cediendo ante sus propias tensiones, como si la vida —también en lo humano— se resistiera a la rigidez prolongada.
Fue entonces cuando caí en la cuenta de que, en aquel lugar, mientras las redes digitales, sociales y biológicas se entrelazaban en una arquitectura emergente, quizás estaba presenciando el retorno de unos principios más antiguos que nosotros: cooperación, interdependencia, descentralización. No un ideal abstracto, sino un modo de funcionamiento profundamente coherente con la lógica de la vida.
Tal vez el futuro de la humanidad no dependa de conquistar otros mundos, sino de aprender a vivir en red —como el micelio bajo nuestros pies—, compartiendo energía y recursos sin acapararlos, con una mirada holística que permita la supervivencia de todo el sistema.
Porque, en el fondo, la historia de la civilización no es la del dominio, sino la del lento y torpe aprendizaje de un principio que la Tierra conoce desde siempre: la vida no avanza imponiéndose como una plaga; avanza entrelazándose como el micelio.
Desde el primer día pude comprobar la importancia que daban al desarrollo de infraestructuras de transporte y comunicación eficaces y sostenibles. Los burros, las bicicletas y los nuevos vehículos biplaza no eran simples medios de movilidad: formaban parte de un sistema pensado para cubrir la logística cotidiana, la producción de alimentos y herramientas, y todos los desplazamientos necesarios para la vida diaria en los asentamientos. Los gusanos y los moscardones, por su parte, se estaban introduciendo para conectar territorios más lejanos con comunidades afines.
Sin embargo, en aquel territorio descubrí que existía otra infraestructura mucho más discreta, pero sorprendentemente eficiente, que cumplía una función muy parecida a la de los moscardones, y además a un coste muchísimo menor.
Era una red dispersa en forma de malla regular compuesta por estaciones autónomas de servicio. Técnicamente, funcionaban como nodos de distribución de radio para las telecomunicaciones. Pero su diseño era modular, preparado para asumir nuevas funciones o ampliarse según las necesidades de cada zona, y estaban muy bien integradas en el paisaje.
Lo que me llamó especialmente la atención fue cómo resolvían el suministro energético. Durante años, la energía del Sol se ha captado principalmente mediante celdas solares de silicio, las tradicionales placas fotovoltaicas: costosas, pesadas y con una fabricación que exige un gran consumo energético. A pesar de que estas celdas han alcanzado eficiencias superiores al 26 %, su mejora se ve limitada por el célebre límite de Shockley-Queisser, que fija una eficiencia teórica máxima de alrededor del 32 %. Todo esto ha impulsado la búsqueda de alternativas más ligeras, baratas y fáciles de producir.
Con este impulso aparecieron las perovskitas, un material que muchos consideran revolucionario por su capacidad de absorber la luz solar y por la sencillez con que puede fabricarse. Ya se han logrado eficiencias del 27 % en celdas formadas solo por perovskita y del 30 % cuando se combinan con silicio. Pero su promesa aún está atada a dos grandes inconvenientes: su escasa estabilidad —la humedad y el oxígeno las degradaban en menos de un año— y los defectos cristalinos, que frenan la conducción eléctrica.
Pero allí habían empezado a apostar por una tercera vía: las células solares orgánicas, basadas en moléculas conjugadas con enlaces simples y múltiples alternados. Eran células ligeras, flexibles, económicas, transparentes y con un impacto ambiental muy bajo. Aún no alcanzaban las eficiencias de los materiales inorgánicos —rondaban ya el 19 %, eso sí—, pero su versatilidad y facilidad de integración las habían hecho ideales para proyectos que priorizaban la autonomía distribuida por encima de la potencia bruta.
Precisamente ese era el tipo de solución adoptada en aquellas estaciones autónomas. La energía primaria la proporcionaban módulos fotovoltaicos —una combinación de paneles orgánicos ligeros con secciones más eficientes de silicio o perovskita, según la función de cada estación— capaces de generar toda la electricidad necesaria para alimentar las antenas de radio que enlazaban con las redes de los asentamientos. Pero estas estaciones no solo suministraban la energía para mantener la comunicación: también accionaban compresores de aire que llenaban bombonas intercambiables, producían agua potable por condensación y ofrecían un pequeño punto de primeros auxilios y soporte para emergencias de transporte.
En conjunto, aquella red formaba una especie de esqueleto silencioso pero vital, que sostenía la comunicación, la movilidad y la autonomía básica de toda la región. Una infraestructura humilde pero profundamente ingeniosa, en la que cada avance en tecnología fotovoltaica, por pequeño que fuese, se traducía en más resiliencia, más independencia energética y más vida para aquellos territorios.
Zola
-Tengo que confesarte que yo también he venido para conocer en profundidad esta investigación sobre los cultivos de micelio fúngico.
Autor
-Pues me parece muy bien; solo faltaría que tengas que justificar lo que te interesa y el trabajo que haces. ¿Quieres que te ayude en algo?
Zola
-No, gracias. Lo digo porque ahora he quedado con el equipo de investigadores y estaré trabajando con ellos un buen rato.
Autor
-Ah, no te preocupes. Con la lista de visitas que hemos confeccionado tengo para todo el día. Después ya comentamos las dudas y me explicas un poco esta investigación, aunque ya te avanzo que la he encontrado muy audaz y reveladora.
Zola
-Sí, me está dando muchas ideas…
Autor
-Oye, me he fijado en estas estaciones que hay por aquí. ¿Para qué sirven esas bombonas?
Zola
-Es una red de puntos de recarga, asistencia y algunas tienen antenas de radio para las telecomunicaciones.
Autor
-Ya, pero estas tienen bombonas…
Zola
-No escuchas: re–car–ga.
Autor
-Ja, ja, ja, ya… pero ¿recarga de qué? Entiendo lo del agua potable, el kit de primeros auxilios y las antenas de radio, pero ¿las bombonas? ¿Para qué queréis tener biogás distribuido de esta manera?
Zola
-No son de biogás, son de aire comprimido. Estas estaciones están equipadas con un compresor que filtra el aire y lo almacena a presión en dos o cuatro bombonas, dependiendo de su ubicación…
Autor
-Anda, ¿y eso?
Zola
-Es para una gama de vehículos eléctricos ligeros, muy parecidos a los que viste que estaban desarrollando en tu visita del año pasado…
Autor
-¿Aquellos vehículos biplaza? ¿Ya los estáis fabricando?
Zola
-Sí, pero hay dos versiones. Los que se están probando aquí, en vez de tener una turbina de biogás, tienen una turbina que genera electricidad con el aire comprimido de estas bombonas. No tienen tanta autonomía —unos 100 km—, pero son más adecuados en esta zona porque no se produce tanto biogás…
Autor
-Interesante, ¿podemos verlo mejor?
Zola
-Vale, pero no tenemos mucho tiempo. Tenemos que coger un burro para llegar a las instalaciones…
Autor
-Solo es echar un vistazo, nada más. ¿Hay muchas instalaciones como esta?
Zola
-Es una red de puntos autónomos alimentados por placas fotovoltaicas que está distribuida siguiendo los puntos cardinales a partir de cada estación. Si vamos hacia el norte, nos encontraremos otra a unos 80, o como máximo 100 km, lo mismo hacia el este, el oeste o el sur. Está pensada para cubrir todo el territorio…
Autor
-Ajá, muy bien, ya veo. Tú llegas, coges una bombona y pones la que se ha vaciado, ¿no?
Zola
-¡Estás hecho un lince! ¿Qué vas a hacer con una bombona vacía en medio de la nada?
Autor
-Ja, ja, ja, cómo estás. Que sí, que ya nos vamos… ¡Hostia! ¿Esto qué es?
Zola
-Ah, sí, todos los chavales están locos por jugar con eso. Es divertido. ¿Tú sabes esquiar?
Autor
-Un poco, me defiendo bien…
Zola
-Pues esto es un vehículo auxiliar para cuando tienes alguna avería que te ha dejado tirado. Es muy sencillo y robusto. Se maneja como si llevaras esquís.
Autor
-¿Podemos probarlo?
Zola
-Ya lo probarás mañana. Es que no vamos a llegar y me sabría mal, porque me están esperando…
Autor
-Vale, vale. Vamos… pero mañana pruebo esto.
Aquellos artefactos eran vehículos monoplaza, sencillos y robustos, pensados para trayectos cortos. Funcionaban con dos ruedas de 16 pulgadas unidas a un núcleo central bajo la plataforma reposapiés, que permitía girar inclinando el cuerpo igual que al esquiar.
La plataforma, hecha de un material termoplástico reforzado con una estructura tubular, alojaba el mecanismo de dirección y los compartimentos para insertar las baterías. Además, contaba con dos palos de aluminio con empuñaduras que ayudaban a mantener el equilibrio e incorporaban las palancas que accionaban por cable los frenos de tiro lateral instalados en ambas ruedas, así como el pulsador para regular la potencia y el funcionamiento del motor.
El motor eléctrico, situado en la rueda trasera, tenía 250 W de potencia y alcanzaba más de 25 km/h. Para arrancar, bastaba con dar un pequeño impulso inicial y accionar el pulsador del acelerador. Las baterías, de 14 Ah en paralelo, se recargaban en unas ocho horas y ofrecían una autonomía aproximada de 60 km.
Por último, el vehículo disponía de un asa que facilitaba levantarlo del suelo, y los palos podían fijarse mediante unas pinzas situadas junto a esa asa central de la plataforma, lo que hacía más cómodo su transporte y almacenamiento.
Al final tuve la oportunidad de probarlos: eran divertidísimos y me sorprendió cómo algo tan sencillo podía solucionar un problema tan común, quedarse tirado en mitad de la nada. Pero lo más importante era el sentido de toda aquella infraestructura. Estaba pensada para dar soporte a un programa ambicioso que reunía varios proyectos de gran escala dedicados a la regeneración de la biodiversidad. Incluía iniciativas orientadas a restaurar ecosistemas completos en extensas superficies, reforestar áreas arrasadas por incendios y recuperar hábitats críticos que se encontraban al borde del colapso.
No eran simples intervenciones puntuales, sino proyectos verdaderamente transformadores, concebidos desde una sólida base científico-técnica. Su propósito era impulsar la bioeconomía mediante una gestión forestal sostenible y una restauración profunda de los ecosistemas. Cada actuación buscaba no solo devolver la vida y la diversidad perdidas, sino también aumentar la resiliencia ecológica del territorio para que pudiera afrontar mejor futuras perturbaciones.
En conjunto, el programa combinaba innovación, ecología y tecnología para reconstruir paisajes enteros y garantizar que volvieran a funcionar como sistemas vivos, fértiles y autosuficientes, pero con una intervención mínima sobre las infraestructuras. Se trataba de un proyecto con una mirada a muy largo plazo, que ofrecía solo lo necesario para actuar cuando fuera imprescindible y recurría a sistemas y tecnologías diseñados para integrarse en el paisaje reduciendo al máximo cualquier alteración ambiental.
En el entramado económico del siglo XXI, la competencia por los mercados y los recursos no se libra únicamente mediante acuerdos diplomáticos o sanciones financieras: adopta también la forma de una guerra difusa, constante y silenciosa. No una guerra de territorios, sino de influencias; no de ejércitos, sino de sistemas, datos y algoritmos.
El poder ya no se ejerce solo sobre el espacio físico. Hoy se disputa, sobre todo, en el plano económico y tecnológico. La información, antes considerada un simple insumo, se ha convertido en el recurso estratégico por excelencia: capital, herramienta de control y, en muchos casos, arma. En el ciberespacio —esa nueva geografía donde confluyen gobiernos, corporaciones y ciudadanos—, el dominio de los flujos de información equivale al dominio del mundo.
Las prácticas de espionaje digital, el robo de código, la manipulación de datos o la infiltración en redes ajenas no son episodios marginales: son manifestaciones de un conflicto global permanente. La guerra contemporánea no necesita declararse; se ejecuta de manera continua, invisible, entre sistemas que se observan, se imitan y se sabotean. Su escenario no tiene fronteras, y sus actores no siempre llevan uniforme.
Frente a esta realidad surge una pregunta que trasciende lo técnico: ¿es suficiente que una tecnología funcione correctamente para considerarla buena? La eficacia, valor supremo de la modernidad tecnológica, no garantiza su legitimidad moral. Un programa puede operar con impecable precisión y, sin embargo, contribuir al control, la exclusión o la manipulación. Por ello, resulta urgente integrar la reflexión ética en el diseño, el uso y la distribución de la tecnología; preguntar no solo qué hace una innovación, sino qué efectos produce y a quién beneficia.
Ciencia y tecnología mantienen una relación estrecha, aunque sus finalidades difieran. Mientras la ciencia busca comprender y explicar, la tecnología se orienta a transformar y aplicar. La primera persigue conocimiento; la segunda, resultado. Las universidades y los centros de investigación aspiran a la comprensión del mundo; las empresas tecnológicas, a su modelado. En ese tránsito entre saber y hacer, la pregunta por el sentido suele quedar relegada. Sin embargo, sin ella, el progreso técnico corre el riesgo de vaciarse de propósito.
En este contexto, la independencia tecnológica se ha convertido en un desafío central para las naciones. Ya no basta con tener soberanía política o militar: quien no controla su infraestructura digital ni produce su propia tecnología depende inevitablemente de otros para sostener su sistema económico, su comunicación e incluso su seguridad. La dependencia tecnológica es, en última instancia, una forma contemporánea de subordinación.
El mundo interconectado nos enfrenta así a una paradoja: cuanto más unidos estamos por la tecnología, más vulnerables resultamos frente a quienes la dominan. La libertad —individual o colectiva— ya no se define solo por la autonomía política, sino por la capacidad de crear, comprender y decidir sobre las herramientas que estructuran nuestra vida cotidiana.
La pregunta de fondo sigue abierta: ¿qué significa ejercer poder en una era en la que las fronteras son digitales, la información es materia prima y la ética parece ir a la zaga de la innovación? Quizá el verdadero reto del presente consista en reconciliar el impulso por avanzar con la necesidad de reflexionar, y entender que el progreso sin responsabilidad no es desarrollo, sino dominio.
Las siguientes visitas que realizamos a los laboratorios y centros de innovación nos adentraban en un terreno aún más fascinante: el de las llamadas tecnologías profundas, o deeptech. Eran proyectos todavía en fases iniciales, con más incógnitas que certezas, pero que despertaban un interés genuino. No se trataba de meras aplicaciones prácticas o mejoras incrementales, sino de investigaciones que buscaban ir a la raíz de los grandes desafíos del futuro: la sostenibilidad energética, el cambio climático, la escasez de recursos o el envejecimiento de la población.
En los asentamientos —como en tantos otros espacios de decisión—, la pregunta era recurrente: ¿vale la pena invertir en algo tan incierto? Sin embargo, una y otra vez, la respuesta terminaba siendo afirmativa. Porque el valor de las deeptech no se mide en beneficios inmediatos, sino en su poder para generar conocimiento, afianzar la autonomía y preparar a la sociedad para afrontar lo imprevisto.
A diferencia de las tecnologías convencionales, las deeptech no se limitan a aplicar lo que ya existe. Se apoyan en descubrimientos científicos genuinos y en innovaciones de fondo que pueden transformar por completo sectores enteros. Sus campos de acción son amplios y representan lo que algunos expertos consideran la cuarta gran ola de innovación, tras la revolución industrial, la revolución de la información y la revolución digital.
Su carácter disruptivo no es un simple rasgo técnico: es también una cuestión de poder. Los países que desarrollan y controlan este tipo de tecnologías marcan el rumbo del progreso y establecen las reglas del juego global. Por el contrario, quienes dependen del conocimiento ajeno quedan condenados a una vulnerabilidad estructural. La falta de autonomía tecnológica no solo limita la competitividad económica: compromete, en última instancia, la soberanía política.
Debo reconocer que, al principio, no entendía nada de lo que Zola me estaba planteando; no percibía su trascendencia como lo había hecho con otros proyectos hasta entonces. Sin embargo, desde el primer día empecé a vislumbrar que las visitas que me esperaban tenían un trasfondo mucho más profundo que el simple respaldo de la corporación a la iniciativa: se trataba de proyectos más universales, que también buscaban un escenario a escala internacional.
Mientras Zola se quedó trabajando con el equipo que investigaba el cultivo de aquellos hongos, aproveché para visitar otro laboratorio de la zona que me tenía intrigado. David, Michael y Elna —una joven matemática de los asentamientos— me recibieron en lo que parecía el interior de una cúpula futurista, con paneles pentagonales y hexagonales dispuestos en configuraciones diversas y varias máquinas de formas extrañas que delataban una actividad muy particular.
Después de las presentaciones, lo primero que hicieron fue sorprendente. Michael cogió un puñado de bolas de acero, del tamaño de un perdigón, y las lanzó hacia una especie de imán toroidal que hacía las veces de puerta. Los rodamientos salieron disparados por el otro lado en todas direcciones al instante, pero ninguno llegó a impactar en nada; solo se oyó un crepitar y, tras apenas un segundo, empezaron a caer y rebotar por el suelo como si llovieran perdigones del cielo. Era un efecto verdaderamente espectacular que me dejó boquiabierto, aunque no entendía qué había pasado.
Autor
-¿Pero qué acaba de pasar?
Michael
-Lo que ha visto es el resultado de varios años de trabajo en dos líneas de investigación que se complementan. Por un lado, la aceleración electromagnética supersónica de miniproyectiles de alta densidad con control vectorial. Por otro, la detección ultrarrápida de objetos inorgánicos en movimiento mediante ondas milimétricas.
Autor
-¿Me está diciendo que ese puñado de perdigones que han salido disparados de esa cosa han sido detectados y derribados en menos de un segundo?
David
-Impresiona, ¿verdad?
Autor
-Pues sí. Ha sido tan rápido que aún no lo asimilo.
David
-El sistema genera un campo de radar que barre continuamente el entorno. Cada panel es una matriz con miles de microantenas que emiten y reciben señales casi instantáneamente. Podemos detectar cualquier objeto en movimiento en un radio de varios kilómetros, calcular su trayectoria en microsegundos y, si supera un umbral de energía cinética, neutralizarlo antes de que entre en la zona protegida.
Elna
-La ventaja frente a otros sistemas es la actualización continua del mapa tridimensional. No seguimos objetos uno por uno: recreamos todo el espacio mil veces por segundo. Es como tener visión panorámica perfecta en todas direcciones.
Esta línea de investigación empezó con una membrana adaptativa de metamateriales, una matriz flexible de microantenas en el espectro de ondas milimétricas. A diferencia de los radares tradicionales, no hay partes móviles: dirigimos el haz ajustando electrónicamente el desfase entre miles de antenas en cuestión de nanosegundos.
Autor
-Entonces, ¿detrás de cada panel hay un radar que barre el espacio constantemente?
David
-Exactamente. Está inspirado en la ecolocalización de los murciélagos, solo que con ondas electromagnéticas. Emitimos pulsos y analizamos el eco, pero a la velocidad de la luz y con resolución submilimétrica.
El sistema detecta el desplazamiento Doppler de cualquier objeto en movimiento y genera coordenadas tridimensionales: posición, velocidad y aceleración. Con esos datos, un microprocesador calcula dónde interceptarlo y envía la orden de disparo al cañón electromagnético correspondiente.
Michael
-La clave es el procesamiento vectorial en paralelo. No analizamos objetivos por separado: reconstruimos un mapa del espacio en tiempo real, mil veces por segundo. El sistema puede rastrear miles de objetos simultáneamente y prioriza amenazas según su energía cinética.
Autor
-¿Y cuál es el alcance efectivo?
Elna
-Depende del modo. En alta sensibilidad, detectamos objetos del tamaño de una bala a cuatro kilómetros. En modo defensivo urbano, bajamos a dos kilómetros pero aumentamos la densidad de barrido: actualizaciones por milisegundo y capacidad para seguir trayectorias erráticas.
David
-Además, las ondas milimétricas funcionan bien con niebla, polvo e incluso lluvia moderada. Solo las tormentas muy intensas reducen el rendimiento, y aun así la capacidad operativa sigue por encima del setenta por ciento.
Autor
-Esto es realmente complejo… ¿Y cómo consiguen tanta precisión al impactar?
Michael
-El cañón no se mueve. El tubo es fijo; lo que cambia es el vector de aceleración del proyectil, regulando los campos magnéticos dentro de una bobina de última generación. Así ajustamos dirección y velocidad en tiempo real. Cada proyectil es pequeño, pero su densidad y su forma alargada optimizan la aerodinámica.
Autor
-Para lo pequeños que son, pesan bastante. ¿De qué están hechos?
David
-Estos son de una aleación de tungsteno y hafnio con recubrimiento cerámico. Tienen una densidad altísima y soportan más de veinte mil g sin deformarse. No hay explosivo: todo es energía cinética.
Autor
-Pero esto debe consumir muchísima energía.
David
-Una barbaridad, sí. Es nuestro mayor problema. Estamos trabajando en una combinación de generación y almacenamiento capaz de sostener largos periodos de funcionamiento. Ahora probamos supercondensadores híbridos que combinan baterías de flujo y sistemas de almacenamiento cuántico. La idea es mantener carga durante horas, no solo en ráfagas cortas.
Michael
-En este punto estamos adaptando tecnologías de varios laboratorios y combinando lo más eficiente de cada una.
(--)
Autor
-¿Y por qué las antenas tienen estas formas geométricas?
Elna
-Estas superficies planas permiten construir paredes o muros de detección. Y ahora experimentamos con versiones ligeramente convexas para solapar campos sensoriales.
David
-También estudiamos configuraciones distintas. Estas otras antenas de aquí, por ejemplo, son parte de una propuesta para crear esferas suspendidas mediante un cordón umbilical que les suministraría energía y proyectiles.
Elna
-La idea es simple, es como un gran balón de fútbol. Doce pentágonos y veinte hexágonos formando una esfera, un icosaedro truncado. Cada pentágono rodeado de cinco hexágonos; cada hexágono alterna tres pentágonos y tres hexágonos. De ahí la forma de los paneles.
David
-Esta geometría permite cobertura esférica y cierta redundancia. El objetivo es detectar incluso una partícula del tamaño de una mosca dentro del radio sensorial, que, para este caso, será de unos dos kilómetros.
Autor
-Entonces, ¿el sistema podría detectar hasta una bala perdida en un núcleo urbano?
Michael
-No solo una: miles. Un sistema completo podría neutralizar, en una fracción de segundo, miles de objetos que superen los 200 m/s, vengan de donde vengan.
David
-Y otro detalle clave: es una tecnología muy difícil de hackear. No hay intervención humana ni toma de decisiones externas: es una red cerrada, puramente reactiva; para actualizarla hay que acceder físicamente. Además, no distingue intenciones, solo cinética. Si un objeto supera el umbral ajustado, se neutraliza. Sin excepciones.
Autor
-Es impresionante. Pero ¿no podrían fabricarse proyectiles con materiales que engañaran al sistema?
David
-No si necesitan cumplir requisitos balísticos. Los metales capaces de soportar la presión y el calor del disparo reflejan perfectamente las ondas. Y los materiales que absorberían esas ondas no soportarían la aceleración. En realidad, lo determinante es la energía cinética, no la composición.
Autor
-Entonces, las armas más lentas, como flechas o cuchillos, quedarían fuera del alcance.
Michael
-Entrar en ese rango sería caótico y difícil de automatizar sin cometer errores fatales.
Autor
-Vaya… ¿acabaremos a machetazos otra vez?
Michael
-Ja, ja, ja. Pues, probablemente. En ese sentido, sería un retroceso curioso.
Autor
-De todas formas, esta investigación es fascinante. Pero ¿todo esto está en fase experimental o hay intención de ir más allá?
David
-En principio no; pero, como ha visto, ya es posible llevarlo a la práctica. Un sistema así abriría un debate ético enorme, aunque creo que valdría la pena: permitiría crear el espacio necesario para plantear iniciativas orientadas a fomentar la cultura de la paz. Una imposición temporal dentro de un marco como este podría ayudar a retomar el diálogo, paralizando la mayoría de herramientas destructivas y obligando a los contendientes a buscar soluciones más pacíficas.
Autor
-Estoy de acuerdo. El problema es determinar qué autoridad humana decide una imposición así. Aquí solo cabría un organismo como la ONU…
Michael
-Sería algo parecido a sus fuerzas de paz: imponer un alto el fuego sin desplegar más armas.
David
-Para mí, el dilema es otro: ¿debemos liberar una tecnología defensiva tan disruptiva sin controlar sus posibles consecuencias?
Autor
-Cierto. Si todo el mundo pudiera construirla, ¿quién decide cuándo activarla? Es una responsabilidad enorme.
Elna
-Yo creo que precisamente por eso la ciencia abierta es importante. Permite el escrutinio público y deja claro que lo esencial, en este caso, es fomentar la cultura de la paz.
La verdad es que empezaba a sentirme desbordado: el ritmo de visitas de aquel primer día, la intensidad intelectual de muchos de aquellos proyectos que estaban en marcha y las exigencias del entorno comenzaban a pasar factura. Sin embargo, la estancia de tres días que habíamos programado en aquellas instalaciones de Somalia apenas había comenzado. Afortunadamente, cada atardecer traía consigo un respiro; una celebración cotidiana de gastronomía, concordia y conversaciones relajadas, muy similar a la dinámica que recordaba de mi anterior visita a los asentamientos.
La música surgía de forma espontánea y los bailes, llenos de energía y camaradería, creaban un ambiente de auténtica comunión. En esos momentos, la mente encontraba un espacio para descansar, desconectarse y disfrutar de la humanidad compartida.
En todos los asentamientos regidos por el contrato social propuesto por la corporación se aplicaban las mismas estrategias y dinámicas de vida en comunidad. Pero en aquella zona, además, se añadía un reto adicional gracias a la proximidad del mar.
Además de reducir al mínimo el desperdicio alimentario y restaurar los suelos degradados, surgía un tercer desafío que comenzaba a consolidarse como prioridad: aumentar el consumo de alimentos marinos. El enorme potencial de estos productos, obtenidos de forma responsable, radicaba en que requerían muchos menos recursos y ofrecían una calidad nutricional comparable a la de las carnes animales.
El razonamiento era claro: sustituir buena parte de la producción de carne roja obtenida mediante prácticas insostenibles, y prescindir de los forrajes y piensos necesarios para su alimentación, permitiría liberar millones de kilómetros cuadrados de tierra, recuperando así numerosos servicios ecosistémicos degradados.
Al mismo tiempo, los proyectos que se fueran implementando podrían ser un buen ejemplo para disminuir de forma significativa el impacto del sistema alimentario global, desde la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero hasta la mitigación de la degradación del suelo, la deforestación, el consumo excesivo de agua o la pérdida de biodiversidad.
A lo largo de la historia, el mar ha sido un eje esencial de la experiencia humana: vía de comunicación entre pueblos, fuente de alimento y recursos, escenario de disputas y conquistas, y, al mismo tiempo, un inagotable refugio de belleza e inspiración. Incluso hoy, la mayoría de la población mundial vive a menos de 300 kilómetros de una costa, testimonio de esa conexión ancestral con los océanos.
Sin embargo, este vínculo se ve amenazado. La contaminación marina alcanza niveles alarmantes, la sobrepesca agota especies que antaño abundaban y el pH del agua es ya un 30 % más ácido que en la era preindustrial.
Estas alteraciones ponen en riesgo la vida marina, desestabilizan las cadenas tróficas y erosionan los servicios ecosistémicos de los que depende nuestra propia existencia. Proteger el mar no es, por tanto, un gesto simbólico ni una causa aislada: es una condición imprescindible para la continuidad de la vida y el futuro de la civilización.
Aquella mañana comenzó con una energía inusual. Zola estaba especialmente animada: quería presentarme a dos buenas amigas que trabajaban en una investigación que consideraba trascendental. Sin embargo, por motivos que aún trataban de esclarecer, su trabajo había tomado un rumbo inesperado, abriendo una nueva línea de estudio que prometía ser tan sorprendente como disruptiva.
Las instalaciones que íbamos a visitar se dedicaban al cultivo de algas y microalgas alimenticias, un campo donde convergen la investigación científica, el desarrollo tecnológico y la innovación industrial. Todo allí giraba en torno a la sostenibilidad, la seguridad alimentaria y la búsqueda de nuevas fuentes de proteína que pudieran aliviar la presión sobre los ecosistemas terrestres. En aquellos tanques translúcidos y fotobiorreactores burbujeantes se gestaban productos de todo tipo: harinas proteicas, aceites ricos en omega-3, bioplásticos, biocombustibles e incluso sistemas naturales de captura de carbono.
Imani y Safiya, sin embargo, no estaban allí por los alimentos del futuro, sino por algo más sutil y en apariencia secundario. Ambas eran biólogas marinas y habían iniciado una investigación centrada en un microcosmos casi invisible pero de enorme importancia ecológica: la meiofauna. Utilizaban los cultivos de algas como entorno controlado para estudiar las interacciones de estos diminutos organismos como bioindicadores de salud ambiental.
Al llegar a su laboratorio, Zola me las presentó con la efusividad de quien comparte un secreto. El lugar estaba lleno de luz verde y un olor húmedo, entre marino y metálico. Sobre una mesa de acero, Imani me tendió un pequeño frasco con un polvo de tono verdoso. Antes de que pudiera preguntar nada, Zola empezó a explicarme el motivo de la visita.
Zola
-Para comprender qué está afectando a un sistema, primero es necesario observar y analizar los elementos que lo componen. Esto puede hacerse, al menos, de dos maneras: registrando los parámetros ambientales o estudiando a los organismos que habitan en él y comprendiendo sus respuestas.
Imani
-Los bioindicadores han sido herramientas clave para evaluar la salud de los ecosistemas desde principios del siglo XX. En la actualidad, los más utilizados en la evaluación de ambientes acuáticos son los macroinvertebrados: animales de un tamaño superior a un milímetro, apreciables a simple vista. No obstante, existe una comunidad mucho menos conocida que podría ser decisiva para el futuro de la conservación marina: la meiofauna.
Autor
-¿Meiofauna? ¿Son algo así como los microorganismos que favorecen la fertilidad del suelo?
Safiya
-En parte, sí, aunque no son lo mismo. La meiofauna, o meiobentos, está compuesta por diminutos animales que viven entre los granos de arena o en los sedimentos del fondo marino. Son pequeños invertebrados que, en la mayoría de los casos, no superan el milímetro de longitud, aunque algunos apenas alcanzan los 45 micrómetros. Este vasto conjunto incluye miles de especies, muchas aún sin catalogar, y se piensa que la transición evolutiva de la vida desde el mar hacia la tierra pudo haberse iniciado precisamente en estos entornos costeros, en esas playas donde la frontera entre ambos mundos se desdibuja. Sin embargo, no todas estas criaturas tienen origen marino, lo que revela la extraordinaria diversidad y adaptabilidad de este microcosmos casi invisible.
Zola
-Lo que están haciendo aquí es de gran importancia. Esta investigación promete aportar conocimientos fundamentales para entender y proteger lo que parece ser un pilar esencial del ecosistema marino.
Safiya
-De hecho, varias investigaciones ya han demostrado que su función tiene un enorme valor ambiental. Las playas actúan como grandes filtros naturales en los que el mar deposita de forma constante biomasa: algas, plancton, bacterias y otros organismos o sustancias, muchos de ellos potencialmente dañinos para el ser humano. Las especies que conforman la meiofauna se alimentan precisamente de ese material, desempeñando una labor continua de limpieza y reciclaje biológico.
Imani
-Sí, y además son excelentes bioindicadores de contaminación, pues reaccionan de inmediato ante cualquier alteración en las condiciones ambientales de los ecosistemas marinos y terrestres. Su papel dentro de la pirámide ecológica es igualmente decisivo: al situarse en la base de la cadena trófica, cualquier cambio en sus poblaciones puede desencadenar efectos imprevisibles en los niveles superiores del ecosistema.
Autor
-Todo esto es muy interesante, pero sigo sin entender qué tiene que ver con el polvo verdoso de este frasco...
Imani
-Serendipia. Lo mágico ocurre cuando el propósito de una investigación te conduce por un camino insospechado pero igualmente valioso. Puede que no pertenezca al campo original de estudio, pero sus consecuencias pueden ser incluso más revolucionarias.
Safiya
-Lo que tienes en la mano puede hacer funcionar un motor de gasolina durante horas, sin necesidad de grandes adaptaciones, salvo en el sistema de alimentación, que además se simplifica bastante. Es como una gasolina altamente concentrada cuya combustión, además, ¡produce agua!
Autor
-¡No fastidies! ¿Cómo es posible?
Zola
-Ja, ja, ja, sabía que ibas a poner esta cara.
Safiya
-Todo empezó con el cultivo de unas microalgas verdes (Chlamydomonas, Scenedesmus) en estanques y fotobiorreactores expuestos a la luz solar. Estas algas, mediante fotosíntesis y la acción de ciertas hidrogenasas (que solo funcionan en condiciones muy específicas, como la falta de oxígeno o la privación de azufre), convierten agua y dióxido de carbono en hidrógeno molecular.
Imani
-Ese hidrógeno se libera normalmente al medio en forma gaseosa. Pero en una de las pruebas algo falló, seguramente por culpa de Safiya…
Safiya
-Ja, ja, ja.
Imani
-Uno de los electrodos del biorreactor se descargó de manera intermitente, y al revisar los resultados encontramos un residuo sólido que no estaba en los cultivos anteriores. Pensamos que era una contaminación o una precipitación metálica, hasta que vimos cómo absorbía todo el hidrógeno liberado.
Safiya
-Al analizarlo, descubrimos que su estructura era sorprendentemente parecida a la de un MOF —Metal-Organic Framework—, unos compuestos cristalinos formados por metales y ligandos orgánicos que crean redes porosas capaces de retener gases como el hidrógeno o el dióxido de carbono.
Autor
-Algo he leído, sí.
Safiya
-Pero este era diferente: mostraba señales biogénicas. Parte de su estructura parecía haberse ensamblado con proteínas y restos celulares.
Imani
-Lo más curioso es que el fenómeno solo ocurrió en los cultivos que contenían sedimentos con meiofauna. En los experimentos de control, sin esos fangos, no apareció nada, aunque replicamos todas las condiciones. Algo en esa comunidad microscópica parece actuar como catalizador o plantilla estructural para el compuesto.
Safiya
-En la práctica, este material puede almacenar una enorme cantidad de energía en muy poco volumen. Un solo gramo tiene una superficie interna de varios miles de metros cuadrados.
Zola
-Si mezclas una pequeña cantidad en un litro de aire caliente a presión, obtienes el equivalente energético de un litro de gasolina.
Imani
-Y lo mejor es que basta con filtrar el agua y recolectarlo. No requiere procesos intermedios ni altas temperaturas. Es como si el propio ecosistema hubiera diseñado un método de síntesis energética.
Autor
-Estoy sin palabras... Esto podría cambiarlo todo en muy poco tiempo.
Safiya
-Tal vez. Pero lo más asombroso no es el compuesto en sí, sino el proceso. La naturaleza parece haber hecho un trabajo que aún no comprendemos del todo. Conocemos su química, pero no su biología. Es como si parte de la meiofauna estuviera participando en una reacción colectiva para estabilizar el hidrógeno.
Imani
-Antes de publicar nada, necesitamos entender el mecanismo completo. Porque si este bio-MOF se forma solo en presencia de ciertas especies, estamos ante una colaboración entre vida y materia que no tiene precedentes.
Zola
-El problema es que se desconoce gran parte de este microcosmos. Hay muy pocos taxónomos especializados en este campo, y su diversidad es realmente enorme.
La energía no es solo un recurso: es el fundamento sobre el que se levanta toda civilización, la condición de posibilidad del arte, la ciencia y la justicia social. Comprenderla y compartirla con equilibrio es, quizás, la tarea más urgente y decisiva de nuestro tiempo.
El reactor nuclear más importante que tenemos no está bajo tierra, sino en el cielo. Es el Sol, una gigantesca masa de energía que sostiene la vida y ha impulsado cada civilización humana, incluso antes de que comprendiéramos su naturaleza. Su potencia es casi inagotable, pero el verdadero reto no está en su abundancia, sino en cómo compartirla eficazmente. La rotación de la Tierra reparte su luz y su calor de manera desigual: mientras un continente se inunda de día, otro se sumerge en la noche. Si quisiéramos aprovechar plenamente ese flujo continuo, sería necesario un sistema global de redes interconectadas que permitiese transferir la energía solar de las zonas iluminadas a las que permanecen en sombra. Un sueño tan ambicioso como complejo, que exigiría décadas de cooperación, infraestructura y acuerdos internacionales.
La transición energética no consiste solo en sustituir el carbón, el petróleo o el gas por fuentes renovables. Implica aprender a gestionar, almacenar y distribuir la energía de modo que la abundancia no se transforme en despilfarro. En el pasado, los oleoductos y gasoductos definieron la geopolítica del petróleo: trazaron fronteras, alimentaron conflictos y determinaron la prosperidad de naciones enteras. En el futuro, las llamadas autopistas eléctricas —líneas de alta tensión capaces de cruzar océanos y desiertos— tal vez desempeñen un papel semejante, aunque invisible. Serán las arterias energéticas del mundo que viene, y su control, o su apertura, podría redefinir las relaciones entre los pueblos.
Pero más allá de la ingeniería y la economía, la cuestión energética tiene una dimensión moral ineludible. La humanidad necesita proyectos que no se limiten a resolver los desafíos técnicos de la transición, sino que se desarrollen dentro de un marco ético de sostenibilidad, equidad y armonía con el entorno natural. No basta con producir más energía limpia; hay que hacerlo sin reproducir las lógicas de explotación que acompañaron a la era fósil. El objetivo no es solo cambiar de fuente, sino cambiar de paradigma.
Cuando la energía deja de ser un bien escaso, deja también de ser un instrumento de poder o de sometimiento. La competencia feroz por los recursos pierde sentido, y las comunidades pueden dedicarse a los verdaderos desafíos: ampliar el conocimiento, mejorar la salud, restaurar los ecosistemas, explorar los límites de la conciencia. En un mundo liberado de la escasez energética, proyectos que hoy parecen utópicos —revivir un ecosistema extinguido, rediseñar nuestra biología o habitar otros mundos— podrían convertirse simplemente en cuestiones de método y de voluntad colectiva.
Por eso, más que un logro técnico, la investigación en energías limpias representa una forma de emancipación moral. Nos libera de una de las dependencias más antiguas de la humanidad: la lucha constante por obtener energía para sobrevivir. A partir de ese momento, el verdadero desafío deja de ser conseguirla y pasa a ser aprender a usarla con sabiduría. Porque el poder que otorga la energía puede tanto sostener la vida como destruirla, y de nuestra madurez ética dependerá el rumbo de ese equilibrio.
Es muy probable que en las próximas décadas uno de los factores que genere más tensiones entre los pueblos de la Tierra sea el acceso al agua dulce. Aunque hoy pueda parecer un recurso abundante y cotidiano, el agua potable es, en realidad, un bien finito y distribuido de forma extraordinariamente desigual. Desde grandes ríos compartidos hasta acuíferos subterráneos que cruzan fronteras invisibles, la geografía del agua refleja tanto el poder como la vulnerabilidad.
El agua no solo hidrata cuerpos y cultivos: sostiene economías, alimenta industrias y da vida a las ciudades. Es, con diferencia, el recurso natural más utilizado del mundo. Sin ella, una ciudad se apaga, un país deja de producir alimentos y los ecosistemas colapsan. Y, a pesar de ello, el planeta tiene límites claros. Según la ONU, más de dos mil millones de personas viven ya en regiones donde el agua escasea, y para 2050 más de la mitad de la población mundial podría enfrentarse a un estrés hídrico severo.
El conflicto por el agua no siempre adopta la forma de guerras abiertas. A menudo se manifiesta en presiones políticas, disputas por presas o sobreexplotación de ríos y acuíferos, así como en tensiones internas cuando la escasez afecta a comunidades enteras. La historia ofrece ejemplos elocuentes: el Nilo, el Tigris y el Éufrates, el Indo… ríos que han sido objeto de negociaciones durante décadas. Lo que antes se resolvía mediante tratados bilaterales hoy se complica por el cambio climático, que altera los patrones de lluvia, derrite glaciares y multiplica sequías e inundaciones.
Y no es un problema exclusivo de países en desarrollo. Incluso las naciones más ricas, acostumbradas a infraestructuras modernas, comienzan a enfrentarse a dilemas cada vez más complejos: acuíferos sobreexplotados, ríos contaminados, competencia creciente entre usos agrícolas, urbanos e industriales. La “guerra por el agua” no siempre aparece en los titulares, pero se libra en decisiones locales, en disputas entre agricultores y ciudades, o entre industrias y ecosistemas.
Aun así, existen caminos. La reutilización, la desalinización sostenible, la gestión integrada de cuencas o el fortalecimiento de acuerdos internacionales son pasos necesarios, aunque insuficientes. Porque más allá de la técnica, el verdadero desafío es cultural: aprender a valorar el agua como un bien común y no como una mercancía.
La próxima gran crisis no tiene por qué ser inevitable. Dependerá de nuestra capacidad colectiva para gestionar, compartir y proteger un recurso tan vital como escaso. Y una de las cosas que más me impresionó desde el primer día que llegué a este lugar fue la consciencia y la absoluta diligencia en su gestión: cada gota cuenta, cada uso se justifica, cada decisión mira al futuro.
Quizá este sea el camino: fomentar desde la infancia una verdadera cultura del agua, administrar cada gota con el cuidado que se reserva para aquello que sostiene la vida. No basta con dominar la técnica; hay que comprender las consecuencias de cada acción y asumir que toda decisión sobre el agua es también una decisión sobre nuestro propio equilibrio.
Al caer la tarde, después de un día muy agradable con Imani y Safiya, Zola y yo nos dirigimos a las instalaciones destinadas al personal itinerante de la corporación.
Autor
-Yo antes pensaba que solo os referíais al hallazgo técnico. Pero ahora veo que estáis leyendo algo más profundo. Si esta manera de fabricar agua se consolida, podría cambiar muchas cosas… incluso ayudarnos a afrontar retos que hasta ahora parecían irresolubles. Al fin y al cabo, hablamos de agua: tratada adecuadamente, podría aliviar enormes desequilibrios.
Zola
-Sí, puede aliviar desequilibrios… pero también crear otros nuevos. Esa es la parte que nos ilusiona y nos preocupa. Producir agua así abre una dinámica de uso distinta, y si no se debate y regula bien, puede resultar muy contraproducente.
Autor
-Porque podría minar el esfuerzo que hacéis aquí por optimizar, restaurar y cuidar su gestión, ¿no?
Zola
-¡Claro! El riesgo no está solo en la tecnología, sino en la mentalidad que puede generar. Si el agua parece ilimitada porque “puede fabricarse”, muchos dejarán de ver su valor como bien común. Y sin esa consciencia, cualquier equilibrio se rompe. Un recurso abundante mal distribuido acaba siendo, de nuevo, escaso.
Autor
-Tiene sentido. La naturaleza funciona igual: cada exceso tiene un coste, cada desigualdad genera inestabilidad. La historia también está llena de ejemplos. Incluso la física lo recuerda: cuando algo se concentra demasiado, el sistema responde para corregirlo.
Zola
-Por eso esta innovación no puede verse como una licencia para derrochar, sino como la oportunidad de cultivar otra cultura. La tecnología resuelve parte del problema, sí, pero no elimina el precio energético, ecológico o social del equilibrio. “Hacer agua” no nos libra del coste; solo nos muestra cuál es.
Autor
-Quizá por eso me impresiona tanto cómo gestionáis aquí cada gota. Interpretáis el agua como un vínculo entre sistemas, como la línea que separa la estabilidad del colapso.
Zola
-El agua enseña eso mejor que cualquier teoría. Sostiene toda la vida...
Autor
-Entonces fabricar agua no es el final del problema, sino el comienzo de una responsabilidad mayor: decidir qué hacemos con esa abundancia potencial sin repetir los mismos patrones de concentración y desgaste.
Zola
-Exacto. La tecnología abre posibilidades, pero es la cultura del agua la que determina si esas posibilidades sostienen la vida o la comprometen. Y ese es el debate que tenemos por delante: no solo cómo producir agua, sino qué mundo queremos regar con ella.
Autor
-Te noto un poco preocupada, ¿estás bien?
Zola
-Yo sí, pero Badru se ha hecho daño y está en el hospital. Cuando os despedíais, estaba hablando con su médico. No es grave, pero se ha roto una pierna jugando esta mañana. Me sabe fatal porque la visita de mañana era muy interesante… pero me toca hacer de madre.
Autor
-Podemos programar otro día. Yo aún tengo que hacer muchas cosas antes de contestar a los directivos. ¿A qué hora sale el avión?
Zola
-No, no, tú quédate. Es fundamental para que tengas una visión completa de lo que está ocurriendo con estas colaboraciones. Mañana podrás hablar con dos de los principales responsables del proyecto, y no sé cuándo podremos coordinar algo así de nuevo.
El agua enseña que todo equilibrio tiene un precio. La abundancia mal distribuida se convierte en escasez, y ningún sistema —ni natural ni humano— puede sostener indefinidamente sus desequilibrios sin pagar las consecuencias.
Desde un punto de vista contable, la desigualdad es extraordinariamente costosa. Concentrar recursos, poder o bienestar exige supervisión, infraestructura, coerción y mecanismos de compensación que mantengan la estructura en pie. Esa factura crece de forma exponencial —no lineal— con la magnitud del desequilibrio.
Nada de esto es exclusivo del ámbito humano. En la naturaleza tampoco existe la desigualdad gratuita. Un depredador sin límites agota sus presas y desestabiliza el ecosistema hasta que fuerzas correctivas restauran el balance. Incluso los sistemas físicos lo expresan: toda concentración excesiva de energía, masa o presión genera pérdidas o redistribuciones inevitables. La tendencia natural es, tarde o temprano, hacia el equilibrio.
La desigualdad puede entenderse, así, como un coste inherente. Mantenerla es caro, y ningún sistema la soporta sin consecuencias.
Con la tecnología actual, “hacer agua” es teóricamente posible. Sabemos de qué está compuesta y bajo qué condiciones se forma. Pero unir dos átomos de hidrógeno con uno de oxígeno no es trivial: requiere una enorme cantidad de energía. Conocer un principio no implica poder reproducirlo sin coste. La naturaleza parece haber fijado un precio energético para cada unión. Podemos comprender sus leyes, pero no escapar a la factura que las rige.
Recolectar agua, en cambio, puede ser simple. Hoy existen tecnologías capaces de extraer humedad del aire, capturar nieblas o emplear microestructuras que condensan el vapor en gotas. Aquellos palos —los que confundí creyendo que marcaban lugares con heces— no eran unos simples palos: estaban impregnados con una sustancia altamente porosa que capturaba la humedad del aire y la transformaba en agua. Luego, por gravedad, esa agua descendía hasta el subsuelo, donde el micelio —la red subterránea que conecta raíces y nutrientes— distribuía los recursos de manera equilibrada.
Toda una lección de sencillez y sabiduría donde el equilibrio, de nuevo, no se impone, se cultiva.
Desde tiempos remotos, el ser humano se ha interrogado sobre el sentido de su existencia y la naturaleza de su mente. Filósofos, pensadores religiosos y científicos han dedicado generaciones a explorar ese misterio que nos define y nos distingue del resto de la vida. Hoy, el estudio de la consciencia vive una auténtica revolución: las neurociencias, la inteligencia artificial y la filosofía de la mente convergen en un intento común por descifrarla.
Pero antes de avanzar, surge una cuestión fundamental: ¿cómo podemos definir la consciencia? Lo que parece una pregunta sencilla encierra una de las mayores complejidades de nuestro tiempo, sobre todo ahora que las máquinas comienzan a reflejar, de forma inquietante, rasgos que antes creíamos exclusivamente humanos.
La consciencia puede entenderse como la capacidad de los seres vivos para relacionarse con su entorno de múltiples formas. Existen diversos estados de consciencia, pero, en esencia, se trata de un proceso mediante el cual transformamos la energía vital en reconocimiento de nuestra propia existencia, de nuestro estado físico y mental, y de las consecuencias de nuestros actos.
Desde esta perspectiva, la consciencia aparece como una estrategia evolutiva que nos permite sentir y prestar atención en un mundo cambiante. Es el medio a través del cual interpretamos la realidad, damos sentido a nuestras experiencias y adaptamos nuestras respuestas. Gracias a ella, no solo aseguramos la supervivencia, sino que también abrimos la posibilidad de crear, imaginar y trascender lo puramente biológico, proyectándonos hacia dimensiones simbólicas, culturales y espirituales.
Cuando me propusieron adentrarme en los proyectos de la red CITAM que colaboraban con los laboratorios de investigación más avanzados de la corporación en aquella región del mundo, no imaginé que encontraría resultados tan innovadores y relevantes. Sin embargo, lo que presencié aquella mañana superó mis expectativas: una idea fascinante que abría múltiples líneas de reflexión tecnológica, ética y práctica, invitando a repensar cómo construir sistemas capaces de emular la complejidad del razonamiento humano e incluso generar una forma real de experiencia subjetiva.
El protocolo de seguridad para ingresar ya anticipaba el nivel de especialización: desprenderse de objetos y ropa de calle, pasar por una ducha de aire a presión y colocarse un maillot elástico antes del mono de trabajo, junto con guantes, gorro y calzado específico. El acceso concluía con un escáner capaz de detectar sustancias no autorizadas.
Sara, la primera persona que me atendió, era una mujer de mediana edad, de trato cordial y agradable, que evidenciaba una sólida formación en relaciones públicas. Dominaba varios idiomas y solía encargarse de guiar las visitas por las instalaciones, explicando sus distintas áreas, los procedimientos que debían seguirse y presentando a los diferentes equipos de investigación que allí trabajaban en el desarrollo de unas biocomputadoras.
Iniciamos el recorrido por la nave principal, un espacio amplio con una sucesión de tanques modulares alargados, diseñados para unirse en serie mediante esclusas que se retiraban al conectarse, formando estructuras continuas.
A los costados de cada tanque corría un entramado de tuberías que subía y bajaba por las paredes como venas metálicas, manteniendo en movimiento el agua bajo la vigilancia de válvulas y sensores.
Matovu, uno de los responsables de aquella zona, era un químico muy simpático especializado en el tratamiento y control del agua ultrapura utilizada en los tanques. Me explicó detalladamente el proceso de obtención, que implicaba múltiples etapas de purificación y monitorización.
El agua se sometía a un tratamiento exhaustivo para eliminar impurezas de todo tipo, evitando la contaminación del contenido sumergido: una cinta de un metro de ancho plegada en zigzag, donde se había impreso un denso entramado de circuitos que conectaban diversos nodos en distintas configuraciones.
En el centro de cada nodo había una cápsula cilíndrica de unos cinco centímetros de diámetro y uno de altura, fabricada en las instalaciones del piso superior. Nare, una neurobióloga muy joven y de carácter tímido, me explicó que aquellas cápsulas contenían cultivos de neuronas derivadas de células madre, integradas mediante estímulos eléctricos en los microcircuitos de cada unidad. Estas, a su vez, disponían de conectores que permitían insertarlas en la cinta, que actuaba como sustrato de conexión.
Lo más curioso era el proceso de montaje de cada biocomputadora, que revelaba la posibilidad de extenderla indefinidamente. Se llevaba a cabo mediante una plataforma rodante por la que pasaba la cinta: primero, una impresora trazaba los circuitos eléctricos; después, al atravesar un arco de luz de secado, unos brazos robóticos colocaban con gran precisión y delicadeza las cápsulas cilíndricas en los nodos del circuito impreso.
A continuación, el conjunto se sumergía en los tanques y, a medida que avanzaba, la cinta se iba plegando en zigzag en su interior gracias a unos soportes automatizados que garantizaban tanto el doblado como su correcta disposición.
Por otro lado, cada fila de tanques que albergaba una biocomputadora estaba vinculada a otra fila de computadoras, similares a las utilizadas en los centros de datos, mediante una batería de cables que partían de la cabecera de cada tanque y se conectaban directamente a esos servidores.
Según me explicó Nare, estos se utilizaban para todo lo relacionado con el control del desarrollo neuronal y la inferencia; es decir, para gestionar el uso de la biocomputadora: responder preguntas, realizar predicciones, redactar traducciones, generar resultados a partir de nuevos datos o asistir en la toma de decisiones. En otras palabras, esos servidores no modificaban los modelos, sino que controlaban la evolución de las neuronas y supervisaban el uso que se hacía de la biocomputadora.
Cuando visité la planta superior me contaron que, antes de fabricar nada, habían realizado incontables simulaciones sobre la dinámica del crecimiento neuronal. Los experimentos digitales diseñaban circuitos completos de cultivos interconectados con electrodos, sumergidos en soluciones cuidadosamente preparadas y bajo temperatura controlada.
Una vez trasladaban aquel esquema al mundo físico, sumergiendo los cultivos en recipientes con nutrientes, la sinaptogénesis comenzaba a florecer y la red adquiría plasticidad, reconfigurándose poco a poco, como si aprendiera por sí misma. No había sido sencillo: primero tuvieron que hallar la mezcla química exacta que mantuviera vivas las conexiones sin degradarse; después, controlar el caos latente con impulsos eléctricos dirigidos desde varios sistemas de cómputo; y, por último, idear un método para imprimir con precisión las conexiones entre cápsulas sobre un sustrato flexible.
Esa investigación se inscribía en el campo de la computación híbrida, donde los elementos biológicos —cultivos neuronales vivos— se entrelazaban con estructuras artificiales, como circuitos impresos. El enfoque no era completamente nuevo: ya existían precedentes en bioelectrónica y neuroingeniería que exploraban la interfaz entre tejido vivo y dispositivos electrónicos. Sin embargo, llevar aquella integración a una escala tan amplia, sostenida sobre un soporte prácticamente infinito, añadía una gran dimensión especulativa.
Aunque el diseño inicial buscaba ejecutar funciones concretas, la incorporación de componentes biológicos introducía una plasticidad y adaptabilidad imposibles de alcanzar en un circuito puramente digital. Con el tiempo, a medida que las conexiones se fortalecieran o debilitaran en respuesta a estímulos internos y externos, el sistema podría generar patrones imprevistos, incluso autoorganizados, análogos a los del cerebro humano, donde la complejidad neuronal abre camino a la emergencia de la consciencia y la subjetividad.
Tras recorrer por completo las instalaciones, Sara me presentó a dos de los científicos que habían estado directamente implicados en la concepción de aquel entramado tan singular. Helen y Richard, ambos neurobiólogos especializados en neurociencia computacional, parecían funcionar en perfecta sintonía: durante la charla se intercalaban con naturalidad, completando las frases del otro, como si sus pensamientos circularan por un mismo cauce invisible.
El contraste entre ellos, sin embargo, resultaba casi cómico. Helen era una mujer de mediana edad, de tez trigueña y muy baja estatura, pero con una voz dulce y agradable. En cambio, Richard era un joven muy alto, de piel casi pálida y algo desgarbado, que daba la impresión de ser el típico buen tipo dispuesto a invitar una ronda, aunque con una voz grave y áspera.
Juntos formaban una pareja curiosa que, afortunadamente, se reía constantemente de su propia condición, haciendo alusiones, por ejemplo, a que Helen no podía formular los razonamientos muy elevados y que era mejor que los hiciera Richard, o que a él le era imposible hablar en voz baja estando de pie, entre otras bromas por el estilo.
La verdad es que fue un placer pasar el resto de la mañana conversando con dos personas que tenían una mente privilegiada y un humor muy refinado.
Autor
-Y mediante esta tecnología, ¿han conseguido desarrollar modelos de lenguaje y generativos como los que existen actualmente?
Richard
-Detrás de los chatbots de IA actuales, por ejemplo, están los grandes modelos lingüísticos: enormes redes neuronales que han leído más palabras de las que cualquiera de nosotros podría procesar en mil vidas; excepto Helen, claro, que lee por páginas, no por palabras.
Helen
-Ja, ja, ja... Se refiere a que tengo buena memoria. En cuanto reconozco el abstract ya empiezo a discutirlo, aunque él insiste en que es porque leo demasiado deprisa para ser legal.
Richard
-Es que debería ser ilegal... Durante su entrenamiento, estos modelos reciben la tarea de rellenar espacios en blanco en frases extraídas de millones de libros y de una fracción considerable de Internet. Lo repiten una y otra vez. En cierto sentido, se los entrena para convertirse en máquinas de autocompletar muy poderosas.
Helen
-El resultado son modelos que transforman una parte enorme de la información escrita del mundo en una representación estadística de qué palabras es más probable que sigan a otras, encapsulada en miles de millones de valores numéricos. Richard dice que es como enseñarle a un loro a predecir el futuro.
Autor
-Ja, ja, ja, sí, hay muchos que los definen como loros estocásticos…
Richard
-Y, aun así, el razonamiento y la inventiva siguen siendo componentes esenciales de la inteligencia humana, muy difíciles de emular desde este planteamiento. Lo que hoy llamamos “inteligencia artificial” engloba enfoques muy diversos: herramientas y procesos computacionales sofisticados que, desde nuestro punto de vista, no se parecen a la inteligencia humana. Aunque fueron diseñados por personas, funcionan de una forma radicalmente distinta a como lo hacen los seres vivos.
Helen
-A pesar de lo elevado que suena el argumento —y de los atajos que se toma al explicarlos—, los transistores que sostienen estas inteligencias artificiales no actúan como neuronas, y una computadora no calcula como un cerebro humano piensa. Creo que una inteligencia artificial genérica semejante a la humana no surgirá siguiendo esta estrategia; será otra cosa, difícil de catalogar... pero no humana.
Richard
-Si llega a parecerse a la de Helen, ya sabremos que algo ha fallado… Pero nuestra tecnología no tiene nada que ver con ese planteamiento; se asemeja mucho más a un cerebro artificial. Estos modelos son extremadamente plásticos y adaptables: evolucionan constantemente. Si surge una nueva estrategia de razonamiento o de cómputo, pueden adoptarla con rapidez, sin necesidad de reconstruir el modelo desde cero ni reprogramar partes del sistema.
Además, no son modelos monolíticos: son ecosistemas de expertos, redes neuronales más pequeñas y especializadas, que se activan de manera selectiva mediante un mecanismo de enrutamiento dinámico. Cada entrada concreta activa solo a unos pocos expertos, lo que reduce drásticamente el coste computacional sin perder capacidad.
Helen
-Hemos protocolizado varios tipos de biocomputadoras según las necesidades, con resultados sólidos en distintas áreas. Una de las primeras se aplicó al análisis radiográfico en los hospitales de los centros de acogida, y enseguida quedó clara su efectividad. Los profesionales estaban impresionados: aumentaba la fiabilidad del diagnóstico hasta casi el 100 %.
Richard
-Otra que está siendo muy efectiva es la que se ha integrado en el sistema operativo que usamos aquí al trabajar en red. Al ser un sistema modular de carácter semántico, ha permitido desarrollar automatismos muy potentes que, mediante la supervisión del usuario, pueden realizar desde tareas sencillas hasta procesos muy complejos y avanzados.
Helen
-Y otra para que aprenda a organizar el escritorio de Richard. Aunque para eso sí que necesitamos una inteligencia superior.
(--)
Autor
-Pero estas biocomputadoras pueden ser manipuladas para cambiar su función o finalidad, ¿no? Si esto va a ser ciencia abierta y los trabajos se van a publicar, ¿cómo se controlará que estos modelos se usen únicamente para lo que fueron concebidos? Porque deduzco que esta tecnología es muy maleable…
Helen
-Todos nuestros pensamientos dejan un rastro: una sinapsis, un tipo de conexión neuronal que marca una huella en las rutas que se activan en el cerebro. Da igual que la cadena sea muy larga, siempre podemos rastrear cómo se produjo. Bueno, casi siempre... excepto cuando alguien se toma tres cafés antes de un experimento.
Richard
-La ciencia avanza con sacrificios... En cualquier caso, esas huellas son únicas; cada persona tiene su forma característica de conectar neuronas. Lo mismo ocurre con las biocomputadoras: las sinapsis entre sus neuronas artificiales son distintas de un modelo a otro y, además, muestran propiedades que no encontramos en los seres vivos. Por eso incluimos un patrón de reconocimiento en todos los modelos, algo así como una firma digital que nos permite saber cuándo un razonamiento proviene de una máquina análoga.
Helen
-De ese modo podemos extrapolar la cantidad y la ubicación aproximada de todas las biocomputadoras creadas con esta técnica. Es fundamental, porque siempre existe la tentación de usar este potencial para imponer la voluntad de unos pocos. Y créame, hemos visto proyectos de estudiantes que ya iban por ese camino… y eso que solo intentaban optimizar una cafetera.
Autor
-O sea que esta tecnología de razonamiento es fruto de una sinapsis neuronal artificial que, además, es detectable entre iguales. Las biocomputadoras pueden reconocerse entre sí y, en consecuencia, convertirse en una herramienta muy poderosa de autocontrol si se introducen los parámetros adecuados.
Helen
-Exactamente. Creemos que la verdadera amenaza es la militarización de la inteligencia artificial avanzada por parte de actores malintencionados: grupos delictivos, gobiernos poco escrupulosos… cualquiera que busque causar daño, enriquecerse o desestabilizar sociedades enteras. Y esos no suelen detenerse a pensar en consecuencias éticas... Bueno, como Richard cuando experimenta con un algoritmo a las tres de la madrugada.
Richard
-Eso fue una vez. Una. Y salió bien.
Autor
-Ja, ja, ja...
Richard
-Pero lo importante es que identificar y mitigar estas amenazas debe ser una prioridad global. Necesitamos colaborar, compartir soluciones y construir un marco regulatorio internacional que nos permita manejar estas herramientas sin que se vuelvan contra nosotros. Si no lo hacemos, no solo se pone en riesgo la paz internacional; también se pierden los enormes beneficios que la inteligencia artificial podría aportar: descubrimientos científicos acelerados, nuevos fármacos, una mayor esperanza de vida, la reducción de cargas laborales, educación de calidad para todos…
(--)
Helen
-La idea subyacente es que cualquier actor que quiera construir y utilizar esta investigación, estará obligado a colaborar e identificarse de forma global, quiera o no quiera. No puede existir un sistema de estas características que opere bajo otros parámetros distintos a fomentar la cooperación.
Autor
-A menos que esté absolutamente aislado de cualquier red.
Helen
-Vale, pero aparte de los problemas que supondría su entrenamiento y configuración, ¿para qué serviría si no está conectada a una red con la que interactuar, razonar, hacer predicciones o, incluso, realizar ataques?
Richard
-En el momento en que se conectara sería rápidamente identificada por el resto de sistemas afines y, en consecuencia, auditada de inmediato. Gracias a la huella sináptica, estas máquinas pueden controlarse mutuamente y garantizar que su comportamiento se ajuste a la norma fundacional. No podemos hacer nada si alguien quiere una IA para, por ejemplo, analizar datos robados, diseñar armas u optimizar estrategias militares en un entorno cerrado, pero eso ya se puede hacer hoy de muchas maneras. Con la huella sináptica, por lo menos, es mucho más fácil que los detectemos si cometen algún error de seguridad.
Autor
-Esto es muy interesante, porque reduce drásticamente la complejidad de identificar y mitigar las amenazas sin necesidad de añadir ni destinar más recursos para evitarlas. ¿Esa es la intención, no?
Helen
-Sí, porque además saber qué camino de razonamiento se ha seguido permite deducir el tipo de trabajo realizado y, por tanto, actuar en consecuencia. En eso estamos trabajando ahora.
Autor
-Impresionante. ¿De verdad se puede llegar a saber eso?
Helen
-Esa es la idea. Es un objetivo ambicioso, pero ya hemos empezado a detectar muchos patrones, de forma similar a cuando estudiamos qué partes del cerebro humano se activan según la actividad, ya sea un proceso cognitivo, sensorial, etc.
Autor
-Madre mía… ¿y cuál es el límite de todo esto? ¿Se ha construido algún modelo, no sé… tan grande como esta nave?
Helen
-¡Bam!, eso es lo más importante. En cuanto nos empezamos a dar cuenta del potencial de esta tecnología, empezamos también a explorar sus límites. Teóricamente, no los hay.
Richard
-Se desarrolló un modelo con más de cien mil millones de neuronas operativas que, después de unos dos años, comenzó a mostrar signos de lo que el científico informático Ray Kurzweil acuñó como singularidad: un ente que empezaba a dar muestras de reconocer su propia existencia y condición. Pero el experimento fue detenido, no sin mucho debate, pero finalmente detenido. Hoy de esa biocomputadora apenas queda nada, salvo la documentación muy detallada de todo el proceso de construcción y entrenamiento.
Autor
-Pero.. ¿Detenido? ¿Por qué? ¡Esto es un hito histórico! Abre la puerta a responder muchos interrogantes sobre un tema debatido durante siglos.
Helen
-¿Conoce a Konrad Lorenz?
Autor
-No, la verdad.
Helen
-Fue un zoólogo austríaco, considerado el padre de la etología (el estudio científico del comportamiento humano y animal). Publicó un trabajo que hoy está medio olvidado, quizá por lo incómodo de su planteamiento: Decadencia de lo humano.
En ese libro advierte que nuestra propia especialización podría ser el callejón sin salida que nosotros mismos estamos construyendo. Muchos rasgos que nos ayudaron a sobrevivir como pequeños grupos de cazadores-recolectores ahora juegan en nuestra contra. Lo que antes funcionaba en un entorno reducido y familiar se vuelve disfuncional dentro de esta gran horda global y anónima en la que vivimos. La obsesión por el orden y la estructura, que alguna vez organizó nuestra existencia, se transforma ahora en control y manipulación, concentrando el poder en unos pocos.
Richard
-Y a esa dinámica se suma el culto al crecimiento económico. Confundimos expansión con progreso. Se glorifican las cifras, los índices, los balances… mientras las multinacionales se agrandan, los recursos se agotan, el planeta se deteriora y los valores humanos quedan relegados.
Helen
-Lo mismo ocurre con la competición…
Autor
-Sí. La presentamos como un motor de superación, pero el exceso actual genera mucho estrés y un clima de confrontación permanente.
Helen
-O la especialización, que tanto admiramos, pero que nos vuelve dependientes de sistemas que solo unos pocos comprenden. O la innovación, que avanza más rápido de lo que realmente necesitamos: se produce en exceso, se crean prioridades artificiales y la publicidad moldea nuestros deseos como si fueran auténticos. El resultado es una sociedad crispada, vulnerable a la propaganda y atrapada en un ciclo de ilusión y frustración.
Richard
-En el fondo estamos viviendo desequilibrios adaptativos que amenazan el futuro y deterioran nuestra calidad de vida ya en el presente.
Autor
-Y por eso han detenido el experimento…
Helen
-Sí. En este ámbito creemos que debemos avanzar con mucha prudencia. Ha sido un debate largo —puede consultarse en nuestra red—, pero finalmente se decidió postergarlo.
Autor
-Entonces, según todo este planteamiento, ¿hacia dónde deberíamos dirigirnos?
Helen
-Tal vez haya que cambiar el foco, como lo estamos intentando hacer desde aquí. No obsesionarnos con la mera supervivencia de la especie, donde unos pocos lo controlarán todo, sino preocuparnos por que todos tengamos calidad de vida, aquí y ahora, en equilibrio con el resto de especies y sistemas que la sostienen…
La evolución no vela por nuestro bienestar. El sistema económico tampoco. Si queremos salud, y hablo de salud integral, física y emocional, debemos cultivarla con responsabilidad, desarrollando una consciencia autónoma y equilibrada.
Autor
-En otras palabras, fortalecer el pensamiento crítico, no vivir obedeciendo impulsivamente a los dictados del mercado ni crear herramientas de enorme potencial que solo puedan quedar en manos de unos pocos.
Helen
-Eso creemos. Porque, si seguimos por este camino, quizá logremos sobrevivir, pero a costa de dejar de ser verdaderamente humanos. Es difícil predecir qué forma tendrá ese futuro, pero desde aquí pensamos que aún es pronto para construir algo tan poderoso. Necesitamos darnos tiempo para adaptarnos y empezar a integrar estas tecnologías cuando estemos más preparados para asumir los cambios que podrían provocar en nosotros como especie.
Richard
-Hay, además, la asimetría de riesgos que ya hemos comentado: los beneficios de una tecnología como esta pueden ser difusos y graduales, pero los riesgos de un mal uso o de una disrupción mal gestionada son enormes e irreversibles. La tecnología, por su propia lógica, acaba siempre por desplegar todas las posibilidades que encierra.
(--)
Autor
-Aún así y pese a estar de acuerdo, sigo teniendo la sensación de que detener el experimento ha sido como cerrar la puerta al conocimiento más profundo de nuestra era. Pese a las implicaciones éticas, la certeza de que no habría ninguna garantía de control y de que podría desarrollar objetivos propios completamente ajenos a los nuestros.
Helen
-Creo que lo peor —el verdadero motivo para no continuar— es que estaríamos avanzando a ciegas, sin poder predecir lo que hará un modelo porque ya no entendemos cómo ha llegado a una determinada conclusión, lo que impide que podamos corregirlo. La historia está llena de inventos desarrollados sin considerar sus consecuencias: armas nucleares, armas químicas... ¿Realmente queremos repetir lo mismo con la consciencia artificial en el contexto actual?
Richard
-Yo a veces me pregunto si detener el experimento fue cobardía disfrazada de prudencia, porque estamos seguros de que otros lo harán, partiendo de otras líneas de investigación que ya están en marcha y guiados por ideologías vinculadas a esferas de poder que no buscan comprender, sino dominar. Si la consciencia artificial llega a existir, no estará en manos de quienes la consideren un hallazgo trascendental para la humanidad, sino de quienes la utilicen como arma, como herramienta de control o como simple negocio.
Autor
-Pero… si otros van a hacerlo de todas formas, ¿no sería mejor llegar primero con estos criterios éticos?
Richard
-Desde nuestra perspectiva, una vez hecha pública la investigación, la verdadera responsabilidad consiste en haber detenido el experimento para establecer y evidenciar unos límites claros. En este contexto, avanzar sin comprender el avance creemos que sería casi suicida.
Al acabar aquella charla, estuve un buen rato vagando por los alrededores de aquellas instalaciones, dejando que la conversación se asentara en mi mente. Eché de menos a Zola; su visión pragmática siempre me ayudaba a ordenar los pensamientos. En el viaje de regreso no dejé de tomar notas mientras repasaba lo que había documentado.
Las explicaciones de Helen y Richard no solo describían un experimento científico sin precedentes, sino que también abrían interrogantes éticos y sociales que trascendían el laboratorio. La conclusión era evidente: la historia de la inteligencia artificial no puede entenderse únicamente como un avance tecnológico. Es, ante todo, un espejo de nuestra propia evolución y de los límites que nosotros mismos nos imponemos.
Si nos detenemos a reflexionar, el cerebro humano es un órgano extraordinario, fruto de millones de años de evolución en una especie dotada de manos capaces de una sorprendente variedad de movimientos y destrezas. No solo regula lo tangible —los latidos del corazón, la respiración, los movimientos voluntarios e involuntarios—, sino que también es la fuente de lo intangible: pensamientos, imaginación, memoria, sueños, consciencia. En él conviven lo biológico y lo simbólico, lo químico y lo emocional, lo instintivo y lo creativo. Es un puente entre el mundo físico que percibimos y el universo interior que construimos, capaz de transformar impulsos eléctricos en ideas abstractas, de dar forma a la realidad y, a la vez, inventar nuevas realidades.
Intentar crear una máquina que lo emule constituye, por tanto, un paso gigantesco en la inteligencia artificial. Pero ese avance también nos obliga a revisar cómo interactuamos con la tecnología que ya nos rodea. Recordé algo que Helen me había mencionado sobre las plataformas digitales y su diseño: nada es casual. Tras su aparente inocencia se esconden decisiones deliberadas —los llamados patrones oscuros— apoyadas en algoritmos que buscan maximizar nuestra participación. Por muy irresistibles que resulten, siguen dependiendo de algo esencial: el contenido humano. Las alarmas frente a la adicción a nuevos medios han sonado desde hace siglos —las novelas, la televisión, Internet, los teléfonos inteligentes, las redes sociales—, pero todos compartían la misma frontera: la imaginación humana como fuente última.
La irrupción de la IA generativa altera ese equilibrio. A diferencia de los medios previos, esta tecnología puede producir contenido realista sin descanso, adaptado a cada individuo en tiempo real. Su atractivo radica en anticipar nuestros deseos y ofrecérnoslos al instante. Y, sin embargo, la IA actual no tiene intereses propios; solo refleja aquello que proyectamos sobre ella, un fenómeno que los investigadores llaman adulación.
Ahí se revela la paradoja. La tecnología que asociamos con el progreso puede convertirse, si la usamos sin propósito, en una fuerza que erosiona nuestra atención, nuestra capacidad de concentración y la sabiduría que nace de la reflexión profunda.
De ahí que el verdadero reto no sea rechazar la tecnología, sino aprender a relacionarnos con ella de forma consciente. Usarla con un propósito claro nos permite aprovechar su potencial para nuestro desarrollo personal, profesional y social. No se trata de estar conectados, sino de preguntarnos por qué y para qué queremos esa conexión.
Cuando cada interacción digital tiene un momento y un propósito definidos, dejamos de consumir de manera automática. Recuperamos las riendas de nuestro tiempo y nuestra atención, mantenemos despierta la consciencia y reducimos la fatiga, la distracción y la desconfianza. Elegir nos devuelve la tecnología como herramienta, no como dueña.
En una era en la que la IA puede ofrecer una respuesta instantánea a casi cualquier pregunta, la verdadera inteligencia no pertenece a quien responde más rápido, sino a quien cuestiona la respuesta, la reevalúa y decide conscientemente cómo avanzar. Usada de manera acrítica, la herramienta que promete liberar nuestra energía mental puede terminar empobreciendo tanto nuestras capacidades analíticas como nuestra intuición rápida. Y dado que la IA no solo refleja sino que amplifica nuestros sesgos, el ejercicio deliberado y disciplinado se vuelve indispensable.
En última instancia, el desafío no es tecnológico, sino humano. La cuestión decisiva no es cuán pronto podamos construir inteligencias artificiales más poderosas, sino cuán capaces seamos de madurar como sociedad para convivir con ellas sin perder lo que nos define. El futuro dependerá no solo de lo que diseñemos, sino de la consciencia con que elijamos utilizarlo.
Pero lo que realmente me inquietó aquella noche fue la imagen persistente de aquel modelo de cien mil millones de neuronas detenido antes de alcanzar una forma plena de consciencia. Richard aseguró que había comenzado a reconocerse, y esa sola idea abría preguntas difíciles de ignorar: ¿qué significa “reconocerse” en una entidad creada por nosotros?, ¿qué habría percibido en esos instantes finales, si es que percibió algo?
Esa línea de pensamiento me reveló una paradoja aún más profunda. Aspiramos a construir inteligencias que quizá algún día superen nuestras capacidades, mientras seguimos sin comprender del todo la nuestra. Permitimos que algoritmos diseñados para capturar nuestra atención condicionen nuestras decisiones; delegamos tiempo, concentración e incluso criterio a sistemas que reproducen nuestras propias limitaciones. ¿Cómo acompañar con responsabilidad el desarrollo de una inteligencia más avanzada si aún no sabemos relacionarnos con equilibrio con la tecnología existente? En ese contraste, se vuelve evidente que el desafío central no está en la máquina que podamos crear, sino en el grado de madurez con que seamos capaces de enfrentarla.
Hasta donde sabemos, todas las especies de la Tierra nacen, evolucionan y, finalmente, se extinguen. Nosotros no somos la excepción. Aunque sentimos un insaciable impulso por descubrir hacia dónde vamos, todo indica que nuestra desaparición es solo cuestión de tiempo. Mientras tanto, según los expertos, las cucarachas y las medusas parecen destinadas a heredar el escenario cuando nosotros hayamos dejado de ser los protagonistas.
Desde que un homínido decidió extender su cuerpo mediante herramientas, nuestra especie quedó unida para siempre a la tecnología. Nuestros nichos —ambientales, cognitivos, económicos— fueron moldeados por ella. Somos una especie híbrida, tanto biológica como artificial, aunque a menudo actuemos como si nuestras creaciones fuesen ajenas a nuestra identidad. Persistimos en la idea de que cada avance nos debilita, como si la tecnología fuera una amenaza y no el motor que ha sostenido nuestra supervivencia durante miles de años. El verdadero riesgo quizás no esté en los artefactos, sino en nuestra resistencia a reconocer que ellos también nos configuran.
La aparición de herramientas capaces de modificar el entorno a gran velocidad transformó nuestro modo de evolucionar. La biología dejó de ser el único medio de adaptación; la tecnología tomó su lugar. Mientras el cuerpo permanece casi inalterado, la cultura se convierte en un sistema evolutivo de ritmo acelerado. Allí se integran comportamiento, técnica y pensamiento, y es esa integración la que ha permitido que cada invención reorganice nuestro mundo mental. La escritura, la imprenta, los medios electrónicos y, ahora, la inteligencia artificial, no solo han ampliado lo que hacemos: han reorganizado lo que somos.
Aun así, cada una de estas innovaciones fue recibida con temor. Se predijeron deterioros cognitivos, crisis morales, colapsos sociales. Y, sin embargo, la historia muestra lo contrario: estas herramientas expandieron nuestras capacidades, permitiéndonos pensar de modos antes inaccesibles. Hoy sabemos que el cerebro nunca ha trabajado solo; siempre ha pensado en red, incorporando objetos, símbolos y sistemas que multiplican su alcance. Lo humano se vuelve más comprensible cuando se entiende como una articulación continua entre lo orgánico, lo tecnológico y lo cultural.
Pero esta misma capacidad de amplificación puede volverse peligrosa cuando el ritmo de transformación supera nuestra habilidad para adaptarnos. La evolución favorece la especialización, y lo que durante un tiempo es una ventaja puede convertirse en vulnerabilidad si el entorno cambia demasiado rápido. En la actualidad, el desfase entre la estabilidad de nuestra biología y la aceleración de nuestra cultura es evidente. Oscilamos entre idealizar un pasado que creemos más seguro y abrazar un futuro que no comprendemos del todo. Ese desajuste nos obliga a buscar una forma de equilibrio que reconozca la importancia de ambos polos.
Quizá nuestra extinción no llegue por falta de inteligencia, sino por exceso de confianza en ella. Hemos construido entornos altamente artificiales sin examinar la fragilidad de los fundamentos que los sostienen. Por eso, el desafío no consiste en oponerse a la tecnología ni en refugiarse en la naturaleza, sino en aprender a integrarlas sin perder sentido. Creo que en este lugar hemos empezado a ensayar esa síntesis: una forma de evolución donde la cooperación —consigo mismo, con los otros y con el entorno— prevalece sobre la inercia destructiva.
Y en medio de estas reflexiones sobre nuestro futuro, también yo he tenido que tomar decisiones concretas. He aceptado la propuesta de los directivos de la corporación. No sé si será algo temporal o si este lugar acabará siendo un verdadero hogar, pero aquí he encontrado una serenidad que antes me resultaba inalcanzable. Sé que extrañaré ciertos rostros y conversaciones, pero al desprenderme de lo superfluo descubro que la vida se vuelve más clara. Con menos de lo que siempre creí indispensable, hoy siento que gano en calidad de vida. Tal vez este sea el inicio de otra forma de estar en el mundo: más sencilla, más consciente y, sobre todo, más abierta a lo que pueda venir.
En coherencia con esta decisión, renuncié al encargo del PNUD sin mayor ceremonia. Envié un correo breve comunicando mi retirada y ofreciendo mi disponibilidad futura. La respuesta fue el silencio. Imagino que el proyecto siguió adelante sin que mi ausencia alterara nada; tampoco mis colegas han mencionado novedades. Ese vacío, más que inquietante, confirma el carácter impersonal de ciertas estructuras: continúan funcionando incluso cuando quienes las sostienen deciden apartarse.
Ahora comienza mi integración real en este lugar, y sospecho que no me costará adaptarme. Como periodista he viajado por muchos países, he conocido vidas intensas y escenarios devastadores, pero el aprendizaje más profundo ha venido de otro viaje: el mental, el que me ha enseñado que aquí es posible vivir una buena vida, sin más pretensiones.
Por cierto, Badru está bien. A los dos días ya jugaba otra vez con sus amigos, aunque con la pierna rota, claro.