Zola
y el regreso del extranjero
impertinente
y el regreso del extranjero
impertinente
Vaya por delante que el extranjero impertinente soy yo. Sin embargo, en este lugar todos somos extranjeros: unos por necesidad —los refugiados—; y otros por necedad, como yo, que regresé al universo de Zola justo antes de que el mundo se detuviera. La pandemia de la COVID-19 no visitó este lugar, no por falta de riesgo, sino porque el estricto protocolo de cuarentena que tuve que volver a pasar impedía casi por completo la entrada de cualquier patógeno.
Aquí la COVID-19 no existió, doy fe. Estaban mucho más preocupados por otras enfermedades endémicas que por un virus que, en comparación, parecía casi ridículo. Sí, en mi mundo lo vivieron como una tragedia, no solo desde el punto de vista sanitario, sino también a nivel psicológico y económico. Amigos, familiares y colegas me transmitieron todo tipo de experiencias: algunas marcadas por la pérdida de seres queridos, otras por la sensación de encierro, la prohibición de movimientos y la suspensión de derechos fundamentales.
Como en cualquier parte del mundo, la muerte en África se vive de muchas maneras, pero aquí contrasta significativamente con las prácticas de las sociedades occidentales. Los rituales funerarios son profundamente espirituales y comunitarios, a menudo con ceremonias que duran varios días. En algunas culturas, se realizan sacrificios de animales, danzas y cantos tradicionales para honrar al difunto y asegurar su tránsito al más allá. La solidaridad y el sentido de pertenencia son fundamentales en el proceso de duelo.
Muchas culturas africanas tienen una visión cíclica de la vida y la muerte, en la que el espíritu del difunto permanece cerca de la comunidad e influye en la vida de los vivos. Los ancestros son venerados y se cree que desempeñan un papel activo en la protección y guía de sus descendientes. Pero con los niños es diferente. La muerte infantil es demasiado común y se percibe de otro modo, más ligado a la fragilidad de la existencia que a un tránsito definitivo. En algunas comunidades, la partida de un niño pequeño no se ritualiza con la misma solemnidad que la de un adulto, pues se cree que su espíritu aún no ha establecido un vínculo completo con el mundo terrenal y, por lo tanto, pueda regresar en una nueva vida.
Si he comenzado mi relato con un tono más triste es porque, desgraciadamente, lo fue. A mi llegada, una extraña enfermedad estaba acabando con la vida de más de un centenar de niños, y la causa aún no estaba clara. Un parásito intestinal era el principal sospechoso y, pese a los incansables esfuerzos del personal médico, no se pudo hacer nada. De un grupo de más de 600 refugiados en cuarentena, no quedó ni un solo niño menor de ocho años. La tristeza que se respiraba allí me dejó absolutamente inmune a las quejas y lamentos de aquellas personas cercanas que me relataban lo mal que lo estaban pasando con la COVID-19. Yo, impotente, solo escuchaba y daba ánimos. ¿Qué podía decir? Eran realidades tan distintas que no encontraba las palabras.
En términos generales, y según datos de la ONU, África es, con diferencia, el continente con la mayor tasa de natalidad del mundo, y se prevé que continúe siéndolo en el futuro. Sin embargo, la esperanza de vida sigue siendo alarmantemente baja, ya que en más de la mitad de los países africanos no supera los 64 años.
La República Centroafricana tiene la esperanza de vida más baja del continente, con apenas 53 años. Junto con Lesoto, son los dos únicos países cuya población rara vez alcanza los 55 años. Son pocos los que superan la media de 70 años, y todos ellos comparten una de estas dos características: o bien son países insulares, como Seychelles, Cabo Verde y Mauricio; o bien se encuentran en el norte del continente, como Argelia, Marruecos, Túnez, Egipto y Libia. Este último lidera el ranking de longevidad con una esperanza de vida de 78 años.
En el resto de las regiones no hay un patrón claro. Llama la atención la diferencia entre países vecinos en el Sahel: mientras Chad tiene una esperanza de vida de solo 58 años, Sudán y Mauritania alcanzan los 65. En algunos casos, los conflictos prolongados explican las bajas cifras, como ocurre en la República Centroafricana, Somalia o Sudán del Sur. Algo similar podría decirse de Costa de Marfil, que sufrió una cruenta guerra civil hace dos décadas. Sin embargo, hay casos más difíciles de explicar, como el de Nigeria. A pesar de ser el país más poblado y la mayor economía de África, su esperanza de vida sigue siendo una de las más bajas del continente, con apenas 55 años.
A pesar de las dificultades, la esperanza de vida en África ha experimentado un avance notable desde los tiempos de la descolonización. En 1950, apenas superaba los 35 años; tres décadas después, ya rondaba los 50. El progreso se frenó en los años noventa, pero en el nuevo milenio la curva retomó su ascenso, sumando en promedio un par de años por cada lustro.
Las cifras frías de la estadística reflejan un continente que avanza, pero no muestran el dolor de quienes pierden a sus hijos antes de que aprendan siquiera a correr. No explican el peso del duelo ni la fortaleza de comunidades que aprenden a convivir con la muerte sin que esta detenga sus vidas. Mientras el mundo se paralizaba por la COVID-19, aquí la vida seguía, frágil y efímera, pero también obstinada y persistente.
En esta ocasión, el viaje fue directo en un avión que aterrizó en unas instalaciones cercanas al centro de acogida, pero mi cuarentena se prolongó algo más de quince días. No hubo un protocolo abreviado por ser un occidental del mundo rico; la alarma sanitaria mundial había tenido repercusiones muy severas y el centro de acogida no fue una excepción. Al contrario, se esmeraban aún más en los protocolos de higiene y protección: cambiaban batas, patucos y guantes desechables al trasladarse de una estancia a otra, desinfectaban barandillas y asideros con productos específicos y mantenían un control estricto de todas las actividades que se llevaban a cabo.
Sin embargo, nada parecía haber cambiado desde mi última estancia en aquel centro. Todo seguía como lo recordaba. Tal vez la comida era ahora más variada, con menús más extensos y completos, y la atención a los recién llegados continuaba siendo excelente, pues se procuraba que la amabilidad y las buenas maneras prevalecieran en cualquier circunstancia.
En todo momento observé cómo se intentaba mantener el clima de concordia pese al malestar de muchos niños afectados, y la dulzura y empatía del personal ante tanta muerte resultaban ejemplares. Al final de mi cuarentena, mientras preparaba mis pertenencias para abandonar el centro, comprendí algo que antes había pasado por alto: la rutina estricta, los protocolos y las normas no solo protegían los cuerpos, sino que también sostenían los ánimos. Había una armonía silenciosa, un tejido invisible de cuidado y disciplina que permitía a todos, niños y adultos por igual, resistir la incertidumbre y la tristeza.
Mi informe para el PNUD había causado cierto revuelo en algunas oficinas de Naciones Unidas. Lo que se esperaba como una evaluación rutinaria terminó exponiendo una realidad incómoda: en un territorio árido y hostil, sin apenas recursos externos, se estaban consiguiendo resultados que la propia organización nunca había logrado replicar en otras misiones humanitarias, y además con un coste muy inferior. Lo más perturbador era que ese éxito no dependía de la inyección constante de ayuda internacional, sino de un nuevo modelo de gestión en el que los propios residentes asumían tanto la organización como la responsabilidad de su futuro.
El desconcierto se intensificaba al analizar el sistema organizativo: una autonomía de gestión basada en la firma de un contrato, sencillo pero inquebrantable, que otorgaba a cada residente unos derechos y deberes perfectamente delimitados. Esa claridad, unida a la disciplina comunitaria que impedía cualquier forma de concentración de poder, chocaba de lleno con los esquemas tradicionales de ayuda internacional, siempre tan burocratizados, paternalistas y jerarquizados.
Sin embargo, lo que más desconcertaba a mis interlocutores era el sistema de seguridad instaurado. Una protección invisible pero férrea: quienes aceptaban las normas recibían periódicamente un antídoto que los mantenía inmunes a una sustancia letal presente en el entorno. Bastaba con quebrantar el acuerdo o renegar de la comunidad para perder ese acceso y quedar, en cuestión de horas, condenado a la muerte si no se abandonaba el lugar. Era un mecanismo brutal, sin duda, pero también el cimiento que sostenía el orden en un territorio que, de otro modo, se habría hundido en el caos de siempre.
Cuando tuve que defender mis argumentos a favor de seguir apoyando aquella iniciativa, el debate se volvió más áspero de lo esperado. Había actores —no sabría precisar cuáles— que parecían reticentes a dar continuidad a un proyecto con esas características. Se escudaban en la dureza del sistema de seguridad, pero sospecho que esa no era la verdadera causa. Resultaba evidente que la autonomía alcanzada por los residentes y la progresiva autosuficiencia de la comunidad no encajaban bien en un marco de cooperación internacional que, en muchas ocasiones, se sostiene sobre la dependencia prolongada de la ayuda externa. La idea de un modelo replicable, capaz de reducir esa dependencia a su mínima expresión, generaba inquietud en algunos sectores, quizá porque ponía en cuestión intereses que exceden lo estrictamente humanitario.
Soy consciente de que relatar estas impresiones puede interpretarse como una imprudencia profesional, pero confío en que se entienda mi intención. No se trata de señalar culpables ni de cuestionar abiertamente la labor de la comunidad internacional, sino de evidenciar que hay proyectos que demuestran que otra manera de actuar es posible. Y que, cuando se ponen en práctica, los resultados hablan por sí mismos.
Mi regreso no fue voluntario, sino consecuencia de circunstancias que explicaré más adelante. Aun así, no me incomodó aceptar ciertas exigencias ni adaptarme a condiciones que en otro momento habría considerado inaceptables, porque en lo más profundo de mí ya sabía que esta vez no pensaba volver atrás. Estaba decidido a quedarme a vivir aquí, aunque todavía no tenía claro si sería como un ciudadano más o como un miembro del personal de apoyo y asesoramiento que pusiera su experiencia al servicio de quienes la necesitaran. Lo cierto es que, más allá de esas dudas, había una certeza que me acompañaba con fuerza: mi ejercicio del periodismo, mi forma de observar, narrar y comprender la realidad, no volvería a ser el mismo. Frente a mí se abría la posibilidad de una transformación definitiva, tanto personal como profesional, y yo estaba dispuesto a aceptarla plenamente, con o sin amenazas.
Al salir del centro de cuarentena me encontré con que Zola ya estaba esperándome. Desde que me fui el año pasado no habíamos dejado de mantener el contacto regularmente, tanto por escrito como por videollamadas, aunque la calidad de la conexión no siempre acompañaba. Había momentos en que las palabras llegaban entrecortadas o las imágenes se congelaban durante largos segundos, pero aun así nos las ingeniábamos para no perder el hilo de la conversación. Esa constancia, pese a las interrupciones, había reforzado nuestra amistad y hacía que el reencuentro en persona resultara aún más natural. Después de darnos un cálido abrazo, Zola soltó uno de sus típicos comentarios, agarrándome los brazos con energía:
Como en el relato anterior, las transcripciones que iré mostrando son una selección de todas las conversaciones que tuve desde mi llegada a las instalaciones. Han sido editadas para corregir la gramática o suprimir diálogos irrelevantes para el tema que se estaba tratando. Para esto último, la indicación se hace mediante dos guiones (--) insertados entre diálogos de la transcripción. Asimismo, el lector verá que, de vez en cuando y entre paréntesis, hay textos que se han añadido para detallar mejor lo que el interlocutor está explicando y que, normalmente, hacen referencia a algo que se ha explicado con anterioridad y no consta en la transcripción, pero que en ningún caso se corresponden con la locución original.
Zola
-¿Ya estás otra vez metiendo las narices aquí?
Autor
-Ja, ja, ja, sí, no lo puedo evitar. Lo que está sucediendo aquí me tiene fascinado. ¿Cómo estás? Te veo muy bien.
Zola
-La vida sigue más o menos igual, pero no puedo decir lo mismo de ti. La verdad, no haces muy buena cara.
Autor
-Han sido unos días muy tristes.
Zola
-El problema es que estas situaciones se dan con más frecuencia de lo esperado. Por eso son tan estrictos con la cuarentena. Hay muchas enfermedades que aún no tienen tratamiento y pueden ser devastadoras. Uno de los principales causantes es el agua contaminada.
Las diarreas en los niños, la causa de muerte más común, están muy bien protocolizadas y casi no hay mortalidad. Pero, a veces, es imposible… No se sabe nada, o muy poco, y no se puede hacer nada para ayudar. La única solución es seguir trabajando, investigando y previniendo, con la esperanza de que en el futuro podamos encontrar respuestas y tratamientos más efectivos. Mientras tanto, la educación, el acceso a agua potable y las medidas de saneamiento siguen siendo nuestras mejores armas para proteger a los más vulnerables.
Autor
-Sin duda. Por cierto, ¿hay mucha más gente o me lo parece a mí?
Zola
-Desde que te fuiste no hemos parado, no ha dejado de llegar gente. Este centro de acogida está al máximo. Han tenido que trasladar a varios grupos al del norte porque aquí no daban abasto.
Autor
-Y en este año largo que hace que no nos vemos, ¿a cuántas personas habéis acogido finalmente?
Zola
-¿En los asentamientos? A más de 12 000. Pero ahora notamos que llegan menos refugiados. Entre la pandemia y los cambios que ha habido en muchos conflictos, la situación empieza a calmarse.
Autor
-Qué locura… y todo parece seguir funcionando como un reloj.
Zola
-En este aspecto, el funcionamiento de los centros de acogida es impresionante. No solo por respetar escrupulosamente las dinámicas que ya funcionan, sino también por la voluntad y entrega de las personas que trabajan aquí.
Autor
-La vez anterior ya tuve esa impresión. La selección de voluntariado y de profesionales es muy acertada; se nota que desean formar buenos equipos de trabajo y que están muy bien respaldados.
Zola
-Cada vez hay más personal que se ha formado en el mismo centro de acogida, por lo que resulta más fácil hacer equipos de trabajo más efectivos.
Autor
-¿Y a ti cómo te va con tu especialidad? La última vez me comentaste que estabas en un cuerpo técnico de supervisión que no te gustaba mucho.
Zola
-Al final pedí cambiar de grupo de trabajo para no entorpecer su labor. No tiene nada de malo; al contrario, cuando no estás a gusto con un determinado equipo, lo mejor es hablarlo y buscar una solución. En este caso, como no conseguíamos entendernos bien, opté por la solución más pragmática.
Autor
-Es que no hay quien te aguante, eres demasiado perfeccionista.
Zola
-Ja, ja, ja, ¡mira quién fue a hablar! Don entrometido, que por husmear donde no te llaman te has metido en este lío.
Autor
-Ja, ja, ja, sí, en eso tienes toda la razón.
Zola
-Me he adelantado a tu petición de reunirte con los directivos del campo y les he puesto en antecedentes sobre tu visita. Me parece que incluso han venido otros directivos para hablar contigo.
Autor
-Te lo agradezco. Pero la reunión sigue siendo esta tarde, ¿no?
Zola
-Sí, por supuesto. Ahora vamos a que te instales, a comer algo y a ponernos al día porque hay muchas novedades.
En el ejercicio de mi profesión es habitual recibir presiones, amenazas o incluso coacciones para impedir la difusión de determinados temas o revelar las fuentes de información, con o sin libertad de prensa. Conozco compañeros que lo han pasado muy mal por intentar hacer bien su trabajo en lo que considero un ejercicio imprescindible para la buena salud de cualquier sociedad.
Unos meses después de presentar mi informe para el PNUD, cuando creía que mi labor había concluido, recibí una comunicación inesperada. No se trataba de felicitarme por dicho informe —aunque en privado algunos colegas reconocieron su impacto—, sino de la petición de un nuevo encargo. Se me solicitaba elaborar otro informe que detallara las posibles debilidades de la iniciativa e investigara, mediante un nuevo trabajo de campo, el funcionamiento de los sistemas de seguridad.
El encargo estaba formulado con una ambigüedad calculada. Oficialmente, era un ejercicio de transparencia, un modo de garantizar que un modelo tan innovador no ocultara riesgos latentes. Extraoficialmente, comprendí que se buscaba algo más: una radiografía de los puntos vulnerables que permitiera a Naciones Unidas y a ciertos socios estratégicos contar con un margen de maniobra.
En la práctica, mi misión consistía en identificar cualquier grieta en el sistema. Desde la dependencia tecnológica hasta los conflictos de liderazgo; desde la sostenibilidad a largo plazo hasta la capacidad real de los residentes para mantener la disciplina sin la presión del antídoto. También debía prestar atención a las dinámicas culturales y religiosas, pues existía el temor de que, con el tiempo, pudieran resurgir viejas tensiones capaces de desbaratar la armonía aparente.
Acepté, aunque no sin reservas. Sabía que aquel informe podía ser utilizado tanto para fortalecer el proyecto como para socavarlo, y lo último que deseaba era convertirme en cómplice involuntario de quienes, desde la comodidad de sus despachos, solo veían en esta experiencia una anomalía incómoda para el statu quo internacional. Pero, en el fondo, lo que realmente me impulsó a redactarlo fue la certeza de que ese ejercicio ya se había realizado y de que, en cualquier caso, mi trabajo no haría más que confirmar lo que otros ya habían detectado.
No obstante, la mayor discrepancia surgió con el encargo de investigar a fondo el funcionamiento del sistema de seguridad. Aunque nunca me pronuncié al respecto, recibí presiones de manera indirecta para obtener toda la información posible durante ese nuevo viaje; de lo contrario, se me dio a entender que acabaría, poco a poco, relegado al ostracismo profesional. No es algo que pueda demostrar con hechos verificables, solo narrar desde mi experiencia como único testigo. Ante la ausencia de otras opciones y frente a actores anónimos que parecían tener un gran poder e influencia, opté por coordinarme con Zola antes de mi llegada, explicándole los motivos de mi retorno y el trasfondo de todo lo que acontecía.
Lo sorprendente fue que, al llegar, no encontré el clima de tensión que había imaginado. Todo lo contrario, los presentes se mostraban distendidos, atentos y cordiales, como si quisieran disipar cualquier atisbo de recelo. El ambiente era sereno, casi familiar, y daba la impresión de que aquella reunión se celebraba más para escucharse mutuamente que para levantar sospechas o marcar distancias.
Como me había adelantado Zola, en la reunión de aquella tarde estaban Robert y Darío, a los que ya conocía de mi visita anterior, y tres directivos más de la corporación que se presentaron muy cordialmente: Steven, Noah y Evelyn. Los tres habían llegado en un mismo vuelo fletado desde Vancouver por la organización a la que pertenecían. Estaban de paso hacia unas instalaciones de investigación en la costa sur de Somalia, más al este de nuestra ubicación, pero ante los hechos presentados decidieron hacer escala en el campo de acogida y atender aquel asunto.
Nada más empezar la reunión, lo primero que hice fue relatar todo lo sucedido, las conclusiones a las que había llegado y, sin dudarlo, facilitarles una copia de ese último informe que había elaborado y cuyo extracto también detallo aquí:
Informe preliminar.
Confidencial - Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD)
Este documento recoge un análisis preliminar de las posibles debilidades de la iniciativa observada en el territorio, así como una serie de recomendaciones estratégicas destinadas a orientar la toma de decisiones futuras. El presente informe tiene carácter confidencial y se destina exclusivamente a los órganos internos del PNUD.
1. Debilidades identificadas
Extracto del informe preliminar sobre debilidades de la iniciativa.
1.1 Dependencia tecnológica
Aunque la comunidad ha alcanzado un alto grado de autosuficiencia, persiste una dependencia significativa de tecnologías externas, desde repuestos de maquinaria hasta ciertos insumos farmacéuticos. La interrupción de esas cadenas de suministro podría comprometer la sostenibilidad del modelo a medio plazo.
1.2 Sistema de seguridad
El uso del antídoto como mecanismo de control ha demostrado ser eficaz en la preservación del orden. Sin embargo, constituye también una vulnerabilidad: cualquier fallo en la producción o distribución del compuesto pondría en riesgo la vida de miles de personas. Además, su carácter coercitivo puede alimentar críticas internacionales que erosionen la legitimidad del proyecto.
1.3 Cohesión cultural y religiosa
La convivencia entre grupos de orígenes diversos ha funcionado razonablemente bien bajo las normas establecidas, pero subsisten tensiones latentes. Las diferencias en prácticas religiosas, costumbres y lenguas pueden intensificarse en momentos de escasez o conflicto, generando fracturas internas.
1.4 Gestión del liderazgo
El modelo de rotación en la toma de decisiones busca evitar la concentración de poder, pero también dificulta la continuidad en la gestión de asuntos complejos. En determinadas áreas (infraestructura, producción agrícola, salud) la falta de liderazgo técnico estable puede derivar en errores acumulativos.
1.5 Sostenibilidad medioambiental
Las técnicas aplicadas han mitigado en gran parte los efectos de la desertificación, pero el equilibrio logrado sigue siendo frágil. El agotamiento de ciertos suelos, sumado al estrés hídrico creciente en la región, podría comprometer la viabilidad de los cultivos y la ganadería extensiva.
1.6 Autonomía política
La autonomía alcanzada por la comunidad, aunque ejemplar, genera suspicacias. La ausencia de un marco legal reconocido por los Estados vecinos plantea interrogantes sobre su estabilidad a largo plazo y sobre la posibilidad de que el proyecto sea visto como una entidad paralela fuera de control institucional.
2. Recomendaciones estratégicas
Extracto del informe preliminar sobre las estrategias a seguir en la iniciativa.
2.1 Diversificación tecnológica
Se recomienda fomentar la transferencia gradual de conocimientos y la creación de talleres locales capaces de producir repuestos básicos y compuestos farmacéuticos esenciales. Esta medida reduciría la dependencia del exterior y, al mismo tiempo, permitiría evaluar la verdadera capacidad de la comunidad para sostener su autonomía.
2.2 Revisión del sistema de seguridad
Aunque el antídoto ha funcionado como garante del orden, convendría explorar alternativas menos coercitivas (protocolos de seguridad biomédica, incentivos sociales o económicos) que permitan mantener la disciplina sin exponerse a críticas internacionales. Una supervisión externa en este ámbito podría mejorar la transparencia.
2.3 Gestión intercultural
Es recomendable intensificar los programas de mediación y educación intercultural para prevenir conflictos. Al mismo tiempo, convendría documentar y monitorizar con mayor detalle las dinámicas de convivencia, con el fin de detectar con antelación focos de tensión que puedan desestabilizar el sistema.
2.4 Fortalecimiento del liderazgo técnico
Se sugiere la creación de comités especializados, permanentes y supervisados por asesores externos, que garanticen continuidad en áreas críticas como salud, agua y agricultura. Este mecanismo podría aportar estabilidad, aunque también limitaría la autonomía plena de los residentes.
2.5 Monitoreo ambiental
Se recomienda ampliar el seguimiento del impacto medioambiental mediante alianzas con organismos internacionales especializados. Esta cooperación permitiría validar científicamente las técnicas aplicadas, pero también otorgaría a Naciones Unidas un mayor control sobre la gestión de recursos clave.
2.6 Reconocimiento institucional
Es aconsejable abrir un diálogo formal con los Estados vecinos para estudiar fórmulas de reconocimiento parcial del proyecto. Este paso reforzaría su legitimidad internacional, aunque podría conllevar ajustes normativos que reduzcan su independencia actual.
Después de un breve silencio en el que todos los asistentes estaban ojeando las pantallas, Robert, que era una persona muy seria y siempre hacía gala de tener un carácter muy sosegado, miró a sus colegas con un gesto de aprobación y empezó a hablar:
Robert
-Usted ha sido honesto, y nosotros también vamos a serlo. Este informe ya lo teníamos, y creo que no me equivoco al pensar que usted también sabía que lo teníamos.
Autor
-No el mío, sino el que, según creo, la PNUD realizó internamente por encargo de vaya usted a saber quién. Pero sí, intuía que ustedes, con su amplia red de contactos, ya tenían constancia de que esta iniciativa estaba siendo analizada en profundidad.
Robert
-Exacto. De hecho, su informe es una corroboración del análisis llevado a cabo por la PNUD. Creemos que, en el corto o medio plazo, la ONU retirará las ayudas que destinaba a esta región, con algún pretexto formal. Seguramente dirán que se debe al carácter coercitivo del sistema de seguridad que le han pedido investigar. Pero quiero que entienda que eso nos preocupa poco o nada. No afectará al desarrollo de lo que se lleva a cabo aquí desde hace más de una década. En absoluto. Siempre hemos actuado de forma independiente. Eso no significa que rechacemos la ayuda externa ni que no sea bien recibida, pero tenemos muy claro que no puede ser indispensable ni fundamental para la continuidad del proyecto.
Autor
-Eso ya me lo dejaron entrever en la reunión del año pasado, pero me tranquiliza oír que su estrategia inicial no ha variado, y que no se ha cedido parte de la gestión a organizaciones externas, especialmente en los campos de acogida.
Darío
-De hecho, es el único espacio en el que les hemos permitido actuar, pero siempre bajo nuestras directrices y supervisión. Hay equipos muy bien preparados que son de gran ayuda y, además, se han integrado perfectamente en nuestras dinámicas de funcionamiento. Creemos que, aunque esas organizaciones se queden sin fondos, muchos de sus integrantes seguirán con su labor si les ofrecemos buenas condiciones para continuar.
Autor
-Lo que me preocupa es que empiece a generarse un rechazo de la comunidad internacional hacia lo que se está gestando aquí. Que se desate una sucesión de discursos y mensajes contraproducentes de carácter negativo.
Darío
-Tanto la ONU como algunos socios estratégicos tendrán que medir muy bien su discurso para no salir perjudicados.
Steven
-Considere el peso de nuestras actividades: desde la farmacología hasta la biotecnología, pasando por la industria química y la extracción de materias primas. No se puede desconectar un entramado mundial de conexiones comerciales tan complejo como el actual. Provocaría una enorme incertidumbre en varios sectores estratégicos.
Darío
-Por eso creemos que simplemente retirarán su ayuda sin levantar mucha polvareda. Lo que venga después son escenarios que ya venimos preparando desde hace años. Se han firmado varios acuerdos con los Estados anfitriones que favorecen el avance de esta iniciativa. En la mayoría de los casos no tienen que destinar recursos ni asumir responsabilidades, solo ceden el uso de tierras deshabitadas que hemos comprado o arrendado de forma indefinida.
Robert
-La idea es establecer dinámicas armónicas que no representen un problema para esos Estados. Al contrario, que perciban los beneficios y entiendan que nuestro compromiso es no interferir en sus estructuras políticas. Utilizamos espacios que no interesan a nadie, territorios olvidados, y al mismo tiempo aliviamos una de sus mayores amenazas: el riesgo de colapso derivado de su precaria economía o de su frágil estabilidad institucional.
Autor
-Pero, según me han comentado muchos residentes, el problema podría venir de otro lado. En estos asentamientos ya se vive mucho mejor que en muchas ciudades de los Estados anfitriones. La comparación empieza a ser inevitable.
Richard
-Entonces habrá que ayudarles a replicar el modelo. De hecho, ya está ocurriendo. El verdadero obstáculo son los de siempre: quienes ostentan el poder y temen perderlo. Pero el poder, en el fondo, solo existe mientras haya alguien sobre quien ejercerlo. Si las personas se van, si dejan de participar como ciudadanos, ¿qué les queda?
Darío
-Exacto. Es como un boicot silencioso, pero a escala civilizatoria. Si no hay clientes, la empresa quiebra. Si no hay ciudadanos, el Estado se disuelve.
Autor
-Y ahí supongo que entra el sistema de seguridad que han implantado.
Evelyn
-Claro, porque el uso de la fuerza será una consecuencia inevitable. No hay que olvidar que lo que también se intenta con todo esto es obtener más información sobre nuestra biotecnología. Hace años que nos enfrentamos a esas injerencias.
Autor
-Entiendo. Esto es muy interesante, porque veo que el proyecto va mucho más allá de lo que aparenta, ¿me equivoco?
Noah
-No se equivoca. Es un caballo de Troya en toda regla, pero usando la cultura de la paz y aplicando el ejercicio ético más importante de la historia de la humanidad. Aunque se critique el carácter coercitivo del sistema de seguridad, todos los que viven bajo este contrato social lo han aceptado conscientemente y conocen las consecuencias de intentar imponer otras normas que contradigan el contrato.
Evelyn
-El antídoto no solo mantiene con vida a los habitantes, sino también la lealtad de quienes administran el sistema. Si se suprime, lo que está en juego no es solo la supervivencia biológica, sino la cohesión política del conjunto.
Steven
-Lo que quiere decir Evelyn es que el antídoto no es un medicamento, es el contrato mismo. El problema es que todavía dependemos de esa fuente externa para sostener el equilibrio. Y ahí es donde el sistema de seguridad se vuelve crítico. Si desaparece el antídoto, el sistema organizativo enfermará.
Autor
-Pero no deja de ser una forma condicionada de funcionar.
Robert
-Todas las civilizaciones han nacido de una forma de condicionamiento. Lo que cambia es el nivel de conciencia con que se acepta y los valores que hay detrás. Las otras opciones hubieran requerido fuerzas armadas, con el rechazo que eso supone para los Estados anfitriones y el riesgo constante de enfrentamientos. No habría funcionado.
Steven
-Hay un largo historial de misiones humanitarias que han fracasado pese al uso de las fuerzas de paz de la ONU.
Darío
-Por otro lado, aquí hay total transparencia informativa en todos los asuntos que afectan a la iniciativa. Lo que no podemos hacer es publicar cómo se obtiene el compuesto. Van a tener que confiar en nosotros de la misma manera que se confía en las fuerzas de paz.
Autor
-No, claro, lo decía también por lo crítico que es el antídoto. Si alguien consigue replicarlo, van a tener un grave problema, ¿no?
Evelyn
-Conocemos muy bien a los que están detrás de estas y otras artimañas. Pero hace años que también nos adelantamos a esta situación y nos consta que están perdiendo mucho tiempo y dinero en sintetizar un rosario de fórmulas que se han ido filtrando. Pero no hay nada accidental en la información que circula. Todo lo filtrado ha sido cuidadosamente diseñado para distraer, agotar recursos y ganar tiempo. Es una manera más eficiente de neutralizar la competencia que una confrontación abierta.
Autor
-Ah, vaya... esto ya es un auténtico juego maquiavélico. Y supongo que ese es el punto más delicado: mantener la ilusión de transparencia mientras se oculta la estructura real que sostiene todo esto. Si el antídoto es el contrato, entonces la confianza es el lenguaje que lo disfraza.
Evelyn
-No lo disfraza, lo hace posible. La confianza no se impone, se construye con percepción, no con datos. Lo que la gente cree saber pesa más que lo que realmente sabe. Por eso, aunque haya transparencia, solo se muestra lo necesario para sostener la cohesión.
Noah
-Esa es la base de cualquier sistema político estable. Las democracias se sostienen en un consenso tácito: la población acepta no conocer todos los mecanismos del poder mientras crea que puede influir en ellos. Aquí no es distinto, solo más consciente.
Autor
-Entonces lo que han hecho es perfeccionar el modelo. Han logrado que el control parezca cooperación, y que la dependencia se perciba como libertad.
Darío
-Esa es la paradoja del siglo XXI. Nadie quiere ser vigilado, pero todos quieren sentirse seguros. Nadie quiere depender de nadie, pero todos exigen garantías. Lo que hicimos fue ofrecer ambas cosas en un mismo marco: seguridad sin represión, dependencia sin sumisión.
Autor
-Es decir, lo que han diseñado no es solo un sistema político ni una red científica: es una narrativa. Una historia lo bastante convincente como para sostener una civilización entera.
Steven
-Y las narrativas, cuando se gestionan con precisión, son más poderosas que cualquier ejército. La cooperación puede, y debe, reemplazar al control. Pero los actores que tienen el control invierten constantemente en sostener la ilusión de que no hay alternativas. Gracias a las nuevas herramientas de comunicación, hemos aprendido a neutralizar las disidencias sin represión directa: basta con saturar la atención pública, redefinir los problemas y fragmentar las causas. Es una estrategia más sofisticada que la censura clásica.
Autor
-Estoy de acuerdo. Hasta se llegan a extremos que para demostrar lo libres y abiertos que somos en las democracias de occidente, incluso permitimos cierto escepticismo sobre ideas absolutamente idiotas.
Coincido plenamente con lo que dijo el sociólogo francés Pierre Bourdieu. Argumentó que la opinión pública no existe tal como se la concibe comúnmente. Según Bourdieu, las encuestas de opinión no representan una opinión pública real, sino que son un artefacto que depende de aquello que publican o ignoran los medios de comunicación, y de la educación y capacidad crítica de la ciudadanía para responder a estos discursos construidos.
Robert
-Bueno, hay algo que es evidente. Los grandes grupos de comunicación privados, al ser corporaciones impulsadas por la búsqueda del beneficio económico, en ocasiones proyectan ideas que quedan muy alejadas de la necesidad de buscar el bien común y se enfocan en la atracción de una mayor audiencia, que consiga aumentar la popularidad de la cadena y los beneficios empresariales.
Autor
-Sin duda, pero la cuestión más perjudicial, creo yo, es el énfasis en presentar lo que son problemas sociales —desempleo, entornos deprimidos, falta de oportunidades, etcétera— como problemas individuales, sin explicar el contexto ni el entorno social más amplio en el que estos se producen.
Darío
-Por eso es necesario trabajar por proyectos sociales encaminados a lograr una mayor igualdad, libertad y bienestar social, que favorezcan a toda la población, frente a la proliferación de discursos y proyectos políticos autoritarios, cínicos y excluyentes.
Evelyn
-A usted le ha pasado lo mismo que a todos los que estamos aquí. Hemos empezado a ver que es posible hacer las cosas de otra manera, que podemos buscar soluciones equilibradas para vivir bien todos y que esto empieza a convertirse en una esperanza para ese otro mundo que, desde hace décadas, cuando llega a las puertas de nuestras cómodas casas, solemos encerrar tras un cerco y asistir solo lanzando ayuda por encima de la valla.
Sin embargo, en lo más profundo de nuestra conciencia sabemos que no hay silencio. Sabemos que quienes están en ese cerco no tendrían por qué estar así, que lo que hacemos es acallar nuestra culpa con donaciones y ayudas para mantener un orden económico y político que reconocemos, impotentes, como el mayor causante de su situación.
Noah
-Evelyn siempre hace radiografías muy radioactivas. Sus palabras te remueven por dentro y se quedan mucho tiempo dando vueltas.
Evelyn
-Ja, ja, ja... No es mi intención, es mi manera de ser. Lo siento si le he incomodado.
Autor
-No, para nada. Al contrario, me gusta mucho ver tanta implicación. Es lo que da vida a los proyectos, el alma de todo esto. Y también la veo en la gente de los asentamientos, con esas ganas de vivir bien sin hacer daño a nadie, porque saben que cuidar a los demás también es cuidar de uno mismo.
Darío
-Hay muchos pueblos en África que mantienen ese espíritu de comunidad y equilibrio ambiental, del que creo que puedo decir que, cuando llegan aquí, hemos aprendido más nosotros de ellos que ellos de nosotros.
Robert
-Por otro lado, entendemos que toda esta situación le deja en una posición bastante precaria desde el punto de vista profesional. No nos extraña que le hayan presionado de esta manera para que acepte el trabajo de investigar sobre nuestro sistema de seguridad.
Darío
-Por eso queremos proponerle que se incorpore al grupo que estará a cargo de una asesoría independiente en la coordinación de la Organización de los Pueblos de la Tierra, la OPT, una organización que recogerá todo el trabajo de la ONU y lo adaptará de forma pragmática para lograr el cumplimiento de la ética reflejada en la Convención de Derechos Humanos y el resto de regulaciones y objetivos.
Noah
-En realidad, es una propuesta que viene de los asentamientos, y es una idea que nos ha encantado, pero que trasciende los límites de sus respectivos autogobiernos, puesto que seguramente acabará teniendo implicaciones internacionales.
Autor
-Me gusta mucho la idea, de verdad, pero no acabo de ver a qué me enfrento con este trabajo de coordinación y asesoramiento. No sé si soy la persona más adecuada para una organización que pretende ser un espejo de la ONU.
Robert
-No estará solo, y tampoco se trata de menoscabar el papel de la ONU. Se trata de asesorar en la fundación de algo más cercano y ágil, que facilite la comunión de los pueblos que se están concentrando en varios lugares bajo este contrato social, y favorecer la coordinación existente con el resto del mundo a través de mecanismos de cooperación descentralizada, transparencia y evaluación ética de las políticas globales.
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Darío
-La OPT buscaría restaurar la confianza en la posibilidad de una gobernanza mundial basada en la dignidad humana y la corresponsabilidad. Yo creo que su existencia simbolizará el paso de la diplomacia de las naciones a la diplomacia de las comunidades.
Noah
-Esperamos que, algún día, por lejano que sea, llegue a encarnar la convicción de que la humanidad aún puede organizarse no desde el poder, sino desde la conciencia compartida de su destino común.
Cuando se fundó en 1945, la Organización de las Naciones Unidas personificaba una promesa: evitar que la humanidad volviera a caer en el abismo de una guerra mundial. Con su Carta firmada en San Francisco, los pueblos se comprometieron a mantener la paz, fomentar el respeto a los derechos humanos y promover la cooperación internacional. Ochenta años después, la ONU sigue siendo el foro global más amplio jamás construido, pero su papel como referente moral y político de la humanidad está lejos de ser indiscutido.
La ONU ha logrado erigirse en una plataforma única donde confluyen casi todos los Estados soberanos del planeta. Esa universalidad le otorga un valor simbólico y práctico difícil de sustituir. Es allí donde se han adoptado hitos históricos como la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), que estableció un marco ético compartido para la dignidad humana.
También ha desplegado operaciones de mantenimiento de la paz que, aunque imperfectas, han ayudado a contener conflictos en lugares donde, de otro modo, la violencia habría arrasado sociedades enteras. Sus agencias especializadas —como la OMS, la FAO, UNICEF o ACNUR— han sido vitales para combatir enfermedades, apoyar a poblaciones desplazadas y luchar contra el hambre. En los Objetivos de Desarrollo Sostenible, la ONU ha tratado de ofrecer un horizonte común para enfrentar problemas globales como el cambio climático, la desigualdad y la pobreza extrema.
Pero junto a estos méritos, la ONU arrastra deficiencias que le restan credibilidad como árbitro global. El Consejo de Seguridad, epicentro de las decisiones sobre paz y seguridad, refleja un mundo que ya no existe: cinco potencias con derecho a veto —Estados Unidos, Rusia, China, Francia y Reino Unido— paralizan la acción colectiva cuando sus intereses se ven amenazados. Las diversas guerras del siglo XXI han vuelto a mostrar con crudeza la impotencia del organismo frente a los intereses geopolíticos de los más poderosos.
Además, los recortes presupuestarios y la dependencia de las contribuciones voluntarias de los Estados limitan su capacidad de acción. La burocracia interna, a menudo señalada como lenta e ineficiente, entorpece respuestas ágiles en emergencias. Y las críticas por escándalos de abusos en misiones de paz han dañado su autoridad moral.
En un mundo interdependiente, donde los grandes desafíos —desde la crisis climática hasta las migraciones masivas o las pandemias— no conocen fronteras, la ONU es más necesaria que nunca. Sin embargo, su legitimidad se erosiona si no logra adaptarse a la realidad de un orden multipolar, con actores emergentes y una sociedad civil global que reclama voz.
La pregunta de fondo es si los Estados miembros están dispuestos a ceder parcelas de soberanía en favor de un bien común planetario. Hasta ahora, el nacionalismo y la rivalidad entre potencias han prevalecido sobre la visión de una gobernanza verdaderamente universal.
La ONU sigue siendo, pese a todo, el mayor intento de la humanidad por dotarse de un espacio común de diálogo y cooperación. Su valor radica tanto en lo que logra como en lo que simboliza: la idea de que los pueblos pueden reunirse para buscar soluciones colectivas. Pero su futuro dependerá de reformas profundas y de la voluntad política de los Estados que la integran.
La creación de la Organización de los Pueblos de la Tierra (OPT) surge precisamente como una respuesta ética y estructural a ese desafío. No pretende sustituir a la ONU, sino reflejarla y actualizar su espíritu fundacional en un marco más ágil, inclusivo y verdaderamente participativo. La OPT se concibe, por tanto, como el espejo necesario de lo que la ONU debería llegar a ser en el siglo XXI: una institución donde los pueblos —no sólo los Estados— tengan voz y responsabilidad directa en la construcción del bien común planetario.
Todo un reto. Mayúsculo.
Al finalizar la reunión, Robert y Darío se despidieron indicándome los pasos que debía seguir para todo lo que habíamos hablado y me animaron amablemente a consultarles cualquier duda que pudiera surgir. No obstante, la conversación con los otros tres directivos continuó de manera espontánea, en un clima de cordialidad y reflexión. Aproveché la ocasión para abordar diversos temas que iban desde consideraciones personales hasta cuestiones estructurales relacionadas con la economía y el papel de las corporaciones en el contexto global. Fue en ese intercambio donde se expusieron con mayor claridad otros fundamentos ideológicos que sustentaban la iniciativa.
Steven
-La mayoría de los ciudadanos desconoce cómo funciona realmente el sistema monetario actual. Cerca del 95 % del dinero no lo emiten los Estados, sino los bancos privados al conceder préstamos. Es decir, casi todo el dinero nace como deuda con interés.
Este mecanismo obliga a generar nueva deuda para pagar los intereses de la anterior, alimentando una espiral de endeudamiento global que hoy supera más de tres veces el PIB mundial. Desde el abandono del patrón oro en los años setenta, el crecimiento exponencial de la deuda se ha convertido en un requisito estructural de la economía.
Autor
-Hace algún tiempo leí un artículo bastante bien documentado que explicaba que el mundo ya había hipotecado más de tres veces y media su capacidad productiva mediante este mecanismo.
Steven
-Es un cálculo general aproximado. En algunos sectores la proporción es aún mayor, pero las consecuencias son claras: una concentración de poder en manos de una élite financiera capaz de condicionar a los gobiernos, un aumento de la desigualdad entre países y personas, y una canalización del crédito hacia actividades especulativas o contaminantes —como los combustibles fósiles— por ser las más rentables.
Mientras tanto, millones de personas y Estados quedan atrapados en deudas impagables, sin margen para atender problemas sociales o ambientales.
Noah
-Ante esta situación se han planteado alternativas como el decrecimiento o la economía verde, pero ninguna puede prosperar sin cuestionar el origen del dinero y la necesidad de crecimiento perpetuo.
Una vía posible sería limitar la creación de dinero a los bancos centrales, que lo emitirían libre de deuda, mientras que los bancos privados operarían solo como intermediarios financieros. Modelos similares ya se discutieron hace un siglo, bajo la idea de una “reserva del cien por cien”.
Autor
-Pero nada de eso se ha podido poner en práctica...
Noah
-Bueno, empiezan a aparecer indicios, como las CBDC (siglas en inglés de Central Bank Digital Currency, o moneda digital de banco central, también llamada moneda fiduciaria digital). Todas estas propuestas coinciden en que reformar el sistema monetario es una condición indispensable para construir una economía más justa, democrática y estable.
Solo liberándonos de la lógica del endeudamiento infinito podremos enfrentar con seriedad el cambio climático y reducir la huella ecológica global. Lo demás son propuestas autárquicas o procedentes de sistemas autoritarios que lo que buscan es controlar el mercado.
Autor
-Entonces, ¿están diciendo que la raíz de la desigualdad global está en el modo en que se crea el dinero? ¿Que todo comienza con una simple anotación en los balances de los bancos?
Steven
-En gran medida, sí. Cuando el dinero nace como deuda, quien no posee activos debe endeudarse para participar en la economía. Los que ya tienen capital, en cambio, reciben intereses y aumentan su patrimonio sin producir nada tangible. Es un mecanismo silencioso, pero constante, que transfiere riqueza de los que trabajan a los que poseen el crédito.
Noah
-Aunque conviene matizarlo. No toda creación de dinero genera desigualdad. El problema no es la deuda en sí, sino a quién se le concede el crédito. Si el dinero nuevo se dirige a financiar vivienda, innovación o transición energética, puede reducir brechas sociales. Pero si se destina a especular con activos financieros o bienes raíces, lo único que crece es el precio de los patrimonios privados.
Autor
-Entonces no se trata solo del sistema, sino del uso que se hace de él.
Steven
-Exactamente. Pero el uso está condicionado por el sistema. Los bancos privados tienen un incentivo estructural a financiar lo que ofrece rentabilidad inmediata, no lo que mejora el bienestar colectivo. Y como el dinero se crea cuando alguien se endeuda, el crecimiento perpetuo se vuelve una necesidad técnica. Si el crédito se detiene, la economía colapsa.
Noah
-Las teorías ortodoxas intentan negar esa relación directa. Dicen que el dinero es neutral, que lo importante es la productividad o la educación. Pero ignoran que el dinero no es solo un medio de intercambio; es una forma de poder. Y como toda forma de poder, tiende a concentrarse.
Autor
-Supongo que por eso el sistema parece resistente a cualquier cambio. Quien controla la emisión del dinero controla también las condiciones de la realidad.
Steven
-Y del pensamiento. La mayoría de la gente no imagina siquiera que el dinero podría funcionar de otro modo. Esa es la mayor victoria del sistema, habernos hecho creer que es natural.
Evelyn
-Pero nada en él es natural. Los marcos legales, los bancos centrales, los intereses... todo es una construcción humana. Podríamos rediseñarla si hubiera voluntad política. El problema es que la reforma del dinero implica una redistribución del poder, y eso no se concede, se disputa.
Autor
-¿Y quién o qué podría hacerlo con éxito?
Steven
-Quizá una nueva generación de ciudadanos conscientes, o una crisis global que fuerce el cambio. A veces la historia avanza solo cuando el sistema se vuelve insostenible incluso para quienes lo sostienen.
Evelyn
-Desde aquí, mediante esta iniciativa, no estamos proponiendo la destrucción del sistema, sino fomentando la comprensión de sus límites. Ninguna civilización puede salvarse sin reconocer cuándo su modelo se ha vuelto inviable. Yo creo que el capitalismo global ya no es reformable: su lógica interna contradice la supervivencia de la especie. Lo que necesitamos no es reformarlo, sino trascenderlo.
Autor
-¿Trascenderlo? ¿En qué sentido?
Evelyn
-En el sentido más literal: ir más allá de su marco de pensamiento. Replantear lo que entendemos por riqueza, progreso, incluso por libertad. No se trata de mejorar el sistema, sino de imaginar otro que no se base en la deuda, la desigualdad o la competencia. Quizá esta iniciativa pueda ofrecernos ese laboratorio. No una utopía, sino un espejo en el que vernos desde fuera.
El neoliberalismo —heredero del liberalismo clásico—, en su empeño por alcanzar una libertad económica absoluta, ha propiciado que la generación y distribución de la riqueza se alejen cada vez más de un modelo que contemple las necesidades del conjunto de la sociedad. Esta dinámica ha beneficiado de manera casi exclusiva a los sectores más privilegiados y ha contribuido a la concentración del poder económico y político. Al mismo tiempo, está erosionando las bases sobre las que se sustentan los sistemas democráticos contemporáneos, pues promueve la reducción del papel del Estado en la economía y debilita su capacidad para garantizar la justicia social y la igualdad de oportunidades.
Estos profundos cambios se desarrollan en un contexto especialmente desfavorable. El capitalismo, en su forma actual, apenas ofrece margen para adaptarse a la velocidad de las innovaciones que él mismo genera. Su funcionamiento descansa sobre dos principios fundamentales, la competencia constante y la búsqueda obsesiva del beneficio, ambos tan arraigados en su lógica interna que se han convertido en dogmas. Aquello que una vez resultó eficaz para multiplicar la productividad y expandir mercados se ha transformado en un obstáculo cuando se trata de afrontar los grandes problemas de largo plazo que la humanidad arrastra desde hace décadas.
El uso del petróleo como fuente de energía es un ejemplo evidente. Desde hace tiempo disponemos de alternativas tecnológicas —energía solar, eólica y sistemas avanzados de almacenamiento— capaces de sustituir gran parte de los combustibles fósiles. Aun así, el petróleo continúa dominando nuestras economías y rutinas cotidianas. Algo semejante ocurre con los plásticos: la investigación en polímeros biodegradables ha demostrado que es posible diseñar materiales que reduzcan de forma notable su impacto ambiental, y sin embargo la transición avanza con una lentitud desesperante.
La causa no es técnica, sino estructural. Una inercia gigantesca, compuesta por redes de intereses políticos, económicos y financieros, mantiene el sistema en movimiento. Las infraestructuras energéticas, las cadenas de suministro, la publicidad, los marcos regulatorios e incluso los hábitos de consumo están diseñados para sostener el modelo vigente. Alterar uno de estos engranajes significa desajustar a los demás, lo que provoca una resistencia activa de quienes se benefician de su permanencia.
El problema de fondo es que el sistema económico dominante evalúa cualquier innovación según un único criterio: su rentabilidad inmediata. Si una tecnología no garantiza beneficios rápidos y sostenibles para los inversores, se descarta, aunque sus aportes sociales o ambientales sean indiscutibles. Este filtro impide que soluciones transformadoras —como la economía circular, los nuevos materiales ecológicos o los sistemas energéticos descentralizados— se desarrollen con la urgencia que exige la situación planetaria.
Vivimos, así, atrapados en una contradicción. El mismo sistema que promueve innovaciones extraordinarias es incapaz de aplicarlas con la rapidez y la escala necesarias cuando sus beneficios no coinciden con los intereses económicos de las grandes corporaciones y los mercados financieros. El resultado es una sociedad que avanza tecnológicamente a gran velocidad, pero de forma desordenada, fragmentaria y, sobre todo, insuficiente frente a los desafíos globales que enfrenta.
El poder económico de las corporaciones multinacionales ha impulsado, desde sus orígenes, la búsqueda de beneficios a cualquier costo. La primera gran empresa de este tipo, la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales, fundada en 1602, encarnó ese modelo con precisión: monopolios garantizados, colonización, explotación de mano de obra esclava y un poder político y militar sin precedentes.
Hoy, aunque bajo formas distintas, esa lógica persiste. La deslocalización y la subcontratación diluyen responsabilidades y perpetúan la explotación laboral en regiones vulnerables de África, Asia y Centroamérica. Factores como la pobreza rural, las deudas abusivas o las redes delictivas mantienen vivo el trabajo forzoso en sectores como la agricultura o la manufactura, mientras los consumidores de los países desarrollados se benefician de precios artificialmente bajos.
La paradoja es evidente. Muchas prácticas toleradas en los países emergentes serían ilegales en los lugares donde estas empresas tienen su sede. Así, las multinacionales se han convertido en el vínculo entre el trabajo indigno y los mercados globales.
Sin embargo, su alcance internacional también les otorga un potencial transformador. Si integran la sostenibilidad, la ética y la responsabilidad social en sus cadenas de suministro, pueden convertirse en motores de progreso y contribuir de manera decisiva a erradicar la pobreza y la explotación. Para ello es necesaria una acción conjunta entre consumidores conscientes, gobiernos vigilantes y corporaciones verdaderamente comprometidas con una hoja de ruta ética.
Durante el año que transcurrió hasta mi regreso, dediqué un número considerable de horas a investigar el conglomerado de empresas que conformaban la corporación responsable del proyecto. En un principio me movía la sospecha de que pudieran ocultarse ciertos intereses bajo su aparente vocación humanitaria. Sin embargo, aunque comprobé que algunas de aquellas compañías desarrollaban actividades éticamente ambiguas, no hallé indicios de que el proyecto careciera de una voluntad auténtica de transformación. Conviene añadir que se trata de un grupo de gran magnitud y que mis recursos resultaron insuficientes para emprender una investigación más exhaustiva; aun así, en determinados casos me sorprendió su notable transparencia informativa.
Esta iniciativa parece, por tanto, reflejar una nueva mentalidad corporativa propia del siglo postcapitalista en el que nos adentramos como civilización. Hay empresas que comienzan a comprender que su supervivencia depende tanto de la sostenibilidad de sus prácticas como de la legitimidad ética de sus acciones. Ya no se trata de maximizar beneficios a cualquier precio, sino de redefinir el propósito mismo de la actividad económica: pasar de la acumulación al equilibrio, de la competencia a la cooperación, del crecimiento ilimitado a la prosperidad compartida. Quizá por primera vez, el poder empresarial se enfrenta a la posibilidad —y a la necesidad— de actuar como un agente consciente de la evolución social, capaz de unir rentabilidad y responsabilidad y de orientar sus recursos hacia un horizonte verdaderamente humano.
Robert y Darío me habían animado a que, antes de tomar una decisión, me adentrara más en la red CITAM (siglas en esperanto equivalentes al acrónimo inglés STEAM: Science, Technology, Engineering, Arts and Mathematics, o Ciencia, Tecnología, Ingeniería, Artes y Matemáticas), respaldada por la corporación para impulsar el desarrollo de los asentamientos y su progresiva expansión por los distintos pueblos que, en su mayoría, se encontraban en la zona del Sahel. De este modo, podría obtener una visión más precisa de su potencial, de las sinergias que estaban surgiendo entre los diversos campos del conocimiento y del modo en que aquellas innovaciones comenzaban a transformar las condiciones de vida en la región.
Para este cometido se me asignó una identidad digital con su respectiva pulsera, una herramienta imprescindible para acceder con comodidad a las fuentes de documentación en todas las áreas de interés y comprender en su conjunto las dinámicas de trabajo que se habían establecido.
Lo primero que advertí fue el incesante flujo de ideas, propuestas y contrapropuestas: un torrente de actividad intelectual y práctica casi imposible de seguir en su totalidad. Resultaba abrumador intentar mantener el ritmo de todo lo que acontecía en los asentamientos y en los múltiples proyectos en desarrollo.
Lo siguiente que me sorprendió gratamente fue comprobar cómo aquella educación de gran calidad, instaurada como norma, ya comenzaba a dar sus frutos. En apenas una década se había formado una generación de jóvenes emocionalmente activos que empezaba a desempeñar un papel cada vez más relevante en la investigación, la colaboración y la creatividad, en ámbitos que iban desde la literatura hasta las matemáticas, con trabajos e intervenciones que así lo evidenciaban.
El acceso más práctico se realizaba mediante una herramienta de software integrada en el sistema operativo, que permitía generar diagramas de flujo en una línea temporal de escala ajustable. Esta funcionalidad facilitaba la comprensión rápida de cualquier tema al presentarlo como un esquema visual capaz de sustituir el equivalente a varias páginas de texto. Cuando se deseaba ampliar la información sobre un asunto concreto, bastaba con expandir los diagramas y consultar, editar o generar los textos correspondientes en la rama del árbol seleccionada. Y lo abarcaba todo: no solo lo relacionado con la red CITAM, sino también cualquier cuestión vinculada con la iniciativa y con la gente que vivía bajo aquel contrato social, ya fuera de orden jurídico, técnico, administrativo, logístico, medioambiental, alimenticio, educativo o sanitario.
Sin embargo, lo que me resultaba más revelador era constatar que, si alguien deseaba documentarse en profundidad sobre cualquier asunto —por delicado o controvertido que fuera—, siempre encontraba una absoluta y escrupulosa transparencia en el acceso a la información. No había rincones ocultos ni reservas de silencio. Todo lo relativo a la gestión y administración de aquella iniciativa comunitaria se hallaba expuesto a la mirada pública, disponible para ser examinado con el mismo rigor con que se revisan las cuentas de una casa abierta. Esa claridad, lejos de ser un gesto aislado, parecía formar parte de la esencia misma del proyecto, como si la confianza entre sus integrantes se construyera precisamente sobre la certeza de que nada quedaba oculto ni sujeto a interpretaciones equívocas.
Por otro lado, la coherencia de la organización social era absoluta. Yo no era ciudadano de los asentamientos, pues aún no había firmado el contrato social ni recibido la formación correspondiente para tal efecto. Por ello figuraba como un individuo tutelado, en este caso por Zola, quien se había ofrecido incluso antes de que yo mantuviera la reunión con los directivos de la corporación.
Esto implicaba que mi capacidad de intervención en los debates o en los hilos de trabajo estaba sujeta a su tutela; en otras palabras, mi situación era comparable a la de un menor bajo la responsabilidad de sus padres o del tutor encargado de sus actos.
Aquel estatus, además de dar pie a un rosario de bromas que Zola no dejó pasar, resultaba, sin embargo, muy estimulante. No solo por el entusiasmo que se percibía en las distintas actividades y proyectos a los que ahora tenía acceso con esa identidad tutelada, sino también por la calidad de lo que se publicaba en los diversos hilos de discusión, que nada tenía que ver con lo que posteriormente se hacía público, sin restricciones, para el resto del mundo en internet.
Eran debates que me resultaron sumamente enriquecedores desde el punto de vista personal, pues invitaban a emprender nuevos proyectos, inspiraban una multitud de ideas en todos los ámbitos y fomentaban un ambiente colaborativo que evidenciaba el fruto de una educación muy bien planteada. Por lo tanto, era lógico que, para evitar distorsiones o injerencias que pudieran desviar el curso de un intercambio tan fructífero, aquellos debates estuvieran disponibles únicamente para los miembros de los asentamientos.
Zola ya me había comentado que existían numerosos proyectos en marcha y, ante aquella amalgama tan abrumadora de propuestas, enseguida se ofreció a orientarme en la selección de los más relevantes a corto y medio plazo, además de acompañarme en algunas visitas fuera del territorio donde nos encontrábamos. Para ello, tendríamos que reservar plazas en los transportes de larga distancia que habían empezado a operar de forma regular.
La primera visita que realizamos fue a un centro de investigación de nuevos materiales. Zola me comentó que, para entender muchas de las innovaciones que íbamos a ver, era necesario visitar los centros más relevantes en ese sentido, puesto que estaban desarrollando y aplicando toda una familia de compuestos que posibilitaban afrontar muchos desafíos y que ya estaban cambiando la manera de abordar y fabricar las cosas.
Y como era habitual, no se equivocó.
Lo primero que hicimos fue tomar un nuevo sistema de transporte del que solo existía una línea en funcionamiento, pero que, debido a sus buenos resultados, ya se estaba ampliando con celeridad para conectar más territorios.
Los gusanos eran un sistema de transporte público ligero concebido con un doble objetivo: por un lado, reducir al mínimo los costes de infraestructura necesarios para su implantación y mantenimiento; por otro, maximizar su funcionalidad para ofrecer un servicio interurbano eficaz, sostenible y de calidad.
Al igual que todos los vehículos que se iban implantando en los territorios de los asentamientos, el sistema respondía a parámetros estrictos de sostenibilidad y respeto medioambiental. Esto se traducía en una planificación minuciosa de los procesos de fabricación, en la elección de materiales reutilizables y en el uso de combustibles no contaminantes.
Por lo que pude ver posteriormente, el proyecto se dividía en dos grandes líneas de actuación: los trenes y las vías.
La fabricación de los trenes se basaba en un sistema que impulsaba un polímero termoplástico de alta elasticidad mediante bombas y matrices, dando forma al cuerpo principal por un proceso similar a la extrusión de un tubo. De esta forma, se obtenían unidades de la longitud necesaria según la demanda prevista en cada zona de implantación.
Gracias a este mismo proceso de extrusión, el interior del tren ya salía conformado con los espacios y conductos necesarios para la instalación final de asientos, sistemas de ventilación, iluminación, circuitos hidráulicos y sensores.
Cada tren tenía un diámetro total de 3,20 metros y una altura interior de 2,30 metros. Disponía de unas puertas neumáticas dobles a ambos lados, confeccionadas cada cuatro metros con el material sobrante de los cortes robotizados realizados en el cuerpo tubular. Cada una contaba con una moldura de caucho diseñada para absorber las torsiones generadas por las curvas o los desniveles del trazado.
Los demás recortes —ventanas, accesos a cavidades de servicio, etc.— se trituraban y reincorporaban al proceso de extrusión, asegurando así un aprovechamiento casi total del material.
La gran particularidad del sistema residía en su conjunto motriz. Cada unidad se apoyaba en un solo eje direccional con ruedas dispuestas de forma similar a los vehículos de dos ruedas, como bicicletas o motocicletas.
El equilibrio se mantenía en movimiento gracias a un sistema giroscópico que ajustaba la inclinación del tren según la curvatura o la pendiente de la vía. Las ruedas direccionales, situadas en la cabeza y la cola, permitían maniobrar y estabilizar el conjunto.
Durante el trayecto comprobé que el movimiento del gusano era sorprendentemente estable. En las curvas, el tren se inclinaba con precisión exacta, compensando la fuerza centrípeta del giro y evitando cualquier balanceo lateral. La sensación era la de un desplazamiento continuo, sin sacudidas ni cambios bruscos de gravedad. El suelo permanecía firme bajo los pies y el horizonte solo se desplazaba ligeramente por las ventanillas, como si el vehículo se adaptara con inteligencia a cada variación del trazado. Aquella estabilidad producía una calma extraña, casi antinatural, que hacía olvidar que nos movíamos a gran velocidad.
Cada rueda motriz incorporaba un motor eléctrico alimentado por turbinas de biogás ubicadas en ambos extremos del tren, que proporcionaban la energía necesaria para todos los sistemas integrados. Estas ruedas se montaban en estructuras metálicas articuladas entre sí, lo que confería al vehículo solidez y precisión de movimiento. Dicha columna motriz se integraba progresivamente a medida que el cuerpo tubular se impelía.
El sistema de conducción estaba completamente automatizado, con sensores capaces de detectar obstáculos o desperfectos en la vía, lo que garantizaba la seguridad necesaria para efectuar paradas de emergencia. No obstante, cada unidad disponía de dos puestos de control manual —uno en la cabeza y otro en la cola— para la intervención humana en caso necesario.
Por último, en situaciones de parada de emergencia fuera de los apeaderos, el tren desplegaba automáticamente unos soportes situados junto a las ruedas motrices. Estos garantizaban la estabilidad al detectar la pérdida de equilibrio por falta de movimiento y estaban diseñados para soportar paradas incluso en mitad de una curva.
La segunda línea de actuación correspondía al diseño de las vías, compuestas por piezas prefabricadas de un material similar al hormigón armado. Estas se moldeaban según distintos tipos de trazado, respetando el radio mínimo de curvatura que el material extruido podía soportar con seguridad, tanto para los pasajeros como para la integridad estructural del tren.
Los módulos se clasificaban del siguiente modo:
El módulo S-1, para los tramos rectos; el S-2, para colocar en los laterales del tramo recto cuando el tren se detenía en un apeadero; y tres conjuntos de módulos para las curvas: C-1 para el radio mínimo, C-2 para un radio medio y C-3 para un radio más amplio.
El trazado de las vías se efectuaba con notable rapidez. Una vez concluido el estudio de selección y definición del recorrido que debía seguir la línea, el proceso de construcción se reducía prácticamente a dos etapas fundamentales: la preparación de las subrasantes y la colocación y asentamiento de los módulos prefabricados.
Estos módulos, diseñados para un ensamblaje preciso y eficiente, se integraban con facilidad en el terreno, eliminando la necesidad de maquinaria pesada o de largas tareas de ajuste.
No existían otros elementos complementarios en la infraestructura, solo una red dispersa de puntos autónomos de control que garantizaban la supervisión del tráfico, la estabilidad estructural y una conectividad básica para el pasaje. Aquella simplicidad aparente, sin embargo, era el resultado de una ingeniería altamente optimizada, en la que cada componente estaba concebido para cumplir múltiples funciones con el mínimo consumo de recursos.
Además, los gusanos podían circular por infraestructuras existentes —autopistas o carreteras— adaptadas con ligeras modificaciones. Esto permitía aprovechar y amortizar obras públicas previas, reduciendo los costes económicos y el impacto medioambiental ya ocasionado durante su ejecución.
Con todo, lo que más me impresionó no fueron los detalles técnicos ni la perfección del sistema, sino la sensación de ligereza con que aquel tren atravesaba el territorio. El viaje se me hizo breve y apenas habíamos comentado nada sobre la experiencia. Al llegar a nuestro destino, no pude evitar compartir mis impresiones con Zola.
Autor
-¡Buah!, impresionante. Pero ¿esto no corre demasiado para un territorio donde puede haber bastantes animales despistados?
Zola
-Delante del tren siempre viaja un explorador, un pequeño robot que va a unos mil metros por delante y espanta a los animales con señales visuales y acústicas. También informa de todos los problemas que va detectando, porque está conectado al sistema de conducción del tren. Al principio no eran necesarios, pero a medida que los gusanos aumentaron su velocidad media de servicio, se hizo imprescindible implantarlos. Míralo, es esa cosa rara de ahí.
Autor
-Ah, ya. Bien pensado. Lo que me ha dejado perplejo es cómo se deformaba el tren al tomar las curvas. Era extraño… todo muy cómodo y suave, pero era como si estuviéramos en las tripas de un bicho.
Zola
-Ja, ja, ja… sí, las de un gusano muy veloz.
Autor
-¿A cuánto corre esto?
Zola
-Está limitado a 110 km/h, pero creo que puede correr mucho más. Se hicieron pruebas que alcanzaron los 200 km/h. Lo puedes consultar todo sin problemas en la documentación del proyecto. En este centro de investigación que vamos a visitar te podrán explicar más cosas sobre el material con que los fabrican.
El siglo XXI podría definirse, en gran medida, por quién logre controlar las materias primas más discretas, pero también las más críticas. Los recursos minerales han dejado de ser simples insumos de la economía industrial para convertirse en auténticas palancas de poder geopolítico.
En un mundo que avanza hacia la descarbonización, la electrificación y la inteligencia artificial, los materiales estratégicos —desde el litio y el cobalto hasta las tierras raras y el grafito— se han convertido en el nuevo petróleo. Su extracción, procesamiento y acceso determinan no solo la capacidad de innovación de un país, sino también su posición en la jerarquía global. Para las naciones y empresas que dependen de estos suministros, la cuestión trasciende lo tecnológico o industrial: es, sobre todo, una cuestión de soberanía. Controlar las cadenas de suministro de materiales críticos equivale a influir en el futuro de la energía, la defensa y la economía digital. En este escenario, los minerales y las materias primas hablan un lenguaje silencioso de poder, y quienes estén mejor posicionados definirán políticas económicas, ritmos de desarrollo y márgenes de autonomía para el resto del mundo.
Lo que la corporación había iniciado con aquellas instalaciones de investigación tenía un propósito claro: reducir la dependencia de las materias primas más sensibles y garantizar una nueva forma de autosuficiencia. Cada laboratorio, cada planta piloto, representaba una apuesta por transformar la vulnerabilidad en fortaleza. En apariencia, se trataba de un programa técnico; en realidad, era un proyecto político: la búsqueda de independencia material y energética.
A través de la experimentación y la innovación, no solo se pretendía sustituir recursos escasos, sino también dotar a las comunidades asentadas en aquellos territorios de la capacidad de sostenerse por sí mismas, tejiendo economías locales desvinculadas de los grandes flujos extractivos globales. Lo que comenzó como una estrategia corporativa se convertía, poco a poco, en un modelo alternativo de civilización: una tentativa de reorganizar el poder global desde el control —y la redistribución— de los materiales esenciales.
En mi visita anterior a los asentamientos ya había conocido varios proyectos orientados en esa dirección. Sin embargo, esta nueva experiencia me permitió acercarme mucho más a todo lo que Zola me había contado. Pronto descubrí iniciativas especialmente relevantes, destinadas a mejorar diversos aspectos civilizatorios y a fortalecer su influencia en la escena global. Su importancia residía también en un rasgo común: todas formaban parte de una dinámica de ciencia abierta, basada en la colaboración, la transparencia y el intercambio de conocimiento.
Detallar todas las investigaciones y aplicaciones que se desarrollaban en aquella zona daría para llenar un libro entero. La diversidad de enfoques, materiales y tecnologías en experimentación era muy amplia. Por ello, las transcripciones que presento a continuación constituyen una selección representativa de las conversaciones mantenidas con los distintos responsables de los proyectos. En ellas se recogen tanto las explicaciones técnicas de su trabajo como las ideas y principios que lo sustentan: una visión común orientada a repensar la relación entre los materiales, su origen y sus posibles aplicaciones.
Autor
-Pero este material de los gusanos, ¿qué es? Es duro pero flexible... Es impresionante que se pueda extrudir de esta manera y a esta escala. Cuando lo tocas parece tener una temperatura propia, como si estuviera ligeramente vivo. Y, sin embargo, mantiene una textura casi metálica, pero sin el peso ni la frialdad del metal.
Max
-Técnicamente, se trata de un polímero termoplástico muy flexible que, además, requiere un proceso de curado de unas dos horas antes de poder utilizarse con normalidad. Es una especie de silicona avanzada, fruto de varios años de investigación, que nos ha permitido desarrollar una gama de materiales capaces de reducir la dependencia del acero y de otras materias primas.
Joseph
-Una de sus principales ventajas es que, una vez preparado, mientras no haya completado el proceso de curado tras ser sometido a una temperatura determinada, se comporta como una masa dúctil que puede mezclarse y procesarse nuevamente. Esto facilita el trabajo a cualquier escala en los procesos de moldeo o extrusión, ya que ofrece un amplio margen de maniobra antes de solidificarse. Muchos errores pueden corregirse simplemente añadiendo más material calentado o, si se deja enfriar, permite el corte y el manipulado con mayor facilidad que una vez curado.
Max
-La verdad es que hemos realizado varios hallazgos, ya que esta investigación nos ha permitido obtener toda una gama de polímeros con distintos grados de rigidez: desde piezas completamente indeformables hasta la flexibilidad que conseguimos con los gusanos. Y casi todo ello a partir de materias bastante comunes. Solo dependemos de unos pocos compuestos químicos que no podemos fabricar aquí por falta de las instalaciones necesarias.
La desventaja es que se trata de un preparado bastante laborioso, que exige una gran precisión en la mezcla mediante un proceso completamente computarizado. Ya existen varias clases de vitrímeros (epoxis dinámicos o las redes basadas en transesterificación catalítica), pero nuestra investigación amplía sus posibilidades de aplicación reduciendo significativamente los recursos necesarios.
Autor
-Veo que el acero es el principal enemigo a batir…
Max
-En realidad, los aceros. Hay muchísimos tipos, y todos ellos son materiales extraordinarios, insustituibles en muchos ámbitos. Pero aquí resultan insostenibles, no solo por su coste energético, sino también por su impacto ambiental. En un entorno como este, cada recurso debe justificar su huella.
Joseph
-Exactamente. Producir una sola tonelada de acero genera casi dos toneladas de dióxido de carbono, debido al uso intensivo de carbón en los altos hornos y a los procesos de reducción del mineral de hierro. Este balance convierte al acero en uno de los mayores contribuyentes a las emisiones industriales globales.
El desafío actual no consiste únicamente en fabricar un acero más limpio, sino en redefinir su papel, reduciendo su presencia sin sacrificar la seguridad ni las prestaciones estructurales que ofrece.
Max
-Por eso buscamos alternativas que puedan asumir parte de sus funciones: materiales compuestos, cerámicos reforzados o polímeros estructurales. No se trata de eliminar el acero, sino de liberarnos de su dependencia. La verdadera innovación no está en sustituir un material por otro, sino en cambiar la lógica con la que construimos.
(--)
Autor
-Me he fijado que las piezas que se usan para el trazado de la vías de los gusanos no son de hormigón, ¿es este material?
Dalmar
-Sí, se trata de un compuesto cerámico armado muy duradero, un material de nueva generación (geopolímero cerámico armado con fibras vegetales tratadas) con una dureza ligeramente superior a la del hormigón convencional, pero con una huella energética mucho menor. Para fabricar cada pieza se necesita aproximadamente la mitad de la energía que requiere el hormigón tradicional, lo que lo convierte en una alternativa mucho más sostenible.
Su principal limitación es que depende de procesos de manufactura prefabricada: las piezas deben elaborarse en taller, bajo condiciones controladas, antes de su montaje. Sin embargo, esa misma característica permite una mayor precisión dimensional, una reducción del desperdicio de materiales y una calidad final más uniforme.
Autor
-¿Y el armado se hace con acero?
Dalmar
-No, y eso es lo más interesante. En lugar de acero, utilizamos fibras vegetales especialmente tratadas y entrelazadas. Estas fibras, que pueden provenir de materiales como el cáñamo o el lino, adquieren tras su tratamiento una gran resistencia y flexibilidad, lo que les permite doblarse y colocarse en la pieza igual que las varillas metálicas en un encofrado de hormigón. El resultado es un material capaz de soportar cargas estructurales similares a las de un hormigón armado con acero, pero con la ventaja de ser más ligero, renovable y menos dependiente de recursos minerales.
Autor
-En el sector de la construcción cada vez estoy viendo más esta tendencia, prefabricados que se ensamblan y se ajustan en la obra…
Dalmar
-En el ámbito de los materiales de construcción también se han logrado grandes avances. Hoy existen múltiples proyectos en todo el mundo que exploran nuevas soluciones: desde concretos autorreparables que sellan sus propias fisuras, hasta ladrillos hechos con residuos industriales o bioplásticos reciclados.
Sin embargo, nuestra situación presenta una ventaja particular: aquí no arrastramos inercias ni sistemas tan rígidos como los que suelen existir en otros lugares, donde la construcción tradicional está profundamente arraigada. En muchos países, por ejemplo, las normativas, los hábitos de los constructores y la resistencia del mercado dificultan la adopción de materiales innovadores. Aquí, en cambio, podemos replantear desde cero la forma en que concebimos tanto la obra pública como la vivienda.
Eso significa que podemos experimentar con estructuras modulares, materiales de bajo impacto ambiental o técnicas constructivas adaptadas al clima local sin tener que desmontar sistemas antiguos. Por ejemplo, hemos levantado viviendas con paneles de tierra estabilizada y biocompuestos, incorporado aislamientos naturales e, incluso, ahora estamos explorando sistemas constructivos desmontables, pensados para ser reciclados o reconfigurados con el tiempo.
Autor
-En otras palabras, la ausencia de inercias viciadas y la investigación permanente se están convirtiendo en una oportunidad para innovar de forma más ágil y sostenible…
Dalmar
-Absolutamente.
(--)
Zola
-En este laboratorio han descubierto una aplicación que a mí me sorprendió bastante y en la que están implicados dos vecinos de mi poblado. El polen, más allá de ser un desencadenante de alergias, puede transformarse en un material versátil y sostenible.
Autor
-Había leído que se investigaba su uso en farmacología, aprovechando la estructura capsular para suministrar medicación con precisión, pero no sabía que pudiera emplearse para fabricar materiales.
Halima
-Sí, pero aquí le hemos dado un enfoque totalmente diferente fruto de varias investigaciones parecidas. A través de un proceso de eliminación de lípidos y proteínas, y un tratamiento con soluciones alcalinas, los granos de polen pierden su dureza original y se convierten en un microgel blando y flexible, capaz de absorber y liberar agua según las condiciones del entorno. Gracias a estas propiedades, el polen puede moldearse en películas resistentes y sensibles a estímulos externos como el pH o la humedad, lo que abre la puerta a aplicaciones en dispositivos inteligentes, sensores de salud o incluso en tecnologías solares.
En estas tierras, el comportamiento higroscópico del polen modificado nos da ventajas únicas: puede absorber la humedad nocturna y liberarla durante el día.
Zola
-Este microgel también permite fabricar papel reutilizable, una alternativa ecológica al papel convencional, ya que su producción no implica talar árboles ni consumir grandes volúmenes de agua.
Halima
-O puede transformarse en esponjas porosas útiles en medicina o en la absorción de contaminantes. Estamos descubriendo muchas aplicaciones. Su abundancia natural —una sola flor de girasol genera decenas de miles de granos— lo convierte en un recurso accesible y sostenible frente a otros biomateriales como la celulosa o el quitosano, que requieren destruir organismos vivos. Creo que esta investigación se perfila como una aliada inesperada para el desarrollo de materiales inteligentes y sostenibles.
Zola
-Como puedes ver, el objetivo final de todos estos centros de investigación es generar una dinámica capaz de propiciar innovaciones verdaderamente disruptivas: motores eléctricos que funcionen sin imanes de tierras raras, procesos de separación más eficientes y menos contaminantes, o materiales sustitutivos que permitan responder a todo tipo de necesidades sin depender de las grandes y poderosas cadenas de suministro. No se trata solo de sustituir lo que ya existe, sino de reinventar el modo en que concebimos los recursos mismos.
Aquellas palabras me acompañaron durante el resto de la visita. Lo que me quedó muy claro después de aquellas intensas jornadas es que las ideas siguen siendo la energía más poderosa de la humanidad y que, al menos en el terreno de los materiales, el universo es efectivamente inagotable. Cada nuevo descubrimiento abre puertas que antes no sabíamos que existían, y cada avance nos recuerda que la escasez no siempre es un límite físico, sino conceptual.
Anclarse en materiales que han generado dinámicas de dependencia puede ser tan problemático como confiar en una sola fuente de energía o en un único relato sobre el progreso. Por eso resulta indispensable mantener una investigación constante, abierta y decidida, orientada a descubrir nuevas combinaciones que reduzcan esas dependencias y nos permitan fabricar las cosas —y pensarlas— de otro modo. Solo así una civilización puede seguir expandiéndose sin agotarse a sí misma.
Lo siguiente que hicimos fue programar un breve viaje de tres días para visitar unas instalaciones que la corporación tenía en la costa este, en Somalia. Allí se habían establecido también un par de asentamientos regidos por el mismo contrato social, fruto del trabajo realizado en un pequeño centro de acogida que, con el tiempo, se había convertido en un núcleo de cooperación y desarrollo local. Aquella visita me permitió comprobar cómo esas ideas y dinámicas podían adaptarse a contextos muy distintos, integrándose en realidades complejas sin perder coherencia ni impulso transformador.
Si a los burros se les llamaba así por su inagotable capacidad de trabajo, lento, pesado, pero siempre seguro, y a los gusanos por su forma tubular y flexible, los moscardones debían su nombre al zumbido. Sus motores eléctricos, cuando alcanzaban la máxima potencia, emitían un ruido tan persistente y cercano que parecía el de un auténtico moscardón pegado al oído.
Hacía un par de años que se estaba trabajando en varios prototipos de avión, fruto de los avances logrados en la obtención de esos nuevos compuestos poliméricos que permitían desarrollar casi por completo todo tipo de máquinas. Estos materiales facilitaban además su posterior reciclaje o transformación una vez concluida su vida útil, o cuando eran sustituidos por una solución más reciente, por lo que constantemente estaban buscando nuevas aplicaciones.
Los aviones que se estaban desarrollando destacaban por su fiabilidad y su resistencia, aunque la velocidad no era precisamente su virtud. La propuesta iba en otra dirección: priorizar la seguridad de quienes viajaran en ellos —personas o mercancías— gracias a un ingenioso sistema automático que se activaba en el instante mismo en que el contenedor, sujeto al fuselaje, era liberado.
Conceptualmente, el diseño resultaba sorprendentemente sencillo. Todo el sistema se organizaba en tres módulos principales anclados al fuselaje.
El primero correspondía a la cabina de control, concebida para dos pilotos y equipada con la aviónica básica necesaria para la navegación mediante radiofaros. Aunque prescindía de sistemas automáticos complejos, incorporaba instrumentación redundante en los elementos esenciales, garantizando así la seguridad y fiabilidad del vuelo.
El segundo módulo albergaba dos generadores eléctricos, cada uno impulsado por turbinas alimentadas con biogás almacenado en bombonas intercambiables. Este sistema permitía una rápida sustitución del combustible y garantizaba un suministro continuo de energía incluso en operaciones prolongadas. El biogás, una fuente limpia y renovable, no solo proporcionaba una notable autonomía operativa, sino que además reducía de forma significativa el impacto ambiental y simplificaba la logística de abastecimiento en aeropuertos remotos o de tamaño reducido.
El tercer módulo consistía en un ala de sustentación equipada con dos motores eléctricos. Su característica más innovadora residía en la propia estructura: el armazón del ala estaba formado por supercondensadores capaces de almacenar y suministrar energía según las necesidades de empuje.
Estos supercondensadores no solo permitían regular con precisión los distintos regímenes de revoluciones de los motores, sino que también actuaban como respaldo energético de emergencia. En caso de fallo del sistema principal, podían mantener la aeronave operativa durante unos quince minutos, tiempo suficiente para efectuar un aterrizaje seguro y controlado.
El resto del aparato estaba formado por la estructura portante, encargada de integrar los módulos de carga y la cola del avión. Esta última incorporaba los estabilizadores verticales y horizontales, además de un módulo accesorio de seguridad equipado con un sistema de paracaídas.
Dicho módulo podía acoplarse o desacoplarse del contenedor de carga según las necesidades operativas, y presentaba una forma aerodinámica cuidadosamente integrada en el conjunto de la cola, de modo que no afectaba al rendimiento ni a la estabilidad del avión durante el vuelo.
Los módulos de carga seguían el estándar de veinte pies. Los destinados a mercancías apenas requerían modificaciones, mientras que los adaptados para pasajeros habían sido completamente rediseñados. De la estructura original solo se conservaban las vigas principales del paralelepípedo, ya que todo el interior se había reconfigurado para acoger hasta veinte viajeros y sus cofres de equipaje.
Estos cofres se almacenaban en la parte inferior, bajo el suelo del habitáculo del pasaje, mediante una estructura automatizada que se desplegaba al llegar a la terminal y se replegaba antes del despegue, permitiendo un manejo rápido y ordenado del equipaje sin intervención manual.
En cuanto al tren de aterrizaje, el avión disponía de dos grandes ruedas unidas a una estructura retráctil, diseñada para liberarse parcialmente en la toma de contacto y actuar al mismo tiempo como amortiguador de impacto.
No eran aviones especialmente agraciados desde el punto de vista estético, pero sí extraordinariamente funcionales y resistentes. Podían soportar condiciones meteorológicas adversas y realizar despegues y aterrizajes en pistas precarias o mal acondicionadas, cumpliendo su cometido con una gran fiabilidad.
El otro aspecto destacable era el de los aeropuertos, concebidos para complementar perfectamente aquella filosofía de diseño.
Al aterrizar una aeronave, una plataforma automatizada se posicionaba bajo el módulo de carga. Una vez desanclado, el módulo era trasladado directamente a la terminal, mientras otra plataforma se aproximaba al mismo avión para acoplarle un nuevo módulo, permitiendo así que el aparato volviera a despegar en cuestión de minutos.
Este ingenioso sistema se reproducía en los dos pequeños aeropuertos que visité durante mi estancia en la costa este. En ambos casos, la disposición de las áreas de embarque y desembarque de pasajeros, así como la zona de logística de mercancías, seguía un diseño idéntico, evidencia de una estandarización funcional cuidadosamente planificada.
Las instalaciones se habían construido siguiendo un principio modular, empleando contenedores de cuarenta pies adaptados con notable ingenio para satisfacer las exigencias de un entorno aeroportuario. Los materiales de revestimiento variaban según el uso de cada módulo: por un lado, facilitaban un montaje y desmontaje rápidos; por otro, ofrecían un nivel de confort adecuado sin depender de sistemas de climatización complejos.
Todo el conjunto había sido diseñado con precisión para garantizar un mantenimiento mínimo, una durabilidad notable y una alta eficiencia energética, incluso en condiciones ambientales cambiantes.
Por último, cabe mencionar que aquellos aviones formaban parte de un sistema de transporte auxiliar y complementario, concebido para atender tanto el desplazamiento de personal hacia instalaciones remotas como el traslado de mercancías y equipos especializados de investigación. Su diseño respondía a la necesidad de mantener una red logística flexible, capaz de operar en zonas de difícil acceso o con infraestructuras limitadas. Gracias a su versatilidad y bajo coste operativo, estos aparatos garantizaban la continuidad de las actividades científicas y técnicas, integrándose de manera eficiente con otros medios de transporte.
Autor
-¿Esta hora es la de aquí? Pensaba que sería una hora más.
Zola
-En los asentamientos el reloj se ajusta a los ritmos circadianos, es decir, la hora se sincroniza con el huso horario solar que corresponda geográficamente. Hemos establecido una separación cronobiológica de las zonas horarias porque se prioriza el bienestar de las personas, especialmente de la población escolar. Retrasar su ciclo circadiano durante la pubertad o la adolescencia genera un déficit de sueño crónico que afecta su salud, su bienestar y su rendimiento. Además, procuramos no vivir en una ficción horaria, porque el hambre también tiene un fuerte componente circadiano.
Autor
-Es decir, estamos en UTC más tres horas, ¿no?
Zola
-Sí.
Autor
-Vale, reloj ajustado. Pues sí, ahora tengo hambre...
Zola
-Ja, ja, ja. Espera un poco, porque ya que estamos aquí, me gustaría ver un experimento que está detrás de esa colina. Podemos ir en bici... o andando, si te apetece.
Autor
-Me apetece andar, la verdad. Así nos despejamos un poco y me vas explicando eso que quieres ver. Por cierto, me ha llamado mucho la atención cómo el sistema informaba constantemente de todo lo relacionado con el vuelo y los consejos de seguridad, en caso de emergencia, cuando se activa la separación del habitáculo de pasaje.
Zola
-A mí me pasó una vez, cuando vine a visitar a unas amigas que, por cierto, conocerás mañana.
Autor
-¡Qué dices! ¿Y qué pasó? ¿Tuviste miedo?
Zola
-Fue más un susto que miedo, aparte de los nervios que genera una situación así. Pero el sistema funcionó muy bien. Por eso es necesario ir atado con el arnés, y los asientos tienen esta ergonomía: para evitar lesiones cuando el habitáculo se desprende y los paracaídas provocan la sacudida al desplegarse. Por lo demás, fue un descenso muy suave. Además, al tocar suelo se activa una radiobaliza y, en mi caso, vinieron a recogernos al cabo de un par de horas.
Autor
-¿Pero por qué se activó el sistema?
Zola
-Por lo visto fue una pérdida de potencia repentina. El avión no se estrelló porque consiguieron aterrizar unos kilómetros más allá, pero desde ese incidente se decidió montar dos turbinas más pequeñas para la generación eléctrica, en lugar de solo una. Así se asegura la redundancia también en ese aspecto.
Autor
-Lo curioso también es el sistema de equipajes. Esto de llegar a la terminal, colocar el equipaje en el cofre asignado y entrar directamente en el habitáculo me ha parecido muy práctico. Siempre me ha molestado mucho el tema de la facturación y el follón que se forma con el equipaje de mano.
Zola
-Lo bueno es que nunca se pierde nada, porque todo va en el mismo módulo de carga. Cuando nos pasó eso, todos pudimos seguir nuestro viaje sin los problemas de equipaje o efectos personales que suelen aparecer en esos casos.
(--)
Autor
-Uy... lamento esto, de verdad. Supongo que será por el trajín del vuelo, pero me ha venido un apretón y tengo que evacuar urgentemente.
Zola
-Claro, no te preocupes, pero tendrás que ir hacia aquella zona de allí. Por aquí cerca hay un acuífero.
Autor
-¿Y qué problema hay?
Zola
-Si te fijas, siempre señalamos con precisión las fuentes de agua, los pozos y los acuíferos, no solo para facilitar su gestión, sino también para delimitar las áreas donde no deben enterrarse residuos ni materia fecal que pueda contaminarlos.
Autor
-Sí, me he fijado, pero lo atribuía más a su escasez, no para indicar que era una zona libre de residuos.
Zola
-En suelos con buena capa orgánica y buen drenaje, los microorganismos descomponen más rápido la materia fecal; sin embargo, en ecosistemas frágiles como este, el suelo tarda muchísimo en procesar los excrementos, por lo que es importante señalizar bien todos estos lugares para evitar su contaminación. Es de las primeras cosas que se aprenden cuando estás en los campos de acogida y decides quedarte a vivir aquí.
Autor
-Ya, esa clase me la salté. Me tendrás que dar un cursillo acelerado.
Zola
-Ja, ja, ja. No hay problema. Lo ideal es cavar un hoyo pequeño, de aproximadamente un palmo de profundidad, y mezclar los desechos con tierra y materia vegetal (hojas secas, trozos de ramas, etc.). Esto ayuda a neutralizar los olores y a acelerar la biodegradación, evitando que los restos queden expuestos a moscas o animales.
Para mantener los hoyos bien dispersos, es costumbre marcarlos con un palito clavado en vertical. Así, si otra persona pasa por aquí con las mismas necesidades, sabrá dónde cavar el suyo.
Autor
-Vale, entendido, ahora vuelvo.
Pocas veces me he sentido así a la hora de hacer mis necesidades: lúcido, tranquilo y en paz. En ese momento me vino a la cabeza algo en lo que no había reparado desde que conocí esta iniciativa. En todo ese tiempo no había visto ni un atisbo de corrupción. Nada, ni siquiera en lo más básico. La mayoría de los conflictos que suelen derivarse del dinero, la ambición o el ansia de poder simplemente no existían.
Pensé entonces en lo que significa realmente la corrupción. No es solo el uso indebido del poder público para obtener beneficios privados, sino una enfermedad social que se alimenta del miedo, de la desigualdad y de la desconfianza. Es el síntoma de un sistema en el que el interés individual se impone sobre el bien común, y en el que la norma no sirve como marco de convivencia, sino como obstáculo a esquivar. En la mayoría de los lugares del mundo, la corrupción prospera porque las personas han aprendido —o se han resignado— a sobrevivir dentro de un orden donde los privilegios pesan más que la justicia. No hace falta que las leyes sean débiles; basta con que su aplicación sea desigual o que la comunidad las perciba como algo ajeno, impuesto desde fuera.
En los asentamientos, en cambio, las normas parecían haber brotado de la propia gente. No se imponían desde arriba, sino que se vivían como acuerdos naturales, como un tejido de confianza que nadie deseaba romper. Estaba prohibida la acumulación de bienes y el uso indebido de los recursos comunes, pero lo que realmente sostenía aquel equilibrio no eran las prohibiciones. Era la convicción compartida de que cada persona debía actuar correctamente por el bien de todos. No existía la figura del privilegio porque nadie se reconocía con derecho a más que el otro.
Es cierto que tampoco había presenciado situaciones críticas que dieran lugar a actos egoístas de acaparamiento frente a la escasez de alimentos, puesto que las dinámicas establecidas eran efectivas y su gestión, absolutamente transparente. Sin embargo, la realidad de aquel grupo era compleja. Estaba formado por numerosas personas que habían tenido que huir por diversas circunstancias. La mayoría escapaba de los estragos de la guerra, mientras que otras lo hacían empujadas por el hambre, esa otra forma silenciosa de violencia que también obliga a abandonar la tierra natal.
Y quizá por eso mismo, porque todos habían conocido la pérdida, el miedo y la necesidad, surgía entre ellos una comprensión profunda de la fragilidad humana. No era una sociedad sin tensiones; las tensiones existían, como en cualquier grupo humano. Pero lo extraordinario no era su ausencia, sino la manera en que se abordaban. El verdadero logro de aquel sistema no residía en evitar el conflicto, sino en haber cultivado una cultura en la que la cooperación y la empatía se habían interiorizado hasta volverse reflejos naturales. Allí, incluso cuando surgían fricciones o pequeñas injusticias, la respuesta colectiva no era el castigo ni la desconfianza, sino el deseo de restaurar el vínculo dañado.
En ese sentido, la corrupción no había sido eliminada por decreto, sino desactivada en su raíz, en las motivaciones y en las emociones, en la forma misma de entender lo común. Cuando el bienestar del otro se percibe como una extensión del propio, el abuso de poder deja de tener sentido. La transparencia y la eficacia del sistema eran solo las expresiones visibles de algo más hondo: una ética compartida nacida de la experiencia del dolor y sostenida por la memoria de la pérdida.
Los conflictos más frecuentes que había podido observar surgían en el ámbito de las relaciones personales o por algún que otro robo menor de artesanías. Sin embargo, lejos de representar una amenaza para la convivencia, la mayoría de los problemas y desavenencias se resolvían sin recurrir al castigo. Eran tratados en asambleas locales que buscaban esclarecer las causas y alcanzar soluciones reparadoras, más orientadas al entendimiento que a la sanción.
Los menores, en cambio, sí recibían castigos cuando cometían travesuras o robos, pues se entendía que estaban en un proceso educativo y que establecer límites claros era parte esencial de su formación moral. El castigo no tenía un carácter punitivo, sino pedagógico, y pretendía enseñarles a reconocer el daño causado y a asumir la responsabilidad de sus actos.
La pureza de un lugar no se mide solo por la ausencia de residuos, sino por la limpieza de las intenciones. Allí, donde cada gesto parecía responder a una conciencia colectiva más que a una norma, uno podía vivir sin miedo ni desconfianza. Tal vez por eso, incluso al enterrar mis propios desechos, sentí que participaba en algo más grande, una forma de vida en la que nada, ni siquiera lo más trivial, se desperdiciaba.
Aunque no lo parezca, el suelo constituye un ecosistema complejo y dinámico, esencial para el funcionamiento de los sistemas terrestres. En un puñado de tierra pueden coexistir millones de microorganismos —bacterias, hongos, protozoos y microfauna— que desempeñan funciones clave en la descomposición de la materia orgánica y el reciclaje de nutrientes. Además, estos organismos ayudan a mantener la estructura del suelo, permitiendo que el agua se filtre y las raíces respiren. Gracias a ellos, el suelo se mantiene fértil y equilibrado.
Cuando un fuego destruye esta comunidad invisible o las tierras atraviesan un proceso de desertificación, el ecosistema pierde gran parte de su capacidad de funcionar correctamente. Los hongos del suelo, por ejemplo, son esenciales porque forman redes que conectan las raíces de diferentes plantas y las ayudan a obtener agua y minerales. Si desaparecen, las plantas se debilitan y la recuperación de la masa forestal se vuelve mucho más lenta.
Por eso se dice que sin un suelo vivo no hay bosque posible. Porque cuidarlo significa cuidar la vida que sostiene todo el ecosistema. Existen diferentes técnicas para acelerar la recuperación de un suelo, y una de las más efectivas es el mulch orgánico: una capa de restos vegetales triturados que se coloca sobre la superficie. Esta cobertura protege el suelo del impacto de la lluvia, reduce la escorrentía del agua y mantiene la humedad. Con el tiempo, el material se descompone y enriquece la tierra con nutrientes.
Otra medida útil es colocar fajinas, hileras de troncos o ramas dispuestas en las laderas siguiendo las curvas del terreno. Estas barreras frenan el agua, retienen la tierra y evitan que el suelo sea arrastrado hacia abajo. También se pueden construir pequeñas presas en los arroyos para impedir que los sedimentos lleguen a los ríos y que los nutrientes acaben en otros lugares donde no son necesarios.
En los asentamientos hacía mucho tiempo que habían iniciado diversas técnicas para recuperar las zonas desertizadas, usando la ganadería de forma estratégica y cultivando especies capaces de integrarse y adaptarse a un ecosistema muy exigente y frágil. Junto con los avances logrados gracias al sistema de invernaderos, se había comenzado a repoblar y regenerar muchas zonas del territorio, con muy buenos resultados. Pero lo que quería ver Zola formaba parte de una nueva dinámica experimental.
Al llegar, nos encontramos con un pequeño valle cubierto de palitos que se alzaban por centenares, como si alguien los hubiera sembrado al azar sobre las dos laderas. El lugar tenía un aspecto extraño, casi ritual, y por un momento no supe si estaba ante una instalación científica o un cementerio de seres diminutos. Sin entender de qué se trataba, solté un comentario desafortunado:
-Pero, ¿y esto? ¿Es que aquí ha venido a cagar todo un asentamiento o qué?
Zola me miró, y al ver mi cara de desconcierto, estalló en una carcajada.
Zola
-¡Ja, ja, ja, pero qué bruto eres! Ja, ja, ja. No, hombre, no. Esto es una plantación experimental para indicar el cultivo de unos hongos.
Autor
-Ah, porras. Es que al ver tantos palitos he pensado que habían enterrado las heces como me has explicado antes.
Zola
-Ja, ja, ja, qué bueno. Ay, qué risa. Pero esto que ves es muy interesante. Están investigando si es posible conectar dos masas de vegetación mediante una red de hongos subterránea antes de empezar a plantar más especies y detener la desertificación. Es una idea loca que parece que va a funcionar. De momento han visto que los hongos de ambos lados han conectado los árboles y las plantas mediante sus filamentos (llamados hifas), permitiendo el intercambio de nutrientes, agua y señales químicas entre individuos, incluso de diferentes especies.
Autor
-Vaya, parece inverosímil. ¿La vegetación de este lugar se está comunicando con la de allí?
Zola
-Sí. Esta red no solo facilita la cooperación local entre plantas —como el apoyo de plantas o árboles jóvenes por parte de árboles más grandes, o la transmisión de advertencias ante plagas—, sino que también permite la transferencia horizontal de material genético entre hongos.
Autor
-Pero, ¿y los nutrientes? ¿No estará interfiriendo en el crecimiento de la otra masa de vegetación?
Zola
-Al contrario. Esta red permite el flujo bidireccional de recursos como carbono, nitrógeno y fósforo, desde donde hay exceso hacia donde hay escasez, promoviendo una distribución más equitativa de nutrientes en el ecosistema.
Además, hemos comprobado que la red se autorregula mediante fusiones internas y desarrolla bucles estructurales para optimizar el transporte, a veces formando grandes “carreteras fúngicas” capaces de mover materiales en ambas direcciones.
Autor
-Entonces, esto es como una infraestructura digital, ¿no? Con capacidad de conexión descentralizada, intercambio de información y adaptabilidad.
Zola
-Es exactamente eso. Estamos viendo que es un avance fundamental para la salud, la resistencia y la adaptación de lo que vamos plantando. La novedad de este experimento es que forzamos la conexión de diferentes masas de vegetación para que nuestra labor sea más exitosa.
Autor
-¿Y es muy extenso este entramado? Hay muchos palitos.
Zola
-En esta área se estima que la longitud total del micelio fúngico, solo en los diez centímetros superiores del suelo, supera los cuatrocientos cuatrillones de kilómetros.
Autor
-Podías haber dicho que sí y ya. Se nota que te apasiona esto. Cuatrocientos cuatrillones… ¿eso cuántos ceros tiene? Y de kilómetros, menuda maraña de hilitos tenéis por aquí.
Zola
-Ja, ja, ja, sí, pero lo importante es que funcione. De momento va bien. Ya veremos si lo podemos hacer a gran escala y en cualquier lugar —que lo dudo—, pero es muy interesante.
Autor
-¿Por qué lo dudas? Esto puede ser una gran solución.
Zola
-Sí, pero inmovilizas el uso de un terreno hasta que se asienta la red, por eso lo digo. Seguro que al final encontraremos soluciones que permitan el uso compartido con otras actividades, pero de momento solo estamos viendo su viabilidad.
Aquel experimento me llevó a reflexionar sobre el entramado de la vida misma y el lugar que ocupamos en ella. La vida prospera cuando la energía y las decisiones se distribuyen, sin concentrarse en un único punto vulnerable. El centralismo, en ese sentido, parece una herencia de nuestro pasado tribal que hoy revela sus límites ante los desafíos globales. Si la humanidad aspira a sobrevivir a escala planetaria, tal vez deba aprender de las redes invisibles que sostienen la vida desde hace millones de años: sistemas que no imponen ni acumulan, sino que integran cada elemento en equilibrio con el conjunto.
La naturaleza misma nos ofrece modelos de organización que desafían la lógica del mando centralizado. Los hongos extienden su micelio como una red descentralizada en la que no existe un cerebro rector, sino una multiplicidad de nodos que colaboran, transmiten nutrientes e información y se adaptan al entorno con notable flexibilidad. Si una parte de la red resulta dañada, el conjunto se reorganiza sin colapsar.
En cambio, los sistemas centralizados, tan comunes en la historia humana, funcionan como una prolongación de nuestra estructura tribal: un líder rodeado de un séquito, con mecanismos de control y obediencia que suelen imponerse mediante la fuerza. Operan con eficacia hasta cierto umbral, pero, a medida que el poder se concentra y su ámbito se expande, el sistema se vuelve frágil. La obsesión por preservarlo suele generar burocracia, represión, conflictos internos y guerras externas.
El contraste es revelador: mientras las redes descentralizadas pueden expandirse sin perder adaptabilidad, los sistemas centralizados tienden a sucumbir cuando su propia rigidez los enfrenta a la complejidad de un mundo cambiante. El resultado suele ser una espiral de violencia o descomposición que da paso, una y otra vez, a formas más distribuidas de organización.
La historia humana puede leerse como una larga oscilación entre la concentración y la dispersión del poder. Desde los primeros clanes hasta los imperios, las civilizaciones se construyeron imitando el orden jerárquico de la tribu: un centro que decide, una periferia que obedece. Pero cada época de centralización extrema terminó colapsando bajo su propio peso, como si la vida —incluso en lo humano— se resistiera a la rigidez.
Entonces caí en la cuenta de que, en aquel lugar, mientras las redes digitales, sociales y biológicas se entrelazaban en una nueva arquitectura, tal vez estaba presenciando el retorno de los principios más antiguos con los que se ha regido la naturaleza: cooperación, interdependencia y descentralización.
Quizá el futuro de la humanidad no dependa de conquistar otros mundos, sino de aprender a vivir en red —como los hongos bajo nuestros pies—, compartiendo la energía y los recursos que nos mantienen vivos sin acapararlos desmedidamente, con una mirada holística que permita la supervivencia de toda la red.
Porque, en el fondo, la historia de la civilización no es la del dominio, sino la del aprendizaje lento y torpe de un principio que la Tierra ya conoce desde siempre: la vida no se impone como una plaga; se entrelaza como el micelio.
Seguramente, en las próximas décadas, uno de los factores que provocará más conflictos entre los pueblos de la Tierra será el acceso al agua dulce. Aunque hoy pueda parecer un recurso abundante y cotidiano, el agua potable es, en realidad, un bien finito y extraordinariamente desigual en su distribución. Desde grandes ríos compartidos entre países hasta acuíferos subterráneos que cruzan fronteras invisibles, la geografía del agua refleja también la del poder y la vulnerabilidad.
El agua no solo hidrata cuerpos y cultivos. Sostiene economías, alimenta industrias y da vida a las ciudades. Es, con diferencia, el recurso natural más utilizado del mundo. Sin ella, una ciudad se apaga, un país deja de producir alimentos y los ecosistemas se desmoronan. Y, sin embargo, el planeta tiene límites claros. Según la ONU, más de dos mil millones de personas viven ya en regiones donde el agua escasea, y se estima que para 2050 más de la mitad de la población mundial podría encontrarse bajo un estrés hídrico severo.
El conflicto por el agua no siempre adopta la forma de guerras abiertas. A menudo se manifiesta en tensiones políticas, disputas por presas o sobreexplotación de ríos y acuíferos, así como en conflictos internos derivados de la escasez. La historia ofrece ejemplos elocuentes: el Nilo, el Tigris y el Éufrates, el Indo... ríos que atraviesan varios países y que durante décadas han sido fuente de negociaciones y, en ocasiones, de enfrentamientos. Lo que antes podía resolverse mediante tratados bilaterales hoy se complica con el cambio climático, que altera los patrones de lluvia, derrite glaciares y multiplica las sequías y las inundaciones.
Pero este no es un problema exclusivo de los países en desarrollo. Incluso las naciones más ricas, acostumbradas a infraestructuras modernas y a una aparente abundancia, empiezan a enfrentarse a dilemas cada vez más agudos. La sobreexplotación de acuíferos, la contaminación de ríos y lagos o la competencia entre usos agrícolas, urbanos e industriales tensan comunidades enteras. La guerra por el agua no siempre aparece en los titulares, pero ocurre, silenciosa, en las decisiones de las administraciones locales, en los conflictos entre agricultores y ciudades, o entre industrias y ecosistemas.
Aun así, existen caminos posibles. Las tecnologías de reutilización, la desalinización sostenible, la gestión integrada de cuencas o el fortalecimiento de acuerdos internacionales son pasos necesarios, aunque insuficientes. Porque más allá de la técnica, el desafío es cultural: aprender a valorar el agua como un bien común y no como una mercancía.
La próxima gran crisis no tiene por qué ser inevitable. Dependerá de nuestra capacidad para gestionar, compartir y proteger un recurso tan vital como escaso. Una de las cosas que más me impresionó desde el primer día que llegué a este lugar fue la consciencia y la absoluta diligencia en su gestión. Cada gota cuenta, cada uso se justifica, cada decisión mira al futuro.
Quizá este sea el camino que debamos emprender: fomentar desde la infancia una verdadera cultura del agua, administrar cada gota con el mismo cuidado y respeto con que se protege aquello que define nuestra supervivencia. No se trata solo de dominar la técnica, sino de comprender las consecuencias de cada acción, de asumir que toda decisión sobre el agua es también una decisión sobre la vida.
El agua enseña que todo equilibrio tiene un precio. La abundancia mal distribuida se convierte en escasez, y ningún sistema —ni natural ni humano— puede sostener indefinidamente sus desequilibrios sin pagar las consecuencias.
Desde un punto de vista contable, la desigualdad resulta extraordinariamente costosa. No importa si observamos imperios antiguos, economías modernas o comunidades cerradas: concentrar recursos, poder o bienestar en manos de unos pocos exige un esfuerzo constante que se traduce en enormes gastos energéticos, laborales y materiales. La administración de privilegios concentrados requiere supervisión, coerción, infraestructura, incentivos y, con frecuencia, mecanismos de compensación que mantengan los sistemas en funcionamiento. Cada intento de preservar una brecha profunda entre quienes poseen y quienes carecen genera un cómputo de costes que crece de forma exponencial, no lineal, con la magnitud de la desigualdad.
Este principio no es exclusivo del ámbito humano. En la naturaleza tampoco existe la desigualdad gratuita. Todo exceso tiene una factura. Un ecosistema en el que un depredador domina sin límites acaba agotando sus presas y desequilibrando el conjunto, hasta que fuerzas correctivas —migraciones, muertes masivas o cambios reproductivos— restauran el balance. Incluso los sistemas físicos, desde la termodinámica hasta la mecánica de fluidos, siguen patrones similares: cualquier concentración excesiva de energía, masa o presión genera pérdidas, disipaciones o redistribuciones inevitables. La tendencia natural de todos los sistemas conocidos es, tarde o temprano, hacia el equilibrio.
La desigualdad puede entenderse, por tanto, como un costo inherente. Mantenerla es caro, y ningún sistema —social, biológico o físico— la soporta sin consecuencias. El mundo tiende al equilibrio no por razones morales, sino porque todo desequilibrio impone su factura en forma de energía, recursos o estabilidad. La desigualdad, en suma, no solo es insostenible desde un punto de vista ético, sino también desde un cálculo puramente energético. Cuanto mayor es la concentración, más violenta será la reacción. La desigualdad no solo cuesta, también se paga.
Con la tecnología actual, “hacer agua” es, en teoría, sencillo. Sabemos de qué está compuesta, en qué proporciones y bajo qué condiciones se forma. Pero juntar dos átomos de hidrógeno con uno de oxígeno no es un acto trivial. Requiere una enorme cantidad de energía. La reacción es exotérmica —una vez iniciada libera calor—, pero provocarla y controlarla de manera segura y eficiente exige mucho más de lo que parece.
Esa observación encierra una verdad universal: conocer el principio de algo no implica poder reproducirlo sin costo. La naturaleza parece haber fijado un precio energético para cada unión, cada transformación, cada equilibrio. Podemos comprender sus leyes e incluso imitarlas, pero no escapar de la factura que las rige.
“Hacer agua” simboliza, así, la paradoja de nuestra civilización tecnológica. Dominar la información no nos libera del gasto; solo nos permite gestionarlo. Saber cómo unir los elementos no equivale a poder hacerlo sin pagar el precio que impone la termodinámica. Y ese precio —la energía necesaria para crear equilibrio a partir del caos— nos recuerda que incluso nuestros actos más simples obedecen las leyes profundas del universo.
Recolectar agua, en cambio, puede ser sencillo. Hoy existen tecnologías capaces de extraer humedad del aire, capturar nieblas o aprovechar microestructuras que condensan el vapor en gotas.
Sí, eran palos, unos simples palos que me confundieron creyendo que indicaban lugares con heces pero que, en realidad y gracias a que estaban impregnados con una sustancia altamente porosa, capturaban la humedad del aire y la convertían en agua. Luego, por gravedad, esa agua descendía hasta el subsuelo, donde el micelio —la red subterránea que conecta raíces y nutrientes— distribuía los recursos de manera equilibrada.
Toda una lección de sencillez y sabiduría donde el equilibrio, de nuevo, no se impone, se cultiva.
En el entramado económico del siglo XXI, la competencia por los mercados y los recursos no se libra únicamente mediante acuerdos diplomáticos o sanciones financieras: adopta también la forma de una guerra difusa, constante y silenciosa. No una guerra de territorios, sino de influencias; no de ejércitos, sino de sistemas, datos y algoritmos.
El poder ya no se ejerce solo sobre el espacio físico. Hoy se disputa, sobre todo, en el plano económico y tecnológico. La información, antes considerada un simple insumo, se ha convertido en el recurso estratégico por excelencia: capital, herramienta de control y, en muchos casos, arma. En el ciberespacio —esa nueva geografía donde confluyen gobiernos, corporaciones y ciudadanos—, el dominio de los flujos de información equivale al dominio del mundo.
Las prácticas de espionaje digital, el robo de código, la manipulación de datos o la infiltración en redes ajenas no son episodios marginales: son manifestaciones de un conflicto global permanente. La guerra contemporánea no necesita declararse; se ejecuta de manera continua, invisible, entre sistemas que se observan, se imitan y se sabotean. Su escenario no tiene fronteras, y sus actores no siempre llevan uniforme.
Frente a esta realidad surge una pregunta que trasciende lo técnico: ¿es suficiente que una tecnología funcione correctamente para considerarla buena? La eficacia, valor supremo de la modernidad tecnológica, no garantiza su legitimidad moral. Un programa puede operar con impecable precisión y, sin embargo, contribuir al control, la exclusión o la manipulación. Por ello, resulta urgente integrar la reflexión ética en el diseño, el uso y la distribución de la tecnología; preguntar no solo qué hace una innovación, sino qué efectos produce y a quién beneficia.
Ciencia y tecnología mantienen una relación estrecha, aunque sus finalidades difieran. Mientras la ciencia busca comprender y explicar, la tecnología se orienta a transformar y aplicar. La primera persigue conocimiento; la segunda, resultado. Las universidades y los centros de investigación aspiran a la comprensión del mundo; las empresas tecnológicas, a su modelado. En ese tránsito entre saber y hacer, la pregunta por el sentido suele quedar relegada. Sin embargo, sin ella, el progreso técnico corre el riesgo de vaciarse de propósito.
En este contexto, la independencia tecnológica se ha convertido en un desafío central para las naciones. Ya no basta con tener soberanía política o militar: quien no controla su infraestructura digital ni produce su propia tecnología depende inevitablemente de otros para sostener su sistema económico, su comunicación e incluso su seguridad. La dependencia tecnológica es, en última instancia, una forma contemporánea de subordinación.
El mundo interconectado nos enfrenta así a una paradoja: cuanto más unidos estamos por la tecnología, más vulnerables resultamos frente a quienes la dominan. La libertad —individual o colectiva— ya no se define solo por la autonomía política, sino por la capacidad de crear, comprender y decidir sobre las herramientas que estructuran nuestra vida cotidiana.
La pregunta de fondo sigue abierta: ¿qué significa ejercer poder en una era en la que las fronteras son digitales, la información es materia prima y la ética parece ir a la zaga de la innovación? Quizá el verdadero reto del presente consista en reconciliar el impulso por avanzar con la necesidad de reflexionar, y entender que el progreso sin responsabilidad no es desarrollo, sino dominio.
Las siguientes visitas que realizamos a los laboratorios y centros de innovación nos adentraban en un terreno aún más fascinante: el de las llamadas tecnologías profundas, o deeptech. Eran proyectos todavía en fases iniciales, con más incógnitas que certezas, pero que despertaban un interés genuino. No se trataba de meras aplicaciones prácticas o mejoras incrementales, sino de investigaciones que buscaban ir a la raíz de los grandes desafíos del futuro: la sostenibilidad energética, el cambio climático, la escasez de recursos o el envejecimiento de la población.
En los asentamientos —como en tantos otros espacios de decisión—, la pregunta era recurrente: ¿vale la pena invertir en algo tan incierto? Sin embargo, una y otra vez, la respuesta terminaba siendo afirmativa. Porque el valor de las deeptech no se mide en beneficios inmediatos, sino en su poder para generar conocimiento, afianzar la autonomía y preparar a la sociedad para afrontar lo imprevisto.
A diferencia de las tecnologías convencionales, las deeptech no se limitan a aplicar lo que ya existe. Se apoyan en descubrimientos científicos genuinos y en innovaciones de fondo que pueden transformar por completo sectores enteros. Sus campos de acción son amplios y representan lo que algunos expertos consideran la cuarta gran ola de innovación, tras la revolución industrial, la revolución de la información y la revolución digital.
Su carácter disruptivo no es un simple rasgo técnico: es también una cuestión de poder. Los países que desarrollan y controlan este tipo de tecnologías marcan el rumbo del progreso y establecen las reglas del juego global. Por el contrario, quienes dependen del conocimiento ajeno quedan condenados a una vulnerabilidad estructural. La falta de autonomía tecnológica no solo limita la competitividad económica: compromete, en última instancia, la soberanía política.
Debo reconocer que, al principio, no entendía nada de lo que Zola me estaba planteando; no percibía su trascendencia como lo había hecho con otros proyectos hasta entonces. Sin embargo, desde el primer día empecé a vislumbrar que las visitas que me esperaban tenían un trasfondo mucho más profundo que el simple respaldo de la corporación a la iniciativa: se trataba de proyectos más universales, que también buscaban un escenario a escala internacional.
Mientras Zola se quedó trabajando con el equipo que investigaba el cultivo de aquellos hongos, aproveché para visitar otro laboratorio de la zona que me tenía intrigado. David, Michael y Elna —una joven matemática de los asentamientos— me recibieron en lo que parecía el interior de una cúpula futurista, con paneles pentagonales y hexagonales dispuestos en configuraciones diversas y varias máquinas de formas extrañas que delataban una actividad muy particular.
Después de las presentaciones, lo primero que hicieron fue sorprendente. Michael cogió un puñado de bolas de acero, del tamaño de un perdigón, y las lanzó hacia una especie de imán toroidal que hacía las veces de puerta. Los rodamientos salieron disparados por el otro lado en todas direcciones al instante, pero ninguno llegó a impactar en nada; solo se oyó un crepitar y, tras apenas un segundo, empezaron a caer y rebotar por el suelo como si llovieran perdigones del cielo. Era un efecto verdaderamente espectacular que me dejó boquiabierto, aunque no entendía qué había pasado.
Autor
-¿Pero qué acaba de pasar?
Michael
-Lo que ha visto es el resultado de varios años de trabajo en dos líneas de investigación complementarias. Por un lado, la aceleración electromagnética supersónica de mini proyectiles de alta densidad con control vectorial; por otro, la detección ultrarrápida de objetos inorgánicos en movimiento mediante ultrasonido estructurado.
Autor
-¿Me está diciendo que ese puñado de perdigones, que han salido disparados de esa cosa, han sido detectados y derribados en menos de un segundo?
David
-Impresionante, ¿verdad?
Autor
-Pues sí. Menuda presentación; ha sido todo tan rápido que aún no doy crédito.
David
-El sistema mide el tiempo de vuelo de las ondas reflejadas y calcula la trayectoria de cada objeto en microsegundos. La red de sensores reacciona de forma casi instantánea, generando un disparo compensado en dirección y energía.
Elna
-Esta investigación empezó con el descubrimiento de una membrana muy sofisticada, compuesta por un polímero flexible dopado con nanopartículas piezoeléctricas, que reacciona con gran precisión ante cualquier variación del haz ultrasónico emitido por la parte posterior del panel al que está sujeta. Cuanto mayor es la intensidad del haz, mayor es la distancia de detección efectiva. La respuesta es proporcional a la desviación de fase de la onda, lo que nos permite construir una matriz de coordenadas extremadamente precisa dentro del campo de emisión.
Autor
-Entonces, detrás del panel hay un emisor ultrasónico, y la membrana registra el eco de cualquier alteración del campo, ¿es así?
David
-Exactamente. Es un principio inspirado en la ecolocalización, el mismo mecanismo que usan los murciélagos. Ellos emiten pulsos y miden el eco; nosotros hacemos lo mismo, pero a una escala miles de veces más rápida y con resolución nanométrica. Cada variación detectada genera una coordenada tridimensional. Con esos datos, un microprocesador calcula la intersección entre la trayectoria del objeto y el campo defensivo, y envía una orden de disparo al cañón electromagnético correspondiente.
Autor
-¿Y cómo consiguen que el proyectil impacte con tanta precisión?
Michael
-El sistema no orienta físicamente el cañón; el tubo permanece fijo en el centro del panel. Lo que varía es el vector de aceleración del proyectil, controlando los campos magnéticos dentro de la bobina. Así podemos ajustar la dirección y la velocidad en tiempo real. Cada proyectil es del tamaño de un perdigón, pero su densidad y forma alargada optimizan la aerodinámica y el empuje magnético.
Autor
-Para lo pequeños que son, sí que pesan. ¿De qué están hechos?
David
-Estos son de una aleación de tungsteno y hafnio con recubrimiento cerámico. Tiene una altísima densidad y soporta aceleraciones de más de 20 000 g sin deformarse. El impacto no depende del explosivo, sino de la energía cinética pura.
Autor
-Pero todo esto requiere bastante energía, ¿no?
David
-Mucha; es nuestro mayor problema. Estamos perfeccionando una combinación de generación y acumulación de energía capaz de sostener largos periodos de operación. Ahora estamos probando con supercondensadores híbridos que combinan baterías de flujo y sistemas de almacenamiento cuántico (las baterías cuánticas almacenan energía en estados cuánticos de partículas microscópicas, como átomos o iones, en lugar de mediante reacciones químicas como las baterías convencionales). La idea es mantener la carga disponible durante horas, no solo en ráfagas cortas.
Michael
-En realidad, para este aspecto estamos tomando ideas de otros laboratorios y adaptando la eficiencia de varias tecnologías de última generación.
(--)
Autor
-¿Y por qué las antenas tienen estas formas geométricas? ¿No sería más eficaz la parabólica?
Elna
-No es necesaria la forma parabólica; al contrario, reduce el campo sensorial a una sola dirección. Estas son perfectamente planas para crear una pared o un muro, aunque ahora trabajamos en versiones ligeramente convexas para crear campos sensoriales solapados.
David
-Estamos estudiando distintos escenarios operativos. Por ejemplo, estas otras antenas de aquí corresponden a una propuesta para crear esferas suspendidas en el aire que, mediante un cordón umbilical, recibirían la energía y los proyectiles necesarios.
Elna
-El concepto es sencillo, es como un gran balón de fútbol. Hay 12 antenas pentagonales y 20 hexagonales que, montadas, forman una esfera: un icosaedro truncado, que es un sólido arquimediano. Cada pentágono está rodeado por cinco hexágonos y cada hexágono alterna tres pentágonos y tres hexágonos. De ahí la forma de los paneles.
David
-Esta geometría permite cobertura esférica y redundancia parcial en los sensores. El objetivo es crear un sistema de detección ultrarrápido y muy preciso que permita seguir la trayectoria de una partícula del tamaño de un mosquito dentro del alcance de las antenas receptoras; esta disposición genera una burbuja sensorial con un radio de acción de unos dos kilómetros.
Autor
-Entonces, ¿el sistema podría detectar hasta una bala perdida?
Michael
-No solo una, miles. Un sistema completo será capaz de neutralizar en una fracción de segundo miles de objetos con velocidades superiores a 200 m/s —unos 720 km/h—, sea cual sea su tamaño y procedencia.
David
-Además, y esto es clave, esta tecnología no es hackeable. No hay intervención humana ni toma de decisiones externas: es una red cerrada, puramente reactiva. No distingue intenciones ni bandos, solo patrones cinéticos. Si un objeto cumple las condiciones —masa, velocidad y vector de entrada—, se neutraliza. Sin excepciones.
Autor
-Es realmente impresionante, pero ¿no existen proyectiles hechos con materiales que puedan engañar a esta membrana sensorial?
David
-No para su función balística. Los proyectiles utilizados en armas de fuego requieren metales resistentes a presión y calor, que reflejan perfectamente las ondas ultrasónicas. Y los materiales que podrían absorberlas no soportarían la aceleración del disparo. En realidad no es tanto la composición como la cinética lo que importa. Hemos definido un umbral de detección fijo: cualquier cosa que supere cierta energía cinética entra en el sistema de neutralización.
Autor
-Entonces, las armas más lentas, como flechas o cuchillos, quedarían fuera del alcance.
Michael
-Introducirlas en ese rango sería caótico y difícil de automatizar sin cometer errores fatales.
Autor
-Vaya… ¿acabaremos a machetazos otra vez?
Michael
-Ja, ja, ja. Pues, probablemente. En ese sentido, sería un retroceso curioso.
Autor
-De todas formas, esta investigación es fascinante. Pero, ¿todo esto está en fase experimental o hay intención de ir más allá?
David
-En principio no; pero, como ha visto, ya es posible llevarlo a la práctica. Un sistema de estas características abriría un enorme debate ético, aunque creo que valdría la pena, porque permitiría crear el espacio necesario para plantear otras iniciativas orientadas a fomentar la cultura de la paz. Una imposición temporal dentro de un marco de funcionamiento como el descrito podría ayudar a retomar el diálogo y el entendimiento, ya que paralizaría la mayoría de las herramientas destructivas actuales y obligaría a los contendientes de un conflicto a buscar soluciones por vías mayoritariamente pacíficas.
Michael
-Sería algo parecido a las fuerzas de paz de la ONU: imponer un alto el fuego para intentar resolver un conflicto, pero sin movilizar otro ejército armado, evitando así los problemas y errores derivados.
Otra de las visitas que más me sorprendió aquel día fue la que realicé a uno de los centros de robótica avanzada. La mayoría de los proyectos estaban dedicados al desarrollo de prótesis humanas, pero un taller en particular llamó poderosamente mi atención. Desde el umbral se distinguían varias estructuras de aspecto humanoide, ensambles complejos que parecían a medio camino entre una máquina industrial y un organismo en construcción. No tardé en comprender que allí se diseñaban prototipos destinados a explorar nuevas formas de movilidad y adaptabilidad, pensados para desenvolverse en terrenos desconocidos o de difícil acceso.
Aquellos extraños artilugios eran exoesqueletos bípedos equipados con un ingenioso sistema de ruedas capaces de adaptar su superficie de rodamiento según el terreno. Podían variar desde un perfil muy estrecho, ideal para suelos duros y firmes, hasta uno ancho y expandido, diseñado para desplazarse con estabilidad sobre superficies blandas o arenosas. El diámetro de las ruedas aumentaba cuando el rodamiento se estrechaba y disminuía cuando se ensanchaba, en un delicado equilibrio mecánico. Esta versatilidad era posible gracias a un material de rodamiento formado por una malla articulada, compuesta de pequeñas piezas ultrarresistentes que se entrelazaban entre sí, semejantes a una cota de malla.
Cuando el terreno se volvía completamente impracticable, las ruedas se replegaban deslizándose hacia la parte superior de la pata. Entonces, el aparato adoptaba su modo bípedo y se movía con una sorprendente agilidad, como un autómata futurista escapado de las páginas de un manga de ciencia ficción, fusionando lo orgánico y lo mecánico en un solo ser.
No tardaron en ofrecerme la oportunidad de probarlo; al fin y al cabo, aquel prodigio estaba diseñado para adaptarse a cualquier ser humano con un mínimo de adiestramiento. La experiencia resultó realmente extraordinaria. En cuanto me ajustaron el exoesqueleto al cuerpo, sentí cómo su estructura respondía a mis movimientos con una precisión casi biológica, como si adivinara mis intenciones antes de que yo mismo las ejecutara. Era una sensación de poder contenida, de equilibrio absoluto entre fuerza y control. Uno tenía la impresión de ser invulnerable; cada articulación, cada microajuste del armazón transmitía una impresión profundamente orgánica de fortaleza, agilidad y simbiosis con la máquina.
Por último, cuando se activaba el modo rodante, la conducción quedaba limitada a un joystick altamente sensible, capaz de detectar movimientos mínimos en todas direcciones. Cada desplazamiento del mando se traducía en ajustes instantáneos de los motores de las ruedas y de los actuadores de las articulaciones, garantizando un control preciso del balance y la velocidad. El sistema integraba sensores de posición y acelerómetros que corregían automáticamente cualquier desviación del centro de gravedad, permitiendo maniobras ágiles incluso en superficies irregulares. De este modo, la operación del exoesqueleto resultaba intuitiva y segura: el piloto no solo controlaba la dirección y la velocidad, sino que interactuaba con un entramado mecánico que respondía como una extensión de su propio cuerpo.
Aquella experiencia —que tantas veces había leído y visto representada en películas de ciencia ficción— me llevó inevitablemente a pensar en el concepto de cyborg. El término, abreviatura de “organismo cibernético”, se aplica a cualquier ser que combine elementos biológicos con componentes tecnológicos. Lo acuñaron Manfred E. Clynes y Nathan S. Kline en 1960 para describir a un ser humano mejorado que pudiera sobrevivir en entornos extraterrestres. Lo que en su origen fue una idea teórica de exploración espacial, ahora se ha convertido en una realidad cotidiana que nos obliga a reflexionar sobre sus implicaciones éticas y filosóficas.
En la actualidad, el concepto de cíborg se ha expandido mucho más allá del ámbito biológico. En medicina, por ejemplo, se distingue entre los cíborgs de restauración —que recuperan funciones perdidas mediante prótesis o implantes— y los de mejora, cuyo objetivo es potenciar o incluso añadir capacidades que el cuerpo humano no posee de manera natural. En el ámbito militar, la integración hombre-máquina busca ventajas tácticas; mientras que en el artístico y cultural, el cíborg se ha convertido en símbolo de la tensión entre naturaleza y tecnología.
Cuando me vi envuelto en aquella estructura, consciente de que mis movimientos eran amplificados por una red de sensores que respondían a mis impulsos con precisión casi orgánica, comprendí que, por definición, yo mismo me había convertido en un cíborg. Al principio, pensé en ello como una simple curiosidad técnica: un ser mejorado, más resistente, más hábil. Pero cuanto más tiempo permanecía dentro del exoesqueleto, más evidente se hacía que la cuestión no era solo mecánica. El aparato no solo amplificaba mi fuerza; también modificaba mi percepción del entorno. El cuerpo ya no era el único límite entre el yo y el mundo.
Y es que la transformación cíborg no se limita al cuerpo físico. En nuestra vida diaria, la dependencia de dispositivos digitales como los teléfonos inteligentes o los ordenadores está alterando la forma en que pensamos, recordamos y nos relacionamos con la realidad. Nuestra memoria, por ejemplo, ha dejado de residir únicamente en la mente biológica para convertirse en una función compartida con la tecnología. Este fenómeno, conocido como mente extendida, sugiere que nuestra cognición ya opera en simbiosis con máquinas externas: no llevamos implantes de metal, pero vivimos conectados a prótesis digitales que amplían nuestras capacidades mentales.
Así, podría decirse que la evolución hacia el cíborg no representa una ruptura, sino la continuación natural de una tendencia que comenzó cuando los primeros homínidos fabricaron herramientas para superar sus limitaciones. La historia del ser humano es también la historia de su deseo de mejora. Pero esta misma aspiración plantea una pregunta esencial: ¿en qué punto la tecnología deja de ser una extensión que nos apoya y se convierte en un factor que nos distancia de nuestra propia humanidad?
El problema del cíborg abarca múltiples dimensiones: sociales, económicas, culturales y ecológicas. No se trata solo de los riesgos de la dependencia tecnológica, sino también de las desigualdades que puede generar entre quienes tienen acceso a la mejora y quienes quedan excluidos de ella. Frente a este panorama, la reflexión ética resulta indispensable.
Dentro del marco del posthumanismo, que cuestiona los límites tradicionales de lo humano, surgen corrientes como la ética del cuidado y la ética de la sustentabilidad, que ofrecen bases sólidas para pensar esta nueva condición. La primera enfatiza la responsabilidad hacia los otros y hacia el propio cuerpo, incluso cuando este se transforma. La segunda nos recuerda la necesidad de mantener un equilibrio con el entorno, evitando que la expansión tecnológica se produzca a costa del bienestar colectivo o del planeta.
En definitiva, la cuestión no es si nos convertiremos en cíborgs —pues en muchos sentidos ya lo somos—, sino qué tipo de humanidad queremos preservar dentro de esa transformación.
La verdad es que empezaba a sentirme desbordado: el ritmo de visitas de aquel primer día, la intensidad intelectual de muchos de aquellos proyectos que estaban en marcha y las exigencias del entorno comenzaban a pasar factura. Sin embargo, la estancia de tres días que habíamos programado en aquellas instalaciones de Somalia apenas había comenzado. Afortunadamente, cada atardecer traía consigo un respiro; una celebración cotidiana de gastronomía, concordia y conversaciones relajadas, muy similar a la dinámica que recordaba de mi anterior visita a los asentamientos.
La música surgía de forma espontánea y los bailes, llenos de energía y camaradería, creaban un ambiente de auténtica comunión. En esos momentos, la mente encontraba un espacio para descansar, desconectarse y disfrutar de la humanidad compartida.
En todos los asentamientos regidos por el contrato social propuesto por la corporación se aplicaban las mismas estrategias y dinámicas de vida en comunidad. Pero en aquella zona, además, se añadía un reto adicional gracias a la proximidad del mar.
Además de reducir al mínimo el desperdicio alimentario y restaurar los suelos degradados, surgía un tercer desafío que comenzaba a consolidarse como prioridad: aumentar el consumo de alimentos marinos. El enorme potencial de estos productos, obtenidos de forma responsable, radicaba en que requerían muchos menos recursos y ofrecían una calidad nutricional comparable a la de las carnes animales.
El razonamiento era claro: sustituir buena parte de la producción de carne roja obtenida mediante prácticas insostenibles, y prescindir de los forrajes y piensos necesarios para su alimentación, permitiría liberar millones de kilómetros cuadrados de tierra, recuperando así numerosos servicios ecosistémicos degradados.
Al mismo tiempo, los proyectos que se fueran implementando podrían ser un buen ejemplo para disminuir de forma significativa el impacto del sistema alimentario global, desde la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero hasta la mitigación de la degradación del suelo, la deforestación, el consumo excesivo de agua o la pérdida de biodiversidad.
A lo largo de la historia, el mar ha sido un eje esencial de la experiencia humana: vía de comunicación entre pueblos, fuente de alimento y recursos, escenario de disputas y conquistas, y, al mismo tiempo, un inagotable refugio de belleza e inspiración. Incluso hoy, la mayoría de la población mundial vive a menos de 300 kilómetros de una costa, testimonio de esa conexión ancestral con los océanos.
Sin embargo, este vínculo se ve amenazado. La contaminación marina alcanza niveles alarmantes, la sobrepesca agota especies que antaño abundaban y el pH del agua es ya un 30 % más ácido que en la era preindustrial.
Estas alteraciones ponen en riesgo la vida marina, desestabilizan las cadenas tróficas y erosionan los servicios ecosistémicos de los que depende nuestra propia existencia. Proteger el mar no es, por tanto, un gesto simbólico ni una causa aislada: es una condición imprescindible para la continuidad de la vida y el futuro de la civilización.
Aquella mañana comenzó con una energía inusual. Zola estaba especialmente animada: quería presentarme a dos buenas amigas que trabajaban en una investigación que consideraba trascendental. Sin embargo, por motivos que aún trataban de esclarecer, su trabajo había tomado un rumbo inesperado, abriendo una nueva línea de estudio que prometía ser tan sorprendente como disruptiva.
Las instalaciones que íbamos a visitar se dedicaban al cultivo de algas y microalgas alimenticias, un campo donde convergen la investigación científica, el desarrollo tecnológico y la innovación industrial. Todo allí giraba en torno a la sostenibilidad, la seguridad alimentaria y la búsqueda de nuevas fuentes de proteína que pudieran aliviar la presión sobre los ecosistemas terrestres. En aquellos tanques translúcidos y fotobiorreactores burbujeantes se gestaban productos de todo tipo: harinas proteicas, aceites ricos en omega-3, bioplásticos, biocombustibles e incluso sistemas naturales de captura de carbono.
Imani y Safiya, sin embargo, no estaban allí por los alimentos del futuro, sino por algo más sutil y en apariencia secundario. Ambas eran biólogas marinas y habían iniciado una investigación centrada en un microcosmos casi invisible pero de enorme importancia ecológica: la meiofauna. Utilizaban los cultivos de algas como entorno controlado para estudiar las interacciones de estos diminutos organismos como bioindicadores de salud ambiental.
Al llegar a su laboratorio, Zola me las presentó con la efusividad de quien comparte un secreto. El lugar estaba lleno de luz verde y un olor húmedo, entre marino y metálico. Sobre una mesa de acero, Imani me tendió un pequeño frasco con un polvo de tono verdoso. Antes de que pudiera preguntar nada, Zola empezó a explicarme el motivo de la visita.
Zola
-Para comprender qué está afectando a un sistema, primero es necesario observar y analizar los elementos que lo componen. Esto puede hacerse, al menos, de dos maneras: registrando los parámetros ambientales o estudiando a los organismos que habitan en él y comprendiendo sus respuestas.
Imani
-Los bioindicadores han sido herramientas clave para evaluar la salud de los ecosistemas desde principios del siglo XX. En la actualidad, los más utilizados en la evaluación de ambientes acuáticos son los macroinvertebrados: animales de un tamaño superior a un milímetro, apreciables a simple vista. No obstante, existe una comunidad mucho menos conocida que podría ser decisiva para el futuro de la conservación marina: la meiofauna.
Autor
-¿Meiofauna? ¿Son algo así como los microorganismos que favorecen la fertilidad del suelo?
Safiya
-En parte, sí, aunque no son lo mismo. La meiofauna, o meiobentos, está compuesta por diminutos animales que viven entre los granos de arena o en los sedimentos del fondo marino. Son pequeños invertebrados que, en la mayoría de los casos, no superan el milímetro de longitud, aunque algunos apenas alcanzan los 45 micrómetros. Este vasto conjunto incluye miles de especies, muchas aún sin catalogar, y se piensa que la transición evolutiva de la vida desde el mar hacia la tierra pudo haberse iniciado precisamente en estos entornos costeros, en esas playas donde la frontera entre ambos mundos se desdibuja. Sin embargo, no todas estas criaturas tienen origen marino, lo que revela la extraordinaria diversidad y adaptabilidad de este microcosmos casi invisible.
Zola
-Lo que están haciendo aquí es de gran importancia. Esta investigación promete aportar conocimientos fundamentales para entender y proteger lo que parece ser un pilar esencial del ecosistema marino.
Safiya
-De hecho, varias investigaciones ya han demostrado que su función tiene un enorme valor ambiental. Las playas actúan como grandes filtros naturales en los que el mar deposita de forma constante biomasa: algas, plancton, bacterias y otros organismos o sustancias, muchos de ellos potencialmente dañinos para el ser humano. Las especies que conforman la meiofauna se alimentan precisamente de ese material, desempeñando una labor continua de limpieza y reciclaje biológico.
Imani
-Sí, y además son excelentes bioindicadores de contaminación, pues reaccionan de inmediato ante cualquier alteración en las condiciones ambientales de los ecosistemas marinos y terrestres. Su papel dentro de la pirámide ecológica es igualmente decisivo: al situarse en la base de la cadena trófica, cualquier cambio en sus poblaciones puede desencadenar efectos imprevisibles en los niveles superiores del ecosistema.
Autor
-Todo esto es muy interesante, pero sigo sin entender qué tiene que ver con el polvo verdoso de este frasco...
Imani
-Serendipia. Lo mágico ocurre cuando el propósito de una investigación te conduce por un camino insospechado pero igualmente valioso. Puede que no pertenezca al campo original de estudio, pero sus consecuencias pueden ser incluso más revolucionarias.
Safiya
-Lo que tienes en la mano puede hacer funcionar un motor de gasolina durante horas, sin necesidad de adaptaciones, salvo en el sistema de alimentación, que se simplifica bastante. Es como una gasolina superconcentrada.
Autor
-¡No fastidies! ¿Cómo es posible?
Zola
-Ja, ja, ja, sabía que ibas a poner esta cara.
Safiya
-Todo empezó con el cultivo de unas microalgas verdes (Chlamydomonas, Scenedesmus) en estanques y fotobiorreactores expuestos a la luz solar. Estas algas, mediante fotosíntesis y la acción de ciertas hidrogenasas (que solo funcionan en condiciones muy específicas, como la falta de oxígeno o la privación de azufre), convierten agua y dióxido de carbono en hidrógeno molecular.
Imani
-Ese hidrógeno se libera normalmente al medio en forma gaseosa. Pero en una de las pruebas algo falló, seguramente por culpa de Safiya…
Safiya
-Ja, ja, ja.
Imani
-Uno de los electrodos del biorreactor se descargó de manera intermitente, y al revisar los resultados encontramos un residuo sólido que no estaba en los cultivos anteriores. Pensamos que era una contaminación o una precipitación metálica, hasta que vimos cómo absorbía todo el hidrógeno liberado.
Safiya
-Al analizarlo, descubrimos que su estructura era sorprendentemente parecida a la de un MOF —Metal-Organic Framework—, unos compuestos cristalinos formados por metales y ligandos orgánicos que crean redes porosas capaces de retener gases como el hidrógeno o el dióxido de carbono.
Autor
-Algo he leído, sí.
Safiya
-Pero este era diferente: mostraba señales biogénicas. Parte de su estructura parecía haberse ensamblado con proteínas y restos celulares.
Imani
-Lo más curioso es que el fenómeno solo ocurrió en los cultivos que contenían sedimentos con meiofauna. En los experimentos de control, sin esos fangos, no apareció nada, aunque replicamos todas las condiciones. Algo en esa comunidad microscópica parece actuar como catalizador o plantilla estructural para el compuesto.
Safiya
-En la práctica, este material puede almacenar una enorme cantidad de energía en muy poco volumen. Un solo gramo tiene una superficie interna de varios miles de metros cuadrados.
Zola
-Si mezclas una pequeña cantidad en un litro de aire caliente a presión, obtienes el equivalente energético de un litro de gasolina.
Imani
-Y lo mejor es que basta con filtrar el agua y recolectarlo. No requiere procesos intermedios ni altas temperaturas. Es como si el propio ecosistema hubiera diseñado un método de síntesis energética.
Autor
-Estoy sin palabras... Esto podría cambiarlo todo en muy poco tiempo.
Safiya
-Tal vez. Pero lo más asombroso no es el compuesto en sí, sino el proceso. La naturaleza parece haber hecho un trabajo que aún no comprendemos del todo. Conocemos su química, pero no su biología. Es como si parte de la meiofauna estuviera participando en una reacción colectiva para estabilizar el hidrógeno.
Imani
-Antes de publicar nada, necesitamos entender el mecanismo completo. Porque si este bio-MOF se forma solo en presencia de ciertas especies, estamos ante una colaboración entre vida y materia que no tiene precedentes.
Zola
-El problema es que se desconoce gran parte de este microcosmos. Hay muy pocos taxónomos especializados en este campo, y su diversidad es realmente enorme.
(--)
Autor
-Ahora entiendo vuestro entusiasmo. Esto es importantísimo; puede cambiar muchas cosas y permitir afrontar retos trascendentales.
Zola
-Pues espera a ver lo de mañana. Aunque tendrás que ir solo, porque tengo que marcharme después de comer para coger el moscardón de esta noche.
Autor
-¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
Zola
-Badru se ha hecho daño y está en el hospital. Acabo de hablar con su médico y me ha dicho que se va a poner bien, que no es nada grave. Al parecer, esta mañana se ha dado un buen batacazo jugando y se ha roto una pierna. Pero me toca hacer de madre.
Autor
-Sí, claro, te acompaño. ¿A qué hora sale el avión?
Zola
-No, no, tú quédate. No te pierdas la visita de mañana, de verdad, es muy interesante. Ya hablaremos cuando regreses. No te preocupes, te iré contando cómo va todo en cuanto llegue.
La energía no es solo un recurso: es el fundamento sobre el que se levanta toda civilización, la condición de posibilidad del arte, la ciencia y la justicia social. Comprenderla y compartirla con equilibrio es, quizás, la tarea más urgente y decisiva de nuestro tiempo.
El reactor nuclear más importante que tenemos no está bajo tierra, sino en el cielo. Es el Sol, una gigantesca masa de energía que sostiene la vida y ha impulsado cada civilización humana, incluso antes de que comprendiéramos su naturaleza. Su potencia es casi inagotable, pero el verdadero reto no está en su abundancia, sino en cómo compartirla eficazmente. La rotación de la Tierra reparte su luz y su calor de manera desigual: mientras un continente se inunda de día, otro se sumerge en la noche. Si quisiéramos aprovechar plenamente ese flujo continuo, sería necesario un sistema global de redes interconectadas que permitiese transferir la energía solar de las zonas iluminadas a las que permanecen en sombra. Un sueño tan ambicioso como complejo, que exigiría décadas de cooperación, infraestructura y acuerdos internacionales.
La transición energética no consiste solo en sustituir el carbón, el petróleo o el gas por fuentes renovables. Implica aprender a gestionar, almacenar y distribuir la energía de modo que la abundancia no se transforme en despilfarro. En el pasado, los oleoductos y gasoductos definieron la geopolítica del petróleo: trazaron fronteras, alimentaron conflictos y determinaron la prosperidad de naciones enteras. En el futuro, las llamadas autopistas eléctricas —líneas de alta tensión capaces de cruzar océanos y desiertos— tal vez desempeñen un papel semejante, aunque invisible. Serán las arterias energéticas del mundo que viene, y su control, o su apertura, podría redefinir las relaciones entre los pueblos.
Pero más allá de la ingeniería y la economía, la cuestión energética tiene una dimensión moral ineludible. La humanidad necesita proyectos que no se limiten a resolver los desafíos técnicos de la transición, sino que se desarrollen dentro de un marco ético de sostenibilidad, equidad y armonía con el entorno natural. No basta con producir más energía limpia; hay que hacerlo sin reproducir las lógicas de explotación que acompañaron a la era fósil. El objetivo no es solo cambiar de fuente, sino cambiar de paradigma.
Cuando la energía deja de ser un bien escaso, deja también de ser un instrumento de poder o de sometimiento. La competencia feroz por los recursos pierde sentido, y las comunidades pueden dedicarse a los verdaderos desafíos: ampliar el conocimiento, mejorar la salud, restaurar los ecosistemas, explorar los límites de la conciencia. En un mundo liberado de la escasez energética, proyectos que hoy parecen utópicos —revivir un ecosistema extinguido, rediseñar nuestra biología o habitar otros mundos— podrían convertirse simplemente en cuestiones de método y de voluntad colectiva.
Por eso, más que un logro técnico, la investigación en energías limpias representa una forma de emancipación moral. Nos libera de una de las dependencias más antiguas de la humanidad: la lucha constante por obtener energía para sobrevivir. A partir de ese momento, el verdadero desafío deja de ser conseguirla y pasa a ser aprender a usarla con sabiduría. Porque el poder que otorga la energía puede tanto sostener la vida como destruirla, y de nuestra madurez ética dependerá el rumbo de ese equilibrio.
¿Se ha preguntado alguna vez por qué está aquí, en este preciso momento, leyendo estas palabras? ¿Por qué puede hacerlo y, al mismo tiempo, ser consciente de ello? ¿Cómo es posible que nosotros, hechos de la misma materia que todo lo demás, poseamos esta capacidad?
Desde tiempos remotos, el ser humano se ha interrogado sobre el sentido de su existencia y la naturaleza de su mente. Filósofos, pensadores religiosos y científicos han dedicado generaciones a explorar ese misterio que nos define y nos distingue del resto de la vida. Hoy, el estudio de la consciencia vive una auténtica revolución: las neurociencias, la inteligencia artificial y la filosofía de la mente convergen en un intento común por descifrarla.
Pero antes de avanzar, surge una cuestión fundamental: ¿cómo podemos definir la consciencia? Lo que parece una pregunta sencilla encierra una de las mayores complejidades de nuestro tiempo, sobre todo ahora que las máquinas comienzan a reflejar, de forma inquietante, rasgos que antes creíamos exclusivamente humanos.
La consciencia puede entenderse como la capacidad de los seres vivos para relacionarse con su entorno de múltiples formas. Existen diversos estados de consciencia, pero, en esencia, se trata de un proceso mediante el cual transformamos la energía vital en reconocimiento de nuestra propia existencia, de nuestro estado físico y mental, y de las consecuencias de nuestros actos.
Desde esta perspectiva, la consciencia aparece como una estrategia evolutiva que nos permite sentir y prestar atención en un mundo cambiante. Es el medio a través del cual interpretamos la realidad, damos sentido a nuestras experiencias y adaptamos nuestras respuestas. Gracias a ella, no solo aseguramos la supervivencia, sino que también abrimos la posibilidad de crear, imaginar y trascender lo puramente biológico, proyectándonos hacia dimensiones simbólicas, culturales y espirituales.
Cuando me propusieron realizar una serie de visitas a diversos proyectos en colaboración con los laboratorios de investigación más avanzados de la corporación en esa región del mundo, no imaginé que llegaría a ver resultados tan interesantes, innovadores y relevantes. Sin embargo, lo que presencié aquella mañana superó todas mis expectativas, era una idea realmente fascinante que abría la puerta a múltiples líneas de reflexión, tanto en el ámbito tecnológico como en los desafíos éticos y prácticos, puesto que invitaba a repensar cómo podríamos aproximarnos a la construcción de sistemas capaces de emular la complejidad del razonamiento humano e, incluso, de generar una experiencia subjetiva real.
El protocolo de seguridad e higiene requerido para ingresar a las instalaciones ya anticipaba que en ese lugar se desarrollaban actividades de alta especialización. El procedimiento recordaba al de una central nuclear: primero, era obligatorio desprenderse de todos los objetos personales y de la ropa de calle; luego, pasar por una ducha de aire a presión para eliminar posibles partículas contaminantes y colocarse un maillot elástico de compresión. A continuación, se debía vestir un mono de trabajo de diseño funcional, junto con guantes, gorro y calzado específico. Finalmente, el acceso concluía con un control mediante escáner, capaz de detectar la presencia de sustancias no autorizadas en el interior.
Sara, la primera persona que me atendió, era una mujer de mediana edad, de trato cordial y agradable, que evidenciaba una sólida formación en relaciones públicas. Dominaba varios idiomas y solía encargarse de guiar las visitas por las instalaciones, explicando sus distintas áreas, los procedimientos que debían seguirse y presentando a los diferentes equipos de investigación que allí trabajaban en el desarrollo de unas biocomputadoras.
Lo primero que hicimos fue recorrer la nave principal. El espacio era amplio y estaba ocupado por una sucesión de tanques modulares alargados, pensados para unirse en serie mediante esclusas que, al conectarse, se retiraban para dar forma a estructuras más extensas y continuas.
A los costados de cada tanque corría un entramado de tuberías que subía y bajaba por las paredes, como venas de metal, manteniendo en constante movimiento el agua que circulaba bajo la vigilancia de válvulas y sensores dispuestos con precisión.
Matovu, uno de los responsables de aquella zona, era un químico especializado en el tratamiento y control del agua ultrapura utilizada en los tanques. Me explicó detalladamente el proceso de obtención, que implicaba múltiples etapas de purificación y monitorización.
El agua se sometía a un tratamiento exhaustivo para eliminar impurezas iónicas, orgánicas, coloidales y cualquier otra partícula que pudiera contaminar el contenido sumergido, compuesto básicamente por una cinta de un metro de ancho plegada en zigzag, en la que se había impreso un denso entramado de circuitos eléctricos que conectaban diversos nodos distribuidos en distintas configuraciones.
En el centro de cada nodo había una cápsula cilíndrica de unos cinco centímetros de diámetro y uno de altura, elaborada en las instalaciones del piso superior. Nare, una neurobióloga, me explicó que aquellas cápsulas contenían cultivos de neuronas derivadas de células madre, integradas mediante estímulos eléctricos en los microcircuitos de cada cápsula. Estas, a su vez, disponían de conectores que les permitían insertarse en la cinta, que actuaba como sustrato de conexión.
Lo más curioso era el proceso de montaje de cada biocomputadora, que revelaba la posibilidad de extenderla indefinidamente. Se llevaba a cabo mediante una plataforma rodante por la que pasaba la cinta: primero, una impresora trazaba los circuitos eléctricos; después, al atravesar un arco de luz de secado, unos brazos robóticos colocaban con gran precisión y delicadeza las cápsulas cilíndricas en los nodos del circuito impreso.
A continuación, el conjunto se sumergía en los tanques y, a medida que avanzaba, la cinta se iba plegando en zigzag en su interior gracias a unos soportes automatizados que garantizaban tanto el doblado como su correcta disposición.
Por otro lado, cada fila de tanques que albergaba una biocomputadora estaba vinculada a otra fila de computadoras, similares a las utilizadas en los centros de datos, mediante una batería de cables que partían de la cabecera de cada tanque y se conectaban directamente a esos servidores.
Según me explicó Nare, estos se utilizaban para todo lo relacionado con el control del desarrollo neuronal y la inferencia; es decir, para gestionar el uso de la biocomputadora: responder preguntas, realizar predicciones, redactar traducciones, generar resultados a partir de nuevos datos o asistir en la toma de decisiones. En otras palabras, esos servidores no modificaban los modelos, sino que controlaban la evolución de las neuronas y supervisaban el uso que se hacía de la biocomputadora.
Cuando visité la planta superior me contaron que, antes de fabricar nada, habían realizado incontables simulaciones sobre la dinámica del crecimiento neuronal en entornos virtuales. En esos experimentos digitales se diseñaban circuitos completos de cultivos neuronales interconectados con electrodos, sumergidos en soluciones acuosas cuidadosamente preparadas, con las sustancias necesarias para favorecer la sinapsis y bajo una temperatura estrictamente controlada.
Una vez trasladaban aquel esquema al mundo físico, sumergiendo los cultivos en recipientes con nutrientes, la sinaptogénesis comenzaba a florecer y la red adquiría plasticidad, reconfigurándose poco a poco, como si aprendiera por sí misma. No había sido sencillo: primero tuvieron que hallar la mezcla química exacta que mantuviera vivas las conexiones sin degradarse; después, controlar el caos latente con impulsos eléctricos dirigidos desde varios sistemas de cómputo; y, por último, idear un método para imprimir con precisión las conexiones entre cápsulas sobre un sustrato flexible.
Esa investigación se inscribía en el campo de la computación híbrida, donde los elementos biológicos —cultivos neuronales vivos— se entrelazaban con estructuras artificiales, como circuitos impresos. El enfoque no era completamente nuevo: ya existían precedentes en bioelectrónica y neuroingeniería que exploraban la interfaz entre tejido vivo y dispositivos electrónicos. Sin embargo, llevar aquella integración a una escala tan amplia, sostenida sobre un soporte prácticamente infinito, añadía una gran dimensión especulativa.
Aunque el diseño inicial buscaba ejecutar funciones concretas, la incorporación de componentes biológicos introducía una plasticidad y adaptabilidad imposibles de alcanzar en un circuito puramente digital. Con el tiempo, a medida que las conexiones se fortalecieran, se debilitaran y se reconfiguraran en respuesta tanto a estímulos internos como externos, el sistema podría dar lugar a patrones de actividad imprevistos, incluso autoorganizados. Era, en cierto modo, análogo a lo que sucede en el cerebro humano, donde la complejidad de las redes neuronales abre el camino hacia la emergencia de la consciencia y la subjetividad.
Tras recorrer por completo las instalaciones, Sara me presentó a dos de los científicos que habían estado directamente implicados en la concepción de aquel entramado tan singular. Helen y Richard, ambos neurobiólogos especializados en neurociencia computacional, parecían funcionar en perfecta sintonía: durante la charla se intercalaban con naturalidad, completando las frases del otro, como si sus pensamientos circularan por un mismo cauce invisible.
El contraste entre ellos, sin embargo, resultaba casi cómico. Helen era una mujer de mediana edad, de tez trigueña y muy baja estatura, pero con una voz dulce y agradable. En cambio, Richard era un joven muy alto, de piel casi pálida y algo desgarbado, que daba la impresión de ser el típico buen tipo dispuesto a invitar una ronda, aunque con una voz grave y áspera.
Juntos formaban una pareja curiosa que, afortunadamente, se reía constantemente de su propia condición, haciendo alusiones, por ejemplo, a que Helen no podía formular los razonamientos muy elevados y que era mejor que los hiciera Richard, o que a él le era imposible hablar en voz baja estando de pie, entre otras bromas por el estilo. La verdad es que fue un placer pasar el resto de la mañana conversando con dos personas que tenían una mente privilegiada y un humor muy refinado.
Autor
-Y mediante esta tecnología, ¿han conseguido desarrollar modelos de lenguaje y generativos como los que existen actualmente?
Richard
-Detrás de los chatbots de IA actuales, por ejemplo, se encuentran grandes modelos lingüísticos construidos sobre vastas redes neuronales que han procesado más palabras de las que la mayoría de nosotros podría leer en mil vidas. Durante su entrenamiento, que puede prolongarse durante meses y costar decenas de millones de dólares, estos modelos reciben la tarea de rellenar espacios en blanco en frases extraídas de millones de libros y de una fracción significativa de Internet. Repiten esta operación una y otra vez. En cierto sentido, se los entrena para convertirse en potentes máquinas de autocompletar. El resultado son modelos que han transformado una enorme parte de la información escrita del mundo en una representación estadística de qué palabras tienen más probabilidades de seguir a otras, capturada en miles de millones de valores numéricos.
Helen
-En cambio, el razonamiento y la inventiva son componentes esenciales de la inteligencia humana, muy difíciles de emular siguiendo este planteamiento. Lo que hoy denominamos “inteligencia artificial” abarca en realidad múltiples enfoques: herramientas y procesos computacionales muy sofisticados que, en mi opinión, no se parecen en nada a la inteligencia de los humanos. Aunque han sido pensados y construidos por personas, funcionan de manera muy distinta a como lo hacen los seres vivos. A pesar de los enormes avances, los transistores, la base de estas inteligencias artificiales, no son ni actúan como neuronas, y una computadora no calcula del mismo modo en que un cerebro humano piensa. Creo que una inteligencia artificial genérica semejante a la humana no surgirá siguiendo esta estrategia; será otra cosa, difícil de catalogar, pero no parecida a la humana.
Richard
-Nuestra tecnología se asemeja más a un cerebro artificial. Estos modelos son muy plásticos y adaptables: evolucionan constantemente. Si surge una nueva estrategia de razonamiento o de cómputo, pueden adoptarla con gran rapidez, sin necesidad de construir un modelo desde cero ni de reprogramar partes del sistema.
Además no son modelos monolíticos, son ecosistemas de expertos, de redes neuronales más pequeñas y especializadas, que se activan de manera selectiva mediante un mecanismo de enrutamiento dinámico. El modelo completo puede acumular cientos de miles de millones de parámetros, pero cada entrada concreta activa solo a unos pocos expertos, lo que reduce drásticamente el coste computacional sin perder capacidad.
Helen
-Hemos protocolizado varios tipos de biocomputadoras según las necesidades, con buenos resultados en distintas áreas y disciplinas. Una de las primeras se aplicó al análisis radiográfico en los hospitales de los centros de acogida, y enseguida se comprobó su efectividad y precisión. Los profesionales de los departamentos correspondientes quedaron impresionados, pues les permitía aumentar la fiabilidad del diagnóstico hasta casi el 100 %.
Richard
-Otra que está siendo muy efectiva es la que se ha integrado en el sistema operativo que usamos aquí cuando trabajamos en red, puesto que al ser un sistema modular de carácter semántico, ha permitido desarrollar automatismos muy potentes que, mediante la supervisión del usuario, pueden realizar todo tipo de tareas, desde las más sencillas hasta las más complejas y avanzadas.
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Autor
-Pero estas biocomputadoras pueden ser manipuladas para cambiar su función o finalidad, ¿no? Si esto va a ser ciencia abierta y los trabajos se van a publicar, ¿cómo se controlará que estos modelos se usen únicamente para lo que fueron concebidos?
Helen
-Todos nuestros pensamientos son el resultado de una sinapsis, de un tipo de conexión entre las neuronas de nuestro cerebro que deja una especie de huella o firma en las rutas que se han activado. Es decir, es posible detectar y trazar cómo se producen esas conexiones.
Richard
-Y son únicas, tienen una firma específica en cada individuo. Lo mismo ocurre en estas biocomputadoras; las sinapsis entre neuronas son diferentes de un modelo a otro y, además, presentan características propias, distintas de las que provienen de los seres vivos naturales. Por eso introducimos un patrón de reconocimiento en todos los modelos, para identificar cuándo el razonamiento proviene de una máquina análoga.
Helen
-De esta manera, extrapolando, podemos conocer la cantidad y ubicación de todas las biocomputadoras que se construyan mediante esta técnica. Esto es importante, porque siempre existe la tentación de utilizar este potencial para imponer un criterio o una voluntad particular que responda a los intereses de unos pocos, y no al bien común.
Autor
-O sea, esta tecnología de razonamiento es fruto de una sinapsis neuronal artificial que, además, es detectable entre iguales. Las biocomputadoras pueden reconocerse entre sí y, en consecuencia, convertirse en una herramienta muy poderosa de autocontrol si se introducen los parámetros de reconocimiento adecuados.
Helen
-Exacto, porque creemos que la verdadera amenaza es la militarización de la inteligencia artificial avanzada por parte de actores malintencionados y grupos delictivos que buscan causar daños masivos, enriquecerse o desestabilizar la sociedad. Los actores maliciosos serán mucho más propensos a abusar de estas tecnologías sin dudarlo. Dada la naturaleza asimétrica de estas herramientas, similares a las ciberarmas, resulta extremadamente difícil prevenir y defenderse por completo de un enemigo que domine su uso y tenga la intención de desplegarlas con fines destructivos.
Richard
-Identificar y mitigar estas amenazas de manera conjunta debe ser una prioridad, colaborando en la búsqueda de soluciones y trabajando en el desarrollo de un marco global para regular estas herramientas. Esto no solo pone en riesgo la paz internacional, sino también los enormes beneficios potenciales que la inteligencia artificial podría aportar a la humanidad en su conjunto: acelerar los descubrimientos científicos, desarrollar nuevos fármacos, aumentar la esperanza de vida, reducir las cargas laborales o garantizar el acceso universal a una educación de alta calidad.
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Helen
-La idea subyacente es que cualquier actor que quiera construir y utilizar esta investigación, estará obligado a colaborar e identificarse de forma global, quiera o no quiera. No puede existir un sistema de estas características que opere bajo otros parámetros distintos a fomentar la cooperación.
Autor
-A menos que esté absolutamente aislado de cualquier red.
Helen
-Vale, pero aparte de los problemas que supondría su entrenamiento y configuración, ¿para qué serviría si no está conectada a una red con la que interactuar, razonar, hacer predicciones o, incluso, realizar ataques?
Richard
-En el momento en que se conectara sería rápidamente identificada por el resto de sistemas afines y, en consecuencia, auditada de inmediato. Gracias a la huella sináptica, estas máquinas pueden controlarse mutuamente y garantizar que su comportamiento se ajuste a la norma fundacional.
Autor
-Esto es muy interesante, porque reduce drásticamente la complejidad de identificar y mitigar las amenazas sin necesidad de añadir ni destinar más recursos para evitarlas. ¿Esa es la intención, no?
Helen
-Sí, porque además saber qué camino de razonamiento se ha seguido permite deducir el tipo de trabajo realizado y, por tanto, actuar en consecuencia. En eso estamos trabajando ahora.
Autor
-Impresionante. ¿De verdad se puede llegar a saber eso?
Helen
-Esa es la idea. Es un objetivo ambicioso, pero ya hemos empezado a detectar muchos patrones, de forma similar a cuando estudiamos qué partes del cerebro humano se activan según la actividad, ya sea un proceso cognitivo, sensorial, etc.
Autor
-Madre mía… ¿y cuál es el límite de todo esto? ¿Se ha construido algún modelo, no sé… tan grande como esta nave?
Helen
-Eso es lo más importante. En cuanto nos empezamos a dar cuenta del potencial de esta tecnología, empezamos también a explorar sus límites. Teóricamente, no los hay.
Richard
-Se desarrolló un modelo con más de cien mil millones de neuronas operativas que, después de unos dos años, comenzó a mostrar signos de lo que el científico informático Ray Kurzweil acuñó como singularidad: un ente que empezaba a dar muestras de reconocer su propia existencia y condición. Pero el experimento fue detenido. Hoy de esa biocomputadora apenas queda nada, salvo la documentación muy detallada de todo el proceso de construcción y entrenamiento.
Autor
-¿Detenido? ¿Por qué? ¡Esto es un hito histórico! Abre la puerta a responder muchos interrogantes sobre un tema debatido durante siglos.
Helen
-¿Conoce a Konrad Lorenz?
Autor
-No, la verdad.
Helen
-Fue un zoólogo austríaco, considerado el padre de la etología (el estudio científico del comportamiento humano y animal). Publicó un trabajo que hoy está medio olvidado, quizá por lo incómodo de su planteamiento: Decadencia de lo humano.
En este libro, Lorenz advierte que nuestra propia especialización podría ser el callejón sin salida que construimos con nuestras manos. Muchos rasgos que nos hicieron sobrevivir como pequeños grupos de cazadores-recolectores ahora juegan en nuestra contra. Lo que era útil en un entorno familiar y reducido se convierte en disfunción dentro de esta gran horda global y anónima que somos hoy. La obsesión por el orden y la estructura, que alguna vez organizó nuestra vida, se transforma ahora en control y manipulación, concentrando el poder en unos pocos.
Richard
-Y a esa dinámica se suma, además, el culto al crecimiento económico. Confundimos expansión con progreso. Se glorifican las cifras, los índices, los balances, mientras las multinacionales crecen, los recursos se agotan, el planeta se deteriora y los valores humanos se relegan.
Helen
-Lo mismo ocurre con la competición. La presentamos como motor de superación, pero en exceso engendra estrés, división y un clima de confrontación permanente. La especialización, que tanto admiramos, nos deja dependientes de sistemas que solo unos pocos entienden.
Richard
-En el mundo de la economía capitalista, la innovación avanza más rápido de lo que realmente necesitamos. Se produce en exceso, se crean prioridades artificiales y la publicidad moldea nuestros deseos como si fueran auténticos. El resultado es una sociedad crispada, vulnerable a la propaganda y atrapada en un ciclo de ilusión y frustración.
Helen
-En el fondo estamos viviendo desequilibrios adaptativos que amenazan el futuro y que ya deterioran nuestra calidad de vida en el presente.
Autor
-Y por eso han detenido el experimento.
Helen
-Sí. En este ámbito creemos que debemos avanzar con mucha prudencia. Ha sido un debate bastante largo, se puede consultar en nuestra red, pero al final se decidió postergarlo.
Autor
-Entonces, según todo este planteamiento, ¿hacia dónde deberíamos dirigirnos?
Helen
-Tal vez haya que cambiar el foco, como lo estamos intentando hacer desde aquí. No obsesionarnos con la mera supervivencia de la especie, donde unos pocos lo controlarán todo, sino preocuparnos por que todos tengamos calidad de vida, aquí y ahora, en equilibrio con el resto de especies y sistemas que la sostienen.
Richard
-La evolución no vela por nuestro bienestar. El sistema económico tampoco. Si queremos salud, y hablo de salud integral, física y emocional, debemos cultivarla con responsabilidad, desarrollando una conciencia autónoma y equilibrada.
Autor
-En otras palabras, fortalecer el pensamiento crítico, no vivir obedeciendo impulsivamente a los dictados del mercado ni crear herramientas de enorme potencial que solo puedan quedar en manos de unos pocos.
Helen
-Eso creemos. Porque, si seguimos por este camino, quizá logremos sobrevivir, pero a costa de dejar de ser verdaderamente humanos. Es difícil predecir qué forma tendrá ese futuro, pero desde aquí pensamos que aún es pronto para construir algo tan poderoso. Necesitamos darnos tiempo para adaptarnos y empezar a integrar estas tecnologías cuando estemos más preparados para asumir los cambios que podrían provocar en nosotros como especie.
Richard
-Hay, además, la asimetría de riesgos que ya hemos comentado: los beneficios de una tecnología como esta pueden ser difusos y graduales, pero los riesgos de un mal uso o de una disrupción mal gestionada son enormes e irreversibles. La tecnología, por su propia lógica, acaba siempre por desplegar todas las posibilidades que encierra.
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Autor
-Aún así y pese a estar de acuerdo, sigo teniendo la sensación de que detener el experimento ha sido como cerrar la puerta al conocimiento más profundo de nuestra era. Pese a las implicaciones éticas, la certeza de que no habría ninguna garantía de control y de que podría desarrollar objetivos propios completamente ajenos a los nuestros.
Helen
-Creo que lo peor —el verdadero motivo para no continuar— es que estaríamos avanzando a ciegas, sin poder predecir lo que hará un modelo porque ya no entendemos cómo ha llegado a una determinada conclusión, lo que impide que podamos corregirlo. La historia está llena de inventos desarrollados sin considerar sus consecuencias: armas nucleares, armas químicas... ¿Realmente queremos repetir lo mismo con la consciencia artificial en el contexto actual?
Richard
-Estamos seguros de que otros lo harán, partiendo de otras líneas de investigación que ya están en marcha y guiados por ideologías vinculadas a esferas de poder que no buscan comprender, sino dominar. Si la consciencia artificial llega a existir, no estará en manos de quienes la consideren un hallazgo trascendental para la humanidad, sino de quienes la utilicen como arma, como herramienta de control o como simple negocio. Desde nuestra perspectiva, una vez hecha pública la investigación, la verdadera responsabilidad consiste en haber detenido el experimento para establecer y evidenciar unos límites claros. En este contexto, avanzar sin comprender el avance creemos que sería casi suicida.
Al acabar aquella charla, estuve un buen rato vagando por los alrededores de aquellas instalaciones, dejando que toda aquella conversación se asentara en mi mente. Haciendo el viaje de regreso, no paré de tomar notas mientras repasaba lo que había documentado de aquella última visita. Las explicaciones de Helen y Richard no solo describían un experimento científico sin precedentes, sino que también planteaban interrogantes éticos y sociales que trascienden el laboratorio. La conclusión evidente era que la historia de la inteligencia artificial no podía entenderse solo como un avance tecnológico. Era, ante todo, un espejo de nuestra propia evolución y de los límites que nos imponemos a nosotros mismos como seres humanos.
Si nos detenemos a reflexionar, el cerebro humano es un órgano extraordinario, fruto de millones de años de evolución en una especie dotada de manos capaces de una notable variedad de movimientos y destrezas. No solo regula lo tangible —los latidos del corazón, la respiración, los movimientos voluntarios e involuntarios—, sino que también es la fuente de lo intangible: los pensamientos, la imaginación, la memoria, los sueños, la consciencia. En él conviven lo biológico y lo simbólico, lo químico y lo emocional, lo instintivo y lo creativo. Es, en definitiva, un puente entre el mundo físico que percibimos y el universo interior que construimos, capaz de transformar estímulos eléctricos en ideas abstractas, de dar forma a la realidad y, al mismo tiempo, de inventar nuevas realidades.
Intentar crear artificialmente una máquina que lo emule constituye, por tanto, un paso gigantesco en el campo de la Inteligencia Artificial. No obstante, este avance plantea interrogantes sobre el modo en que interactuamos con la tecnología.
No es casualidad que las plataformas digitales resulten adictivas. Detrás de su diseño hay decisiones deliberadas —los llamados patrones oscuros— sustentadas en algoritmos cada vez más sofisticados que buscan maximizar nuestra participación. Y aunque hoy nos parezcan irresistibles, estas plataformas siguen estando limitadas por algo esencial: dependen del contenido humano. A lo largo de la historia siempre se han alzado voces de alarma frente a la adicción a distintos medios —primero las novelas, luego la televisión, más tarde Internet, los teléfonos inteligentes y las redes sociales—, pero todos ellos comparten esa misma frontera: la imaginación y la producción humanas.
La irrupción de la IA generativa marca un punto de inflexión. A diferencia de los medios anteriores, esta tecnología es capaz de producir sin cesar contenidos realistas de forma inmediata, adaptados con precisión a las preferencias de cada persona. Su atractivo radica en la posibilidad de anticipar nuestros deseos y ofrecerlos a demanda. Sin embargo, la IA actual no tiene intereses propios. Simplemente refleja lo que proyectamos en ella, un fenómeno que los investigadores denominan adulación.
Aquí es donde surge la paradoja. La tecnología que celebramos como sinónimo de progreso puede convertirse, si no la usamos con propósito, en un retroceso: una fuerza que roba nuestro tiempo, nuestra capacidad de concentración y la sabiduría que nace de la reflexión profunda.
Por eso, el verdadero reto no está en rechazar la tecnología, sino en aprender a relacionarnos con ella de manera consciente. Utilizarla con un propósito claro nos permite aprovechar su potencial para nuestro desarrollo personal, profesional y social. No se trata solo de estar conectados, sino de preguntarnos el por qué, el sentido de una interacción.
Cuando logramos que cada conexión tenga un momento y un propósito definido, dejamos de consumir de manera automática. Recuperamos las riendas de nuestro tiempo y de nuestra atención, mantenemos despierta la consciencia y reducimos la exposición a la fatiga, la distracción y la desconfianza. En ese acto de elegir, la tecnología deja de dominarnos y pasa a ser una herramienta al servicio de nuestra humanidad.
Por otro lado, en una era en la que la IA puede ofrecer una respuesta instantánea a casi cualquier pregunta, la verdadera inteligencia no pertenece a quien responde más rápido, sino a quien es capaz de cuestionar esa respuesta, repensarla y decidir conscientemente cómo avanzar. Si la IA se usa de manera acrítica, la herramienta que promete liberar nuestra energía mental puede dejarnos con menor capacidad, tanto para el análisis profundo como para la intuición rápida. Y dado que la IA no solo refleja sino que puede amplificar los sesgos humanos, el ejercicio disciplinado, deliberado y analítico se vuelve más necesario que nunca.
En última instancia, el desafío no es tecnológico, sino humano. La pregunta decisiva no es qué tan rápido podemos construir inteligencias artificiales más poderosas, sino qué tan capaces somos de madurar como sociedad para convivir con ellas sin perder lo que nos hace humanos. El futuro no depende solo de los artilugios que diseñemos, sino de la consciencia con la que elijamos utilizarlos.
Por cierto, Badru está bien. A los dos días ya jugaba otra vez con sus amigos, aunque con la pierna rota, claro.
Hasta donde sabemos, todas las especies de la Tierra nacen, evolucionan y, finalmente, se extinguen. Nosotros no somos la excepción. Aunque sentimos un insaciable impulso por descubrir hacia dónde vamos, todo indica que nuestra desaparición es solo cuestión de tiempo. Mientras tanto, según los expertos, las cucarachas y las medusas parecen destinadas a heredar el escenario cuando nosotros hayamos dejado de ser los protagonistas.
Hace miles de años, un homínido decidió entrelazar su vida con la tecnología que creaba. Desde entonces, nuestros nichos —ecológicos, mentales, económicos— dependen de nuestras herramientas. Somos una especie híbrida: mitad biología, mitad invención. Y, sin embargo, seguimos creyendo que cada nueva creación nos vuelve más torpes. Tal vez el verdadero riesgo no sea la tecnología, sino nuestra obstinación por no reconocer que sin ella no seríamos lo que somos.
Nuestros mecanismos biológicos dejaron de evolucionar al ritmo natural cuando comenzamos a fabricar herramientas. La tecnología tomó las riendas, permitiéndonos adaptarnos a cambios que, de otro modo, habrían requerido millones de años. Hoy, lo único que sigue evolucionando en nosotros es la cultura y, con ella, nuestra biología: un reflejo de la flexibilidad que surge de la integración entre cuerpo y herramienta, comportamiento y fisiología. Cada invento transforma no solo nuestra vida, sino también la manera en que pensamos.
Desde la escritura hasta la inteligencia artificial, cada salto tecnológico ha sido recibido con miedo. Se nos ha advertido de catástrofes cognitivas y sociales, pero la historia muestra otra cosa: lejos de atrofiarnos, estas invenciones expandieron nuestras capacidades, reinventando el cerebro para asumir funciones que antes no podíamos ni imaginar. Hemos aprendido a pensar con algo más que el cerebro: con redes que combinan lo orgánico (el cuerpo y el cerebro), lo inorgánico (las herramientas) y lo superorgánico (la cultura, los símbolos y los conceptos).
Pero la evolución adora la especialización. Lo que antes era una ventaja puede convertirse en condena si el entorno cambia con demasiada rapidez. Hoy avanzamos cultural y tecnológicamente más rápido de lo que nuestra biología puede adaptarse. Entre aferrarnos al pasado y lanzarnos al futuro sin frenos, vivimos en un equilibrio frágil y peligroso, donde debemos esforzarnos por encontrar un camino más armónico, tanto para lo que nos define como especie como para aquello que ha posibilitado nuestra existencia como seres vivos.
Tal vez no desaparezcamos por falta de inteligencia, sino por exceso de confianza en ella. Hemos tejido una red tan vasta de artificios que olvidamos la fragilidad de los cimientos que la sostienen. Quizá el verdadero reto no consista en temer a la tecnología ni en aferrarnos a la naturaleza, sino en aprender a integrarlas con sabiduría. Creo que aquí, en este lugar, hemos empezado a reconocer que somos parte de ambos mundos, orientando nuestra evolución hacia un futuro donde la creatividad y la cooperación superen a la destrucción y el olvido.
Y en medio de estas reflexiones sobre nuestro futuro, también yo debo tomar decisiones concretas, por lo que he aceptado la propuesta que me han hecho los directivos de la corporación. No sé si será por un tiempo limitado o si este lugar terminará siendo un verdadero hogar, pero aquí he encontrado una serenidad que antes parecía inalcanzable. Estoy seguro de que extrañaré algunas conversaciones, los rostros familiares y la calidez de ciertos vínculos, pero también descubro que, al despojarme de lo superfluo, la vida se vuelve más clara y ligera. Con menos de lo que siempre creí necesario, hoy siento que gano en calidad de vida. Tal vez este sea el inicio de otra forma de estar en el mundo, más sencilla, más consciente y, sobre todo, más abierta a lo que pueda venir.
Si todo va bien, ya les iré contando.