APOLOGÍA DE SÓCRATES DE PLATÓN.
TEMAS
1. Oposición verdad-apariencia.
2. Situación extraordinaria de Sócrates, descripción de sí mismo e indicación de la tarea a los jueces.
3. Orden del discurso.
1. Acusaciones viejas.
2. Acusaciones nuevas.
4. El prejuicio instalado.
5. Ocupación de Sócrates. La anécdota de Querefonte y el Oráculo de Delfos. ¿Qué quiso decir el dios? Sócrates intenta refutar a la divinidad.
6. Momentos del interrogatorio socrático a sus conciudadanos. Diferencias entre éstos.
7. Conclusión de Sócrates del interrogatorio: ¿Es Sócrates sabio?
8. Los seguidores de Sócrates y su relación con ellos. ¿Es Sócrates responsable por lo que ellos hagan?
9. Partes del interrogatorio a Meleto. Argumentaciones.
10 ¿Puede Sócrates cambiar su tarea? Argumentaciones sobre la muerte.
11. ¿Cuál es el comportamiento de Sócrates con respecto a las leyes de la ciudad? La ciudad necesita a Sócrates, quien se comporta como un tábano con ella. El daimon socrático.
12. Decisión del jurado y contrapena socrática.
13. Reflexión final. El daimon y la muerte.
Foucault, M. Historia de la Sexualidad - Capítulo IV Erótica
Platón: Apología de Sócrates
FILOSOFÍA – TEXTO 4
Platón
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Apología de Sócrates
Texto 4
Platón Apología de Sócrates Buenos Aires, EUDEBA, 1966
La impresión que a vosotros, atenienses, os hayan producido mis acusadores, la ignoro; en cuanto a mí, hasta yo por poco me olvido de mí mismo: tan persuasivamente hablaban. Y sin embargo de verdad no han dicho, para decirlo de una vez, nada. Mas una de sus muchas falsedades me admiró más que ninguna: cuando decían que deberíais poneros en guardia para que no fuerais engañados por mí que sería un orador habilidoso y temible. Pues el exponerse sin rubor a quedar en el acto refutados de hecho por mí, en cuanto me vaya mostrando y manifieste no ser en absoluto un tal orador, esto me ha parecido lo más desvergonzado por parte de ellos. A no ser que llamen, quizá orador habilidoso y temible a quien dice la verdad, pues si lo entienden así, yo bien admitiría ser orador, y tanto, que no sería de comparar con ellos. Ellos en efecto, repito, no han dicho una sola verdad, o poco menos, de mí, en cambio, oiréis toda la verdad. Pero no ciertamente, por Zeus, atenienses, discursos bien dichos como los suyos, ordenados y compuestos con giros y vocablos escogidos. Por el contrario, oiréis dichos sin preparación ni orden con las palabras que se me vayan
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ocurriendo - ya que confío en la justicia de todo cuanto he de decir - y ninguno de vosotros debe esperar de mí otro lenguaje. Pues aparte de eso temo que tampoco me sentaría bien, atenienses, que yo, a esta edad, compareciera ante vosotros como un jovencito que elabora sus discursos. Y precisamente, atenienses, una cosa os pido y os solicito encarecidamente: que si al defenderme hablo del mismo modo como acostumbro hacerlo, tanto en el ágora junto a los bancos de los cambistas, donde muchos de vosotros me habéis oído, como en otros sitios, ni os admiréis, ni me interrumpáis por tal motivo. El caso es, sabedlo, que ahora comparezco por primera vez ante un tribunal, cuento setenta años...Soy pues totalmente extraño, al lenguaje habitual aquí. Y así como, si en realidad fuera un extranjero, pasaríais por alto quizá el dialecto y el modo de hablar en los cuales me hubiera criado, así os pido ahora como equitativo -a mí al menos me lo parece - lo siguiente,: que no reparéis en mi modo de hablar - tal vez peor, tal vez quizá mejor -, sino que examinéis y prestéis atención tan sólo a esto: si es justo cuanto digo o no lo es. Pues en esto consiste la excelencia del juez, como la del orador, por su parte, en decir la verdad.
Pues bien, en primer lugar será justo, defienda de las primeras acusaciones falsas contra mí y de mis primeros acusadores, luego de las últimas y de los últimos. Pues he tenido ya muchos acusadores ante vosotros desde
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hace muchos años, y que no han dicho nada de verdad. Los temo más que a Anito y quienes le rodean si bien también éstos son temibles. Pero más de temer son aquéllos, atenienses, quienes tomando a muchos de vosotros desde niños, hablaban contra mí e intentaban convencernos - sin decir nada más verdadero que el resto - de que habría un tal Sócrates, hombre sabio, pensador de las cosas celestes, investigador de las subterráneas y hábil en hacer prevalecer malas razones. Tales, atenienses, los que esparcieron estas habladurías son, de mis acusadores, los verdaderamente temibles, pues quienes los escuchan se figuran que quienes investigan tales cosas no honran a los dioses. Por otra parte, estos acusadores son muchos y me acusan desde mucho tiempo atrás, y además os han hablado a vosotros en esa edad cuando en mayor medida podíais creerles, siendo vosotros niños, algunos adolescentes, y acusaban simplemente en rebeldía a un ausente sin defensor alguno. Pero lo más desconcertante de todo es que, excepto el de algún autor de comedias, no es posible conocer ni decir sus nombres. Mas cuantos por envidia y apelando a la calumnia intentaban persuadimos como quienes, quizá convencidos ellos mismos, trataban de persuadir a otros todos éstos resultan los más difíciles de tratar, porque no es posible hacer comparecer aquí ni refutar a ninguno de ellos,. es preciso que me defienda ni más ni menos que luchando contra sombras, y que refute e impugne
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sin que nadie responda ni conteste. Conceded pues también vosotros; que dobles acusadores, repito, se han levantado contra mí: los unos, los que ahora me acusaron, los otros, aquellos que miento, los de tiempo atrás. Admitid también que es menester me defienda en primer lugar de éstos, pues también los habéis oído antes y mucho más que a los últimos.
Y bien, es menester sin más, atenienses, que me defienda y que intente, en tan breve tiempo, arrancar de vosotros el prejuicio imbuido durante tiempo tan largo. Bien quisiera que esto resultara así, si fuera de algún modo lo mejor, tanto para vosotros como para mí, y ganar algo al defenderme. Mas bien sé que es difícil, y no se me oculta en lo más mínimo cuál es la situación. Mas siga esto el curso que la divinidad quiera, de acuerdo con la ley es menester que intente convenceros, pues debo defenderme.
Retornemos pues la cuestión desde el principio. ¿Cuál es la acusación de la cual surgió el prejuicio contra mí, en la cual a su vez ha confiado, supongo, Meleto al redactar esta acusación? Veamos ¿qué es lo que decían mis calumniadores para crear tal prejuicio contra mí? Como si fuera la acusación jurada de acusadores formales, hemos de, leer su acusación: "Sócrates es culpable; se dedica, indiscreto, a investigar las cosas subterráneas y las celestes, a hacer prevalecer malas razones y a enseñar a otros estas mismas cosas”. Es así, poco más o menos. Y bien, es lo que vosotros mismos habéis
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visto en la comedia de Aristófanes, a un cierto Sócrates traído y llevado por la escena, que decía pasearse por el aire y hablaba muchas tonterías sobre temas de los cuales Yo no entiendo ni mucho ni poco. Y no me refiero así a esta ciencia con ánimo de despreciarla, si hay alguien sabio sobre tales temas -¡ no me acuse de nuevo Meleto también por esto! - sino porque yo con tales cosas, atenienses, no tengo nada que ver. Propongo como testigo de ello, una vez más, a la mayoría de vosotros, y os ruego os informéis y os habléis unos a otros cuantos alguna vez me habéis oído dialogar. Muchos de vosotros estáis en tal situación; decíos pues si alguna vez me habéis oído dialogar sobre tales temas, y por ello conoceréis que del mismo tenor es lo demás que de mí dice la gente.
Pero ni nada de esto es verdad ni, si habéis oído de alguno que yo me dedico a la educación de los demás y hago dinero con ello, tampoco esto es verdad. Mas en cuanto a esto, también me parece bello, si es que hay alguien capaz de educar a los demás, como Gorgias de Leontino, Pródico de Ceos e Hippías de Elis. Pues cualquiera de éstos es capaz, atenienses, yendo de ciudad en ciudad, de atraer a los jóvenes -a quienes les es dado tratar por nada con quien quieran de sus conciudadanos - y persuadirlos de que abandonen el trato de éstos y los sigan a ellos dándoles dinero aparte de quedarles agradecidos. Mas se encuentra aquí también
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otro, hombre sabio de Paros. Supe que paraba en la ciudad porque encontré a un hombre, quien ha pagado a los sofistas más dinero que todos los demás juntos, a Callias, hijo de Hippónico. Pregunté pues a éste, que tiene dos hijos: "Callias, le dije, si tus hijos fueran potros o terneros, podríamos bien confiarlos a un cuidador asalariado capaz de hacerlos cabales y excelentes en la correspondiente virtud; sería, alguien entendido en la crianza de caballos o en las faenas del campo. Pero, puesto que tus hijos son hombres, ¿a quién piensas tomar como cuidador o maestro de ellos? ¿Quién es entendido en esta virtud, la virtud humana y propia del ciudadano? Pues me imagino que habrás reflexionado sobre ello, ya que tienes hijos. ¿Existe alguien - le pregunté - o no existe?" "Ciertamente", me respondió. "¿Quién es volví a preguntarle y de dónde es, y cuánto cobra por su enseñanza?". "Es Eveno, Sócrates me respondió de Paros, y enseña por cinco minas." Y yo estimé dichoso a Eveno, si efectiva y verdaderamente dominaba tal arte y era tan moderado en el precio. Porque lo que es yo, me sentiría ufano y me ensoberbecería si supiera tales cosas; pero el hecho es que no entiendo de eso, atenienses.
Mas alguno de vosotros podría preguntar: "¿Pero Sócrates, cuál es tu ocupación? ¿De dónde han surgido esas calumnias contra ti? No habrían surgido, sin duda, de no dedicarte a algo fuera de lo común. ¿Cómo es que corren tantos rumores
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y tienes tal fama, si no te dedicas a algo diverso de lo que hace el común de la gente? Dinos de qué se trata, para que no nos formemos de ti un juicio a la ligera y por nuestra propia cuenta". Quien tal dijera, me parecería hablar como es debido. Intentaré pues mostraros qué es lo que me ha deparado tanto el nombre como la calumnia. Escuchadme pues. Más quizá parezca a algunos de vosotros que bromeo. Tened bien sabido, sin embargo, que voy a deciros toda la verdad. Pues bien, atenienses, yo por nada, a no se por una cierta sabiduría, he llegado a tener este nombre. Más, ¿cuál es esta sabiduría? Es ésta, probablemente, una sabiduría puramente humana; en esta sabiduría, en realidad, me parece que soy sabio. En cambio ésos a quienes me refería hace un momento han de ser sabios en una sabiduría superior, no a la medida del hombre o no sé qué decir de ella, pues yo al menos, de verdad, no la poseo, y todo aquel que lo afirme miente y habla para calumniarme. Y no me vayáis a interrumpir gritando, atenienses, aun cuando os parezca que hablo con presunción, pues no han de ser mías las palabras qué diga; las referiré, por el contrario, a quien las pronunció, a alguien digno de fe para vosotros. Pues de mí sabiduría, si efectivamente hay alguna en mí, y de cómo ella sea, os he de citar como testigo al dios de Delfos. Conocisteis tal vez a Querefón, quien era amigo mío desde joven, amigo vuestro también y partidario del pueblo, compartió con vosotros el éxodo reciente y
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volvió con vosotros. Sabéis también cómo era Querefón, cuán vehemente en todo cuanto emprendía. Y así, pues también, cierta vez, llegados Delfos, osó consultar al oráculo sobre lo siguiente de nuevo os ruego no me interrumpáis ni arméis gritería - preguntó en efecto, si había alguien más sabio que yo. Pues bien, la pitonisa contestó que no había nadie más sabio. Y de esto su hermano aquí presente podrá daros testimonio, pues, Querefón ha muerto.
Reflexionad bien por qué motivo hablo de estas cosas: porque quiero mostraros de dónde ha surgido la calumnia contra mí. Pues bien, al enterarme de esa sentencia, reflexioné del modo siguiente: “¿Qué quiere decir el dios, y cuál es el sentido de sus palabras oscuras? Pues yo bien tengo conciencia de no ser, en lo más mínimo, sabio. ¿Qué quiere pues decir al declarar que yo soy el más sabio? Pues por otra parte no debe mentir, ya que no le está permitido”. Y durante mucho tiempo anduve perplejo sobre qué podría querer decir. Finalmente decidí, a regañadientes, en lucha con mis escrúpulos, someterlo a la siguiente indagación. Me dirigí a uno de los tenidos por sabios, con la intención de refutar así, si de algún modo era posible, al oráculo, y de mostrarle, en contra de su sentencia: "Este que aquí ves es más sabio que yo, tú en cambio a mí me declarabas el más sabio". Al examinar a fondo a este hombre - no necesito para nada nombrarle, era uno de nuestros políticos - hice, atenienses la siguiente experiencia:
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examinándolo y en diálogo con él me pareció que el hombre parecía sabio a muchos, y sobre todo se lo parecía a sí mismo, pero que no lo era. Entonces intenté mostrarle que creía ser sabio, pero no lo era. Como consecuencia de esto me hice odioso para este hombre y para muchos de los presentes. Alejándome pues de allí razonaba conmigo mismo: yo soy, en verdad, más sabio que este hombre; es de temer que ninguno de los dos sepa nada cabal ni que valga la pena, pero mientras él cree saber algo y no sabe, yo, si de hecho no sé, tampoco creo saberlo. Parezco pues, al menos por esta pequeñez, ser más sabio que él, por esto mismo de que aquello que no sé, tampoco me figuro saberlo. Después me dirigí a otro, a uno de los que parecían, más sabios que aquél, y experimente 1o mismo, y entonces también me hice odioso para éste y para muchos otros.
Después de estas experiencias proseguí en orden, dirigiéndome de uno a otro. Me daba cuenta con pesar y con temor, que me hacía odioso. Me parecía necesario, empero, colocar lo del dios por encima de todo. Era pues menester, para indagar cuál era el sentido de su oráculo, que me dirigiera a todos cuantos parecían saber algo. Y en verdad, ¡por el Perro! atenienses - pues os debo decir la verdad - lo cierto es que experimenté algo por el estilo de esto: los que más fama tenían me parecieron a mí, que los iba indagando de acuerdo con él dios, carecer casi por completo de aquello que
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pudiera justificarla; en cambio otros, tenidos en menos, eran hombres más dignos por la sensatez de su comportamiento. Debo exponemos abiertamente que camino insólito hice y cuáles trabajos sobrellevé, sólo para que, el oráculo me resultara a mí totalmente irrefutable. Después de examinar a los políticos me dirigí a los poetas, a los autores de tragedias, de ditirambos, y a los demás, en la creencia de poderme atrapar allí in fraganti como menos sabio que ellos. Elijo pues aquellos de sus poemas que me parecen más acabados y compuestos con mayor esmero por ellos y les voy preguntando y preguntando qué habían querido decir, con miras, al mismo tiempo, de aprender algo de ellos. Me avergüenzo, atenienses, de deciros la verdad, pero con todo, es menester que os la declare: para decirlo de una vez, todos los presentes, o poco menos, se habrían expresado mejor que ellos sobre lo que ellos mismos habían compuesto. Reconocí pues bien pronto, una vez más, en el caso de los poetas, que no crean por sabiduría cuanto crean, sino por cierto don natural y poseídos de entusiasmo, como los adivinos y como los inspirados que pronuncian los oráculos; pues también éstos - dicen muchas cosas bellas, pero de lo que dicen nada saben. Algo similar, me resultó patente, les sucedía a los poetas. Al mismo tiempo advertí que, debido a su actividad poética, se figuraban ser los más sabios de los hombres en las demás cosas, en las cuales, no eran sabios. Me alejé pues de ellos
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pensando igualmente que les era superior, y por 1o mismo que me daba superioridad sobre los políticos.
Por último me dirigí a los artesanos, pues de mí mismo sabía que no entendía de nada, o poco menos, y en cambios ellos estaba seguro de encontrarlos entendidos en muchas y bellas cosas. Y en esto no me engañé, pues entendían de cosas que yo no entendía y eran, en este sentido, más sabios que yo. Sin embargo, atenienses, me pareció que también estos buenos artesanos cometían el mismo error que los poetas. Por dominar su arte, cada uno de ellos se estimaba el más sabio en otros asuntos de la mayor cuantía, y esta presunción suya velaba aquel saber efectivo. Así llegué, en fin, a preguntarme a mí mismo, en nombre del oráculo, si prefería ser como soy, ni sabio con su sabiduría, ni ignorante como ellos ignoran, o bien ser ambas cosas tal cual ellos las son, y me respondí a mí mismo y al oráculo que para mí valía mas ser como soy.
La encuesta que acabo de relataros, atenienses, me deparó muchas enemistades, y tales, por cierto las más hondas y enconadas, que de ellas brotaron muchas calumnias contra mí, así este nombre de sabio que me dan Pues resulta que los presentes, cada vez que refuto a alguno, me creen sabio en aquello sobre lo cual muestro al otro que no lo es. Y sin embargo, atenienses, es el dios quien corre el riesgo de ser sabio y de haber querido dar a entender con su oráculo que la sabiduría
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propia del hombre poco y nada vale. Y parece haberlo dicho por Sócrates, mas se ha servido sólo de mi nombre para colocarme como ejemplo, cual si dijera: "Aquél entre vosotros, hombres, es el más sabio, quien, como Sócrates, reconoce que nada merece, en verdad, por su sabiduría". Por esto yo, por mi parte, aún ahora sigo buscando y examinando de acuerdo con el dios, tanto entre los ciudadanos como entre los extranjeros, a todo aquel que creo sabio, y en cuanto no me lo parece, trato, en ayuda del dios, de hacerle ver, con claridad que no es sabio. Y por esta ocupación no he tenido tiempo para dedicarlo libremente a los intereses de la Ciudad en nada digno de mención, ni a mis intereses particulares; vivo, al contrario, en extrema pobreza por el servicio del dios.
Por otra parte, algunos jóvenes que espontáneamente me suelen, seguir - principalmente aquellos que más pueden disfrutar libremente de su tiempo, los hijos de los ricos - gozan al presenciar cómo examino a los hombres y, por su propia cuenta, me imitan a menudo tratando, en consecuencia, de examinar a otros. Encuentran entonces, pienso yo, buena abundancia de hombres que creen saber algo y que en verdad saben poco a nada. Mas entonces quienes son examinados por ellos se irritan contra mí, no contra sí mismos, y dicen que Sócrates es un sujeto infame como ninguno, que corrompe a los jóvenes. Y si alguno les pregunta qué hace y qué enseña para corromperlos, no
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tienen qué decir; lo ignoran, pero para no mostrar su desconcierto echan mano de las críticas manidas contra todos los que filosofan, diciendo que "las cosas celestes y las subterráneas", a "no creer en los dioses" y a "hacer prevalecer malas razones". Porque la verdad, pienso, no querrían darla a entender: que quedan al descubierto como sujetos que presumen saber sin saber nada. Puesto que son, pienso, ambiciosos, atrevidos y muchos, y os hablaban de mí de un modo apasionado y persuasivo, os han colmado los oídos desde tiempo atrás calumniándome siempre con energía. Y en estas circunstancias se apoya también el ataque de Meleto, de Anito y de Licón. Meleto irritado en nombre de los poetas, Anito en nombre de los artesanos y de los políticos, Licón en el de los oradores. Por ello, como lo afirmaba al comienzo, me asombraría si pudiera arrancar de vosotros en tan poco tiempo los efectos de tanta y tan arraigada calumnia. Ahí tenéis, atenienses, la verdad. Ni os he ocultado nada al hablaros, ni nada he disimulado. Estoy bastante seguro, sin embargo, de que me hago odioso precisamente por esto, lo cual, por su parte, prueba que digo la verdad, que ésta es la calumnia contra mí y que no son otras sus causas. Y si las buscáis, sea ahora, sea más adelante, las mismas hallaréis.
Acerca pues de lo que me imputaban mis viejos acusadores, valga lo dicho como suficiente defensa ante vosotros. En cuanto a Meleto, el hombre bueno y patriota
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(como él dice), y a los acusadores más recientes, trataré, a más de lo dicho, de defenderme a continuación. Una vez más, como la de otros acusadores, tomemos ahora la acusación jurada por éstos. Es más o menos como sigue: Sócrates, dice, es culpable de corromper a los jóvenes, de no reconocer los dioses que la Ciudad reconoce y de honrar divinidades nuevas. Tal es la acusación. Examinemos cada uno de sus cargos.
Dice que soy culpable de corromper a los jóvenes. Yo por el contrario, atenienses, afirmo que Meleto es culpable, porque se permite tomar a chacota asuntos graves, acusa a la ligera y obliga a comparecer en juicio a los demás haciendo como si se ocupara con afán y se desvelara por asuntos que nunca le importaron nada. Ven aquí, Meleto, y habla. ¿No es acaso lo que más te preocupa, el que los jóvenes resulten lo más buenos posible?
-Así es.
-Pues bien, ahora di a éstos: ¿Quién los hace mejores? Es claro que has de saberlo, ya que tanto te preocupa. Y puesto que has descubierto a quien los corrompe (según dices, a mí), lo haces comparecer y lo acusas ante éstos, ve, diles quién los hace mejores y señálales quién es. .. ¿Ves, Meleto, cómo callas y no sabes qué decir? Pues, ¿no te parece bochornoso y suficiente prueba de 1o que afirmo, que nunca se te dio nada de ello? Mas habla, buen hombre, ¿quién los hace mejores?
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-Las leyes.
-Pero no es eso lo que te pregunto, mi excelente Meleto, sino qué hombre, quien, para comenzar, ha de conocer eso mismo, las leyes.
-Éstos, Sócrates, los jueces.
-¿Cómo dices, Meleto? ¿Éstos aquí presentes son capaces de educar y de hacer mejores a los jóvenes?
-Sin ninguna duda.
-¿Todos sin excepción, o tan sólo algunos, otros no?
-Todos sin excepción.
-Qué bueno es lo que nos das a entender, ¡por Hera! Por lo visto, hombres de provecho en abundancia. Pero de ser así, quienes asisten como oyentes, ¿los hacen mejores o no?
-También ellos.
-Y bien, ¿los miembros del consejo?
-También los miembros del consejo.
-Pero entonces, Meleto, ¿no serán los integrantes de la asamblea del pueblo quienes corrompen a los jóvenes? 0 bien, ¿también ellos los hacen mejores, todos sin excepción?
-También ellos.
-Al parecer, pues, todos los atenienses, excepto yo, hacen cabales y excelentes a los jóvenes; tan sólo yo corrompo. ¿Es esto lo que quieres decir?
-Eso es precisamente lo que digo.
-Pues no es poca la mala suerte que me achacas. Mas respóndeme todavía. ¿Quizá también tratándose de caballos te parece suceder así, que todos los hombres parecen ser quienes los hacen mejores, y
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uno solo quien los corrompe? ¿O bien todo lo contrario de eso, uno solo es capaz de hacerlos mejores, o muy pocos, los entendidos en la crianza de caballos, mientras la mayoría, si tienen que ver con caballos o los utilizan, los echan a perder9 ¿No sucede así, Meleto, con los caballos y con todos los demás animales y plantas? Por cierto, sin duda es así, lo queráis confesar o no, tú y Anito. Sería, por cierto una gran felicidad, a propósito da los jóvenes, si uno solo los corrompiera y los demás les fueran de provecho. Pero ya has mostrado suficientemente, Meleto, que jamás has pensado en los jóvenes, y claramente manifiestas tu indiferencia: que nunca te preocupó aquello por lo cual me haces comparecer.
Pero dinos todavía, por Zeus, Meleto, ¿es mejor vivir entre conciudadanos buenos o perversos? Vamos, mi amigo, responde, que no te pregunto nada difícil. ¿No hacen daño los malos a quienes son en cada caso sus vecinos, y los buenos, bien?
-Sin duda alguna.
-Bien ¿existe quien prefiera ser perjudicado a ser beneficiado por los de su trato? Responde, buen hombre, pues la ley manda responder.¿ Existe quien quiera ser perjudicado?
-No por cierto.
-Adelante pues, ¿por qué me haces comparecer aquí, por corromper y hacer más malos a los jóvenes a sabiendas o involuntariamente?
-A sabiendas, estoy seguro.
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-¿Cómo así, Meleto? ¿Tanto más sabio eres tú a tu edad que yo en mis años, al punto de qué hayas advertido que los malos hacen siempre daño a quienes tienen más cerca, y los buenos bien, y yo, en cambio, llego a tal grado en mi ignorancia o necedad como para ignorar también esto, que si hago malo a alguno de aquellos a quien trato, me expongo a sufrir un daño causado por él? ¿Como para obrar tan mal a sabiendas, según tú dices? No puedo creerlo, Meleto, y creo que ningún otro hombre tampoco, sino que, o bien no corrompo o si corrompo, lo hago involuntariamente, de tal modo e tu mientes en ambos casos. Si, empero, corrompo involuntariamente, no es el caso de hacer comparecer aquí a quienes cometen tales faltas involuntarias, sino de instruirlos y reprenderlos en privado. Pues es claro que, una vez advertido, cesaré de hacer aquello que cometo involuntariamente. Tú, empero, has evitado y no has querido buscar mi trato para advertirme, y me haces comparecer aquí, donde es ley traer a los faltos de castigo, mas no a quienes necesitan amonestación.
Pero ya es manifiesto, atenienses, lo que yo decía, que Meleto jamás se preocupó, ni mucho ni poco, de tales cosas. Con todo, dinos: ¿Cómo, a tu entender, corrompo a los jóvenes? ¿No es evidente, según la acusación presentada por ti, que corrompo enseñando a no reconocer los dioses que reconoce la Ciudad, sino otras divinidades nuevas? ¿No quieres decir
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acaso que corrompo enseñando tales cosas?
-En efecto, eso es lo que afirmo con toda energía.
-Y bien, Meleto, por estos dioses, de los cuales ahora es cuestión, háblanos con mayor claridad, a mí y a los hombres aquí presentes. Porque yo no alcanzo a comprender si afirmas que yo enseño a creer que existen ciertos dioses - y entonces yo mismo creo que hay dioses y no soy totalmente ateo ni culpable en tal sentido - aunque no precisamente los que reconoce la Ciudad, sino otros, y esto es lo que me reprochas, que sean otros, o bien si afirmas que yo mismo no reconozco absolutamente dioses, y tal cosa enseño a los demás.
-Eso es lo que quiero decir: que no reconoces en absoluto dioses.
-Admirable Meleto, ¿Para qué dices eso? ¿ No pienso pues ni que el sol ni la luna sean dioses, como los demás hombres ?
-No, por Zeus, jueces, no los tiene por dioses; si dice que el sol es una piedra y que la luna -es tierra.
-¿A Anaxágoras crees estar acusando, querido Meleto? Y, ¿tanto desprecias a los presentes, y por tan poco leídos los tienes, como para pensar que no saben que los libros de Anaxágoras de Clazómenas están llenos de tales aserciones? Y en verdad, ¿también los jóvenes aprenderían de mí eso, que a veces podrían comprar en la orquestra a lo más por una dracma, y reírse de Sócrates, si quisiera presentar tales asertos como suyos,
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tratándose, por otra parte, de doctrinas tan originales? Pero en fin, ¿tal te parezco por Zeus, que no creo que exista ningún dios?
-No ciertamente, por Zeus, ni en lo más mínimo.
-Incrédulo eres tú, Meleto, y tal, según me lo pareces, que no te crees ni a ti mismo. Porque éste, atenienses, me parece desmedido e insolente, y creo que ha redactado esta acusación simplemente debido a su falta de mesura, a su insolencia y a la temeridad de sus pocos años. Pues obra como quien quisiera ponerme a prueba componiendo un acertijo: ¿Caerá en la cuenta Sócrates, el muy sabio, ,de que bromeo contradiciéndome a mí mismo, o lograré engañarlo a él y a los oyentes además?, Pues para mí es evidente que éste se contradice en la acusación. Es como si dijera: "Sócrates es culpable de no reconocer dioses, pero reconociendo dioses". Y esto sólo puede decirlo quien travesea como un niño.
Vosotros, atenienses, considerad conmigo por qué es evidente para mí que eso es lo que quiere decir; tú, Meleto, has de responder a mis preguntas. Mas vosotros tened presente lo que os pedí al comienzo, y no me interrumpáis con griterías si le pregunto del modo como yo acostumbro.
¿Hay algún hombre, Meleto, que crea en la existencia de lo humano, pero no crea que hay hombres?... Que responda, señores, y que nadie arme gritería ni interrumpa, de un modo u otro. ¿Existe
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quien no crea que existan caballos, pero sí crea en los servicios que nos prestan, o bien quien no crea que existan flautistas, pero sí crea en el arte que ellos ejercitan? No hay tal, tú, eximio entre los, hombres; si no quieres responder, yo te lo digo, a ti y a éstos aquí presentes. Pero responde al menos la siguiente pregunta: ¿hay quien crea en la existencia de cosas demoníacas, pero no crea en los demonios?
-No hay tal.
-Qué bien de tu parte, que hayas respondido, aunque a regañadientes y obligado por los aquí presentes. Pues bien, afirmas que yo creo en cosas demoníacas y que lo enseño; sean nuevas o viejas, creo en cosas demoníacas al fin, según tus propias palabras, y esto lo has jurado también en tu acusación escrita. Mas si creo en cosas demoníacas, es harto necesario que yo crea también en demonios. ¿No es así? Así es, por cierto. Doy por sentado que lo concedes, puesto que callas. Los demonios, por su parte, ¿no los consideramos, o bien dioses, o hijos de los dioses? ¿Sí o no?
-Sí, por cierto.
-En tal caso, si creo en demonios, como tú dices, y los demonios son una especie de dioses, esto sería aquello sobre lo cual yo afirmo que tú propones acertijos y bromeas: declarar que no creo en los dioses y luego que creo en ellos, puesto que creo en demonios. Si por otra parte los demonios son de algún modo hijos legítimos de los dioses, nacidos de ninfas
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o de otras mujeres, de quienes también se los tiene por hijos, ¿quién entre los hombres admitirla la existencia de hijos de los dioses pero no admitiría la existencia de los dioses? Del mismo modo sería imposible que alguien pensara que hay hijos de yeguas o de burras, los mulares, pero no admitiera que existen caballos y asnos. No puede ser pues, Meleto, que no hayas redactado tu acusación con el propósito de someternos a una prueba o bien desconcertado al no encontrar, para enrostrarme, ninguna verdadera culpa. Mas, que puedas convencer a alguien, aun a un hombre de muy poco entendimiento, de que uno y el mismo hombre admita cosas demoníacas y cosas divinas, y luego que el mismo no admita ni demonios, ni dioses, ni héroes, eso te será totalmente imposible.
Pues bien, atenienses, para mostrar que no soy culpable según el tenor de la acusación de Meleto, no me parece que haga falta una dilatada defensa, sino suficiente la que acabo de hacer. Mas aquello que os decía al comienzo, que surgió contra mí gran enemistad y por parte de muchos, eso, sabedlo bien, es verdad. Y eso ha de ser lo que me pierda, si resulto condenado, no Meleto ni Anito, sino el prejuicio y la envidia de muchos contra mí, aquello que ha perdido a muchos hombres buenos y que también, pienso, alcanzará a otros, pues no es de temer que se detenga en mí.
Pero quizá alguien podría decirme: "¿Y qué, Sócrates, pues no te avergüenzas de
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haberte dedicado a una tal ocupación, que por ella corres ahora peligro de muerte?" A quien esto me dijera yo le opondría, con palabras justas, la siguiente respuesta: "No dices bien, amigo, si piensas que un hombre, por poco que sirva para algo, deba tomar en cuenta el peligro de jugarse la vida y no antes bien considerar tan sólo, cada vez que obra, si lo que hace es justo o no lo es, y si su acción es propia de un hombre valiente o de un cobarde. Ineptos y poco sensatos habrían sido -al menos según lo que has dicho - cuantos semidioses murieron en Troya, en primer lugar el hijo de Tetis, quien a tal punto despreció el peligro confrontado con la deshonra, que obró de este modo: su madre, que era una diosa, le dijo a él, presto ya y ansioso por matar a Héctor, aproximadamente así, si mal no recuerdo: 'Hijo mío, si vengas la muerte de tu camarada Patroclo matando a Héctor, tú mismo morirás, pues su muerte seguirá, fatal' -le dijo- ‘a la de Héctor al instante'. Oído esto, Aquiles despreció el peligro y la muerte; y temeroso antes bien de vivir como un cobarde por no vengar a los amigos, 'Muera al instante', -le respondió - 'luego de castigar al culpable, y no me quede aquí dentro, junto a las corvas naves, ludibrio de todos, peso muerto sobre la tierra'. ¿Podrías pensar, acaso, que se preocupó del peligro y de la muerte?"
Porque así es en verdad, atenienses: que en el puesto donde cada uno se haya colocado a sí mismo por considerarlo mejor
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o más honroso, o donde lo haya colocado su jefe militar, allí debe mantenerse firme y arrostrar el peligro, sin tener en cuenta ningún mal, ni la muerte ni cosa alguna, nada, más que el deshonor. Pues bien, yo habría obrado muy mal, atenienses, si mientras en aquellas oportunidades, cuando los jefes que vosotros elegisteis para que me mandaran en Potidea, en Anfípolis y en Delión me asignaron un puesto, me mantuve en él como cualquiera y expuse la vida, en cambio cuando el dios me asignó un puesto, cual hube de pensar y aceptar, que debía vivir filosofando y examinándome a mí mismo y a los demás, entonces pues, temeroso de la muerte o de alguna otra consecuencia, hubiera abandonado la línea. Muy mal obraría, por cierto, y en verdad, en tal caso cualquiera podría con justicia hacerme comparecer en juicio por no creer en los dioses, pues desobedecería la sentencia del oráculo, temería la muerte y me figuraría ser sabio sin serlo. Pues el temer a la muerte, atenienses, no es otra cosa que creerse sabio sin serlo, ya que es imaginarse que uno sabe lo que no sabe. Nadie sabe, en efecto, si la muerte no es para el hombre el mayor de los bienes; la temen, sin embargo, como si supierais con certeza que es el mayor de los males. ¿Y cómo no ha de ser esto ignorancia, y la más reprensible, la de figurarse uno saber lo que no sabe? Mas yo, atenienses, también en este caso difiero quizá en esto
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de la mayoría de los hombres, y si osara llamarme en algo más sabio que algún otro, en esto sería: que si no sé lo suficiente sobre las cosas del Hades, así también pienso que no lo sé. Pero en cambio, que cometer injusticia y, precisamente, desobedecer a uno mejor, sea dios u hombre, que esto es malo y deshonroso, bien lo sé. Así pues, por los males que sé cabalmente son males no he de temer ni huir nunca aquello que no sé si acaso no es un bien. Por ello, ni aun en el caso de que me absolvierais desoyendo a Anito, quien dijo era preciso, o bien no hacerme comparecer en absoluto ante vosotros, o bien, puesto que había comparecido, no había más que condenarme muerte, alegando que si me escapaba de ésta, vuestro hijos, al dedicarse entonces a lo que Sócrates enseña, llegarían a corromperse enteramente todos ellos. Si me dijerais pues, en contra de tal alegato: "Sócrates, por esta vez no haremos caso de lo dicho por Anito, sino que te absolvemos, bajo la condición, empero, de no proseguir tu indagación y de no filosofar más; pero si eres atrapado otra vez dedicado a ello, morirás”. Si me absolvierais, repito, bajo tales condiciones, os diría: "Yo, atenienses, os estimo y os quiero bien, pero he de obedecer más al dios que a vosotros y mientras aliente en mí la vida y sea capaz, no cesaré ni cejaré, en modo alguno, de filosofar ni de amonestaros ni de haceros ver con claridad, dirigiéndole a quienquiera de vosotros que encuentre, palabras tales como
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las que acostumbro: ‘Ateniense, el mejor de los hombres, ciudadano de la Ciudad más grande y de la más ilustre en las artes y por su poderío, ¿no te avergüenzas de preocuparte, tratándose de riquezas, de cómo acrecentar lo más posible la tuya, y también tratándose de la fama y de los honores, pero en cambio, tratándose de tu juicio, de la verdad y del alma, no te preocupas de mejorar ni piensas qué será lo mejor?' Y si alguno de vosotros disiente y me replica, afirmando que él se preocupa, no le dejaré marcharse sin más ni me iré yo, sino que lo interrogaré, lo examinaré y lo refutaré, y si no me parece poseer la virtud, sino sólo aparentarlo, le reprocharé que da lo más valioso por poco y toma lo que poco vale por mucho más. Esto es lo que manda el dios, sabedlo bien, y yo creo que nunca os fue deparado en la Ciudad un bien mayor que este mi servicio del dios. No es otra cosa lo que hago, andando de un lado para otro, que iros persuadiendo a vosotros, jóvenes o viejos, de que no os preocupéis ni del cuerpo ni de las riquezas antes ni con tanto afán como del alma y de cómo volverla mejor, diciéndoos que 'no es de la riqueza de donde deriva la virtud, sino la virtud lo que hace de la riqueza y de todo el resto un bien para el hombre, tanto en el orden privado como en el público.' Si corrompo a los jóvenes por decir tales cosas, si alguien afirma que yo digo otras cosas y no éstas, no dice la verdad. De acuerdo con esto, atenienses -os diría -
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seguid a Anito o no lo sigáis, absolvedme o no me absolváis, que en cuanto a mí, abrigad la convicción, no podría obrar de otro modo, aunque hubiera de morir mil veces"
No arméis esa gritería, atenienses, sino sed constantes en lo que os pedí, de no interrumpirme ni armar alboroto por lo que yo diga, sino de prestarme atención; pues, según yo pienso, os será también de provecho el escucharme. Tengo que deciros todavía algunas cosas que os podrían dar ganas de gritar; pero no, de ningún modo lo hagáis. Sabed bien que, si me hacéis morir, siendo yo un hombre tal como digo serlo, no me dañaréis más a mí que a vosotros mismos; pues a mí ni Meleto ni Anito podrían perjudicarme en lo más mínimo. No está en su poder hacerlo, en efecto, pues a mi entender no es dable ni permitido que el hombre bueno sea dañado por el malo. Bien pueden tal vez hacerme morir, o desterrar, o privar de los derechos cívicos. Sólo que éste, quizá, y algún otro, consideran como grandes males tales cosas. Pero yo no las juzgo así, sino considero mucho más malo hacer lo que éste hace ahora: procurar que un hombre muera injustamente. Pues bien, atenienses, lejos de hablar ahora en mi propia defensa, como alguien podría pensar, lo hago en defensa de vosotros, para que no faltéis en algo contra el don recibido del dios, condenándome. Pues si me hacéis morir, no encontraréis fácilmente otro como yo, literalmente puesto en la Ciudad por el
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dios -aunque éste sea un modo risible de hablar - como tábano sobre un caballo grande y noble, pero que, lerdo por su mismo tamaño, necesita ser aguijoneado. Así pues, como tal me parece que el dios me ha colocado en la Ciudad; que os despierto, os persuado y os reprocho, a cada uno, y no ceso durante toda el día de posarme en todas partes. No os será deparado otro igual, atenienses. Por ello, si me hacéis caso, soltadme. Vosotros podéis bien, molestos como quienes son despertados durante el sueño, darme un golpe, prestando oídos a Anito, y matarme sin más, de tal manera que pasarías el resto de vuestra vida durmiendo, si el dios dolido por vosotros, no os enviara algún otro. Que soy de tal índole, como sólo alguien dado por el dios puede serlo, podríais conocerlo por lo siguiente: que no parece humano este abandono mío de mis propios asuntos y este dejar descuidadas mis cuestiones domésticas durante tantos años por obrar siempre en pro de vosotros, dirigiéndome en privado a cada uno, como un padre o un hermano mayor, persuadiéndole de preocuparse por la virtud. Y si yo sacara alguna ventaja de tales trabajos y amonestara por recibir algún pago, mi conducta tendría entonces alguna justificación. Mas ahora podéis ver vosotros mismos cómo mis acusadores, así como descaradamente me acusaron de todo lo demás, llegaron también, en su desfachatez, al extremo de afirmarlo, pero no les fue posible presentar un testigo de que yo alguna vez haya
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hecho dinero o exigido pago. Suficiente testigo es en cambio el que yo traigo de que digo la verdad: mi pobreza.
Quizá pueda parecer extraño que yo, por aconsejar en privado a cada uno, ande atareado de un lado para otro y me mezcle en los asuntos de los demás, pero no ose aparecer públicamente, subir a la tribuna ante la multitud y aconsejar a la Ciudad. La causa de esto es aquello que vosotros me habéis oído mentar más de una vez y, en diversas situaciones, que yo experimento algo divino y demoníaco, [como una voz], aquello que Meleto ha mentado también, en son de burla, en su acusación. A mí esto me sucede desde niño; surge una voz y cada vez que lo hace me aparta de aquello que estoy a punto de emprender, pero nunca me incita. Esto es lo que se opone a que yo actúe en política y, según me lo parece, con mucha razón. Pues sabed bien, atenienses, que si desde tiempo atrás me hubiera dedicado a las cuestiones públicas, hace tiempo que hubiera sucumbido, y ni a vosotros os hubiera sido de provecho en nada, ni a mí mismo tampoco. Y no os irritéis conmigo por deciros la verdad. Porque no hay ningún hombre que pueda salvarse si se opone franca y noblemente a vosotros o a otra multitud cualquiera para impedir que se cometan en la Ciudad muchas injusticias y acciones ilegales. Es necesario, en cambio para quien lucha efectivamente por la justicia -si quiere sobrevivir, aunque sea algún
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tiempo - actuar en privado y no en público.
Os presentaré, en cuanto a mí toca, pruebas muy sólidas de esto, y no palabras, sino lo que vosotros estimáis: hechos. Escuchad pues lo que me ha sucedido, para que sepáis que no hay hombre alguno ante quien yo pueda ceder contra lo justo por temor de la muerte, sino al contrario, que por no ceder moriría. Os hablaré con jactancia y en estilo forense, pero con verdad. Y bien, atenienses, yo nunca ejercí mando alguno en la Ciudad, pero fui miembro del consejo una vez. Y se dio la circunstancia de que la tribu Antióquida, la nuestra, ejerciera la pritanía, cuando vosotros decidisteis - en contra de la ley, como ulteriormente os pareció a todos vosotros- que los diez generales que no habían recogido a los caídos en la batalla naval fueran juzgados, no uno a uno, sino todos juntos. Entonces yo fui el único de los pritanos que se opuso a que hicierais algo en contra de la ley y voté en contra. Y aunque los oradores estaban dispuestos a denunciarme y hacerme arrestar sin más, aunque vosotros apremiabais a gritos, consideré que debía arrostrar el peligro junto a la ley y a lo justo antes de unirme a vosotros en decisiones injustas por temor de la prisión o de la muerte. Y esto acaeció cuando todavía era democrático el gobierno de la Ciudad. Luego que advino la oligarquía, los treinta me mandaron llamar una vez a la rotonda con otros cuatro, y nos ordenaron
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traer de Salamina, para darle muerte a León de Salamina, del mismo modo como encomendaban a muchos la ejecución de tantas órdenes, porque querían implicar al mayor número posible en su responsabilidad. Entonces yo demostré otra vez, no con palabras, sino de hecho, que a mí la muerte - si no resulta demasiado cruda la expresión - no me importa absolutamente nada, pero que el no hacer nada injusto ni impío, esto sí me importa en todo sentido. A mí, en efecto, aquel gobierno no me atemorizó tanto - con todo lo violento que era - como para hacerme ejecutar algo injusto. Por el contrario, luego que abandonamos, la rotonda, los otros cuatro sí se dirigieron a Salamina, de donde trajeron a León, yo en cambio me alejé camino de mi casa. Probablemente hubiera muerto por esto, si el gobierno no hubiera caído poco tiempo después. Y muchos podrán ser testigos de estos hechos ante vosotros.
¿Creéis, acaso, que yo habría llegado a vivir tantos años, si me hubiera dedicado a los asuntos públicos y, dedicándome a ellos como un hombre bueno, hubiera defendido lo justo y, como es debido, lo hubiera colocado por encima de todo? Ni mucho menos, atenienses. Ni tampoco ningún otro hombre. Mas en cuanto a mí, si alguna vez actué públicamente, se encontrará que tal he sido, y así, en mi actuación privada el mismo, tal en ambos casos, que nunca he cedido a nadie en nada contra lo justo, ni a ningún otro ni a ninguno de éstos, a quienes mis calumniadores,
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llaman discípulos míos. Yo no he sido jamás maestro de nadie; mas si alguien, sea joven o viejo, desea oírme hablar cuando yo cumplo lo que a mi me toca, yo nunca me he sustraído a nadie y ni es que yo dialogue por dinero, ni que por no recibirlo deje de hacerlo, sino que tanto al rico como al pobre, del mismo modo me ofrezco para que me pregunte como así también para que, respondiéndome, oiga lo que yo pueda decirle. Y si de ellos alguno resulta hombre cabal y de provecho, o no resulta así, no sería equitativo hacerme responsable de ello, pues ni prometí nunca a nadie aprendizaje alguno ni jamás he impartido enseñanza. Pero si alguien afirma que alguna vez ha aprendido o escuchado de mí en privado algo que no hayan escuchado cualesquiera otros, sabed bien que no dice la verdad.
Mas, ¿por qué pues se complacen algunos en pasar tanto tiempo en mi compañía? Lo habéis oído, atenienses, os dije toda la verdad: porque gozan al presenciar cómo examino a quienes creen ser sabios, pero no lo son. Pues no deja de ser grato. Pero a mí, tal cual lo afirmé y lo repito, me ha sido ordenado por el dios hacer esto, mediante oráculos, mediante ensueños, por todos los medios como una divina providencia alguna vez pueda haber ordenado a un hombre hacer algo. Estas cosas, atenienses, son tan verdaderas como fáciles de someter a prueba. Pues si en verdad yo corrompo a algunos jóvenes y a otros los he corrompido,
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forzoso sería que, si algunos de ellos, llegados a mayor edad, hubieran advertido que yo les había aconsejado algo malo en su temprana juventud, ahora se levantaran para acusarme y vindicarse. Y si no quisieran hacerlo ellos mismos, algunos de sus familiares, padres o hermanos, u otros de sus allegados, si yo hubiera hecho daño a aquéllos de sus próximos, deberían tenerlo presente ahora y vindicarlos. En todo caso veo a muchos de ellos presentes aquí, en primer lugar a Critón aquí presente, camarada de mi edad y del mismo demo que yo, padre de Critóbulo aquí presente, Lisanias de Esfeto, padre de Esquines aquí presente, Antifón de Cefisia, padre de Epigenes; otros también, cuyos hermanos han frecuentado mi trato, como Nicostrato, hijo de Teozótides, hermano de Teodoto - y Teodoto ha muerto, de modo que él al menos no podría influir sobre Nicostrato para que callara - y Paralo, hijo de Demódoco, de quien era hermano Teages; y Adamanto, hijo de Aristón, de quien es hermano Platón aquí presente, y Ayantodoro, de quien es hermano Apolodoro aquí presente. Y muchos otros, puedo nombramos, de los cuales a alguno, por lo menos, debería haber citado Meleto como testigo durante su propio discurso. Si, lo olvidó entonces, que lo cite ahora - le cedo mi lugar- y que hable, si tiene algo que aducir en este sentido. Pero os encontraréis, atenienses, con todo lo contrario; todos están dispuestos a ayudarme, a mí, el corruptor, el que ha
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hecho daño a sus familiares, como dicen Meleto y Anito. Pues si los corrompidos mismos podrían tener un motivo para ayudarme, sus familiares, hombres de mayor edad a quienes no he corrompido, ¿qué otro motivo podrían tener para ayudarme, excepto la recta y justa razón de saber que Meleto miente y que yo digo la verdad?
Y bien, atenienses, lo que yo tendría que decir para defenderme más o menos a estas cosas y quizá otras del mismo tenor. Es posible que alguno de vosotros sienta indignación al acordarse de su propia conducta si, al sufrir un proceso, y mucho menos grave que éste, rogó e imploró a sus jueces con abundantes lágrimas, hizo comparecer a sus hijos pequeños para inspirar la mayor compasión posible, y a otros de sus familiares, y a muchos amigos, y en cambio yo no haré nada de eso, por lo que se ve, y eso que estoy corriendo, como le parecería a él, el postrero y máximo peligro. Es posible que alguno, al pensar estas cosas, más se encone contra mí y que, irritado por esos mismos motivos, deposite con ira su voto. Y digo, si alguno de vosotros experimentara tales sentimientos, pues por mi parte no lo creo; pero si no obstante hubiera alguno, me parecería hablarle como es debido diciéndole: "Yo, buen hombre, también tengo, por supuesto, algunos familiares. También para mí vale aquello de Homero, que yo tampoco provengo 'de árbol o de piedra’, sino de seres humanos, de modo que tengo familia, y también
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hijos, tres, uno ya jovencito, los dos restantes niños todavía. Sin embargo, no he hecho, comparecer a ninguno de ellos para rogaros me absolváis". ¿Por qué, pues, no haré nada de eso? No es por soberbia o por terquedad, atenienses, ni porque os desprecie. Que sea capaz de mirar a la muerte cara a cara o no lo sea, es otra cuestión, dejémosla. Pero de todos modos, en lo que toca al buen nombre, tanto al mío como al de la Ciudad toda, no me parece bello hacer nada de eso, ni en mis años, ni dado este nombre que tengo, pues sea éste verdadero a falso, de todos modos es opinión general que Sócrates se distingue por algo del común de la gente. Pues si aquéllos de vosotros, reputados superiores por la sabiduría, por el valor o por cualquier otra virtud, se comportaran de ese modo, sería vergonzoso. Sin embargo tales he visto más de una vez, a sujetos reputados de ser algo, hacer cosas increíbles cuando son juzgados, como si hubieran de padecer, una desgracia tremenda en caso de morir, tal como si hubieran de ser inmortales en caso de que vosotros no los hicierais morir. Tales hombres me parecen cubrir de deshonra a la Ciudad, al punto de que algún extranjero podría llegar a suponer que quienes se distinguen por la virtud entre los atenienses, elegidos por sus propios conciudadanos para los cargos públicos y para los demás honores, en nada se distinguen de las mujeres. Y bien, atenienses, tales cosas no deben hacerlas quienes en alguna medida tienen fama de ser algo;
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ni hacerlas vosotros si sois juzgados, ni como jueces permitirlas, si las hacemos nosotros. Debéis demostrar, por el contrario, que estáis mucho más dispuestos a condenar a quienes representan esas deplorables escenas que al que se comporta con calma.
Pero aparte del buen nombre, atenienses, no me parece tampoco justo ni suplicar al juez, ni por haber suplicado ser absuelto, sino informar al juez y convencerle. Pues el juez no ocupa su sitial para hacer de la justicia un favor, sino para discernir lo justo, y ha prestado juramento de no hacer favor a quien le parezca, sino de administrar justicia de acuerdo con las leyes. De tal manera que, ni nosotros debemos acostumbrarnos al perjurio, ni vosotros dejaros acostumbrar, pues entonces ni jueces ni acusados obraríamos piadosamente. No pretendáis pues de mí, atenienses, que haga ante vosotros lo que no considero ni bello, ni justo, ni piadoso, sobre todo, ¡por Zeus!, acusado de impiedad por el Meleto este. Pues es evidente que si yo os persuadiera, forzándoos mediante súplicas en contra de vuestro juramento, os estaría enseñando a no creer en la existencia de los dioses y sencillamente, al defenderme, me acusaría a mí mismo de no creer en ellos. Pero no es así, ni mucho menos. Creo en ellos, atenienses, como ninguno de mis acusadores, y confío a vosotros y al dios el decidir sobre mí según sea para mí lo mejor y para vosotros.
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Para que no me indigne, atenienses, por lo sucedido - que vuestro veredicto ha sido de culpabilidad - contribuyen muchos motivos, entre otros, que no era inesperado para mí. Mucho más me admira el número de votos en uno y otro sentido, pues por mi parte no creí que la diferencia fuera tan pequeña, sino mucho mayor. Al contrario, si sólo 30 votos, por lo visto, se hubieran inclinado a mi favor, habría salido absuelto. De Meleto opinaría que, aun así, he escapado. Y no sólo me escapo de él, sino que, como salta a la vista de cualquiera, si Anito y Licón no se hubieran presentado a acusarme, sería a más deudor de mil dracmas por no haber reunido un quinto de los sufragios.
Bien; mi acusador solicita para mí la pena de muerte. Y yo a mi vez, atenienses, ¿qué pena propondré? Por supuesto la que merezca. ¿Cuál pues? ¿Qué debo pasar o pagar por ello, porque no se me dio por llevar una vida tranquila, sino que, despreocupándome de aquello que desvela al común de los hombres - cómo ganar más, cuidar mejor sus intereses domésticos, ocupar mandos militares, destacarse en las asambleas del pueblo, ocupar otras magistraturas, actuar en camarillas políticas y tomar partido en las revueltas producidas en la Ciudad - por considerarme demasiado probo y escrupuloso para salvar la vida en tales lances, no emprendí ningún camino por el cual no os hubiera sido de provecho ni a vosotros ni a mi mismo, sino que, dirigiéndome en privado a cada
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uno e intentado hacerle el mayor de los servicios, como yo lo entiendo, al tratar de persuadir a cada uno de vosotros de que no se preocupe de lo suyo en nada antes que de sí mismo, y de cómo llegar a ser tan cabal y sensato como sea posible, ni de los hechos de la Ciudad antes que de la Ciudad misma, y de preocuparse así de los demás según este mismo criterio? ¿Qué es pues lo que merezco sufrir por haberme comportado así? Ha de ser algo bueno, atenienses, si he de proponer una pena que en verdad concuerde con mi merecimiento; y algo de tal naturaleza, que convenga a mi condición. Pues bien, ¿qué conviene a un benefactor pobre que necesita tiempo libre para amonestaros? Nada hay, atenienses, que pueda convenir mejor a hombre de tal índole, como alimentarle en el pritáneo; y mucho más a él que a uno de vosotros cuando con su caballo de carrera, su biga o su cuadriga ha vencido en los juegos olímpicos. Porque éste logra sólo que parezcáis felices, yo en cambio que lo seáis; porque aquél no carece de sustento, y yo bien lo necesito. Si es preciso que yo estime lo que en justicia merezco, esto propongo: ser alimentado en el pritáneo.
Mas quizá al decir estas cosas os parezca que hablo así, como cuando menté los lamentos y las súplicas, obstinado en mi soberbia. Pero no es éste mi ánimo atenienses; lo que me anima es más bien como sigue. Estoy convencido de no cometer injusticia contra nadie, al menos voluntariamente; no puedo, empero, convenceros
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de ello, pues sólo hemos dialogado durante breve tiempo. Creo, en efecto, que si vosotros tuvierais por ley, como en otros pueblos, no fallar nunca un proceso capital en un solo día, sino en varias audiencias os habrías convencido; pero no es hacedero apartar de sí en tan poco tiempo tamañas imputaciones. Convencido pues, como lo estoy, de no haber cometido injusticia contra nadie, tampoco voy a cometer una contra mí mismo por cierto, a declarar contra mí que merezca castigo, a proponer algo por el estilo contra mí. ¿Qué puedo temer? ¿Que haya de pasar lo que Meleto propone para mí, aquello que yo afirmo no sé si es un bien o es un mal? ¿He de elegir, en lugar de eso, alguno de aquellos que yo bien sé que son males, para proponérmelo como pena? ¿Prisión, por ejemplo? Pero, ¿por qué he de vivir en la prisión, esclavo de los magistrados que vayan ejerciendo la autoridad, los once? ¿Quizá, entonces, una multa, y prisión hasta que la haya saldado? Mas esto equivaldría a lo que decía, hace un momento, ya que no tengo dinero para pagarla. Pero entonces, ¿propondré el destierro? Esto, quizá, es lo que vosotros propondrías para mí. Mas un irresistible apego a la vida debería dominarme, atenienses, si a tal punto me encontrara ofuscado que no pudiera calcular que si vosotros, mis conciudadanos, no fuisteis capaces de soportar mis pláticas y mis dichos, que os resultaron, por el contrario, pesados y odiosos al punto de moveros a buscar ahora desembarazaros de ellos,
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¿otros acaso los soportarían mejor? De ningún modo, atenienses. ¡Bella sería mí vida! Expatriarme viejo como soy y errar, mudándome de una ciudad a otra, expulsado de todas. Pues sé muy bien que, allí donde vaya, los jóvenes acudirán a escucharme, como aquí, y que, si los rechazo, ellos por sí mismos me harán expulsar persuadiendo a los mayores, y si no los rechazo, serán entonces sus padres y sus familiares quienes lo harán a causa de ellos.
Mas alguien podría decirme: "Pero Sócrates, si callaras y llevaras una vida sosegada, ¿ no te sería posible vivir en el destierro? Esto es, precisamente, lo más difícil de hacer admitir a algunos de vosotros. Pues si digo que esto sería desobedecer al dios y que por ello no puedo 11amarme a sosiego, no me lo creeréis, pensando que ironizo una vez más. Si por otra parte digo que es realmente un bien para el hombre, y aun el mayor bien, el discurrir cada día sobre la virtud y sobre los demás temas, en torno a los cuales me oís discurrir y examinarme a mí mismo y a los demás, y que la vida sin examen no merece ser vivida, esto me lo creeréis menos todavía. Pero esto es ciertamente así, atenienses, como yo lo afirmo, sólo que no es fácil convencemos de ello. Considerad también que al mismo tiempo yo no me he acostumbrado a considerarme merecedor de algo malo. En efecto, si tuviera fortuna, propondría una multa tan elevada como la suma que pudiera desembolsar,
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ya que en nada me dañaría eso; pero el hecho es que no tengo dinero. A no ser que vosotros quisieras estimar la multa en la suma que yo pudiera satisfacer. Bien podría pagaros, quizá, una mina de plata. Pues bien, propongo dicha, suma.
Mas Platón aquí presente, con Critón, Critóbulo y Apolodoro, me apremian para que proponga treinta minas, y se ofrecen como garantes. Propongo pues esta suma, de la cual ellos serán fiadores solventes ante vosotros.
Por no aguardar un plazo bien breve, atenienses, tendréis fama, por obra de quienes quieran injuriar a la Ciudad, y arrastraréis para ellos la culpa de haber dado muerte a Sócrates, varón sabio, pues dirán que soy efectivamente sabio, aunque no lo soy, quienes algo quieran reprocharos. Si hubierais aguardado un poco, en efecto, lo que acabáis de decir habría ocurrido por sí mismo. Bien podéis verlo por mi edad: como avanzado en la vida, así me encuentro cerca de la muerte. Pero no digo esto para todos vosotros, sino para quienes votaron por mi muerte. A ellos mismos va también dirigido lo que sigue. Quizá creéis, atenienses, que yo sucumbo falto de discursos tales que hubiesen podido persuadimos, si hubiera creído que hacia falta hacer o decir cualquier cosa, lo que fuera, con tal de escapar a la condena. Nada de eso. Me faltó algo, si, pero no discursos, sino osadía y descaro, y además voluntad para deciros cosas de
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tal tenor cuales vosotros con mayor agrado habríais escuchado: Sócrates lamentándose y gimiendo, diciendo y haciendo mil cosas igualmente indignas de mí, como yo lo afirmo, cosas tales que estáis por cierto acostumbrados a oír de otros acusados. Pero ni entonces creí forzoso hacer, ante el peligro, nada indigno de un hombre libre, ni ahora me arrepiento de haberme defendido de ese modo; antes bien, prefiero haberme defendido tal como lo he hecho y morir, que conservar la vida si me hubiera defendido de aquel otro modo. Nadie debe, en efecto, ni en los tribunales ni en la guerra, ni yo ni ningún otro, componérselas para escapar de la muerte apelando a todos los recursos, sin reparar en nada. También en los combates resulta claro que uno podría escapar al menos de la muerte arrojando las armas y suplicando humildemente a sus perseguidores. Y hay muchos otros medios para escapar de la muerte en cada clase de peligros, si uno no tiene reparos de apelar a todos los recursos de palabra y de hecho. Mas me temo que no sea esto precisamente lo difícil, atenienses, escapar de la muerte; mucho más arduo es, por el contrario, escapar de la maldad, pues corre más veloz que la muerte. En este caso yo, lento y anciano como soy, resulto alcanzado por el más lento, mientras mis acusadores, vigorosos y ágiles, son alcanzados por el más veloz, la maldad. Yo ahora he de salir de aquí condenado, como lo he sido, a muerte por vosotros; ellos sentenciados a maldad e injusticia perpetuas por la verdad.
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Yo me atengo a mi pena, ellos a la suya. Quizá hasta era preciso que esto resultara de este modo, y creo que, así, no deja de ser cabal.
A continuación deseo vaticinaros algo a vosotros, los que me habéis condenado. Pues piso el umbral desde donde los hombres mejor vaticinan: cuando están a las puertas de la muerte. Sostengo, pues, vosotros que me habéis condenado a morir, que poco después de mi muerte recibiréis un castigo mucho más grave que el que me habéis deparado al condenarme. Lo habéis hecho en la creencia de que sí os dispensaríais de rendir cuenta de vuestra vida, pero os resultará todo lo contrario, así lo afirmo. Crecerá el número de quienes os pidan cuentas, de aquellos a quienes he contenido hasta ahora sin que vosotros los advirtierais; serán más arduos cuanto más jóvenes y tanto más os exacerbaréis vosotros. En efecto, si creéis impedir, mediante ejecuciones, que alguien os reproche no vivir como es debido, no pensáis bien, pues tal modo de liberarse, ni es posible sin más, ni es noble; el más noble, como el más hacedero, es aquel otro, no coartar a los demás, sino antes bien prepararse uno mismo para ser tan excelente como sea posible. Esto quería vaticinaros a vosotros, los que me habéis condenado, antes de despedirme.
Con quienes votaron por mi absolución quisiera de buena gana discurrir sobre lo acontecido, mientras los magistrados se encuentran atareados todavía y aún no debo marcharme adonde llegado, es preciso
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que yo muera. Atendedme pues entre tanto, atenienses; nada impide que discurramos mientras nos sea dado hacerlo. Estoy dispuesto, como amigos míos que sois, a explicaros lo que me ha acontecido y qué pueda significar. Y bien, jueces -llamándoos jueces a vosotros creo expresarme con rigor- me ha acontecido algo extraordinario. La acostumbrada voz previsora, la de lo demoníaco, se hacía oír con mucha frecuencia y se oponía, aun en casos por demás triviales, cada vez que me encontraba a punto, de obrar para mal mío. Hoy me ha sucedido lo que vosotros mismos podéis ver, lo que alguno, ciertamente, podría creer es el último de los males y que por tal es tenido. Sin embargo, el signo de dios no se opuso, ni esta mañana temprano, al salir de mi casa, ni al ascender aquí para comparecer ante el tribunal, ni en momento alguno de mi discurso, cuando quería decir algo. En otras oportunidades, empero, a menudo me detuvo mientras hablaba. Ahora en cambio, a propósito de todo este proceso, no se ha opuesto en ningún momento a que yo haga o diga algo. ¿A qué debo atribuirlo? Os lo diré: es probable que lo acontecido sea un bien para mí y que de ningún modo pensemos rectamente, si creemos que el morir es un mal. Para mí es una prueba decisiva de ello, pues no es posible que no se me opusiera el signo acostumbrado si no hubiera estado obrando, de algún modo, para bien mío.
Mas reflexionemos también del modo
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siguiente en qué medida hay fundadas esperanzas de que lo acontecido sea un bien. Pues una de dos: o bien el estar muerto es como no ser nada y no sentir nada, o bien, como se suele decir, la muerte es un cambio de estado y una migración del alma de este mundo a otro lugar. Y si no se siente nada, si la muerte es como un dormir en el cual no tenemos ni siquiera un sueño, entonces morir es ganar mucho. Pues yo creo, en efecto, que si alguien debiera elegir aquella noche en la cual durmió tan profundamente que no tuvo ni siquiera un sueño y, comparándola con las restantes noches y los restantes días de su vida, debiera decir, luego de examinarlo bien, cuántas noches y cuántos días de su vida vivió mejores y mas agradables que aquella noche, durante toda su vida, creo que no ya un particular cualquiera, sino hasta el gran rey, encontrarla que son muy fáciles de contar frente a sus restantes días y sus restantes noches. Si la muerte es pues algo así, digo que morir es ganar, pues entonces el tiempo todo no parece ser más largo que una sola noche. Mas si la muerte, en el otro sentido, es como un migrar de este mundo a otro lugar, y es verdad lo que suele decirse, que allí están todos los muertos, ¿qué bien sería, jueces, superior a éste? Pues si alguno, llegado al Hades, liberado de estos que se dicen sus jueces, encontrara a los verdaderos jueces dispensadores de justicia, de quienes también se dice que allí hacen justicia, Minos, Radamante, Éaco, Triptolemo y cuantos
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semidioses fueron justos durante su vida, ¿acaso no valdría la pena una tal migración? Y aparte de eso, poder tratar a Orfeo, Museo, Hesíodo y Homero, ¿cuánto daría más de uno de vosotros a cambio de eso? Yo al menos estoy dispuesto a morir muchas veces, si eso es verdad. A más de que, especialmente para mí, seria un maravilloso solaz allí, cuando encontrara a Palamedes, a Aiax, hijo de Telamón, o a otro de los que en tiempos antiguos murieron por una decisión injusta, comparar mi caso con los suyos - como bien lo creo, no dejaría de ser grato - y lo que en verdad es más importante, pasar mis días examinando e indagando a los de allá, quién de ellos es sabio y quién creé serlo pero no lo es. ¿Qué no daría uno, jueces, por poder examinar así a quién condujo la gran expedición contra Troya o bien a Ulises o a Sísifo, y a muchos más que uno no podría nombrar, hombres y mujeres? Cultivar el trato de los de allá, dialogar con ellos y examinarlos, ¿no sería una indecible felicidad? En todo caso, sabemos que allí no matan a nadie por ese motivo. Pues no sólo son de todos modos más felices que nosotros, sino también inmortales por el resto del tiempo, al menos si lo que se dice es verdad.
Mas es menester que también vosotros, jueces, cifréis buena esperanza a propósito de la muerte y que tengáis esto como una verdad: que ningún mal puede alcanzar al hombre bueno, ni en la vida, ni después de la muerte, y que los dioses no se despreocupan de su suerte. Tampoco
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mi caso ha sucedido a la ventura. Para mí resulta claro, por el contrario, que era mejor morir ahora y verme liberado de trabajos. De ahí que el signo no me haya detenido en ningún momento y que tampoco yo guarde rencor a quienes votaron por mi condena ni a mis acusadores. Sin embargo, no me condenaron ni me acusaron con esta intención, sino creyendo hacerme un daño; esto es lo que en ellos resulta censurable. Tanto como esto les pido, sin embargo: en mis hijos, cuando crezcan, tomaos venganza, mortificándolos del mismo modo como yo os mortificaba, si os parecen preocuparse de riquezas o de otra cosa antes que de la virtud. Y si se creen ser algo sin serlo, reprochádselo como yo os lo reprochaba a vosotros, porque no se preocupan de lo que es debido y creen ser algo sin mérito ninguno. Si hacéis esto, habré recibido de vosotros lo que merezco, tanto yo como mis hijos. Mas ya es tiempo de marcharse; yo para morir, vosotros para vivir. Quién de nosotros lleve la mejor parte, nadie lo sabe, excepto el dios.
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Lista de principios de la ética socrática Del libro La ética de Sócrates de Gomez Lobo p. 210 muy modificado
(Pl) Una elección es racional si, y solo si, elige lo que es mejor para el individuo.
(P2) Para todo ser humano, lo mejor es ser un excelente ser humano.
(P3) Todo individuo antes de realizar una acción debe considerar exclusivamente si lo que hará es justo o injusto.
(P4) Uno no debe cometer una injusticia como respuesta a otra injusticia sufrida.
(P5) Cometer una injusticia es de cualquier forma malo y vergonzoso.
(P6) No debe hacerse nada que sea malo y vergonzoso.
(P7) Para ser un excelente ser humano, uno no debe de ninguna manera cometer una injusticia. P8) Todo individuo que haya aceptado una posición en la creencia de que es para lo mejor debe permanecer en su puesto.
(P9) Todo individuo a quien su superior (sea hombre o dios) le haya asignado una posición debe permanecer en su puesto.
(P10) Los acuerdos justos deben cumplirse.
(P11) Debe valorarse por encima de todas las cosas, no la vida, sino la vida buena.
(P12) La vida buena es la vida noble y justa.
(P13) Algo es bueno para el individuo si, y sólo si, es moralmente justo.
(P14) El mayor bien, la felicidad, consiste en actuar de modo noble y bueno.
LA MEMORIA DEL POETA
Detienne, Marcel: Los maestros de verdad en la Grecia arcaica, Madrid, Taurus, 1981.
Invocada por el poeta al comienzo de un canto, la Musa debe dar a conocer los acontecimientos del pasado: “Y decidme ahora, Musas, que habitáis el Olimpo- pues sois vosotras, diosas, por doquiera presentes, y que todo lo sabéis, mientras que nosotros no oímos más que un ruido y nada sabemos-, decidme, cuáles eran los caudillos, los jefes de los Dánaos. A la muchedumbre no podría enumerarla ni nombrarla aunque tuviese diez lenguas, diez bocas, una voz infatigable y un corazón de bronce en mi pecho, a menos que las hijas de Zeus que lleva la Égida, las Musas del Olimpo, no recordasen a aquellos que llegaron a Ilión”. La palabra del poeta tal y como se desarrolla en la actividad poética, es solidaria de dos nociones complementarias: la Musa y la Memoria. Estas dos potencias religiosas dibujan la configuración general que confiere a la Alétheia poética su significación real y profunda
¿Cuál es el significado de la Musa? ¿Cuál es la función de la Memoria? A menudo ha sido advertida, en el panteón griego, la presencia de divinidades que llevan el nombre de sentimientos, pasiones, actitudes mentales, cualidades intelectuales, etc. Moûsa es una de esas potencias religiosas que sobrepasan al hombre “en el mismo momento en que éste siente interiormente su presencia”. En efecto, por la misma razón que la métis, facultad intelectual, responde a Métis, esposa de Zeus, y thémis, que es una noción social, responde a la gran Thémis, otra esposa de Zeus, un nombre común moûsa corresponde, en el plano profano, a la Musa del panteón griego. Numerosos testimonios de la época clásica nos permiten pensar que moûsa, en su acepción no vulgar, quiere decir la palabra cantada, la palabra ritmada. Este doble valor de moûsa -nombre común y fuerza divina- déjase captar particularmente bien en un “discurso antiguo”, transmitido por Filón de Alejandría: “Cántase un viejo relato, imaginado por los sabios y transmitido de memoria como tantos otros, de generación en generación...Es como sigue: Cuando el Creador hubo acabado el mundo entero, preguntó a uno de los profetas si habría deseado que de entre todas aquellas cosas que habían nacido sobre la tierra alguna no existiera. Respondióle el otro que todas eran absolutamente perfectas y completas, y que solamente una allí faltaba, la palabra laudatoria...El Padre de Todo escuchó este discurso y habiéndolo aprobado creó sin dilación el linaje de las cantoras llenas de armonías, nacidas de una de las potencias que le rodeaban, la virgen Memoria, a la que el vulgo, alterando el nombre, llama Mnemosyné”. Dase entre las Musas y la “palabra cantada” -especificada aquí como “Palabra de alabanza” -una estrecha solidaridad, solidaridad que afírmase aún más netamente en los muy explícitos nombres que portan las hijas de Memoria, ya que toda una teología de la palabra cantada se desarrolla en ellos. Clío, por ejemplo, connota la gloria, la gloria de las grandes hazañas que el poeta transmite a las generaciones futuras; Talía hace alusión a la fiesta, condición social de la creación poética; Melpómene y Terpsícore despiertan ambas las imágenes de la música y de la danza. Otras, así Polimnia y Calíope, expresan la rica diversidad de la palabra cantada y la voz potente que da vida a los poemas. Las epíclesis más antiguas de las Musas son asimismo reveladoras: mucho tiempo antes de Hesíodo, las Musas existían en número de tres. Eran veneradas en un santuario muy antiguo, situado en el Helicón, y llamábanse Meleté, Mnemé y Aoidé; cada una de ellas portaba el nombre de un aspecto esencial de la función poética. Meleté designa la disciplina indispensable para el aprendizaje del méster de aedo: es la atención, la concentración, el ejercicio mental; Mnemé es el nombre de la función psicológica que permite la recitación y la improvisación; Aoidé es el producto, el canto épico, el poema acabado, término último de la Meleté y de la Mnemé. Otras nomenclaturas han sido también atestiguadas. Cicerón refiere una donde las Musas son en número de cuatro: Arché, Meleté, Aoidé y Thelxinoé. Dos de ellas desarrollan aspectos inéditos: Arché es el principio, el original, pues la palabra del poeta busca cómo descubrir lo original, la realidad primordial. Thelxinoé es la seducción del espíritu, el encantamiento que la palabra cantada ejerce sobre el otro. Todos los epítetos de la Musa, a través de los cuales se desarrolla una auténtica teología de la palabra, testimonian, pues, la importancia, en los medios de aedos y poetas inspirados, de la equivalencia entre la Musa y la noción de “palabra cantada”.
La palabra cantada es, sin embargo, inseparable de la Memoria: en la tradición, las Musas son hijas de Mnemosyne; en Chios portan el nombre de “remembranza” y también son ellas quienes hacen que el poeta “se acuerde”. ¿Cuál es la significación de la memoria? ¿Cuáles son sus relaciones con la palabra cantada? En primer lugar, el estatuto religioso de la memoria, su culto en los medios de aedos y su importancia en el pensamiento poético, no pueden comprenderse si no tenemos en cuenta que, del siglo XII al siglo IX, la civilización griega no va a fundirse en la tradición escrita, sino en las tradiciones orales. “¡Qué memoria era necesaria en aquellos tiempos! ¡Qué de indicaciones dábanse sobre los medios de identificar los lugares, sobre los momentos propicios para la empresas, a propósito de los sacrificios que habían de hacerse a los dioses...sobre los monumentos a los héroes, cuyos emplazamientos permanecían secretos y muy difíciles de encontrar en regiones tan alejadas de Grecia”. Una civilización oral exige un desarrollo de la memoria, necesita la puesta a punto de técnicas de memoria muy precisas. La poesía oral, de la que son resultado la Ilíada y la Odisea, no puede ser imaginada sin postular una auténtica “Mnemotecnia”. Las investigaciones de Milmann Parry y sus epígonos, han aclarado con creces los procedimientos de composición de los poetas, mediante el análisis de la técnica formularia: los aedos, en efecto, creaban a viva voz, “pero no a través de palabras, sino mediante fórmulas, mediante grupos de palabras construidos de antemano, preparados para engranarse en el hexámetro dactílico”. Tras la inspiración poética adivinase un lento adiestramiento de la memoria. Los poemas homéricos ofrecen, por otra parte, ejemplos de estos ejercicios “mnemotécnicos”, que debían asegurar a los jóvenes aedos el dominio de la ardua técnica poética: son los pasajes conocidos bajo el nombre de “catálogos”. Hay un catálogo de los mejores guerreros aqueos, otro de los mejores caballos. El catálogo de los ejércitos griego y troyano, por ejemplo, ocupa la mitad del segundo canto de la Ilíada, es decir, cuatrocientos versos que representan para un recitante una auténtica proeza.
Pero, ¿es la memoria de los poetas una función psicológica orientada como la nuestra? Las investigaciones de J.P. Vernant nos permiten afirmar que la memoria divinizada de los griegos no responde en modo alguno a los mismos fines que la nuestra; no tiende, en absoluto a reconstruir el pasado según una perspectiva temporal. La memoria sacralizada es, en primer lugar, un privilegio de determinados grupos de hombres constituidos en hermandades: como tal, se diferencia radicalmente del poder de acordarse de los otros individuos. En estos medios de poetas inspirados, la memoria es una omnisciencia de carácter adivinatorio; defínese, como el mántico, por la fórmula: “lo que es, lo que será, lo que fue”. Mediante su memoria, el poeta accede directamente, a través de una visión personal, a los acontecimientos que evoca; tiene el privilegio de ponerse en contacto con el otro mundo. Su memoria le permite “descifrar lo invisible”. La memoria no es solamente, pues, el soporte material de la palabra cantada, la función psicológica en que se apoya la técnica formularia, es también, y sobre todo, la potencia religiosa que confiere al verbo poético el estatuto de palabra mágico-religiosa. En efecto: la palabra cantada, pronunciada por un poeta dotado con un don de videncia, es una palabra eficaz; instituye por virtud propia un mundo simbólico-religioso que es lo real mismo. ¿Cuál es, desde entonces, la función del poeta? ¿Con qué fines utiliza su don de videncia? ¿Cuáles son los registros de la palabra cantada, inserta en la memoria? ¿Cuál es, en estos registros, el lugar y el valor de Alétheia?
Tradicionalmente, la función del poeta es doble: “celebrar a los Inmortales y celebrar las hazañas de los hombres intrépidos”. El ejemplo de Hermes puede ilustrar el primer registro: “Elevando la voz, tañendo armoniosamente la cítara, cuyo amable canto le acompañaba, realizó, mediante sus alabanzas a los dioses Inmortales y a la Tierra tenebrosa; decía lo que en un principio fueron y qué atributos recibió cada uno de ellos en el reparto...”. Nos situamos en el plano de los mitos de aparición y ordenamiento, de las cosmogonías, de las teogonías. Pero al lado de las historias divinas, existe también en toda la tradición griega una palabra que celebra las hazañas individuales de los guerreros. El primer hecho notable es, pues, la dualidad de la poesía: a la vez palabra que celebra la hazaña humana y palabra que cuenta la historia de los dioses. Este doble registro de la palabra cantada puede aclararse si lo ponemos en relación con un rasgo fundamental de la organización de la sociedad micénica. Parece, en efecto, que el sistema palatino estaba dominado por un personaje real, encargado de las funciones religiosas, económicas y políticas, y que, junto al rey todopoderoso, había un “jefe del Laos”, que mandaba sobre los hombres especializados en el oficio de las armas. En este Estado centralizado, el grupo de los guerreros constituía una casta privilegiada con un estatuto particular. Si el segundo registro de la palabra se corresponde perfectamente con este grupo social especializado en las actividades guerreras, ¿qué relación puede darse entre las teogonías y el personaje real? Las investigaciones sobre la prehistoria de las teogonías griegas permiten responder a esta pregunta. En efecto, si Hesíodo ha sido considerado largo tiempo como el primer testigo de una literatura teogónica, no se nos ofrece ya más que como la última prolongación de un largo linaje de relatos sobre los que los testimonios orientales, hititas y fenicios permiten arrojar alguna luz. El combate de Zeus contra los Titanes y la batalla contra Tifeo han sugerido a F.M. Cornford valiosas comparaciones con las teogonías de Babilonia y, más en particular, con el combate de Marduk contra Tiamat. La comparación se nos revela bastante instructiva, pues Babilonia ofrece ejemplo de una civilización en la que el relato mítico está todavía vivo, en donde se articula estrechamente con un ritual. Todos los años, el cuarto día de la fiesta real de la Creación del Año Nuevo, el rey mimaba el combate ritual que repetía la hazaña llevada a cabo por Marduk contra Tiamat. Al mismo tiempo que se desarrollaba el ritual, recitábase el poema de la Creación, el Enuma Elis. Ahora bien, J.P. Vernant ha podido mostrar que, en las cosmogonías y en las teogonías griegas, la ordenación del mundo era inseparable de los mitos de soberanía, y que los mitos de aparición, al tiempo que contaban la historia de las generaciones divinas, situaban en primer plano el papel determinante de un rey divino, el cual, tras numerosas luchas, triunfa de sus enemigos e instaura definitivamente el orden en el Cosmos. Sin duda, el poema de Hesíodo, principal testigo en Grecia de este tipo de relato, señala precisamente su decadencia, pues se trata de una obra escrita o, al menos, dictada, y no ya de un relato oral, pronunciado con ocasión de una fiesta ritual. No obstante, tendríamos en la persona de Hesíodo al único y último testigo de una palabra cantada consagrada a la alabanza del personaje real, en una sociedad centrada en la soberanía, tal y como de ello parece ofrecernos un ejemplo la civilización micénica. De nuevo, este personaje real no es sino Zeus. A este nivel, el poeta es ante todo un “funcionario de la soberanía”: recitando el mito de aparición, colabora directamente en la ordenación del mundo.
En el poema de Hesíodo es donde queda atestiguada la más antigua representación de una Alétheia poética y religiosa. ¿Cuál es, en efecto, la función de las Musas, según los términos de la teología de la palabra que se desarrolla en la Teogonía? Reivindican las Musas con orgullo el privilegio de “decir la verdad”. Esta Alétheia cobra todo su sentido en su relación con la Musa y la Memoria; en efecto, las Musas son las que “dicen lo que es, lo que será, lo que fue”; son las palabras de la Memoria. Tan sólo el contexto de la Teogonía induce, pues, a indicar la estrecha solidaridad de Alétheia y Memoria e, incluso, invita a no reconocer en estas dos potencias más que a una sola y misma representación. Sin embargo, será solamente colocando en su lugar las nociones que dominan el segundo registro del poeta cómo la Alétheia de Hesíodo cobrará toda su significación.
El segundo registro de la palabra poética está enteramente consagrado a la alabanza de las hazañas guerreras. Si el funcionamiento de este tipo de palabra cantada no nos ha sido directamente atestiguado por la civilización micénica, podemos fácilmente representárnoslo observando una sociedad griega arcaica como la antigua Esparta, dominada totalmente por el grupo de guerreros, rendida por entero a los trabajos de la guerra. Dos potencias temibles son ley en la antigua Esparta: la Alabanza y la Desaprobación. Esta sociedad, que ha planteado el principio de igualdad entre todos los ciudadanos, no conoce otra distinción que la que se deduce del elogio y de la crítica. Cada uno ejerce en ella un derecho de fiscalización sobre el otro, y, recíprocamente, siéntese cada uno bajo la mirada del otro. Este derecho de fiscalización se ejerce en todos los niveles del cuerpo social: en determinadas fiestas, como las Parteneas, tenían las jóvenes el privilegio de lanzar burlas a los jóvenes que habían cometido alguna falta; por el contrario, cuando eran dignos de ello, hacían largo tiempo su elogio público. Fortalecidos con la autoridad que les confería una sociedad organizada según el principio de clases por edad, los ancianos, que pasaban gran parte de la jornada en la “sala de conversaciones”, consagraban lo mejor de su tiempo al elogio de las buenas acciones y a la crítica de las malas. En una sociedad agonística, que valora la excelencia del guerrero, el dominio reservado a la Alabanza y a la Desaprobación no es más que el de los hechos de armas. En este plano fundamental, el poeta es el árbitro supremo: no es ya, en este momento, funcionario de la soberanía; está al servicio de la comunidad de los “semejantes” y de los “iguales”, de los que tienen en común el privilegio de ejercer el oficio de las armas. En una sociedad guerrera como la antigua Esparta ocupan las Musas, de pleno derecho, un importante lugar. Son honradas a doble título, primero como protectoras de los flautistas, de los liricistas y de los citaristas, ya que la música forma parte de la educación espartana, y las marchas y las cargas militares se hacen al son de la flauta y la lira. Pero las Musas tienen sobre todo otra función fundamental: si antes de cada encuentro los reyes les ofrecen un sacrificio, es para hacer recordar a sus “semejantes” los juicios que se dictarán sobre ellos, para alentarlos a desafiar el peligro, a llevar a cabo las hazañas “dignas de ser celebradas”, las hazañas que les valdrán una “memoria ilustre”.
En una sociedad de carácter agonístico, puede parecer paradójico que el hombre no se reconozca directamente en sus propios actos. Ahora bien, en la esfera del combate, el guerrero aristocrático parece obsesionado por dos valores esenciales Kléos y Kudos, dos aspectos de la gloria. Kudos es la gloria que ilumina al vencedor; especie de gracia divina, instantánea. Los dioses la conceden a unos y la niegan a otros. Por el contrario, Kléos es la gloria tal y como se desarrolla de boca en boca, de generación en generación. Si Kudos desciende de los dioses, Kléos asciende hasta ellos. En ningún momento el guerrero puede sentirse como agente, como fuente de sus actos: su victoria es puro favor de los dioses, y la hazaña, una vez llevada a cabo, no cobra forma sino a través de la palabra de alabanza. En definitiva, un hombre vale lo que vale su logos. Serán los maestros de la Alabanza, los sirvientes de las Musas, los que decidirán el valor de un guerrero; ellos son los que concederán o negarán la “Memoria”.
¿Cuál es el estatuto de la Alabanza? En el mundo aristocrático es, en principio, obligatoria: “Alabad de todo vuestro corazón, para ser justos, decía el Anciano del Mar, la hazaña, incluso la de vuestro enemigo”. Los poemas de Píndaro y Baquílides muestran el alcance de lo anterior: no son sino elogios a la fuerza de los brazos, a la riqueza de los reyes, al coraje de los nobles. Mas el poeta no prodiga sus alabanzas al primer recién llegado. El elogio es aristocrático: “Néstor y Sarpedón, el licio, ambos de gran renombre, han llegado a ser conocidos por nosotros gracias a los armoniosos versos que artistas de genio han compuesto. Son los cantos ilustres los que hacen durar el recuerdo del mérito, pero pocos llegarán a obtenerlos”. Por la potencia de su palabra, el poeta hace de un simple mortal “el igual de un rey”; le confiere el Ser, la Realidad ; su Alabanza es calificada de ετυμοζ. Ahora bien, (...) la palabra del poeta es un arma de dos filos: puede ser buena o mala. “El Elogio roza la Desaprobación”, dice Píndaro. La alabanza posee un aspecto negativo: “la Maledicencia de insaciables dientes” que tiene el rostro de Momos . El campo de la palabra poética parece estar polarizado por estas dos potencias religiosas: por un lado la Desaprobación, por el otro la Alabanza. En medio, el poeta, árbitro supremo: “rechazando la tenebrosa Desaprobación...ofreceré a un amigo, como una onda bienhechora, la alabanza real de su gloria”. Si en determinadas tradiciones la Desaprobación es palabra malévola, crítica positiva, queda definida también, mediante algunos de sus aspectos, como una ausencia, como una carencia de Alabanza. Calificado como “tenebroso”, Momos es, en el pensamiento religioso más antiguo, uno de los hijos de Noche, hermano de Lethé. Respecto a sus afinidades con el Olvido, la Desaprobación es el aspecto negativo de la Alabanza: simple doblete de Lethé, defínese como el Silencio. Olvido o Silencio, he ahí la potencia de muerte que se yergue frente a la potencia de vida, Memoria, madre de las Musas. Tras el Elogio y la Desaprobación, la pareja fundamental de las potencias antitéticas la constituyen Mnemosyné y Lethé. La vida del guerrero se juega entre estos dos polos. Corresponde al maestro de Alabanza el decidir que un hombre “no sea ocultado tras el velo negro de la oscuridad” o que le hagan fracasar el Silencio y el Olvido, que su nombre brille en la luz resplandeciente, o que sea definitivamente condenado a las Tinieblas. El campo de la palabra poética se equilibra por la tensión de potencias que se corresponden dos a dos: por un lado, la Noche, el Silencio; por otro, la Luz, la Alabanza, la Memoria. Las hazañas que se silencian mueren: “Olvidadizos son los mortales de todo lo que en sus ondas no han arrastrado los versos que proporcionan la gloria, de todo lo que no ha hecho florecer el supremo arte de los poetas”. Sólo la Palabra de un cantor permite escapar del Silencio y de la Muerte: en la voz del hombre privilegiado, en la vibración armoniosa que hace ascender la alabanza, en la palabra viva que es potencia de vida, se manifiestan los valores positivos, y desvélase el Ser de la palabra eficaz. Mediante su alabanza el poeta concede al hombre, que por naturaleza carece de ella, una “memoria”. Teócrito lo dirá brutalmente: muchas gentes ricas habrían quedado “sin memoria”, si no hubiera existido Simónides. No quiere decirse que estas gentes habrían sido privadas de la facultad de reconstruir su pasado temporal, sino, solamente, de que no habrían recibido el precioso bien al que Píndaro llama Memoria o Memorial. Mas no se trata ya del recuerdo vago y profano que los hombres no niegan a sus muertos. La “Memoria”, en efecto, es a menudo un privilegio que el poeta concede a los mismos vivos. La “Memoria” de un hombre es, con exactitud, el “eterno monumento de las Musas”, es decir, la misma realidad religiosa que la palabra del poeta, hendida en la Memoria, encarnada en el Elogio. En el plano de la palabra cantada, la Memoria posee, pues, un doble valor: por una parte, es el don de videncia que permite al poeta decir una palabra eficaz, formular la palabra cantada; por otra, esta misma palabra cantada es una palabra que jamás deja de ser, e identifícase con el Ser del hombre cantado.
¿Cuál es, en este sistema de pensamiento equilibrado por la tensión de estas dos potencias antitéticas, el lugar de Alétheia? La triple oposición de Memoria y Olvido, Elogio y Desaprobación, Luz y Noche, dibuja con mucha precisión la configuración que da a Alétheia su significación. Alétheia es una potencia a la que Píndaro llama “hija de Zeus” y que él invoca junto a la Musa, cuando “se acuerda”. Para Baquílides, Alétheia es la “conciudadana de los dioses, la única llamada a compartir la vida de los Inmortales”. Es una potencia tan grande que le arrastra hacia el terrible Momos: “Ciertamente la Desaprobación de los mortales se aplica a todos los trabajos, pero la Alétheia siempre triunfa”. Solidaria de la Alabanza, Alétheia no tiene una función diferente a la de la Memoria: “La piedra de Lidia revela la presencia del oro; en los hombres, la virtud tiene por testigo a la Sabiduría (de los poetas) y a la todo poderosa Alétheia”. En términos formales, Alétheia se opone a Lethé como se opone a Momos. Está junto a la luz: Alétheia da brillo y esplendor, “da lustre a todas las cosas”. Cuando el poeta pronuncia una palabra de elogio lo hace por Alétheia, en su nombre; su palabra es alethés, como su espíritu. El poeta es capaz de ver la Alétheia, es un “maestro de Verdad”.
+ -
Alabanza (Epainos) Desaprobación (Momos)
Palabra Silencio
Luz Oscuridad
Memoria Olvido
Alétheia Lethé
La misma relación Alétheia-Lethé es, muy posiblemente, la que organice las representaciones de la palabra cantada consagrada a los relatos cosmogónicos: las afinidades de Alétheia, pronunciada por las Musas, con Mnemosyné, que las ha traído al mundo, llevan a postular el segundo término de la pareja fundamental, Lethé. Determinadas indicaciones de una obra de Hesíodo, diferente por su objeto pero de espíritu similar, permiten paliar un poco el silencio de la Teogonía. Los trabajos y los días obedecen a la misma ideología poética que la primera obra hesiódica; el poeta es siempre inspirado por las Musas, su canto es el maravilloso himno que las diosas le han hecho oír. Como el profeta-adivino, Hesíodo se vanagloria de revelar los “designios de Zeus”. Sus palabras son calificadas de ετητυμα, palabras que tienen un carácter religioso por doble razón: la naturaleza religiosa de la función poética y, a la vez, el carácter sagrado de los trabajos de la Tierra que el poeta se propone revelar al arador de Ascra. En el pensamiento de Hesíodo, el trabajo de la Tierra es enteramente una práctica religiosa: los trabajos son aquellos que los dioses han reservado a los hombres, los días que distribuyen los trabajos en el curso del año son los días de “Zeus muy prudente”; el que conoce el encadenamiento ritual de los trabajos, el que se acuerda de cada rito, sin cometer ninguna falta por olvido, es “hombre divino”. La rigurosa observancia de las fechas y de los días prohibidos, es nombrada explícitamente Alétheia por Hesíodo. En Los trabajos y los días, la Alétheia es, pues doble: en primer lugar, la Alétheia de las Musas, la que el poeta pronuncia en su nombre y que manifiéstase en la palabra mágico-religiosa, articulada en la memoria poética; en segundo lugar, la Alétheia que posee como propia el arador de Ascra. “Verdad” que esta vez se define explícitamente por el “no -olvido” de los preceptos del poeta. Entre las nos no hay una diferencia fundamental: es la misma Alétheia, considerada bajo dos aspectos, ya en su relación con el poeta, ya en su relación con el arador que la escucha. Si el primero la posee por el solo privilegio de la función poética, el segundo no la puede alcanzar sino al precio de un esfuerzo de la memoria. El campesino de Ascra no conoce la Alétheia más que en la ansiedad de una memoria obsesionada por el olvido, el cual puede, repentinamente, ensombrecer su espíritu y privarle de la “revelación” de los Trabajos y los Días. Es a nivel del discípulo como se acusa la complementariedad de Alétheia y Lethé. Pero tras la relación, de algún modo “etimológica”, de la Alétheia del arador con Lethé, es posible reconocer, a nivel del maestro, otra relación homóloga de Alétheia con Lethé -no ya lethé, olvido de los hombres, sino Lethé, hija de Noche-. De esta doble relación entre Alétheia y Lethé, una en el plano religioso, la otra en el plano lingüístico, sólo la primera es fundamental: es la que estructura la representación de la palabra cantada, consagrada a la alabanza del personaje regio, como también organiza el campo de la palabra dedicada a la celebración de la hazaña guerrera.
Si la primera función del poeta no queda atestiguada sino a través de los últimos ecos de la literatura teogónica, la función de alabanza y desaprobación se mantiene hasta la época clásica, apoyada por poetas como Píndaro y Baquílides que continúan desempeñando, para minorías aristocráticas, el papel que sus predecesores han asumido. Pero en ese momento el sistema de pensamiento que consagraba la primacía de la palabra cantada como potencia religiosa no es más que un anacronismo, cuya fuerza de resistencia refleja la obstinada potencia de una determinada élite. Se reduce la misión del poeta a exaltar a los nobles, a alabar a los ricos propietarios que desarrollan una economía de lujo con gastos suntuarios, y que, enorgulleciéndose de sus alianzas matrimoniales se envanecen de sus cuádrigas o sus proezas atléticas. Al servicio de una nobleza tanto más ávida de alabanzas cuanto que sus prerrogativas políticas son discutidas, el poeta afirma de nuevo los valores esenciales de su función, y lo hace con tanto más esplendor cuanto que empiezan a aparecer anticuados conforme en la ciudad griega deja de haber lugar para este tipo de palabra mágico-religiosa, a medida que este sistema de valores es definitivamente condenado por la democracia clásica. En el límite, el poeta no es más que un parásito, encargado de devolver su imagen a la élite que le sustenta: una imagen embellecida de su pasado. Sorprende el contraste con el carácter de todopoderoso que el poeta poseía en la sociedad griega desde la época micénica hasta el fin de la época arcaica. En la sociedad micénica es posible que el poeta haya tenido la función de celebrante, de acólito de la soberanía, encargado de colaborar en la ordenación del mundo. En la época arcaica, incluso después de la decadencia de su función litúrgica, que coincide con la desaparición de la función de soberanía, permanece para la nobleza guerrera y aristocrática como un personaje todopoderoso: sólo él concede o niega la memoria. En su palabra los hombres se reconocen.
Funcionario de la soberanía o elogiador de la nobleza guerrera, el poeta es siempre un “Maestro de Verdad”. Su “Verdad” es una “Verdad” asertórica: nadie la pone en duda, nadie la prueba. “Verdad” fundamentalmente diferente de nuestra concepción tradicional, Alétheia no es la concordancia de la proposición con su objeto, tampoco la concordancia de un juicio con otros juicios; no se opone a la “mentira”: lo “falso” no se yergue cara a lo “verdadero”. La única oposición significativa es la de Alétheia y Lethé. En este nivel de pensamiento, si el poeta está verdaderamente inspirado, si su verbo se funda sobre un don de videncia, su palabra tiende a identificarse con la “Verdad”.
FILOSOFÍA – TEXTO 2
Detienne, Marcel
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Los Maestros de la Verdad en la Grecia Arcaica – Capítulo V: El Proceso de Secularización – Editorial Taurus – Madrid - 1981
Texto 2
Detienne, Marcel
Los Maestros de Verdad en la Grecia Arcaica , Madrid, Taurus, 1981
Cap. V. EL PROCESO DE SECULARIZACIÓN
Por absoluto que sea el imperio de la palabra mágico-religiosa, determinados medios sociales parecen haber escapado a él. Desde la época más remota están en posesión de otro tipo de palabra: la palabra-diálogo. Estos dos tipos de palabra se oponen en toda una serie de puntos: la primera es eficaz, intemporal; inseparable de conductas y de valores simbólicos; privilegio de un tipo de hombre excepcional. Por el contrario, la palabra-diálogo está secularizada, complementaria de la acción, inscrita en el tiempo, provista de una autonomía propia y ampliada a las dimensiones de un grupo social. Este grupo social está constituido por los hombres especializados en la función guerrera, cuyo estatuto particular parece prolongarse desde la época micénica hasta la reforma hoplita que señala el fin del guerrero como individuo particular y la extensión de sus privilegios al ciudadano de la Ciudad. En el plano de las estructuras sociales como en el de las estructuras mentales, el grupo de los guerreros ocupa, en efecto, un lugar central y excepcional. Por una parte, ya no cubre al grupo familiar más que al grupo territorial: los guerreros están repartidos en clases por edad y agrupados en hermandades. Quedan vinculados entre sí mediante relaciones contractuales, no por vínculos de sangre o parentela. Por otra parte, el grupo de los guerreros se singulariza por sus comportamientos y técnicas de educación. Como así lo atestiguan las sociedades dóricas, los guerreros, sufren unas pruebas iniciáticas que aseguran su cualificación profesional, consagran su promoción social y definen su vocación a la muerte, lo que les distingue radicalmente de los vivos. Este estatuto particular del grupo de los guerreros se define por igual en determinadas prácticas institucionales: juegos funerarios, reparto del botín, asambleas deliberativas que, en su solidaridad, dibujan una especie de campo ideológico, específico de este grupo social. Extraer los rasgos esenciales de la palabra-diálogo -que se opone absolutamente a la mágico-religiosa- consiste en desarrollar estas instituciones diversas, mostrar su recíproca iluminación, obtener -a través de su funcionamiento- una representación del espacio original, alcanzar, en definitiva, determinadas estructuras mentales inéditas.
Con los juegos funerarios nos situamos en un plano sólidamente estructurado, en el que gestos y palabras tienen significaciones definidas, plano social en el que se atestiguan costumbres muy antiguas, antiguos estados de pensamiento pero también terreno de prederecho, “privilegiado momento de vida colectiva”, en el que surgen procedimientos que serán más tarde los de un derecho constituido. Los juegos no se improvisan, obedecen a unas reglas. Cuando la hoguera de Patroclo se ha extinguido, Aquiles “retiene allí a su gente para reunirse en gran asamblea. De las naves trae los premios: calderos, trípodes, caballos, mulos, robustas cabezas de bueyes, cautivas de bonita cintura y hierro gris”. La asamblea de los guerreros define el espacio material de los juegos: es en sus límites donde se desarrollan las pruebas principales. Pero el espacio dibujado por la asamblea no es un espacio informe, sino un espacio centrado: cuando Aquiles trae los premios que, por generosidad de príncipe, pone en concurso, los “deposita en el centro”. No es una casualidad, sino una costumbre muy atestiguada. Tras los funerales de Aquiles, cuando los aqueos hubieron erigido “el más grande, el más noble de los túmulos”, Tetis en persona organizó los juegos funerarios: los premios incomparables “que ella había obtenido de los dioses para el concurso de los capitanes aqueos”, los “deposita en el centro de la asamblea”. No es el único ejemplo: cuando el autor del Escudo hesiódico describe la carrera de carros, precisa que “en el interior de la asamblea veíase, destinado al vencedor, un gran trípode de oro, obra ilustre del muy sabio Hefestos”. Ciro decreta que los bienes de los persas son la partida de la guerra, empleando la expresión siguiente :“Estos bienes son como los premios depositados en el centro”. Teognis evoca una justa que le enfrenta a un amigo, una justa cuyo premio es un joven en la flor de la juventud; el premio se encuentra “en el centro”. Demóstenes, en definitiva, habla en sentido figurado de “premios depositados en el centro”.
Si en el marco de la epopeya, la expresión impone la imagen de una asamblea de guerreros sentados en círculo, ¿cuál es el valor de este punto central? ¿Cuál es la imagen mental que transmite esta costumbre institucional? Para definir el valor del centro en este contexto de juegos, es necesario dar un rodeo por una institución que ocupa un lugar fundamental en el mismo grupo social de los hombres especializados en el oficio de las armas: el reparto del botín. En la mayor parte de los casos, cada combatiente trata de ganar las armas de sus enemigos, cada uno se esfuerza en hacer un botín “individual”. Pero junto a la toma inmediata y personal de bienes que van a engrosar la parte de las riquezas que cada uno lleva consigo a la tumba, hay rasgos de otra costumbre: los bienes tomados al enemigo son depositados “en el centro”. Cuando Teognis de Megara evoca el infortunio de los grandes propietarios, las desgracias de la ciudad, el naufragio del Orden, deplora no ver sino desastre y pillaje: “A viva fuerza, saquean (los villanos) las riquezas, todo orden ha desaparecido...¿Quién sabe si el botín es también objeto de un reparto semejante?”. El reparto del botín es δασμòζ εζ τò μεσον (distribución en el centro), pues el botín es con toda precisión “aquello que está depositado en el centro”. ¿Captura Ulises en una expedición al adivino Heleno? Lo lleva al “centro” por dos razones; en primer lugar, porque es el punto más a la vista de la asamblea y, en segundo lugar, porque es el lugar reservado a una “gran captura” que forma parte del botín de guerra de los aqueos. Al igual que los premios de los juegos funerarios, el botín de los guerreros es depositado εζ μεσον . Ahora bien, conocemos por la querella de Aquiles y Agamenón, el nombre que los griegos reservaban para estos bienes destinados al reparto: “las cosas puestas en común”. Mediante este rodeo podemos establecer una equivalencia entre el centro y lo que es común, equivalencia que se encuentra confirmada por todo lo que nosotros, por otra parte, sabemos de meson. Después de cada victoria, después de cada saqueo, el botín vuelve a dejarse en manos del jefe, en las manos de aquel que representa a la colectividad. A través del jefe de guerra, es el grupo mismo el que ejerce un derecho de fiscalización sobre las riquezas, derecho que conserva hasta el momento del reparto. Las modalidades no nos son directamente conocidas: por el discurso vehemente de Aquiles, sabemos solamente que “el Rey distribuye poco, pero guarda mucho”. Sin embargo, la escena de los juegos puede paliar a su vez este efecto de información, pues el reparto del botín y la atribución de los premios en los juegos parecen obedecer a un mismo mecanismo institucional.
Cada vez que Aquiles “pone en juego” un objeto de premio, lo deposita εζ μεσον; allí es donde el vencedor viene a cogerlo, propiamente hablando a “recogerlo”. Uno de los gestos más característicos de los juegos es, en efecto, la toma de posesión de los premios. Pero el carácter específico de esta adquisición no se muestra claramente sino en su oposición a otra forma de apropiación que la misma escena menciona repetidas veces: el recibir y, correlativamente, dar, el acto de “poner en la mano”. A los concursantes desafortunados, a Néstor, demasiado viejo para participar en la carrera y, en general, a aquellos que no tienen ningún derecho de posesión sobre los premios, Aquiles “pone en la mano” un objeto, trípode o coraza, de sus reservas. Sin duda se trata en uno y otro caso de bienes que pertenecen a Aquiles; pero, en el primer caso porque han sido depositados “en el centro”, los bienes propios de Aquiles...se convierten, como los objetos del botín, en “cosas comunes”; pierden su carácter de objeto distinguido por un derecho de propiedad. Son “res nullius”. La toma de posesión del vencedor puede ejercerse sobre ellos sin demora. Por el contrario, cuando Aquiles pone en manos de Néstor la copa que él mismo ha recogido “del centro”, le concede un don personal, semejante en todo al que concede a Eumelos, cuando, para recompensarle, hace traer de su tienda una coraza y se la “pone en la mano”. Al don personal que crea un vínculo entre dos hombres y obliga al beneficiario al contra-don, se opone muy claramente el ejercicio inmediato de un derecho de propiedad sin contrapartida. La toma de posesión no puede ejercerse sino por mediación de méson, cuyas virtudes anulan las relaciones de “propiedad personal” que existen entre Aquiles y su parte de κτηματα (propiedad). Depositados “en el centro”, los bienes propios de Aquiles son, de alguna manera, puestos de nuevo en circulación; pasan a ser “objetos comunes”, disponibles para una nueva apropiación personal. Es, muy verosímilmente, el mismo procedimiento el que regula el reparto del botín: cada objeto, tomado por un guerrero en el momento del saqueo, es “puesto en común”, es decir, depositado “en el centro”. Es allí donde el hombre designado por la suerte -al igual que el vencedor designado por los dioses- vendrá a “recogerlo” bajo la mirada de todos. El gesto de la aprehensión determina el “derecho de propiedad inmutable” del que habla Aquiles.
De esta puesta a disposición, el canto XIX ofrece un notable ejemplo. Cuando Agamenón se retracta públicamente, cuando confiesa que ha sido víctima de Error, ofrece a Aquiles sus bienes, su “parte en la elección”, pero los bienes no son entregados de mano en mano: un procedimiento tal haría que Aquiles quedase obligado ante Agamenón. Se recurre a una formalidad que Ulises propone con la competencia de un árbitro: “Que Agamenón, protector de su pueblo, traiga sus presentes en medio de la asamblea”. Procedimiento que Ulises justifica mediante una exigencia de publicidad que, en efecto, es fundamental en este contexto jurídico y en este medio guerrero: “De este modo, todos los aqueos podrán verlo con sus propios ojos y tú tendrás, tú, el alma tranquila”. Pero hay otra razón igual de imperiosa, y la continuación del episodio la sugiere claramente. A la invitación de Agamenón, Ulises y los jóvenes κοûροι (guerreros) del campo aqueo se van a la tienda de Agamenón: “Entonces, tan pronto dicho, tan pronto hecho. De la tienda traen los siete trípodes prometidos, veinte calderos resplandecientes, doce caballos, traen también sin dilación siete mujeres diestras en las labores impecables y, en octavo lugar, a la bella Briseida. Ulises pesa un total de diez talentos de oro, después se pone a la cabeza de los jóvenes aqueos y éstos, siguiendo sus pasos , traen los presentes que depositan en medio de la asamblea”. Tras el gran juramento de Agamenón, que sanciona solemnemente la reconciliación con Aquiles; sacrificado el verraco, cuyo cadáver arroja Taltibio “al inmenso remolino del mar blanco”, la asamblea se disolvió. Es solamente entonces cuando “los magnánimos Mirmidones se apresuran en torno a los presentes”: vienen a recogerlos al centro de la asamblea, allí donde Ulises y sus acompañantes los han depositado. Sobre estos objetos, convertidos en “propiedad común”, por su puesta es méson, ejercen el mismo derecho de toma de posesión que un vencedor sobre el premio puesto en juego. El procedimiento preconizado por Ulises permite, pues, recrear las condiciones de un reparto. Así se lleva a cabo la operación que el mismo Aquiles parece evocar en el canto I, ante las exigencias de Agamenón: “¿Conviene que los hombres traigan de nuevo sus bienes al montón?”. Agamenón no ha hecho un presente a Aquiles; ha vuelto a poner en circulación los bienes que había acaparado.
Para toda una tradición, poner es méson, es poner “en común”. “Todo lo que yo sé -escribe en alguna parte Heródoto-, es que si los hombres trajeran al centro sus desgracias domésticas para intercambiarlas con las de sus vecinos, después de haber examinado bien las desgracias del otro, volvería cada uno a llevarse con alegría lo que hubiese traído”. Se trate de dejar los bienes en indiviso, o de ponerlos en común para proceder a un nuevo reparto, aparece siempre la misma expresión es meson. A través de las formas institucionales que están puestas en práctica tanto en la entrega de premios como en el reparto del botín, los valores del centro se disciernen claramente: el centro es a la vez “lo que es común” y “lo que es público”
Con los mismos valores, la expresión es méson aparece en otros planos, pero siempre en el mismo contexto social. En las asambleas militares, el uso de la palabra obedece a reglas definidas que confieren a las deliberaciones de la Ilíada una forma institucional muy acentuada. Tomar la palabra conlleva dos comportamientos gestuales: avanzar hacia el centro por una parte, y por otra, tomar el cetro en la mano. ¿El deseo es dirigirse a la asamblea? La regla es rigurosa: hay que dirigirse hacia el “μεσον“. Cuando Ideo, heraldo de los troyanos, se encaminó hacia las cóncavas naves y encontró allí a los Dánaos, sirvientes de Ares, reunidos en Asamblea cerca de la popa de la nave de Agamenón, no tomó la palabra hasta que se hubo detenido “en medio de ellos”. Cuando volvió a Ilión, dio cuenta de su gestión avanzando hacia “el centro” de los troyanos y los dárdanos, reunidos en asamblea. La regla es válida para todo orador: cuando Telémaco toma la palabra en la asamblea, da lugar a la misma fórmula: “se mantuvo de pie en el centro del Ágora”. Cuando algún personaje no sigue la regla, el poeta lo señala como una excepción. Se da este caso en el canto XIX, cuando a las palabras de reconciliación pronunciadas por Aquiles, Agamenón responde “desde su sitio, sin dirigirse al centro de la asamblea”. Una vez que el orador ha llegado al centro de la asamblea, el heraldo le pone en las manos el cetro que le confiere la autoridad necesaria para hablar. Las afinidades entre el cetro y el punto central son esenciales; en efecto, mucho más que una “emanación del poder real”, el cetro parece simbolizar , en esta costumbre, la soberanía impersonal del grupo. Ahora bien, hablar en el centro en las asambleas militares, es hablar si no en nombre del grupo, sí al menos de aquello que interesa al grupo como tal: asuntos comunes, especialmente asuntos militares. Cuando Telémaco da orden a sus voceadores de convocar en el Ágora a los aqueos de Itaca, el anciano Egipto, superior en edad, se inquieta por ello: “...Nunca hemos tenido asamblea ni consejo desde el día en que nuestro divino Ulises se embarcó en las cóncavas naves...Henos aquí convocados: ¿por quién?¿cuál es la urgencia?¿de la armada que retorna va a darnos alguno de nuestros jóvenes o superiores una firme nueva de la que tengan las primicias?¿es algún otro interés del pueblo sobre el que se quiera hablar y debatir?”. Cuando Telémaco toma la palabra para replicarle, sus primeras palabras son para excusarse de no hablar y debatir sobre la armada o algún otro interés del grupo. Toda la escena muestra que hablar de sus asuntos personales a la asamblea es algo insólito, incluso incongruente. El punto central donde el orador se alza, cetro en mano es, pues, rigurosamente homólogo del centro en el que están depositados los premios de los juegos y los objetos del botín(...). En los Argonautas, cuando Jasón quiere recordar a sus amigos que la expedición es un asunto que concierne a todos, se expresa en los términos siguientes: “La empresa es común y los consejos son comunes”. Bien es verdad que la expresión aparece sólo en Apolonio de Rodas, pero es postulada por todo el contexto de las asambleas deliberativas en la Epopeya.
En el juego de las diversas instituciones, asambleas deliberativas, reparto del botín, juegos funerarios, un mismo modelo espacial se impone: un espacio circular y centrado, en el que idealmente, cada uno está, mediante la relación con los demás, en una relación recíproca y reversible. Desde la Epopeya, esta representación del espacio es solidaria de dos nociones complementarias: la noción de publicidad y la de comunidad. El méson es el punto común a todos los hombres colocados en círculo. Todos los bienes colocados en este punto central son cosas comunes..., se oponen a los κτηματα , que son objeto de una apropiación individual; las palabras que se pronuncian allí son del mismo tipo: conciernen a los intereses comunes. Punto común, el méson es por eso mismo el lugar público por excelencia: por su situación geográfica, es sinónimo de publicidad. Si la palabra dicha εζ μεσον concierne a los intereses del grupo, se dirige necesariamente a todos los miembros de la asamblea. También el reparto del botín exige publicidad: cada uno va a tomar su parte bajo la mirada de todos. Según la fórmula de Ulises, “todos los aqueos pueden verlo con sus ojos”. Por otra parte, en el grupo de los guerreros, la publicidad juega en todos los planos, ilumina toda la escena de los juegos: el resultado de las pruebas es proclamado solemnemente ante la asamblea que toma acta de la sentencia y le confiere una verdadera eficacia jurídica. Las pruebas mismas se desarrollan bajo la mirada de todos: la mayor parte de las justas tienen lugar εζ μεσον; y, cuando llega el momento de la carrera de carros, Aquiles manda al anciano Fénix cerca de la meta del campo de carreras con el fin de hacer respetar fuera del círculo la publicidad de la prueba. En todos los planos, en los juegos, en el reparto del botín, en la asamblea, el centro es siempre a la vez lo que está sometido a la mirada de todos y lo que pertenece a todos en común. Publicidad y puesta en común son los aspectos complementarios de la centralidad.
Este contexto institucional y este marco mental permiten extraer los rasgos esenciales de la palabra-diálogo. Cuando, en la Epopeya, se quiere hacer el elogio de un joven guerrero, se dice de él, al igual que a Toante en la Ilíada: “Es experto en la lanza, valeroso en el cuerpo a cuerpo, y en la asamblea pocos aqueos le pueden cuando los jóvenes guerreros discuten sus pareceres”. Buen artífice de hazañas, el guerrero consumado también sabe decir correctamente sus opiniones. Uno de los privilegios del hombre de guerra es su derecho de palabra. La palabra ya no es aquí el privilegio de un hombre excepcional, dotado de poderes religiosos. Las asambleas están abiertas a los guerreros, a todos aquellos que ejercen plenamente el oficio de las armas. Esta solidaridad entre la función guerrera y el derecho de palabra, atestiguada en la Epopeya, se ve confirmada tanto en las costumbres de las ciudades griegas arcaicas, donde la asamblea del ejército es el sustituto permanente del pueblo como, por ejemplo, en las costumbres conservadoras de la asamblea macedónica. Costumbres particularmente valiosas, pues aclaran su aspecto esencial de la palabra en los medios guerreros.(...)
En las asambleas guerreras, la palabra es un bien común, un κοινóν depositado “en el centro”. Cada uno se apodera de ella por turno con el acuerdo de sus iguales: de pie, en el centro de la asamblea, el orador se halla a igual distancia de aquellos que le escuchan, y cada uno se encuentra mediante su relación con él, al menos idealmente, en una situación de igualdad y reciprocidad.
Palabra-diálogo, de carácter igualitario, el verbo de los guerreros pertenece también a un tipo secularizado. Se inscribe en el tiempo de los hombres. No es una palabra mágico-religiosa que coincida con la acción que instituye en un mundo de fuerzas y de potencias: por el contrario, es una palabra que precede a la acción humana, que es su complemento indispensable. Antes de llevar a cabo una empresa, los aqueos se reúnen para deliberar; cuando los Argonautas preparan una etapa de su expedición, no dejan nunca de pedirse consejo unos a otros. De entrada, este tipo de palabra está inscrito en el tiempo de los hombres por su objeto mismo: concierne directamente a los asuntos del grupo, a los que interesan a cada uno en su relación con los demás.
Instrumento de diálogo, este tipo de palabras no obtiene ya su eficacia de la puesta en juego de fuerzas religiosas que trascienden a los hombres. Se funda esencialmente en el acuerdo del grupo social que se manifiesta mediante la aprobación y la desaprobación. Será en las asambleas militares donde, por primera vez, la participación del grupo militar funde el valor de una palabra. Será allí donde se repare el futuro estatuto de la palabra jurídica o de la palabra filosófica, de la palabra que se somete a la “publicidad” y que obtiene su fuerza del asentimiento de un grupo social.
En este mismo ambiente hacen su aparición nociones como Paregoros, Oaristus, Paraifasis, que dibujan el campo de la persuasión. Aquel que sabe decir bien su parecer, sabe hacerse escuchar: conoce las palabras que ganan el asentimiento, que hacen ceder los corazones, que entrañan la adhesión. En el vocabulario homérico, Paraiphasis (que es buena o mala como la Peithô ) designa la persuasión que nace de la frecuentación; Oaristus, la influencia recíproca que engendra el comercio íntimo de la camaradería, mientras que Paregoros califica la palabra alentadora que exhorta al compañero de armas. Pero en el plan mítico, estas tres nociones son las potencias religiosas que forman parte del cortejo de Afrodita y especifican la omnipotencia de Peithô. En las asambleas militares, la palabra es ya un instrumento de dominación sobre el otro, una primera forma de la “retórica”. En los medios guerreros funciona, pues, muy pronto, un tipo de palabra que concierne al hombre, sus problemas, sus actividades: sus relaciones con los demás.
La clase guerrera, grupo social cerrado en sí mismo, desemboca, en el devenir de la sociedad griega, en la institución más nueva, más decisiva: la ciudad, como sistema de instituciones y como arquitectura espiritual. En el medio de los guerreros profesionales se esbozan determinadas concepciones esenciales del primer pensamiento político de los griegos: el ideal de isonomía, representación de un espacio centrado y simétrico, distinción entre intereses personales e intereses colectivos. A la muerte de Polícrates de Samos, Maiandrios, su sucesor, hace una profesión pública cuyos términos armonizan con el pensamiento político de finales del siglo VI: “Polícrates no tenía mi aprobación cuando reinaba como un déspota sobre los hombres que eran sus semejantes, y ningún otro la tendrá si actúa de la misma forma. Ahora bien, Polícrates ha seguido su destino, y yo deposito el poder en el centro y proclamo para vosotros la Isonomía”. Semejanza, centralidad, ausencia de dominación unívoca: tres términos que resume el concepto de Isonomía, tres términos que dibujan la imagen de un mundo humano donde “aquellos que participan en la vida pública lo hacen a título de iguales”. En la medida en que el ideal de Isonomía va revelándose, desde el momento de su aparición, solidario de las representaciones de semejanza y de centralidad, está virtualmente presente en las instituciones y los comportamientos característicos del grupo de los guerreros.
Juegos funerarios, reparto del botín, asambleas deliberativas, en tanto que instituciones que forman un plano de pensamiento prepolítico. El espacio circular y simétrico que transmiten estas instituciones encuentra su expresión puramente política en el espacio social de la ciudad, centrado en el Ágora. El poema de Alceo, que data del siglo VII, nos ha permitido llegar a conocer la existencia de un “gran santuario”(...); santuario federal, “común a todos los lesbios”, (...) que tiene el nombre de Μεσον, (...)nombre de lugar que traduce perfectamente la posición geográfica del templo, ya que (...)”está situado hacia el centro de la isla, cercano al fondo del gran golfo de Kalonia que penetra en el interior de Lesbos como para cortar la isla en dos...”. Estos hechos nos hacen suponer que el nombre del lugar no es sino una forma obtenida de la expresión εζ μεσον;, que puede aplicarse perfectamente a esas reuniones y deliberaciones, en el curso de las cuales todos los lesbios se reunían en el centro de la isla para tratar de sus asuntos comunes. Desde el siglo VII, la solución política de los lesbios prefigura aquella que Tales debía proponer a los jonios, un siglo más tarde, cuando en la asamblea general del Panionion, “aconsejó crear un único bouleterion que estaría en Teos que, a su vez, se encontraba en el centro de Jonia: las otras ciudades no dejarían por ello de estar más habitadas y tendrían la misma situación que si fueran demos”. Teos, centro geométrico del mundo jónico, se transformaría así en el “hogar común” de la ciudad, su centro político, el lugar de los “asuntos comunes”. Teos ocuparía entonces la misma situación que la “ciudad” en la Atenas clisteniana, en la Atenas “isonómica” del siglo VI. Desde la epopeya hasta estas formas de pensamiento político no hay solución de continuidad, solamente el paso de un plano prepolítico a un plano específicamente político.
Es, en definitiva, en las deliberaciones de la clase guerrera donde se forja la oposición, capital en el vocabulario de las asambleas políticas, entre los intereses colectivos y los intereses personales. Poner en discusión la conducta a seguir se dice en griego mediante la expresión “depositar el asunto en el centro”. Como el poder, el asunto que se ha de debatir, el tema que concierne a los intereses del grupo se deposita “en el centro”. Más precisamente, expresar su parecer en una asamblea política, es “llevar su parecer al centro” o “decir en el centro”. A la expresión “hablar en el centro” corresponde la expresión simétrica “retirarse del centro”. Una vez fuera del centro, del méson, el orador vuelve a ser un ciudadano privado. Todas estas expresiones definen un espacio político del que medimos la importancia en el pensamiento griego mediante la antigua fórmula que el heraldo pronuncia al comienzo de una asamblea, cuando invita a todos los ciudadanos a ofrecer sus pareceres a la ciudad: “¿Quién quiere llevar al centro un prudente parecer para su ciudad?”. Separando claramente lo público de lo privado, oponiendo la palabra que concierne a los intereses del grupo y la que guarda relación con los asuntos privados, el pensamiento político prolonga una distinción fundamental en las deliberaciones de los guerreros profesionales. En estas asambleas igualitarias se preparan las futuras asambleas políticas de Grecia.(...).
La palabra-diálogo con sus rasgos específicos, continúa siendo a pesar de todo, en el grupo de los guerreros profesionales, un privilegio, el privilegio de los “mejores”, de los áristoi del laos. A esta élite se opone la “masa”, el demos, que designa la circunscripción territorial, y además el conjunto de gentes que la habitan. El demos “no ordena, no juzga, no delibera...todavía no es ni el pueblo, ni el Estado”. El hombre del demos, Tersites, y la manera con que Ulises lo trata, señala los límites de la palabra igualitaria. Cuando Tersites eleva la voz, Ulises no intenta convencerle con palabras, le golpea con el cetro. Tersites es el villano. No tiene el derecho de hablar, porque no es combatiente. Para que pueda tomar parte en el diálogo, para que la frontera que se alza entre el laos y el demos desaparezca, se hará necesaria una transformación mayor: la extensión de los privilegios del guerrero a todos los miembros de un grupo social más amplio. Es la falange, la formación hoplita en la que cada combatiente ocupa un lugar en la fila, en la que cada ciudadano-soldado es concebido como unidad intercambiable, lo que permite la democratización de la función guerrera y solidariamente, la adquisición, por parte de un grupo de “escogidos”, de un mayor número de privilegios políticos hasta entonces reservados a la aristocracia. Fundándose en progresos tecnológicos, la reforma hoplita no se lleva a cabo solamente en el orden técnico, es también, a la vez, producto y agente de nuevas estructuras mentales, las mismas que dibujan el modelo de la ciudad griega. Reforma hoplita y nacimiento de la ciudad griega, ambas en sí mismas, en su solidaridad, no pueden separarse de la más decisiva mutación intelectual para el pensamiento griego: la construcción de un sistema de pensamiento religioso, de carácter general, en el que una misma forma de expresión abarcaba diferentes tipos de experiencias. Numerosas investigaciones han mostrado -en particular las de Louis Gernet y J.P. Vernant- que el paso del mito a la razón no fue el milagro aceptado por J. Burnet, ni tampoco la decantación progresiva de un pensamiento mítico en una conceptualización filosófica, reconocida por F.M. Cornford: en las prácticas institucionales de tipo político y jurídico es en donde se opera, en el curso de los siglos VII y VI, un proceso de secularización de las formas de pensamiento. En la vida social se construyen a la vez el marco conceptual y las técnicas mentales que favorecerán el advenimiento del pensamiento racional.
En este marco general, donde lo social y lo mental se interfieren constantemente, se opera la secularización de la palabra. Se efectúa a diferentes niveles: a través de la elaboración de la retórica y la filosofía, y también a través de la del derecho y la historia.
Respecto a la problemática de la palabra en el pensamiento griego, este fenómeno tiene una doble consecuencia: por una parte, consagra el deterioro de la palabra mágico-religiosa, solidaria del antiguo sistema de pensamiento; por otra, determina el advenimiento de un mundo autónomo de la palabra y de una reflexión sobre el lenguaje como instrumento.
La decadencia de la palabra mágico-religiosa coincide señaladamente con un momento privilegiado de la historia del derecho. El prederecho ofrece un estado de pensamiento en el que las palabras y los gestos eficaces dirigen el desarrollo de todas las operaciones. A este nivel, la administración de la prueba no se dirige a un juez que deba valorar, sino a un adversario al que se trata de vencer. No hay testigos que proporcionen las pruebas. Todos los procedimientos son ordálicos. Estos determinan mecánicamente lo “verdadero”, y la función del juez consiste en ratificar las “pruebas decisorias”. El advenimiento de la ciudad griega señala el fin de este sistema: es el momento que Atenea evoca declarando a las Euménides durante el proceso de Orestes: “Digo que las cosas no justas no triunfan con los juramentos”. Palabra decisiva que el coro de ciudadanos prolonga con las siguientes: “Entonces haz tu indagación y pronuncia el juicio recto”. Los juramentos que decidían mediante la fuerza religiosa ceden su lugar a la discusión que permite a la razón dar sus razones, ofreciendo así al juez la ocasión de construirse una opinión después de haber oído el pro y el contra. Triunfa el diálogo. Pero, al mismo tiempo, la antigua palabra deja de tener importancia. Las Suplicantes de Esquilo nos lo muestran claramente: cuando el coro celebra a Pelasgos, rey de Argos, le canta: “Es tuya la ciudad, es tuyo el consejo; jefe de pleno dominio, eres el señor del altar, hogar común de la ciudad”. Pero el rey rehúsa el homenaje de un coro que le ofrece la máscara de su antiguo prestigio. El se dice servidor del pueblo: “Cualquiera que sea mi poder, nada puedo hacer sin el pueblo”. Para defender a las “suplicantes”, el rey recurre a la persuasión como cualquier orador. Ya no habla de lo elevado de su función; pronuncia un discurso ante una asamblea donde el voto reside en la mayoría. Su antiguo privilegio se transforma en el de las decisiones colectivas: “Así ha decidido sobre ello un voto unánime emitido por la ciudad”. (...)La eficacia mágico-religiosa se ha convertido en la ratificación del grupo social. Es el acta de deceso de la palabra eficaz.
Desde ahora en adelante la palabra-diálogo la aventajará. Con el advenimiento de la ciudad, pasa a ocupar el primer puesto. Es el “útil político por excelencia”, instrumento privilegiado de las relaciones sociales. Por ella los hombres obran en el seno de las asambleas, por ella gobiernan, ejercen su dominio sobre el otro. La palabra no está prendida ya en una red simbólico-religiosa, accede a la autonomía, constituye su mundo propio en el juego del diálogo que define una suerte de espacio, un campo cerrado donde se enfrentan los dos discursos. Mediante su función política el logos se convierte en una realidad autónoma, sometida a sus propias leyes. Una reflexión sobre el lenguaje puede elaborarse tomando dos grandes direcciones: por una parte, sobre el logos, como instrumento de las relaciones sociales; por otra, sobre el logos tomado como medio de conocimiento de lo real. La Retórica y la Sofística exploran la primera de las vías forjando técnicas de persuasión, desarrollando el análisis gramatical y estilístico del nuevo instrumento. La otra vía es el objeto de una parte de la reflexión filosófica: ¿Es la palabra lo real?, ¿todo lo real? Problema tanto más urgente cuanto que el desarrollo del pensamiento matemático ha hecho nacer la idea de que lo real está también expresado por los números.
Estos problemas nuevos, esta doble reflexión sobre el lenguaje como instrumento, se desarrollan en el marco general de un pensamiento racional. Una cuestión se plantea en consecuencia: ¿qué estructuras mentales relacionan, el uno con el otro, al pensamiento mítico y al pensamiento racional? En términos más adecuados, ¿qué queda de Alétheia, su configuración, su contenido semántico, tras la secularización de la palabra? La respuesta no puede ser unívoca, ya que el pensamiento griego nos ofrece dos soluciones, antitéticas en un plano, complementarias en otro. Dos soluciones: la de las sectas filosófico-religiosas, la de la Retórica y la Sofística. Antitéticas: las primeras colocan en el centro de su pensamiento a Alétheia que pasa a ser una noción cardinal, mientras que los segundos ensalzan a Apaté, que desempeña en su pensamiento el mismo papel fundamental. Complementarias: las condiciones en las que Alétheia, en un caso retrocede, se funda, desaparece y, en el otro, se mantiene, se afirma, se consolida, son la prueba, en cierto modo experimental, de que Alétheia es realmente el centro de una configuración de potencias religiosas que mantienen entre sí relaciones necesarias.
PLATÓN
BANQUETE
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INTRODUCCIÓN
1. Naturaleza y originalidad del diálogo
El Banquete ha sidó calificado por la inmensa mayoría de sus estudiosos como la obra maestra de Platón y la perfección suma de su arte. Es posiblemente el diálogo platónico más ameno y el más identificado con el espíritu de su tiempo. Es también la más poética de todas las realizaciones platónicas, en la que difícilmente los aspectos literarios pueden separarse de la argumentación filosófica, lo que hace que nos encontremos ante uno de los escritos en prosa más completos de toda la Antigüedad y una de las más importantes obras literarias de toda la literatura univesal. En este diálogo, literatura y filosofía son justamente la misma cosa: una composición original en la que la filosofía toma cuerpo en la realidad, mientras que la visión de la realidad es enteramente transformada por la filosofía . Combina la pintura de las situaciones rica en detalles y la expresión de los problemas filosóficos más difíciles con el más alto refinamiento compositional. Tal vez por ser el diálogo de Platón más brillante es precisamente el que peor entendido ha sido de todos sus escritos. Esta cadena de malos entendidos la inició ya Jenofonte, quien veía en nuestro diálogo un tratado de la pasión amorosa, y de ahí que en su obra homónima se proponga elogiar los placeres de la vida matrimonial .
El Banquete pertenece al período medio o de madurez de la producción platónica, junto con el Menón, Fedón, Fedro y República, período que suele calificarse de «diálogos ideológicos» , en los que se supera la mera evocación de la filosofía socrática y se aborda la naturaleza ontológica de las diversas Ideas (alma, belleza, amor, Estado, educación, etc.). Son diálogos centrados en la búsqueda de definiciones, en los que la influencia pitagórica es más acusada como consecuencia de los viajes de su autor al sur de Italia y Sicilia. Particularmente importantes son sus conexiones con el Fedón, en el que Sócrates se enfreta a la muerte, mientras que en el Banquete se enfrenta a la vida. De aquí que se haya considerado al uno como tragedia, y al otro como comedia, y ambos con el mismo tema central: la personalidad de Sócrates . Como al final de la obra el elogio del amor se torna en elogio de Sócrates con el discurso de Alcibiades y, por tanto, en defensa de su persona, la conexión con Apología, de la que en cierta medida viene a ser un complemento, es, pues, evidente. Por otra parte, el Banquete puede considerarse también como una continuación del Protágoras, pues todos los grandes oradores del diálogo (a excepción de Aristófanes) están presentes como personajes mudos en él. Son los discípulos de los grandes sofistas; Fedro de Lisias, Pausanias de Pródico, Erixímaco de Hipias, Agatón de Gorgias. Es, por tanto, la segunda generación de sofistas la que ahora toma la palabra en el Banquete, el diálogo de los discípulos, como se le ha querido llamar . Por último, el Banquete se ha puesto en relación, asimismo, con el Gorgias: aquél como debate entre la filosofía y la poesía, éste como debate entre la filosofía y la retórica. En este sentido es una respuesta a las críticas de la mala retórica y una ilustración de lo que puede ser un trabajo bien hecho, como lo prueba el discurso en boca de Diotima: la, retórica al servicio de la belleza y la verdad .
Muchos son los aspectos de este diálogo que podrían testimoniar su originalidad y situación especial dentro del conjunto de la obra platónica. Aquí vamos a fijarnos solamente en cuatro de ellos.
a) Aunque desde tiempos inmemoriales la poesía y la producción literaria en general están unidas entre los griegos a los momentos de la comida y la bebida, como puede apreciarse ya en Homero y, más tarde, en los primeros líricos (Alceo, Jenófanes, Anacreonte, Teognis, etc.), es lícito afirmar que con el Banquete inaugura Platón un tipo de literatura simposíaca que tendría, luego, su continuación en autores como Jenofonte, Plutarco, Ateneo, Luciano, Metodio, Juliano, etc., género cuya historia y características ha trazado magistralmente J. Martín . Después de Platón, sabemos que discípulos como Aristóteles, Espeusipo y Jenócrátes se ocuparon de cuestiones relacionadas con este tipo de literatura. El propio Platón, en sus Leyes 637a, 639d, 641a y ss., habla del valor educativo que se puede obtener de las reuniones de bebedores y defiende estas prácticas frente a los ataques de que eran objeto.
b) La originalidad del Banquete se pone de manifiesto también en que no se trata de un diálogo en sentido usual, con el típico método socrático de preguntas y respuestas (éste sólo tiene una fugaz aparición en la refutación de Sócrates a Agatón), sino de un gran debate de discursos sobre un tema determinado: el amor, por qué Eros es un dios, el papel que juega en la vida humana, etc. Es, en consecuencia, un duelo de discursos (un agōn lógōn), un certamen de palabras, en el que los discursos y contradiscursos representan opiniones contrarias o complementarias que van perfilando y matizando el tema en cuestión. De los diversos tipos de agōnes literarios el Banquete sería un agôn sobre el amor, un «Liebesagone», como lo ha caracterizado quien más exhaustivamente ha estudiado esta cuestión . Estos discursos sobre el amor o erōtikoi lógoi (la expresión se encuentra en nuestro diálogo en 172b y en Fedro 227c) debieron de nacer en el s. v a. C., como tantos otros géneros nuevos, aunque es en el s. lv a. C. cuando están más en boga. Constituyen una clase especial de discursos que, o bien dirigía un amante a su amado (como el discurso de Lisias que Fedro nos presenta en el diálogo que lleva su nombre), o bien se centraban en la naturaleza del amor (como los discursos de nuestro diálogo) . De la época del Banquete tenemos noticias de discursos de este tipo compuestos por Cebes o relacionados con Alcibiades, y la razón de que no hayan llegado hasta nosotros en mayor número es la misma por la que no nos ha llegado la gran parte de la literatura erótica griega antigua (Safo, Anacreonte, Alceo, comedia nueva, etc.): la quema por parte del clero bizantino .
c) En tercer lugar, el Banquete es también un diálogo especial por su estilo. Como es bien sabido, cinco son los tipos de exposición de los diálogos platónicos: pregunta y respuesta (A), discusión-conversación (B), narración (C), casi monólogo (D) y monólogo o exposición continua (E) . El Banquete pertenece al grupo de los diálogos relatados, que se suele situar en torno a la década del 380 a. C., en los que Platón se enfrenta a problemas que le ocuparían en su edad madura. Pasa de un estilo AD a un estilo E; en ningún otro diálogo este juego de estilos como principio estructural está tan marcado como en el Banquete. Todo en este diálogo es contado. El contenido narrativo de la obra se introduce por medio de un corto diálogo que no sirve más que para entrar en materia y que no se vuelve a reanudar ni en el transcurso de la narración ni al final de la misma. Es, pues, un prólogo introductorio con dos interlocutores, como sucede también en el Fedón. En nuestro diálogo, Apolodoro, un reciente y fiel admirador de Sócrates, se tropieza con varios amigos anónimos, hombres ricos de negocios, que le piden que les cuente lo ocurrido en la celebración de la victoria del poeta trágico Agatón, acaecida hace ya muchos años. Especial interés tienen estos personajes en saber los discursos sobre el amor que en ese festejo pronunciaron Sócrates, Alcibiades y otros famosos comensales. Hace poco Apolodoro se había encontrado con otro conocido suyo, un tal Glaucón, que le había pedido lo mismo y que se había enterado del asunto por boca de otro que lo había oído de un tal Fénix que, a su vez, se había informado de Aristodemo, un fiel discípulo de Sócrates que estuvo presente en la célebre reunión.. De hecho, lo que cuenta Apolodoro, que no pudo estar presente en el acontecimiento por ser aún muy niño, le procede también de Aristodemo y de la confrontación con el propio Sócrates de algunos puntos. A su vez, lo que Sócrates expone en este debate afirma que se lo oyó a una tal Diotima, sacerdotisa de Mantinea. Dado que lo fundamental del diálogo gira, precisamente, en torno a lo que esta mujer le cuenta a Sócrates, resulta que sus palabras nos llegan a través de una larga y complicada tradición: Diotima educa a Sócrates, éste al resto de los comensales, uno de ellos (Aristodemo) a Apolodoro, éste a Glaucón y amigos, y Platón a los lectores modernos. Cada uno de ellos es, en cierto modo, un daímōn, un. intermediario, que actúa desde el dominio de las ideas al dominio de las personar . Por las razones que aduciremos más adelante, la comida en casa de Agatón suele establecerse en el 416 a. C., la conversación de Apolodoro con sus amigos en el 400 a. C. y la composición real del diálogo por parte de Platón en el 384-379 a. C. Teniendo en cuenta estos tres estratos cronológicos, la complicada tradición del contenido del Banquete podría representarse de la siguiente manera:
Un estilo indirecto de esta clase en segundo o tercer grado sólo lo vuelve a utilizar Platón en el Parménides, en donde Céfalo cuenta una narración que ha oído de Antifonte, que, a su vez, la había oído de Pitodoro, un discípulo de Zenón que había estado presente en la conversación original. Parménides y Banquete son, pues, los únicos diálogos contados en los que el narrador no está presente en el debate original. Mucho se ha escrito sobre la finalidad de este distanciamiento estético y consciente de los acontecimientos tal como se exponen en esta primera escena de la obra. Para unos, el objetivo de esta tortuosa tradición es hacernos ver que Platón mismo no estuvo presente en los hechos narrados y, por lo tanto, no pretende garantizar la exactitud de lo contado . Otros, en cambio, creen todo lo contrario: con esta escena, Platon quiere dar a entender que, en Atistodemo y Apolodoro, tenemos unos testigos fidedignos que garantizan la verosimilitud dramática de la historia narrada . Hay quien piensa que todo el Banquete es, en el fondo, un mito y con esta introducción se consigue la lejanía mítica de los hechos reales: éstos circulaban de boca en boca y fueron contados repetidas veces después de ocurridos . Finalmente, como quiera que lo propiamente platónico está en el discurso de Sócrates que procede, a su vez, de la misteriosa Diotima, no parece desacertada la idea de que en esta escena inicial se nos quiera hacer ver que alcanzar la verdad (doctrina de Diotima) sólo es posible con grandes esfuerzos, a través de una aproximación lenta y escalonada, paso a paso, como ocurre con la ascensión a la idea de Belleza expuesta, en síntesis, por Diotima, en 211c-212a. En cualquier caso, en el prólogo del diálogo tenemos ya el tema de la obra, se despierta el interés del lector por el contenido de los discursos y se destaca la figura de Sócrates .
d) Pero el Banquete es un diálogo especial sobre todo por su temática. En este sentido, el objetivo principal de Platón al escribirlo se le ha querido buscar en hacer un elogio de Sócrates y ofrecer una imagen ideal de su persona, como contrapartida y defensa de la acusación de corrupción de la juventud de que fue objeto, o bien en ofrecer un modelo de método filosófico correcto o, incluso, en trazar una especie de programa de la recién fundada Academia . Pero, por encima de todo esto, el Banquete nos presenta el primer tratamiento extenso de la doctrina de su autor en relación con el amor. Aparte de cuestiones aisladas que se abordan en República, Leyes y Timeo, la concepción del amor en Platón se expone fundamentalmente en Lisis, Banquete y Fedro .
En el Lisis asistimos a la definición de philía «amistad» o el afecto que podemos sentir por un padre, un hijo, un amigo, una esposa o un amante. El diálogo combate concepciones filosóficas que pretenden establecer y determinar la naturaleza de este sentimiento en la idea de lo semejante o en la teoría de los contrarios. Hay en él, en estado embrionario, ideas que luego serán desarrolladas más ampliamente en diálogos posteriores, como la de que la amistad se da en un sujeto intermedio entre lo bueno y lo malo; que amamos con vistas a un fin, que es la razón de nuestros amores; que el objeto del deseo se identifica con lo bello y lo conveniente. Cuando se intenta precisar qué es lo conveniente el diálogo finaliza inesperadamente de forma aporética.
Los cinco primeros discursos del Banquete anteriores a la intervención de Sócrates parecen contener referencias a diversas tesis sustentadas en el Lisis: la idea de Pausanias de que el amor se da entre personas parecidas parece refutar la tesis de la discusión del Lisis en 213c-215c, según la cual el malo no puede ser amigo del malo ni el bueno del bueno; el discurso de Erixímaco se basa esencialmente en la teoría de los opuestos, lo que es el tema de la discusión del Lisis en 215c-216b; el fondo de la intervención de Aristófanes es la idea del amor como deseo de lo que nos falta y de lo que es conveniente a nuestra naturaleza, lo cual constituye la materia de la última parte del Lisis (221c-222d); los discursos de Fedro y Agatón, que tienen mucho en común, atienden, sobre todo, a la idea de la omnipotencia de Eros, dios del amor, que inspira la aversión al mal y estimula la persecución del bien, lo que en general coincide con toda la doctrina del Lisis.
La teoría del amor en el Banquete no se expone de forma sistemática, sino dialéctica, de suerte que el diálogo Sócrates-Diotima representa la fase final de todas las inter venciones precedentes que matiza y complementa la tesis de los oradores anteriores . Mientras que éstos proceden un poco confusamente y parten de los caracteres particulares de Eros, para pasar luego a sus componentes esenciales, la conversación Sócrates-Diotima empieza con la definición de Eros (199c-204a) y se dedica luego a estudiar sus efectos o manifestaciones en la vida humana (204c-212a). Todo parece indicar que Sócrates-Diotima contestan en orden inverso a los cinco primeros oradores: 199c y ss. a Agatón, 204d y ss. a Aristófanes, 205a y ss. a Erixímaco, 206c a Pausanias, 208c-d a Fedro . La definición de Eros de labios de Diotima es la más cercana a los puntos de vista de Platón sobre la naturaleza del amor, cuyas tres notas más características son que amor es todo deseo de cosas buenas y de felicidad (205d), que amor es desear que lo bueno sea de uno para siempre (206a) y que amor es procreación en la belleza tanto corporal como espiritual (206b) . Lo propio de nuestra naturaleza mortal es aspirar a ser inmortal en la medida en que podamos por medio de la generación en la belleza. Este deseo de inmortalidad del hombre, producto en el fondo de la naturaleza demónica o intermediaria de Eros y de su genealogía, necesita de un aprendizaje que se traduce en una serie de etapas sucesivas que conducen a la contemplación de la Belleza en sí, realmente independiente de las bellezas particulares .
Ahora bien, la doctrina del amor presentada en el Banquete deja varias preguntas sin contestar: por qué deseamos la inmortalidad, por qué este deseo se satisface en la Belleza, por qué ésta es el fin de la iniciación amorosa, etc. Estas preguntas son, precisamente, a las que responde el Fedro: el deseo de inmortalidad se debe a la naturaleza de nuestra alma, y la belleza es la que posee lo que es preciso para despertar ese deseo, Entre Banquete y Fedro hay diferencias importantes, como la ignorancia, en el primero, de la doctrina de la andmnésis y de la manía, dos de los temas más importantes en el segundo, o como el silencio del Fedro sobre la idea del Banquete de que lo mortal desea inmortalidad ; además de que, en éste, el amor no es un dios, sino un daímón, mientras que, en aquél, es un dios o algo divino. Pero ambos tienen también mucho en común: los dos son piezas maestras de Platón, que mezclan discursos formales con la conversación; en uno y otro es el personaje Fedro el móvil de la discusión que inicia el debate con un discurso y los demás parten de ahí . En resumen, pues, el Banquete viene a ser una continuación de lo expuesto en el Lisis, mientras que el Fedro representa una profundización de lo que se dice en el Banquete.
Pero la doctrina del amor descrita en el Banquete se refiere más al amor homosexual que al amor heterosexual, lo que está en consonancia con la época y lugar en que vive su autor. Los griegos consideraban las relaciones homosexuales compatibles con las heterosexuales y concurrentes con el matrimonio. Ello se debía, en gran parte, a la separación de los sexos, ya que, para un ateniense del s. VI a. C. en adelante, mantener relaciones amorosas con una chica era muy difcil y a veces peligroso . Por otro lado, toda relación entre una persona adulta y un joven adolescente tenía una dimensión educacional que no existía en la relación hombre-mujer. El joven veía en el adulto un modelo.a imitar y este carácter pedagógico es, precisamente, una de las notas más específicas de la pederastia griega que no se encuentra en otras comunidades . La respuesta homosexual de un hombre al estímulo visual de un joven bello le pareció a Platón una excelente base sobre la que levantar una relación maestro-discípulo y era, a la vez, la experiencia más conocida por la mayoría de las personas para las que escribió la obra.
Se ha preguntado alguna vez por qué Platón eligió a Eros en lugar de a Afrodita como materia de sus discursos. Ambos son personificaciones de las fuerzas que provocan el deseo en las personas y hacen que nos enamoremos. Existe la idea de que las relaciones sexuales en su conjunto son dominio de Afrodita, pues palabras relacionadas con su nombre como aphrodísia o aphrodisiázein aluden a la copulación, mientras que Eros tiene como dominio propio el estado de enamoramiento, el deseo de otra persona. Ahora bien, esta separación no se da en gran parte de la literatura griega. La noción de que la deidad femenina inspira la relación heterosexual y la masculina la homosexual es sólo de época helenística tardía. Así, en Teognis, 1304 y 1319, la belleza del amado es un don de Afrodita, y entre los epigramas helenísticos hay algunos en los que Afrodita es quien hace que un hombre se enamore de un joven . Posiblemente la poca atención que se había prestado hasta entonces a la deidad masculina fuera uno de los móviles que decidiera a su autor a convertirlo en objeto de sus discusiones. Por otra parte, tal vez la concurrencia no hubiera mostrado tanto interés en el caso de Afrodita. Y es que, además de unos discursos sobre la naturaleza de Eros y su función en la vida del hombre, en el diálogo hay también unos hechos que son tan importantes como las palabras. Hay relaciones de amor auténticas entre Erixímaco y Fedro, entre Pausanias y Agatón, entre Sócrates y Alcibiades. Precisamente la gran paradoja del diálogo está en que después de tanta teoría sobre la naturaleza de este tipo de amor las relaciones humanas reales son un fracaso: Apolodoro y Aristodemo no se benefician de su relación con Sócrates; Erixímaco es incapaz de perfeccionar a Fedro; Pausanias fracasa en su intento de hacer virtuoso a Agatón; Sócrates no consigue que Alcibiades se preocupe más de su propia persona que de los asuntos públicos . Todo ello no hace más que confirmar la idea de Sócrates, en 175d, de que la sabiduría no puede traspasarse de un cuerpo a otro por simple contacto físico. Justamente la única relación aprovechable es la que se da entre Diotima y Sócrates, entre una sacerdotisa y un hombre que, por el discurso de Alcibiades, sabemos que no ha llegado al contacto físico homosexual. Después del Banquete la pederastia empieza a declinar rápidamente como ideal ético, lo que se ha puesto en relación con el declive del poderío de Esparta, cuna del «amor dorio». A partir de entonces no es más que una práctica viciosa. De ahí que tenga razón Jaeger en afirmar que el Banquete platónico constituye «una especie de jalón en la línea divisoria entre la sensibilidad de la Grecia antigua y la de la Grecia posterior» .
Personajes y caracteres del diálogo
Además de la serie de oradores que pronuncian un discurso en honor de Eros hay dos personajes que juegan un cierto papel en la trama del diálogo: Apolodoro, narrador de los acontecimientos, y Aristodemo, testigo presencial de los mismos y fuente directa de aquél. Por el Fedón sabemos que Apolodoro es natural de Atenas y que está junto a Sócrates en el día de su muerte, mostrándose más afligido que los demás (cf. 59a-b). En Apología aparece como uno de los que asisten al juicio del maestro, junto con su hermano Ayantodoro, y de los que se ofrecen como fiadores para pagar las treinta minas (cf. 34a y 38b). En el Banquete lo encontramos como un discípulo de Sócrates que le acompaña desde hace tres años a todas partes (en Jenofonte, Mem. III 11, 17, el propio Sócrates confiesa que no se aparta de su lado) y se propone cada día interesarse por lo que dice y hace su maestro (cf. 172c). Era llamado irónicamente el «blando», pero en realidad era un duro crítico con todo el mundo, excepto con Sócrates (cf. 173d). Ha extrañado que Platón escogiera a este discípulo para contar el diálogo por tratarse de una persona poco apta para hablar en términos filosóficos, con estrechez de miras y el fanatismo de un sectario. Otros estudiosos, en cambio, combaten esta opinión y ven en Apolodoro un verdadero filósofo socrático .
Aristodemo se describe en este diálogo como un viejo discípulo de Sócrates, de pequeña estatura, uno de los máximos admiradores de Sócrates de entonces, y con un fanatismo natismo tal por el maestro, que para asemejarse más iba también descalzo (cf. 173b). No se distingue Aristodemo por una personalidad sobresaliente; más bien se trata de un hombre con poca inventiva e incapaz de exactitud (cf. 178a, 223c-d). En Jenofonte, Mem. I 4, 2, lo encontramos como un hombre irreligioso al que Sócrates convirtió .
Los restantes personajes del diálogo tienen un papel mucho más destacado, ya que son al mismo tiempo autores de los discursos. Fedro es especialmente conocido por el diálogo platónico que lleva su nombre, en el que es el único interlocutor de Sócrates y donde se muestra como un entusiasta admirador del orador Lisias, uno de cuyos discursos sobre el amor se ha aprendido casi de memoria. Es un joven ateniense, natural del demo de Mirrinunte (cf. 176d), apasionado por las novedades, ávido de discursos y asiduo oyente de Sócrates. En el Protágoras lo encontramos sentado junto al sofista Hipias. No parece que tuviera gran resistencia física, pues es uno de los primeros en abandonar la reunión (cf. 223b). Se muestra muy proclive a cultivar la amistad de los médicos y a seguir dócilmente sus consejos (cf. 176d y 223b). Es el responsable de la idea de la serie de discursos en elogio de Eros (cf. 177a-d). Su erudición y formación libresca es notable como lo demuestran las citas que hace de Homero, Hesíodo, Acusilao y Parménides, así como su crítica a Esquilo (cf. 180a).
De Pausanias sólo conocemos su intervención en este diálogo y lo que se nos cuenta en el Banquete de Jenofonte y en el Protágoras. Era natural del demo del Cerámico, y, en la reunión en casa del rico Calias con ocasión de la llegada de Protágoras a la ciudad, aparece echado junto a Agatón en la misma cama (cf. Prot. 315d-e). En el Banquete de Jenofonte se le menciona expresamente como el amante de Agatón y se muestra como un ardiente defensor de la pederastia (cf. 8, 32), lo mismo que en nuestro diálogo, sólo que guardando los modales y con gran habilidad en el manejo de lps términos, lo que le hace un buen discípulo de Sócrates .
Erixímaco es también, en cierta medida, un desconocido. Es médico, al igual que su padre Acúmeno, de quien dice Alcibiades que es «el más prudente» (cf. 214b) y a quien Jenofonte presenta como un experto en dieta (cf. Mem. III 12, 2); en el Fedro se nos muestra como muy amigo de Sócrates (cf. 227a y 269a). A Erixímaco lo vemos en el Protágoras como uno de los oyentes de Hipias junto con Fedro (cf. 315c). Su prudencia se pone de manifiesto con su consejo a la concurrencia de beber moderadamente (cf. 176b, 214b). Es el pedante del grupo que no pierde ocasión para manifestar sus conocimientos médicos, especialmente en relación con la borrachera y con el hipo (cf. 176d y 185d-e). De todas maneras, tiene un papel importante en el diálogo, ya que, entre otras cosas, es el causante directo del debate sobre Eros y el moderador, en todo momento, de la reunión .
Aristófanes, el más importante poeta cómico que nos ha llegado de la Antigüedad, es lo suficientemente conocido como para trazar aquí su semblanza. Es el único de los cinco primeros oradores que no aparece en la reunión del Protágoras, ni está en ninguna relación homosexual como la existente entre Erixímaco y Fedro o entre Pausanias y Agatón. Mucho se ha escrito sobre su presencia en este banquete teniendo en cuenta el cruel retrato que había hecho de Sócrates en Las Nubes. Por esta razón se ha pensado que Platón lo presenta aquí para que estuviera presente y oyera, en boca de Alcibiades precisamente, la verdadera naturaleza de Sócrates tal como era en realidad . Otros intérpretes creen que su presencia en este diálogo está motivada por ser el representante de la comedia, al igual que Agatón lo es de la tragedia, incapaces ambos de dar una definición completa del amor como la que da el verdadero filósofo (Sócrates-Diotima). Sobre esta cuestión, véase nuestra n. 152 de la traducción.
Agatón, el anfitrión de la fiesta, es el poeta trágico, nacido en el 488 a. C., que tendría poco más de treinta años cuando obtuvo su primera victoria teatral en las Leneas del 416 a. C. Perteneciente a una de las grandes familias atenienses, es rico, de alta posición social y de gran popularidad. Era un hombre de excepcional belleza (como lo manifiesta también Alcibiades en 212e y 213c), que en sus años juveniles fue el amado de Pausanias (cf. Prot. 315d-e), relación que continúa en nuestro diálogo siendo ya adulto (cf. 193b). Aristófanes se burla de su aspecto afeminado en la primera escena de Las Tesmoforiantes (cf. 191-2 y 200 ss.). Es un hombre elegante (como dice expresamente Sócrates en 174a), de finos modales, que no desciende a los detalles domésticos y que, en esta ocasión, deja actuar libremente a los esclavos (cf. 175b-c). Junto con Aristófanes es el único que al término de la velada sigue en pie bebiendo y charlando con Sócrates, mientras que los demás o se habían marchado o estaban durmiendo (cf. 223c-d), lo que se ha considerado como un detalle de atención a sus invitados .
De Sócrates no necesitamos añadir aquí a lo ya conocido sobre su figura nada más que recordar que el Banquete, junto con el Fedón y la Apología, constituyen la evocación más precisa de su personalidad que se puede encontrar en los diálogos platónicos. En cambio, la realidad histórica de Diotima, la sabia sacerdotisa de Mantinea, ha sido muy cuestionada. En la Antigüedad creyeron en su existencia, entre otros, Proclo, Luciano y Dión Crisóstomo. De los estudiosos modernos, quien más ha abogado por su historicidad es W. Kranz . Se ha llegado incluso a pensar en la posibilidad de tener una representación suya en un relieve en bronce procedente de una casa de Pompeya en el que aparece conversando con Sócrates sobre el amor . Los autores que creen en su realidad se basan esencialmente en el hecho de que Platón suele introducir en sus diálogos personajes históricos, por lo que la práctica de usar personajes ficticios le es ajena. El nombre masculino Diotimo era muy frecuente. Fuera de este diálogo no tenemos noticia de una mujer llamada Diotima que fuera experta en asuntos religiosos. En todo caso, la doctrina que se pone en sus labios es especificamente platónica. Puede que aquí nos encontremos con algo parecido a lo que ocurre con Pericles en el Menéxeno, donde se nos dice que el famoso político y gran orador ateniense había sido discípulo de la hetera Aspasia: tanto el filósofo como el político más importante deberían sus enseñanzas a una mujer .
Por último, Alcibiades tendría unos 34 años cuando tiene lugar esta famosa reunión y está en lo más alto de su popularidad. Al igual que Agatón, es un hombre rico, orgulloso de su rango y de su belleza, amante de la popularidad. En el diálogo lo encontramos con buen humor, lleno de franqueza en la relación de sus defectos y como un gran entusiasta de Sócrates. La cuestión de su vida sexual ha sido objeto de algún estudio y en lo que se refiere a sus relaciones con Sócrates es importante lo que se menciona en Prot. 309a-b, Gorg. 481d, y Alcib. I 103a y 131c-d, donde se pone el énfasis en el aspecto físico de esta relación, frente al espiritual que observamos en nuestro diálogo.
3. Estructura, contenido y composición del diálogo
Muchos de los autores que han trabajado este diálogo lo suelen dividir en tres grandes partes: los cinco primeros discursos, la intervención de Sócrates y el retrato moral de éste en boca de Alcibiades. Pensamos, sin embargo, que una estructura más detallada del diálogo podría ser la siguiente:
I. Escena introductoria (172a-174a).
II. Narracción de los acontecimientos según Aristodemo (174a-2230.
A) Introducción (174a-178a):
1. Llegada de Sócrates a la casa de Agatón (174a-175e).
2. Propuesta de Erixímaco (176a-178a).
B) Los seis discursos sobre Eros (178a-212c):
1. Discurso de Fedro (178a-180b).
2. Discurso de Pausanias (180c-185c).
Primer interludio: el hipo de Aristófanes (185c-e).
3. Discurso de Erixímaco (185e-188e).
Segundo interludio: Aristófanes se prepara para hablar (199a-c)
4. Discurso de Aristófanes (189c-193d).
Tercer interludio: recelos de Sócrates ante el discurso de Agatón (193e-194e).
5. Discurso de Agatón (194e-197e).
Cuarto interludio: siguen los recelos de Sócrates (198a-199c).
Refutación de Sócrates a Agatón (199c-201c).
6. Intervención de Sócrates (201d-212b).
Quinto interludio: llegada de Alcibiades (212c-215a).
7. Discurso de Alcibiades: elogio de Sócrates (215a222b).
C) Escena final (222c-223d).
El contenido, pues, del diálogo se estructura en dos secciones: una escena introductoria (I) y la información propiamente dicha de los acontecimientos (II). A su vez, la segunda sección consta: de una introducción; de seis discursos sobre la naturaleza de Eros, entre los que se intercala una serie de interludios; del discurso de Alcibiades en forma de alabanza a la persona de Sócrates, y de una escena final o epílogo. Veamos más detalladamente cada una de estas partes.
La escena inicial es un diálogo entre Apolodoro y sus amigos, cuya complejidad y función en la obra hemos comentado ya. La narración de Apolodoro, según la versión de Aristodemo, empieza propiamente en 174a y se inicia con la exposición de la llegada de Sócrates a la casa de Agatón. En su camino al convite, Sócrates se tropieza con Aristodemo y le convence para que, aunque no ha sido invitado, le acompañe bajo su responsabilidad. Aristodemo llega primero y cree que Sócrates viene detrás, pero éste se había quedado absorto pensando algo, según una de sus costumbres, de pie a la puerta del vecino. Cuando Sócrates llega la comida está finalizando. Al término de la misma empieza la bebida, el «simposio» propiamente dicho, y a petición del médico Erixímaco se acuerda beber moderadamente, ya que la mayoría de los presentes había bebido mucho el día anterior. Seguidamente, Erixímaco hace una segunda propuesta recogiendo una idea de Fedro consistente en que cada uno diga un discurso de alabanza en honor de Eros, pues se trata de un dios que hasta entonces no había tenido la atención de los poetas ni había sido objeto de un culto apropiado a su categoría. La propuesta es apoyada por Sócrates y todos la aceptan.
El discurso de Fedro no es, desde luego, el más interesante; es sólo el que abre la serie con el típico tratamiento del que inicia un debate. En líneas generales su discurso reúne las condiciones fundamentales de un himno a la divinidad: decir adecuadamente lo que es un dios y enumerar los dones que otorga a los hombres. Más concretamente, su discurso atiende, principalmente, a estos tres aspectos:
a) Eros es el más antiguo de los dioses, según se desprende de Hesíodo y otros autores cosmogónicos que ven en él el principio originario del universo.
b) Eros es el causante de los mayores bienes para los hombres, tanto en la vida privada como en la comunidad estatal.
c) Eros inspira valor y sacrificio personal, el único por el que están dispuestos los amantes á morir, como lo demuestran los ejemplos míticos ae Alcestis, Orfeo y Aquiles.
Fedro entiende por éros la pasión sexual, especialmente la que se da entre dos personas del mismo sexo. Lo curioso de su exposición está en que, mientras acepta como normal y correcto el amor entre dos hombres, elige a una mujer (Alcestis) como ejemplo de su máxima devoción. Su énfasis en el adiestramiento militar y su despectiva referencia a lo musical, representado por Orfeo, hacen que parezca más un discurso en boca de un espartano que propio de un ciudadano ateniense. Posiblemente su aportación más original sea la de presentar a Eros como una fuerza impulsora de nobles acciones .
Pero Fedro no entra a fondo en la esencia de Eros ni distingue sus diversas formas, dos aspectos que Pausanias intenta completar en su intervención. Eros no es un dios unitario, y de la misma manera que hay dos Afroditas, la celeste y la popular, hay también dos Eros, pues Afrodita y Eros son inseparables. Cualquier acción humana no es en sí misma ni buena ni mala, sólo según como se haga. El Eros popular prefiere más el cuerpo, mientras que el celeste ama más el alma. Si la intención es buena y tiene como fin el perfeccionamiento moral e intelectual de los amantes cualquier acto homosexual está justificado. Pero la actitud de los griegos frente a esta clase de ér6s difiere según las regiones: en Élide y Beocia es resueltamente aceptado, mientras que en Jonia y Asia Menor es condenado; la postura de Atenas es complicada y ambivalente, aceptando unas cosas y rechazando otras. Se ha querido ver en Pausanias un sofista que hace un uso pervertido de la moralidad para conseguir su meta real: la legitimidad de la pederastia. Otros, por el contrario, ven en él un intento de purificación de su vicio al preferir las normas atenienses en lugar de las costumbres licenciosas de la Élide o Beocia, mostrando con el desdén hacia éstas un fin más noble que la mera gratificación física. El punto más destacado de su discurso es la visión de Eros como fenómeno sociológico y, en este sentido, es único al exponer la actitud de la sociedad ateniense frente a la homosexualidad .
Le toca el turno ahora a Aristófanes, pero, como le sobreviene un ataque de hipo, cede su puesto a Erixímaco. Este incidente y la consiguiente alteración del orden de los discursos ha sido interpretado de muy diversas maneras (cf. nuestra n. 57 de la traducción). Erixímaco, cuya pedantería se pone de manifiesto ya en la triple receta que le da a Aristófanes para curar su hipo, toma la palabra para aprobar la doble naturaleza de Eros establecida por Pausanias y demostrar que esta realidad no se limita a la reacción del alma humana ante la belleza, sino que es visible en toda la naturaleza, animada e inanimada, y en las artes. Erixímaco se siente capacitado por sus conocimientos de la medicina para ir más allá de lo que Pausanias había dicho e insistir en la naturaleza cósmica de Eros como fuerza que actúa en el conjunto de la naturaleza. Admite también un Eros bueno y otro malo, pues la distinción de lo sano y de lo enfermo es visible en la vida misma. En la naturaleza del cuerpo, en la música, en la gimnástica, en la agricultura, en la meteorología, en la astronomía, en la religión y en la mántica encontramos pares de opuestos que cuando se combinan y complementan pueden inducir, o bien a la prosperidad, estabilidad, tranquilidad, etc., o bien a la enfermedad, desgracia, inestabilidad, etc. Su discurso establece un contraste entre el buen Eros y las buenas consecuencias de la reconciliación de los opuestos, por un lado, y el mal Eros y las malas consecuencias derivadas del fracaso de tal reconciliación, por otro. No condena el Eros popular o vulgar, como Pausanias, sino que lo recomienda con cautela y sin exceso. Su concepto de Eros se basa en la armonía, en la concordia armónica de los contrarios, y en este sentido se le ha puesto en relación con la doctrina de los contrarios de Heráclito, con teorías médicas pitagóricas, con el concepto de fisonomía de Alcmeón de Crotona, con el tratadito Sobre la dieta del círculo hipocrático y, especialmente, con la dualidad philía-neîkos «amor»-«discordia» de Empédocles como agentes de unión y separación de los elementos del universo . Con la intervención de Erixímaco se pasa del plano exclusivamente sexual al plano cósmico universal y en este aspecto puede considerarse como un preludio del diálogo Sócrates-Diotima.
Aristófanes se ha recuperado de su hipo y entabla un corto diálogo con Erixímaco en el que éste le advierte que debe hablar seriamente. Para el lector medio de Platón, el discurso de Aristófanes es, tal vez, la parte más conocida del Banquete y uno de los pasajes más famosos de todo Platón como lo más fino que ha salido de su fantasía. La intervención de Aristófanes está construida mucho más sistemáticamente que las demás. Se pueden distinguir en ellas dos grandes secciones: el mito y consecuencias que se derivan del mismo. El mito, a su vez, puede dividirse en dos partes: estado antiguo de la naturaleza humana y avatares o afecciones por las que ha pasado. El estado actual del hombre no fue el originario, sino que antiguamente los seres humanos tenían dos cuerpos con cuatro brazos, cuatro piernas, dos cabezas, etc.; eran circulares y poseían tres géneros: masculinomasculino, femenino-femenino y masculino-femenino. Como eran arrogantes y peligrosos para los dioses, Zeus decidió dividirlos en dos mitades y ordenó a Apolo que saneara y arreglara todo lo que implicaba este corte. Pero estas mitades morían de nostalgia anhelando su otra mitad, por lo que Zeus se apiada y decide proporcionarles el sistema de procreación. Cada uno de nosotros busca su otra mitad y esta búsqueda es érós. Cuando se encuentran dos mitades que originariamente estaban unidas surge entonces la alegría del amor; de ahí que cuando estamos enamorados queremos una unión más duradera y completa que la que pueda dar la mera relación sexual. Si somos piadosos y cuidadosos de nuestros deberes morales y religiosos, podemos ser recompensados alcanzando de nuevo nuestra naturaleza original. Pero si somos impíos, Zeus nos puede cortar en dos una vez más y cada uno de nosotros sería como una loncha de pescado o una figura en relieve. De entre las consecuencias que se derivan de este mito podemos señalar la definición del amor como búsqueda de la otra mitad (192e), una de las definiciones más profundas de toda la teoría del amor; situación al mismo nivel del amor homosexual masculino y femenino, lo que se debe a la primitiva naturaleza humana (191d-e) y con lo que el problema del amor se enfoca en toda su extensión y no sólo como amor entre dos seres de distinto sexo; los seres humanos buscan juntos no sólo la satisfacción de su impulso, sino algo más que no saben precisar (192c-d), una de las ideas más importantes de todo el diálogo y, para algunos, lo más hondo que se ha dicho por un escritor antiguo sobre la esencia del arnor. Los problemas del hombre en relación con el amor derivan de su hýbris frente a los dioses y de ahí que deban ser moderados con respecto a éstos para ser felices (193c): la eusébeia, la piedad para con los dioses es la solución al problema de Eros .
El discurso de Aristófanes es elogiado por Erixímaco, quien ahora recuerda que quedan por hablar todavía Agatón y Sócrates. Aristodemo, que, según se ve en 175a, se había reclinado al lado de Erixímaco y que debía hablar, por lo tanto, ahora, es ignorado . Sócrates duda de su habilidad para ofrecer un discurso satisfactorio después de que intervenga Agatón e intenta comprometer a éste en una argumentación filosófica, pero es advertido por Fedro de no hacerlo. Esta intervención de Fedro no puede ser más oportuna, ya que si Agaton responde a la pregunta planteada por Sócrates en 194c, posiblemente no se hubiera vuelto a hablar más de Eros. Agatón acepta la sugerencia de Fedro y comienza su discurso, en el que se propone completar aspectos omitidos por los anteriores oradores. Por este motivo se centra fundamentalmente en la naturaleza misma del dios Eros, para pasar luego a describir sus dones a los hombres. Eros es el más joven de los dioses, ya que no tiene nada que ver con la vejez; es también el más bello, tierno y delicado. Las luchas entre los dioses que nos cuentan los poetas acaecieron antes del reinado de este dios. Es máximo en justicia, pues es incompatible con la violencia; en autocontrol, pues impera sobre todos los placeres y deseos; en valor, porque ni Ares se le puede resistir; en habilidad, porque el deseo de belleza inspira todas las artes y habilidades. Es el causante de todo tipo de favores a los hombres enumerados en una especie de himno en prosa, organizado a base de pensamientos antitéticos con gran simetría, ritmo y asonancia, con el que termina su intervención. El discurso de Agatón reúne las características propias del encomio: naturaleza del dios, su aspecto externo y sus virtudes. En general, se le considera un discurso muy pobre de contenido, una especie de pastiche de estilo gorgiano, aunque con sumo cuidado en el uso de las palabras. Su máxima aportación es que Eros está ocupado siempre con la belleza .
Las palabras de Agatón fueron acogidas con una estruendosa salva de aplausos, posiblemente en señal de cortesía al anfitrión. Sócrates se dirige de nuevo al médico Erixímaco y le manifiesta que no puede pronunciar un discurso sobre Eros que no se atenga a la verdad, aspecto que habían olvidado los anteriores comensales. Sócrates está dispuesto a decir la verdad sobre el tema como él la ve y de la manera que se le ocurra sobre la marcha. Pero antes interroga a Agatón para dejar en claro una serie de cuestiones previas y volver a la realidad del asunto de la que se habían alejado los discursos anteriores. En este interrogatorio, Sócrates, con su técnica característica, hace reconocer a Agatón tres aspectos importantes: Eros es deseo de algo (199c-200a), Eros desea algo que no tiene (200a-200e) y Eros no es ni bello ni bueno (201a-20ld).
El elogio de Sócrates al dios del amor es producto de las enseñanzas que, sobre esta materia, le dio en su día la sabia Diotima. La intervención de Sócrates puede dividirse en dos grandes apartados: uno sobre la esencia y propiedades de Eros (201e-204c), y otro sobre los efectos de Eros en los hombres resultantes de esta esencia (204c-212a), para terminar con un epílogo (212b-c) en el que Sócrates confiesa que cree en lo que Diotima le dijo y, en consecuencia, honra a Eros. En concreto, los puntos más importantes de la intervención de Sócrates son los siguientes:
a) De acuerdo con las enseñanzas de Diotima, Eros no es ni bello ni feo, ni bueno ni malo, sino algo intermedio (metaxý) entre todo esto. De ahí que no sea tampoco un dios, sino un demon, que actúa de intermediario entre lo mortal y lo inmortal poniendo en comunicación a los hombres con los dioses (20ld-203a).
b) Esta naturaleza intermediaria de Eros le viene de su origen, ya que es hijo de Penía (Pobreza) y de Poros (Recurso), por lo que tiene las características de ambos: búsqueda infatigable y adquisición, por un lado, y pérdida, muerte y resurrección, por otro. Eros es, sobre todo, un «filósofo», un amante de la sabiduría, en posición intermedia entre el sabio y el ignorante (203a-204c).
c) Quien desea lo que es bello y bueno desea que sea suyo para siempre. En realidad, todo deseo es deseo de lo bueno, y en último extremo Eros es deseo de poseer siempre lo bueno (204c-206a).
d) Todos los seres humanos son fértiles y tienen deseos de reproducir, y es a través de la reproducción como los seres mortales consiguen una especie de inmortalidad. La belleza los estimula a hacerlo, mientras que la fealdad los aparta de este estímulo. Por esta razón, Eros es un deseo de procreación en lo bello (206b-207a).
e) La prueba de que la naturaleza mortal persigue la inmortalidad se encuentra en el impulso que observamos en todos los seres vivos a criar y proteger su prole (207a-208b), en la búsqueda de la gente de la fama póstuma inmortal, pues de otro modo no sacrificarían sus vidas por los demás (208c-e), y en la labor artística y legislativa de quienes son fértiles en cuanto al alma (208e-209e).
f) La manera correcta de acercarse a las cosas del amor es ascender hasta la comprensión de la Belleza en sí (209e-212a), lo cual se lleva a cabo en tres fases: ascensión a lo bello y sus diversos grados a través del cuerpo, alma y conocimiento (210a-210e); la Belleza en sí y sus atributos (210e-211b), y creación, por parte de ésta, de la verdadera virtud y, con ello, la inmortalidad (211b-212a) .
Cuando Sócrates termina su discurso y en el momento justo en que Aristófanes se disponía a hacer alguna observación por una alusión de Sócrates a su discurso, irrumpe en la casa Alcibiades, completamente borracho, acompañado de otros compañeros de juerga, entre ellos una flautista, con una corona de hiedra y cintas para coronar a Agatón por su victoria. Es invitado a quedarse y se erige en simposiarca o director de la bebida. Al percatarse de la presencia de Sócrates entabla con éste un corto diálogo y es invitado a pronunciar también un discurso. Alcibiades declara que sólo hará un elogio de Sócrates; lo que éste le permite siempre que se trate de la verdad. Empieza, entonces, su elogio comparando a Sócrates con figuras de silenos que guardan en su interior estatuillas de dioses, y pasa, luego, a exponer el extraordinario efecto que ejercen sobre él las enseñanzas morales de Sócrates, similar al que produce la música en sus oyentes: lo que un Marsias consigue con su música instrumental lo consigue Sócrates con sus meras palabras (215a-216c). Narra a continuación la historia de su intento de seducción de Sócrates cuando Alcibiades era un adolescente, hecho en el que Sócrates se mostró como verdaderamente es: aparentemente ama a los jóvenes bellos, pero, en realidad, lo que le interesa de ellos es su valla interior (216c-219d). Esta entereza de Sócrates se puso de manifiesto también en las campañas militares en las que participó, especialmente en la campaña de Potidea, en la que salvó la vida del propio Alcibiades, y en la retirada de Delión. En ambos sitios dio muestras Sócrates de su dominio de sí mismo y de su firmeza ante las dificultades de todo tipo (219d-221c). Por lo tanto, Sócrates es una persona como no hay otra, ni en el presente ni en el pasado, y sus discursos, aunque por fuera parezcan ridículos y vulgares, por dentro están llenos de profunda sabiduría (221c-222b). La finalidad principal del discurso de Alcibiades es mostrarnos que Sócrates pone en práctica la moral implícita en las palabras de Diotima. Con la visión de Eros como filósofo, Sócrates aparece ahora como la personificación del verdadero éras. Todo el elogio de Alcibiades a Sócrates pone en correspondencia punto por punto las virtudes socráticas con la doctrina expuesta en el diálogo Sócrates-Diotima .
Al terminar Alcibiades su discurso, Sócrates se dispone a iniciar un elogio de Agatón, cuando, de nuevo, irrumpe en la sala otro tropel de parrandistas que ocasionan un inmenso ruido. Se bebe entonces sin control, algunos comensales se marchan, otros se duermen, entre ellos Aristodemo. Al abrir los ojos, observa que únicamente están despiertos Sócrates y los dos poetas, Aristófanes y Agatón, enfrascados en una conversación sobre la naturaleza de la comedia y de la tragedia. Sócrates sostiene que es labor del buen poeta componer tanto una como la otra, lo que sus interlocutores apenas siguen, pues se encuentran ya muy cansados y se duermen. Sócrates se levanta y, en compañía de Aristodemo, marcha al Liceo y pasa el día como de costumbre hasta que al atardecer se retira a descansar a su casa.
Mucho se ha escrito sobre la artística composición de este diálogo, y de entre los muchos estudios que se han dedicado a esta cuestión vamos a reparar aquí en dos. Nos parece acertada la idea de Hoerber de que, en esta obra, hay que distinguir tres niveles relacionados entre sí, en los que se pueden diferenciar en cada uno siete grados. Estos niveles serían los siguientes:
a) La serie de narradores citados en la escena inicial.
b) La serie de los oradores.
c) Los pasos que hay que seguir hasta llegar a la comprenSión de la Belleza en sí, tal como se exponen en la síntesis que hace Sócrates en 211c-212a.
Los siete grados de cada uno de estos tres niveles podrían esquematizarse de la siguiente manera:
a) Narradores
b) Oradores
c) Sumario de la doctrina del amor de Diotima (Platón) .
7. Sócrates aprende de Diotima
7. Alcibiades-Sócrates, ejemplo de virtud
7.La verdadera virtud como fuente de la Belleza en sí
6. Aristodemo y otros aprenden de Sócrates.
6. Sócrates-Diotima: Eros conduce a la idea de Belleza.
6. Idea de Belleza.
a) Narradores
b) Oradores
c) Sumario de la doctrina del amor de Diotima (Platón)
5. Apolod. aprende de Aristodemo.
5.Agatón: Eros inspira sabiduría.
5. Belleza en las ciencias.
4. Fénix aprende de Aristodemo.
4. A r i s t ó f a n e s: Eros en sociedad (deseo de integridad
4. Belleza en sociedad.
3. Glaucón aprende de Apolodoro y de otro que había aprendido de Fénix
3. Erixímaco: Eros en toda la naturaleza.
3. Belleza en todos los cuerpos.
2. De Apolodoro aprenden los amigos.
2. Pausanias: dos dioses Eros.
2. Belleza en dos cuerpos.
1. De Platón aprenden los lectores.
1. Fedro: un dios Eros.
1. Belleza en un solo cuerpo.
Pero quien, a nuestro entender, ha esquematizado mejor la composición del diálogo como un todo orgánico, artísticamente construido, es Diez , que hace del Banquete la siguiente representación:
Es decir, la escena inicial, el interludio central Sócrates-Erixímaco y la escena final constituyen el esqueleto de todo el conjunto, que se puede dividir en dos partes igualmente extensas, que podrían denominarse de la dóxa (opinión) y de la alētheia (verdad). Todo el diálogo es una configuración simbólica de la idea de Belleza (kalón) personificada en la extensa realidad de Eros y revelada por los caminos de la opinión y de la verdad. Cada una de estas partes consta de una tríada, formada por una introducción (discurso de Fedro-refutación a Agatón) y una díada concebida como pares de opuestos y complementarios. Los cuatro discursos de la primera díada se oponen quiásticamente: Pausanias y Aristófanes abordan la típica antítesis nómos Phýsis, mientras que Erixímaco y Agatón se centran más en el aspecto cósmico de Eros. En la segunda díada, el discurso de Diotima constituye la teoría de la praxis expuesta en el discurso de Alcibiades.
4. Acción dramática y fecha de composición del diálogo
De la conversación de Apolodoro con sus amigos en la escena introductoria del diálogo se deduce que debemos distinguir, en la obra, tres estratos cronológicos: la fecha del banquete real en casa de Agatón, la fecha del encuentro de Apolodoro con sus amigos y la fecha de la composición real del diálogo por parte de Platón.
a) Respecto al primer punto, sabemos, por lo que se dice en 173a, que el banquete tiene lugar con ocasión de haber conseguido Agatón su primera victoria trágica, y, por Ateneo, 217a-b, sabemos que ello aceció en la Leneas del 416 a. C., durante el arcontado de Eufemo, o sea: cuando Platón tendría once o doce años, Sócrates estaría en sus cincuenta y Alcibiades en sus treinta, dos años antes de ser propuesto como general de la expedición ateniense a Sicilia y en la víspera casi del desgraciado asunto de la mutilación de las estatuas de Hermes, en el que se vieron implicados varios de los oradores del diálogo.
b) En relación con la fecha del encuentro que se describe en la escena inicial varios indicios de la obra permiten también aventurar una cronología más o menos aproximada:
En 173a, Apolodoro reconoce que era todavía muy niño cuando tuvo lugar el acontecimiento.
En 172c se afirma que Agatón hace varios años que no está ya en Atenas. Por Las Tesmoforiantes de Aristófanes, del 411 a. C., sabemos que Agatón está todavía en Atenas, y en Las Ranas, del 405 a. C., se habla de su exilio voluntario a la corte de Arquelao, rey de Macedonia, donde residiría hasta el asesinato de éste en el 399 a. C.
En 172c manifiesta Apolodoro que lleva tres años en contacto con Sócrates, que es condenado a tomar la cicuta en el 399 a. C.
Por lo tanto, la fecha del encuentro de Apolodoro con sus amigos debe de situarse entre el 405 y el 399 a. C., por lo que no parece desacertado colocarla en el 400'a. C. como propone Bury .
c) Pero la fecha más importante es, naturalmente, la de la composición real del diálogo. Por una serie de referencias históricas internas es posible también aproximarse a su cronología. Ante todo, por dos anacronismos. El primero se relaciona con las palabras de Aristófanes de que los seres humanos primitivos dobles fueron separados en dos como los arcadios por los lacedemonios (193a), lo que parece, con toda seguridad, una alusión a la repartición de Mantinea, capital de la Arcadia, por parte de los espartanos en cuatro asentamientos por la infidelidad de sus habitantes durante la guerra contra Argos, hecho acaecido en el 385 a. C., según Jenofonte, Hel. V 2,1. El segundo anacronismo tiene que ver con las palabras de Pausanias sobre el dominio de los bárbaros en Jonia y otros muchos lugares (182b), lo que se relaciona con el tratado de Antálcidas del 387-6 a. C., por el que se reconoció a los persas el imperio sobre Jonia y Asia Menor. De estos dos anacronismos se puede deducir que la fecha de composición de la obra tuvo que ser en el 385 a. C., o un poco antes. Por otra parte, en 17ße-179b habla Fedro de un ejército formado por amantes y amados, lo que se interpreta como una alusión al famoso batallón sagrado de los tebanos constituido aproximadamente en el 378 a. C. Por todo ello se puede establecer el período del 379-384 a. C. como la época de composición del Banquete, lo que, según Dover , sería congruente con el estilo y el contenido filosófico del diálogo.
En relación con estas fechas hay dos cuestiones importantes que debemos tocar aquí: la de si el diálogo es descripción de un suceso real, y la conexión del Banquete platónico con el de Jenofonte. Con respecto a la primera debemos decir que hoy son mayoría los intérpretes que consideran altamente improbable la realidad histórica de este convite con los personajes citados. Todo en el diálogo está tan minuciosamente calculado y subordinado a la construcción del conjunto, que hace suponer que la descripción del banquete es por completo un producto de la imaginación de su autor, que ha elegido los participantes en función del papel que le estaba reservado en la estructura de la obra. La realidad histórica de este festejo se hace especialmente problemática por el primero de los anacronismos citados, ocurrido treinta años después de la supuesta fecha de la victoria de Agatón. En consecuencia, hemos de ver aquí un procedimiento literario de Platón que ha elegido este escenario con los oradores necesarios para exponer su doctrina del amor .
La segunda cuestión es mucho más complicada. Hay datos que favorecen la prioridad de la obra platónica, aunque también los hay que se la dan a la de Jenofonte. Una tercera posibilidad, la de que ambas deriven de otra obra común del mismo género, debe descartarse, ya que en la tradición socrática no hay indicios de la existencia de semejante fuente común escrita. Pero podría haber una tradición oral relacionada con la presencia de Sócrates en un famoso banquete que pudiera haber proporcionado datos sobre los diversos temas a ambos autores. En concreto, la dependencia de Jenofonte de Platón se limita sólo al cap. VIII de su Banquete, mientras que otros detalles apuntan a que es Platón quien depende de Jenofonte. Considerando todo esto, Thesleff ha dado últimamente la siguiente explicación que nos parece acertada: cualquiera que fuera su, fuente, oral o escrita, Jenofonte escribió su versión de un famoso banquete socrático antes que Platón y su texto llegaría únicamente hasta el cap. VII de su obra actual, escrita aproximadamente hacia el 385 a. C.; Platón leería esta obra, no le gustó y decidió escribir su propia versión, más filosófica, sobre el tema, que estaría terminada no más tarde del 380 a. C.; finalmente, hacia el 370 a. C., al leer Jenofonte el diálogo actual de Platón, decidió hacer con su Banquete lo que ya había hecho con sus Memorables, es decir, alargarlo, y le añadió el cap. VIII, con ideas tomadas de Platón y diseñado como contrapartida de la conversación Sócrates-Diotima, reescribiendo además el cap. IX en el que hace una defensa del amor heterosexual y matrimonial en contraposición del episodio platónico de Sócrates-Alcibiades.
BANQUETE
APOLODORO, AMIGO
APOLODORO. - Me parece que sobre lo que preguntáis estoy preparado. Pues precisamente anteayer subía a la ciudad desde mi casa de Falero 1 cuando uno de mis conocidos, divisándome por detrás, me llamó desde lejos y, bromeando 2 a a la vez que me llamaba, dijo:
-¡Eh!, tú, falerense, Apolodoro, espérame.
Yo me detuve y le esperé. Entonces él me dijo:
-Apolodoro, justamente hace poco te andaba buscando, porque quiero informarme con detalle de la reunión mantenida por Agatón, Sócrates, Alcibiades y los otros que entonces estuvieron presentes en el banquete, y oír cuáles fueron sus discursos sobre el amor. De hecho, otro que los había oído de Fénix 3, el hijo de Filipo, me los contó y afirmó que también tú los conocías, pero, en realidad, no supo decirme nada con claridad. Así, pues, cuéntamelos tú, ya que eres el más idóneo para informar de los discursos de tu amigo. Pero -continuó- antes dime, ¿estuviste tú mismo en esa reunión o no?
Y yo le respondí:
-Evidentemente parece que tu informador no te ha contado nada con claridad, si piensas que esa reunión por la que preguntas ha tenido lugar tan recientemente como para que también yo haya podido estar presente.
-Así, en efecto, lo pensé yo -dijo.
-¿Pero cómo -le dije- pudiste pensar eso, Glaucón 4? ¿No sabes que, desde hace muchos años, Agatón no ha estado aquí 5, en la ciudad, y que aún no han transcurrido tres años desde que estoy con Sócrates y me propongo cada día saber lo que dice o hace? Antes daba vueltas de un sitio a otro al azar y, pese a creer que hacía algo importante, era más desgraciado que cualquier otro, no menos que tú ahora, que piensas que es necesario hacer todo menos filosofar.
-No te burles -dijo- y dime cuándo tuvo lugar la reunión ésa.
-Cuando éramos todavía niños -le dije yo- y Agatón triunfó con su primera tragedia, al día siguiente de cuando él y los coreutas celebraron el sacrificio por su victoria.
-Entonces -dijo-, hace mucho tiempo, según parece. Pero, ¿quién te la contó? ¿Acaso, Sócrates en persona?
-No, ¡por Zeus! -dije yo-, sino el mismo que se la contó a Fénix. Fue un tal Aristodemo, natural de Cidateneon 6, un hombre bajito, siempre descalzo, que estuvo presente en la reunión y era uno de los mayores admiradores de Sócrates de aquella época, según me parece. Sin embargo, después he preguntado también a Sócrates algunas de las cosas que le oí a Aristodemo y estaba de acuerdo conmigo en que fueron tal como éste me las contó.
-¿Por qué, entonces -dijo Glaucón- no me las cuentas tú? Además, el camino que conduce a la ciudad es muy apropiado para hablar y escuchar mientras andamos.
Así, mientras íbamos caminando hablábamos sobre ello, de suerte que, como dije al principio, no me encuentro sin preparación. Si es menester, pues, que os lo cuente también a vosotros, tendré que hacerlo. Por -lo demás, cuando hago yo mismo discursos filosóficos o cuando se los oigo a otros, aparte de creer que saco provecho, también yo disfruto enormemente. Pero cuando oigo otros, especialmente los vuestros, los de los ricos y hombres de negocios, personalmente me aburro y siento compasión por vosotros, mis amigos, porque creéis hacer algo importante cuando en realidad no estáis haciendo nada. Posiblemente vosotros, por el contrario, pensáis que soy un desgraciado, y creo que tenéis razón; pero yo no es que lo crea de vosotros, sino que sé muy bien que lo sois.
AMGO. - Siempre eres el mismo, Apolodoro, pues siempre hablas mal de ti y de los demás, y me parece que, excepto a Sócrates, consideras unos desgraciados absoluta mente a todos, empezando por ti mismo. De dónde recibiste el sobrenombre de «blando» 7, yo no lo sé, pues en tus palabras siempre eres así y te irritas contigo mismo y con los demás, salvo con Sócrates.
APOL. - Queridísimo amigo, realmente está claro que, al pensar así sobre mí mismo y sobre vosotros, resulto un loco y deliro.
AM. - No vale la pena, Apolodoro, discutir ahora sobre esto. Pero lo que te hemos pedido, no lo hagas de otra manera y cuéntanos cuáles fueron los discursos.
APOL. - Pues bien, fueron más o menos los siguientes... Pero, mejor, intentaré contároslos desde el principio, como Aristodemo los contó.
Me dijo, en efecto, Aristodemo que se había tropezado con Sócrates, lavado y con las sandalias puestas, lo cual éste hacía pocas veces, y que al preguntarle adónde iba tan elegante le respondió:
-A la comida en casa de Agatón. Pues ayer logré esquivarlo en la celebración de su victoria, horrorizado por la aglomeración. Pero convine en que hoy haría acto de presencia y ésa es la razón por la que me he arreglado así, para ir elegante junto a un hombre elegante. Pero tú, dijo, ¿querrías ir al banquete sin ser invitado?
Y yo, dijo Aristodemo, le contesté:
-Como tú ordenes.
-Entonces sígueme, dijo Sócrates, para aniquilar el proverbio cambiándolo en el sentido de que, después de todo, también «los buenos van espontáneamente a las comidas de los buenos» 8. Homero, ciertamente, parece no sólo haber aniquilado este proverbio, sino también haberse burlado de él, ya que al hacer a Agamenón un hombre extraordinariamente valiente en los asuntos de la guerra y a Menelao un «blando guerrero»9, cuando Agamenón estaba celebrando un sacrificio y ofreciendo un banquete, hizo venir a Menelao al festín sin ser invitado, él que era peor, al banquete del mejor.
Al oír esto, me dijo Aristodemo que respondió: -Pues tal vez yo, que soy un mediocre, correré el riesgo también, no como tú dices, Sócrates, sino como dice Homero, de ir sin ser invitado a la comida de un hombre sabio. Mira, pues, si me llevas, qué vas a decir en tu defensa, puesto que yo, ten por cierto, no voy a reconocer haber ido sin invitación, sino invitado por ti.
-«Juntos los dos -dijo- marchando por el camino» 10 deliberaremos lo que vamos a decir. Vayamos, pues.
Tal fue, más o menos -contó Aristodemo-, el diálogo que sostuvieron cuando se pusieron en marcha. Entonces Sócrates, concentrando de alguna manera el pensamiento en sí mismo 11, se quedó rezagado durante el camino y como aquél le esperara, le mandó seguir adelante. Cuando estuvo en la casa de Agátón, se encontró la puerta abierta y dijo que allí le sucedió algo gracioso 12. Del interior de la casa salió a su encuentro de inmediato uno de los esclavos que lo llevó a donde estaban reclinados los demás, sorprendiéndoles cuando estaban ya a punto de comer. Y apenas lo vio Agatón, le dijo:
-Aristodemo, llegas a tiempo para comer con nosotros. Pero si has venido por alguna otra razón, déjalo para otro momento, pues también ayer te anduve buscando para invitarte y no me fue posible verte. Pero, ¿cómo no nos traes a Sócrates?
Y yo -dijo Aristodemo- me vuelvo y veo que Sócrates no me sigue por ninguna parte. Entonces le dije que yo realmente había venido con Sócrates, invitado por él a comer allí.
-Pues haces bien, dijo Agatón. Pero, ¿dónde está Sócrates?
-Hasta hace un momento venía detrás de mí y también yo me pregunto dónde puede estar.
-Esclavo, ordenó Agatón, busca y trae aquí a Sócrates. Y tú, Aristodemo, dijo, reclínate junto a Erixímaco 13.
Y cuando el esclavo le estaba lavando -continuó Aristodemo- para que se acomodara, llegó otro esclavo anunciando:
-El Sócrates que decís se ha alejado y se ha quedado plantado en el portal de los vecinos. Aunque le estoy llamando, no quiere entrar.
-Es un poco extraño lo que dices, dijo Agatón. Llámalo y no lo dejes escapar.
Entonces intervino Aristodemo -según contó-, diciendo:
-De ninguna manera. Dejadle quieto, pues esto es una de sus costumbres. A veces se aparta y se queda plantado dondequiera que se encuentre. Vendrá enseguida, supongo. No le molestéis y dejadle tranquilo.
-Pues así debe hacerse, si te parece -me dijo Aristodemo que respondió Agatón-. Pero a nosotros, a los demás, servidnos la comida, esclavos. Poned libremente so bre la mesa lo que queráis, puesto que nadie os estará vigilando, lo cual jamás hasta hoy he hecho. Así, pues, imaginad ahora que yo y los demás, aquí presentes, hemos sido invitados a comer por vosotros y tratadnos con cuidado a fin de que podamos elogiaros 14.
Después de esto -dijo Aristodemo-, se pusieron a comer, pero Sócrates no entraba. Agatón ordenó en repetidas ocasiones ir a buscarlo, pero Aristodemo no lo consen tía. Finalmente, llegó Sócrates sin que, en contra de su costumbre, hubiera transcurrido mucho tiempo, sino, más o menos, cuando estaban en mitad de la comida. Entonces Agatón, que estaba reclinado solo en el último extremo, según me contó Aristodemo, dijo:
-Aquí, Sócrates, échate junto a mí, para que también yo en contacto contigo goce de esa sabia idea que se te presentó en el portal. Pues es evidente que la encontraste y la tienes, ya que, de otro modo, no te hubieras retirado antes.
Sócrates se sentó y dijo:
-Estaría bien, Agatón, que la sabiduría fuera una cosa de tal naturaleza que, al ponernos en contacto unos con otros, fluyera de lo más lleno a lo más vacío de nosotros, como fluye el agua en las copas, a través de un hilo de lana, de la más llena a la más vacía 15. Pues si la sabiduría se comporta también así, valoro muy alto el estar reclinado junto a ti, porque pienso que me llenaría de tu mucha y hermosa sabiduría. La mía, seguramente, es mediocre, o incluso ilusoria como un sueño, mientras que la tuya es brillante y capaz de mucho crecimiento, dado que desde tu juventud ha resplandecido con tanto fulgor y se ha puesto de manifiesto anteayer en presencia de más de treinta mil griegos como testigos 16.
-Eres un exagerado, Sócrates, contestó Agatón. Mas este litigio sobre la sabiduría lo resolveremos tú y yo un poco más tarde, y Dioniso 17 será nuestro juez. Ahora, en cambio, presta atención primero a la comida.
A continuación -siguió contándome Aristodemo-, después que Sócrates se hubo reclinado y comieron él y los demás, hicieron libaciones y, tras haber cantado a la divinidad y haber hecho las otras cosas de costumbre, se dedicaron a la bebida 18. Entonces, Pausanias -dijo Aristodemo- empezó a hablar en los siguientes términos:
-Bien, señores, ¿de qué manera beberemos con mayor comodidad? 19. En lo que a mí se refiere, os puedo decir que me encuentro francamente muy mal por la bebida de ayer y necesito un respiro. Y pienso que del mismo modo la mayoría de vosotros, ya que ayer estuvisteis también presentes. Mirad, pues, de qué manera podríamos beber lo más cómodo posible.
-Ésa es -dijo entonces Aristófanes- una buena idea, Pausanias, la de asegurarnos por todos los medios un cierto placer para nuestra bebida, ya que también yo soy de los que ayer estuvieron hecho una sopa.
Al oírles -me dijo Aristodemo-, Erixímaco, el hijo de Acúmeno, intervino diciendo:
-En verdad, decís bien, pero todavía necesito oír de uno de vosotros en qué grado de fortaleza se encuentra Agatón para beber.
-En ninguno -respondió éste-; tampoco yo me siento fuerte.
-Sería un regalo de Hermes 20, según parece, para nosotros -continuó Erixímaco-, no sólo para mí y para Aristodemo, sino también para Fedro y para éstos, el que vosotros, los más fuertes en beber, renunciéis ahora, pues, en verdad, nosotros siempre somos flojos. Hago, en cambio, una excepción de Sócrates, ya que es capaz de ambas cosas 21, de modo que le dará lo mismo cualquiera de las dos que hagamos. En consecuencia, dado que me parece que ninguno de los presentes está resuelto a beber mucho vino, tal vez yo resultara menos desagradable si os dijera la verdad sobre qué cosa es el embriagarse. En mi opinión, creo, en efecto, que está perfectamente comprobado por la medicina que la embriaguez es una cosa nociva para los hombres. Así que, ni yo mismo quisiera de buen grado beber demasiado, ni se lo aconsejaría a otro, sobre todo cuando uno tiene todavía resaca del día anterior.
-En realidad -me contó Aristodemo que dijo interrumpiéndole Fedro, natural de Mirrinunte-, yo, por mi parte, te suelo obedecer, especialmente en las cosas que dices sobre medicina; pero ahora, si deliberan bien, te obedecerán también los demás.
Al oír esto, todos estuvieron de acuerdo en celebrar la reunión presente, no para embriagarse, sino simplemente bebiendo al gusto de cada uno.
-Pues bien -dijo Erixímaco-, ya que se ha decidido beber la cantidad que cada uno quiera y que nada sea forzoso, la siguiente cosa que propongo es dejar marchar a la flautista 22 que acaba de entrar, que toque la flauta para sí misma o, si quiere, para las mujeres de ahí dentro, y que nosotros pasemos el tiempo de hoy en mutuos discursos. Y con qué clase de discursos, es lo que deseo exponeros, si queréis.
Todos afirmaron que querían y le exhortaron a que hiciera su propuesta. Entonces Erixímaco dijo:
-El principio de mi discurso es como la Melanipa de Eurípides, pues «no es mío el relato» 23 que voy a decir, sino de Fedro, aquí presente. Fedro, efectivamente, me es tá diciendo una y otra vez con indignación: «¿No es extraño, Erixímaco, que, mientras algunos otros dioses tienen himnos y peanes compuestos por los poetas, a Eros, en cambio, que es un dios tan antiguo y tan importante, ni siquiera uno solo de tantos poetas que han existido le haya compuesto jamas encomio alguno? 24. Y si quieres, por otro lado, reparar en los buenos sofistas, escriben en prosa elogios de Heracles y de otros, como hace el magnífico Pródico 25. Pero esto, en realidad, no es tan sorprendente, pues yo mismo me he encontrado ya con cierto libro de un sabio en el que aparecía la sal con un admirable elogio por su utilidad 26. Y otras cosas parecidas las puedes ver elogiadas en abundancia. ¡Que se haya puesto tanto afán en semejantes cosas y que ningún hombre se haya atrevido hasta el día de hoy a celebrar dignamente a Eros! ¡Tan descuidado ha estado tan importante dios!» En esto me parece que Fedro tiene realmente razón. En consecuencia, deseo, por un lado, ofrecerle mi contribución y hacerle un favor, y, por otro, creo que es oportuno en esta ocasión que nosotros, los presentes, honremos a este dios. Así, pues, si os parece bien también a vosotros, tendríamos en los discursos suficiente materia de ocupación. Pienso, por tanto, que cada uno de nosotros debe decir un discurso, de izquierda a derecha, lo más hermoso que pueda como elogio de Eros y que empiece primero Fedro, ya que también está situado el primero y es, a la vez, el padre de la idea 27.
-Nadie, Erixímaco -dijo Sócrates- te votará lo contrario. Pues ni yo, que afirmo no saber ninguna otra cosa que los asuntos del amor, sabría negarme, ni tampoco Agatón, ni Pausanias, ni, por supuesto, Aristófanes, cuya entera ocupación gira en torno a Dioniso y Afrodita 28, ni ningún otro de los que veo aquí presentes. Sin embargo, ello no resulta en igualdad de condiciones para nosotros, que estamos situados los últimos. De todas maneras, si los anteriores hablan lo suficiente y bien, nos daremos por satisfechos. Comience, pues, Fedro con buena fortuna y haga su encomio de Eros.
En esto estuvieron de acuerdo también todos los demás y pedían lo mismo que Sócrates. A decir verdad, de todo lo que cada uno dijo, ni Aristodemo se acordaba muy bien, ni, por mi parte, tampoco yo recuerdo todo lo que éste me refirió. No obstante, os diré las cosas más importantes y el discurso de cada uno de los que me pareció digno de mención.
En primer lugar, pues, como digo -me contó Aristodemo-, comenzó a hablar Fedro, haciendo ver, más o menos, que Eros era un gran dios y admirable entre los hombres y los dioses por muchas otras razones, pero fundamentalmente por su nacimiento.
-Pues ser con mucho el dios más antiguo, dijo, es digno de honra y he aquí la prueba de esto: padres de Eros, en efecto, ni existen ni son mencionados por nadie, profano o poeta 29. Así, Hesíodo afirma que en primer lugar existió el Caos
y luego
la Tierra de amplio seno, sede siempre segura de todos, y Eros 30.
Y con Hesíodo está de acuerdo también Acusilao 31 en que, después del Caos, nacieron estos dos, Tierra y Eros. Y Parménides, a propósito de su nacimiento, dice:
De todo los dioses concibió primero a Eros32.
Así, pues, por muchas fuentes se reconoce que Eros es con mucho el más antiguo. Y de la misma manera que es el más antiguo es causa para nosotros de los mayores bienes. Pues yo, al menos, no sabría decir qué bien para uno recién llegado a la juventud hay mayor que un buen amante y para un amante que un buen amado. Lo que, en efecto, debe guiar durante toda su vida a los hombres que tengan la intención de vivir noblemente, esto, ni el parentesco, ni los honores, ni la riqueza, ni ninguna otra cosa son capaces de infundirlo tan bien como el amor. ¿Y qué es esto que digo? La vergüenza ante las feas acciones y el deseo de honor por lo que es noble, pues sin estas cualidades ni una ciudad ni una persona particular pueden llevar a cabo grandes y hermosas realizaciones.- Es más, afirmo que un hombre que está enamorado, si fuera descubierto haciendo algo feo o soportándolo de otro sin defenderse por cobardía, visto por su padre, por sus compañeros o por cualquier otro, no se dolería tanto como si fuera visto por su amado. Y esto mismo observamos también en el amado, a saber, que siente extraordinaria vergüenza ante sus amantes cuando se le ve en una acción fea. Así, pues, si hubiera alguna posibilidad de que exista una ciudad o un ejército de amantes y amados 33, no hay mejor modo de que administren su propia patria que absteniéndose de todo lo feo y emulándose unos a otros. Y si hombres como ésos combatieran uno al lado del otro, vencerían, aun siendo pocos, por así decirlo, a todo el mundo. Un hombre enamorado, en efecto, soportaría sin duda menos ser visto por su amado abandonando la formación o arrojando lejos las armas, que si lo fuera por todos los demás, y antes de eso preferiría mil veces morir. Y dejar atrás al amado o no ayudarle cuando esté en peligro... ninguno hay tan cobarde a quien el propio Eros no le inspire para el valor, de modo que sea igual al más valiente por naturaleza. Y es absolutamente cierto que lo que Homero dijo, que un dios «inspira valor» 34 en algunos héroes, lo proporciona Eros a los enamorados como algo nacido de sí mismo.
Por otra parte, a morir por otro están decididos únicamente los amantes, no sólo los hombres, sino también las mujeres. Y de esto también la hija de Pelias, Alcestis 35, ofrece suficiente testimonio ante los griegos en favor de mi argumento, ya que fue la única que estuvo decidida a morir por su marido, a pesar de que éste tenía padre y madre, a los que aquélla superó tanto en afecto por amor, que les hizo aparecer como meros extraños para su hijo y parientes sólo de nombre. Al obrar así, les pareció, no sólo a los hombres, sino también a los dioses, que había realizado una acción tan hermosa, que, a pesar de que muchos han llevado a cabo muchas y hermosas acciones y el número de aquellos a quienes los dioses han concedido el privilegio de que su alma suba del Hades es realmente muy pequeño, sin embargo, hicieron subir la de aquélla admirados por su acción. ¡Así también los dioses honran por encima de todo el esfuerzo y el valor en el amor! r En cambio, a Orfeo, el hijo de Eagro, lo despidieron del Hades sin lograr nada, tras haberle mostrado un fantasma de su mujer, en cuya búsqueda había llegado, pero sin entregársela, ya que lo consideraban un pusilánime, como citaredo que era 36, y no se atrevió a morir por amor como Alcestis, sino que se las arregló para entrar vivo en el Hades. Ésta es, pues, la razón por la que le impusieron un castigo e hicieron que su muerte fuera a manos de mujeres 37. No así, por el contrario, fue lo que sucedió con Aquiles, el hijo de Tetis, a quien honraron y lo enviaron a las Islas de los Bienaventurados 38, porque, a pesar de saber 39 por su madre que moriría si mataba a Héctor y que, si no lo hacía, volvería a su casa y moriría viejo, tuvo la osadia de preferir, al socorrer y vengar a su amante Patroclo 40, no sólo morir por su causa, sino también morir una vez muerto ya éste. De aquí que también los dioses, profundamente admirados, le honraran sobremanera, porque en tanta estima tuvo a su amante. Y Esquilo 41 desbarra cuando afirma que Aquiles estaba enamorado de Patroclo, ya que Aquiles era más hermoso, no sólo que Patroclo, sino también que todos los héroes juntos 42, siendo todavía imberbe y, por consiguiente, mucho más joven, como dice Homero 43. De todos modos, si bien, en realidad, los dioses valoran muchísimo esta virtud en el amor, sin embargo, la admiran, elogian y recompensan más cuando el amado ama al amante, que cuando el amante al amado, pues un amante es cosa más divina que un amado, ya que está poseído por un dios 44. Por esto también honraron más a Aquiles que a Alcestis y lo enviaron a las Islas de los Bienaventurados.
En resumen, pues, yo, por mi parte, afirmo que Eros es, de entre los dioses, el más antiguo, el más venerable y el más eficaz para asistir a los hombres, vivos y muertos, en la adquisición de virtud y felicidad.
Tal fue, aproximadamente, el discurso que pronunció Fedro, según me dijo Àristodemo. Y después de Fedro hubo algunos otros de los que Aristodemo no se acordaba muy bien, por lo que, pasándolos por alto, me contó el discurso de Pausanias, quien dijo lo siguiente:
-No me parece, Fedro, que se nos haya planteado bien la cuestión, a saber, que se haya hecho de forma tan simple la invitación a encomiar a Eros. Porque, efectivamen te, si Eros fuera uno, estaría bien; pero, en realidad, no está bien, pues no es uno. Y al no ser uno es más correcto declarar de antemano. a cuál se debe elogiar. Así, pues, intentaré rectificar esto, señalando, en primer lugar, qué Eros hay que elogiar, para luego elogiarlo de una forma digna del dios. Todos sabemos, en efecto, que no hay Afrodita sin Eros. Por consiguiente, si Afrodita fuera una, uno sería también Eros. Mas como existen dos, existen también necesariamente dos Eros. ¿Y cómo negar que son dos las diosas? Una, sin duda más antigua y sin madre, es hija de Urano, a la que por esto llamamos también Urania; la otra, más joven, es hija de Zeus y Dione y la llamamos Pandemo 45. En consecuencia, es necesario también que el Eros que colabora con la segunda se llame, con razón, Pandemo y el otro Uranio 46. Bien es cierto que se debe elogiar a todos los dioses, pero hay que intentar decir, naturalmente, lo que a cada uno le ha correspondido en suerte. Toda acción se comporta así: realizada por sí misma no es de suyo ni hermosa ni fea, como, por ejemplo, lo que hacemos nosotros ahora, beber, cantar, dialogar. Ninguna de estas cosas en sí misma es hermosa, sino que únicamente en la acción, según como se haga, resulta una cosa u otra: si se hace bien y rectamente resulta hermosa, pero si no se hace rectamente, fea 47. Del mismo modo, pues, no todo amor ni todo Eros es hermoso ni digno de ser alabado, sino el que nos induce a amar bellamente.
Por tanto, el Eros de Afrodita Pandemo es, en verdad, vulgar y lleva a cabo lo que se presente. Éste es el amor con el que aman los hombres ordinarios. Tales personas aman, en primer lugar, no menos a las mujeres que a los mancebos; en segundo lugar, aman en ellos más sus cuerpos que sus almas y, finalmente, aman a los menos inteligentes posible, con vistas sólo a conseguir su propósito, despreocupándose de si la manera de hacerlo es bella o no. De donde les acontece que realizan lo que se les presente al azar, tanto si es bueno como si es lo contrario. Pues tal amor proviene de la diosa que es mucho más joven que la otra y que participa en su nacimiento de hembra y varón 48. El otro, en cambio, procede de Urania, que, en primer lugar, no participa de hembra, sino únicamente de varón 49 -y es éste el amor de los mancebos 50-, y, en segundo lugar, es más vieja y está libre de violencia. De aquí que los inspirados por este amor se dirijan precisamente a lo masculino, al amar lo que es más fuerte por naturaleza y posee más inteligencia 51. Incluso en la pederastia misma podría uno reconocer también a los auténticamente impulsados por este amor, ya que no aman a los muchachos, sino cuando empiezan ya a tener alguna inteligencia, y este hecho se produce aproximadamente cuando empieza a crecer la barba. Los que empiezan a amar desde entonces están preparados, creo yo, para estar con el amado toda la vida y convivir juntos, pero sin engañarle, después de haberle elegido cuando no tenía entendimiento por ser joven, y abandonarle desdeñosamente corriendo detrás de otro. Sería preciso, incluso, que hubiera una ley que prohibiera enamorarse de los mancebos, para que no se gaste mucha energía en algo incierto, ya que el fin de éstos no se sabe cuál será, tanto en lo que se refiere a maldad como a virtud, ya sea del alma o del cuerpo. Los hombres buenos, en verdad, se imponen a sí mismos esta ley voluntariamente, pero sería necesario también obligar a algo semejante a esos amantes vulgares, de la misma manera que les obligamos, en la medida de nuestras posibilidades, a no enamorarse de las mujeres libres. Éstos son, en efecto, los que han provocado el escándalo, hasta el punto de que algunos se atreven a decir que es vergonzoso conceder favores a los amantes. Y lo dicen apuntando a éstos, viendo su falta de tacto y de justicia, ya que, por supuesto, cualquier acción hecha con orden y según la ley no puede en justicia provocar reproche.
Por lo demás, ciertamente, la legislación sobre el amor en las otras ciudades es fácil de entender, pues está definida de forma simple, mientras que la de aquí 52 y la de Lacedemonia es complicada. En efecto, en Élide y entre los beocios, y donde no son expertos en hablar, está establecido, simplemente, que es bello conceder favores a los amantes y nadie, ni joven ni viejo, podrá decir que ello es vergonzoso, para no tener dificultades, supongo, al intentar persuadir con la palabra a los jóvenes, pues son ineptos para hablar. Por el contrario, en muchas partes de Jonia y en otros muchos lugares, que viven sometidos al dominio de los bárbaros, se considera esto vergonzoso. Entre los bárbaros, en efecto, debido a las tiranías, no sólo es vergonzoso esto, sino también la filosofía y la afición a la gimnasia, ya que no le conviene, me supongo, a los gobernantes que se engendren en los gobernados grandes sentimientos ni amistades y sociedades sólidas, lo que, particularmente, sobre todas las demás cosas, suele inspirar precisamente el amor. Y esto lo aprendieron por experiencia propia también los tiranos de aquí, pues el amor de Aristogitón y el afecto de Harmodio, que llegó a ser inquebrantable, destruyeron su poder 53. De este modo, donde se ha establecido que es vergonzoso conceder favores a los amantes, ello se debe a la maldad de quienes lo han establecido, a la ambición de los gobernantes y a la cobardía de los gobernados; en cambio, donde se ha considerado, simplemente, que es hermoso, se debe a la pereza mental de los legisladores. Pero aquí está legislado algo mucho más hermoso que todo esto y, como dije, no fácil de entender. Piénsese, en efecto, que se dice que es más hermoso amar a la vista que en secreto, y especialmente a los más nobles y mejores, aunque sean mas feos que otros, y que, por otro lado, el estímulo al amante por parte de todos es extraordinario y no como si hiciera algo vergonzoso, al tiempo que considera hermoso si consigue su propósito y vergonzoso si no lo consigue. Y respecto al intentar hacer una conquista, nuestra costumbre ha concedido al amante la oportunidad de ser elogiado por hacer actos extraños, que si alguien se atreviera a realizar con la intención y el deseo de llevar a cabo cualquier otra cosa que no sea ésta, cosecharía los más grandes reproches. Pues si uno por querer recibir dinero de alguien, desempenar un cargo público u obtener alguna otra influencia, tuviera la intención de hacer las mismas cosas que hacen los amantes con sus amados cuando emplean súplicas y ruegos en sus peticiones, pronuncian juramentos, duermen en su puerta y están dispuestos a soportar una esclavitud como ni siquiera soportaría ningún esclavo, sería obstaculizado para hacer semejante acción tanto por sus amigos como por sus enemigos, ya que los unos le echarían en cara las adulaciones y comportamientos impropios de un hombre libre y los otros le amonestarían y se avergonzarían de sus actos. En cambio, en el enamorado que hace todo esto hay cierto encanto y le está permitido por la costumbre obrar sin reproche, en la idea de que lleva a término una acción muy hermosa. Y lo que es más extraordinario, según dice la mayoría, es que, incluso cuando jura, es el único que obtiene perdón de los dioses si infringe los juramentos, pues afirman que el juramento de amor no es válido 54. De esta manera, los dioses y los hombres han concedido toda libertad al amante, como dice la costumbre de aquí. En este sentido, pues, pudiera uno creer que se considera cosa muy hermosa en esta ciudad amar y hacerse amigo de los amantes. Pero, dado que los padres han puesto pedagogos al cuidado de los amados y no les permiten conversar con los amantes, cosa que se ha impuesto como un deber al pedagogo, y puesto que los jóvenes de su edad y sus compañeros les critican si ven que sucede algo semejante, mientras que a los que critican, a su vez, no se lo impiden las personas de mayor edad ni les reprenden por no hablar con corrección, podría uno pensar, por el contrario, atendiendo a esto, que aquí se considera tal comportamiento sumamente escandaloso. Mas la situación es, creo yo, la siguiente: no es cosa simple, como se dijo al principio, y de por sí no es ni hermosa ni fea, sino hermosa si se hace con belleza y fea si se hace feamente. Por consiguiente, es obrar feamente el conceder favores a un hombre pérfido pérfidamente, mientras que es obrar bellamente el concederlos a un hombre bueno y de buena manera. Y es pérfido aquel amante vulgar que se enamora más del cuerpo que del alma, pues ni siquiera es estable, al no estar enamorado tampoco de una cosa estable, ya que tan pronto como se marchita la flor del cuerpo del que estaba enamorado, «desaparece volando» 55, tras violar muchas palabras y promesas. En cambio, el que está enamorado de un carácter que es bueno permanece firme a lo largo de toda su vida, al estar íntimamente unido a algo estable. Precisamente a éstos quiere nuestra costumbre someter a prueba bien y convenientemente, para así complacer a los unos y evitar a los otros. Ésta es, pues, la razón por la que ordena a los amantes perseguir y a los amados huir, organizando una competición y poniéndolos a prueba para determinar de cuál de los dos es el amante y de cuál el amado. Así, justo por esta causa se considera vergonzoso, en primer lugar, dejarse conquistar rápidamente, con el fin de que transcurra el tiempo, que parece poner a prueba perfectamente a la mayoría de las cosas; en segundo lugar, el ser conquistado por dinero y por poderes políticos, bien porque se asuste uno por malos tratos y no pueda resistir, bien porque se le ofrezcan favores en dinero o acciones políticas y no los desprecie. Pues nada de esto parece firme ni estable, aparte de que tampoco nace de ello una noble amistad. Queda, pues, una sola vía, según nuestra costumbre, si el amado tiene la intención de complacer bellamente al amante. Nuestra norma es, efectivamente, que de la misma manera que, en el caso de los amantes, era posible ser esclavo del amado voluntariamente en cualquier clase de esclavitud, sin que constituyera adulación ni cosa criticable, así también queda otra única esclavitud voluntaria, no vituperable: la que se refiere a la virtud. Pues está establecido, ciertamente, entre nosotros que si alguno quiere servir a alguien, pensando que por medio de él va a ser mejor en algún saber o en cualquier otro aspecto de la virtud, ésta su voluntaria esclavitud no se considere, a su vez, vergonzosa ni adulación. Es preciso, por tanto, que estos dos principios, el relativo a la pederastia y el relativo al amor a la sabiduría y a cualquier otra forma de virtud, coincidan en uno solo, si se pretende que resulte hermoso el que el amado conceda sus favores al amante. Pues cuando se juntan amante y amado, cada uno con su principio, el uno sirviendo en cualquier servicio que sea justo hacer al amado que le ha complacido, el otro colaborando, igualmente, en todo lo que sea justo colaborar con quien le hace sabio y bueno, puesto que el uno puede contribuir en cuanto a inteligencia y virtud en general y el otro necesita hacer adquisiciones en cuanto a educación y saber en general, al coincidir justamente entonces estos dos principios en lo mismo, sólo en este caso, y en ningún otro, acontece que es hermoso que el amado conceda sus favores al amante. En estas condiciones, incluso el ser engañado no es nada vergonzoso, pero en todas las demás produce vergüenza, tanto para el que es engañado como para el que no lo es. Pues si uno, tras haber complacido a un amante por dinero en la idea de que era rico, fuera engañado y no lo recibiera, al descubrirse que el amante era pobre, la acción no sería menos vergonzosa, puesto que el que se comporta así parece poner de manifiesto su propia naturaleza, o sea, que por dinero haría cualquier servicio a cualquiera, y esto no es hermoso. Y por la misma razón, si alguien, pensando que ha hecho un favor a un hombre bueno y que él mismo iba a ser mejor por la amistad de su amante, fuera engañado, al ponerse de manifiesto que aquél era malo y no tenía virtud, tal engaño, sin embargo, es hermoso, pues también éste parece haber mostrado por su parte que estaría dispuesto a todo con cualquiera por la virtud y por llegar a ser mejor, y esto, a su vez, es lo más hermoso de todo. Así, complacer en todo por obtener la virtud es, en efecto, absolutamente hermoso. Éste es el amor de la diosa celeste, celeste también él y de mucho valor para la ciudad y para los individuos, porque obliga al amante y al amado, igualmente, a dedicar mucha atención a sí mismo con respecto a la virtud. Todos los demás amores son de la otra diosa, de la vulgar. Ésta es, Fedro -dijo- la mejor contribución que improvisadamente te ofrezco sobre Eros.
Y habiendo hecho una pausa Pausanias 56 -pues así me enseñan los sabios a hablar con términos isofónicos-, me dijo Aristodemo que debía hablar Aristófanes, pero que al sobrevenirle casualmente un hipo, bien por exceso de comida o por alguna otra causa, y no poder hablar, le dijo al médico Erixímaco, que estaba reclinado en el asiento de al lado:
-Erixímaco, justo es que me quites el hipo o hables por mí hasta que se me pase.
Y Erixímaco le respondió:
-Pues haré las dos cosas. Hablaré, en efecto, en tu lugar y tú, cuando se te haya pasado, en el mío. Pero mientras hablo, posiblemente reteniendo la respiración mucho tiempo se te quiera pasar el hipo; en caso contrario, haz gárgaras con agua. Pero si es realmente muy fuerte, coge algo con lo que puedas irritar la nariz y estornuda. Si haces esto una o dos veces, por muy fuerte que sea, se te pasará.
-No tardes, pues, en hablar, dijo Aristófanes. Yo voy a hacer lo que has dicho 57.
Entonces, Erixímaco dijo:
-Bien, -me parece que es necesario, ya que Pausanias no concluyó adecuadamente la argumentación que había iniciado tan bien, que yo deba intentar llevarla a término. Que Eros es doble, me parece, en efecto, que lo ha distinguido muy bien. Pero que no sólo existe en las almas de los hombres como impulso hacia los bellos, sino también en los demás objetos como inclinación hacia otras muchas cosas, tanto en los cuerpos de todos los seres vivos como en lo que nace sobre la tierra, y, por decirlo así, en todo lo que tiene existencia, me parece que lo tengo bien visto. por la medicina, nuestro arte, en el sentido de que es un dios grande y admirable y a todo extiende su influencia, tanto en las cosas humanas como en las divinas 58. Y comenzaré a hablar partiendo de la medicina, para honrar así a mi arte. La naturaleza de los cuerpos posee, en efecto, este doble Eros. Pues el estado sano del cuerpo y el estado enfermo son cada uno, según opinión unánime, diferente y desigual, y lo que es desigual desea y ama cosas desiguales. En consecuencia, uno es el amor que reside en lo que está sano y otro el que reside en lo que está enfermo. Ahora bien, al igual que hace poco decía Pausanias que era hermoso complacer a los hombres buenos, y vergonzoso a los inmorales, así también es hermoso y necesario favorecer en los cuerpos mismos a los elementos buenos y sanos de cada cuerpo, y éste es el objeto de lo que llamamos medicina, mientras que, por el contrario, es vergonzoso secundar los elementos malos y enfermos, y no hay que ser indulgente en esto, si se pretende ser un verdadero profesional. Pues la medicina es, para decirlo en una palabra, el conocimiento de las operaciones amorosas que hay en el cuerpo en cuanto a repleción y vacuidad 59 y el que distinga en ellas el amor bello y el vergonzoso será el médico más experto. Y el que logre que se opere un cambio, de suerte que el paciente adquiera en lugar de un amor el otro y, en aquellos en los que no hay amor, pero es preciso que lo haya, sepa infundirlo y eliminar el otro cuando está dentro, será también un buen profesional. Debe, pues, ser capaz de hacer amigos entre sí a los elementos más enemigos existentes en el cuerpo y de que se amen unos a otros. Y son los elementos más enemigos los más contrarios: lo frío de lo caliente, lo amargo de lo dulce, lo seco de lo húmedo y todas las cosas análogas 60. Sabiendo infundir amor y concordia en ellas, nuestro antepasado Asclepio, como dicen los poetas, aquí presentes 61, y yo lo creo, fundó nuestro arte. La medicina, pues, como digo, está gobernada toda ella por este dios y, asimismo, también la gimnástica y la agricultura. Y que la música se encuentra en la misma situación que éstas, resulta evidente para todo el que ponga sólo un poco de atención, como posiblemente también quiere decir Heráclito, pues en sus palabras, al menos, no lo expresa bien. Dice, en efecto, que lo uno «siendo discordante en sí concuerda consigo mismo», «como la armonía del arco y de la lira» 62. Mas es un gran absurdo decir que la armonía es discordante o que resulta de lo que todavía es discordante. Pero, quizás, lo que quería decir era que resulta de lo que anteriormente ha sido discordante, de lo agudo y de lo grave, que luego han concordado gracias al arte musical, puesto que, naturalmente, no podría haber armonía de lo agudo y de lo grave cuando todavía son discordantes. La armonía, ciertamente, es una consonancia, y la consonancia es un acuerdo; pero un acuerdo a partir de cosas discordantes es imposible que exista mientras sean discordantes y, a su vez, lo que es discordante y no concuerda es imposible que armonice. Justamente como resulta también el ritmo de lo rápido y de lo lento, de cosas que en un principio han sido discordantes y después han concordado. Y el acuerdo en todos estos elementos lo pone aquí la música, de la misma manera que antes lo ponía la medicina. Y la música es, a su vez, un conocimiento de las operaciones amorosas en relación con la armonía y el ritmo. Y si bien es cierto que en la constitución misma de la armonía y el ritmo no es nada difícil distinguir estas operaciones amorosas, ni el doble amor existe aquí por ninguna parte, sin embargo, cuando sea preciso, en relación con los hombres, usar el ritmo y la armonía, ya sea componiéndolos, lo que llaman precisamente composición melódica, ya sea utilizando correctamente melodías y metros ya compuestos, lo que se llama justamente educación 63, entonces sí que es difícil y se precisa de un buen profesional. Una vez más, aparece, pues, la misma argumentación: que a los hombres ordenados y a los que aún no lo son, para que lleguen a serlo, hay que complacerles y preservar su amor. Y éste es el Eros hermoso, el celeste, el de la Musa Urania. En cambio, el de Polimnia es el vulgar 64, que debe aplicarse cautelosamente a quienes uno lo aplique, para cosechar el placer que tiene y no provoque ningún exceso, de la misma manera que en nuestra profesión es de mucha importancia hacer buen empleo de los apetitos relativos al arte culinario, de suerte que se disfrute del placer sin enfermedad. Así, pues, no sólo en la música, sino también en la medicina y en todas las demás materias, tanto humanas como divinas, hay que vigilar, en la medida en que sea factible, a uno y otro Eros, ya que los dos se encuentran en ellas. Pues hasta la composición de las estaciones del año está llena de estos dos, y cada vez que en sus relaciones mutuas los elementos que yo mencionaba hace un instante, a saber, lo caliente y lo frío, lo seco y lo húmedo, obtengan en suerte el Eros ordenado y reciban armonía y razonable mezcla, llegan cargados de prosperidad y salud para los hombres y demás animales y plantas, y no hacen ningún daño. Pero cuando en las estaciones del año prevalece el Eros desmesurado, destruye muchas cosas y causa un gran daño. Las plagas, en efecto, suelen originarse de tales situaciones y, asimismo, otras muchas y variadas enfermedades entre los animales y las plantas. Pues las escarchas, los granizos y el tizón resultan de la mutua preponderancia y desorden de tales operaciones amorosas, cuyo conocimiento en relación con el movimiento de los astros y el cambio de las estaciones del año se llama astronomía 65. Más aún: también todos los sacrificios y actos que regula la adivinación, esto es, la comunicación entre sí de los dioses y los hombres, no tienen ninguna otra finalidad que la vigilancia y curación de Eros. Toda impiedad, efectivamente, suele originarse cuando alguien no complace al Eros ordenado y no le honra ni le venera en toda acción, sino al otro, tanto en relación con los padres, vivos o muertos, como en relación con los dioses. Está encomendado, precisamente, a la adivinación vigilar y sanar a los que tienen estos deseos, con lo que la adivinación es, a su vez, un artífice de la amistad entre los dioses y los hombres gracias a su conocimiento de las operaciones amorosas entre los hombres que conciernen a la ley divina y a la piedad.
¡Tan múltiple y grande es la fuerza, o mejor dicho, la omnipotencia que tiene todo Eros en general! Mas aquel que se realiza en el bien con moderación y justicia, tanto en nosotros como en los dioses, ése es el que posee el mayor poder y el que nos proporciona toda felicidad, de modo que podamos estar en contacto y ser amigos tanto unos con otros como con los dioses, que son superiores a nosotros. Quizás también yo haya pasado por alto muchas cosas en mi elogio de Eros, mas no voluntariamente, por cierto. Pero, si he omitido algo, es labor tuya, Aristófanes, completarlo, o si tienes la intención de encomiar al dios de otra manera, hazlo, pues el hipo ya se te ha pasado.
Entonces Aristófanes -me dijo Aristodemo-, tomando a continuación la palabra, dijo:
-Efectivamente, se me ha pasado, pero no antes de que le aplicara el estornudo, de suerte que me pregunto con admiración si la parte ordenada de mi cuerpo desea semejantes ruidos y cosquilleos, como es el estornudo, pues cesó el hipo tan pronto como le apliqué el estornudo.
A lo que respondió Erixímaco:
-Mi buen Aristófanes, mira qué haces. Bromeas cuando estás a punto de hablar y me obligas a convertirme en guardián de tu discurso para ver si dices algo risible, a pesar de que te es posible hablar en paz.
Y Axistófanes, echándose a reír, dijo:
-Dices bien, Efxímaco, y considérese que no he dicho lo que acabo de decir. Pero no me vigiles, porque lo que yo temo en relación con lo que voy a decir no es que diga cosas risibles -pues esto sería un beneficio y algo característico de mi musa-, sino cosas ridículas 66.
-Después de tirar la piedra -dijo Erixímaco- Aristófanes, crees que te vas a escapar. Mas presta atención y habla como si fueras a dar cuenta de lo que digas. No obstante, quizás, si me parece, te perdonaré.
-Efectivamente, Efxímaco -dijo Aristófanes-, tengo la intención de hablar de manera muy distinta a como tú y Pausanias habéis hablado. Pues, a mi parecer, los hombres no se han percatado en absoluto del poder de Eros, puesto que si se hubiesen percatado le habrían levantado los mayores templos y altares y le harían los más grandes sacrificios, no como ahora, que no existe nada de esto relacionado con él 67, siendo así que debería existir por encima de todo. Pues es el más filántropo de los dioses, al ser auxiliar de los hombres y médico de enfermedades tales que, una vez curadas, habría la mayor felicidad para el género humano. Intentaré, pues, explicaras su poder y vosotros seréis los maestros de los demás. Pero, primero, es preciso que conozcáis la naturaleza humana y las modificaciones que ha sufrido, ya que nuestra antigua naturaleza no era la misma de ahora, sino diferente. En primer lugar, tres eran los sexos de las personas, no dos, como ahora, masculino y femenino, sino que había, además, un tercero que participaba de estos dos, cuyo nombre sobrevive todavía, aunque él mismo ha desaparecido. El andrógino 68, en efecto, era entonces una cosa sola en cuanto a forma y nombre, que participaba de uno y de otro, de lo masculino y de lo femenino, pero que ahora no es sino un nombre que yace en la ignominia. En segundo lugar, la forma de cada persona era redonda en su totalidad, con la espalda y los costados en forma de círculo. Tenía cuatro manos, mismo número de pies que de manos y dos rostros perfectamente iguales sobre un cuello circular. Y sobre estos dos rostros, situados en direcciones opuestas, una sola cabeza, y además cuatro orejas, dos órganos sexuales, y todo lo demás como uno puede imaginarse a tenor de lo dicho. Caminaba también recto como ahora, en cualquiera de las dos direcciones que quisiera; pero cada vez que se lanzaba a correr velozmente, al igual que ahora los acróbatas dan volteretas circulares haciendo girar las piernas hasta la posición vertical, se movía en círculo rápidamente apoyándose en sus miembros que entonces eran ocho. Eran tres los sexos y de estas características, porque lo masculino era originariamente descendiente del sol, lo femenino, de la tierra y lo que participaba de ambos, de la luna, pues también la luna participa de uno y de otro 69. Precisamente eran circulares ellos mismos y su marcha, por ser similares a sus progenitores. Eran también extraordinarios en fuerza y vigor y tenían un inmenso orgullo, hasta el punto de que conspiraron contra los dioses. Y lo que dice Homero de Esfialtes y de Oto se dice también de ellos 70: que intentaron subir hasta el cielo para atacar a los dioses. Entonces, Zeus y los demás dioses deliberaban sobre qué debían hacer con ellos y no encontraban solución. Porque, ni podían matarlos y exterminar su linaje, fulminándolos con el rayo como a los gigantes, pues entonces se les habrían esfumado también los honores y sacrificios que recibían de parte de los hombres, ni podían permitirles tampoco seguir siendo insolentes. Tras pensarlo detenidamente dijo, al fin, Zeus: «Me parece que tengo el medio de cómo podrían seguir existiendo los hombres y, a la vez, cesar de su desenfreno haciéndolos más débiles. Ahora mismo, dijo, los cortaré en dos mitades a cada uno y de esta forma serán a la vez más débiles y más útiles para nosotros por ser más numerosos. Andarán rectos sobre dos piernas y si nos parece que todavía perduran en su insolencia y no quieren permanecer tranquilos, de nuevo, dijo, los cortaré en dos mitades, de modo que caminarán dando saltos soble una sola pierna» 71. Dicho esto, cortaba a cada individuo en dos mitades, como los que cortan las serbas y las ponen en conserva o como los que cortan los huevos con crines 72. Y al que iba cortando ordenaba a Apolo 73 que volviera su rostro y la mitad de su cuello en dirección del corte, para que el hombre, al ver su propia división, se hiciera más moderado, ordenándole también curar lo demás. Entonces, Apolo volvía el rostro y, juntando la piel de todas partes en lo que ahora se llama vientre, como bolsas cerradas con cordel, la ataba haciendo un agujero en medio del vientre, lo que llaman precisamente ombligo. Alisó las otras arrugas en su mayoría y modeló también el pecho con un instrumento parecido al de los zapateros cuando alisan sobre la horma los pliegues de los cueros. Pero dejó unas pocas en torno al vientre mismo y al ombligo, para que fueran un recuerdo del antiguo estado. Así, pues, una vez que fue seccionada en dos la forma original, añorando cada uno su propia mitad se juntaba con ella y rodeándose con las manos y entrelazándose unos con otros, deseosos de unirse en una sola naturaleza, morían de hambre y de absoluta inacción, por no querer hacer nada separados unos de otros. Y cada vez que moría una de las mitades y quedaba la otra, la que quedaba buscaba otra y se enlazaba con ella, ya se tropezara con la mitad de una mujer entera, lo que ahora precisamente llamamos mujer, ya con la de un hombre, y así seguían muriendo. Compadeciéndose entonces Zeus, inventa otro recurso y traslada sus órganos genitales hacia la parte delantera, pues hasta entonces también éstos los tenían por fuera y engendraban y parían no los unos en los otros, sino en la tierra, como las cigarras 74. De esta forma, pues, cambió hacia la parte frontal sus órganos genitales y consiguió que mediante éstos tuviera lugar la generación en ellos mismos, a través de lo masculino en lo femenino, para que si en el abrazo se encontraba hombre con mujer, engendraran y siguiera existiendo la especie humana, pero, si se encontraba varón con varón, hubiera, al menos, satisfacción de su contacto, descansaran, volvieran a sus trabajos y se preocuparan de las demás cosas de la vida. Desde hace tanto tiempo, pues, es el amor de los unos a los otros innato en los hombres y restaurador de la antigua naturaleza, que intenta hacer uno solo de dos y sanar la naturaleza humana. Por tanto, cada uno de nosotros es un símbolo 75 de hombre, al haber quedado seccionado en dos de uno solo, como los lenguados. Por esta razón, precisamente, cada uno está buscando siempre su propio símbolo. En consecuencia, cuantos hombres son sección de aquel ser de sexo común que entonces se llamaba andrógino son aficionados a las mujeres, y pertenece también a este género la mayoría de los adúlteros; y proceden también de él cuantas mujeres, a su vez, son aficionadas a los hombres y adúlteras. Pero cuantas mujeres son sección de mujer, no prestan mucha atención a los hombres, sino que están más inclinadas a las mujeres, y de este género proceden también las lesbianas 76. Cuantos, por el contrario, son sección de varón, persiguen a los varones y mientras son jóvenes, al ser rodajas de varón, aman a los hombres y se alegran de acostarse y abrazarse; éstos son los mejores de entre los jóvenes y adolescentes, ya que son los más viriles por naturaleza. Algunos dicen que son unos desvergonzados, pero se equivocan. Pues no hacen esto por desvergüenza, sino por audacia, hombría y masculinidad, abrazando lo que es similar a ellos. Y una gran prueba de esto es que, llegados al término de su formación, los de tal naturaleza son los únicos que resultan valientes en los asuntos políticos. Y cuando son ya unos hombres, aman a los mancebos y no prestan atención por inclinación natural a los casamientos ni a la procreación de hijos, sino que son obligados por la ley, pues les basta vivir solteros todo el tiempo en mutua compañía. Por consiguiente, el que es de tal clase resulta, ciertamente, un amante de mancebos y un amigo del amante, ya que siempre se apega a lo que le está emparentado. Pero, cuando se encuentran con aquella auténtica mitad de sí mismos tanto el pederasta como cualquier otro, quedan entonces maravillosamente impresionados por afecto; afinidad y amor, sin querer, por así decirlo, separarse unos de otros ni siquiera por un momento. Éstos son los que permanecen unidos en mutua compañía a lo largo de toda su vida, y ni siquiera podrían decir qué desean conseguir realmente unos de otros. Pues a ninguno se le ocurriría pensar que ello fuera el contacto de las relaciones sexuales y que, precisamente por esto, el uno se alegra de estar en compañía del otro con tan gran empeño. Antes bien, es evidente-que el alma de cada uno desea otra cosa que no puede expresar, si bien adivina lo que quiere y lo insinúa enigmáticamente. Y si mientras están acostados juntos se presentara Hefesto con sus instrumentos y les preguntara: «¿Qué es, realmente, lo que queréis, hombres, conseguir uno del otro?», y si al verlos perplejos volviera a preguntarles: «¿Acaso lo que deseáis es estar juntos lo más posible el uno del otro, de modo que ni de noche ni de día os separéis el uno del otro? Si realmente deseáis esto, quiero fundiros y soldaros en uno solo, de suerte que siendo dos lleguéis a ser uno, y mientras viváis, como si fueráis uno solo, viváis los dos en común y, cuando muráis, también allí en el Hades seáis uno en lugar de dos, muertos ambos a la vez. Mirad, pues, si deseáis esto y estaréis contentos si lo conseguís.» Al oír estas palabras, sabemos que ninguno se negaría ni daría a entender.que desea otra cosa, sino que simplemente creería haber escuchado lo que, en realidad, anhelaba desde hacía tiempo: llegar a ser uno solo de dos, juntándose y fundiéndose con el amado. Pues la razón de esto es que nuestra antigua naturaleza era como se ha descrito y nosotros estábamos íntegros. Amor es, en consecuencia, el nombre para el deseo y persecución de esta integridad. Antes, como digo, éramos uno, pero ahora, por nuestra iniquidad, hemos sido separados por la divinidad, como los arcadios por los lacedemonios 77. Existe, pues, el temor de que, si no somos mesurados respecto a los dioses, podamos ser partidos de nuevo en dos y andemos por ahí como los que están esculpidos en relieve en las estelas, serrados en dos por la nariz, convertidos en téseras. Ésta es la razón, precisamente, por la que todo hombre debe exhortar a otros a ser piadoso con los dioses en todo, para evitar lo uno y conseguir lo otro, siendo Eros nuestro guía y caudillo. Que nadie obre en su contra -y obra en su contra el que se enemista con los dioses-, pues si somos sus amigos y estamos reconciliados con el dios, descubriremos y nos encontraremos con nuestros propios amados, lo que ahora consiguen sólo unos pocos. Y que no me interrumpa Erixímaco para burlarse de mi discurso diciendo que aludo a Pausanias y a Agatón, pues tal vez también ellos pertenezcan realmente a esta clase y sean ambos varones por naturaleza. Yo me estoy refiriendo a todos, hombres y mujeres, cuando digo que nuestra raza sólo podría llegar a ser plenamente feliz si lleváramos el amor a su culminación y cada uno encontrara el amado que le pertenece retornando a su antigua naturaleza. Y si esto es lo mejor, necesariamente también será lo mejor lo que, en las actuales circunstancias, se acerque más a esto, a saber, encontrar un amado que por naturaleza responda a nuestras aspiraciones. Por consiguiente, si celebramos al dios causante de esto, celebraríamos con toda justicia a Eros, que en el momento actual nos procura los mayores beneficios por llevarnos a lo que nos es afín y nos proporciona para el futuro las mayores esperanzas de que, si mostramos piedad con los dioses, nos hará dichosos y plenamente felices, tras restablecernos en nuestra antigua naturaleza y curarnos.
Éste, Erixímaco, es -dijo- mi discurso sobre Eros, distinto, por cierto, al tuyo. No lo ridiculices, como te pedí, para que oigamos también qué va a decir cada uno de los restantes o, más bien, cada uno de los otros dos, pues quedan Agatón y Sócrates.
-Pues bien, te obedeceré -me dijo Aristodemo que respondió Erixímaco-, pues también a mí me ha gustado oír tu discurso. Y si no supiera que Sócrates y Agatón son formidables en las cosas del amor, mucho me temería que vayan a estar faltos de palabras, por lo mucho y variado que ya se ha dicho. En este caso, sin embargo, tengo plena confianza.
-Tú mismo, Erixímaco -dijo entonces Sócrates-, has competido, en efecto, muy bien, pero si estuvieras donde estoy yo ahora, o mejor, tal vez, donde esté cuando Aga tón haya dicho también su bello discurso, tendrías en verdad mucho miedo y estarías en la mayor desesperación, como estoy yo ahora.
-Pretendes hechizarme 78, Sócrates -dijo Agatónpara que me desconcierte, haciéndome creer que domina a la audiencia una gran expectación ante la idea de que voy a pronunciar un bello discurso.
-Sería realmente desmemoriado, Agatón -respondió Sócrates-, si después de haber visto tu hombría y elevado espíritu al subir al escenario con los actores y mirar de frente a tanto público sin turbarte lo más mínimo en el momento de presentar tu propia obra, creyese ahora que tú ibas a quedar desconcertado por causa de nosotros, que sólo somos unos cuantos hombres.
-¿Y qué, Sócrates? -dijo Agatón-. ¿Realmente me consideras tan saturado de teatro como para ignorar también que, para el que tenga un poco de sentido, unos po cos inteligentes son más de temer que muchos estúpidos?
-En verdad no haría bien, Agatón -dijo Sócrates-, si tuviera sobre ti una rústica opinión. Pues sé muy bien que si te encontraras con unos pocos que consideraras sabios, te preocuparías más de ellos que de la masa. Pero tal vez nosotros no seamos de esos inteligentes, pues estuvimos también allí y éramos parte de la masa. No obstante, si te encontraras con otros realmente sabios, quizás te avergonzarías ante ellos, si fueras consciente de hacer algo que tal vez fuera vergonzoso. ¿O qué te parece?
-Que tienes razón -dijo.
-¿Y no te avergonzarías ante la masa, si creyeras hacer algo vergonzoso?
Entonces Fedro -me contó Aristodemo- les interrumpió y dijo:
-Querido Agatón, si respondes a Sócrates, ya no le importará nada de qué manera se realice cualquiera de nuestros proyectos actuales, con tal que tenga sólo a uno con quien pueda dialogar, especialmente si es bello. A mí, es verdad, me gusta oír dialogar a Sócrates, pero no tengo más remedio que preocuparme del encomio a Eros y exigir un discurso de cada uno de vosotros. Por consiguiente, después de que uno y otro hayan hecho su contribución al dios, entonces ya dialoguen.
-Dices bien, Fedro -respondió Agatón-; ya nada me impide hablar, pues con Sócrates podré dialogar, también, después, en otras muchas ocasiones.
Yo quiero, en primer lugar, indicar cómo debo hacer la exposición y luego pronunciar el discurso mismo. En efecto, me parece que todos los que han hablado antes no han encomiado al dios, sino que han felicitado a los hombres por los bienes que él les causa. Pero ninguno ha dicho cuál es la naturaleza misma de quien les ha hecho estos regalos. La única manera correcta, sin embargo, de cualquier cosa es explicar palabra por palabra cuál es la naturaleza de la persona sobre la que se habla y de qué clase de efectos es, realmente, responsable. De esta modo, pues, es justo que nosotros también elogiemos a Eros, primero a él mismo, cuál es su naturaleza, y después sus dones. Afirmo, por tanto, que, si bien es cierto que todos los dioses son felices, Eros, si es lícito decirlo sin incurrir en castigos divinos, es el más feliz de ellos por ser el más hermoso y el mejor. Y es el más hermoso por ser de la naturaleza siguiente. En primer lugar, Fedro, es el más joven de los dioses. Y una gran prueba en favor de lo que digo nos la ofrece él mismo cuando huye apresuradamente de la vejez, que obviamente es rápida o, al menos, avanza sobre nosotros más rápidamente de lo que debiera. A ésta, en efecto, Eros la odia por naturaleza y no se le aproxima ni de lejos. Antes bien, siempre está en compañía de los jóvenes y es joven, pues mucha razón tiene aquel antiguo dicho de que lo semejante se acerca siempre a lo semejante 79. Y yo, que estoy de acuerdo con Fedro en otras muchas cosas, no estoy de acuerdo, sin embargo, en que Eros es más antiguo que Crono y Jápeto 80, sino que sostengo, por el contrario, que es el más joven de los dioses y siempre joven, y que aquellos antiguos hechos en relación con los dioses de que hablan Hesíodo y Parménides 81 se han originado bajo el imperio de la Necesidad y no de Eros, suponiendo que aquéllos dijeran la verdad. Pues no hubieran existido mutilaciones ni mutuos encadenamientos ni otras muchas violencias, si Eros hubiera estado entre ellos, sino amistad y paz, como ahora, desde que Eros es el soberano de los dioses. Es, pues, joven, pero además de joven es delicado. Y está necesitado de un poeta como fue Homero para describir la delicadeza de este dios. Homero, efectivamente, afirma que Ate es una diosa delicada -al menos que sus pies son delicados- cuando dice:
sus pies ciertamente son delicados, pues al suelo
no los acerca, sino que anda sobre las cabezas de los hombres 82.
Hermosa, en efecto, en mi opinión, es la prueba que utiliza para poner de manifiesto la delicadeza de la diosa: que no anda sobre lo duro, sino sobre lo blando. Pues bien, también nosotros utilizaremos esta misma prueba en relación con Eros para mostrar que es delicado. Pues no anda sobre la tierra ni sobre cráneos, cosas que no son precisamente muy blandas, sino que anda y habita entre las cosas más blandas que existen, ya que ha establecido su morada en los caracteres y almas de los dioses y de los hombres. Y, por otra parte, no lo hace en todas las almas indiscriminadamente, sino que si se tropieza con una que tiene un temperamento duro, se marcha, mientras que si lo tiene suave, se queda. En consecuencia, al estar continuamente en contacto, no sólo con sus pies, sino con todo su ser, con las más blandas de entre las cosas más blandas, ha de ser necesariamente el más delicado. Por tanto, es el más joven y el más delicado, pero además es fexible de forma, ya que, si fuera rígido, no sería capaz de envolver por todos lados ni de pasar inadvertido en su primera entrada y salida de cada alma. Una gran prueba de su figura bien proporcionada y flexible es su elegancia, cualidad que precisamente, según el testimonio de todos, posee Eros en grado sumo, pues entre la deformidad y Eros hay siempre mutuo antagonismo. La belleza de su tez la pone de manifiesto esa estancia entre flores del dios83, pues en lo que está sin flor o marchito, tanto si se trata del cuerpo como del alma o de cualquier otra cosa, no se asienta Eros, pero donde haya un lugar bien florido y bien perfumado, ahí se posa y permanece.
Sobre la belleza del dios, pues, sea suficiente lo dicho, aunque todavía quedan por decir otras muchas cosas. Hay que hablar a continuación sobre la virtud de Eros, y lo más importante aquí es que Eros ni comete injusticia contra dios u hombre alguno, ni es objeto de injusticia por parte de ningún dios ni de ningún hombre. Pues ni padece de violencia, si padece de algo, ya que la violencia no toca a Eros, ni cuando hace algo, lo hace con violencia, puesto que todo el mundo sirve de buena gana a Eros en todo, y lo que uno acuerde con otro de buen grado dicen «las leyes reinas de la ciudad» 84 que es justo. Pero, además de la justicia, participa también de la mayor templanza. Se reconoce, en efecto, que la templanza es el dominio de los placeres y deseos, y que ningún placer es superior a Eros. Y si son inferiores serán vencidos por Eros y los dominará, de suerte que Eros, al dominar los placeres y deseos, será extraordinariamente templado. Y en lo que se refiere a valentía, a Eros «ni siquiera Ares puede resistir» 85, pues no es Ares quien domina a Eros, sino Eros a Ares -el amor por Afrodita, según se dice 86. Ahora bien, el que domina es superior al dominado y si domina al más valiente de los demás, será necesariamente el más valiente de todos. Así, pues, se ha hablado sobre la justicia, la templanza y la valentía del dios; falta hablar sobre su sabiduría, pues, en la medida de lo posible, se ha de intentar no omitir nada. En primer lugar, para honrar también yo a mi arte, como Erixímaco al suyo, es el dios poeta tan hábil que incluso hace poeta a otro. En efecto, todo aquel a quien toque Eros se convierte en poeta, «aunque antes fuera extraño a las musas» 87. De esto, precisamente, conviene que nos sirvamos como testimonio, de que Eros es, en general, un buen poeta en toda clase de creación artística. Pues lo que uno no tiene o no conoce, ni puede dárselo ni enseñárselo a otro. Por otra parte, respecto a la procreación de todos los seres vivos, ¿quién negará que es por habilidad de Eros por la que nacen y crecen todos los seres? Finalmente, en lo que se refiere a la maestría en las artes, ¿acaso no sabemos que aquel a quien enseñe este dios resulta famoso e ilustre, mientras que a quien Eros no toque permanece oscuro? El arte de disparar el arco, la medicina y la adivinación los descubrió Apolo guiado por el deseo y el amor, de suerte que también él puede considerarse un discípulo de Eros, como lo son las Musas en la música, Hefesto en la forja, Atenea en el arte de tejer y Zeus en el de gobernar a dioses y hombres. Ésta es la razón precisamente por la cual también las actividades de los dioses se organizaron cuando Eros nació entre ellos -evidentemente, el de la belleza, pues sobre la fealdad no se asienta Eros-. Pero antes, como dije al principio, sucedieron entre los dioses muchas cosas terribles, según se dice, debido al reinado de la Necesidad, mas tan pronto como nació este dios, en virtud del amor a las cosas bellas, se han originado bienes de todas clases para dioses y hombres.
De esta manera, Fedro, me parece que Eros, siendo él mismo, en primer lugar, el más hermoso y el mejor, es causa luego para los demás de otras cosas semejantes. Y se me ocurre también expresaros algo en verso, diciendo que es éste el que produce
la paz entre los hombres, la calma tranquila en alta mar, el reposo de los vientos y el sueño en las inquietudes 88.
Él es quien nos vacía de extrañamiento y nos llena de intimidad, el que hace que se celebren en mutua compañía todas las reuniones como la presente, y en las fiestas, en los coros y en los sacrificios resulta nuestro guía; nos otorga mansedumbre y nos quita aspereza; dispuesto a dar cordialidad, nunca a dar hostilidad; es propicio y amable; contemplado por los sabios, admirado por los dioses; codiciado por los que no lo poseen, digna adquisición de los que lo poseen mucho; padre de la molicie, de la delicadeza, de la voluptuosidad, de las gracias, del deseo y de la nostalgia; cuidadoso de los buenos, despreocupado de los malos; en la fatiga, en el miedo, en la nostalgia, en la palabra es el mejor piloto, defensor, camarada y salvador; gloria de todos, dioses y hombres; el más hermoso y mejor guía, al que debe seguir en su cortejo todo hombre, cantando bellamente en su honor y participando en la oda que Eros entona y con la que encanta la mente de todos los dioses y de todos los hombres89.
Que este discurso mío, Fedro -dijo- quede dedicado como ofrenda al dios, discurso que, en la medida de mis posibilidades, participa tanto de diversión como de mesurada seriedad 90.
Al terminar de hablar Agatón, me dijo Aristodemo que todos los presentes aplaudieron estruendosamente, ya que el joven había hablado en términos dignos de sí mismo y del dios. Entonces Sócrates, con la mirada puesta en Erixímaco, dijo:
-¿Te sigue pareciendo, oh hijo de Acúmeno, que mi temor de antes era injustificado, o no crees, más bien, que he hablado 'como un profeta cuando decía hace un mo mento que Agatón hablaría admirablemente y que yo me iba a encontrar en una situación difícil?
-Una de las dos cosas, que Agatón hablaría bien -dijo Erixímaco-, creo, en efecto, que la has dicho proféticamente. Pero que tú ibas a estar en una situación difícil no lo creo.
-¿Y cómo, feliz Erixímaco, no voy a estarlo -dijo Sócrates-, no sólo yo, sino cualquier otro, que tenga la intención de hablar después de pronunciado un discurso tan espléndido y variado? Bien es cierto que los otros aspectos no han sido igualmente admirables, pero por la belleza de las palabras y expresiones finales, ¿quién no quedaría impresionado al oírlas? Reflexionando yo, efectivamente, que por mi parte no iba a ser capaz de decir algo ni siquiera aproximado a la belleza de estas palabras, casi me echo a correr y me escapo por vergüenza, si hubiera tenido a dónde ir. Su discurso, ciertamente, me recordaba a Gorgias, de modo que he experimentado exactamente lo que cuenta Homero 91: temí que Agatón, al término de su discurso, lanzara contra el mío la cabeza de. Gorgias, terrible orador, y me convirtiera en piedra por la imposibilidad de hablar. Y entonces precisamente comprendí que había hecho el ridículo cuando me comprometí con vosotros a hacer, llegado mi turno, un encomio a Eros en vuestra compañía y afirmé 92 que era un experto en las cosas de amor, sin saber de hecho nada del asunto, o sea, cómo se debe hacer un encomio cualquiera. Llevado por mi ingenuidad, creía, en efecto, que se debía decir la verdad sobre cada aspecto del objeto encomiado y que esto debía constituir la base, pero que luego deberíamos seleccionar de estos mismos aspectos las cosas más hermosas y presentarlas de la manera más atractiva posible. Ciertamente me hacía grandes ilusiones de que iba a hablar bien, como si supiera la verdad de cómo hacer cualquier elogio. Pero, según parece, no era éste el método correcto de elogiar cualquier cosa, sino que, más bien, consiste en atribuir al objeto elogiado el mayor número posible de cualidades y las más bellas, sean o no así realmente; y si eran falsas, no importaba nada. Pues lo que antes se nos propuso fue, al parecer, que cada uno de nosotros diera la impresión de hacer un encomio a Eros, no que éste fuera realmente encomiado. Por esto, precisamente, supongo, removéis todo tipo de palabras y se las atribuís a Eros, y afirmáis que es de tal naturaleza y causante de tantos bienes, para que parezca el más hermoso y el mejor posible, evidentemente ante los que no le conocen, no, por supuesto, ante los instruidos, con lo que el elogio resulta hermoso y solemne. Pero yo no conocía en verdad este modo de hacer un elogio y sin conocerlo os prometí hacerlo también yo cuando llegara mi turno. «La lengua lo prometió, pero no el corazón» 93. ¡Que se vaya, pues, a paseo el encomio! Yo ya no voy a hacer un encomio de esta manera, pues no podría. Pero, con todo, estoy dispuesto, si queréis, a decir la verdad a mi manera, sin competir con vuestros discursos, para no exponerme a ser objeto de risa. Mira, pues, Fedro, si hay necesidad todavía de un discurso de esta clase y queréis oír expresamente la verdad sobre Eros, pero con las palabras y giros que se me puedan ocurrir sobre la marcha.
Entonces, Fedro y los demás -me contó Aristodemole exhortaron a hablar como él mismo pensaba que debía expresarse.
-Pues bien, Fedro -dijo Sócrates-, déjame preguntar todavía a Agatón unas cuantas cosas, para que, una vez que haya obtenido su conformidad en algunos puntos, pueda ya hablar.
-Bien, te dejo -respondió Fedro-. Pregunta, pues.
Después de esto -me dijo Aristodemo-, comenzó Sócrates más o menos así:
-En verdad, querido Agatón, me pareció que has introducido bien tu discurso cuando decías que había que exponer primero cuál era la naturaleza de Eros mismo y luego sus obras. Este principio me gusta mucho. Ea, pues, ya que a propósito de Eros me explicaste, por lo demás, espléndida y formidablemente, cómo era, dime también lo siguiente: ¿es acaso Eros de tal naturaleza que debe ser amor de algo o de nada? Y no pregunto si es amor de una madre o de un padre -pues sería ridícula la pregunta de si Eros es amor de madre o de padre-, sino como si .ácerca de la palabra misma «padre» preguntara: ¿es el padre padre de alguien o no? Sin duda me dirías, si quisieras responderme correctamente, que el padre es padre de un hijo o de una hija. ¿O no?
-Claro que sí -dijo Agatón.
-¿Y no ocurre lo mismo con la palabra «madre»? También en esto estuvo de acuerdo.
-Pues bien -dijo Sócrates- respóndeme todavía un poco más, para que entiendas mejor lo que quiero. Si te preguntara: ¿y qué?, ¿un hermano, en tanto que hermano, es hermano de alguien o no?
Agatón respondió que lo era.
-¿Y no lo es de un hermano o de una hermana? Agatón asintió.
-Intenta, entonces -prosiguió Sócrates-, decir lo mismo acerca del amor. ¿Es Eros amor de algo o de nada? -Por supuesto que lo es de algo.
-Pues bien -dijo Sócrates-, guárdate esto en tu mente y acuérdate de qué cosa es el amor. Pero ahora respóndeme sólo a esto: ¿desea Eros aquello de lo que es amor o no? -Naturalmente -dijo.
-¿Y desea y ama lo que que desea y ama cuando lo posee, o cuando no lo posee?
-Probablemente -dijo Agatón- cuando no lo posee.
-Considera, pues -continuó Sócrates-, si en lugar de probablemente no es necesario que sea así, esto es, lo que desea desea aquello de lo que está falto y no lo desea si no está falto de ello. A mí, en efecto, me parece extraordinario, Agatón, que necesariamente sea así. ¿Y a ti cómo te parece?
-También a mí me lo parece -dijo Agatón. -Dices bien. Pues, ¿desearía alguien ser alto, si es alto, 0 fuerte, si es fuerte?
-Imposible, según lo que hemos acordado. -Porque, naturalmente, el que ya lo es no podría estar falto de esas cualidades.
-Tienes razón.
-Pues si -continuó Sócrates- el que es fuerte, quisiera ser fuerte, el que es rápido, ser rápido, el que está sano, estar sano... -tal vez, en efecto, alguno podría pensar, a propósito de estas cualidades y de todas las similares a éstas, que quienes son así y las poseen desean también aquello que poseen; y lo digo precisamente para que no nos engañemos-. Estas personas, Agatón, si te fijas bien, necesariamente poseen en el momento actual cada una de las cualidades que poseen, quieran o no. ¿Y quién desearía precisamente tener lo que ya tiene? Mas cuando alguien nos diga: «Yo, que estoy sano, quisiera también estar sano, y siendo rico quiero también ser rico, y deseo lo mismo que poseo», le diríamos: «Tú, hombre, que ya tienes riqueza, salud y fuerza, lo que quieres realmente es tener esto también en el futuro, pues en el momento actual, al menos, quieras o no, ya lo posees. Examina, pues, si cuando dices `deseo lo que tengo' no quieres decir en realidad otra cosa que `quiero tener también en el futuro lo que en la actualidad tengo'.» ¿Acaso no estaría de acuerdo?
Agatón -según me contó Aristodemo- afirmó que lo estaría. Entonces Sócrates dijo:
-¿Y amar aquello que aún no está a disposición de uno ni se posee no es precisamente esto, es decir, que uno tenga también en el futuro la conservación y mantenimiento de estas cualidades?
-Sin duda -dijo Agatón.
-Por tanto, también éste y cualquier otro que sienta deseo, desea lo que no tiene a su disposición y no está presente, lo que no posee, lo que él no es y de lo que está falto. ¿No son éstas, más o menos, las cosas de las que hay deseo y amor?
-Por supuesto -dijo Agatón.
-Ea, pues -prosiguió Sócrates-, recapitulemos los puntos en los que hemos llegado a un acuerdo. ¿No es verdad que Eros es, en primer lugar, amor de algo y, luego, amor de lo que tiene realmente necesidad?
-Sí -dijo.
-Siendo esto así, acuérdate ahora de qué cosas dijiste en tu discurso que era objeto Eros. O, si quieres, yo mismo te las recordaré. Creo, en efecto, que dijiste más o menos así, que entre los dioses se organizaron las actividades por amor de lo bello, pues de lo feo no había amor. ¿No lo dijiste más o menos así?
-Así lo dije, en efecto -afirmó Agatón.
-Y lo dices con toda razón, compañero -dijo Sócrates-. Y si esto es así, ¿no es verdad que Eros sería amor de la belleza y no de la fealdad?
Agatón estuvo de acuerdo en esto.
-¿Pero no se ha acordado que ama aquello de lo que está falto y no posee?
-Sí -dijo.
-Luego Eros no posee belleza y está falto de ella. -Necesariamente -afirmó.
-¿Y qué? Lo que está falto de belleza y no la posee en absoluto, ¿dices tú que es bello?
-No, por supuesto.
-¿Reconoces entonces todavía que Eros es bello, si esto es así?
-Me parece, Sócrates -dijo Agatón-, que no sabía nada de lo que antes dije.
-Y, sin embargo -continuó Sócrates-, hablaste bien, Agatón. Pero respóndeme todavía un poco más. ¿Las cosas buenas no te parecen que son también bellas?
-A mí, al menos, me lo parece..
-Entonces, si Eros está falto de cosas bellas y si las cosas buenas son bellas, estará falto también de cosas buenas.
-Yo, Sócrates -dijo Agatón-, no podría contradecirte. Por consiguiente, que sea así como dices.
-En absoluto -replicó Sócrates-; es a la verdad, querido Agatón, a la que no puedes contradecir, ya que a Sócrates no es nada difícil.
Pero voy a dejàrte por ahora y os contaré el discurso sobre Eros que oí un día de labios de una mujer de Mantinea, Diotima, que era sabia en éstas y otras muchas cosas. Así, por ejemplo, en cierta ocasión consiguió para los atenienses, al haber hecho un sacrificio por la peste, un aplazamiento de diez años de la epidemia 94. Ella fue, precisamente, la que me enseñó también las cosas del amor. Intentaré, pues, exponeros, yo mismo por mi.cuenta, en la medida en que pueda y partiendo de lo acordado entre Agatón y yo, el discurso que pronunció aquella mujer. En consecuencia, es preciso, Agatón, como tú explicaste, describir primero a Eros mismo, quién es y cuál es su naturaleza, y exponer después sus obras. Me parece, por consiguiente, que lo más fácil es hacer la exposición como en aquella ocasión procedió la extranjera cuando iba interrogándome. Pues poco más o menos también yo le decía lo mismo que Agatón ahora a mí: que Eros era un gran dios y que lo era de las cosas bellas. Pero ella me refutaba con los mismos argumentos que yo a él: que, según mis propias palabras, no era ni bello ni bueno.
-¿Cómo dices, Diotima? -le dije yo-. ¿Entonces Eros es feo y malo?
-Habla mejor -dijo ella-. ¿Crees que lo que no sea bello necesariamente habrá de ser feo?
-Exactamente.
-¿Y lo que no sea sabio, ignorante? ¿No te has dado cuenta de que hay algo intermedio entre la sabiduría y la ignorancia?
-¿Qué es ello?
-¿No sabes -dijo- que el opinar rectamente, incluso sin poder dar razón de ello, no es ni saber, pues una cosa de la que no se puede dar razón no podría ser conocimiento, ni tampoco ignorancia, pues lo que posee realidad no puede ser ignorancia? La recta opinión es, pues, algo así como una cosa intermedia entre el conocimiento y la ignorancia.
-Tienes razón -dije yo.
-No pretendas, por tanto, que lo que no es bello sea necesariamente feo, ni lo que no es bueno, malo. Y así también respecto a Eros, puesto que tú mismo estás de acuerdo en que no es ni bueno ni bello, no creas tampoco que ha de ser feo y malo, sino algo intermedio, dijo, entre estos dos.
-Sin embargo -dije yo-, se reconoce por todos que es un gran dios.
-¿Te refieres -dijo ella- a todos los que no saben o también a los que saben?
-Absolutamente a todos, por supuesto.
Entonces ella, sonriendo, me dijo:
-¿Y cómo podrían estar de acuerdo, Sócrates, en que es un gran dios aquellos que afirman que ni siquiera es un dios?
-¿Quiénes son ésos? -dije yo. -Uno eres tú -dijo- y otra yo. -¿Cómo explicas eso? -le replirqué yo. -Fácilmente -dijo ella-. Dime, ¿no afirmas que todos los dioses son felices y bellos? ¿O te atreverías a afirmar que algunos de entre los dioses no es bello y feliz? -¡Por Zeus!, yo no -dije.
-¿Y no llamas felices, precisamente, a los que poseen las cosas buenas y bellas?
-Efectivamente.
Pero en relación con Eros al menos has reconocido que, por carecer de cosas buenas y bellas, desea precisamente eso mismo de que está falto.
-Lo he reconocido, en efecto.
-¿Entonces cómo podría ser dios el que no participa de lo bello y de lo bueno?
-De ninguna manera, según parece.
-¿Ves, pues -dijo ella-, que tampoco tú consideras dios a Eros?
-¿Qué puede ser, entonces, Eros? -dije yo-. ¿Un mortal?
-En absoluto. -¿Pues qué entonces?
-Como en los ejemplos anteriores -dijo-, algo intermedio entre lo mortal y lo inmortal.
-¿Y qué es ello, Diotima?
-Un gran demon 95, Sócrates. Pues también todo lo demónico está entre la divinidad y lo mortal.
-¿Y qué poder tiene? -dije yo.
-Interpreta y comunica a los dioses las cosas de los hombres y a los hombres las de los dioes, súplicas y sacrificios de los unos y de los otros órdenes y recompensas por los sacrificios. Al estar en medio de unos y otros llena el espacio entre ambos, de suerte que el todo queda unido consigo mismo como un continuo 96. A través de él funciona toda la adivinación y el arte de los sacerdotes relativa tanto a los sacrificios como a los ritos, ensalmos, toda clase de mántica y la magia. La divinidad no tiene contacto con el hombre, sino que es a través de este demon como se produce todo contacto y diálogo entre dioses y hombres, tanto como si están despiertos como si están durmiendo 97. Y así, el que es sabio en tales materias es un hombre demónico, mientras que el que lo es en cualquier otra cosa, ya sea en las artes o en los trabajos manuales, es un simple artesano. Estos démones, en efecto, son numerosos y de todas clases, y uno de ellos es también Eros.
-¿Y quién es su padre y su madre? -dije yo.
Es más largo -dijo- de contar, pero, con todo, te lo diré 98. Cuando nació Afrodita, los dioses celebraron un banquete y, entre otros, estaba también Poros, el hijo de Metis. Después que terminaron de comer, vino a mendigar Penía 99, como era de esperar en una ocasión festiva, y estaba cerca de la puerta. Mientras, Poros, embriagado de néctar -pues aún no había vino-, entró en el jardin de Zeus y, entorpecido por la embriaguez, se durmió. Entonces Penía, maquinando, impulsada por su carencia de recursos, hacerse un hijo de Poros, se acuesta a su lado y concibió a Eros. Por esta razón, precisamente, es Eros también acompañante y escudero de Afrodita, al ser engendrado en la fiesta del nacimiento de la diosa y al ser, a la vez, por naturaleza un amante de lo bello, dado que también Afrodita es bella. Siendo hijo, pues, de Poros y Penía, Eros se ha quedado con las siguientes características. En primer lugar, es siempre pobre, y lejos de ser delicado y bello, como cree la mayoría, es, más bien, duro y seco, descalzo y sin casa, duerne siempre en el suelo y descubierto, se acuesta a la intemperie en las puertas y al borde de los caminos, compañero siempre inseparable de la indigencia por tener la naturaleza de su madre. Pero, por otra parte, de acuerdo con la naturaleza de su padre, está al acecho de lo bello y de lo bueno; es valiente, audaz y activo, hábil cazador, siempre urdiendo alguna trama, ávido de sabiduría y rico en recursos, un amante del conocimiento a lo largo de toda su vida, un formidable mago, hechicero y sofista. No es por naturaleza ni inmortal ni mortal, sino que en el mismo día unas veces florece y vive, cuando está en la abundancia, y otras muere, pero recobra la vida de nuevo gracias a la naturaleza de su padre. Mas lo que consigue siempre se le escapa, de suerte que Eros nunca ni está falto de recursos ni es rico, y está, además, en el medio de la sabiduría y la ignorancia. Pues la cosa es como sigue: ninguno de los dioses ama la sabiduría ni desea ser sabio, porque ya lo es, como tampoco ama la sabiduría cualquier otro que sea sabio. Por otro lado, los ignorantes ni aman la sabiduría ni desean hacerse sabios, pues en esto precisamente es la ignorancia una cosa molesta: en que quien no es ni bello, ni bueno, ni inteligente se crea a sí mismo que lo es suficientemente. Así, pues, el que no cree estar necesitado no desea tampoco lo que no cree necesitar.
-¿Quiénes son, Diotima, entonces -dije yo- los que aman la sabiduría, sino son ni los sabios ni los ignorantes?
-Hasta para un niño es ya evidente -dijo- que son los que están en medio de estos dos, entre los cuales estará también Eros 100. La sabiduría, en efecto, es una de las cosas más bellas y Eros es amor de lo bello, de modo que Eros es necesariamente amante de la sabiduría, y por ser amante de la sabiduría está, por tanto, en medio del. sabio y del ignorante. Y la causa de esto es también su nacimiento, ya que es hijo de un padre sabio y rico en recursos y de una madre no sabia e indigente. Ésta es, pues, querido Sócrates, la naturaleza de este demon. Pero, en cuanto a lo que tú pensaste que era Eros, no hay nada sorprendente en ello. Tú creíste, según me parece deducirlo de lo que dices, que Eros era lo amado y no lo que ama. Por esta razón, me imagino, te parecía Eros totalmente bello, pues lo que es susceptible de ser amado es también lo verdaderamente bello, delicado, -perfecto y digno de ser tenido por dichoso, mientras que lo que ama tiene un carácter diferente, tal como yo lo describí.
-Sea así, extranjera -dije yo entonces-, pues hablas bien. Pero siendo Eros de tal naturaleza, ¿qué función tiene para los hombres?
-Esto, Sócrates -dijo-, es precisamente lo que voy a intentar enseñarte a continuación. Eros, efectivamente, es como he dicho y ha nacido así, pero a la vez es amor de las cosas bellas, como tú afirmas. Mas si alguien nos preguntara: «¿En qué sentido, Sócrates y Diotima, es Eros amor de las cosas bellas?» O así, mas claramente: el que ama las cosas bellas desea, ¿qué desea?
-Que lleguen a ser suyas -dije yo.
-Pero esta respuesta -dijo- exige aún la siguiente pregunta: ¿qué será de aquel que haga suyas las cosas bellas?
Entonces le dije que todavía no podía responder de repente a esa pregunta.
-Bien -dijo ella-. Imagínate que alguien, haciendo un cambio y empleando la palabra «bueno» en lugar de «bello», te preguntara: «Veamos, Sócrates, el que ama las cosas buenas desea, ¿qué desea?».
-Que lleguen a ser suyas -dije.
-¿Y qué será de aquel que haga suya las cosas buenas? -Esto ya -dije yo- puedo contestarlo más fácilmente: que será feliz.
-Por la posesión -dijo- de las cosas buenas, en efecto, los felices son felices, y ya no hay necesidad de añadir la pregunta de por qué quiere ser feliz el que quiere serlo, sino que la respuesta parece que tiene su fin.
-Tienes razón -dije yo.
-Ahora bien, esa voluntad y ese deseo, ¿crees que es común a todos los hombres y que todos quieren poseer siempre lo que es bueno? ¿O cómo piensas tú?
-Así -dije yo-, que es común a todos.
-¿Por qué entonces, Sócrates -dijo-, no decimos que todos aman, si realmente todos aman lo mismo y siempre, sino que decimos que unos aman y otros no?
-También a mí me asombra eso -dije.
-Pues no te asombres -dijo-, ya que, de hecho, hemos separado una especie particular de amor y, dándole el nombre del todo, la denominamos amor, mientras que para las otras especies usamos otros nombres.
-¿Como por ejemplo? -dije yo.
-Lo siguiente. Tú sabes que la idea de «creación» (poíēsis) es algo múltiple, pues en realidad toda causa que haga pasar cualquier cosa del no ser al ser es creación, de suerte que también los trabajos realizados en todas las artes son creaciones y los artífices de éstas son todos creadores (poiētai).
-Tienes razón.
-Pero también sabes -continuó ella- que no se llaman creadores, sino que tienen otros nombres y que del conjunto entero de creación se ha separado una parte, la concerniente a la, música y al verso, y se la denomina con el nombre del todo. Únicamente a esto se llama, en efecto, «poesía», y «poetas» a los que poseen esta porción de creación 101.
-Tienes razón -dije yo.
-Pues bien, así ocurre también con el amor. En general, todo deseo de lo que es bueno y de ser feliz es, para todo el mundo, «el grandísimo y engañoso amor» 102. Pero unos se dedican a él de muchas y diversas maneras, ya sea en los negocios, en la afición a la gimnasia o en el amor a la sabiduría, y no se dice ni que están enamorados ni se les llama amantes, mientras que los que se dirigen a él y se afanan según una sola especie réciben el nombre del todo, amor, y de ellos se dice que están enamorados y se les llama amantes 103.
-Parece que dices la verdad -dije yo.
-Y se cuenta, ciertamente, una leyenda104 -siguió ella-, según la cual los que busquen la mitad de sí mismo son los que están enamorados, pero, según mi propia teoría, el amor no lo es ni de una mitad ni de un todo, a no ser que sea, amigo mío, realmente bueno, ya que los hombres están dispuestos a amputarse sus propios pies y manos, si les parece que esas partes de sí mismos son malas. Pues no es, creo yo, a lo suyo propio a lo que cada cual se aferra, excepto si se identifica lo bueno con lo particular y propio de uno mismo y lo malo, en cambio, con lo ajeno. Así que, en verdad, lo que los hombres aman no es otra cosa que el bien 105. ¿O a ti te parece que aman otra cosa?
-A mí no, ¡por Zeus! -dije yo.
-¿Entonces -dijo ella-, se puede decir así simplemente que los hombres aman el bien?
-Sí -dije.
-¿Y qué? ¿No hay que añadir -dijo- que aman también poseer el bien?
-Hay que añadirlo.
-¿Y no sólo -siguió ella- poseerlo, sino también poseerlo siempre?
-También eso hay que añadirlo.
-Entonces -dijo-, el amor es, en resumen, el deseo de poseer siempre el bien 106,
-Es exacto -dije yo- lo que dices.
-Pues bien -dijo ella-, puesto que el amor es siempre esto, ¿de qué manera y en qué actividad se podría llamar amor al ardor y esfuerzo de los que lo persiguen? ¿Cuál es justamente esta acción especial? ¿Puedes decirla?
-Si pudiera -dije yo-, no estaría admirándote, Diotima, por tu sabiduría ni hubiera venido una y otra vez a ti para aprender precisamente estas cosas.
-Pues yo te lo diré -dijo ella-. Esta acción especial es, efectivamente, una procreación en la belleza, tanto según el cuerpo como según el alma.
-Lo que realmente quieres decir -dije yo- necesita adivinación, pues no lo entiendo.
-Pues te lo diré más claramente -dijo ella-. Impulso creador, Sócrates, tienen, en efecto, todos los hombres, no sólo según el cuerpo, sino también según el alma, y cuando se encuentran en cierta edad, nuestra naturaleza desea procrear. Pero no puede procrear en lo feo, sino sólo en lo bello. La unión de hombre y mujer es, efectivamente, procreación y es una obra divina, pues la fecundidad y la reproducción es lo que de inmortal existe en el ser vivo, que es mortal. Pero es imposible que este proceso llegue a producirse en lo que es incompatible, e incompatible es lo feo con todo lo divino, mientras que lo bello es, en cambio, compatible. Así, pues, la Belleza es la Moira y la Ilitía del nacimiento 107. Por esta razón, cuando lo que tiene impulso creador se acerca a lo bello, se vuelve propicio y se derrama contento, procrea y engendra; pero cuando se acerca a lo feo, ceñudo y afligido se contrae en sí mismo, se aparta, se encoge y no_ engendra, sino que retiene el fruto de su fecundidad y lo soporta penosamente. De ahí, precisamente, que al que está fecundado y ya abultado le sobrevenga el fuerte arrebato por lo bello, porque libera al que lo posee de los grandes dolores del parto. Pues el amor, Sócrates -dijo-, no es amor de lo bello, como tú crees.
-¿Pues qué es entonces?
-Amor de la generación y procreación en lo bello. -Sea así -dije yo.
-Por supuesto que es así -dijo-. Ahora bien, ¿por qué precisamente de la generación? Porque la generación es algo eterno e inmortal en la medida en que pueda existir en algo mortal. Y es necesario, según lo acordado, desear la inmortalidad junto con el bien, si realmente el amor tiene por objeto la perpetua posesión del bien. Así, pues, según se desprende de este razonamiento, necesariamente el amor es también amor de la inmortalidad.
Todo esto, en efecto, me enseñaba siempre que hablaba conmigo sobre cosas del amor. Pero una vez me preguntó:
-¿Qué crees tú, Sócrates, que es la causa de ese amor y de ese deseo? ¿O no te das cuenta de en qué terrible estado se encuentran todos los animales, los terrestres y los alados, cuando desean engendrar, cómo todos ellos están enfermos y amorosamente dispuestos, en primer lugar 5 en relación con su mutua unión y luego en relación con el cuidado de la prole, cómo por ella están prestos no sólo a luchar, incluso los más débiles contra los más fuertes, sino también a morir, cómo ellos mismos están consumidos por el hambre para alimentarla y así hacen todo lo demás? Si bien -dijo- podría pensarse que los hombres hacen esto por reflexión, respecto a los animales, sin embargo, ¿cuál podría ser la causa de semejantes disposiciones amorosas? ¿Puedes decírmela?
Y una vez más yo le decía que no sabía.
-¿Y piensas -dijo ella- llegar a ser algún día experto en las cosas del amor, si no entiendes esto? -Pues por eso precisamente, Diotima, como te dije antes, he venido a ti, consciente de que necesito maestros. Dime, por tanto, la causa de esto y de todo lo demás relacionado con las cosas del amor.
-Pues bien, -dijo-, si crees que el amor es por naturaleza amor de lo que repetidamente hemos convenido, no te extrañes, ya que en este caso, y por la misma razón que en el anterior, la naturaleza mortal busca, en la medida de lo posible, existir siempre y ser inmortal. Pero sólo puede serlo de esta manera: por medio de la procreación, porque siempre deja otro ser nuevo en lugar del viejo. Pues incluso en el tiempo en que se dice que vive cada una de las criaturas vivientes y que es la misma, como se dice, por ejemplo, que es el mismo un hombre desde su niñez hasta que se hace viejo, sin embargo, aunque se dice que es el mismo, ese individuo nunca tiene en sí las mismas cosas, sino que continuamente se renueva y pierde otros elementos, en su pelo, en su carne, en sus huesos, en su sangre y en todo su cuerpo. Y no sólo en el cuerpo, sino también en el alma: los hábitos, caracteres, opiniones, deseos, placeres, tristezas, temores, ninguna de estas cosas jamás permanece la misma en cada individuo, sino que unas nacen y otras mueren. Pero mucho más extraño todavía que esto es que también los conocimientos no sólo nacen unos y mueren otros en nosotros, de modo que nunca somos los mismos ni siquiera en relación con los conocimientos, sino que también le ocurre lo mismo a cada uno de ellos en particular. Pues lo que se llama practicar existe porque el conocimiento sale de nosotros, ya que el olvido es la salida de un conocimiento, mientras que la práctica, por el contrario, al implantar un nuevo recuerdo en lugar del que se marcha, mantiene el conocimiento, hasta el punto de que parece que es el mismo. De esta manera, en efecto, se conserva todo lo mortal, no por ser siempre completamente lo mismo, como lo divino, sino porque lo que se marcha y está ya envejecido deja en su lugar otra cosa nueva semejante a lo que era. Por este procedimiento, Sócrates -dijo-, lo mortal participa de inmortalidad, tanto el cuerpo como todo lo demás; lo inmortal, en cambio, participa de otra manera. No te extrañes, pues, si todo ser estima por naturaleza a su propio vástago, pues por causa de inmortalidad ese celo y ese amor acompaña a todo ser 108.
Cuando hube escuchado este discurso, lleno de admiración le dije:
-Bien, sapientísima Diotima, ¿es esto así en verdad? Y ella, como los auténticos sofistas, me contestó:
-Por supuesto, Sócrates, ya que, si quieres reparar en el amor de los hombres por los honores, te quedarías asombrado también de su irracionalidad, a menos que medites en relación con lo que yo he dicho, considerando en qué terrible estado se encuentran por el amor de llegar a ser famosos «y dejar para siempre una fama inmortal»109. Por esto, aún más que por sus hijos, están dispuestos a arrostrar todos los peligros, a gastar su dinero, a soportar cualquier tipo de fatiga y a dar su vida. Pues, ¿crees tú -dijo- que Alcestis hubiera muerto por Admeto o que Aquiles hubiera seguido en su muerte a Patroclo o que vuestro Codro110 se hubiera adelantado a morir por el reinado de sus hijos, si no hubiera creído que iba a quedar de ellos el recuerdo inmortal que ahora tenemos por su virtud? Ni mucho menos -dijo-, sino que más bien, creo yo, por inmortal virtud y por tal ilustre renombre todos hacen todo, y cuanto mejores sean, tanto más, pues aman lo que es inmortal. En consecuencia, los que son fecundos -dijo- según el cuerpo se dirigen preferentemente a las mujeres y de esta manera son amantes, procurándose mediante la procreación de hijos inmortalidad, recuerdo y felicidad, según creen, para todo tiempo futuro. En cambio, los que son fecundos según el alma... pues hay, en efecto -dijo-, quienes conciben en las almas aún más que en los cuerpos lo que corresponde al alma concebir y dar a luz. ¿Y qué es lo que le corresponde? El conocimiento y cualquier otra virtud, de las que precisamente son procreadores todos los poetas y cuantos artistas se dice que son inventores. Pero el conocimiento mayor y el más bello es, con mucho, la regulación de lo que concierne a las ciudades y familias, cuyo nombre es mesura y justicia. Ahora bien, cuando uno de éstos se siente desde joven fecundo en el alma, siendo de naturaleza divina, y, llegada la edad, desea ya procrear y engendrar, entonces busca también él, creo yo, en su entorno la belleza en la que pueda engendrar, pues en lo feo nunca engendrará. Así, pues, en razón de su fecundidad, se apega a los cuerpos bellos más que a los feos, y si se tropieza con un alma bella, noble y bien dotada por naturaleza, entonces muestra un gran interés por el conjunto; ante esta persona tiene al punto abundancia de razonamientos sobre la virtud, sobre cómo debe ser el hombre bueno y lo que debe practicar, e intenta educarlo. En efecto, al estar en contacto, creo yo, con lo bello y tener relación con ello, da a luz y procrea lo que desde hacía tiempo tenía concebido, no sólo en su presencia, sino también recordándolo en su ausencia, y en común con el objeto bello ayuda a criar lo engendrado, de suerte que los de tal naturaleza mantienen entre sí una comunidad mucho mayor que la de los hijos y una amistad más sólida, puesto que tienen en común hijos más bellos y más inmortales. Y todo el mundo preferiría para sí haber engendrado tales hijos en lugar de los humanos, cuando echa una mirada a Homero, a Hesíodo y demás buenos poetas, y siente envidia porque han dejado de sí descendientes tales que les procuran inmortal fama y recuerdo por ser inmortales ellos mismos; o si quieres -dijo-, los hijos que dejó Licurgo en Lacedemonia, salvadores de Lacedemonia y, por así decir, de la Hélade entera111. Honrado es también entre vosotros Solón 112, por haber dado origen a vuestras leyes, y otros muchos hombres lo son en otras muchas partes, tanto entre los griegos como entre los bárbaros, por haber puesto de manifiesto muchas y hermosas obras y haber engendrado toda clase de virtud. En su honor se han establecido ya también muchos templos y cultos 113 por tales hijos, mientras que por hijos mortales todavía no se han establecido para nadie.
Éstas son, pues, las cosas del amor en cuyo misterio también tú, Sócrates, tal vez podrías iniciarte. Pero en los ritos finales y suprema revelación, por cuya causa existen aquéllas, si se procede correctamente, no sé si serías capaz de iniciarte 114. Por consiguiente, yo misma te los diré -afirmó- y no escatimaré ninngún esfuerzo; intenta seguirme, si puedes. Es preciso 115, en efecto -dijo- que quien quiera ir por el recto camino a ese fin comience desde joven a dirigirse hacia los cuerpos bellos Y, si su guía lo dirige rectamente, enamorarse en primer lugar de un solo cuerpo y engendrar en él bellos razonamientos; luego debe comprender que la belleza que hay en cualquier cuerpo es afín a la que hay en otro y que, si es preciso perseguir la belleza de la forma, es una gran necedad no considerar una y la misma la belleza que hay en todos los cuerpos. Una vez que haya comprendido esto, debe hacerse amante de todos los cuerpos bellos y calmar ese fuerte arrebato por uno solo, despreciándolo y considerándolo insignificante. A continuación debe considerar más valiosa la belleza de las almas que la del cuerpo, de suerte que si alguien es virtuoso de alma, aunque tenga un escaso esplendor, séale suficiente para amarle, cuidarle, engendrar y buscar razonamientos tales que hagan mejores a los jóvenes, para que sea obligado, una vez más, a contemplar la belleza que reside en las normas de conducta y en las leyes y a reconocer que todo lo bello está emparentado consigo mismo, y considere de esta forma la belleza del cuerpo como algo insignificante. Después de las normas de conducta debe conducirle a las ciencias, para que vea también la belleza de éstas y, fijando ya su mirada en esa inmensa belleza, no sea, por servil dependencia, mediocre y corto de espíritu, apegándose, como un esclavo, a la belleza de un solo ser, cual la de un muchacho, de un hombre o de una norma de conducta, sino que, vuelto hacia ese mar de lo bello 116 y contemplándolo, engendre muchos bellos y magnificos discursos y pensamientos en ilimitado amor por la sabiduría, hasta que fortalecido entonces y crecido descubra una única ciencia cual es la ciencia de una belleza como la siguiente. Intenta ahora -dijo- prestarme la máxima atención posible. En efecto 117, quien hasta aquí haya sido instruido en las cosas del amor, tras haber contemplado las cosas bellas en ordenada y correcta sucesión, descubrirá de repente, llegando ya al término de su iniciación amorosa, algo maravillosamente bello por naturaleza, a saber, aquello mismo, Sócrates, por lo que precisamente se hicieron todos los esfuerzos anteriores, que, en primer lugar, existe siempre y ni nace ni perece, ni crece ni decrece; en segundo lugar, no es bello en un aspecto y feo en otro, ni unas veces bello y otras no, ni bello respecto a una cosa y feo respecto a otra, ni aquí bello y allí feo, como si fuera para unos bello y para otros feo. Ni tampoco se le aparecerá esta belleza bajo la forma de un rostro ni de unas manos ni de cualquier otra cosa de las que participa un cuerpo, ni como un razonamiento, ni como una ciencia, ni como existente en otra cosa, por ejemplo, en un ser vivo, en la tierra, en el cielo o en algún otro, sino la belleza en sí, que es siempre consigo misma específicamente única, mientras que todas las otras cosas bellas participan de ella de una manera tal que el nacímiento y muerte de éstas no le causa ni aumento ni disminución, ni le ocurre absolutamente nada. Por consiguiente, cuando alguien asciende a partir de las cosas de este mundo mediante el recto amor de los jóvenes y empieza a divisar aquella belleza, puede decirse que toca casi el fin. Pues ésta es justamente la manera correcta de acercarse a las cosas del amor o de ser conducido por otro: empezando por las cosas bellas de aquí y sirviéndose de ellas como de peldaños ir ascendiendo continuamente, en base a aquella belleza, de uno solo a dos y de dos a todos los cuerpos bellos y de los cuerpos bellos a las bellas normas de conducta, y de las normas de conducta a los bellos conocimientos, y partiendo de éstos terminar en aquel conocimiento que es conocimiento no de otra cosa sino de aquella belleza absoluta, para que conozca al fin lo que es la belleza en sí 118. En este período de la vida, querido Sócrates -dijo la extranjera de Mantinea-, más que en ningún otro, le merece la pena al hombre vivir: cuando contempla la belleza en sí. Si alguna vez llegas a verla, te parecerá que no es comparable ni con el oro ni con los vestidos ni con los jóvenes y adolescentes bellos, ante cuya presencia ahora te quedas extasiado y estás dispuesto, tanto tú como otros muchos, con tal de poder ver al amado y estar siempre con él, a no comer ni beber, si fuera posible, sino únicamente a contemplarlo y estar en su compañía. ¿Qué debemos imaginar, pues -dijo-, si le fuera posible a alguno ver la belleza en sí, pura, limpia, sin mezcla y no infectada de carnes humanas, ni de colores ni, en suma, de otras muchas fruslerías mortales, y pudiera contemplar la divina belleza en sí, específicamente única? ¿Acaso crees -dijo- que es vana la vida de un hombre que mira en esa dirección, que contempla esa belleza con lo que es necesario contemplarla y vive en su compañía? ¿O no crees -dijo- que sólo entonces, cuando vea la belleza con lo que es visible, le será posible engendrar, no ya imágenes de virtud, al no estar en contacto con una imagen, sino virtudes verdaderas, ya que está en contacto con la verdad? Y al que ha engendrado y criado una virtud verdadera, ¿no crees que le es posible hacerse amigo de los dioses y llegar a ser, si algún otro hombre puede serlo, inmortal también él? -
Esto, Fedro, y demás amigos, dijo Diotima y yo quedé convencido; y convencido intento también persuadir a los demás de que para adquirir esta posesión difícilmente podría uno tornar un colaborador de la naturaleza humana mejor que Eros. Precisamente, por eso, yo afirmo que todo hombre debe honrar a Eros, y no sólo yo mismo honro las cosas del amor y las practico sobremanera, sino que también las recomiendo a los demás y ahora y siempre elogio el poder y la valentía de Eros, en la medida en que soy capaz. Considera, pues, Fedro, este discurso, si quieres, como un encomio dicho en honor de Eros o, si prefieres, dale el nombre que te guste y como te guste.
Cuando Sócrates hubo dicho esto, me contó Aristodemo que los demás le elogiaron, pero que Aristófanes intentó decir algo, puesto que Sócrates al hablar le había mencionado a propósito de su discurso 119. Mas de pronto la puerta del patio fue golpeada y se produjo un gran ruido como de participantes en una fiesta, y se oyó el sonido de una flautista. Entonces Agatón dijo:
-Esclavos, id a ver y si es alguno de nuestros conocidos, hacedle pasar; pero si no, decid que no estamos bebiendo, sino que estamos durmiendo ya.
No mucho después se oyó en el patio la voz de Alcibiades, fuertemente borracho, preguntando a grandes gritos dónde estaba Agatón y pidiendo que le llevaran junto a él. Le condujeron entonces hasta ellos, así como a la flautista que le sostenía y a algunos otros de sus acompañantes, pero él se detuvo en la puerta, coronado con una tupida corona de hiedra y violetas y con muchas cintas sobre la cabeza, y dijo:
-Salud, caballeros. ¿Acogéis como compañero de bebida a un hombre que está totalmente borracho, o debemos marcharnos tan pronto como hayamos coronado a Agatón, que es a lo que hemos venido? Ayer, en efecto, dijo, no me fue posible venir, pero ahora vengo con estas cintas sobre la cabeza, para de mi cabeza coronar la cabeza del hombre más sabio y más bello, si se me permite hablar así. ¿Os burláis de mí porque estoy borracho? Pues, aunque os riáis, yo sé bien que digo la verdad. Pero decidme enseguida: ¿entro en los términos acordados, o no?, ¿beberéis conmigo, o no?
Todos lo aclamaron y lo invitaron a entrar y tomar asiento. Entonces Agatón lo llamó y él entró conducido por sus acompañantes, y desatándose al mismo tiempo las cintas para coronar a Agatón, al tenerlas delante de los ojos, no vio a Sócrates y se sentó junto a Agatón, en medio de éste y Sócrates, que le hizo sitio en cuanto lo vio. Una vez sentado, abrazó a Agatón y lo coronó.
-Esclavos -dijo entonces Agatón-, descalzad a Alcibiades, para que se acomode aquí como tercero.
-De acuerdo -dijo Alcibiades-, pero ¿quién es ese tercer compañero de bebida que está aquí con nosotros?
Y, a la vez que se volvía, vio a Sócrates, y al verlo se sobresaltó y dijo:
-¡Heracles! ¿Qués es esto? ¿Sócrates aquí? Te has acomodado aquí acechándome de nuevo, según tu costumbre de aparecer de repente donde yo menos pensaba que ibas a estar. ¿A qué has venido ahora? ¿Por qué te has colocado precisamente aquí? Pues no estás junto a Aristófanes ni junto a ningún otro que sea divertido y quiera serlo, sino que te las has arreglado para ponerte al lado del más bello de los que están aquí dentro.
-Agatón -dijo entonces Sócrates-, mira a ver si me vas a defender, pues mi pasión por este hombre se me ha convertido en un asunto de no poca importancia. En efecto, desde aquella vez en que me enamoré de él, ya no me es posible ni echar una mirada ni conversar siquiera con un solo hombre bello sin que éste, teniendo celos y envidia de mí, haga cosas raras, me increpe y contenga las manos a duras penas. Mira, pues, no sea que haga algo también ahora; reconcílianos o, si intenta hacer algo violento, protégeme, pues yo tengo mucho miedo de su locura y de su pasión por el amante.
-En absoluto -dijo Alcibiades-, no hay reconciliación entre tú y yo. Pero ya me vengaré de ti por esto en otra ocasión. Ahora, Agatón -dijo-, dame algunas de esas cintas para coronar también ésta su admirable cabeza y para que no me reproche que te coroné a ti y que, en cambio, a él, que vence a todo el mundo en discursos, no sólo anteayer como tú, sino siempre, no le coroné.
Al mismo tiempo cogió algunas cintas, coronó a Sócrates y se acomodó. Y cuando se hubo reclinado dijo:
-Bien, caballeros. En verdad me parece que estáis sobrios y esto no se os puede permitir, sino que hay que beber, pues así lo hemos acordado. Por consiguiente, me elijo a mí mismo como presidente de la bebida, hasta que vosotros bebáis lo suficiente. Que me traigan, pues, Agatón, una copa grande, si hay alguna. O más bien, no hace ninguna falta. Trae, esclavo, aquella vasija de refrescar el vino -dijo-, al ver que contenía más de ocho cótilas 120.
Una vez llena, se la bebió de un trago, primero, él y, luego, ordenó llenarla para Sócrates, a la vez que decía: -Ante Sócrates, señores, este truco no me sirve de nada, pues beberá cuanto se le pida y nunca se embriagará. En cuanto hubo escanciado el esclavo, Sócrates se puso a beber. Entonces, Erixímaco dijo:
-¿Cómo lo hacemos, Alcibiades? ¿Así, sin decir ni cantar nada ante la copa, sino que vamos a beber simplemente como los sedientos?
-Erixímaco -dijo Alcibiades-, excelente hijo del mejor y más prudente padre, salud.
-También para ti, dijo Erixímaco, pero ¿qué vamos a hacer?
-Lo que tú ordenes, pues hay que obedecerte:
porque un médico equivale a muchos otros hombres 121
Manda, pues, lo que quieras.
-Escucha, entonces -dijo Erixímaco-. Antes de que tú entraras habíamos decidido que cada uno debía pronunciar por turno, de izquierda a derecha, un discurso sobre Eros lo más bello que pudiera y hacer su encomio. Todos los demás hemos hablado ya. Pero puesto que tú no has hablado y ya has bebido, es justo que hables y, una vez que hayas hablado, ordenes a Sócrates lo que quieras, y éste al de la derecha y así los demás.
-Dices bien, Erixímaco -dijo Alcibiades-, pero comparar el discurso de un hombre bebido con los discursos de hombres serenos no sería equitativo. Además, bienaventurado amigo, ¿te convence Sócrates en algo de lo que acaba de decir? ¿No sabes que es todo lo contrario de lo que decía? Efectivamente, si yo elogio en su presencia a algún otro, dios u hombre, que no sea él, no apartará de mí sus manos.
-¿No hablarás mejor? -dijo Sócrates.
-¡Por Poseidon! -exclamó Alcibiades-, no digas nada en contra, que yo no elogiaría a ningún otro estando tú presente.
-Pues bien, hazlo así -dijo Erixímaco-, si quieres. Elogia a Sócrates.
-¿Qué dices? -dijo Alcibiades. ¿Te parece bien, Erixímaco, que debo hacerlo? ¿Debo atacar a este hombre y vengarme delante de todos vosotros?
¡Eh, tú! -dijo Sócrates-, ¿qué tienes en la mente? ¿Elogiarme para ponerme en ridículo?, ¿o qué vas a hacer?
-Diré la verdad. Mira si me lo permites.
-Por supuesto -dijo Sócrates-, tratándose de la verdad, te permito y te invito a decirla.
-La diré inmediatamente -dijo Alcibiades-. Pero tú haz lo siguiente: si digo algo que no es verdad, interrúmpeme, si quieres, y di que estoy mintiendo, pues no falsearé nada, al menos voluntariamente. Mas no te asombres si cuento mis recuerdos de manera confusa, ya que no es nada fácil para un hombre en este estado enumerar con facilidad y en orden tus rarezas.
A Sócrates, señores, yo intentaré elogiarlo de la siguiente manera: por medio de imágenes 122. Quizás él creerá que es para provocar la risa, pero la imagen tendrá por objeto la verdad, no la burla. Pues en mi opinión es lo más parecido a esos silenos 123 existentes en los talleres de escultura, que fabrican los artesanos con siringas o flautas en la mano y que, cuando se abren en dos mitades, aparecen con estatuas de dioses en su interior. Y afirmo, además, que se parece al sátiro Marsias 124. Así, pues, que eres semejante a éstos, al menos en la forma, Sócrates, ni tú mismo podrás discutirlo, pero que también te pareces en lo demás, escúchalo a continuación. Eres un lujurioso 125. ¿O no? Si no estás de acuerdo, presentaré testigos. Pero, ¿que no eres flautista? Por supuesto, y mucho más extraordinario que Marsias. Éste, en efecto, encantaba a los hombres mediante instrumentos con el poder de su boca y aún hoy encanta al que interprete con la flauta sus melodías -pues las que interpretaba Olimpo 126 digo que son de Marsias, su maestro-. En todo caso, sus melodías, ya las interprete un buen flautista o una flautista mediocre, son las únicas que hacen que uno quede poseso y revelan, por ser divinas, quiénes necesitan de los dioses y de los ritos de iniciación. Mas tú te diferencias de él sólo en que sin instrumentos, con tus meras palabras, haces lo mismo. De hecho, cuando nosotros oímos a algún otro, aunque sea muy buen orador, pronunciar otros discursos, a ninguno nos importa, por así decir, nada. Pero cuando se te oye a ti o a otro pronunciando tus palabras, aunque sea muy torpe el que las pronuncie, ya se trate de mujer, hombre o joven quien las escucha, quedamos pasmados y posesos. Yo, al menos, señores, si no fuera porque iba a parecer que estoy totalmente borracho, os diría bajo juramento qué impresiones me han causado personalmente sus palabras y todavía ahora me causan. Efectivamente, cuando le escucho, mi corazón palpita mucho más que el de los poseídos por la música de los coribantes 127, las lágrimas se me caen por culpa de sus palabras y veo que también a otros muchos les ocurre lo mismo. En cambio, al oír a Pericles 128 y a otros buenos oradores, si bien pensaba que hablaban elocuentemente, no me ocurría, sin embargo, nada semejante, ni se alborotaba mi alma, ni se irritaba en la idea de que vivía como esclavo, mientras que por culpa de este Marsias, aquí presente, muchas veces me he encontrado, precisamente, en un estado tal que me parecía que no valía la pena vivir en las condiciones en que estoy. Y esto, Sócrates, no dirás que no es verdad. Incluso todavía ahora soy plenamente consciente de que si quisiera prestarle oído no resistiría, sino que me pasaría lo mismo, pues me obliga a reconocer que, a pesar de estar falto de muchas cosas, aún me descuido de mí mismo y me ocupo de los asuntos de los atenienses. A la fuerza, pues, me tapo los oídos y salgo huyendo de él como de las sirenas 129, para no envejecer sentado aquí a su lado. Sólo ante él de entre todos los hombres he, sentido lo que no se creería que hay en mí: el avergonzarme ante alguien. Yo me avergüenzo únicamente ante él, pues sé perfectamente que, si bien no puedo negarle que no se debe hacer lo que ordena, sin embargo, cuando me aparto de su lado, me dejo vencer por el honor que me dispensa la multitud. Por consiguiente, me escapo de él y huyo, y cada vez que le veo me avergüenzo de lo que he reconocido. Y muchas veces vería con agrado que ya no viviera entre los hombres, pero si esto sucediera, bien sé que me dolería mucho más, de modo que no sé cómo tratar con este hombre.
Tal es, pues, lo que yo y otros muchos hemos experimentado por las melodías de flauta de este sátiro. Pero oídme todavía cuán semejante es en otros aspectos a aquellos con quienes le comparé y qué extraordinario poder tiene, pues tened por cierto que ninguno de vosotros le conoce. Pero yo os lo describiré, puesto que he empezado. Veis, en efecto, que Sócrates está en disposición amorosa con los jóvenes bellos, que siempre está en torno suyo y se queda extasiado, y que, por otra parte, ignora todo y nada sabe, al menos por su apariencia. ¿No es esto propio de sileno? Totalmente, pues de ello está revestido por fuera, como un sileno esculpido, mas por dentro, una vez abierto, ¿de cuántas templanzas, compañeros de bebida, creéis que está lleno? Sabed que no le importa nada si alguien es bello, sino que lo desprecia como ninguno podría imaginar, ni si es rico, ni si tiene algún otro privilegio de los celebrados por la multitud. Por el contrario, considera que todas estas posesiones no valen nada y que nosotros no somos nada, os lo aseguro. Pasa toda su vida ironizando 130 y bromeando con la gente; mas cuando se pone serio y se abre, no sé si alguno ha visto las imágenes de su interior. Yo, sin embargo, las he visto ya una vez y me parecieron que eran tan divinas y doradas, tan extremadamente bellas y admirables, que tenía que hacer sin más lo que Sócrates mandara. Y creyendo que estaba seriamente interesado por mi belleza pensé que era un encuentro feliz y que mi buena suerte era extraordinaria, en la idea de que me era posible, si complacía a Sócrates, oír todo cuanto él sabía. ¡Cuán tremendamente orgulloso, en efecto, estaba yo de mi belleza! Reflexionando, pues, sobre esto, aunque hasta entonces no solía estar solo con él sin acompañante, en esta ocasión, sin embargo, lo despedí y me quedé solo en su compañía. Preciso es ante vosotros decir toda la verdad 131; así, pues, prestad atención y, si miento, Sócrates, refútame. Me quedé, en efecto, señores, a solas con él y creí que al punto iba a decirme las cosas que en la soledad un amante diría a su amado; y estaba contento. Pero no sucedió absolutamente nada de esto, sino que tras dialogar conmigo como solía y pasar el día en mi compañía, se fue y me dejó. A continuación le invité a hacer gimnasia conmigo, y hacía gimnasia con él en la idea de que así iba a conseguir algo 132. Hizo gimnasia, en efecto, y luchó conmigo muchas veces sin que nadie estuviera presente. Y ¿qué debo decir? Pues que no logré nada. Puesto que de esta manera no alcanzaba en absoluto mi objetivo, me pareció que había que atacar a este hombre por la fuerza y no desistir, una vez que había puesto manos a la obra, sino que debía saber definitivamente cuál era la situación. Le invito, pues, a cenar conmigo, simplemente como un amante que tiende una trampa a su amado. Ni siquiera esto me lo aceptó al punto, pero de todos modos con el tiempo se dejó persuadir. Cuando vino por primera vez, nada más cenar quería marcharse y yo, por vergüenza, le dejé ir en esta ocasión. Pero volví a tenderle la misma trampa y, después de cenar, mantuve la conversación hasta entrada la noche, y cuando quiso marcharse, alegando que era tarde, le forcé a quedarse. Se echó, pues, a descansar en el lecho contiguo al mío, en el que precisamente había cenado, y ningún otro dormía en la habitación salvo nosotros. Hasta esta parte de mi relato, en efecto, la cosa podría estar bien y contarse ante cualquiera, pero lo que sigue no me lo oiríais decir si, en primer lugar, según el dicho, el vino, sin niños y con niños 133, no fuera veraz y, en segundo lugar, porque me parece injusto no manifestar una muy brillante acción de Sócrates, cuando uno se ha embarcado a hacer su elogio. Además, también a mí me sucede lo que le pasa a quien ha sufrido una mordedura de víbora, pues dicen que el que ha experimentado esto alguna vez no quiere decir cómo fue a nadie, excepto a los que han sido mordidos también, en la idea de que sólo ellos comprenderán y perdonarán, si se atrevió a hacer y decir cualquier cosa bajo los efectos del dolor. Yo, pues, mordido por algo más doloroso y en la parte más dolorosa de las que uno podría ser mordido -pues es en el corazón, en el alma, o como haya que llamarlo, donde he sido herido y mordido por los discursos filosóficos, que se agarran más cruelmente que una víbora cuando se apoderan de un alma joven no mal dotada por naturaleza y la obligan a hacer y decir cualquier cosa- y viendo, por otra parte, a los Fedros, Agatones, Erixímacos, Pausanias, Aristodemos y Aristófanes -¿y qué necesidad hay de mencionar al propio Sócrates y a todos los demás?; pues todos habéis participado de la locura y frenesí del filósofo- ...por eso precisamente todos me vais a escuchar, ya que me perdonaréis por lo que entonces hice y por lo que ahora digo. En cambio, los criados y cualquier otro que sea profano y vulgar, poned ante vuestras orejas puertas muy grandes 134.
Pues bien, señores, cuando se hubo apagado la lámpara y los esclavos estaban fuera, me pareció que no debía andarme por las ramas ante él, sino decirle libremente lo que pensaba. Entonces le sacudí y le dije:
-Sócrates, ¿estás durmiendo?
-En absoluto -dijo él.
-¿Sabes lo que he decidido?
-¿Qué exactamente?, -dijo.
-Creo -dije yo- que tú eres el único digno de convertirse en mi amante y me parece que vacilas en mencionármelo. Yo, en cambio, pienso lo siguiente: considero que es insensato no complacerte en esto como en cualquier otra cosa que necesites de mi patrimonio o de mis amigos. Para mí, en efecto, nada es más importante que el que yo llegue a ser lo mejor posible y creo que en esto ninguno puede serme colaborador más eficaz que tú. En consecuencia, yo me avergonzaría mucho más ante los sensatos por no complacer a un hombre tal, que ante la multitud de insensatos por haberlo hecho.
Cuando Sócrates oyó esto, muy irónicamente, según su estilo tan característico y usual, dijo:
-Querido Alcibiades, parece que realmente no eres un tonto, si efectivamente es verdad lo que dices de mí y hay en mí un poder por el cual tú podrías llegar a ser mejor. En tal caso, debes estar viendo en mí, supongo, una belleza irresistible y muy diferente a tu buen aspecto físico. Ahora bien, si intentas, al verla, compartirla conmigo y cambiar belleza por belleza, no en poco piensas aventajarme, pues pretendes adquirir lo que es verdaderamente bello a cambio de lo que lo es sólo en apariencia, y de hecho te propones intercambiar «oro por bronce» 135. Pero, mi feliz amigo, examínalo mejor, no sea que te pase desapercibido que no soy nada. La vista del entendimiento, ten por cierto, empieza a ver agudamente cuando la de los ojos comienza 136 a perder su fuerza, y tú todavía estás lejos de eso. Y yo, al oírle, dije:
-En lo que a mí se refiere, ésos son mis sentimientos y no se ha dicho nada de distinta manera a como pienso. Siendo ello así, delibera tú mismo lo que consideres mejor para ti y para mí.
-En esto, ciertamente, tienes razón -dijo-. En el futuro, pues, deliberaremos y haremos lo que a los dos nos parezca lo mejor en éstas y en las otras cosas.
Después de oír y decir esto y tras haber disparado, por así decir, mis dardos, yo pensé, en efecto, que lo había herido. Me levanté, pues, sin dejarle decir ya nada, lo en volví con mi manto -pues era invierno-, me eché debajo del viejo capote de ese viejo hombre, aquí presente, y ciñendo con mis brazos a este ser verdaderamente divino y maravilloso estuve así tendido toda la noche. En esto tampoco, Sócrates, dirás que miento. Pero, a pesar de hacer yo todo eso, él salió completamente victorioso, me despreció, se burló de mi belleza y me afrentó; y eso que en este tema, al menos, creía yo que era algo, ¡oh jueces! -pues jueces sois de la arrogancia de Sócrates-. Así, pues, sabed bien, por los dioses y por las diosas, que me levanté después de haber dormido con Sócrates no de otra manera que si me hubiera acostado con mi padre o mi hermano mayor.
Después de esto, ¿qué sentimientos creéis que tenía yo, pensando, por un lado, que había sido despreciado, y admirando, por otro, la naturaleza de este hombre, su tem planza y su valentía, ya que en prudencia y firmeza había tropezado con un hombre tal como yo no hubiera pensado que iba a encontrar jamás? De modo que ni tenía por qué irritarme y privarme de su compañía, ni encontraba la manera de cómo podría conquistármelo. Pues sabía bien que en cuanto al dinero era por todos lados mucho más invulnerable que Ayante al hierro 137, mientras que con lo único que pensaba que iba a ser conquistado se me había escapado. Así, pues, estaba desconcertado y deambulaba de acá para allá esclavizado por este hombre como ninguno lo había sido por nadie. Todas estas cosas, en efecto, me habían sucedido antes; mas luego hicimos juntos la expedición contra Potidea 138 y allí éramos compañeros de mesa. Pues bien, en primer lugar, en las fatigas era superior no sólo a mí, sino también a todos los demás. Cada vez que nos veíamos obligados a no comer por estar aislados en algún lugar, como suele ocurrir en campaña, los demás no eran nada en cuanto a resistencia. En cambio, en las comidas abundantes sólo él era capaz de disfrutar, y especialmente en beber, aunque no quería, cuando era obligado a hacerlo vencía a todos; y lo que es más asombroso 139 de todo: ningún hombre ha visto jamás a Sócrates borracho. De esto, en efecto, me parece que pronto tendréis la prueba. Por otra parte, en relación con los rigores del invierno -pues los inviernos allí son terribles-, hizo siempre cosas dignas de admiración, pero especialmente en una ocasión en que hubo la más terrible helada y mientras todos, o no salían del interior de sus tiendas o, si salía alguno, iban vestidos con las prendas más raras, con los pies calzados y envueltos con fieltro y pieles de cordero, él, en cambio, en estas circunstancias, salió con el mismo manto que solía llevar siempre y marchaba descalzo sobre el hielo con más soltura que los demás calzados, y los soldados le miraban de reojo creyendo que los desafiaba. Esto, ciertamente, fue así;
pero qué hizo de nuevo y soportó el animoso varón 140
allí, en cierta ocasión, durante la campaña, es digno de oírse. En efecto, habiéndose concentrado en algo, permaneció de pie en el mismo lugar desde la aurora meditándolo, y puesto que no le encontraba la solución no desistía, sino que continuaba de pie investigando. Era ya mediodía y los hombres se habían percatado y, asombrados, se decían unos a otros:
-Sócrates está de pie desde el amanecer meditando algo. Finalmente, cuando llegó la tarde, unos jonios, después de cenar -y como era entonces verano-, sacaron fuera sus petates, y a la vez que dormían al fresco le observaban por ver si también durante la noche seguía estando de pie. Y estuvo de pie hasta que llegó la aurora y salió el sol. Luego, tras hacer su plegaria al sol 141, dejó el lugar y se fue. Y ahora, si queréis, veamos su comportamiento en las batallas, pues es justo concederle también este tributo. Efectivamente, cuando tuvo lugar la batalla por la que los generales me concedieron también a mí el premio al valor, ningún otro hombre me salvó sino éste, que no quería abandonarme herido y así salvó a la vez mis armas y a mí mismo 142. Y yo, Sócrates, también entonces pedía a los generales que te concedieran a ti el premio, y esto ni me lo reprocharás ni dirás que miento. Pero como los generales reparasen en mi reputación y quisieran darme el premio a mí, tú mismo estuviste más resuelto que ellos a que lo recibiera yo y no tú. Todavía en otra ocasión, señores, valió la pena contemplar a Sócrates, cuando el ejército huía de Delión 143 en retirada. Se daba la circunstancia de que yo estaba como jinete y él con la armadura de hoplita. Dispersados ya nuestros hombres, él y Laques 144 se retiraban juntos. Entonces yo me tropiezo casualmente con ellos y, en cuanto los veo, les exhorto a tener ánimo, diciéndoles que no los abandonaría. En esta ocasión, precisamente, pude contemplar a Sócrates mejor que en Potidea, pues por estar a caballo yo tenía menos miedo. En primer lugar, ¡cuánto aventajaba a Laques en dominio de sí mismo! En segundo lugar, me parecía, Aristófanes, por citar tu propia expresión, que también allí como aquí marchaba «pavoneándose y.girando los ojos de lado a lado» 145, observando tranquilamente a amigos y enemigos y haciendo ver a todo el mundo, incluso desde muy lejos, que si alguno tocaba a este hombre, se defendería muy enérgicamente. Por esto se retiraban seguros él y su compañero, pues, por lo general, a los que tienen tal disposición en la guerra ni siquiera los tocan y sólo persiguen a los que huyen en desorden.
Es cierto que en otras muchas y admirables cosas podría uno elogiar a Sócrates. Sin embargo, si bien a propósito de sus otras actividades tal vez podría decirse lo mis mo de otra persona, el no ser semejante a ningún hombre, ni de los antiguos, ni de los actuales, en cambio, es digno de total admiración. Como fue Aquiles, en efecto, se podría comparar a Brásidas 146 y a otros, y, a su vez, como Pericles a Néstor y a Antenor 147 -y hay también otros-, y de la misma manera se podría comparar también a los demás. Pero como es este hombre, aquí presente, en originalidad, tanto él personalmente como sus discursos, ni siquiera remotamente se encontrará alguno, por más que se le busque, ni entre los de ahora, ni entre los antiguos, a menos tal vez que se le compare, a él y a sus discursos, con los que he dicho: no con ningún hombre, sino con los silenos y sátiros.
Porque, efectivamente, y esto lo omití al principio, también sus discursos son muy semejantes a los silenos que se abren. Pues si uno se decidiera a oír los discursos de Sócrates, al principio podrían parecer totalmente ridículos. ¡Tales son las palabras y expresiones con que están revestidos por fuera, la piel, por así decir, de un sátiro insolente! Habla, en efecto, de burros de carga, de herreros, de zapateros y curtidores 148, y siempre parece decir lo mismo con las mismas palabras, de suerte que todo hombre inexperto y estúpido se burlaría de sus discursos. Pero si uno los ve cuando están abiertos y penetra en ellos, encontrará, en primer lugar, que son los únicos discursos que tienen sentido por dentro; en segundo lugar, que son los más divinos, que tienen en sí mismos el mayor número de imágenes de virtud y que abarcan la mayor cantidad de temas, o más bien, todo cuanto le conviene examinar al que piensa llegar a ser noble y bueno 149.
Esto es, señores, lo que yo elogio en Sócrates, y mezclando a la vez lo que le reprocho os he referido las ofensas que me hizo. Sin embargo, no las ha hecho sólo a mí, sino también a Cármides, el hijo de Glaucón, a Eutidemo 150, el hijo de Diocles, y a muchísimos otros, a quienes él engaña entregándose como amante, mientras que luego resulta, más bien, amado en lugar de amante. Lo cual también a ti te digo, Agatón, para que no te dejes engañar por este hombre, sino que, instruido por nuestra experiencia, tengas precaución y no aprendas, según el refrán, como un necio, por experiencia propia 151.
Al decir esto Alcibiades, se produjo una risa general por su franqueza, puesto que parecía estar enamorado todavía de Sócrates.
-Me parece, Alcibiades -dijo entonces Sócrates-, que estás sereno, pues de otro modo no hubieras intentando jamás, disfranzando tus intenciones tan ingeniosamente, ocultar la razón por la que has dicho todo eso y lo has colocado ostensiblemente como una consideración accesoria al final de tu discurso, como si no hubieras dicho todo para enemistarnos a mí y a Agatón, al pensar que yo debo amarte a ti y a ningún otro, y Agatón ser amado por ti y por nadie más. Pero no me has pasado desapercibido, sino que ese drama tuyo satírico y silénico está perfectamente claro. Así, pues, querido Agatón, que no gane nada con él y arréglatelas para que nadie nos enemiste a mí y a ti.
-En efecto, Sócrates -dijo Agatón-, puede que tengas razón. Y sospecho también que se sentó en medio de ti y de mí para mantenernos aparte. Pero no conseguirá nada, pues yo voy a sentarme junto a ti.
-Muy bien -dijo Sócrates-, siéntate aquí, junto a mí.
-¡Oh Zeus! -exclamó Alcibiades-, ¡cómo soy tratado una vez más por este hombre! Cree que tiene que ser superior a mí en todo. Pero, si no otra cosa, admirable hombre, permite; al menos, que Agatón se eche en medio de nosotros.
-Imposible -dijo Sócrates-, pues tú has hecho ya mi elogio y es preciso que yo a mi vez elogie al que está a mi derecha. Por tanto, si Agatón se sienta a continuación tuya, ¿no me elogiará de nuevo, en lugar de ser elogiado, más bien, por mí? Déjalo, pues, divino amigo, y no tengas celos del muchacho por ser elogiado por mí, ya que, por lo demás, tengo muchos deseos de encomiarlo.
-¡Bravo, bravo! -dijo Agatón-. Ahora, Alcibiades, no puedo de ningún modo permanecer aquí, sino que a la fuerza debo cambiar de sitio para ser elogiado por Sócrates.
-Esto es justamente, dijo Alcibiades, lo que suele ocurrir: siempre que Sócrates está presente, a ningún otro le es posible participar de la compañía de los jóvenes bellos. ¡Con qué facilidad ha encontrado ahora también una razón convincente para que éste se siente a su lado!
Entonces, Agatón se levantó para sentarse al lado de Sócrates, cuando de repente se presentó ante la puerta una gran cantidad de parrandistas y, encontrándola casualmente abierta porque alguien acababa de salir, marcharon directamente hasta ellos y se acomodaron. Todo se llenó de ruido y, ya sin ningún orden, se vieron obligados a beber una gran cantidad de vino. Entonces Erixímaco, Fedro y algunos otros -dijo Aristodemo- se fueron y los dejaron, mientras que de él se apoderó el sueño y durmió mucho tiempo, al ser largas las noches, despertándose de día, cuando los gallos ya cantaban. Al abrir los ojos vio que de los demás, unos seguían durmiendo y otros se habían ido, mientras que Agatón, Aristófanes y Sócrates eran los únicos que todavía seguían despiertos y bebían de una gran copa de izquierda a derecha. Sócrates, naturalmente, conversaba con ellos. Aristodemo dijo que no se acordaba dé la mayor parte de la conversación, pues no había asistido desde el principio y estaba un poco adormilado, pero que lo esencial era -dijo- que Sócrates les obligaba a reconocer que era cosa del mismo hombre saber componer comedia y tragedia, y que quien con arte es autor de tragedias lo es también de comedias 152. Obligados, en efecto, a admitir esto y sin seguirle muy bien, daban cabezadas. Primero se durmió Aristófanes y, luego, cuando ya era de día, Agatón. Entonces Sócrates, tras haberlos dormido, se levantó y se fue. Aristodemo, como solía, le siguió. Cuando Sócrates llegó al Liceo 153, se lavó, pasó el resto del día como de costumbre y, habiéndolo pasado así, al atardecer se fue a casa a descansar.
Platón, Laques (192b-193d).
Diálogo Sócrates- Laques
Sócrates: ¿qué es la valentía?
Laques: Me parece que consiste en una cierta firmeza o persistencia del ánimo, si he de decir cuál es la naturaleza de la valentía en todos los casos
Sócrates: ¿no es acaso la firmeza acompañada de sensatez la que es noble y buena?
Laques: ciertamente
Sócrates: ¿Y si la acompaña la insensatez? ¿No es entonces mala y perjudicial?
Laques: Sí
Sócrates: Y, a algo malo y perjudicial, ¿puedes llamarlo bello?
Laques: estaría mal hacerlo, Sócrates
Sócrates: ¿entonces, según tú, la valentía sería la persistencia sensata?
Laques: Así parece
Sócrates: veamos pues ¿en qué es sensata? ¿Lo es en relación con todas las cosas, tanto grandes como pequeñas? Por ejemplo, si alguien persiste en gastar dinero con sensatez, sabiendo que luego ganará más, ¿dirás que es valiente?
Laques: Por Zeus, claro que no.
Sócrates: suponte ahora un médico que, cuando su hijo o cualquier otro paciente, enfermo de neumonía, le pide de beber o de comer, no cede a ello y persiste en no darle ni bebida ni comida
Laques. Tampoco en este caso se hablará de valentía
Sócrates: en la guerra un hombre resiste con firmeza y está dispuesto a combatir, por un cálculo inteligente, sabiendo que otros vendrán en su ayuda, que el adversario es menos numeroso y más débil que su propio bando, y que tiene además la ventaja de una mejor posición. Este hombre, cuya persistencia se apoya en tanta prudencia y preparativos ¿te parece más valiente que quien, en las filas opuestas, sostiene enérgicamente su ataque y persiste en él?
Laques: es este otro el que me parece más valiente, Sócrates.
Sócrates: Pero la persistencia o firmeza de este último es menos sensata que la del primero
Sócrates: ¿No habíamos dicho que la audacia y la persistencia insensatas eran innobles y perjudiciales?
Laques: efectivamente
Sócrates: Pues bien, ahora resulta que, por el contrario, llamamos valentía a algo feo: a la persistencia insensata
Laques: es verdad
Sócrates ¿te parece, pues, que hemos dicho bien?
Laques: por Zeus, Sócrates, ciertamente que no.
FILOSOFÍA - TEXTO 7
PLATÓN
Alegorías del Sol, la Línea y la Caverna República Libros VI y VII (fragmentos)
Texto 7
ALEGORIAS DEL SOL, LA LINEA Y LA CAVERNA
de PLATON, LA REPUBLICA en
Eggers Lan, Conrado: El sol, la línea y la caverna, BS. AS., EUDEBA, 1975.
TEXTO DE LA ALEGORIA DEL SOL
- Nosotros, en efecto, estaremos satisfechos si, del modo que discurriste acerca de la justicia, la templanza, así también discurres acerca del bien.
- Y yo también, mi amigo, estaré muy satisfecho. Pero me temo que no sea capaz, y que, por entusiasmarme, me desacredite y vuelva ridículo. Más bien diría yo (sigan siendo) felices y dejemos por ahora lo que es en sí el Bien; pues me parece demasiado como para que el presente impulso me permita alcanzarlo, tal como pienso. Pero en cuanto a lo que parece un vástago del Bien y lo que más se asemeja a éste, estoy dispuesto a hablar, si les gusta a ustedes; si no, dejamos la cuestión
- Habla, entonces, para otra oportunidad nos debes el relato sobre el padre.
- Ojalá, dije, que pueda pagarlo y ustedes recibirlo; no, como ahora, sólo los intereses(tókoi). Por ahora reciban esta criatura (tókos)[1] y vástago del Bien-en-sí. Pues bien, cuídense de que no los engañe involuntariamente de algún modo, rindiéndoles cuenta fraudulenta del interés (tókos).
- Nos cuidaremos todo lo que podemos; tú habla sin cuidarte.
- Pero debemos ponernos de acuerdo, y recordar lo que he dicho antes y con frecuencia hemos hablado en otras oportunidades.
- ¿Cuáles?
- Hay muchas cosas bellas, muchas buenas, y así en cada caso de cada (multiplicidad) decimos que existe y distinguimos con el lenguaje (lógos)
- En efecto.
- También decimos que hay algo Bello-en-sí y Bueno-en-sí y análogamente, respecto a todas aquellas cosas que postulábamos como múltiples, a la inversa a su vez las postulamos como siendo una unidad, de acuerdo con una Idea única, y llamamos a cada una “aquello que es”.
- Así es.
- Y de unas decimos que son vistas pero no pensadas, mientras que a su vez, las Ideas son pensadas, pero no vistas.[2]
- Indudablemente.
- Ahora bien, ¿por medio de qué vemos las cosas que se ven (horómena)?
- Por medio de la vista.
- Así es, y por medio del oído las que se oyen, y por los demás sentidos todas las cosas sensibles. ¿Sí o no?
- Sí
- ¿Has advertido que el artesano (demiourgós) de los sentidos modeló mucho más perfectamente la facultad de ver y ser visto?
- No mucho.
- Y sin embargo examina. ¿Hay algo de otro género, que el oído necesita para oír y la voz para ser oída, de modo que si este tercer (género) no se hace presente (uno) no oirá, o bien (la otra) no se oirá?
- No hay nada
- Yo creo que tampoco otras muchas (facultades), por no decir ninguna, necesita de nada de esa índole, ¿o puedes decir alguna?
- Yo no.
- Pero a la (facultad) de la vista y del (ser) visible ¿no piensas que falta algo?
- ¿Cómo?
- Si la vista está presente en los ojos y lista para que se use de ella, y el color está presente en las cosas; si no se añade un tercer género que existe por naturaleza específicamente para ello, sabes que la vista no verá nada, y los colores serán invisibles.
- ¿A qué te refieres?
- A lo que tú llamas luz
- ¡Es cierto!
- Por consiguiente el sentido de la vista y la capacidad de ser visto están ligados por un vínculo de una especie nada pequeña, de mayor estima que los otros nexos, salvo que la luz no sea estimable.
- Muy lejos está de no ser estimable.
- Pues bien, ¿a cuál de los dioses que (hay) en el cielo[3] atribuyes la autoría de este (fenómeno) por el cual la luz hace que la vista sea y que las cosas más hermosas que se ven sean vistas?
- Al mismo que tú y que cualquiera de los demás; pues es evidente que preguntas por el sol.
- Y la vista, ¿cómo es por naturaleza respecto de este dios?
- No sé.
- La vista no es el sol ni aquello en lo cual se genera, a saber, lo que llamamos ojo.
- No, claro.
- Pero es el más afín al sol, creo, de todos los órganos que conciernen a los sentidos.
- Con mucho.
- Y la facultad que posee ¿no es algo así como un fluido que tiene dispensado por el sol?
- Ciertamente
- En tal caso, el sol no es la vista, pero siendo su causa, es visto por ella.
- Así parece.
- Pues bien, dije, este (sol) pueden decirme que es el vástago del Bien, que el Bien ha engendrado análogo a sí mismo. De este modo, lo que aquel lugar pensable respecto del pensamiento (noûs) y de lo que se piensa, esto es (el sol) en el (lugar) visible respecto de la vista y de las cosas que se ven.
- ¿Cómo? Explícate mejor.
- Los ojos, tú sabes, cuando se los vuelve sobre objetos cuyos colores ya no están iluminados por la luz nocturna sino por el resplandor de la luna, ven débilmente y parecen casi ciegos, como si no tuvieran claridad en la vista
- Así es.
- Pero cuando el sol brilla sobre ellos, ven claramente, y parece como si estos mismos ojos tuvieran (claridad)
- Sin duda
- Del mismo modo piensa así en lo que conviene al alma: cuando fija su mirada en objetos sobre los cuales brilla la verdad (alétheia) y lo real (tò ón), lo piensa, conoce y parece tener inteligencia (noûs) . Pero cuando (se vuelve) hacia lo sumergido en la oscuridad, lo que nace y perece, entonces opina y ve débilmente opiniones (dóxas) que la hacen ir de aquí para allá, y parece no tener inteligencia.
- Eso parece, en efecto.
- Entonces, lo que aporta la verdad a las cosas cognoscibles y al que conoce le otorga la facultad (de conocer), puedes decir que es la Idea del Bien. Y por ser causa de la ciencia (epistéme) y la verdad, concíbela como cognoscible, y aun siendo bellas ambas cosas –el conocimiento (gnôsis) y la verdad -, para considerar correctamente (el asunto) consideramos que (la Idea del Bien) es algo distinto y más hermoso que ellas. Y así como dijimos que era correcto tener a la luz y a la vista como afines al sol, pero sería erróneo creer que son el sol, ahora es correcto considerar que ambas cosas, la verdad y el conocimiento, son afines al Bien, pero sería erróneo creer que una u otra fueran (el) Bien, ya que la naturaleza del Bien es mucho más digna de estima
- Hablas de una belleza extraordinaria, ya que produce la ciencia y la verdad, y además está por sobre ellas en cuanto a belleza. Sin duda que no te refieres al placer.
- ¡Dios nos libre! Más bien sigue examinando la comparación
- ¿De qué modo?
- Creo que puedes decir que el sol no sólo aporta a las cosas que se ven la facultad de ser vistas, sino la generación (génesis), el crecimiento y alimento, sin ser el mismo generación.
- Eso es cierto.
- Y así dirás que a las cosas cognoscibles no sólo les viene del Bien el ser conocidas sino que también les llega de Él el existir (tò eînai) y la esencia (ousía)[4], aunque el Bien no sea esencia, sino algo que se eleva más allá de la esencia en cuanto a dignidad y potencia[5]
- Y Glaucón se echó a reír: -¡Apolo! – dijo - ¡qué elevación milagrosa!
- Tú eres culpable, repliqué, pues me has forzado a decir lo que pensaba sobre ello
- Está bien, y de ningún modo te detengas, sino prosigue explicando la similitud respecto del sol, si es que queda algo (por ser dicho)
- Bueno, es mucho lo que queda.
- Entonces no dejes de lado ni lo más mínimo.
- Me temo que (dejaré de lado) mucho; no obstante lo que me sea posible en este momento no lo omitiré.
- No, por favor
- Piensa entonces, como decíamos, quiénes son los que reinan: uno del género y en el lugar pensable (noetón), otro en el visible (horatón) , y no digo en el cielo (ouranós) para que no creas que hago juego de palabras. ¿Captas estas dos especies (eíde) ( la visible, la pensable)?
- Las capto
- Toma ahora una línea dividida en dos partes desiguales; divide nuevamente cada sección según la misma proporción, la del género de lo que se ve (horómenon), y otra la del de los que se piensa (nooúmenon), y tendrás claridad y oscuridad (de las secciones) entre sí; en el (género) de lo que se ve (tenemos primeramente) una sección de imágenes. Llamo “imágenes” primeramente a las sombras, luego a los reflejos en el agua y en todas (las superficies) que por su constitución son densas, lisas y brillantes, y a todo lo de esa índole, ¿te das cuenta?
- Me doy cuenta.
- Por ahora la otra (sección) a la cual ésta se asemeja, (a la que corresponden) los animales que viven a nuestro alrededor, y todo lo que crece y el género entero de cosas fabricadas (por el hombre).
- Supongámoslo.
- ¿Estás dispuesto a declarar que (la línea) ha quedado dividida en cuanto a su verdad o no (verdad) de modo que lo opinable (tò doxastón) es a lo cognoscible (tò gnostón) como la copia es a aquello de lo que es copiado?
- Ciertamente
- Ahora bien, examina si no hay que dividir también la sección del (género) pensable (noetón)
- ¿Cómo?
- Ahí: en una (parte) de ella el alma, sirviéndose como imágenes de las cosas antes imitadas se ve forzada a buscar a partir de supuestos (ex hypothéseon), no marchando hasta un principio (arkhé) sino hacia la conclusión (teleuté). En la otra, en cambio, avanza hasta un principio no-supuesto (arkhé hypothéseon) y (bien ha partido) de supuestos (ex hypothéseos), y sin (recurrir a) imágenes, como en la otra, hace el camino (méthodos) con Ideas mismas y por medio de ellas mismas.[6]
- Esto que dices no lo he aprehendido suficientemente.
- Pues veamos nuevamente, ya que será más fácil que entiendas si te digo esto antes. Creo que sabes que los que se ocupan de la geometría y el cálculo (logismós) y cosas de esa índole, dan por supuesto ( hypothéneoi) lo par y lo impar, las figuras (skhémata) y tres especies de ángulos y cosas afines, según cada camino de investigación (méthodos). Como si las conocieran, las adoptan como supuestos (hypothéseis), y no estiman que deben dar cuenta (lógon didónai) a nadie, ni a sí mismos ni a los demás, como si fueran evidentes a cualquiera: antes bien, partiendo de ellas atraviesan el resto de modo consecuente para concluir en aquello que proponían al examen.
- Sí, esto lo sé
- Por consiguiente, sabes que se sirven de figuras (eíde)[7] que se ven y hacen discursos (logoi) acerca de ellas, aunque no estén pensando en ellas, sino en aquellas (Ideas) a las cuales éstas se parecen. De este modo hacen discursos en vista al Cuadrado-en-sí y a la Diagonal-en-sí, y no (en vista a la diagonal) que dibujan, y así con lo demás. De las cosas-en-sí que modelan y dibujan hay sombras, así como imágenes en el agua, y ellos las usan como imágenes, buscando ver (ideîn) a aquellas cosas-en-sí que no se podrán ver salvo por el pensamiento (diánoia).
- Es cierto lo que dices.
- A esto aludía como la especie pensable (noetón). Pero (como dije, en esta primera sección de lo pensable) el alma se ve forzada a servirse de supuestos (hypothéseis) en su búsqueda, sin avanzar hacia un principio, por no poder remontarse por sobre los supuestos. Y para eso usan como imágenes a los objetos que abajo eran imitados, y que habían sido conjeturados y estimados como claros respecto de aquellos (que eran sus imitaciones).
- Comprendo que te refieres a la geometría y a las técnicas afines
- Comprende entonces la otra sección de lo pensable, si digo que la razón (lógos) misma aprehende por medio de la facultad ( dýnamis) dialéctica, y hace de los supuestos no principios sino realmente supuestos, los que son como peldaños y trampolines hasta el principio del todo, no supuesto, y tras aferrarse a él, ateniéndose a las cosas que de él dependen, desciende hasta una conclusión, sin servirse para nada de lo sensible, sino de Ideas por medio de ellas y en dirección a éstas, hasta concluir en Ideas.
- Comprendo, aunque no suficientemente, ya que me parece que te refieres a una tarea enorme: quieres distinguir la (sección) del ser y de lo pensable contemplado por la ciencia dialéctica como más claro que lo (contemplado) por las llamadas técnicas, para las cuales los supuestos son principios y los que los contemplan se ven forzados a contemplarlos por medio del pensamiento discursivo (diánoia) pero no por los sentidos; pero a causa de no hacer el examen avanzado hacia un principio sino a partir de supuestos, te parece que no poseen pensamiento (noûs) acerca de ellos, aunque sean pensables junto a un principio, y me parece que llamas “pensamiento discursivo” (diánoia) el estado (mental) de los geómetras y afines, pero no “pensamiento” (noûs), con lo que el “pensamiento discursivo” viene a ser algo intermedio entre la conjetura y el pensamiento.
- Entendiste más que suficientemente. Y ahora aplica a las cuatro secciones estas cuatro afecciones que se generan en el alma: inteligencia (nóesis) a la suprema, pensamiento discursivo ( diánoia) a la segunda; a la tercera asigna la creencia (pístis) y a la cuarta la conjetura (eikasía) y ordénalas proporcionadamente, considerando que cuanto más participen de la verdad, tanto más participan de la claridad.
- Entiendo, y estoy de acuerdo en ordenarlas como dices
TEXTO DE LA ALEGORIA DE LA CAVERNA
1. RELATO ALEGÓRICO
- Después de esto, dije imagínate nuestra naturaleza en esta condición, en lo que respecta a (su) educación (paideía) y falta de educación. Represéntate hombres en una morada subterránea en forma de caverna[8], que tiene la entrada abierta, en toda su extensión, a la luz; en ella desde niños están con las piernas y el cuello encadenados, de modo que deben permanecer allí y mirar sólo delante de sí, porque las cadenas les impiden girar en derredor la cabeza. Más arriba y más lejos de ellos hay la luz de un fuego que brilla detrás de ellos, y entre el fuego y los prisioneros hay un camino más alto, junto al cual imagínate un tabique construido de lado a lado, como el biombo que los titiriteros levantan delante del público para mostrar, por encima (del biombo), los muñecos.
- Me lo represento.
- Ahora imagínate que del otro lado del tabique pasan sombras que llevan toda clase de utensilios y figurillas de hombres, y otros animales hechos en piedra y madera y de todas clases[9]; y entre los que pasan unos hablan y otros se callan.
- Extraña comparación (eikón) haces y extraños (son esos prisioneros).
- (Pero son) como nosotros[10]. Porque, en primer lugar, ¿crees que han visto de sí mismos o unos de otros otra cosa que las sombras proyectadas por el fuego en la parte de la caverna que tienen frente a ellos?
- Claro que no, si toda su vida están forzados a no mover las cabezas.
- Y lo mismo con (los objetos que llevan) los que pasan (no pueden mirar más que lo proyectado por el fuego).
- Ciertamente.
- Pues bien, si dialogaran entre sí, ¿no crees que entenderían que es a las cosas reales que están nombrando, tal como las ven?
- Necesariamente
- Y si la prisión tuviera un eco desde el lado que tienen delante, y alguno de los que pasan (del otro lado del tabique) hablase, ¿te parece que creerán que lo que oyen (proviene) de otra cosa que de la sombra que pasa delante de ellos?
- No, por Zeus.
- ¿Y los prisioneros no tendrán por real otra cosa que las sombras de los objetos artificiales (skeuastá)?
- Es de toda necesidad.
- Examina ahora qué les sucedería naturalmente[11] si se produjese una liberación de sus cadenas y una curación de su ignorancia. Si se liberase (a uno de ellos) y forzase a levantarse repentinamente y a volver el cuello y marchar mirando la luz, al hacer todo esto sufriría y a causa del descubrimiento sería incapaz de ver aquellas cosas cuyas sombras había visto antes. ¿Qué crees que respondería si se le dijese que lo que ha visto hasta entonces eran tonterías, y que, en cambio, ahora (está) más próximo a la verdad y vuelto hacia cosas más puras y mira correctamente? ¿Y si se le mostrara cada uno (de los hombres) que pasaban (del otro lado del tabique) y se lo obligara a contestar a preguntas sobre lo que son, no crees que se sentirá en dificultades y que considerará las cosas que antes veía como más verdaderas que las que se le muestran ahora?
- Mucho más verdaderas.
- Pues bien, y si se lo forzara a mirar hacia la luz misma, ¿no le dolerían los ojos y trataría de eludir (la luz) y volverse hacia aquellas cosas que podía mirar, considerando que ésas son realmente más claras que las que se le muestran?
- Así es.
- Y si por fuerza se lo hiciera arrastrar por una escarpada y empinada cuesta, sin soltarlo antes de llevarlo hasta la luz del sol, ¿acaso no sufriría y se irritaría por ser arrastrado y después de llegar a la luz, tendría los ojos llenos de fulgores que le impedirían ver uno solo de los objetos que ahora decimos verdaderos?
- Ciertamente, si le sucede repentinamente.
- Tendría que acostumbrarse, para poder llegar a mirar las cosas de arriba. Primeramente miraría con mayor facilidad las sombras, y después las figuras (eídola) de los hombres y de las otras (cosas reflejadas) en las aguas, luego (los hombres y las cosas) mismas. En seguida, contemplaría de noche las (cosas que hay) en el cielo y el cielo mismo, mirando la luz de los astros y a la luna, más fácilmente que durante el día, el sol y la (luz) del sol.
- Claro está.
- Por fin, pienso, podría mirar el sol no en imágenes (phantásmata) en el agua ni en otros medios, sino en-sí y por-sí, en su propia región, y contemplar cómo es.
- Necesariamente.
- Y después de esto, con respecto al (sol) concluiría que es lo que producen las estaciones y años y que gobierna todo lo que (hay) en el lugar, que se ve, y que es causa, de algún modo, de las cosas que ellos habían visto.
- Es evidente que llegaría a estas (conclusiones) después de todo esto.
- Ahora bien, si él se acuerda de su primera morada, y de la sabiduría que allí (se creía tener); así como de sus compañeros de cautiverio, ¿no crees que se sentiría feliz del cambio y se apiadaría de ellos?
- Ciertamente.
- Respecto de los honores y elogios que se daban unos a otros, y de las recompensas para el que con mayor agudeza divisaba las cosas que pasaban (detrás del tabique), y al que más se acordaba cuáles habían desfilado antes y cuáles después en forma habitual, y a aquel de ellos que fuera más capaz de adivinar lo que iba a pasar, ¿te parece que estaría ansioso respecto a ellos y que envidiaría a los más honrados y poderosos de aquéllos? ¿O no le pasaría como el (Aquiles) de Homero, y “preferiría ser un labrador que fuera siervo de un hombre pobre[12] o soportar cualquier cosa antes que (volver) a su anterior modo de conjeturar y la vida de otrora?
- Yo también creo que padecería cualquier cosa antes que soportar la vida de otrora.
- Y ahora concibe esto. Si descendiera nuevamente y ocupara su propio asiento (anterior) ¿no tendría los ojos ofuscados por tinieblas, al llegar repentinamente del sol?
- Claro que sí.
- Y si él tuviera que discriminar nuevamente aquellas sombras en ardua competencia con aquellos que han tenido siempre cadenas, vería confusamente hasta que los ojos se reacomodaran a ese estado y se acostumbraran (nuevamente), en un tiempo nada breve, ¿no se expondría al ridículo y a que se dijera de él que, por haber subido hasta lo alto, se hubiese estropeado los ojos, y que ni siquiera valía la pena intentar marchar arriba?[13] Y si intentara desatarlos y conducirlos (hasta arriba) si pudieran tenerlo en sus manos y matarlo, ¿no lo matarían?[14]
- Seguramente
INTERPRETACION GENERAL DE LA ALEGORIA
- Pues bien, debemos aplicar esta alegoría (eikón) a las cosas que anteriormente han sido dichas. Por un lado, comparamos la región que se muestra por medio de la vista a la morada-prisión, y la luz del fuego (que hay) en ella a la potencia del sol; por otro lado, toma el ascenso y contemplación de las cosas (que hay) arriba al camino del alma desde el lugar pensable[15] (eis tòn tópon noetón) y no te equivocarás en cuanto a lo que pienso, y que es eso lo que deseas oír. Dios sabe si esto es verdad en realidad; en todo caso, lo que a mí me parece es que en lo cognoscible lo que aparece al final, y con dificultad de la vista, es la Idea del Bien. Una vez percibida, ha de concluir que es la causa de todas las cosas rectas y bellas que, en el (lugar) visible ha engendrado la luz y es su señor, y que en el (lugar) pensable es señora y productora de la verdad y del pensamiento[16] (noûs) , y que es necesario verla para poder obrar con sabiduría tanto privada como públicamente.
- Comprendo, en la medida que pueda entenderte.
- Mira entonces también si convienes en esto, y no te asombres de que los que han llegado allí no estén dispuestos a ocuparse de las cosas humanas, sino que las almas aspiran a pasar el tiempo arriba; lo cual es natural, si la alegoría narrada tiene vigencia.
- Muy natural.
- Tampoco sería extraño que alguien que, de contemplar las cosas divinas, pasa a las humanas pasara vergüenza y pareciera ridículo viendo confusamente; y no acostumbrado aún suficientemente a las tinieblas presentes, se ve forzado, en los tribunales o en cualquier otra parte a disputar sobre sombras, o sobre figurillas de las cuales (hay) sombras, respecto de lo justo, y a reñir en torno a esto, de un modo tal que esto es discutido por quienes jamás han visto la Justicia-en-sí.
- De ningún modo sería extraño.
- Pero si alguien piensa un poco, recuerda que los ojos ven confusamente por dos tipos de perturbaciones; uno al trasladarse de la luz a la tiniebla y otro de la niebla a la luz. Y al considerar que estas cosas suceden en lo que al alma respecta, cuando la ve perturbada e incapacitada de mirar algo, en lugar de reírse irracionalmente, habría que examinar cuál de los dos casos es: si al salir de una vida brillante se ve confusamente por falta de hábito, o si, viniendo de una mayor ignorancia hacia lo más brillante es obnubilado por el resplandor de la luz. Así, en un caso, se felicitará de lo que le pasa y de la vida (a que arriba), o bien se apiadará, y si se quiere reír de él, la risa será menos absurda que si se descarga sobre el (alma) que desciende desde la luz.
- Hablas mesuradamente.
- En tal caso, es necesario considerar, si todo esto es verdad, que la educación no es tal como proclaman algunos[17] que es. Dicen que, al no estar la ciencia en el alma, ellos la ponen, como si se pusiera la vista en ojos ciegos.
- Ellos dicen eso, en efecto.
- Ahora bien, el presente relato (lógos)[18] quiere significar que el alma de cualquiera tiene en sí el poder de aprender y el instrumento (órganon) para ello, y que, así como el ojo no puede volverse hacia la luz dejando las tinieblas si no (gira) con todo el cuerpo, así es con toda el alma que hay que volverse desde lo engendrado, hasta que llegue a ser capaz de soportar el contemplar la realidad (tò ón), y lo más brillante de lo que es, que es lo que llamamos el Bien. ¿No es así?
- Así es.
- Por consiguiente, (la educación) es la técnica (tékhne) del volverse del modo más fácil y la conversión del modo más completo, pero no como si le infundiera el ver (a algo que no lo posee), puesto que ya lo posee, sino que, en caso de que se lo vuelva incorrectamente y mire lo que no se debe, posibilitar la conversión.
- Así parece en efecto.
- Es cierto que en los demás casos de las llamadas virtudes del alma[19] parecen estar cerca de las (cualidades) del cuerpo[20], y en efecto, si previamente ellas no están presentes (pueden) ser implantadas por el hábito y el ejercicio. Pero la (virtud) de comprender parecería corresponder más bien a algo por entero más divino: nunca pierde su potencia, y según adónde sea dirigida, es útil y provechosa, o bien inútil y perjudicial, ¿ o acaso no te has percatado de que esos que son llamados malvados, pero (en realidad son) astutos, tienen un alma diminuta que mira penetrantemente y ve con agudeza aquellas cosas a las que se dirige; porque no tiene la vista débil sino que está forzada a servir al mal, de modo que, cuanto más agudamente mira, tanto más mal produce?
- Sí, en realidad es así.
- Sin embargo, dije, si desde niño se arrancara lo que en esta naturaleza es plomífero, afín a lo que deviene, y que por medio de excesos en la mesa, placeres de esa índole y lujuria, que inclinan hacia abajo la vista del alma[21], entonces, desembarazada de esos (pesos) se volvería hacia las cosas verdaderas, y con este (poder) en los mismos hombres verá del modo penetrante con que (ve) las cosas a las cuales ahora está vuelta.
- Es muy probable.
- Y no es también probable, sino incluso necesario a partir de lo ya dicho, que ni los (hombres) sin educación ni experiencia de la verdad podrán gobernar adecuadamente la Polis alguna vez, ni tampoco los que se permitan pasar todo su tiempo en el estudio: los primeros, porque no tienen vista en la vida la única cosa[22] a que es necesario apuntar al obrar en todo lo que se hace privada o públicamente; los segundos, porque no querrán actuar (en esas cosas), considerándose como si ya en vida estuvieran residiendo en la Isla de los Bienaventurados[23]
- Es cierto.
- Claro que es una tarea de nosotros, los fundadores (de esta Polis), obligar a (los hombres de) naturaleza mejor dotados a emprender el estudio (máthema) que hemos dicho antes que era el supremo, contemplar el Bien y llevar a cabo aquel ascenso, y tras haber ascendido y contemplado suficientemente, no permitirles lo que ahora se les permite.
- ¿Qué cosa?
- Permanecer allí y no estar dispuestos a descender junto a aquellos prisioneros, ni participar en sus trabajos y recompensas, sean pobres o excelentes.
- Pero entonces ¿seremos injustos con ellos y les haremos vivir mal cuando pueden (vivir) mejor?
- Te olvidas nuevamente, amigo mío, que (la verdadera) ley no atiende a que una sola clase (génos) la pase excepcionalmente bien en la Polis, sino que se las compone para generar en la Polis entera esto: que se armonicen los ciudadanos, sea por la persuasión o por la fuerza, haciendo que se presten entre sí los servicios, de modo (los de) cada (clase) sean capaces de beneficiar a la comunidad (tò koinón)[24] . Y si se forja a tales hombres (capaces de contemplar el Bien) en la Polis no es para permitir que cada uno se enderece hacia donde le da la gana, sino para utilizarlos para la consolidación de la Polis.
- Es verdad; lo había olvidado, en efecto.
-
- CONSIDERACIONES FINALES
-
- Podrás observar, Glaucón, que no seremos injustos con los filósofos que hemos formado, sino que les hablaremos con justicia, al forzarlos a ocuparse y cuidarse de los demás. Les diremos, en efecto, que es natural que en otras Polis[25] los que hayan llegado a ser (filósofos) no participen en los trabajos de la Polis, porque se han criado como espontáneamente, al margen de la voluntad del régimen (politeía) respectivo; y aquel que se ha criado solo sin deber alimento a nadie, en buena justicia no tiene por qué poner celo en compensar su alimento a nadie. Pero no es el caso con ustedes.[26]A ustedes nosotros los hemos formado tanto para ustedes como para la Polis, para ser conductores y reyes de los enjambres[27], los hemos educado mejor y más completamente que a los (de otras Polis) y más capaces de participar en ambas cosas (o sea, tanto en la filosofía como en la política). Por consiguiente, cada uno a su turno debe descender hacia la morada común a los demás y habituarse a contemplar las tinieblas. En efecto, una vez habituados verán mil veces mejor las cosas de allí y conocerán cada una de las imágenes, de qué son (imágenes), porque ustedes habrán visto antes lo verdadero concerniente a las cosas bellas, justas y buenas. Y así la Polis valdrá, para nosotros y para ustedes, como una realidad, no como un sueño, como pasa actualmente en la mayoría (de las Polis), donde compiten entre sí como entre sombras y disputan en torno al gobierno, como si fuera algo bueno y de enorme valor. Pero lo cierto es que en la Polis en la que menos anhelan gobernar los que tienen que hacerlo, (el gobierno) es forzosamente el mejor y alejado de disensiones, mientras que (el gobierno) que experimente lo contrario tendrá gobernantes contrarios (a lo que ellos mismos pretenden).
- Es muy cierto.
- ¿Y te parece que los que hemos formado se rehusarán a estas cosas que hemos dicho; y no estarán dispuestos a compartir en la Polis los trabajos cada uno por turno, incluso residiendo la mayor parte del tiempo juntos en (el ámbito de) lo puro?[28]
- Imposible, porque estamos ordenando cosas justas a los justos, y por sobre todo cada uno ha de gobernar por necesidad, al contrario de lo que sucede ahora a los que gobiernan en cada Polis.
- La cosa es así, mi amigo; si has hallado para los que van a gobernar un modo de vida mejor que el gobernar, podrás obtener una Polis bien gobernada. En efecto, sólo en esa Polis gobiernan los que son ricos de verdad, porque no es en dinero que han de ganar felicidad, sino en una vida virtuosa y sabia. No, en cambio, donde los poco dotados y ansiosos de bienes particulares marchan sobre los asuntos públicos, convencidos de que allí deben apoderarse de lo bueno, ya que el gobierno se convierte en objeto de disputa, y esta guerra doméstica e intestina acaba con ellos y con el resto de la Polis.
- Es verdad, sin duda.
- ¿Sabes acaso de algún otro modo de vida que el de la verdadera filosofía que lleve a menospreciar el gobierno de las cosas de la Polis?
- No, por Zeus.
- Ahora bien, es necesario que no tengan acceso al gobierno los que están enamorados de él; sino (surgirán) rivales (que los) combatirán.
- Así es.
- En tal caso, ¿impondrás la vigilancia de la Polis a otros que, además de ser los más inteligentes en lo que concierne al mejor gobierno de la Polis, prefieran otros honores y un modo de vida mejor que el del gobernante de la Polis (politikós)?
- A otros de ningún modo.
[1] Juego de palabras con dos significados de la palabra tókos: “interés” y “criatura”
[2] Resulta paradójica esta evolución de la palabra idéa¸ que proviene del aoristo ideîn del verbo horáo, “ver”, usado precisamente en este pasaje
[3] Platón, como Aristóteles, participa de la creencia común de que los astros son dioses. Ver Timeo 40 a y Metafísica XII, 8, 1074b, 1-10
[4] Traduzco ousía por “esencia” (también podría vertirse “ser” o “realidad”)
[5] Como las cosas cognoscibles en cuestión son las Ideas, aquí el Bien aparece como una super-Idea, creadora de las demás, como el “Dios” “hacedor de naturalezas” .
[6] Es decir, entre una subsección y otra de la sección pensable existe esta diferencia: si bien en ambas se parte de supuestos, en una se va hacia la conclusión (usando imágenes sensibles) y en otra se asciende hasta el principio (sin usar imágenes sensibles). La proporción entre los distintos segmentos de la línea ha sido tradicionalmente ilustrada por los intérpretes con el trazado de una línea horizontal, donde se marcan las secciones y subsecciones. Raven protesta contra tal horizontalidad, y dibuja la línea verticalmente, de modo que el principio supremo queda arriba y se ilustre en forma más adecuada el “ascenso” y “descenso”.
[7] Aquí tenemos el uso homérico de eîdos, que en este pasaje resulta un tanto paradójico, y revela que el vocablo seguía siendo usual, en esta acepción, en tiempos de escribir esta obra. Pero como acaba de emplearse en el sentido metafísico de Ideas (y luego en el más trivial de “especie”) Platón añade, para evitar confusión, “que se ven”, lo cual en Homero habría sido redundante.
[8] Conford (The Republic of Plato, p.222) asocia la imaginería de la caverna a misterios órficos, en los cuales un primer paso de la iniciación consistiría en conducir al catecúmeno a cavernas o cámaras oscuras que representaran el mundo subterráneo o “infierno” para que le fueran revelados objetos sagrados a la luz de una hoguera. Cornford no cita sus fuentes, pero hay muchos libros plagados de este tipo de fantasía, que hallan su inspiración a veces en textos provenientes de los primeros tiempos del cristianismo y de los ritos de los cristianos en las catacumbas de Roma. Lo cierto es que “en tiempos primitivos se podía aproximar a las divinidades entrando en cavernas” según informa H.W. Parke (Greek Orakles, Londres, 1967, p.26), a propósito del hallazgo de grutas en santuarios que han servido para oráculos apolíneos. Pero Apolo y Zeus sólo se han apropiado de santuarios que, al parecer, correspondían a la madre-Tierra, sin perder por eso su carácter oracular. Como comprenderá el lector del texto platónico, éste no guarda relación con ninguna de estas posibilidades. A lo sumo, si el hombre griego pre-homérico buscaba la verdad de boca de la Diosa Tierra en grutas subterráneas, la caverna de esta alegoría se presenta como una contrapartida, ya que hay que salir afuera de ella para ver la verdad. En Leyes V, 727 d-e se usa la contraposición “hijo de la tierra”-“Olímpico” para contrastar al cuerpo con el alma, y aunque en sus últimas obras procuró dar un lugar al elemento femenino-material en su cosmovisión religiosa, Platón siempre vio la verdad en la luminosidad y en las alturas, lejos de la oscura tierra.
[9] Como dice Adam, “los originales de la caverna (excepto los prisioneros mismos, 515a) son skeuastá” es decir, “utensilios artificiales”.
[10] En el Fedón se dice que “los hombres estamos en una especie de prisión” (62 a), aunque la liberación corresponde a los dioses; y en el pasaje 68d se habla de liberarse “del cuerpo, como si se tratara de cadenas”, precisamente porque, como en este pasaje, nos impide la aproximación a la verdad. Cf. Cratilo 400 c, donde se dice que la palabra sôma no sólo significa “cuerpo” sino también “celda”, y que, de hecho, el cuerpo encadena al alma..
[11] Cuando dice “naturalmente” (physei) puede significar tanto un hecho que los devolviese a un estado natural desde otro antinatural, como es el estar alejado de la luz (Adam), cuanto que la liberación o lo subsiguiente sea lo natural.
[12] Las palabras homéricas están en Odisea, XI, 489-90, cuando Aquiles rechaza el consuelo de Ulises por hallarse en el Hades. Tras haber dicho Ulises que Aquiles impera en el Hades, Aquiles responde: “No quieras consolarme de la muerte, queridísimo Ulises, / pues preferiría ser un labrador que fuera siervo / de un hombre pobre, que no tuviera muchos bienes / antes que enseñorearme sobre todos los muertos”. Platón no cita en forma versificada, ya que altera el modo, tiempo y persona de los verbos “preferiría” y “ser” (“preferiría” es dicho por Aquiles, obviamente, en primera persona, mientras aquí se alude, en tercera persona, al prisionero liberado), pero las otras palabras son textuales . Adam sigue a Bosanquet en la ponderación de la oportunidad de la cita, al expresarse en ella lo detestable del mundo de las sombras “en comparación con el mundo de la vida humana”. Cornford dice que la cita “sugiere que la Caverna es comparable con el Hades”, pero a esto habría que aclarar que sería con el Hades homérico, no con el Hades platónico (no digo con el Hades de la época de Homero o de la de Platón, para no cambiar o simplificar la riqueza de los respectivos ámbitos culturales). En efecto, en el Hades homérico las figuras no tienen “vida mental” (Ilíada XXIII, 104; Od.476: cf. 218-224). En Platón en cambio , el Hades es un lugar –a veces final, - generalmente de tránsito- donde el alma liberada y separada respecto del cuerpo, puede contemplar las cosas-en-sí mismas o Ideas (Fedón 66d-68 a). Precisamente en el libro III se hace la misma cita que aquí, pero rechazándola por referirse negativamente al Hades (386 b-c ). Aquí, en cambio, la cita vale sin referencia al Hades, sino a un lugar sombrío, subterráneo o no.
[13] Aunque de algún modo esto puede conectarse con lo siguiente, que parece aludir a Sócrates, nos trae más pronto a la memoria la anécdota que narra Hermipo (Diógenes Laercio I, 34) acerca de Tales: por observar las estrellas cayó en una zanja, lo que provocó la risa de una anciana de su casa.
[14] Por lo menos desde Adam los comentaristas ven aquí una alusión a la muerte de Sócrates. Claro que luego se hablará de que la vuelta a la caverna es necesaria, aunque en un sentido algo distinto de lo que lo hizo Sócrates. En la interpretación no se hablará ya del riesgo de muerte sino de la incomodidad de una situación inferior a la que se ha alcanzado afuera, pero de las posibilidades de mitigarla y la necesidad de experimentarla.
[15] Subrayo lo que es una evidente reiteración de lo expresado en la alegoría de la Línea, donde la línea no es tanto una imagen de dos mundos de objetos cuanto del recorrido mental (epistemológico) del alma.
[16] Subrayo lo que es una evidente reiteración de la alegoría del Sol, con lo cual podemos advertir, en pocas líneas, la continuidad entre las tres alegorías y elementos comunes
[17] Los sofistas.
[18] La alegoría de la caverna. En el presente pasaje queda puntualizado el principal motivo diferenciador de la misma respecto de las anteriores alegorías, a saber, su carácter pedagógico, que implica, como se ve, una teoría contrapuesta a la teoría pedagógica implícita (o no) en la enseñanza de los sofistas.
[19] Areté puede ser traducida aquí por “virtud”, dada la ostensible referencia a la justicia, la templanza, la valentía y la sabiduría (504 a). Ciertamente, en el libro I, 353 d-e se reconoce a la justicia como areté propia del alma (tal como la vista lo es respecto de los ojos, por lo cual cabe la traducción “facultad”, “capacidad”).
[20] Cualidades como agilidad, rapidez, etc.
[21] Aquí, aunque metafóricamente, se atribuye “vista” al “alma” (como “espíritu”), y se mezclan alegoría y realidad.
[22] La Idea del Bien “es por consiguiente claramente no sólo un concepto metafísico sino ético; la meta de la conducta tanto como la causa última del conocimiento y de la existencia”
[23] ¿Cree Platón en una vida post mortem, con un posible final feliz en el cielo, como dice la mitología moderna, o en la Isla de los Bienaventurados, como dice en la mitología heroica, tal vez (si Píndaro es buen testigo de ello) reavivada por los órficos? En todo caso, aquí el pasaje está teñido de ironía.
[24] A menudo tò koinón= polis
[25] Las “otras Polis” son las sociedades existentes en ese tiempo, donde no había universidades que formaran filósofos, y menos aún a costa del Estado.
[26] Platón no habla a Glaucón como si éste fuera filósofo, sino que, dramatizando, se representa la situación como si tuviera delante de sí a los filósofos recién sacados de la caverna.
[27] La comparación con abejas es socrático-platónica, tal como es evangélica la similitud con ovejas
[28] El ámbito de lo puro no está en el más allá, como en el Fedón 67 a-b, ya que, de lo contrario, sería imposible alternar tales residencias (en el más allá) con la participación en el gobierno de la polis : más bien debe consistir en la tranquila contemplación de las Ideas y del Bien supremo, pero en vida. Es decir, como se dirá en 540 b, “se ocuparán la mayor parte (del tiempo) de la filosofía”, alternativamente con sus deberes políticos durante el resto de su vida, tras lo cual, y habiendo formado a otros filósofos que los reemplacen, “se marcharán a habitar en la Isla de los Bienaventurados” y la Polis los recordará con monumentos fúnebres, sacrificios públicos, etc.
Aristóteles
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Prólogo
Del intérprete al lector
De los morales de Aristóteles, escritos a Nicomaco, su hijo, y por esta causa llamados nicomaquios
* Capítulo primero
* Capítulo II
* Capítulo III
* Capítulo IV
* Capítulo V
* Capítulo VI
* Capítulo VII
* Capítulo VIII
* Capítulo IX
* Capítulo X
* Capítulo XI
* Capítulo XII
* Capítulo XIII
Prólogo
Del intérprete al lector
En el cual se le declara el modo del filosofar de este filósofo, y la orden que ha de seguir en leer estos libros con los de república.
El allanar un camino y reparar los malos pasos de él, cosa cierta es que, aunque ello sólo no es bastante para llevar a uno al puesto para donde lleva aquel camino, convida, cierto, a lo menos para que más gentes se aficionen a lo andar, que se aficionarían si no estuviese reparado. De la misma manera, si el modo de proceder de un actor y la orden de sus escritos se declara en el principio, muchos más se aficionarán a lo leer, que no si sin luz ni declaración ninguna se hubiese de andar por su lectura. Por esto me ha parecido declarar al benigno lector el modo de proceder Aristóteles en toda su moral filosofía, para que, animado con este general conocimiento, con mejor esperanza de aprovechar, entre en su lectura. Trátase, pues, Aristóteles en la moral filosofía, de la misma manera que un prudente arquitecto en el hacer de un edificio. Porque el arquitecto lo primero que hace es trazar en su entendimiento la forma y traza que le ha de dar al edificio, las alturas, los repartimientos de aposentos, y todo lo demás que requiere aquella suerte de edificio que determina edificar. Hecha ya su traza, procura los medios y materiales de que lo ha de edificar: la madera, el ladrillo, la teja, la clavazón, la piedra, y las demás cosas de que se ha de hacer el edificio, las cuales procura reconocer si son tales cuales deben ser para el edificio, y así hace labrar la madera, picar la piedra, cocer bien el ladrillo, y, después, conforme a la traza de su entendimiento, echa sus cimientos, levanta sus paredes, hace sus pilares, cubre su tejado, reparte sus estancias: y así da el remate a su edificio. De esta misma manera se trata este filósofo en su moral filosofía, en la cual pone como por su último fin, dibujar una república regida bien y con prudencia, porque éste es el último fin de la felicidad humana, digo de la que se puede alcanzar en esta vida, que de la otra él poca noticia tuvo, o, por mejor decir, ninguna. Pero como los materiales de que se ha de edificar esta república son los hombres, como en el edificio las piedras y maderos, antes de hacer su edificio de república, la cual es la materia de la otra obra, procura en ésta, que a la otra precede, disponer la materia, que son los hombres y tratar de sus costumbres y obras y de las demás cosas que para alcanzar los hombres su último fin han menester. Esta es, pues, la materia o argumento de este libro: tratar de la felicidad del hombre, en qué consiste y por qué medios se alcanza; y porque los medios son los hábitos de virtud, mediante quien fácilmente los hombres en buenos actos y ejercicios se ejercitan, por esto trata de las virtudes, como de medios por donde se alcanza la felicidad. Disputa, pues, en el primer libro, cuál es el fin o blanco adonde todos los hombres procuran de enderezar sus obras para alcanzarlo, como el ballestero sus tiros para dar en el blanco, y prueba ser éste de común parecer de todos la felicidad, aunque cuál sea esta felicidad, no todos concuerdan; pero dejadas aparte opiniones de juicios lisiados, de parecer de todos los que bien sienten de las cosas, prueba consistir en el obrar conforme a razón perfecta, pues lo mejor que en los hombres hay, y aquello con que en alguna manera frisan con Dios, es el uso de razón; y cabe en razón que nuestro bien haya de fundarse en lo mejor que en nosotros hay, y no en lo peor; y porque obrar conforme a razón perfecta y conforme a virtud es todo una misma cosa, por eso muestra cómo toca a esta materia tratar de las virtudes, y hace dos géneros de virtudes según las dos partes con que el alma obra: virtudes morales, que son hábitos de la voluntad, y virtudes contemplativas, que tocan al entendimiento, y de esta manera da fin al primer libro, dejando para los otros el tratar de las virtudes. Presupuesto ya por el primer libro cuál es la verdadera felicidad, y cómo para ella importa entender los hábitos de virtud, así moral como contemplativa, comienza en el segundo a tratar de las virtudes, y trata las cosas que comúnmente pertenecen para todas, sin descender a ningún género de ellas en particular. Declara las causas de las unas y de las otras, y cómo las virtudes morales se alcanzan obrando, y las contemplativas aprendiendo; cómo las virtudes morales son medios entre exceso y defecto, y la materia en que consisten son deleites y tristezas. Demuestra cómo los actos antes de alcanzar hábito son imperfectos. Pone la definición de la virtud. Propone cómo en semejantes ejercicios hay dos maneras de contrarios: extremo con extremo, y cada extremo con el medio. Da por consejo que nos arrimemos al extremo que más fuere semejante al medio, para más fácilmente alcanzar el medio que buscamos. Estas cosas que comúnmente a todas las virtudes tocan, trata en el segundo. En el tercero, particularmente, viene ya a tratar de cada género de virtud por sí. Primeramente disputa qué cosa es acto voluntario, y qué cosa es voluntad libre y cuál forzada; declara cuál es elección o libre albedrío; qué cosa es consulta y qué manera de cosas vienen en consulta; cómo todo lo que escogemos lo escogemos en cuanto o es bueno o nos parece serlo; cómo el libre albedrío consiste en la potencia a dos contrarios. Tras de esto declara qué cosa es la fortaleza del ánimo y en qué difiere de la temeridad, y también de la cobardía, y con qué señales la discerniremos: cuál es la propia materia de la fortaleza. Después trata de la virtud de la templanza, mostrando consistir en el regirse bien en lo que toca a los deleites sensuales, y cómo hay deleites necesarios, y otros vanos y sin necesidad, y cómo se peca más en éstos que en aquéllos. Últimamente hace comparación entre los contrarios de estas dos especies de virtudes, y esta es la suma de lo que se trata en el tercero. En el cuarto trata de la liberalidad y de las virtudes anexas a ella, como son magnificencia, magnanimidad y otras de esta suerte. Declara cuál es la materia en que se emplea esta virtud, y qué extremos viciosos le son contrarios, qué diferencia hay de la liberalidad a la magnificencia; en qué géneros de cosas consiste la magnanimidad o grandeza de ánimo; qué extremos viciosos le son contrarios; cómo se deben apetecer las honras y qué falta puede haber en cuanto a esto. Después trata de la mansedumbre y de los extremos viciosos que le son contrarios; de la buena conversación y los vicios que en ella puede haber; de la llaneza de la verdad y vicio de la lisonja; de las gracias y burlas cortesanas y de los extremos viciosos que puede haber en ellas, de la vergüenza, si es virtud y en quién se requiere haber vergüenza. Esta es la suma de lo que trata el cuarto libro.
En el quinto libro disputa de sola la justicia. Primeramente distingue de cuántas maneras se entiende la justicia y de cuál se ha de tratar aquí, que es de la particular, que consiste en los contractos, y qué vicios le son contrarios; divídela en lo que toca a lo público, que son las honras, y en lo que a lo particular, que son los contractos y intereses. Declara cómo se han de repartir, y a quién, las honras públicas en cada género de república; cómo se han de haber los hombres en hacer justos contractos; qué cosa es la pena de pena del Talión, y cómo el dinero es la regla de los contractos. Muestra cómo el que hace por hábito es digno de mayor premio o castigo que el que comienza de obrar; cómo hay justo natural y justo positivo; cuántas maneras de agravios puede hacer un hombre a otro; cómo ninguno puede voluntariamente recibir agravio; qué cosa es o moderación de justicia, y cómo alguna vez la ley se ha de interpretar conforme a ella; cómo a sí mismo nadie puede agraviar. Esto es, en suma, lo que en el quinto de la justicia Aristóteles declara.
Declaradas en los libros pasados las virtudes morales tocantes a la voluntad, que eran las del primer género, en el sexto libro emprende tratar de las virtudes del entendimiento, que son las contemplativas. Primeramente declara qué cosa es recta razón, cuántas son las partes del alma, qué manera de virtudes corresponde a cada una, por qué vías viene el ánimo a entender la verdad de las cosas, cuántas maneras de hábito se hallan en nuestro entendimiento. Después declara qué cosa es ciencia, de qué géneros de cosas tenemos ciencia, qué cosa es arte, y cuántas maneras hay de artes, qué cosa es prudencia, y en qué cosas consiste, y cómo de los demás hábitos difiere, qué conocimiento es el que llamamos entendimiento, y qué cosas conocemos con él, qué hábito es sabiduría, y quién se ha de llamar sabio. Tras de esto pone cuatro, partes de la prudencia: regir bien una familia, hacer buenas y saludables leyes, juzgar bien de las causas, prover en común lo necesario, qué cosa es consulta, qué el buen juicio, qué el buen parecer, y a quién cuadra, en qué manera son útiles estos hábitos para la felicidad. Al fin pone diferencia entre la bondad natural y la adquisita, y da fin al libro sexto. En el séptimo trata de la extrema bondad, que es divina, y de la extrema malicia, que es bestialidad; qué cosa es continencia e incontinencia, y en qué difieren de la templanza y disolución; cómo puede ser que uno sienta bien de las cosas y obre mal; en qué género de cosas se dice uno propiamente continente o incontinente; en qué difieren la continencia y la perseverancia; si puede haber alguno que sea del todo incontinente; cómo el refrenarse de bestiales apetitos no es absolutamente continencia; cuál incontinencia es más o menos afrentosa; cuántas maneras hay de deleites; cómo la continencia e incontinencia consisten en los deleites, y la perseverancia y flaqueza de ánimo en los trabajos; qué diferencia hay del disoluto al incontinente; qué diferencia hay entre el constante y el terco o porfiado; cómo ni la prudencia ni otra virtud alguna puede estar en compañía de la incontinencia, ni de otro cualquier vicio; qué opiniones hubo acerca del deleite, si es o no es cosa buena; cómo las razones de los que decían no ser cosa buena no concluyen bien, y cómo es bueno el deleite; cómo hay algún deleite que es el sumo bien, y que hay deleites fuera de los sensuales; cómo los deleites sensuales engañan con apariencia falsa de bien. Esto es la suma de lo que en el séptimo se trata. En el octavo trata de la amistad, cuán necesaria cosa es a todo género de hombres; cómo todo lo que se ama es por razón de bondad, de utilidad, o de deleite verdadero o aparente; cómo hay tres diferencias de amistad: honesta, útil, deleitosa, y cómo la perfecta es la honesta; cuán necesaria es entre los amigos la presencia; cómo no se puede con muchos tener amistad perfecta; qué manera de amistad hay entre las personas diferentes en estado,:y cómo se ha de conservar; qué manera de amistad es la de los lisonjeros; cómo entre los pueblos hay amistad útil; qué diferencias hay de repúblicas, y qué manera de amistad en cada una; de la amistad de compañeros y de la de los parientes más o menos cercanos; de la de entre el marido y la mujer; cómo de todas las amistades la más sujeta a mudanzas es la útil; de las faltas que puede haber en las amistades entre superiores y inferiores. Esta es la materia y suma del octavo.
En el libro nono se trata de cómo se han de conservar las amistades de cualquier género que sean; qué está obligado a hacer un amigo por otro; cómo en perderse la causa de las amistades, se pierden también ellas, y cómo la más durable de todas es la fundada en virtud; que para tratarse bien el amistad ha de hacer cuenta cada uno que el amigo es otro él, y tratarse con el amigo como tal; de qué maneras se puede definir el amigo; qué diferencia hay entre ser amigo de uno y tenerle buena voluntad; qué cosa es concordia, y en qué se dice propiamente, cómo el que hace el bien ama más que el que lo recibe; qué cosa es amor propio, y cómo se ha de distinguir, y en qué cosas es bueno y de alabar, y en qué malo y de vituperar; qué manera de amigos ha menester el próspero, y qué el que está puesto en adversidades y trabajos; cómo en sola la amistad civil y popular se pueden tener muchos amigos, pero en las demás, no; cómo ambas a dos maneras de fortuna requieren amigos, pero diferentes la una de la otra; cómo el sello de cualquier manera de amistad es vivir en conversación y compañía, y cómo cada amistad ama los ejercicios que le son semejantes. Esta es la suma de lo que en el nono se declara.
En el décimo se da el remate a la materia de las costumbres, y trata del deleite primeramente, proponiendo las varias opiniones que acerca de él tuvieron los pasados; cómo el deleite es de suyo cosa buena; aunque no conviene seguir todo deleite; y cómo las razones de los que tienen lo contrario no concluyen; qué cosa es el deleite, y debajo de qué género de cosas se debe comprender, y en qué difiere de otras de aquel género; cómo los deleites unos de otros difieren en especie. Después trata de la felicidad, la cual puso al principio como por blanco, adonde se habían de encaminar todas las humanas obras y ejercicios. Primeramente declara qué cosa es la felicidad humana; después hace dos especies de ella: una que consiste en contemplación, la cual prueba ser la más perfecta felicidad; otra que consiste en el tratar bien los negocios, conforme a lo que de las virtudes morales está dicho, la cual no es tan perfecta; cómo el contemplativo, por la parte que tiene de corporal, tiene alguna necesidad de lo activo, cómo el varón sabio es el más bien afortunado. Finalmente, concluye probando cómo en esta filosofía lo menor de todo es el saber, si no se pone en práctica y uso lo que se sabe; lo cual es de la misma manera que en nuestra religión cristiana, la cual saber y creer conviene para la salvación; pero si la vida no conforma con el nombre de cristianos, la tal fe es sin fruto. Porque dice nuestro Cristo, que no el que le dice Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de su Padre, que está en el cielo, y a sus discípulos les dice que serán bienaventurados, si hicieren lo que él les enseñaba, y en la sentencia del juicio final da el premio eterno por las buenas obras, aunque ellas de suyo no lo merecen, sino que él por su misericordia las acepta como si lo mereciesen.
Todo lo que hasta aquí ha hecho Aristóteles, ha sido disponer los materiales para su edificio de república, que son los hombres y sus obras; los cuales, si están persuadidos que conviene vivir conforme a uso de razón y no a su voluntad, poco queda que hacer en ordenar una república, porque todos serán obedientes al buen uso de razón. Pero porque, en fin, en tanta variedad de hombres no se pueden todos reglar por razón, es menester la potestad, fuerza y gobierno para que, por temor de su daño, dejen los hombres de hacer lo que no dejan por amor de la virtud y uso de razón. Por esto en la otra obra se trata de la república y gobierno común, la cual, con el favor divino, también daremos de tal manera interpretarla, que puedan los nuestros entenderla.
Resta brevemente advertir a qué parte de la filosofía pertenece esta materia, para que el lector mejor entienda lo que trata. Filosofía, pues, quiere decir afición de saber, el cual nombre dicen que inventó Pitágoras por huir el nombre de arrogancia. Porque como la verdadera sabiduría esté en Dios, y los hombres no tengamos sino un rastro o sombra de ella, mezclada con muchos errores y varias opiniones, parecióle, y con razón, a Pitágoras, que llamarse un hombre sabio era grande arrogancia; preguntado por Leonte, príncipe de los Fliasios, qué profesión tenía, respondió que era filósofo. Replicando Leonte que le dijese qué cosa era filósofo, dijo Pitágoras que la vida humana le parecía a él ser semejante a las fiestas olímpicas que los griegos celebraban, a las cuales, unos iban por ganar los premios que se daban a los que vencían en las contiendas, otros por vender allí sus mercaderías, otros, y éstos parecía que eran los más generosos de todos, iban no más de por ver lo que pasaba. De la misma manera, en la vida, unos pretendían cargos y dignidades, que eran como los que querían ganar la joya; otros ganar la hacienda, que eran como los que iban a vender; otros que gustaban de sólo considerar y entender las cosas, y que éstos llamaba él filósofos. De aquí quedó el nombre de filosofía, y así, hasta el tiempo de Sócrates, todos los filósofos se empleaban en contemplar el ser y naturaleza de las cosas, sus movimientos, números y cantidades, en lo cual consiste la fisiología y aquellas ciencias que, por la excelencia de sus demostraciones, se llaman matemáticas. Pero Sócrates (como en sus Tusculanas escribe Marco Tulio), viendo que las cosas naturales ya tenían quien las gobernase sin que los hombres hubiesen de tener cuidado de ellas, derribó, como el mismo Tulio dice, la filosofía del cielo, y la introdujo en las casas y república, y comenzó a disputar de lo bueno y de lo malo. De aquí vino a partirse la filosofía como en dos bandos o parcialidades, y comenzaron a llamarse unos filósofo, naturales, porque ponían su estudio en considerar y contemplar la naturaleza de las cosas, y otros morales, porque trataban de las costumbres de los hombres, que en latín se llaman mores, y del gobierno de la república y de lo que cada uno debe hacer para cumplir con lo que está obligado. Nació después otro estudio, comenzando de Platón, y reformado después por Aristóteles, que fue del modo de disputar y demostrar la verdad en cada cosa, y los que la trataban se llamaron lógicos o dialécticos, al cual estudio unos llamaron parte, otros instrumento de la filosofía. Pero esto para lo presente importa poco. Estos libros, pues, y los de república, pertenecen a la parte moral y filosofía activa, ni tienen que ver con la contemplativa y natural.
Cuánto trabajo sea verter de una lengua en otra, y especialmente abriendo camino de nuevo y vertiendo cosas que hasta hoy en nuestra lengua no han sido vistas ni entendidas, cualquier justo y prudente lector puede conocerlo. Porque el que vierte ha de transformar en sí el ánimo y sentencia del actor que vierte, y decirla en la lengua en que lo vierte como de suyo, sin que quede rastro de la lengua peregrina en que fue primero escrito, lo cual, cuán dificultoso sea de hacer, la tanta variedad de traslaciones que hay lo muestran claramente. Este también forzado, en cosas nuevas, usar de vocablos nuevos, los cuales, recibidos, no acarrean mucho aplauso, y repudiados, dan ocasión de murmurar a los demasiadamente curiosos y que van contando las sílabas a dedos, y leen más los libros por tener que murmurar, que por aprovecharse de ellos, y antes ven un lunar para reprender, que las buenas aposturas para alabar, haciendo el oficio de las parteras que, sin parir ellas nada, escudriñan partos ajenos. Pues ¿qué, diré de la dificultad en el verter de los lugares, cuya sentencia depende de la propiedad y etimología del vocablo, lo cual en griego acaece a cada paso, donde si el mismo vocablo no se queda, parece cosa de disparate? Todo esto he dicho, no por encarecer mucho mi trabajo, sino por advertir al lector de que no se enfade si algunos vocablos leyere nuevos en nuestra lengua, que son bien pocos, como son los nombres de especies de república, Aristocracia, Monarquía, Timocracia, Oligarquía, Democracia, pues en la lengua latina le fue también forzado a Marco Tulio usar de muchos vocablos griegos, no sólo en las ciencias, las cuales sacarlas de sus vocablos es perderlas, pero aun también en las forenses oraciones. También si algunos lugares hallare que no tengan la cadencia de la oración tan dulce como él la quisiera (lo cual yo he procurado cuanto posible me ha sido de hacer), entienda que es muy diferente cosa verter ajenas sentencias que decir de suyo, porque en el decir de suyo cada uno puede cortar las palabras a la medida y talle de las sentencias; pero en el vertir sentencias ajenas de una lengua en otra, no pueden venir siempre tan a medida como el intérprete quiere las palabras. Finalmente, por la común humanidad, ruego, y con buen derecho pido, que si algo hubiere no tan limado, se acuerden que es hombre el que lo ha vertido, y que no puede estar siempre tan en centinela, que no diese alguna cabezada.
De los morales de Aristóteles, escritos a Nicomaco, su hijo, y por esta causa llamados nicomaquios
En el primer libro inquiere Aristóteles cuál es el fin de las humanas acciones, porque entendido el fin, fácil cosa es buscar los medios para lo alcanzar; y el mayor peligro que hay en las deliberaciones y consultas, es el errar el fin, pues, errado éste, no pueden ir los medios acertados. Prueba el fin de las humanas acciones ser la felicidad, y que la verdadera felicidad consiste en hacer las cosas conforme a recta razón, en que consiste la virtud. De donde toma ocasión para tratar de las virtudes.
En el primer capítulo propone la definición del bien, y muestra cómo todas las humanas acciones y elecciones van dirigidas al bien, ora que en realidad de verdad lo sea, ora que sea tenido por tal. Pone asimismo dos diferencias de fines: unos, que son acciones, como es el fin del que aprende a tañer o cantar, y otros, que son obras fuera de las acciones, como es el fin del que aprende a curar o edificar. Demuestra asimismo cómo unas cosas se apetecen y desean por sí mismas, como la salud, y otras por causa de otras, como la nave por la navegación, la navegación por las riquezas, las riquezas por la felicidad que se cree o espera hallar en las riquezas.
Capítulo primero
Cualquier arte y cualquier doctrina, y asimismo toda acción y elección, parece que a algún bien es enderezada. Por tanto, discretamente definieron el bien los que dijeron ser aquello a lo cual todas las cosas se enderezan. Pero parece que hay en los fines alguna diferencia, porque unos de ellos son acciones y otros, fuera de las acciones, son algunas obras; y donde los fines son algunas cosas fuera de las acciones, allí mejores son las obras que las mismas acciones. Pero como sean muchas las acciones y las artes y las ciencias, de necesidad han de ser los fines también muchos. Porque el fin de la medicina es la salud, el de la arte de fabricar naves la nave, el del arte militar la victoria, el de la disciplina familiar la hacienda. En todas cuantas hay de esta suerte, que debajo de una virtud se comprenden, como debajo del arte del caballerizo el arte del frenero, y todas las demás que tratan los aparejos del caballo; y la misma arte de caballerizo, con todos los hechos de la guerra, debajo del arte de emperador o capitán, y de la misma manera otras debajo de otras; en todas, los fines de las más principales, y que contienen a las otras, más perfectos y más dignos son de desear que no los de las que están debajo de ellas, pues éstos por respecto de aquéllos se pretenden, y cuanto a esto no importa nada que los fines sean acciones, o alguna otra cosa fuera de ellas, como en las ciencias que están dichas.
Presupuesta esta verdad en el capítulo pasado, que todas las acciones se encaminan a algún bien, en el capítulo II disputa cuál es el bien humano, donde los hombres deben enderezar como a un blanco sus acciones para no errarlas, y cómo éste es la felicidad. Demuestra asimismo cómo el considerar este fin pertenece a la disciplina y ciencia de la república, como a la que más principal es de todas, pues ésta contiene debajo de sí todas las demás y es la señora de mandar cuáles ha de haber y cuáles se han de despedir del gobierno y trato de los hombres.
Capítulo II
Pero si el fin de los hechos es aquel que por sí mismo es deseado, y todas las demás cosas por razón de aquél, y si no todas las cosas por razón de otras se desean (porque de esta manera no tenía fin nuestro deseo, y así sería vano y miserable), cosa clara es que este fin será el mismo bien y lo más perfecto, cuyo conocimiento podrá ser que importe mucho para la vida, pues teniendo, a manera de ballesteros, puesto blanco, alcanzaremos mejor lo que conviene. Y si esto así es, habemos de probar, como por cifra, entender esto qué cosa es, y a qué ciencia o facultad toca tratar de ello. Parece, pues, que toca a la más propia y más principal de todas, cual parece ser la disciplina de república, pues ésta ordena qué ciencias conviene que haya en las ciudades, y cuáles, y hasta dónde conviene que las aprendan cada uno. Vemos asimismo que las más honrosas de todas las facultades debajo de ésta se contienen, como el arte militar, la ciencia que pertenece al regimiento de la familia, y la retórica. Y pues ésta de todas las demás activas ciencias usa y se sirve, y les pone regla para lo que deben hacer y de qué se han de guardar, síguese que el fin de ésta comprenderá debajo de sí los fines de las otras, y así será éste el bien humano. Porque aunque lo que es bien para un particular es asimismo bien para una república, mayor, con todo, y más perfecto parece ser para procurarlo y conservarlo el bien de una república. Porque bien es de amar el bien de uno, pero más ilustre y más divina cosa es hacer bien a una nación y a muchos pueblos. Esta doctrina, pues, que es ciencia de república, propone tratar de todas estas cosas.
En el capítulo III nos desengaña que en esta materia no se han de buscar demostraciones ni razones infalibles como en las artes que llaman matemáticas, porque esta materia moral no es capaz de ellas, pues consiste en diversidad de pareceres y opiniones, sino que se han de satisfacer con razones probables los lectores. Avísanos asimismo cómo esta doctrina requiere ánimos libres de pasión y sosegados, ajenos de toda codicia y aptos para deliberaciones, cuales suelen ser los de los que han llegado a la madura edad. Y así los mozos en edad o costumbres no son convenientes lectores ni oyentes para esta doctrina, porque se dejan mucho regir por sus propios afectos, y no tienen, por su poca edad, experiencia de las obras humanas.
Capítulo III
Pero harto suficientemente se tratará de esta materia, si conforme a la sujeta materia se declara. Porque la claridad no se ha de buscar de una misma suerte en todas las razones, así como ni en todas las obras que se hacen. Porque las cosas honestas y justas de que trata la disciplina de república, tienen tanta diversidad y oscuridad, que parece que son por sola ley y no por naturaleza, y el mismo mal tienen en sí las cosas buenas, pues acontece muchos por causa de ellas ser perjudicados. Pues se ha visto perderse muchos por el dinero y riquezas, y otros por su valentía. Habémonos, pues, de contentar con tratar de estas cosas y de otras semejantes, de tal suerte, que sumariamente y casi como por cifra, demostremos la verdad; y pues tratamos de cosas y entendemos en cosas que por la mayor parte son así, habémonos de contentar con colegir de allí cosas semejantes; y de esta misma manera conviene que recibamos cada una de las cosas que en esta materia se trataren. Porque de ingenio bien instruido es, en cada materia, hasta tanto inquirir la verdad y certidumbre de las cosas, cuanto la naturaleza de la cosa lo sufre y lo permite. Porque casi un mismo error es admitir al matemático con dar razones probables, y pedirle al retórico que haga demostraciones. Y cada uno, de aquello que entiende juzga bien, y es buen juez en cosas tales y, en fin, en cada cosa el que está bien instruido, y generalmente el que en toda cosa está ejercitado. Por esta causa el hombre mozo no es oyente acomodado para la disciplina de república, porque no está experimentado en las obras de la vida, de quien han de tratar y en quien se han de emplear las razones de esta ciencia. A más de esto, como se deja mucho regir por las pasiones de su ánimo, es vano e inútil su oír, pues el fin de esta ciencia no es oír, sino obrar. Ni hay diferencia si el hombre es mozo en la edad, o si lo es en las costumbres, porque no está la falta en el tiempo, sino en el vivir a su apetito y querer salir con su intención en toda cosa. Porque a los tales esles inútil cita ciencia, así como a los que en su vivir no guardan templanza. Pero para los que conforme a razón hacen y ejecutan sus deseos, muy importante cosa les es entender esta materia. Pues cuanto a los oyentes, y al modo que se ha de tener en el demostrar, y qué es lo que proponemos de tratar, basta lo que se ha dicho.
En el capítulo IV vuelve a su propósito, que es a buscar el fin de las obras de la vida, y muestra cómo en cuanto al nombre de todos convenimos, pues todos decimos ser el fin universal de nuestra humana vida la felicidad, pero en cuanto a la cosa discrepamos mucho. Porque en qué consiste, esta felicidad, no todos concordamos, y así recita varias opiniones acerca de en qué consiste la verdadera felicidad; después propone el modo que ha de tener en proceder, que es de las cosas más entendidas y experimentadas por nosotros, a las cosas más oscuras y menos entendidas, porque ésta es la mejor manera de proceder para que el oyente más fácilmente perciba la doctrina.
Capítulo IV
Digamos, pues, resumiendo, pues toda noticia y toda elección a bien alguno se dirige, qué es aquello a lo cual se endereza la ciencia de república y cuál es el último bien de todos nuestros hechos. En cuanto al nombre, cierto casi todos lo confiesan, porque así el vulgo, como los más principales, dicen ser la felicidad el sumo bien, y el vivir bien y el obrar bien juzgan ser lo mismo que el vivir prósperamente; pero en cuanto al entender qué cosa es la felicidad, hay diversos pareceres, y el vulgo y los sabios no lo determinan de una misma manera. Porque el vulgo juzga consistir la felicidad en alguna de estas cosas manifiestas y palpables, como en el regalo, o en las riquezas, o en la honra, y otros en otras cosas. Y aun muchas veces a un mismo hombre le parece que consiste en varias cosas, como al enfermo en la salud, al pobre en las riquezas; y los que su propia ignorancia conocen, a los que alguna cosa grande dicen y que excede la capacidad de ellos, tienen en gran precio. A otros algunos les ha parecido que fuera de estos muchos bienes hay algún bien que es bueno por sí mismo, por cuya causa los demás bienes son buenos. Relatar, pues, todas las opiniones es trabajo inútil por ventura, y basta proponer las más ilustres, y las que parece que en alguna manera consisten en razón.
Pero habemos de entender que difieren mucho las razones que proceden de los principios, de las que van a parar a los principios. Y así Platón, con razón, dudaba y inquiría esto, si es el camino de la doctrina desde los principios, o si ha de ir a parar a los principios; así como en la corrida, desde el puesto al paradero, o al contrario. Porque se ha de comenzar de las cosas más claras y entendidas, y éstas son de dos maneras: porque unas nos son más claras a nosotros, y otras, ellas en sí mismas, son más claras. Habremos, pues, por ventura, de comenzar por las cosas más entendidas y claras a nosotros. Por tanto, conviene que el que conveniente oyente ha de ser en la materia de cosas buenas y justas, y, en fin, en la disciplina de república, en cuanto a sus costumbres sea bien acostumbrado. Porque el principio es el ser, lo cual si bastantemente se muestra, no hay necesidad de demostrar el por qué es; y el que de esta suerte está dispuesto, o tiene, o recibe fácilmente los principios; y el que ninguna de estas cosas tiene, oiga lo que Hesíodo dice en estos versos:
Aquel que en toda cosa está instruido,
varón será perfecto y acabado;
siempre aconsejará lo más valido.
Bueno también será el que, no enseñado,
en el tratar sus cosas se rigiere
por parecer del docto y buen letrado.
Mas el que ni el desvío lo entendiere,
ni tomare del docto el buen consejo,
turbado terná el seso y mientras fuere,
será inútil en todo, mozo y viejo.
En el capítulo V refuta las opiniones de los que ponen la felicidad en el regalo mostrando ser esta opinión más de gente servil y afeminada que de generosos corazones. Ítem de los que piensan que consiste en ser muy honrados y tenidos en estima. Porque ponen el fin de su felicidad fuera de sí mismos y de su potestad, pues la honra más está en mano del que la hace que del que la recibe. Asimismo la de los que pretenden que consiste en la virtud, porque con la virtud se compadece sufrir trabajos y fatigas, lo cual es ajeno de la felicidad. Al fin reprehende a los que ponen la felicidad en las riquezas, pues la felicidad por sí misma es de desear, y las riquezas por causa de otro siempre se desean.
Capítulo V
Pero nosotros volvamos al propósito. Porque el bien y la felicidad paréceme que con razón la juzgan, según el modo de vivir de cada uno. Porque el vulgo y gente común por la suma felicidad tienen el regalo, y por esto aman la vida de regalo y pasatiempo. Porque tres son las vidas más insignes: la ya dicha, y la civil, y la tercera la contemplativa. El vulgo, pues, a manera de gente servil, parece que del todo eligen vida más de bestias que de hombres, y parece que tienen alguna excusa, pues muchos de los que están puestos en dignidad, viven vida cual la de Sardanápalo. Pero los ilustres y para el tratar las cosas aptos, la honra tienen por su felicidad; porque éste casi es el fin de la vida del gobierno de república. Pero parece que este fin más sumario es que no aquel que inquirimos, porque más parece que está en mano de los que hacen la honra, que no en la del que la recibe, y el sumo bien paréceme que ha de ser propio y que no pueda así quitarse fácilmente. A más de esto, que parece que procuran la honra para persuadir que son gente virtuosa, y así procuran de ser honrados de varones prudentes, y de quien los conoce, y por cosas de virtud. Conforme, pues, al parecer de éstos, se colige ser la virtud más digna de ser tenida en precio que la honra, por donde alguno por ventura juzgará ser ésta con razón el fin de la vida civil. Pero parece que la virtud es más imperfecta que la felicidad, porque parece que puede acontecer que el que tiene virtud duerma o que esté ajeno de las obras de la vida, y allende de esto, que se vea en trabajos y muy grandes desventuras, y al que de esta suerte viviere, ninguno lo terná, creo, por bienaventurado, sino el que esté arrimado a su opinión. Pero de esta materia basta; pues en las Circulares Cuestiones bastante ya tratamos de ello. La tercera vida es la contemplativa, la cual consideraremos en lo que trataremos adelante. Porque el que se da a adquirir dineros, es persona perjudicial; y es cosa clara que el dinero no es aquel sumo bien que aquí buscamos, porque es cosa útil y que por respecto de otra se desea. Por tanto, quien quiera con más razón juzgará por fin cualquiera de las cosas arriba ya propuestas, pues por sí mismas se aman y desean. Pero parece que ni aquéllas son el sumo bien, aunque en favor de ellas muchas razones se han propuesto. Pero esta materia quede ya a una parte.
Lo que en el capítulo VI trata, más es cuestión curiosa y metafísica, que activa ni moral [cuestión activa se llama la que trata de lo que se debe o no debe hacer, porque consiste en actos exteriores, y por esto se llama activa, como si es bien casarse o edificar], y para aquel tiempo en que aquellas opiniones había, por ventura necesaria, pero para el de ahora del todo inútil. Y así el lector pasará por ella ligeramente, y si del todo no la entendiere, ninguna cosa pierde por ello de la materia que se trata. Disputa, pues, si hay una Idea o especie o retrato común de todos los bienes en las cosas. Para entender esto así palpablemente, se presupone, que por no haber cierto número en las cosas singulares, y porque de día en día se van mudando y sucediendo otras en lugar de ellas, como en el río una agua sucede a otra, y así el río perpetuamente se conserva, nuestro entendimiento, como aquel que tiene la fuerza del conocimiento limitada, no puede tener de ellas certidumbre, que esto a solo Dios, que es el hacedor de ellas, pertenece; y así consideralas en una común consideración, en cuanto son de naturaleza semejante; y a las que ve que tienen tanta semejanza en su ser, que en cuanto a él no hay ninguna diferencia entre ellas, hácelas de una misma especie o muestra; pero a las que ve que en algo se parecen y en algo difieren, como el hombre y el caballo, hácelas de un mismo género y de diversa especie, y cuanto mayor es la semejanza, tanto más cercano tienen el género común, y cuanto mayor la diferencia, más apartado; como agora digamos que entre el hombre y el caballo mayor semejanza de naturaleza hay, que no entre el hombre y el ciprés, y mayor entre el hombre y el ciprés, que entre el hombre y los metales, pues el hombre y el caballo se parecen en el sentido, de que el ciprés carece, y el hombre y el ciprés en el vivir, nacer y morir, lo que no tienen los metales. Y así más cercano parentesco o género o linaje habrá entre el ser del hombre y del caballo, que no entre ellos y el ciprés; y más entre ellos y el ciprés, que entre ellos y los metales, y esto es lo que llaman categoría o predicamento de las cosas. Pero si ve que no convienen en nada, hácelos de género diverso, como el hombre y la blancura, entre cuyo ser no hay ninguna semejanza. Y de las cosas debajo de estas comunes consideraciones entendidas, tiene ciencia nuestro entendimiento; que de las cosas así por menudo tomadas (como arriba dijimos), no puede tener noticia cierta ni segura, por ser ellas tantas y tan sujetas a mudanza. Esta filosofía los que no entendieron cayeron en uno de dos errores, porque unos dijeron que no se podía tener ciencia ni certidumbre de las cosas, como fueron los filósofos scépticos, cuyos capitanes fueron Pirrón y Herilo, y los nuevos Académicos dieron también en este error; otros, como Parménides y Zenón, por no negar las ciencias, dijeron que las muestras o especies de las cosas realmente estaban apartadas de las cosas singulares, por cuya participación se hacen las cosas singulares, como con un sello se sellan muchas ceras, y que éstas ni nacían ni morían, sino que estaban perpetuamente, y que de ellas se tenía ciencia. Pero esta opinión o error ya está por muchos refutado, y también nosotros, en los comentarios que tenernos sobre la Lógica de Aristóteles, lo refutamos largamente. Viniendo, pues, agora al propósito de las palabras de Aristóteles: presupuesto que hubiese ideas o especies de cada cosa, como decía Parménides, prueba que no puede haber una común idea de todos los bienes, pues no tienen todos una común naturaleza, ni todos se llaman bienes por una misma razón, lo cual había de ser así en las cosas que tuviesen una común idea. Y también que donde una cosa se dice primeramente de otra y después por aquélla se atribuye a otra, no pueden las dos tener una común natura. Como los pies se dicen primero en el animal, y después por semejanza se dicen en la mesa y en la cama; los pies de la mesa y de la cama no tenían una común idea con los del animal; y lo mismo acontece en los bienes, que unos se dicen bienes por respectos de otros, y así no pueden tener una común idea. Pero ya, en fin, dije al principio, que esta disputa era fuera del propósito, y que no se debe tener con ella mucha cuenta.
Capítulo VI
Mejor será, por ventura, en general, considerarlo y dudar cómo se dice esto. Aunque esta, cuestión será dificultosa, por ser amigos nuestros los que ponen las Ideas. Aunque parece que, por conservación de la verdad, es más conveniente y cumple refutar las cosas propias, especialmente a los que son filósofos; porque siendo ambas cosas amadas, como a más divina cosa es bien hacer más honra a la verdad. Pues los que esta opinión introdujeron, no ponían Ideas en las cosas en que dijeron haber primero y postrero, y por esto de los números no hicieron Ideas; lo bueno, pues, dícese en la sustancia y ser de la cosa, y en la calidad, y en la comparación o correlación. Y, pues, lo que por sí mismo es y sustancia, naturalmente es primero que lo que con otro se confiere, porque esto parece adición y accidente de la cosa. De suerte que éstos no tenían una común Idea. A más de esto, pues, lo bueno de tantas maneras se dice como hay géneros de cosas (pues se dice en la sustancia como Dios y el entendimiento, y en la cualidad como las virtudes, y en la cantidad como la medianía, y en los que se confieren como lo útil, y en el tiempo como la ocasión, y en el lugar como el cenador, y otros semejantes), cosa clara es que no tenían una cosa común, y universalmente una; porque no se diría de todas las categorías, sino de una sola. Asimismo, que pues los que debajo de una misma Idea se comprehenden, todos pertenecen a una misma ciencia, una misma ciencia trataría de todas las cosas buenas. Pero vemos que hay muchas aun de aquellos bienes que pertenecen a una misma categoría, como de la ocasión, la cual en la guerra la considera el arte militar, en la enfermedad la medicina. Y de la medianía en el manjar, trata la medicina, y en los ejercicios, la gimnástica. Pero dudaría alguno, por ventura, qué quieren decir, cuando dicen ello por sí mismoª, si es que en el mismo hombre y en el hombre hay una misma definición, que es la del hombre, porque en cuanto al ser del hombre, no difieren en nada. Porque si esto es así, ni un bien diferiría de otro en cuanto bien, ni aun por ser bien perpetuo será por eso más bien, pues lo blanco de largo tiempo no es por eso más blanco, que lo blanco de un día. Más probablemente parece que hablan los pitagóricos del bien, los cuales ponen el uno en la conjugación que hacen de los bienes, a los cuales parece que quiere seguir Espeusippo. Pero, en fin, tratar de esto toca a otra materia. Pero en lo que está dicho parece que se ofrece una duda, por razón que no de todos los bienes tratan las propuestas razones, sino que los bienes que por si mismos se pretenden y codician, por sí mismos hacen una especie, y los que a éstos los acarrean o conservan, o prohíben los contrarios, por razón de éstos se dicen bienes en otra manera. Por donde parece cosa manifiesta, que los bienes se dirán en dos maneras: unos por sí mismos, y otros por razón de aquéllos. Dividiendo, pues, los bienes que son por sí buenos de los útiles, consideremos si se dicen conforme a una común Idea. Pero ¿cuáles dirá uno que son bienes por sí mismos, sino aquellos que, aunque solos estuviesen, los procuraríamos haber, como la discreción, la vista, y algunos contentamientos y honras? Porque estas cosas, aunque por respecto de otras las buscamos, con todo alguno las contaría entre los bienes que por sí mismos son de desear, o dirá que no hay otro bien sino la Idea, de manera que quedará inútil esta especie. Y, pues, si éstos son bienes por sí mismos, de necesidad la definición del bien ha de parecerse una misma en todos ellos, de la misma manera que en la nieve y en el albayalde se muestra una definición misma de blancura. Pues la honra, y la discreción, y el regalo, en cuanto son bienes, tienen definiciones diferentes. De manera que lo bueno no es una cosa común según una misma Idea. Pues ¿de qué manera se dicen bienes? Porque no parece que se digan como las cosas que acaso tuvieron un mismo nombre, sino que se llamen así, por ventura, por causa que, o proceden de una misma cosa, o van a parar a una misma cosa, o por mejor decir, que se digan así por analogía o proporción. Porque como sea la vista en el cuerpo, así sea el entendimiento en el alma, y en otra cosa otra. Pero esta disputa, por ventura, será mejor dejarla por agora, porque tratar de ella de propósito y asimismo de la Idea, a otra filosofía y no a ésta pertenece. Porque si el bien que a muchos comúnmente se atribuye, una cosa es en sí y está apartado por sí mismo, cosa clara es que ni el hombre lo podrá hacer, ni poseer, y aquí buscamos el bien que pueda ser capaz de lo uno y de lo otro. Por ventura, le parecerá a alguno ser más conveniente entender el mismo bien confiriéndolo con los bienes que se hacen y poseen. Porque teniéndolo a éste como por muestra, mejor entenderemos las cosas que a nosotros fueren buenas, y, entendiéndolas, las alcanzaremos. Tiene, pues, esta disputa alguna probabilidad, aunque parece que difiere de las ciencias. Porque aunque todas ellas a bien alguno se refieren, y suplir procuran lo que falta, con todo se les pasa por alto la noticia de el, lo cual no es conforme a razón que todos los artífices ignoren un tan gran socorro y no procuren de entenderlo. Porque dirá alguno ¿qué le aprovechará al tejedor o al albañil para su arte el entender el mismo sumo bien, o cómo será mejor médico o capitán el que la misma Idea ha considerado? Porque ni aun la salud en común no parece que considera el médico, sino la salud del hombre, o por mejor decir la de este particular hombre, pues en particular cura a cada uno. Pero, en fin, cuanto a la presente materia, basta lo tratado.
Concluida ya la disputa, si hay una común Idea de todos los bienes, la cual, como el mismo Aristóteles lo dice, es ajena de la moral filosofía, y por esto se ha de tener con ella poca cuenta, vuelve agora a su propósito y prueba cómo la felicidad no puede consistir en cosa alguna de las que por causa de otras se desean, porque las tales no son del todo perletas, y la felicidad parece, conforme a razón, que ha de ser tal, que no le falte nada.
Capítulo VII
Volvamos, pues, otra vez a este bien que inquirimos qué cosa es: porque en diferentes hechos y diferentes artes parece ser diverso, pues es uno en la medicina y otro en el arte militar, y en las demás artes de la misma suerte, ¿cuál será, pues, el bien de cada una, sino aquel por cuya causa se trata todo lo demás? Lo cual en la medicina es la salud, en el arte militar la victoria, en el edificar la casa, y en otras cosas, otro, y, en fin, en cualquier elección el fin; pues todos, por causa de éste, hacen todo lo demás. De manera que si algo hay que sea fin de todo lo que se hace, esto mismo será el bien de todos nuestros hechos, y si muchas cosas lo son, estas mismas lo serán. Pero pasando adelante, nuestra disputa ha vuelto a lo mismo; pero habemos de procurar de más manifiestamente declararlo. Pues por cuanto los fines, según parece, son diversos, y de éstos los unos por causa de los otros deseamos, como la hacienda, las flautas y, finalmente, todos los instrumentos, claramente se ve que no todas las cosas son perfectas; pero el sumo bien cosa perfecta parece que ha de ser; de suerte que si alguna cosa hay que ella sola sea perfecta, ésta será sin duda lo que buscamos, y si muchas, la que más perfecta de ellas. Más perfecto decimos ser aquello que por su propio respecto es procurado, que no aquello que por causa de otro, y aquello que nunca por respecto de otro se procura, más perfecto que aquello que por sí mismo y por respecto de otro se procura, y hablando en suma, aquello es perfecto que siempre por su propio respecto es escogido y nunca por razón y causa de otra cosa. Tal cosa como ésta señaladamente parece que haya de ser la felicidad, porque ésta siempre por su propio respecto la escogemos, y por respecto de otra cosa nunca. Pero la honra, y el pasatiempo, y el entendimiento, y todos géneros de virtudes, escogémoslos cierto por su propio respecto, porque aunque de allí ninguna cosa nos hubiese de redundar, los escogeríamos por cierto, pero también los escogemos por causa de la felicidad, teniendo por cierto que con el favor y ayuda de éstos habemos de vivir dichosamente. Pero la felicidad nadie por causa de estas cosas la elige, ni, generalmente hablando, por razón de otra cosa alguna. Pero parece que lo mismo procede de la suficiencia, porque el bien perfecto parece que es bastante. Llamamos bastante, no lo que basta para uno que vive vida solitaria, pero también para los padres, hijos y mujer, y generalmente para sus amigos y vecinos de su pueblo, pues el hombre, naturalmente, es amigo de vivir en comunidad. Pero hase de poner en esto tasa, porque si lo queremos extender hasta los padres y abuelos, y hasta los amigos de los amigos, será nunca llegar al cabo de ello. Pero de esto trataremos adelante. Aquello, pues, decimos ser bastante, que sólo ello hace la vida digna de escoger, y de ninguna cosa falta, cual nos parece ser la felicidad. Demás de esto, la vida que más de escoger ha de ser, no ha de poder ser contada, porque si contar se puede, claro está que con el menor de los bienes será más de desear, porque, lo que se le añade, aumento de bienes es, y de los bienes el mayor siempre es más de desear. Cosa perfecta pues, y por sí misma bastante, parece ser la felicidad, pues es el fin de todos nuestros hechos; pero por ventura parece cosa clara y sin disputa decir que lo mejor es la felicidad, y se desea que con más claridad se diga qué cosa es, lo cual por ventura se hará si presuponemos primero cuál es el propio oficio y obra del hombre. Porque así como el tañedor de flautas, y el entallador, y cualquier otro artífice, y generalmente todos aquellos que en alguna obra y hecho se ejercitan, su felicidad y bien parece que en la obra lo tienen puesto y asentado, de la misma manera parece que habemos de juzgar del hombre, si alguna obra hay que propia sea del hombre. Pues, ¿será verdad que el albañil y el zapatero tengan sus propias obras y oficios, y que el hombre no lo tenga, sino que haya nacido como cosa ociosa y por demás? No es así, por cierto, sino que así como el ojo, y la mano, y el pie, y generalmente cada una de las partes del cuerpo parece que tiene algún oficio, así al hombre, fuera de estas cosas, algún oficio y obra le habemos de asignar. ¿Cuál será, pues, ésta? Porque el vivir, común lo tiene con las plantas, y aquí no buscamos sino el propio. Habémoslo, pues, de quitar de la vida del mantenimiento y del aumento. Síguese tras de ésta la vida del sentido; pero también ésta parece que le es común con el caballo y con el buey y con cualquiera manera otra de animales. Resta, pues, la vida activa del que tiene uso de razón, la cual tiene dos partes: la una que se rige por razón, y la otra que tiene y entiende la razón. Siendo, pues, ésta en dos partes dividida, habemos de presuponer que es aquella que consiste en el obrar, porque ésta más propiamente parece que se dice. Pues si la obra o oficio del hombre es el usar del alma conforme a razón, o a lo menos no sin ella, y si la misma obra y oficio decimos en general que es de tal, que del perfecto en aquello, corno el oficio del tañedor de citara entendemos del bueno y perfecto tañedor, y generalmente es esto en todos, añadiendo el aumento de la virtud a la obra (porque el oficio del tañedor de cítara es tañerla y el del buen tañedor tañerla bien), y si de esta misma manera presuponemos que el propio oficio del hombre es vivir alguna manera de vida, y que ésta es el ejercicio y obras del alma hechas conforme a razón, el oficio del buen varón será, por cierto, hacer estas cosas bien y honestamente. Vemos, pues, que cada cosa conforme a su propia virtud alcanza su remate y perfección, lo cual si así es, el bien del hombre consiste, por cierto, en ejercitar el alma en hechos de virtud, y si hay muchos géneros de virtud, en el mejor y más perfecto, y esto hasta el fin de la vida. Porque una golondrina no hace verano, ni un día sólo, y de la misma manera un solo día ni un poquillo de tiempo no hace dichosos a los hombres ni les da verdadera prosperidad. Hase, pues, de describir o definir el bien conforme a ésta. Porque conviene, por ventura, al principio darlo así a entender, como por cifras o figuras, y después tratar de ello más al largo. Pero parecerá que quien quiera será bastante para sacar a luz y disponer las cosas que bien estuvieren definidas, y que el tiempo es el inventor y valedor en estas cosas, de donde han nacido las perfecciones en las artes, porque quien quiera es bastante para añadir en las cosas lo que falta. Habémonos sí, pues, de acordar de lo que se dijo en lo pasado, y que la claridad no se ha de pedir de una misma manera en todas las cosas, sino en cada una según lo sufre la materia que se trata, y no más de cuanto baste para lo que propiamente a la tal ciencia pertenece. Porque de diferente manera considera el ángulo recto el arquitecto que el geómetra, porque aquél considéralo en cuanto es útil para la obra que edifica, pero estotro considera qué es y qué tal es, porque no pretende más de inquirir en esto la verdad; y de la misma manera se ha de hacer en las demás, de manera que no sea mis lo que fuera del propósito se trate, que lo que a la materia que se trata pertenece. Ni aun la causa por que se ha de pedir en todas las cosas de una misma suerte, porque en algunas cosas basta que claramente se demuestre ser así, como en los principios el primer fundamento es ser así aquello verdad. Y los principios unos se prueban por inducción y otros por el sentido, y otros por alguna costumbre, y otros de otras maneras diferentes. Y hase de procurar que los principios se declaren lo más llanamente que ser pueda, y hacer que se definan bien, porque importan mucho para entender lo que se sigue, pues parece que el principio es más de la mitad del todo, y que mediante él se entienden muchas cosas de las que se disputan.
En el capítulo VIII hace distinción entre los bienes de alma y los del cuerpo y los exteriores, que llamamos bienes de fortuna, para ver en cuáles de éstos consiste la felicidad. Relata asimismo las opiniones de los antiguos acerca de la felicidad, y muestra en qué concordaron y en qué fueron diferentes.
Capítulo VIII
Habemos, pues, de tratar de la felicidad, no sólo por conclusiones ni por proposiciones de quien consta el argumento, pero aun por las cosas que de ella hablamos dichas. Porque con la verdad todas las cosas que son cuadran, y la verdad presto descompadra con la mentira. Habiendo, pues, tres diferencias de bienes, unos que se dicen externos, otros que consisten en el alma, y otros en el cuerpo, los bienes del alma más propiamente y con más razón se llaman bienes, y los hechos y ejercicios espirituales, en el alma los ponemos. De manera que conforme a esta opinión, que es antigua y aprobada por todos los filósofos, bien y rectamente se dirá que el fin del hombre son ciertos hechos y ejercicios, porque de esta manera consiste en los bienes del alma y no en los de defuera. Conforma con nuestra razón esto: que el dichoso se entiende que ha de vivir bien y obrar bien, porque en esto casi está propuesto un bien vivir y un bien obrar. Vese asimismo a la clara que todas las cosas que de la felicidad se disputan consisten en lo que está dicho. Porque a unos les parece que la suma felicidad es la virtud, a otros que la prudencia, a otros que cierta sabiduría, a otros todas estas cosas o alguna de ellas con el contento, o no sin él; otros comprehenden también juntamente los bienes de fortuna. de estas dos cosas, la postrera afirma el vulgo y la gente de menos nombre, y la primera los pocos y más esclarecidos en doctrina. Pero ningunos de éstos es conforme a razón creer que del todo yerran, sino en algo, y aciertan casi en todo lo demás. Pues con los que dicen que el sumo bien es toda virtud o alguna de ellas, concorda la razón, porque el ejercicio que conforme a virtud se hace, propio es de la virtud. Pero hay, por ventura, muy grande diferencia de poner el sumo bien en la posesión y hábito, a ponerlo en el uso y ejercicio; porque bien puede acaecer que el hábito no se ejercite en cosa alguna buena, aunque en el alma tenga hecho asiento, como en el que duerme o de cualquier otra manera está ocioso. Pero el ejercicio no es posible, porque en el efecto y buen efecto consiste de necesidad. Y así como en las fiestas del Olimpo no los más hermosos ni los más valientes ganan la corona, sino los que pelean (pues algunos de estos vencen), de esta misma manera aquellos que se ejercitan bien, alcanzan las cosas buenas y honestas de la vida. Y la vida de estos tales es ella por sí misma muy suave, porque la suavidad uno de los bienes es del alma, y a cada uno le es suave aquello a que es aficionado, como al aficionado a caballos el caballo, al que es amigo de ver las cosas que son de ver, y de la misma manera al que es aficionado a la justicia le son apacibles las cosas justas, y generalmente todas las obras de virtud al que es a ella aficionado. Las cosas, Pues, que de veras son suaves, no agradan al vulgo, porque, naturalmente, no son tales; pero a los que son aficionados a lo bueno, esles apacible lo que naturalmente lo es, cuales son los hechos virtuosos. De manera que a éstos les son apacibles, y por sí mismos lo son, ni la vida de ellos tiene necesidad de que se le añada contento como cosa apegadiza, sino que ella misma en sí misma se lo tiene. Porque conforme a lo que está dicho, tampoco será hombre de bien el que con los buenos hechos no se huelga, pues que tampoco llamará ninguno justo al que el hacer justicia no le da contento, ni menos libre al que en los libres hechos no halla gusto, y lo mismo es en todas las demás virtudes. Y si esto es así, por sí mismos serán aplacibles los hechos virtuosos, y asimismo los buenos y honestos, y cada uno de ellos muy de veras, si bien juzga de ellos el hombre virtuoso, y pues juzga bien, según habemos dicho, síguese que la felicidad es la cosa mejor y la más hermosa y la más suave, ni están estas tres cosas apartadas como parece que las aparta el epigrama que en Delos está escrito:
De todo es lo muy justo más honesto,
lo más útil, tener salud entera,
lo más gustoso es el haber manera
como goces lo que amas, y de presto.
Porque todas estas cosas concurren en los muy buenos ejercicios, y decimos que o éstos, o el mejor de todos ellos, es la felicidad. Aunque con todo eso parece que tiene necesidad de los bienes exteriores, como ya dijimos. Porque es imposible, a lo menos no fácil, que haga cosas bien hechas el que es falto de riquezas, porque ha de hacer muchas cosas con favor, o de amigos, o de dineros, o de civil poder, como con instrumentos, y los que de algo carecen, como de nobleza, de linaje, de hijos, de hermosura, parece que manchan la felicidad. Porque no se puede llamar del todo dichoso el que en el rostro es del todo feo, ni el que es de vil y bajo linaje, ni el que está sólo y sin hijos, y aun, por ventura, menos el que los tiene malos y perversos, o el que teniendo buenos amigos se le mueren. Parece, pues, según habemos dicho, que tiene necesidad de prosperidad y fortuna semejante. De aquí sucede que tinos dicen que la felicidad es lo mismo que la buenaventura, y otros que lo mismo que la virtud.
Levantado a resolución en el capítulo pasado, Aristóteles, cómo la prosperidad consiste principalmente en el vivir conforme a razón y virtud, aunque para mejor hacerlo esto se requiere también la prosperidad en las cosas humanas, disputa agora cómo se alcanza la prosperidad, si por ciencia, o por costumbre, o por voluntad de Dios, y concluye, que, pues, en la prosperidad tantas cosas contienen, de ellas vienen por fortuna, como la hermosura, de ellas por divina disposición, como las inclinaciones, y de ellas por hábito y costumbres de los hombres, como las virtudes.
Capítulo IX
De donde se duda si la prosperidad es cosa que se alcance por doctrina, o por costumbre y uso, o por algún otro ejercicio, o por algún divino hado, o por fortuna. Y si algún otro don de parte de Dios a los hombres les proviene, es conforme a razón creer que la felicidad es don de Dios, y tanto más de veras, cuanto ella es el mejor de los dones que darse pueden a los hombres. Pero esto a otra disputa por ventura más propiamente pertenece. Pero está claro que aunque no sea don de Dios, sino que o por alguna virtud y por alguna ciencia, o por algún ejercicio se alcance, es una cosa de las más divinas. Porque el premio y fin de la virtud está claro que ha de ser lo mejor de todo, y una cosa divina y bienaventurada. Es asimismo común a muchos, pues la pueden alcanzar todos cuantos en los ejercicios de la virtud no se mostraren flojos ni cobardes, con deuda de alguna doctrina y diligencia. Y si mejor es de esta manera alcanzar la felicidad que no por la fortuna, es conforme a razón ser así como decimos, pues aun las cosas naturales es posible ser de esta manera muy perfectas, y también por algún arte y por todo género de causas, y señaladamente por la mejor de ellas. Y atribuir la cosa mejor y más perfecta a la fortuna, es falta de consideración y muy gran yerro. A más de que la razón nos lo muestra claramente esto que inquirimos. Porque ya está dicho qué tal es el ejercicio del alma conforme a la virtud. Pues de los demás bienes, unos de necesidad han de acompañarlo, y otros como instrumentos le han de dar favor y ayuda. Todo esto es conforme a lo que está dicho al principio. Porque el fin de la disciplina de la república dijimos ser el mejor, y ésta pone mucha diligencia en que los ciudadanos sean tales y tan buenos, que se ejerciten en todos hechos de virtud. Con razón, pues, no llamamos dichoso ni al buey, ni al caballo, ni a otro animal ninguno, pues ninguno de ellos puede emplearse en semejantes ejercicios. Y por la misma razón ni un muchacho tampoco es dichoso, porque por la edad no es aún apto para emplearse en obras semejantes, y si algunos se dicen, es por la esperanza que se tiene de ellos, porque, como ya está dicho, requiérese perfecta virtud y perfecta vida. Porque suceden mudanzas y diversas fortunas en la vida, y acontece que el que muy a su placel esta, venga a la vejez a caer en muy grandes infortunios, como de Príamo cuentan los poetas. Y al que en semejantes desgracias cae y miserablemente fenece, ninguno lo tiene por dichoso.
En el décimo capítulo, tomando ocasión de un dicho que Solón Ateniense dijo a Creso, Rey de Lidia, que ninguno se había de decir dichoso mientras viviese, por las mudanzas que succeden tan varias en la vida, disputa cuándo se ha de llamar un hombre dichoso. Demuestra que si la felicidad depende de las cosas de fortuna, ni aun después de muerto no se puede decir uno dichoso, por las varias fortunas que a las prendas que acá deja: hijos, mujer, padres, hermanos, amigos, les pueden succeder, y que por esto es mejor colocar la felicidad en el uso de la recta razón, donde pueda poco o nada la fortuna.
Capítulo X
Por ventura, pues, es verdad, que ni aun a otro hombre ninguno no lo hemos de llamar dichoso mientras viva, sino que conviene, conforme al dicho de Solón, mirar el fin. Y si así lo hemos de afirmar, será dichoso el hombre después que fuere muerto. Lo cual es cosa muy fuera de razón, especialmente poniendo nosotros la felicidad en el uso y ejercicio. Y si al muerto no llamamos dichoso, tampoco quiso decir esto Solón, sino que entonces habemos de tener a un hombre por dichoso seguramente, cuando de males y desventuras estuviere libre. Pero esto también tiene alguna duda, porque el muerto también parece que tiene sus males y sus bienes como el vivo, que no siente cómo son honras y afrentas, prosperidades y adversidades de hijos o de nietos, y esto parece que causa alguna duda. Porque bien puede acaecer que uno viva hasta la vejez prósperamente y que acabe el curso de su vida conforme a razón y con todo esto haya muchas mudanzas en sus descendientes, y que unos de ellos sean buenos y alcancen la vida cual ellos la merecen, y otros al contrario. Cosa es, pues, cierta, que es posible que ellos caminen en la vida muy fuera del camino de sus padres. Cosa, pues, cierto sería muy fuera de razón, que el muerto mudase juntamente de fortuna, y que unas veces fuese dichoso y otras desdichado; pero también es cosa fuera de razón decir que ninguna cosa de las de los hijos por algún tiempo no toque a los padres. Pero volvamos a la primera duda nuestra, porque por ventura de ella se entenderá lo que agora disputábamos. Pues si conviene considerar el fin y entonces tener a uno por dichoso, no como a hombre que lo sea entonces, sino como a quien lo ha sido primero, ¿cómo no, será esto disparate, que cuando uno es dichoso no se diga con verdad que lo es siéndolo, por no querer llamar dichosos a los que viven, por las mudanzas de las cosas y por entender que la felicidad es una cosa firme y que no se puede fácilmente trastrocar, y que las cosas de fortuna se mudan a la redonda en los mismos muchas veces?; porque cosa cierta es que, si seguimos las cosas de fortuna, a un mismo unas veces le diremos dichoso y otras desdichado, y esto muchas veces, haciendo al dichoso un camaleón sin seguridad ni firmeza ninguna, puesto no es bien decir que se han de seguir las cosas de fortuna. Porque no está en ellas el bien o el mal, sino que tiene de ellas necesidad la vida humana, como habemos dicho. Pero lo que es propio de la felicidad son los actos y ejercicios virtuosos, y de lo contrario los contrarios. Conforma con nuestra razón lo que agora disputábamos. Porque en ninguna cosa humana tanta seguridad y firmeza hay como en los ejercicios de virtud, los cuales aun parecen más durables que las ciencias, y de estos mismos los más honrosos y más durables, porque en éstos viven y se emplean más a la continua los dichosos; y esta es la causa por donde no pueden olvidarse de ellos. Todo esto que habemos inquirido se hallará en el dichoso, y él será tal en su vivir, porque siempre y muy continuamente hará y contemplará las obras de virtud, y las cosas de la fortuna pasarlas ha muy bien y con muy gran discreción, como aquel que es de veras bueno y de cuadrado asiento, sin haber en él que vituperar. Siendo, pues, muchas las cosas de la fortuna, y en la grandeza o pequeñez diversas, las pequeñas prosperidades, y de la misma manera sus contrarias, cosa cierta es que no hacen mucho al caso para la vida; pero las grandes y que succeden bien en abundancia, harán más próspera la vida y más dichosa, porque éstas puédenla esclarecer mucho y el uso de ellas es bueno y honesto; y las que, por el contrario, succeden, afligen y estragan la felicidad, porque acarrean tristezas y impiden muchos ejercicios. Aunque, con todo esto, en éstas resplandece la bondad, cuando uno sufre fácilmente muchos y graves infortunios, no porque no los sienta, sino por ser generoso y de grande ánimo. Pues si los ejercicios son propios de la vida, como habemos dicho, ningún dichoso será en tiempo alguno desdichado, porque jamás hará cosas malas ni dignas de ser aborrecidas. Porque aquel que de veras fuere bueno y prudente, entendemos que con mucha modestia y buen semblante sufrirá todas las fortunas, y conforme a su posibilidad hará siempre lo mejor; porque así como un prudente capitán usa lo mejor que puede del ejército que tiene en perjuicio de sus enemigos, y un zapatero del cuero que alcanza procura hacer bien un zapato, de la misma manera los demás artífices procuran de hacerlo. De manera que el de veras dichoso nunca volverá a ser desdichado; pero tampoco será dichoso si en las desdichas de Príamo cayere, pero no será variable ni caerá de su firmeza fácilmente, porque de su prosperidad no le derribarán fácilmente y de ligero ni con cualesquiera desventuras, sino con muy muchas y muy grandes. Y de la misma manera, por el contrario, no se hará dichoso en poco tiempo, sino si por algún largo tiempo viniere a alcanzar en sí mismo cosas grandes y ilustres. ¿Por qué no podrá, pues, llamarse dichoso el que conforme a perfecta virtud obra, y de los exteriores bienes es bastantemente dotado, no por cualquier espacio de tiempo, sino por todo el discurso de su vida? O ¿habrase de añadir que ha de vivir de esta manera, y acabar su vida conforme a razón, pues lo porvenir no lo sabemos, y la prosperidad ponemos que es el fin y total perfección del todo y donde quiera? Y si esto es así, aquéllos diremos que entre los que viven son dichosos, los cuales tienen y tendrán todo lo que habemos dicho. Digo dichosos, conforme a la felicidad y dicha de los hombres. Y, cuanto a esto, basta lo tratado.
En el XI capítulo, disputa si las prosperidades de los amigos, hijos o nietos, o las adversidades, hacen o deshacen la felicidad. Y concluye ser lo mismo en esto, que en los bienes de fortuna, y que, por sí solos, ni la hacen ni deshacen, sino que valen para más o menos adornarla.
Capítulo XI
Pero decir que las fortunas de los hijos o nietos, y las de todos los amigos, no hacen nada al caso, cosa, cierto, parece muy ajena de amistad y contra las comunes opiniones de las gentes. Pero como son muchas cosas las que acaecen, y de muchas maneras, y unas hacen más al caso y otras, menos, tratar en particular de cada una, sería cosa prolija y que nunca tenía fin. Pero tratandolo así en común y por ejemplos, por ventura se tratará bastantemente. Porque de la misma manera que en las propias desgracias, unas hay que tienen algún peso y fuerza para la vida, y otras que parecen de poca importancia, de la misma manera es en las cosas de todos los amigos. Pero hay mucha diferencia en cada una de las desgracias, si acaecen a los vivos, o a los que ya son muertos, harto mayor que hay de representarse en las tragedias las cosas ajenas de razón y ley, y fuertes, al hacerlas. Pero de esta manera habemos de sacar por razón la diferencia, o, por mejor decir, habemos de disputar de los muertos, si participan de algún bien, o de mal alguno. Porque parece que se colige de lo que está dicho, que, aunque les toque cualquier bien, o su contrario, será cosa de poca importancia y tomo, o en sí, o, a lo menos, cuanto a lo que toque a ellos, o si no, a lo menos tal y tan grande, que no baste a hacer dichosos a los que no lo eran, ni, a los que lo eran, quitarles su felicidad. Parece, pues, que las prosperidades de los amigos importan a los muertos algo, y asimismo las desdichas; pero hasta tanto y de tal suerte, que ni a los dichosos hagan desdichados, ni a los desdichados les acarreen felicidad, ni cosa otra alguna de esta manera.
En el capítulo XII disputa si la felicidad es cosa de alabar, o despreciable, y prueba que no se ha de alabar, sino preciar, porque lo que se alaba es por razón que importa para algún bien, y así tiene manera de oficio menor; pero la felicidad, como sea último fin, no importa para nada, antes las otras cosas importan para ella. Cuestión es del vocablo, y no muy útil, y aun ajena del común modo de hablar, porque bien puedo yo alabar una cosa de todas las grandezas que en sí tiene, sin dirigirla a fin alguno, y nuestra religión cristiana está llena de alabanzas de Dios, que es nuestra verdadera felicidad, la cual nunca acabó de conocer la gentil Filosofía.
Capítulo XII
Declaradas ya estas cosas, disputemos de la misma felicidad, si es una de las cosas que se han de alabar, o de las que se han de tener en precio y estima. Porque manifiesta cosa es que no es de las cosas que consisten en facultad; y parece que todo lo que es de alabar, se alaba por razón de ser tal o tal, y porque en alguna manera a otra cosa alguna se refiere. Porque al varón justo y al valeroso, y generalmente al buen varón y a la virtud misma, por razón de las obras y de los efectos la alabamos; y al robusto y al ligero, y a cada uno de los demás, por ser de tal calidad y valer algo para alguna cosa buena y virtuosa. Vese esto claramente en las alabanzas de los dioses, las cuales parecen dignas de risa atribuidas a nosotros. Lo cual sucede porque las alabanzas se dan, como habemos dicho, conforme al respecto de lo que se alaba. Pues si la alabanza es de este jaez, manifiesta cosa es que de las cosas mejores no hay alabanza, sino alguna cosa mayor y mejor que la alabanza, como se ve a la clara. Porque a los dioses juzgamos los por bienaventurados y dichosos, y asimismo entre los hombres, a los más divinos juzgamos por bienaventurados; y esto mismo es en las cosas buenas, porque ninguno alaba la felicidad como quien alaba lo justo, sino que como a cosa mejor y, más divina la bendice. Y así parece que Eudoxo favorece muy bien al regalo en cuanto a los premios. Porque en decir que siendo una de las cosas buenas no se ha de alabar, parecíale que daba a entender ser cosa de más ser que las que se alaban, y que tal era Dios y el sumo bien, porque a estas todas las demás cosas se refieren. Porque la alabanza es de la virtud, pues de ella salen pláticos los hombres en el hacer cosas ilustres, y las alabanzas por las obras se dan, y de la misma manera en las cosas del cuerpo y del espíritu. Pero tratar particularmente de estas cosas, por ventura les toca mis propiamente a los que se ejercitan en escribir oraciones de alabanzas, que a nosotros; cónstanos de lo que está dicho que la felicidad es una de las cosas dignas de ser en precio tenidas y perfectas. Parece asimismo ser esto así por razón de ser ella el principio, pues por causa de ésta todos hacemos todo lo demás, y el principio y causa de todos los bienes presuponemos que es cosa digna de preciar y muy divina.
Mostrado ha Aristóteles cómo la verdadera felicidad, consiste en vivir conforme a perfecta razón, aunque para mejor poder poner las cosas buenas en ejecución, es bien que juntamente con ello haya prosperidad en las cosas exteriores que llamamos de fortuna, muestra agora por qué parte toca a la disciplina de la república tratar de las virtudes, y es porque no es otra cosa virtud, sino hecho conforme a recta y perfecta razón; de manera que vivir felices y prósperamente y vivir conforme a recta y perfecta razón, y vivir conforme a virtud, todo es una cosa. Y como la virtud sea la perfección del alma, y el alma, según Platón y según todos los graves filósofos, tenga dos pares: una racional, en que consiste el entendimiento y uso de, razón, y otra apetitiva, en que se ponen todos los afectos, hace dos maneras de virtudes: unas del entendimiento, y otras tocantes al reprimir los afectos, que se llaman virtudes morales, y así de las unas como de las otras pretende tratar en los libros siguientes, de manera que queda ya trazada obra para ellos.
Capítulo XIII
Y pues la felicidad es un ejercicio del alma conforme a perfecta virtud, habremos de tratar de la virtud, porque por ventura de esta manera consideraremos mejor lo de la felicidad. Y el que de veras trata la disciplina y materia de la república, parece que se ha de ejercitar en esta consideración y disputa muy de veras, porque pretende hacer buenos los ciudadanos y obedientes a las leyes, en lo cual tenemos por ejemplo y muestra a los legisladores de los Candiotas o Cretenses y a los de los Lacedemonios, y si otros ha habido de la misma suerte. Y si esta consideración es aneja a disciplina de república, manifiesta cosa es que esta disputa es conforme al propósito que tomamos al principio. Y entiéndese, que habemos de tratar de la virtud humana, pues inquirimos el sumo bien humano y la felicidad humana. Y llamamos virtud humana, no a la del cuerpo, sino a la del alma, y la felicidad decimos que es ejercicio del alma. Y si esto es de esta manera, claramente se ve que le cumple al que tratare esta materia las cosas del alma tenerlas entendidas de la misma manera que el que ha de curar los ojos y todo el cuerpo, y tanto más de veras, cuanto de mayor estima y mejor es la disciplina de la república que no la medicina. Y los más insignes médicos de la noticia del cuerpo tratan largamente. De manera que, el que trata esta materia, está obligado a considerar las cosas del alma, pero por razón de las virtudes y no más de lo que sea menester para lo que se disputa. Porque quererlo declarar por el cabo, más aparato por ventura requiere que lo que está propuesto, y ya de ellas se trata bastantemente en nuestras Disputas vulgares, de quien se habrá de servir. Como agora que una parte de ella es incapaz de razón y otra que usa de razón. Y si estas dos partes están así divisas como las partes del cuerpo, y como todo lo que partes tiene, o si son dos cosas sólo en cuanto a la consideración, no estando, en realidad de verdad, partidas la una de la otra, como en la redondez del círculo la concavidad y extremidad, para la presente disputa no hace nada al caso. Pero en la parte que no es capaz de razón, hay algo que parece a lo común y vital, digo aquello que es causa del mantenerse y del crecer, porque esta facultad del alma a todas las cosas que toman mantenimiento la dará quien quiera, y aun a lo que se forma en el vientre de la madre, y la misma les atribuirá a los ya perfectos, a quien conforme a razón se les ha de conceder si se ha de conceder alguna otra. La virtud, pues, de esta común virtud parece, y no propia de los hombres. Porque esta parte y facultad en el tiempo del sueño parece que tiene más vigor, y el bueno y el malo no tienen diferencia ninguna mientras duermen, por lo cual dicen que los prósperos y los miserables en cuanto a la mitad de la vida en ninguna cosa difieren. Lo cual parece conforme a razón, porque el sueño es un reposo o sosiego del alma, así de la virtuosa como de la viciosa, excepto, si acaso, por algún poco de tiempo les pasan algunos movimientos, en lo cual mejores son los ensueños de los modo estos que los de los otros cualesquiera. Pero en fin, en cuanto a esta materia, baste lo dicho. Habemos, pues, de dejar a una parte, la facultad del mantenimiento, pues no tiene parte de la virtud humana. Pero parece haber, otra alguna naturaleza del alma, también incapaz, de razón, pero que en alguna manera tiene alguna como sombra de ella. Porque alabamos la razón, así del hombre templado en su vivir como la de el disoluto; y asimismo en el alma aquella parte que capaz es de razón, porque induce muy bien y inclina a lo mejor. Pero en éstos parece haber otra cosa hecha fuera de razón, lo cual se pone contra la razón y pelea contra ella. Porque en realidad de verdad, así como cuando las partes de nuestro cuerpo están fuera de su lugar, si las queremos mover hacia la parte derecha, ellas, al contrario, se mueven a la izquierda, de la misma manera acontece en lo del alma, porque los deseos de los disolutos siempre se encaminan al contrario. Sino que en los cuerpos vemos lo que va fuera de su movimiento, y en el alma no lo vemos. Pero no menos habemos de creer que hay en el alma alguna cosa fuera de razón que contradice y resiste a la razón. La cual, como sea diferente, no hace al caso disputarlo. Pero aun esta parte parece que alcanza, como habernos dicho, alguna manera de razón; porque en el varón templado en su vivir obedece a la razón, y aun por ventura en el templado y juntamente valeroso ya obedece más, porque todas las cosas conforman con la razón. Consta, pues, que lo que en nosotros no es capaz de razón, tiene dos partes. Porque la vital parte en ninguna manera alcanza uso ni parte de razón. Pero la parte en que consisten los deseos y apetitos, en alguna manera alcanza parte de razón, en cuanto se sujeta a ella y la obedece. Porque de esta manera decimos que nos regimos por la razón del padre y de los amigos, y no de la manera que los matemáticos toman la razón. Y que sea verdad que la parte que es sin razón se sujete a la razón, claramente nos lo muestran las exhortaciones y todas las reprehensiones y consuelos. Y pues si conviene decir que ésta alcanza parte de razón, lo que consiste en razón terná dos partes: la una que en sí misma tiene la razón, y propiamente se dice tener uso de razón, y la otra que es como el que escucha los consejos de su padre. Conforme a esta división y diferencia se divide asimismo la virtud, porque unas de ellas decimos que consisten en el entendimiento, y otras en las costumbres. Porque la sabiduría y el conocimiento y la prudencia llámanse virtudes del entendimiento, pero la liberalidad y la templanza virtudes de costumbres. Porque hablando de las costumbres de uno, no decimos que es sabio ni que es discreto, sino que es benigno y templado en su vivir. Y también alabamos al sabio conforme al hábito que tiene, y todos los hábitos dignos de alabanza llamámoslos virtudes.
Libro segundo
De los morales de Aristóteles, escritos a Nicomaco
* Capítulo primero
* Capítulo II
* Capítulo III
* Capítulo IV
* Capítulo V
* Capítulo VI
* Capítulo VII
* Capítulo VIII
* Capítulo IX
De los morales de Aristóteles, escritos a Nicomaco
En el libro primero ha mostrado Aristóteles ser el último fin de los hechos la felicidad, y consistir la verdadera felicidad en el vivir conforme a buen uso de razón, que es conforme a virtud perfecta, aunque para mejor ponerla en uso se requiere tener favor de las cosas de fortuna; y que toca a la disciplina de la república tratar de las virtudes, como de aquellas que son medio para alcanzar la felicidad, y que, pues son dos las partes del alma, una racional y otra apetitiva, que hay dos maneras de virtudes de que se ha de tratar, unas tocantes al entendimiento, y otras a los afectos y costumbres. En el segundo disputa y considera otras cosas tocantes en común a todas las virtudes, como es de dónde proceden las virtudes, qué es lo que las estraga y destruye, en qué materia consisten, cómo se alcanzan, y otras cosas como éstas.
En el primer capítulo demuestra cómo las virtudes del entendimiento se alcanzan con doctrina, tiempo y ejercicio, y las morales con ejercicios de actos virtuosos.
Capítulo primero
Habiendo, pues, dos maneras de virtudes, una del entendimiento y otra de las costumbres, la del entendimiento, por la mayor parte, nace de la doctrina y crece con la doctrina, por lo cual tiene necesidad de tiempo y experiencia; pero la moral procede de la costumbre, de lo cual tomó el nombre, casi derivándolo, en griego, de este nombre: ethos, que significa, en aquella lengua, costumbre. De do se colige que ninguna de las morales virtudes consiste en nosotros por naturaleza, porque ninguna cosa de las que son tales por naturaleza, puede, por costumbre, hacerse de otra suerte: como la piedra, la cual, naturalmente, tira para abajo, nunca se acostumbrará a subir de suyo para arriba, aunque mil veces uno la avece echándola hacia arriba; ni tampoco el fuego se avezará a bajar de suyo para abajo, ni ninguna otra cosa de las que de una manera son naturalmente hechas, se podrá acostumbrar de otra diferente. De manera que ni naturalmente ni contra natura están las virtudes en nosotros, sino que nosotros somos naturalmente aptos para recibirlas, y por costumbre después las confirmamos. A más de esto, en todas las cosas que nos provienen por naturaleza primero recibimos sus facultades o potencias, y después hacemos los efectos, como se ve manifiestamente en los sentidos. Porque no de ver ni de oír muchas veces nos vino el tenor sentidos, antes al contrario, de tenerlos nos provino el usar de ellos, y no del usar el tenerlos. Pero las virtudes recibímoslas obrando primero, como en las demás artes. Porque lo que habemos de hacer después de doctos, esto mismo haciéndolo aprendemos, como edificando se hacen albañiles, y tañendo cítara tañedores de ella. De la misma manera, obrando cosas justas nos hacemos justos, y viviendo templadamente templados, y asimismo obrando cosas valerosas valerosos, lo cual se prueba por lo que se hace en las ciudades. Porque los que hacen las leyes, acostumbrando, hacen a los ciudadanos buenos, y la voluntad de cualquier legislador es esta misma, y todos cuantos esto no hacen bien, lo yerran del todo. Y en esto difiere una república de otra, digo la buena de la mala. Asimismo toda virtud con aquello mismo con que se alcanza se destruye, y cualquier arte de la misma suerte. Porque del tañer cítara proceden los buenos tañedores y los malos, y a proporción de esto los albañiles y todos los demás, porque de bien edificar saldrán buenos albañiles o arquitectos, y de mal edificar malos. Porque si así no fuese, no habría necesidad de maestros, sino que todos serían buenos o malos. Y de la misma manera acaece en las virtudes, porque obrando en las contrataciones que tenemos con los hombres, nos hacemos unos justos y otros injustos; y obrando en las cosas peligrosas, y avezándose a temer o a osar, unos salen valerosos, y cobardes otros. Y lo mismo es en las codicias y en las iras, porque unos se hacen templados y mansos, y otros disolutos y alterados: los unos, de tratarse en aquéllas de esta suerte, y los otros de esta otra. Y, por concluir con una razón: los hábitos salen conformes a los actos. Por tanto, conviene declarar qué tales han de ser los actos, pues conforme a las diferencias de ellos los hábitos se siguen. No importa, pues, poco, luego donde los tiernos años acostumbrarse de esta manera o de la otra, sino que es la mayor parte, o, por mejor decir, el todo.
En el capítulo II trata cómo las virtudes son medianas entre excesos y defectos, y pruébalo por analogía o proporción de las cosas corporales, pues vemos que, de exceso de demasiado mantenimiento, vienen a estragar los hombres su salud, y también de falta de el: y lo mismo es en las demás cosas.
Capítulo II
Pero por cuanto la presente disputa no se aprende por sólo saberla, como las otras ciencias (porque no por saber qué cosa es la virtud disputamos, sino por hacernos buenos, porque en otra manera no fuera útil la disputa), de necesidad habemos de considerar los actos cómo se han de hacer, porque, como habemos dicho, ellos son los señores y la causa de que sean tales o tales los hábitos. Presupongamos, pues, que el obrar conforme a recta razón es común de todas ellas. Porque después trataremos de ello, y declararemos cuál es la recta razón y cómo se ha con las demás virtudes. Esto asimismo se ha de conceder, que toda disputa, donde se trate de los hechos, conviene que se trate por ejemplos, y no vendiendo el cabello, como ya dijimos al principio, porque las razones se han de pedir conforme a la materia que se trata, pues las cosas que consisten en acción y las cosas convenientes, ninguna certidumbre firme tienen, de la misma manera que las cosas que a la salud del cuerpo pertenecen. Y pues si lo que se trata así en común y generalmente es tal, menos certidumbre y firmeza terná lo que de las cosas en particular y por menudo se tratare, porque las cosas menudas y particulares no se comprehenden debajo de arte alguna ni preceptos, sino que los mismos que lo han de hacer han de considerar siempre la oportunidad, como se hace en la medicina y arte de navegar. Pero aunque esta disciplina sea de esta manera, con todo esto se ha de procurar de darle todo el favor que posible fuere. Primeramente, pues, esto se ha de entender, que todas las cosas de este jaez se pueden gastar y errarse por defecto y por exceso (porque en lo que no se ve ocularmente conviene usar de ejemplos manifiestos), como vemos que acontece en la fuerza y la salud. Porque los demasiados ejercicios, y también la falta de ellos, destruyen y debilitan nuestras fuerzas. De la misma manera el beber y el comer, siendo más o menos de lo que conviene, destruye y estraga la salud; pero tomados con regla y con medida, la dan y acrecientan, y conservan. Lo mismo, pues, acontece en la templanza y en la fortaleza, y en todas las otras maneras de virtudes. Porque el que de toda cosa huye y toda cosa teme y a ninguna cosa aguarda, hácese cobarde, y, por el contrario, el que del todo ninguna cosa teme, sino que todas cosas emprende, hácese arriscado y atrevido. De la misma manera, el que a todo regalo y pasatiempo se da, y no se abstiene de ninguno, es disoluto; pero el que de todo placer huye, como los rústicos, hácese un tonto sin sentido. Porque la templanza y la fortaleza destrúyese por exceso y por defecto, y consérvase con la medicina. Y no solamente el nacimiento y la crecida y la perdición de ellas procede de estas cosas y es causa de ellas, pero aun los ejercicios mismos consisten en lo mismo, pues en las otras cosas más manifiestas acaece de esta suerte, como vemos en las fuerzas, las cuales se alcanzan comiendo bien y ejercitándose en muchas cosas de trabajo, y el hombre robusto puédelo esto hacer muy fácilmente. Lo mismo, pues, acontece en las virtudes, porque absteniéndonos de los regalos y pasatiempos nos hacemos templados, y siendo templados nos podemos abstener de ellos fácilmente. Y de la misma manera en la fortaleza, porque acostumbrándonos a tener en poco las cosas temerosas y esperarlas, nos hacemos valerosos, y siendo valerosos, podremos fácilmente aguardar las cosas temerosas.
En el capítulo III propone la materia de los vicios y virtudes, la cual dice ser contentos y tristezas. Porque la misma acción que es pesada por su mal hábito al vicioso, y por la misma razón le causa tristeza, esta misma al virtuoso, por su buen hábito y costumbre, le es fácil y le da contento.
Capítulo III
Habemos de tener por cierta señal de los hábitos el contento o tristeza que en las obras se demuestra, porque el que se abstiene de los regalos y pasatiempos corporales, y halla contento en el abstenerse, es templado; pero el que del abstenerse se entristece, es disoluto. Y el que aguarda las cosas peligrosas y se huelga con aquello, o a lo menos no se entristece de ello, es valeroso; pero el que se entristece, dícese cobarde. Porque la moral virtud en contentos y tristezas se ejercita, pues por el regalo hacemos cosas malas, y por la tristeza nos abstenemos de las buenas. Por lo cual conviene, como dice Platón, que luego donde la niñez se avecen los hombres a holgarse con lo, que es bien que se huelguen, y a entristecerse de lo que es bien que se entristezcan, porque ésta es la buena doctrina y crianza de los hombres. A más de esto, si las virtudes consisten en las acciones y afectos, y en toda acción y afecto se sigue contento o tristeza, colígese de aquí que la virtud consiste en contentos y tristezas. Vese claro esto por los castigos que por estas cosas se dan, los cuales son como unas curas, y las curas hanse de hacer por los contrarios. Asimismo cualquier hábito del alma, como poco antes dijimos, a las cosas que lo pueden hacer peor o mejor endereza su naturaleza y consiste en ellas, pues manifiesto está que por los halagos del regalo y temores de la tristeza se hacen cosas malas, por seguir o huir de las que no conviene, o cuando no conviene, o como no conviene, o de cualquier otra manera que la razón juzga de estas cosas. Por esto definen las virtudes ser unas seguridades de pasiones y sosiegos del espíritu, pero no bien, por hablar así generalmente y no añadir, como conviene, y como no conviene, y cuando conviene, y todas las demás cosas que se añaden. Presupónese, pues, que la virtud esta de que se trata, es cosa que en materia de contentos y tristezas nos inclina a que hagamos lo mejor, y que el vicio es lo que nos inclina a lo contrario. Pero por esto que diremos se entenderá más claro. Tres cosas hay que nos mueven a elegir una cosa: lo honesto, lo útil, lo suave, y sus tres contrarios a aborrecerla: lo deshonesto, lo dañoso, y lo pesado y enfadoso; en lo cual el bueno siempre acierta tanto cuanto yerra el malo, pero especialmente en lo que al contento toca y al regalo. Porque éste es común a todos los animales, y a todo lo que elección de cosas hace le es anejo. Porque lo honesto y lo útil también parece suave y aplacible. A más de esto, base criado donde la niñez juntamente con nosotros, por lo cual es cosa dificultosa despedir de nosotros este afecto, si una vez en el alma está arraigado. Todos también, cuál más, cuál menos, reglamos nuestras obras con el contento y la tristeza, por lo cual hay necesidad que en esta disputa se trate de estas cosas, por lo que no importa poco el alegrarse o entristecerse para el hacer las cosas bien o mal. Asimismo es más dificultoso resistir al regalo que a la ira, como dice Heráclito, y en las más dificultosas cosas se emplea siempre el arte y la virtud, porque el acertar en ellas es cosa más insigne. De manera que, siquiera por esto, ha de tratar curiosamente de los contentos y desabrimientos o tristezas, así la disciplina moral como también la de república, porque el que bien de éstas usare, será bueno, y malo el que mal en ellas se empleare. Ya, pues, está declarado cómo la virtud consiste en contentos y tristezas, y cómo, lo mismo que la causa, la hace crecer y la destruye cuando de una misma manera no se hace, y también cómo en los mismos actos de donde nace, en aquellos mismos se ejercita.
En el capítulo IV propone una objeción que parece que se colige de lo dicho, para probar que los hábitos no nacen de los actos. Porque si el que adquiere hábito de justicia ha de obrar cosas de justicia para adquirirlo, ya, pues obra justicia, será justo, y, por el consiguiente, terná hábito de justicia. Esta objeción, fácilmente se desata con decir que los actos del que no está aún habituado son imperfectos, como se ve en el que aprende a tañer vihuela o cualquier otro instrumento, y por esto no bastan a darle nombre de perfecto en aquel hábito o arte en que se ejercitare.
Capítulo IV
Dudará por ventura alguno cómo se compadece lo que decimos, que conviene que ejercitándose en cosas justas se hagan justos, y empleándose en cosas de templanza templados. Porque si en cosas justas y templadas se emplean, ya serán justos y templados, así como, si hacen las cosas de gramática y de música, serán ya gramáticos y músicos. O diremos que no pasa en las artes de esta suerte, porque puede ser que acaso haga uno una cosa tocante a la gramática, o diciéndole otro cómo ha de hacerlo. Entonces, pues, será gramático, cuando como gramático hiciere alguna cosa tocante a la gramática. Quiero decir conforme a la gramática que en sí mismo tuviere. A más de esto, no es todo de una manera en las artes y en las virtudes, porque lo que en las artes se hace, en sí mismo tiene su remate y perfección, de manera que basta que se haga como quiera que ello sea; pero lo que se hace en las cosas de virtud, no de cualquier manera que se haga, justa y templadamente estará hecho, sino que es menester que el que lo haga de cierta manera esté dispuesto, porque primeramente ha de entender lo que hace. A más de esto halo de escoger de su propia voluntad y por sólo fin de aquello, y no por otra causa; terceramente, halo de hacer con firmeza y constancia. Todas estas cosas en las demás artes ni se miran ni se consideran, sino que basta sólo el entenderlas. Pero en las cosas de la virtud, lo que menos hace o nada al caso es el entenderlas, sino que lo más importante, o por mejor decir el todo, consiste en lo demás, pues del ejercitarse muchas veces en las cosas justas y templadas, proceden las virtudes. Entonces, pues, se dicen las cosas justas y templadas, cuando son tales, cuales las haría un hombre justo y templado en su vivir. Y aquél es justo y templado en su vivir, que no solamente hace estas obras, pero las hace como los hombres justos y moderados en el vivir las acostumbran hacer. Bien, pues, y conforme a razón se dice, que haciendo cosas justas se hace el hombre justo, y ejercitándose en cosas de templanza, templado en su vivir. Pero no ejercitándose, por mucho que lo considere, ninguno se hará bueno. Pero esto los más lo dejan de hacer, y contentándose con solo tratar las razones, les parece que son filósofos y que saldrán de esta manera virtuosos. A los cuales les acaece lo mismo que a los enfermos, que escuchan lo que el médico dice atentamente, y después no hacen nada de lo que él les manda. Y así como aquéllos, curándose de aquella manera, jamás tenían el cuerpo sano ni de buen hábito dispuesto, de la misma manera éstos, filosofando de esta manera, nunca tenían el alma bien dispuesta.
Ya que Aristóteles ha declarado ser los buenos ejercicios la origen y fuente de donde nacen y manan las virtudes, inquiere agora la definición de la virtud, y procura darnos a entender qué cosa es la virtud. Y como toda definición consta de género y diferencia, como los lógicos lo enseñan, en el capítulo V prueba ser hábito el género de la virtud, y que las virtudes ni son facultades naturales ni tampoco son afectos, porque los afectos no nos dan nombres de buenos, ni malos, lo cual hacen las virtudes y los vicios, y la misma razón vale para probar que no son facultades naturales.
Capítulo V
Tras de esto habemos de inquirir qué cosa es la virtud. Y pues en el alma hay tres géneros de cosas solamente: afectos, facultades y hábitos, la virtud de necesidad ha de ser de alguno de estos tres géneros de cosas. Llamo afectos la codicia, la ira, la saña, el temor, el atrevimiento, la envidia, el regocijo, el amor, el odio, el deseo, los celos, la compasión, y generalmente todo aquello a que es aneja tristeza o alegría. Y facultades, aquellas por cuya causa somos dichos ser capaces de estas cosas, como aquellas que nos hacen aptos para enojarnos o entristecernos o dolernos.Pero hábitos digo aquellos conforme a los cuales, en cuanto a los afectos, estamos bien o mal dispuestos, como para enojarnos. Porque si mucho nos enojamos o remisamente, estamos mal dispuestos en esto, y bien si con rienda y medianía, y lo mismo es en todo lo demás. De manera que ni las virtudes ni los vicios son afectos, porque, por razón de los afectos, ni nos llamamos buenos ni malos, como nos llamamos por razón de las virtudes y vicios. Asimismo por razón de los afectos ni somos alabados ni vituperados, porque ni el que teme es alabado, ni el que se altera, ni tampoco cualquiera que se altera o enoja comúnmente así es reprehendido, sino el que de tal o de tal manera lo hace; pero por causa de las virtudes y los vicios somos alabados o reprehendidos. A más de esto, en el enojarnos o temer no hacemos elección; pero las virtudes son elecciones o no, sin elección. Finalmente, por causa de los afectos decimos que nos alteramos o movemos; pero por causa de las virtudes o vicios no decimos que nos movemos, sino que estamos de cierta manera dispuestos. Por las mismas razones se prueba no ser tampoco facultades; pues por sólo poder hacer una cosa, ni buenos ni malos nos llamamos, ni tampoco somos por ello alabados ni reprehendidos. Asimismo las facultades, naturalmente las tenemos, pero buenos o malos no somos por naturaleza. Pero de esto ya arriba se ha tratado. Pues si las virtudes ni son afectos ni tampoco facultades, resta que hayan de ser hábitos. Cuál sea, pues, el género de la virtud, de esta manera está entendido.
Ya que en el capítulo V ha demostrado ser el hábito género de la virtud, en el sexto demuestra cuál es su diferencia, para que la definición de la virtud quede de esta manera declarada. Prueba, pues, la diferencia de la virtud, ser perfeccionar al hombre para que su propio oficio perfectamente haga, lo cual prueba por muchas virtudes y ejemplos.
Capítulo VI
No sólo, pues, conviene decir qué es hábito, sino también qué manera de hábito. Esto, pues, se ha de confesar ser verdad, que toda virtud hace que aquello cuya virtud es, si bien dispuesto está, se perfeccione y haga bien su propio oficio. Como la virtud del ojo perfecciona el ojo y el oficio de el, porque con la virtud del ojo vemos bien, de la misma manera la virtud del caballo hace al caballo bueno y apto para correr y llevar encima al caballero y aguardar a los enemigos. Y si esto en todas las cosas es así, la virtud del hombre será hábito que hace al hombre bueno y con el cual hace el hombre su oficio bien y perfectamente. Lo cual como haya de ser ya lo habemos dicho, y aun aquí se verá claro si consideramos qué tal es su naturaleza. En toda cosa continua y que puede dividirse, se puede tomar parte mayor y parte menor y parte igual, y esto, o en sí misma, o en respecto nuestro. Es igual lo que es medio entre el exceso y el defecto; llamo el medio de la cosa, el que igualmente dista de los dos extremos, el cual en todas las cosas es de una misma manera; pero el medio en respecto de nosotros es aquello que ni excede ni falta de lo que conviene, el cual ni es uno, ni el mismo en todas las cosas. Como agora si diez son muchos y dos pocos, en cuanto a la cosa será el medio seis, porque igualmente excede y es excedido, y éste, en la proporción aritmética, es el medio. Pero el medio en respecto nuestro no lo habemos de tomar de esta manera, porque no porque sea mucho comerse cien ducados, y comerse veinte poco, por eso el que gobierna los cuerpos les dará a comer sesenta; porque por ventura esto es aún mucho o poco para el que lo ha de recibir. Porque para uno como Milón, poco sería, pero para el que comienza a ejercitarse, sería demasiado; y lo mismo es en los ejercicios de la corrida y de la lucha. de esta manera todo artífice huye del exceso y del defecto, y busca y escoge lo que consiste en medianía; digo el medio, no el de la cosa, sino lo que es medio en respecto nuestro. De manera que toda ciencia de esta suerte hace lo que a ella toca perfectamente, considerando el medio y encaminando a él todas sus obras. Por lo cual suelen decir de todas las obras que están hechas como deben, que ni se les puede quitar ni añadir ninguna cosa; casi dando a entender que el exceso y el defecto estragan la perfección de la cosa, y la medianía la conserva. Y los buenos artífices, como poco antes decíamos, teniendo ojo a esto hacen sus obras. Pues la virtud, como más ilustre cosa y de mayor valor que toda cualquier arte, también inquire el medio como la naturaleza misma. Hablo de la virtud moral, porque ésta es la que se ejercita en los afectos y acciones, en las cuales hay exceso y defecto, y su medio, como son el temer y el osar, el codiciar y el enojarse, el dolerse, y generalmente el regocijarse y el entristecerse, en todo lo cual puede haber más y menos, y ninguno de ellos ser bien. Pero el hacerlo cuando conviene y en lo que conviene y con los que conviene y por lo que conviene y como conviene, es el medio y lo mejor, lo cual es propio de la virtud. Asimismo en las acciones o ejercicios hay su exceso y su defecto, y también su medianía; y la virtud en las acciones y afectos se ejercita, en las cuales el exceso es error y el defecto afrenta, y el tomar el medio es ganar honra y acertarlo; las cuales dos cosas son propias de la virtud. De manera que la virtud es una medianía, pues siempre al medio se encamina. A más de esto, que el errar una cosa, de varias maneras puede acaecer, porque lo malo es de las cosas que no tienen fin, como quisieron significar los pitagóricos; pero lo bueno tiene su remate, y para acertar las cosas no hay más de una manera. Por donde el errar las cosas es cosa muy fácil, y el acertarlas muy dificultosa. Porque cosa fácil es dar fuera del blanco, y acertar en él dificultosa. Y por esto el exceso y el defecto son propios del vicio, y de la virtud la medianía:
Porque para la virtud sólo un camino
se halla; y los del vicio son sin tino.
Es, pues, la virtud hábito voluntario, que en respecto nuestro consiste en una nuedianía tasada por la razón y como la tasaría un hombre dotado de prudencia; y es la medianía de dos extremos malos, el uno por exceso y el otro por defecto; asimismo por causa que los unos faltan y los otros exceden de lo que conviene en los afectos y también en las acciones; pero la virtud halla y escoge lo que es medio. Por tanto, la virtud, cuanto a lo que toca a su ser y a la definición que declara lo que es medianía, es cierto la virtud, pero cuanto a ser bien y perfección, es extremo. Pero no todo hecho ni todo afecto es capaz de medio, porque, algunos, luego en oírlos nombrar los contamos entre los vicios, como el gozarse de los males ajenos, la desvergüenza, la envidia, y en los hechos el adulterio, el hurto, el homicidio. Porque todas estas cosas se llaman tales por ser ellas malas de suyo, y no por consistir en exceso ni en defecto. De manera que nunca en ellas se puede acertar, sino que siempre se ha de errar de necesidad. Ni en semejantes cosas consiste el bien o el mal en adulterar con la que conviene, ni cuando conviene, ni como conviene, sino que generalmente el hacer cualquier cosa de éstas es errar. De la misma manera es el pretender que en el agraviar y en el cobardear y en el vivir disolutamente hay medio y exceso y asimismo defecto. Porque de esta manera un exceso sería medio de otro exceso y un defecto medio de otro. Pues así como en la templanza y en la fortaleza no hay exceso ni defecto, por ser, en cierta manera, medio entre dos extremos, de la misma manera en aquellas cosas ni hay medio ni exceso ni defecto, sino que de cualquier manera que se hagan es errarlas. Porque, generalmente hablando, ningún exceso ni defecto tiene medio, ni ningún medio exceso ni defecto.
Ya que en el capítulo VI ha sacado en limpio Aristóteles la definición de la virtud y ha mostrado consistir en la medianía que hay entre dos extremos viciosos, en el capítulo VII trata, más en particular, esto de la medianía, y especificándolo más en cada género de virtud, con ejemplos manifiestos lo da a entender más claramente.
Capítulo VII
Todo esto conviene que se trate, no solamente así en común, pero que se acomode también a las cosas en particular; porque en materia de hechos y negocios, lo que se dice ansí en común es más universal, pero lo que se trata en particular tiene la verdad más manifiesta. Porque los hechos en las cosas particulares acaecen. Conviene, pues, que la verdad cuadre también con éstas y concorde. Éstas, pues, hanse de tomar contándolas de una en una, por menudo. Es, pues, la fortaleza una medianía entre los temores y los atrevimientos. Pero de los que de ella exceden, el que excede en no temer no tiene vocablo propio (y aun otras muchas cosas hay que no tienen propio nombre); el que excede en osar llámase atrevido, mas el que excede en el temer y falta en el osar, llámase cobarde. Pero entre los placeres y tristezas no se halla siempre medio, porque solamente se halla en los placeres y pasatiempos del cuerpo; y entre éstos señaladamente en aquellos que consisten en el tacto, y en las molestias o tristezas no tanto. Es, pues, el medio entre éstos la templanza, y el exceso la disolución. Faltos en el tomar y gozar de los placeres, no se hallan así, y por esto ni éstos tampoco tienen nombre, pero llámense insensatos o gente falta de sentido. Asimismo en el dar y recibir dineros es el medio la liberalidad, y el exceso y defecto la prodigalidad y la escasez. Estas dos se han contrariamente en el exceso y el defecto, porque el pródigo excede en el dar y falta en el recibir, pero el escaso, por el contrario, es falto en el dar y demasiado en el recibir. Tratamos de esto agora así en suma y por ejemplos, pareciéndonos que para lo presente basta esto. Porque después se tratará de todo ello más de propósito y al largo. Hay asimismo en las cosas del interese y dinero otros afectos. Porque la generosidad es medianía, y difiere el generoso del liberal en esto: que el generoso es el que bien emplea su dinero en cosas graves, y el liberal el que hace lo mismo en cosas de no tanto tomo ni de tanta calidad. El exceso de la generosidad llámase, en griego, muy bien apirokalia, que es como si dijésemos ignorancia de lo que es perfecto o falta de experiencia de lo bueno, y también banausía, que es huequeza, y el defecto es vileza y poquedad de ánimo. Todas éstas difieren de las cosas que consisten en lo de la liberalidad, pero en qué difieran después lo trataremos. En lo de la honra y afrenta, la medianía es la magnanimidad o grandeza de ánimo, el exceso aquel vicio que llamamos hinchazón de ánimo, y el defecto abatimiento de ánimo. De la misma manera que dijimos que se había la liberalidad con la generosidad o magnificencia, que diferían en emplearse la una en cosas de más calidad y la otra en cosas de menos, de la misma se ha otra medianía que en honras pequeñas se emplea, con la magnanimidad, que consiste en honras de gran tomo. Porque acontece pretenderse una honra como conviene, y más y menos de lo que conviene. Y el que en los deseos de la honra excede, llámese ambicioso, y el que falta despreciador de honra, y el que entre éstos es medio, no tiene nombre propio, ni menos lo tienen tampoco los afectos mismos, si no es la ambición del ambicioso. De do sucede que los extremos se usurpan el derecho del medio, y nosotros, al que en esto sigue el medio, algunas veces lo llamamos ambicioso, y otras veces despreciador de la honra, y unas veces alabamos al que pretende las honras, y otras al que las desprecia. Lo cual por qué razón lo hagamos, tratarse ha en lo de adelante. Agora tratemos de las que restan de la manera que habemos comenzado. En la ira hay también su exceso, su defecto y su medianía, y como casi todos carecen de nombres, pues al que en esto tiene el medio llamamos manso, la medianía de ello llamarla hemos mansedumbre, y de los extremos el que excede llámese colérico y el vicio de ello cólera, y el que falta simple, y el defecto simplicidad. Hay asimismo otras tres medíanías que se parecen mucho las unas a las otras, aunque difieren entre sí. Porque todas ellas consisten en obras y palabras, y en el uso de ellas; pero difieren en que la una consiste en la verdad que en ellas hay, y las otras en la suavidad. De esto, parte consiste en la conversación, y parte en las demás cosas tocantes a la vida. Habemos, pues, de tratar también de todo esto, para que mejor entendamos cómo en todo es de alabar la medianía, y que los extremos ni son buenos ni dignos de alabanza, sino de reprehensión. Muchas, pues, de estas cosas no tienen nombre propio, pero habemos de probar cómo en lo demás de darles y fingirles nombres, por amor de su declaración y para que vaya bien continuada la materia. Pues en cuanto a la verdad, el que tiene la medianía llámase verdadero o hombre de crédito y verdad, y la medianía digamos que es la misma verdad, y la que la quiere remedar en lo que excede, fanfarronería, y el que de ella usa fanfarrón, y el que en lo que es menos la quiere remedar, disimulado, y el vicio disimulación. En lo que toca a cosas de suavidad, lo que es cosa de burlas o gracias, el que en ello guarda medianía llámase gracioso o cortesano, y el tal afecto cortesanía, pero el exceso truhanería, y el que la trata truhán, y el defecto grosería, y el que en él cae, rústico o grosero. En la tercera suavidad que hay en la vida, el que en lo que es bien da gusto y contento, dícese amigo, y la medianía en esto amistad. Pero el que excede, si por su propio interese no lo hace, llámase halagero, y si por su propio interese, lisongero, y el que falta y en ninguna cosa es amigo de dar contento a nadie, dícese terrible y incomportable. En los afectos también, y en las cosas a ellos anexas hay sus medianías. Porque la vergüenza no es cierto virtud, pero el que es vergonzoso es alabado. Pero de éstos uno decimos que tiene el medio y otro que el extremo, casi notando de tonto al que de todas las cosas tiene empacho. Mas el que falta, o el que de ninguna cosa tiene vergüenza, es desvergonzado, y el que entre éstos tiene el medio, llámase vergonzoso. La indignación es también medio entre la envidia y el vicio del que de ajenos males se huelga. Consisten estas cosas en la tristeza y contento de las cosas que a los vecinos o conocidos acaecen. Porque el que se indigna, entristécese por los prósperos sucesos de los que de ellos son dignos: el envidioso, excediendo a éste, de todos los bienes ajenos se entristece, pero el que de males ajenos se huelga, está tan lejos de entristecerse, que se alegra. Pero de esto en otro lugar habrá mejor oportunidad para tratarlo. Mas de la justicia, pues, tiene varias partes su consideración; dividiéndola en seis partes, trataremos por sí de cada una, mostrando cómo son asimismo medianías. Y de la misma manera de las demás virtudes que tocan al entendimiento.
En el capítulo VIII declara cómo son contrarias estas virtudes y estos vicios, y asimismo los afectos en que se ejercitan. Demuestra cómo cada una de estas cosas tiene dos contrarios: el medio tiene por contrarios los extremos, y cada uno de los extremos tiene también por contrarios al otro extremo con el medio. Pero aquí no es el medio como en los contrarios naturales, que se hacen por participación de los extremos, como lo tibio, de participación de caliente y frío, sino que es como regla entre exceso y defecto, o como peso entre más y menos, o como el camino derecho entre los que se designan a mano derecha o a la izquierda.
Capítulo VIII
Siendo, pues, tres estas disposiciones, dos de los vicios, la una por exceso y la otra por defecto, y una de la virtud, que es la medianía, las unas a las otras en cierta manera son contrarias. Porque los extremos son contrarios del medio y el uno del otro por lo mismo, y el medio también de los extremos. Porque así como lo igual es mayor que lo menor y menor que lo mayor, asimismo los hábitos, que consisten en el medio, en comparación de los defectos, son excesos, y en comparación de los excesos, son defectos, en los afectos y en las obras. Porque el valeroso, comparado con el cobarde, parece atrevido, y puesto al parangón con el atrevido, parece cobarde. De la misma manera el templado, conferido con el tonto y insensato, parece disoluto, y comparado con el disoluto, parece tonto y insensato. Y el liberal, comparado con el escaso, parece pródigo, y conferido con el pródigo, parece ser escaso. Por esto los extremos rempujan al medio, el uno para el otro, y el cobarde llama atrevido al valeroso, y el atrevido dícele cobarde, y por la misma proporción acaece en los demás. Siendo, pues, éstos de esta manera contrarios en sí, mayor contrariedad tienen entre sí que con el medio los extremos. Porque más distancia hay del uno al otro, que de cualquiera de ellos al medio, de la misma manera que lo grande dista más de lo pequeño, y lo pequeño de lo grande, que cualquiera de ellos de lo igual. A más de esto, algunos de los extremos parece que tienen alguna semejanza y parentesco con el medio, como el atrevido con la valerosidad o fortaleza, y la prodigalidad con la liberalidad. Pero los extremos son entre sí muy diferentes; y aquéllos definen ser contrarios, que tienen entre sí la mayor distancia; de manera que las cosas que entre sí mayor distancia tengan, más contrarias serán. Pero con el medio, en unos tiene mayor contrariedad el defecto, y en otros el exceso, como a la fortaleza no le es tan contrario el atrevimiento, siendo exceso, como la cobardía, que es defecto; pero a la templanza no le es tan contraria la tontedad, siendo defecto, corno la disolución, que es el exceso, lo cual acaece por dos causas: la una consiste en las mismas cosas, porque por ser el uno de los extremos más cercano y más semejante al medio, no aquél, sino el otro le asignamos antes por contrario, como agora, que porque el atrevimiento parece más a la fortaleza o valerosidad y le es más cercano, y la cobardía le es más diferente, se la asignamos más de veras por contrario, porque las cosas que del medio están más apartadas y remotas, más parecen ser contrarias. Una, pues, de las causas consiste en la misma cosa, pero la otra de nuestra parte procede. Porque aquellas cosas a que nosotros de nuestro, naturalmente, más somos inclinados, parecen ser del medio más contrarias. Como agora nosotros de nuestro más inclinados somos al regalo, y por esto, con facilidad nos dejamos caer en la disolución más que en la templanza. Aquellas cosas, pues, decimos ser más contrarias, en que más fácilmente nos acrecentamos. Y por esto la disolución, aunque es exceso, es más contraria a la templanza.
En el nono y último capítulo da Aristóteles un muy prudente consejo para alcanzar la medianía en los hechos morales y de virtud, y es que, si no acertamos a tomar el medio perfectamente en nuestros hechos, nos arrimemos más al extremo con quien el medio menor contrariedad y diferencia tiene. Como antes a huir de todo pasatiempo, que a querer gozar de todos los regalos, y antes a osar las cosas arduas, que a temerlas.
Capítulo IX
Cumplidamente está ya declarado cómo la moral virtud es medianía, y de qué manera y cómo es medianía de dos vicios, el uno por exceso y el otro por defecto; asimismo cómo la virtud es de esta calidad, por encaminarse siempre al medio en los afectos y en las obras. Por lo cual el propio oficio del hombre es ser virtuoso en cada cosa, pues es su oficio buscar y tomar en cada cosa el medio. Como el hallar el medio en el círculo no es hecho de quien quiera, sino del que es docto en geometría, de esta misma manera, el enojarse cosa es que quien quiera la hará y fácil, y asimismo el dar dineros y gastarlos, pero a quién, y cuánto, y cuándo, y por qué, y cómo, no es hecho de quien quiera ni fácil de hacer; y por esto el obrar bien es cosa rara y alabada y ilustre. Por tanto, al que al medio se quiere allegar, conviénele primeramente huir del extremo más contrario, de la misma manera que en Homero la ninfa Calipso exhorta a Ulises:
Lejos del humo y de las ondas ata
tu nave, do no así se desbarata.
Porque de los extremos, uno es mayor yerro y otro no tan grave. Pero, pues, alcanzar el medio es negocio muy dificultoso, habemos de tomar en la no próspera navegación (como dicen vulgarmente) del mal lo menos, lo cual, sin duda, alcanzaremos de la manera que está dicho. También habemos de mirar a qué cosas nosotros de nuestro somos más inclinados; porque unos somos inclinados a uno, y otros a otro, y esto entenderlo hemos fácilmente del contento o tristeza que en nosotros se causare. Habemos, pues, de procurar de remar hacia la parte contraria, porque apartándonos lejos de lo que es errar, iremos al medio; como lo hacen los que enderezan los maderos que están tuertos. Sobre todo, en cualquier cosa que hiciéremos, nos habemos de guardar del cebo del regalo. Porque no juzgamos de el como jueces libres. Y hanos de acaecer lo mismo a nosotros con el regalo, que les aconteció a los senadores de Troya con Helena, y en todas las cosas servirnos del parecer y palabras de ellos. Porque echándolo de nosotros de esta suerte, menos erraremos. Haciendo, pues, esto (hablando así, en suma) muy bien podremos alcanzar el medio. Pero por ventura es esto cosa dificultosa, y más particularmente en cada cosa. Porque no es fácil cosa determinar cómo, y con quién, y en qué, y cuánto tiempo nos habemos de enojar; pues aun nosotros algunas veces alabamos a los que faltan en esto, y los llamamos mansos, y otras veces, a los que se enojan y sienten mucho las cosas, les decimos que son hombres de rostro y de valor. Pero lo que excede poco de lo que se debe hacer, no se reprehende, ora sea en exceso, ora en defecto, sino el que excede mucho, porque éste échase mucho de ver. Mas determinar con palabras hasta dónde y en cuánto es uno digno de reprehensión, no es cosa fácil de hacer, como el determinar cualquier otra cosa de las que con el sentido se perciben. Porque estas cosas en los negocios particulares y en la experiencia tienen su determinación. Esto a lo menos se muestra abiertamente, que en todas las cosas es de alabar el hábito que consiste en medianía, aunque de necesidad alguna vez nos habemos de derribar a la parte del exceso, y otras a la del defecto, porque de esta manera muy fácilmente alcanzaremos el medio y lo que debemos hacer para ser buenos.
De los morales de Aristóteles, escritos a Nicomaco y por esto llamados nicomaquios
* Capítulo primero
* Capítulo II
* Capítulo III
* Capítulo IV
* Capítulo V
* Capítulo VI
* Capítulo VII
* Capítulo VIII
* Capítulo IX
* Capítulo X
De la templanza y disolución
* Capítulo XI
De la diferencia de los deseos
* Capítulo XII
Cómo la disolución es cosa más voluntaria que la cobardía
De los morales de Aristóteles, escritos a Nicomaco y por esto llamados nicomaquios
Por cuanto en el precedente libro se ha probado ser la virtud acto voluntario y consistir en la elección y aceptación de nuestra voluntad, para que mejor se entienda esto, trata en el tercero de los actos de nuestra voluntad cuáles se hayan de decir libres y cuáles forzados, y si lo que se hace por temor es voluntario, o no, y en qué consiste la potestad del libre albedrío. Tras de esto comienza de tratar, en particular, de cada género de virtud, y echa mano primero de las más estimadas, que es de la fortaleza o valerosidad; y tras de ella trata de la templanza, con las cosas que a ambas virtudes son anexas. En el primer capítulo propone la utilidad de esta disputa. Después divide los actos forzosos en dos especies: unos que se hacen por violencia y otros por ignorancia; y propone sus diferencias. Disputa asimismo si las cosas que por temor de algunos males se hacen son voluntarias o forzosas, y prueba la acción de ellas ser voluntaria, pues el principio de ellas es la aceptación de nuestra voluntad; aunque si libre estuviese no las escogería, y por esto concluye ser acciones mezcladas de elección y violencia, y no ser del todo violentas. Porque si lo fuesen, no tenían alabanza ni reprehensión.
Capítulo primero
Pues la virtud consiste en los afectos y en las obras, y las alabanzas y reprehensiones consisten asimismo en cosas voluntarias, y en las forzosas el perdón, y aun algunas veces duelo y compasión, por ventura que a los que tratan de cosa de virtud les es necesario definir cuáles cosas son forzosas y cuáles voluntarias. Esles asimismo útil a los legisladores para tasar las honras y castigos. Aquellas cosas, pues, parecen ser forzosas, que por violencia se hacen o por ignorancia. Violento es aquello cuyo principio procede de fuera, de tal suerte que no pone de suyo cosa alguna el que lo hace ni el que lo padece, como si el viento llevase algo a alguna parte, o los hombres que son señores de ello. Mas las cosas que se hacen por temor de algunos males mayores, o por causa de algún bien, como si un tirano le mandase a uno que hiciese alguna cosa fea, teniéndole en rehenes sus padres y sus hijos, de tal suerte que si lo hace se librarán, y si no lo hace morirán, hay disputa si son cosas voluntarias o forzosas. En las cuales acontece lo mismo que en las tormentas y borrascas de la mar, cuando se alivian en ellas los navíos. Porque allí ninguno de su voluntad echa al hondo su hacienda, pero hácenlo todos los que buen seso tienen, por salvar su vida y las de los que van con ellos. Son, pues, los hechos semejantes mezclados, aunque más parecen voluntarios, porque cuando se hacen, consisten en nuestra mano y elección. Pero el fin de la obra consiste en la ocasión, y hase de decir así lo voluntario como lo forzoso cuando se hace. Y hacelo voluntariamente, pues las partes que son instrumento de aquel movimiento y su principio en las tales acciones, están en el mismo que lo hace, y cuando en el que lo hace está el principio del hacerlo, también está en mano del mismo el hacerlo o dejarlo de hacer. De manera que las tales obras son voluntarias. Aunque generalmente hablando, por ventura son forzosas, pues ninguno por sí mismo aceptaría el hacer ninguna cosa como aquellas. Aunque en hechos semejantes algunas veces son alabados los que alguna cosa torpe o triste sufren, por causa de algunos grandes bienes, y si lo contrario hacen son reprehendidos. Porque sufrir cosas muy feas, si no es por razón de algún grande o mediano bien, es, cierto, hecho de ruines. Pero en algunos hechos de éstos no alabamos a los que los hacen, antes nos dolemos de ellos, cuando por causa de esto hace uno lo que no debería, y lo que a la natura humana excede, y lo que, en fin, ninguno sufriría. Porque cosas hay a que los hombres no han de ser forzados, antes han de morir sufriendo los más graves tormentos del mundo. Porque en aquel Almeon de Eurípides son dignas de risa las cosas que dice que le habían forzado, a matar a su madre. Es, cierto, algunas veces cosa dificultosa juzgar cuál se ha de escoger antes que cual, y cuál antes que cual habemos de sufrir, y más dificultoso el sufrirlo después que se entiende. Porque por la mayor parte acontece que lo que nos parece hacedero sea cosa triste y pesada, y a lo que nos fuerzan cosa fea y afrentosa. De do procede que los que se dejan o no se dejan vencer, son vituperados o alabados. ¿Qué cosas, pues, habemos de confesar ser violentas? ¿Generalmente no diremos que lo son aquellas cuya causa viene de fuera, y el que las hace no pone nada de su casa? Pero las cosas que de suyo son forzosas y violentas, pero en comparación de otras son más de escoger, y cuyo principio está en mano de quien las hace, ¿no diremos que de suyo cierto son forzosas y que en respecto de otras son voluntarias? Aunque más parecen cierto voluntarias, porque los tales hechos consisten en cosas particulares, las cuales son voluntarias. No es, pues, fácil cosa determinar cuál cosa primero que cuál habemos de aceptar, porque en esto hay en las cosas particulares muy gran diversidad. Mas si alguno quiere decir que las cosas apacibles y buenas son forzosas, pues estando fuera del alma nos competen, estará obligado a confesar que por la misma razón todas las cosas son forzosas, porque todos los que algo hacen, lo hacen por alguno de estos fines. Y los que por fuerza y contra su voluntad lo hacen, entristécense de aquello; mas los que obran lo malo, por razón de su dulzura, hácenlo con contentamiento. Es cosa, pues, de risa dar la culpa a las cosas de defuera, y no a sí mismo, de que así tan fácilmente se deje cazar de cosas semejantes de las cosas buenas por sí mismo y de las deshonestas por su suavidad. Aquello, pues, parece ser forzoso, cuyo principio y origen está defuera, no poniendo de suyo nada el que es forzado. Pero de las cosas que por ignorancia se hacen, no son todas voluntarias, mas aquellas en que el haberlas hecho da tristeza y causa arrepentimiento, son forzosas. Pero el que hace por ignorancia alguna cosa y de haberla hecho no se duele, no diremos que la hizo voluntariamente, pues no lo sabía, mas tampoco diremos que la hizo forzosamente, pues no le pesa de ello. De manera que de lo que por ignorancia se hace, lo que causa arrepentimiento forzoso parece, mas el que no se arrepintió, pues es diferente de éste, es no voluntario; porque, pues es diferente, mejor es que tenga su nombre propio. Pero parece cosa diferente el hacer una cosa por ignorancia del hacerla ignorantemente. Porque el borracho o el colérico no parece que por ignorancia hacen lo que hacen, sino por alguna otra causa de las ya tratadas; pero tampoco lo hacen a sabiendas, sino ignorantemente. Cualquier malo, pues, ignora lo que hacer debe y de lo que le conviene guardarse, y por semejante error se hacen injustos y perversos. No se debe, pues, decir forzoso, si uno no entiende lo que le conviene, porque la ignorancia en la elección o aceptación no es causa de lo que es forzoso, sino de la perversidad y tacañería; ni tampoco la ignorancia universal (que también se vitupera), sino la que acontece en una cosa particular, en la cual y acerca de la cual se ha de emplear nuestro oficio. Porque en tales el que lo hace, más es digno de misericordia y de perdón, pues el que tal cosa ignora, la hace contra su voluntad y forzosamente. No es, pues, cosa por ventura la peor de todas tratar de todo esto, qué cosas son y qué, tan grandes, y quién, y qué, y acerca de qué, y en qué lo hace, y aun algunas veces con qué como con instrumento, y por qué, como por salvar la vida, y cómo, si despacio o con prisa y fervor. Todas, pues, estas cosas el que algún juicio tiene no las ignora, cuanto más el que las hace. Porque, ¿cómo ha de tener ignorancia de sí mismo? Pero puede acaecer que uno ignore lo que hace. Como los que oran suelen decir, o que se les escapó algo de la lengua, o que no sabían que aquello era cosa que se había de callar, como le aconteció a Esquilo en las ceremonias de Ceres, o que queriéndolo mostrar se le cayó o soltó, como el que suelta una ballesta. Alguno también habrá que a su propio hijo lo tome por otro y piense que es su enemigo, como le acaeció a Merope; otro que le parezca que la lanza tiene la punta roma teniéndola aguda, o que la piedra es tosca; otro que hiriendo a uno, por curarle, lo mate; otro que queriendo hacer de sí demostración, hiera, como acaece a los que luchan con las puntas de los dedos. Habiendo, pues, lugar de ignorancia en todas las cosas de esta suerte en que haya obras, el que algo de esto hizo no entendiéndolo, forzosamente parece haberlo hecho, y señaladamente en las más principales obras, cuales parecen ser aquellas en las cuales consiste la obra y el fin de ella. Pero aunque lo que por semejante ignorancia se haga, se diga ser forzoso conviene con todo eso que la obra le dé pena y se arrepienta de haberla hecho. Si lo forzoso, pues, es lo que por violencia o ignorancia se hace, aquello se entenderá ser voluntario, cuyo principio y origen consiste en el mismo que lo hace, y que entiende particularmente las cosas, en que las tales obras consisten y se emplean. Porque no es por ventura bien decir que lo que por enojo o por codicia se hace, es forzoso y violento. Porque cuanto a lo primero, ninguno de los otros animales se puede decir, que obra de su voluntad, ni menos los muchachos, si no esto, ¿cómo diremos que obran? Pues ni tampoco se puede bien decir que lo que por codicia o por enojo hacemos, lo hacemos de nuestra voluntad. ¿Diremos, pues, que lo bueno hacemos de nuestro grado y voluntad, y lo malo por fuerza y contra voluntad? ¿O es hablar de gracia y sin fundamento decir esto, siendo una misma la causa? Cosa, pues, por ventura parece fuera de razón decir que las cosas que se han de desear son violentas y forzosas, y vemos que por algunas cosas conviene que nos enojemos, y que algunas cosas deseemos, como la salud y la doctrina. Asimismo parece que las cosas forzosas nos son tristes y pesadas, pero las que apetecemos somos suaves y aplacibles. Finalmente, ¿qué diferencia hay entre ser forzosas las cosas que se yerran por deliberación o las que se yerran por enojo, pues ambas a dos maneras de cosas son de aborrecer? Y pues las pasiones y afectos que son fuera de razón no menos parece que hayan de ser humanos que los otros, y las obras del hombre también proceden de enojo y de codicia, cosa, pues, es fuera, de razón decir que tales cosas sean violentas y forzosas.
Ya que en el primer capítulo ha declarado cuál obra se ha de llamar forzosa y cuál voluntaria, y ha mostrado cuál manera de ignorancia hace la obra forzosa y cuál viciosa, y asimismo ha probado que lo que se hace por turbación de ánimo, no se puede llamar verdaderamente forzoso, en el capítulo II, por cuanto la virtud, como ya está dicho, consiste en elección y libre aceptación de nuestra voluntad, trata de la elección, que es lo que vulgarmente llamamos libre albedrío, y prueba ser éste propio del hombre, y que no es todo uno ser voluntario y proceder de libre albedrío. Ítem que no es todo uno voluntad y elección.
Capítulo II
Ya que habemos determinado cuál cosa se ha de decir voluntaria y cuál forzosa, síguese el tratar de la elección o aceptación, porque más propio oficio parece que es de la virtud juzgar de las costumbres, que no de las obras. La elección, pues, cosa clara es que consiste en las cosas voluntarias, pero no es lo mismo que ellas; antes lo voluntario es cosa más general. Porque los niños y los demás animales participan de las acciones voluntarias, pero no de la elección. Y las cosas que repentinamente hacemos y sin deliberación, bien decimos que son voluntarias, mas no decimos que proceden de elección. Los que dicen que la elección es codicia, o que es enojo, o querer a cierta opinión, no me parece que lo aciertan. Porque la elección no es cosa común a los hombres y a los animales que carecen de razón, y eslo la codicia y el enojo, y el disoluto hace sus obras con codicia, mas no con elección, y el templado, al contrario, obra con elección, mas no cierto con codicia. Y la codicia es contraria a la elección, mas una codicia a otra no es contraria. A más de esto la codicia consiste en lo suave y en lo triste, pero la elección ni en lo triste ni en lo suave. Pero .menos es la elección enojo, porque lo que con enojo se hace, en ninguna manera parece ser hecho por elección. Mas ni tampoco es querer, aunque le parece mucho. Porque la elección no consiste en cosas imposibles, y si se entendiese que une, las elige, nos parecería que está fuera de juicio. Pero la voluntad bien puede desear cosas imposibles, como si desease ser inmortal. Asimismo la voluntad bien se puede emplear en las cosas que el mismo hombre no las hace, como si yo quiero que algún representante gane la joya, o algún luchador; pero tales cosas ninguno las elige, sino las cosas que entiende él mismo haberlas de hacer. Finalmente, la voluntad enderézase al fin más particularmente, pero la elección consiste en las cosas que pertenecen para el fin. Como el tener salud querémoslo, más las cosas con que conservemos la salud, escogémoslas. También el vivir prósperamente querémoslo y lo decimos así que lo queremos, mas no cuadra bien decir que lo escogemos. En fin, generalmente hablando, la elección parece que consiste en las cosas que están en nuestra mano. Tampoco es opinión la elección, porque la opinión en todas las cosas parece que se halla, y no menos en las cosas perpetuas y en las imposibles, que en las que están en nuestra mano. Y la opinión divídese en verdadera y falsa, y no en buena y mala, mas la elección más se distingue con estotras diferencias. Ninguno, pues, creo dirá ni creerá ser todo uno opinión y elección. Mas ni tampoco es la elección particular especie de opinión. Porque por razón de elegir lo bueno o lo malo somos tales o tales, mas por creerlo no lo somos. También la lección consiste en escoger una cosa o huir de ella, o en cosa como ésta, mas la opinión en el entender qué cosa es, o a quién le cumple, o de qué manera. Mas en el tomar o dejar no consiste tanto nuestra opinión. Asimismo la elección es alabada por ser hecha en lo que más conviene, o por ser bien hecha, más la opinión por: ser verdadera. Por la misma razón escogemos aquellas cosas que sabemos ser mejores, pero pensamos ser así lo que de cierto no sabemos. Parece también que no son todos unos los que eligen las cosas mejores y los que las creen ser tales, sino que algunos hay que juzgan bien de ellas, y por su vicio eligen lo que no les cumple. Ni importa disputar si la opinión precede a la elección o si se sigue, porque aquí no consideramos eso, sino si es lo mismo elección que opinión particular. ¿Qué diremos, pues, que es, o qué tal es, pues ninguna cosa de las ya tratadas es? Cosa voluntaria ya se ve que, es, pero no toda cosa voluntaria es eligible, sino aquella que está primero consultada. Porque la elección con razón se hace y con entendimiento, lo cual el nombre que en griego tiene nos lo significa, porque prohereton quiere decir: cosa que es a otra preferida.
Estas materias morales van unas de otras dependiendo. Porque de la felicidad dependió el inquirir la virtud. De ser la virtud hábito voluntario, dependió el inquerir qué cosas son voluntarias y qué forzosas. Del ser las cosas voluntarias, las que consisten en nuestra aceptación o elección, salió el tratar de la elección. Del decir que no toda cosa voluntaria tiene elección, sí no es primero consultada, nace agora el tratar de la consulta. Trata, pues, en este tercer capítulo Aristóteles de la consulta de nuestro entendimiento, y declara cuáles cosas vienen en consulta y cuáles hombres son aptos para consulta, y cómo la consulta es de cosas que pueden acaecer de varias maneras. Ítem que las consultas no son de los fines, sino de los medios, y cómo el verdadero consultar es inquirir primero el fin, y después buscar los medios para alcanzarlo; asimismo como sean de contraria manera la consulta y la ejecución; porque lo que en la consulta es lo primero, es en la ejecución lo postrero; y lo que allá lo postrero, en ésta lo primero, como se ve en el que edifica.
Capítulo III
Es de considerar si hay consulta en todas las cosas, y si se puede toda cosa consultar, o si hay algunas cosas que no admiten consulta. Aquello, pues, se ha de decir que cae en consulta, no lo que consulta un necio, ni lo que un furioso, sino lo que consultaría un hombre de juicio y entendimiento. Primeramente, pues, ninguno consulta de las cosas perpetuas, como digamos del mundo, o de cómo tenían proporción en un cuadrado el diámetro y el lado. Ni de las cosas que consisten en movimiento, y que siempre se hacen de una misma manera, ora por necesidad, ora por naturaleza, ora por otra cualquier causa como de los solsticios o términos del sol, o de sus salidas. Ni tampoco de las cosas que en diversas partes acaecen de diversas maneras, como de las sequedades o lluvias. Ni menos de las cosas que consisten en fortuna, como del hallarse un tesoro. Pero ni aun de todas las cosas humanas, como agora ningún lacedemonio consulta de qué manera los scitias gobernarían bien su república. Porque ninguna cosa de éstas está a nuestra disposición ni gobierno. Consultamos, pues, o deliberamos de aquellas cosas que toca a nosotros el haberlas de hacer, porque éstas son las que restan por decir. Porque la naturaleza, y la necesidad, y la fortuna, y también el entendimiento, parecen tener ser de causas, y todo lo que tiene ser mediante el hombre, y cada cual de los hombres delibera de las cosas que a él toca el hacerlas y tratarlas. En las ciencias, pues, que son manifiestas, y que ellas para sí mismas son bastantes, no hay consulta; como en el escribir de las letras (porque nunca disputarnos cómo se han de escribir las letras), sino en aquellas que de nuestra deliberación dependen. Aunque no siempre de estas cosas de una misma manera consultamos, como de las cosas de la medicina, o del arte de hacer moneda, y tanto más consultamos del arte de navegar que del arte de luchar, cuanto menos cierta es aquélla que ésta; y de las demás de la misma suerte. Y en las artes consultamos más que no en las ciencias; porque más dudamos en ellas que no en éstas, y el consultar acaece en las cosas que por la mayor parte son así, pero en alguna manera inciertas, y que, en fin, no hay en ellas cosa firme y cierta, y tomamos consejeros en las cosas graves, no confiando de nuestros propios juicios como de no bastantes para entenderlo bien. Consultamos, pues, no de los fines, sino de las cosas que para ellos se requieren. Porque nunca el médico consulta si ha de sanar, ni el retórico si ha de persuadir, ni el gobernador de la república si ha de poner buenas leyes, ni, en fin, otro ninguno jamás consulta del fin, sino que, propuesto algún fin, consultan de qué manera y por qué medios lo alcanzarán. Y si parece que se puede alcanzar por muchos medios, deliberan por cuál medio más fácilmente y mejor se alcanzará, y si en un medio se resuelven, deliberan cómo se alcanzará por éste. Finalmente, aquella consulta, ´¿por qué medio?ª hasta tanto la. tratan, que lleguen a la primera causa, la cual en la invención era la postrera. Porque el que consulta, parece que inquiere y resuelve de la manera que está dicho, así como en la geometría una descripción. Pero parece que no toda cuestión es consulta, como las cuestiones matemáticas, mas toda consulta es cuestión, y lo que es lo último en la resolución, es lo primero en la ejecución. Y si en la consulta topan con alguna cosa imposible, no pasa adelante la consulta. Como si son menester dineros, y de ninguna parte se pueden haber. Mas si pareciere posible haberse, pónenlo por obra; llamo posible lo que podemos hacer nosotros, porque, lo que con favor de amigos hacemos, en cierta manera, nosotros mismos lo hacemos; pues el principio de ello está en nuestra mano. Muchas veces consultamos de los instrumentos, y otras veces del uso de ellos. Y de la misma manera en todo lo demás, unas veces se delibera por qué medio, otras de qué manera, y otras con cuyo favor. En todo lo cual, como habemos dicho, el hombre parece ser el principio de las obras, y la consulta es de lo que el hombre ha de hacer, y las obras siempre se hacen por otro fin. De manera que nunca el fin se pone en consulta, sino lo que conviene para alcanzar el fin. Tampoco se consultan las cosas particulares, como si esto es pan o si está cocido o hecho como debe. Porque estas cosas con el sentido se juzgan. Porque si siempre hubiésemos de estar consultando, sería nunca acabar; lo que se consulta, pues, y lo que se elige todo es una misma cosa; sino que lo que se elige ya es cosa determinada, porque lo que en la consulta se determina que se haga, aquello es lo que se escoge. Porque cuando uno reduce a si mismo el principio, y todo lo que precedió, para en él deliberar cómo lo ha de hacer, porque esto fue lo que escogió; véese esto claramente, por los antiguos gobiernos de república, que Homero imitó en sus poesías, en las cuales introduce a los reyes que dan razón al pueblo de las cosas en que se han determinado. Y, pues, lo que se elige es cosa que cae en consulta y deliberación, y que entre las cosas que a nuestro cargo y gobierno están, es digna de ser apetecida, la elección será un apetito consultado en las cosas que tocan a nosotros. Porque por haber de esta manera juzgado en la consulta, sucede que apetecemos conforme a la consulta. Qué cosa es, pues, elección, y en qué cosas la hay, y cómo consiste en lo que pertenece para el fin, quede así sumariamente declarado.
Porque en lo pasado se ha dicho que la elección no es voluntad, pues ya está tratado de la elección, trata brevemente en el capítulo IV de la voluntad; llamamos voluntad en romance, no sólo la potencia del querer, que en griego se llama thelema, sino el mismo acto también del querer, que los griegos llaman bulesin, y en nuestra lengua, por no tener tanta diferencia de vocablos, lo uno y lo otro, llamamos de una misma manera. Declara, pues, cómo el querer o voluntad tira al fin, y cómo todo lo que queremos lo queremos por razón de ser bueno, o a lo menos, por parecernos a nosotros ser tal.
Capítulo IV
Que la voluntad o querer sea propio del fin, ya está dicho arriba. Pero hay algunos que tienen por opinión, que la voluntad va enderezada siempre a lo que es bueno, y otros que no, sino a lo que ella le parece bueno. Y los que dicen que a lo bueno, han de confesar de necesidad que no es querido lo que quiere el que buena elección no ha hecho. Porque si querido fuese, sería bueno, y era, si acaso así acaeció, malo. Mas los que dicen que lo que se quiere es lo que se tiene por bueno, han de confesar, que las cosas no son naturalmente amadas, sino que cada uno ama lo que bien le parece, y a uno le parece bien una cosa y a otro otra; y aun acaece parecer bien a unos lo uno y a otros lo contrario. Mas, en fin, no basta esto, sino que habemos de decir que, en general y en realidad de verdad, aquello es de amar, que es de su naturaleza bueno, pero que cada uno ama lo que le parece bien, y que el bueno ama lo que es de veras bueno, y el malo lo que le da gusto. Como acaece también en los cuerpos, en los cuales a los que bien dispuestos están y salud tienen, les son sanas las cosas que son de suyo tales; mas a los enfermizos las contrarias. De la misma manera lo amargo y lo dulce, lo caliente y lo pesado, y todas las cosas de esta misma manera. Porque el bueno de todas las cosas juzga bien, y la verdad que en cada cosa hay, él la conoce, y en todo género de hábito hay cosas buenas y también cosas aplacibles. Y en esto difiere el bueno muy mucho de los demás: en que en todas las cosas entiende la verdad, y es como una regla y medida de ellas. Pero en el vulgo parece que el contento es causa del error, porque el contento o regalo, no siendo bien, lo parece ser. De suerte que eligen el contento o regalo como cosa buena, y huyen de la pesadumbre y fatiga como de cosa mala.
En el capítulo V demuestra Aristóteles en qué consiste la fuerza de la elección o libre albedrío, que es en tener facultad la voluntad de amar una cosa o su contraria, y seguir la una o la otra. Porque donde tal libertad no hay, no se dice haber libre albedrío. Como en el respirar no se dice tener libre albedrío, porque no está en nuestra mano el dejar de respirar. Pruébalo primero por razón, mostrando que no hay otra causa a quien atribuir estas obras sino la voluntad del hombre, y después por autoridad de los que hacen leyes, los cuales asignan premio para el bueno y castigo para el malo, en lo cual dan a entender ser obras libres la bondad y la malicia.
Capítulo V
Consistiendo, pues, el fin en la voluntad, y los medios que para él se requieren en la consulta y elección, las obras que acerca de estos medios se hacen, conforme a elección serán, y voluntarias, en la cuales se emplea el ejercicio de las virtudes. Está asimismo en nuestra mano la virtud y también el vicio. Porque en las cosas donde en nuestra mano está el hacerlas, está también el dejarlas de hacer, y donde está el no, también el sí. De manera que si el hacer algo, siendo bueno, está, en nuestra mano, también estará en la misma el no hacerlo, siendo malo; y si el no hacer lo que es bueno está en nuestra mano, el hacer lo que es malo también estará en la misma. Y si en nuestra mano está el obrar bien y el obrar mal, y asimismo el dejarlo de obrar (pues en esto consiste el ser los hombres buenos o malos), también estará en nuestra mano ser buenos o malos. Y lo que algunos dicen que ninguno voluntariamente es malo, ni contra su voluntad próspero y dichoso, en parte parece falso y en parte verdadero. Porque verdad es que ninguno es dichoso o bienaventurado contra su voluntad. Pero el vicio cosa voluntaria es, o habemos de poner duda en lo que agora habemos dicho, y decir que el hombre no es el principio ni el padre de sus propias obras como lo es de sus propios hijos. Mas pues esto se ve claro ser verdad, y no tenemos otros principios a quien reducir las tales obras sino aquellos que en nuestra mano están, las obras, cuyos principios están en nuestra mano, también estarán en nuestra mano y serán voluntarias. Parece que conforma con esto lo que particularmente en cada una de ellas cada uno juzga, y también lo que los legisladores han determinado, pues castigan, y dan la pena que merecen, a los que hacen las cosas ruines, si ya no las hacen por fuerza o por ignorancia, que no estuvo en su mano el remediarla; y a los que se ejercitan en buenas obras, hónranlos, casi exhortando a éstos y refrenando a aquéllos. Vemos, pues, que ninguno, exhorta a otro en las cosas que, ni están en nuestra mano, ni dependen de nuestra voluntad; porque superflua cosa sería persuadir a uno que no se caliente, o que no tenga dolor, o que no esté hambriento, o cosa alguna de éstas, porque, no obstante la persuasión, lo padecerá. Y aun la misma ignorancia es castigada, si el mismo ignorante es causa de ella; como en los borrachos, a los cuales les ordenaron el castigo doblado. Porque el principio de ello esta en su mano, pues pueden abstenerse del vino y borrachez, la cual les es causa de su ignorancia. Castigan asimismo a los que, de las leyes que están obligados a saber, ignoran algo, si ya no es muy dificultoso de saber, y lo mismo es en todas las otras cosas que parece que por descuido y negligencia se dejan de saber, pues esta en su mano no ignorarlas, siendo señores del considerarlo y poner en saberlo diligencia. Mas, por ventura, alguno es de tal calidad que no por no considerarlo es tal, sino que ellos mismos se son a sí mismos la causa de ser tales, viviendo disolutamente. Y de ser unos injustos o disolutos en la vida, es la causa elevarse los unos a hacer agravios, y los otros al comer y beber demasiado, y a cosas semejantes. Porque cada uno sale tal, cuales son las obras en que se emplea y ejercita. Lo cual se ve claro en los que se ejercitan en cualquier ejercicio de fuerzas corporales y en sus obras, en las cuales, con el ejercicio, vienen a hacerse perfectos. Es pues, de hombre harto falto de sentido no entender, que los hábitos proceden del ejercitarse en los particulares ejercicios. Asimismo es cosa fuera de razón decir que el que agravia no quiere agraviar, y que el que disolutamente vive no quiere ser disoluto. Y si el que hace agravio lo hace entendiendo lo que hace, de su propia voluntad es injusto. Mas el que una vez ya es injusto, aunque quiera, no se podrá abstener de hacer agravio y ser justo; de la misma manera que el que ha caído enfermo, aunque quiera, no puede estar sano, aunque sea verdad que de su voluntad haya caído enfermo viviendo disolutamente y no dejándose regir por el consejo de los médicos. Porque al principio estuvo en su mano el no enfermar, mas después que fue negligente en conservar su salud, ya no está en su mano; como el que arroja la piedra, ya no está, en su mano de detenerla; pero en su mano estuvo el echarla y arrojarla. Porque el principio de ello en él estuvo. De la misma manera acontece al injusto y al disoluto: que al principio estuvo en su mano no ser tales, y por esto voluntariamente lo son tales; pero después que ya lo son, no está así en su mano dejarlo de ser. Ni solamente los vicios del alma son libres y voluntarios, mas aun, en algunos, los del cuerpo, a quien solemos reprender. Porque los que de su naturaleza son feos, ninguno los reprende, sino los que lo son por flojedad y descuido. Y lo mismo es en la flaqueza, debilitación de miembros y ceguedad. Porque del que naturalmente es ciego, o por enfermedad, o por algún golpe de desgracia, ninguno hay que se burle: antes se duelen de su infortunio todos. Mas al que por beber mucho, o por otra alguna disolución, viniese a cegar, todos, con muy justa razón, lo reprenderían. De manera que de las faltas o vicios, aquéllos son dignos de reprensión, que, acaecen por nuestra propia culpa; mas los que no suceden por culpa nuestra, no merecen ser reprendidos. Lo cual, si así es, también en las demás cosas los vicios que merecen reprensión estarán en nuestra mano. Y si alguno hubiere que diga que todos apetecen aquello que les parece ser bueno, y que ninguno es señor de su apariencia o imaginación, sino que a cada uno le parece tal el fin cual cada uno es, decirle hemos que pues cada uno es a sí mismo causa de sus hábitos en alguna manera, también en alguna manera será él mismo causa de su apariencia. Y si ninguno es a sí mismo causa de obrar mal, sino que lo hace por no entender el fin, pretendiendo que con estas cosas podrá alcanzar el sumo bien, y que el deseo del fin no es cosa fácil de quitar, sino que lo ha de tener como vista, con que juzgue bien y escoja el bien que en realidad de verdad lo sea, y que aquél es de su natural bien inclinado, que de su natural alcanzó esto perfectamente y cual conviene (porque aquello que es lo mejor y lo más perfecto, y que de otro no se puede recibir ni menos aprender, halo de tener cada uno tal cual le cupo por su suerte), y que el alcanzar esto bien y perfectamente es la perfecta y verdaderamente buena inclinación: si alguno, en fin, hay que diga que todo esto es así, querría me dijese por qué más razón la virtud ha de ser voluntaria que no el vicio. Porque lo uno y lo otro tiene el fin de la misma manera, naturalmente, o de cualquier otra manera, puesto lo uno en lo bueno y el otro en lo malo; y todo lo demás que hacen, a este fin lo encaminan, de cualquiera manera que lo hagan. Ora pues el fin naturalmente no se les represente a cada uno tal, sino que sea algo que el en sí mismo tenga, ora sea el fin natural, y por hacer voluntariamente lo que al fin pertenece sea uno virtuoso, siempre la virtud será voluntaria, y por la misma razón lo será el vicio. Porque de la misma manera cuadra al malo tener facultad por sí mismo para las obras, que para conseguir su fin. Y pues si las virtudes, como se dice, son voluntarias (pues nosotros mismos somos, en alguna manera, causa de nuestros hábitos, y por ser tales nos proponemos tal fin), también serán los vicios voluntarios. Porque todo es de una misma manera. Habemos, pues, tratado hasta agora así, en general, de las virtudes, y propuesto su género casi como por ejemplos, diciendo que eran medianías y que eran hábitos, y de dónde procedían, y cómo se empleaban en los mismos ejercicios de donde procedían, y por sí mismas, y cómo consistían en nuestro libre albedrío, y cómo eran voluntarias, y cómo habían de ser tales cuales la recta y buena razón determinase. Aunque no son de la misma manera voluntarias las obras que los hábitos, porque de las obras, donde el principio hasta el fin, somos señores, entendiendo las cosas en particular y por menudo; mas de los hábitos no, sino al principio. Aunque el acrecentamiento de las particulares cosas no se echa de ver sensiblemente, de la misma manera que en las enfermedades. Mas porque estuvo en nuestra mano hacerlas de esta manera o de la otra, por eso se dicen ser voluntarias. Tornándolas, pues, a tomar de propósito, tratemos en particular de cada una, qué cosa es, y qué tal y de qué manera, y juntamente se entenderán cuántas son. Y sea la primera de que tratemos la valerosidad o fortaleza.
Todo lo que hasta agora Aristóteles de las virtudes ha tratado y propuesto, ha sido en común, como él mismo, en el epílogo que al fin del precedente capítulo ha hecho, lo ha mostrado. Pero porque las cosas así en común dichas y tratadas no dan entera certidumbre, si mas en particular no se declaran, agora en todo lo que resta de las Éticas o Morales, trata de cada virtud en particular lo que conviene entender de ella. Y primeramente echa mano de la más generosa y más importante de las virtudes, que es de la fortaleza de ánimo; llámole las más generosa, porque todos los que en el mundo son de veras generosos han comenzado por aquí, haciendo grandes hazañas en cosas de la guerra por la honra y libertad de su patria; de lo cual muchas naciones, pero señaladamente la española nación, puede dar ejemplos muy ilustres. Pues habiendo venido casi al cabo, como un enfermo ya de los médicos desconfiado, con el divino favor y sin ayuda de extranjeras naciones, no sólo tornó a cobrar su perdida tierra, pero ha extendido su poder hasta las más remotas partes del Oriente y del Poniente, descubriendo nuevas tierras y naciones, de que quedaran atónitos todos los pasados si hoy día fueran vivos. Declara, pues, cuál es la verdadera fortaleza de ánimo, y cuál no es fortaleza, sino atrevida necedad.
Capítulo VI
Que la fortaleza de ánimo, pues, sea una medianía entre los temores y los atrevimientos, ya está dicho en lo pasado (porque allí se mostró ya claramente). Tememos, pues, las cosas espantosas, las cuales, hablando así generalmente y en común, son cosas malas. Por lo cual, definiendo el temor, dicen de esta manera: que es una aprensión del mal venidero. De manera que todas las cosas malas nos ponen temor: como son la infamia, la pobreza, la enfermedad, la falta de amigos, la muerte. Mas no en todas estas cosas parece que se emplea el hombre valeroso. Porque algunas cosas hay que las conviene temer, y el hacerlo así es honesto y el no hacerlo es afrenta, como la infamia. La cual el que la teme es hombre bien inclinado y de vergüenza, y el que no la teme es desvergonzado. Aunque a éste, algunos, como por metáfora, lo llaman valiente, porque tiene algo en que parece al hombre valeroso, pues también el hombre valeroso es ajeno de temor. Mas la pobreza ni la enfermedad no son cosas tanto de temer ni, generalmente hablando, todas aquellas cosas que, ni proceden de vicio, ni están en nuestra mano. Mas ni tampoco por no temer estas cosas se puede decir un hombre valeroso, aunque también a éste, por alguna manera de semejanza, lo llamamos valeroso. Porque bien hay algunos que en las cosas de la guerra y sus peligros son cobardes, y con todo eso son liberales y en cosa del gastar su dinero francos y animosos. Ni tampoco se puede decir uno cobarde por temer no le hagan alguna injuria y fuerza en hijos o en mujer, o que no le tengan envidia, y cosas de esta manera. Ni menos será valeroso el que habiéndole de azotar muestra grande ánimo. ¿En qué cosas temerosas, pues, se muestra un hombre valeroso sino en las mayores?; pues ninguno hay que más aguarde que él las cosas terribles. La cosa más terrible de todas es la muerte, porque es el remate de todo, y parece que para el muerto no hay ya más bien alguno ni más mal. Parece, pues, que ni aun en todo género de muerte se muestra el hombre valeroso, como en el morir en la mar, o de enfermedad. ¿En cuál, pues?: en el más honroso, cual es el morir en la batalla, pues se muere en el mayor y más honroso peligro. Lo cual se muestra claro por las honras que a los tales les hacen las ciudades, y asimismo los reyes y monarcas. De manera que, propiamente hablando, aquél se dirá hombre valeroso, que en la honrosa muerte y en las cosas que a ella le son cercanas no se muestra temeroso, cuales son las cosas de la guerra. Aunque, con todo eso, el hombre valeroso, así en la mar como en las enfermedades, no mostrará cobardía. Aunque como lo son los marineros. Porque los valerosos ya tienen la esperanza de su salvación perdida y les pesa de morir de aquella manera, pero los marineros, por la experiencia que de las cosa de la mar tienen, están con esperanza de salvarse. A más de esto, donde hay esperanza de valerse de sus fuerzas o donde es honrosa la muerte, anímanse más las gentes; de las cuales dos cosas, ni la una ni la otra se halla en el morir de tales géneros de muerte.
En este, capítulo parece haber negado este filósofo la inmortalidad del alma, pues dice que no hay bien ni mal después de la muerte, y así ha de ser corregido con la regla de la verdad cristiana.
En el séptimo capítulo declara las diferencias que hay entre los hechos del hombre valeroso y los del cobarde, y los del atrevido. Y muestra cómo el valeroso ha de encaminar siempre sus hechos a fin honesto, y que las cosas peligrosas se aguardan por el fin. Del cual el que falta o excede, ya pierde el nombre de valeroso, y cobra el de cobarde o atrevido.
Capítulo VII
Pero no a todos son unas mismas cosas temerosas y terribles, sino que decimos que hay cosas que exceden a las humanas fuerzas, las cuales las teme cualquier hombre de juicio. Mas las cosas que al hombre tocan, difieren en la cantidad y en el ser más o menos. Y de la misma manera las cosas de osadía. El hombre, pues, valeroso en cuanto hombre, no se espanta, pero teme las tales cosas como conviene y como le dicta la razón, y esto por causa de lo bueno, porque éste es el fin de la virtud. Y estas cosas puede acontecer que se teman más y menos, y también que, lo que no es de temer, se tema como si fuese cosa de temer. En las cuales cosas acontece errar unas veces porque se teme lo que no conviene, otras porque no como conviene, y otras porque no cuando conviene, y otras cosas de esta manera. Y de la misma manera habemos de juzgar de cosas de osadía. Aquel, pues, que aguarda y que teme lo que conviene, y por lo que conviene, y como conviene, y de la misma manera osa cuando conviene, aquel tal se dice hombre valeroso. Porque el valeroso sufre y obra conforme a su honra, y conforme a lo que la buena razón le dicta y aconseja; y el fin de toda obra es alcanzar el hábito; y la valerosidad y fortaleza de ánimo del hombre valeroso es el bien, y por la misma razón el fin; porque cada cosa se define por el fin; y el valeroso, por causa del bien, sufre y hace lo que toca a su valor. Pero de los que exceden, el que excede en no temer no tiene nombre (y ya habemos dicho en lo pasado, que muchas cosas hay que no tienen propio vocablo), mas puédese decir hombre loco y sin sentido, y tonto, el que ninguna cosa teme: ni el terremoto, ni las crecidas de las aguas, como dicen que lo hacen los franceses. Mas el que en las cosas de temer excede en el osar, dícese atrevido o arriscado. Parece, pues, el arriscado hombre fanfarrón, y que quiere mostrarse valeroso; porque de la misma manera que el valeroso se ha en las cosas de temer, de esta misma quiere mostrarse el atrevido; de manera que lo imita en lo que puede. Y así hay muchos de ellos juntamente arriscados y cobardes. Porque en semejantes cosas son atrevidos, y las cosas temerosas no las osan aguardar. Y el que en el temer excede llámase cobarde, porque le es anexo el temer lo que no conviene, y como no conviene, y todas las demás cosas de este género. Falta, pues, el cobarde en el osar, pero más se muestra exceder en las cosas de molestia. Es, pues, el cobarde un desesperado, porque todas las cosas teme; en lo cual es al revés el valeroso, porque el osar, de buena esperanza procede. De manera que así el cobarde como el atrevido, y también el valeroso, todos se emplean en unas mismas cosas; pero hanse en ellas de diferente manera, porque aquéllos o exceden o faltan; pero el valeroso trátase con medianía y como conviene. Y los atrevidos son demasiadamente anticipados, y que antes del peligro ya muestran querer estar en él, y cuando están en él retíranse. Mas los valerosos en el hacer son fuertes, y antes de el moderados y quietos. Es, pues, la valerosidad o fortaleza (como está dicho) una medianía en las cosas de osadía, y de temor en las cosas que están dichas, las cuales escoge y sufre por ser cosa honesta el hacerlo y afrentosa el dejarlo de hacer. Pero el matarse uno a sí mismo, por salir de necesidad y pobreza, o por amores, o por otra cualquier cosa triste, no es hecho de hombre valeroso, sino antes de cobarde. Porque es gran flaqueza de ánimo el huir las cosas de trabajo y muerte, no por ser cosa honrosa el morir, sino por huir del mal. Es pues, la fortaleza de ánimo tal cual aquí la habemos dibujado.
Cosa es averiguada lo que Aristóteles dice en el principio de las Reprensiones de los sofistas, que unas cosas hay que de suyo son tales, y otras que, no siéndolo, quieren parecer ser tales. Como la mujer que de suyo no es hermosa, y con afeites quiere parecerlo. Y como el alatón, que no siendo oro, parece serlo, y como algunos hombres, que siendo bofos y de mal hábito de cuerpo, parece que están gordos. Y no sólo es esto verdad en las cosas exteriores, pero aun en las del ánimo; porque la malicia y astucia quiere imitar a la prudencia, y la crueldad a la justicia y otras cosas de esta manera. Enseña, pues, Aristóteles en este octavo capítulo cómo discerniremos la verdadera fortaleza de ánimo de la que, no siendo, quiere parecerlo, y muestra no haberse de decir fuerte el que por temor es fuerte; como los que en la guerra temen de desamparar la orden militar por el castigo, o los que lo son por vergüenza, o los que con saña o cólera hacen cosas peligrosas. Todos éstos y los que de esta manera fueren, no son fuerte, ni valerosos, porque no obran por elección ni lo hacen por fin honesto.
Capítulo VIII
Hay también cinco maneras de obras que se dicen tener nombre de fortaleza. La primera de las cuales es la fortaleza o valerosidad civil, la cual las parece más que otra ninguna a la verdadera fortaleza. Porque los ciudadanos parece que aguardan los peligros por las penas estatuidas por las leyes, y por las afrentas y honras. Por lo cual aquella nación se señala sobre todas las otras en fortaleza, donde los cobardes en ningún precio ni honra son tenidos, y los valerosos son muy estimados. Tales nos los pinta Homero en su poesía, como a Diómedes y a Héctor. Porque dice Héctor así:
Porque haciendo eso, el mismo Polidamas
Verná por me afrentar luego el primero.
Y Diómedes, en el mismo Homero, de esta manera:
Héctor, que es el mejor de los Troyanos,
Dirá, si eso yo hago, que a las naves
Huigo por escaparme de sus manos.
Es, pues, esta manera de fortaleza en esto muy semejante a la primera de que se ha tratado: en que procede de virtud; pues procede de vergüenza y de apetito o deseo de la honra, que es uno de los bienes, y del aborrecimiento de la afrenta, que es cosa vergonzosa. Contaría también entre éstos alguno a los que son forzados por los capitanes a ser fuertes. Mas éstos tanto peores son que aquéllos, cuanto no lo hacen de vergüenza, sino de temor, y queriendo evitar, no la afrenta, sino el daño. Porque los fuerzan a hacerlo los que tienen el gobierno, como en Homero, Héctor:
Al que ir de la batalla huyendo viere,
Mostrando al enemigo cobardía,
A los buitres y perros, si lo hiciere,
Daré a comer sus carnes este día.
Lo mismo hacen los que tienen el gobierno o oficio militar, hiriéndoles si se apartan de la orden; y los que delante de alguna cava, o algunos otros lugares semejantes, ordenan algún escuadrón; porque todos hacen, en fin, fuerza. Y el que ha de ser valeroso, no lo ha de ser por fuerza, sino porque el serlo es ilustre cosa. Pero parece que la experiencia de las particulares cosas es una manera de fortaleza. Por lo cual tuvo Sócrates por opinión que la fortaleza consistía en ciencia. Porque en otras cosas otros son tales, y en las cosas de la guerra los soldados, pues hay muchas cosas que comúnmente tocan a la guerra, en las cuales éstos más particularmente están ejercitados; y porque los otros no entienden qué tales son, por esto ellos parecen valerosos. A mas de esto, por la destreza que ya tienen, pueden mejor acometer y defenderse, y guardarse, y herir; como saben mejor servirse de las armas, y las tienen más aventajadas para acometer y para defenderse. Pelean, pues, con los otros como armados con desarmados, y como esgrimidores con gente que no sabe de esgrima; pues en semejantes contiendas no los más valerosos son más aptos para pelear, sino los más ejercitados y los más sueltos de cuerpo. Hácense, pues, cobardes los soldados cuando el peligro es excesivo y se ven ser inferiores en número y en bagaje, y ellos son los primeros al huir. Mas la gente de la tierra muestra rostro y muere allí, como le acaeció a Hermeo en el pueblo Corone a de Beocia. Porque la gente de la tierra, teniéndolo por afrenta el huir, quieren más morir que con tal vergüenza salvarse. Pero los soldados, al principio, cuando pretenden que son más poderosos, acometen; mas después, entendiendo lo que pasa, huyen, temiendo más la muerte que la vergüenza. Mas el hombre valeroso no es de esta manera. Otros hay que la cólera la atribuyen a la fortaleza, porque los airados y coléricos parece que son valientes, como las fieras, que se arremeten contra los que las han herido, y esto porque los hombres valerosos también son, en alguna manera, coléricos. Porque la cólera es una cosa arriscada para los peligros. Por lo cual dice Homero:
Dio riendas a la cólera y esfuerzo
Y despertó la ira adormecida.
Y en otra parte:
La furia reventó por las narices,
La sangre se encendió con saña ardiente.
Porque todo esto parece que quiere dar a entender el ímpetu y movimiento de la cólera. Los valerosos, pues, hacen las cosas por causa de lo honesto, y en el hacerlas acompáñales la cólera; pero las fieras hácenlo por el dolor, pues lo hacen o porque las han herido, o porque temen no las hieran. Pues vemos que estando en los bosques y espesuras no salen afuera. No son, pues, valerosas porque salgan al peligro movidas del dolor y de la cólera, ni advirtiendo el peligro en que se ponen. Porque de esa manera también serían los asnos, cuando están hambrientos, valerosos, pues no los pueden echar del pasto por muchos palos que les den. Y aun los adúlteros, por satisfacer a su mal deseo, se arriscan a hacer muchas cosas peligrosas. No son, pues, cosas valerosas las que por dolor o cólera se mueven al peligro. Mas aquella fortaleza que, juntamente con la cólera, hace elección, y considera el fin porque lo hace, aquélla parece ser la más natural de todas. Y los hombres, cuando están airados, sienten pena, y cuando se vengan, quedan muy contentos. Lo cual, los que lo hacen, hanse de llamar bregueros o cuistioneros, mas no cierto valerosos: porque no obran por causa de lo honesto, ni como les dicta la razón, sino como les incita la pasión. Casi lo mismo tienen los que por alguna esperanza son valientes; mas no por tener buena esperanza son los hombres valerosos. Porque los tales, por estar vezados a vencer a muchos y muchas veces, son osados en los peligros. Mas en esto parecen semejantes los unos y los otros a los valerosos, que los unos y los otros son osados. Pero los valerosos sonlo por las razones que están dichas; mas los otros, por presumir que son más poderosos, y que no les verná de allí mal ninguno, ni trabajo. Lo cual también acaece a los borrachos. Porque también éstos son gente confiada. Mas cuando el negocio no les sale como confiaban, luego huyen. Mas el oficio propio del hombre valeroso era aguardar las cosas que al hombre le son y parecen espantosas, por ser el hacerlo cosa honesta, y vergonzosa el dejarlo de hacer. Por lo cual más valeroso hecho parece mostrarse uno animoso y quieto en los peligros que repentinamente se ofrecen, que no en los que ya estaban entendidos porque tanto más aquello procede de hábito, cuanto menos en ellos estaba apercebido. Porque las cosas manifiestas puede escogerlas uno por la consideración y uso de razón; mas las repentinas por el hábito. Los ignorantes también parecen valientes, y parecen mucho a los confiados, aunque en esto son peores, que no tienen ningún punto de honra, como los otros. Y así, los confiados, aguardan por algún espacio de tiempo; pero los que se han engañado, si saben o sospechan ser otra cosa, luego huyen. Como les aconteció a los argivos cuando dieron en manos de los lacedemonios creyendo ser los sicionios. Dicho, pues, habemos cuáles son los verdaderamente valerosos, y cuáles, no siéndolo, quieren parecerlo.
En el capítulo nono hace comparación entre el osar y el temer, y muestra ser más propia materia suya 1as cosas de temor, que las de osadía.
Capítulo IX
Consiste, pues, la fortaleza en osadías y temores pero no en ambas cosas de una misma manera, sino que, principalmente en las cosas de temer. Porque el que en estas cosas no se altera, sino que muestra el rostro que conviene, más valeroso es que no el que lo hace en las cosas de osadía. Porque por aguardar las cosas tristes, como está dicho, se dicen ser los hombres valerosos. Y por esto la fortaleza es cosa penosa, y con mucha razón es alabada. Porque más dificultosa cosa es esperar las cosas tristes, que abstenerse de las aplacibles. Pero con todo esto, el fin de la fortaleza parece dulce, sino que lo oscurecen las cosas que le estan a la redonda, como les acontece a los que se combaten en las fiestas; porque a los combatientes el fin porque se combaten dulce les parece, que es la corona y premios que les dan; pero el recibir los golpes, dolorosa y triste cosa les es, pues son de carne, a la cual le son pesados todos los trabajos. Y porque los trabajos son muchos y el premio por que se toman poco, parece que no contienen en sí ninguna suavidad. Y si lo mismo es en lo que toca a la virtud de la fortaleza, la muerte y las heridas cosa triste le serán, y contra su voluntad las recebirá; pero aguárdalas por ser cosa honesta el esperarlas, o porque el no hacerlo es cosa vergonzosa. Y cuanto más adornado estuviere de virtudes y más dichoso fuere, tanto más se entristecerá por la muerte. Porque éste tal vez era más digno de vivir, y éste sabe bien de cuán grandes bienes se aparta por la muerte. Esto, pues, es cosa triste; mas con todo eso no es menos valeroso; antes, por ventura, mas, pues en la guerra precia más lo honesto que no a ellos. Ni aun en ningún otro género de virtudes se alcanza el obrarlas con gusto y contento, hasta que se alcanza el fin en ellas. Pero bien puede ser que los que son tales no sean los mejores soldados de todos, sino otros que no son tan valerosos, y que otro bien ninguno no tengan sino éste. Porque estos tales son gente arriscada para todo peligro, y por bien pequeño provecho ponen sus vidas en peligro. Hasta aquí, pues, habemos tratado de la fortaleza, cuya propiedad fácilmente se puede entender como por ejemplo, por lo que está dicho.
No poca falta le hizo al filósofo, para el tratar bien esta materia de la fortaleza, el no entender las cosas del siglo venidero, y de la inmortal vida, que por la luz de la fe los cristianos tenemos entendida. Porque si esto él entendiera, no dijera un tan grave error como arriba dijo: que después de la muerte no había bien ni mal alguno, ni ahora lo acrecentara diciendo que el hombre valeroso muere triste, entendiendo los bienes que deja; porque no los deja, antes los cobra por la muerte muy mayores; y así vemos que aquellos valerosos mártires iban a la muerte, no tristes, como este filósofo dice, sino como quien va a bodas, certificados por la fe de los bienes que por medio de aquella fortaleza de ánimo habían de alcanzar. Y así parece que en esto de la inmortalidad del alma y del premio de los buenos y castigo de los malos, este filósofo anduvo vacilando como hombre, y nunca dijo abiertamente su parecer. Más a la clara habló en esto su maestro Platón, y más conforme a la verdad cristiana, que en los libros de República confesó infierno y purgatorio, y cielo y premios eternos, aunque no tan claramente como nuestra religión cristiana nos lo enseña con doctrina celestial. Esto he querido añadir aquí, porque cuando el cristiano lector topare con cosas semejantes, lo atribuya a que no tenían aquéllos luz de Evangelios, y que su doctrina era, en fin, de hombres, y dé gracias al Señor, que esta cristiana filosofía así le quiso revelar: que entienda más de esto un simple cristiano catequizado o instruido en la fe, que todos juntos los filósofos del mundo.
Capítulo X
De la templanza y disolución
Declarada ya la materia de la fortaleza o valerosidad de ánimo, viene a tratar del segundo género de virtud, que es de la templanza, la cual es una manera de virtud muy importante para la quietud del mundo, pues los más de los males acaecen por falta de ella, apeteciendo muchos un contento y no pudiéndolo gozar todos, y moviendo, sobre quién lo gozará, grandes alborotos. Demuestra no consistir la templanza en todo género de contentamientos, sino en los corporales y que por el sentido se perciben. Después de haber tratado de la fortaleza, vengamos a tratar de la templanza; porque entendido está ser estas virtudes de aquellas partes que no usan de razón. Ya, pues, dijimos arriba que la templanza es medianía entre los placeres; porque menos, y no de la misma manera, consiste en las cosas de tristeza. En los mismos placeres parece que consiste también la disolución. Pero en cuáles placeres consistan, agora lo determinaremos. Dividamos, pues, los placeres de esta manera, que digamos que unos de ellos son espirituales y otros corporales, como el deseo de honra, o doctrina, porque cada uno de éstos se huelga con aquello a que es aficionado, sin recibir de ello el cuerpo ninguna alteración ni sentimiento, sino el entendimiento solamente. Los que en semejantes placeres se emplean, ni se dicen templados, ni tampoco disolutos, y lo mismo es en los demás pasatiempos y placeres que no son sensuales. Porque a los que son amigos de fábulas y de contar cuentos, y que de lo primero que a las manos les viene parlan todo el día, solémosles llamar vanos y parleros, mas no cierto disolutos. Ni tampoco a los que por causa de algunos intereses o amigos se entristecen. De manera que la templanza consiste en los placeres corporales, mas no en todos ellos. Porque los que, se huelgan con las cosas de la vista, como con los colores y figuras, y con la pintura, ni se dicen templados, ni tampoco disolutos, aunque parezca que se huelgan con ellos como conviene, o más o menos de lo que conviene. Y lo mismo acontece en las cosas del oído: porque a los que demasiadamente se huelgan con cantares o con representaciones, ninguno los llama disolutos, ni tampoco templados a los que se tratan en ello como deben; ni menos en lo que toca a los olores, sino accidentariamente; porque a los que se deleitan con los olores de las manzanas o de las rosas, o de los sahumerios, no los llamamos disolutos, sino a los que son amigos de almizcles y de olores de viandas. Porque 1os disolutos huélganse con olores semejantes, porque les traen a la memoria lo que ellos codician. Otros hay que, cuando tienen hambre, se agradan mucho de los olores de las buenas viandas, lo cual es propio de hombres disolutos en comer; porque de ellos es propio desear cosas semejantes; lo cual no vemos que acaezca en los demás animales, que con estos sentidos se deleiten, si no es accidentariamente. Porque ni aun los perros no se deleitan con oler las liebres, sino con comerlas, aunque el olor les dio el sentimiento de ellas; ni menos el león se deleita con el bramido del buey, sino con comerlo. Pero dónde está sintiolo por el bramido, y por eso parece que se deleita con la voz. Y lo mismo es cuando ve un ciervo algún corzo: que no se deleita de verlos, sino de que terná con qué matar su hambre. Consiste, pues, la templanza, y asimismo la disolución, en aquellos deleites de que son también participantes los otros animales. Por lo cual parecen cosas serviles y bestiales; éstas son el tacto y también el gusto, aunque parece que del gusto poco o ninguna cosa se sirven. Porque el juzgar del gusto es propio de los labrios, como lo vemos en los que gustan los vinos o guisan las viandas; de lo cual poco o no nada se huelgan los disolutos, si no han de gozar de ello; lo cual consiste todo en el tacto, así en las viandas como en las bebidas, y también en lo que toca a los deleites de la carne. Por lo cual dice de un gran comedor, llamado Filoxeno Frigio, que deseaba tener el cuello más largo que una grulla, dando a entender que se deleitaba mucho con el tacto, el cual es el más universal de todos los sentidos y en quien consiste la disolución. Y así, con razón, parece ser de los sentidos el más digno de ser vituperado, pues lo tenemos, no en cuanto somos hombres, sino en cuanto somos animales. De manera que holgarse mucho con cosas semejantes y quererlas mucho, es cosa bestial. Porque los más ahidalgados deleites del tacto, como son los que consisten en los ejercicios de la lucha y en los baños, no entran en esta, cuenta. Porque el deleite y tacto del disoluto no consiste en todo, el cuerpo, sino en ciertas partes de el.
Capítulo XI
De la diferencia de los deseos
En el capítulo onceno va distinguiendo los deleites, y mostrando cómo de ellos hay que consisten en cosas naturales, y de ellos en cosas vanas, y de ellos en cosas necesarias para el vivir, y de ellos en cosas que los hombres se han buscado sin forzarles necesidad ninguna. Y muestra pecarse más en lo vano que no en lo necesario.
Mas entre los deseos, unos parece que hay comunes, y otros propios y casi como sobrepuestos. Como el deseo del mantenimiento, que es natural, porque cada uno lo desea cuando de el tiene necesidad, ora sea seco, ora húmedo, y aun algunas veces el uno y el otro, y aun la cama (dice Homero) la apetece el gentil mozo y de floridos años. Pero tales o tales mantenimientos, ni todos los desean, ni los mismos. Por lo cual parece que depende de nuestra voluntad, aunque la naturaleza tiene también alguna parte en ello. Porque unas cosas son aplacibles a unos y otras a otros, y algunas cosas particulares agradan más a unos, que las que a otros agradan comúnmente. En los deseos, pues, naturales, pocos son los que pecan, y por la mayor parte en una cosa, que es en la demasía. Porque el comer uno todo cuanto le pongan delante, y beber hasta reventar, es exceder la tasa que la naturaleza puso, pues el natural apetito es henchir lo que hay necesidad. Y así, éstos se llaman comúnmente hinchevientres, como gentes que los cargan más de lo que sería menester. Esta es una condición de hombres serviles y de poca calidad. Pero en los particulares deleites muchos pecan, y de muy diversas maneras. Porque de los que a cosas particulares se dicen ser aficionados, pecan los que se deleitan en lo que no deben, o más de lo que deben, o como la vulgar gente se deleita, o no como debrían, o no con lo que debrían; pero los disolutos en toda cosa exceden, pues se deleitan con algunas cosas con que no debrían, pues son cosas de aborrecer. Y aunque se permita deleitarse con algunas de ellas, deléitanse más de lo que debrían, y como se deleitaría la gente vulgar y de poca estofa. Bien entendido, pues, esta, que la disolución es exceso en las cosas del deleite, y cosa digna de reprensión. Mas en lo que toca a las cosas de molestia, no es como en lo de la fortaleza; porque no se dice uno templado por sufrirlas, ni disoluto por no hacerlo, sino que se dice uno disoluto por entristecerse más de lo que debería por no alcanzar lo que apetece, la cual tristeza el mismo deleite se la causa; y templado se dice por no entristecerse por carecer y abstenerse del deleite. El disoluto, pues, todas las cosas deleitosas apetece, o, a lo menos, las que mas deleitosas son; y de tal manera es esclavo de sus propios deseos, que precia y escoge aquéllos más que todo el resto de las otras cosas; y por esto, como las desea, entristécese si no las alcanza, porque el deseo siempre anda en compañía de la tristeza. Aunque parece cosa ajena de razón entristecerse por el deleite. Pero faltos en el deleite y que se alegren con él menos de lo que conviene, no se hallan ansí, porque no consiente la naturaleza humana una tan grande tontedad, pues vemos que aun los demás animales disciernen los mantenimientos, y de unos se agradan y otros aborrecen; y pues si alguno hay que ninguna cosa le sea deleitosa, ni de unas cosas a otras haga diferencia, parece que este tal está lejos de ser hombre. De manera, que este tal no tiene nombre, porque tal cosa no se halla. Pero el templado, en esta cosas trátase con medianía, porque ni se deleita con las cosas con que se deleita mucho el disoluto, antes abomina de ellas, ni en alguna manera se huelga con lo que no debe, ni con ninguna cosa demasiadamente; ni por carecer de ello se entristece, ni desea sino moderadamente, ni se deleita con ninguna cosa más de lo que debe, ni cuando no debe, ni, generalmente hablando, con ninguna cosa de éstas. Antes apetece las cosas que importan para la salud y para conservar el buen hábito del cuerpo, si son cosas deleitosas, y esto moderadamente y como debe, y las demás cosas aplacibles, que no sean perjudiciales a éstas, ni menos estraguen la honestidad ni la hacienda. Porque el que disoluto es, más quiere sus deleites que toda la honra; mas el templado no es de esta manera, sino como la buena razón le enseña que ha de ser.
Capítulo XII
Cómo la disolución es cosa más voluntaria que la cobardía
En este último capítulo compara dos vicios de las dos virtudes, de que hasta agora ha tratado, el uno por exceso, que es la disolución, y el otro por defecto, que es la cobardía, de los cuales dos vicios la disolución es exceso de la temperancia, y la cobardía defecto de la fortaleza. Prueba, pues, la disolución tanto ser más digna de reprensión que no la cobardía, cuanto es más voluntaria y más puesta en nuestra libertad de albedrío. Porque la cobardía parece nacer de una escaseza o poquedad de ánimo, y la disolución de la misma voluntad.
La disolución, cosa más voluntaria parece que no la cobardía: pues ésta nace del deleite, y aquélla de la tristeza, de las cuales dos cosas el deleite es cosa de amar, y la tristeza de aborrecer. Y la tristeza disipa y destruye la naturaleza del que la tiene, mas el deleite ninguna cosa de esas hace, antes procede más de nuestra elección, y por esto es digno de mayor reprensión; pues en semejantes cosas es más fácil cosa acostumbrarnos. Porque muchas cosas hay en la vida de esta condición, en las cuales el acostumbrarse es cosa que está lejos de peligro, lo cual en las cosas de espanto es al revés. Aunque parece que la cobardía así en común tomada, no es de la misma manera voluntaria, que si en las cosas particulares la consideramos. Porque ella en sí carece de tristeza, mas las cosas particulares dan tanta pena, que fuerzan muchas veces a arrojar las armas, y a hacer otras cosas afrentosas, y por esto parece que son cosas violentas. Pero en el disoluto es al revés: que las cosas particulares le son voluntarias, como a hombre que desea y apetece; mas así en común no tanto, porque ninguno apetece así en común ser disoluto. Y el nombre de la disolución atribuímoslo a los hierros (esto es en griego conforme al nombre acolastos) de los niños, porque se parece mucho lo uno de estos a lo otro. Aunque para nuestra presente disputa no hace al caso inquirir cuál tomó de cuál el nombre; pero cosa cierta es que lo tomó lo postrero de lo primero, y no parece que se hace mal la traslación de lo uno para lo otro. Porque todo lo que cosas torpes apetece y en esto crece mucho, ha de ser castigado, cuales son el apetito y el niño más que otra cosa alguna, porque también los niños viven conforme al apetito, y en ellos se ve más el apetito del deleite. De manera que si no está obediente a la parte que señorea y se subjeta a ella, crece sin término, porque es insaciable el apetito del deleite; y el no bien discreto de dondequiera lo apetece. Y el ejercitarse en satisfacer al apetito hace crecer las obras de su mismo jaez, las cuales si vienen a cobrar fuerza y arraigarse, cierran la puerta del todo a la razón. Por tanto, conviene que estos tales deleites sean moderados y pocos, y que a la razón en ninguna manera sean contrarios. A lo que de esta manera es, llamámosle obediente y corregido. Porque así como el niño ha de vivir conforme al mandamiento de su ayo, de la misma manera en el hombre la parte apetitiva ha de regirse como le dicta la razón. Por lo cual, conviene que en el varón templado la parte del apetito concuerde con la razón: porque la una y la otra han de tener por blanco lo honesto, y el varón templado desea lo que conviene y como conviene y cuando conviene, porque así lo manda también el uso de razón. Esto, pues, es la suma de lo que habemos tratado de la virtud de la templanza.
De los morales de Aristóteles escritos a Nicomaco y por esto llamados nicomaquios
* Capítulo primero
De la liberalidad y escaseza
* Capítulo II
De la magnificencia y poquedad de ánimo
* Capítulo III
De la grandeza y bajeza de ánimo
* Capítulo IV
La virtud que consiste en el desear de la honra y no tiene nombre propio
* Capítulo V
De la mansedumbre y cólera
* Capítulo VI
De la virtud que consiste en las conversaciones y en el común vivir, y no tiene nombre propio, y de sus contrarios
* Capítulo VII
De los que dicen verdad y de los que mienten en palabras o en obras o en disimulación
* Capítulo VIII
De los cortesanos en su trato, y de sus contrarios
* Capítulo IX
De la vergüenza
De los morales de Aristóteles escritos a Nicomaco y por esto llamados nicomaquios
Argumento del cuarto libro de las Éticas
Ya que en el tercer libro ha tratado de dos géneros de virtudes principales, de la fortaleza y de la templanza, en el cuarto libro pretende tratar del tercer género principal de virtud, que es la liberalidad, la cual consiste en el dar y recibir de los propios intereses, y juntamente de los hierros que en ella acaecen por exceso y por defecto. Trata asimismo de la magnificencia y de otros inferiores géneros de virtudes que propuso en el segundo libro.
Capítulo primero
De la liberalidad y escaseza
En el primer capítulo propone en qué materia se emplea y consiste la liberalidad y los extremos suyos viciosos, que es en la comunicación de los propios intereses, y pone las diferencias que hay entre el verdaderamente liberal y el pródigo, y declara por qué se dice el pródigo perdido.
De aquí adelante tratemos de la liberalidad, la cual parece ser una medianía en cosa de lo que toca al dinero y intereses. Porque no alabamos a un hombre de liberal porque haya hecho ilustres cosas en la guerra, ni tampoco por las cosas en que el varón templado se ejercita, ni menos por tratarse bien en las cosas tocantes a la judicatura, sino por el dar o recibir de los dineros, y más por el dar que por el recibir. Llamamos dineros, todo lo que puede ser apreciado con dinero. Son asimismo la prodigalidad y la avaricia excesos y defectos en lo que toca a los intereses y dineros, y la avaricia siempre la atribuimos a los que procuran el dinero con más diligencia y hervor que no debrían; mas la prodigalidad (que en griego se llama asotia, que palabra por palabra quiere decir perdición) algunas veces con otros vicios la acumulamos juntamente. Porque los que son disolutos y amigos de gastar en profanidades sus dineros, llamámoslos pródigos y perdidos. Y por esto parece que estos tales son los peores de los hombres, porque juntamente están en muchos vicios puestos. Mas no los llamamos con aquel nombre propriamente. Porque perdido quiere decir hombre que tiene en sí algún vicio, con que destruye su propria hacienda, porque aquel se dice perdido, que él por sí mismo se destruye; y parece que la perdición de la hacienda es una perdición del mismo, pues de la hacienda depende la vida. de esta manera, pues, habemos de entender la prodigalidad o perdición. De aquellas cosas, pues, que por algún uso se procuran, puede acontecer, que bien o mal se use; y el dinero es una de las cosas que se procuran por el uso y menester. Aquél, pues, usa bien de cada cosa, que tiene la virtud que en lo tal consiste, y así aquél usará bien del dinero, que tiene la virtud que consiste en el dinero, y este tal es el hombre liberal. Parece pues, que el uso del dinero más consiste en el emplearlo y darlo, que no en recebirlo y conservarlo. Porque esto más es posesión que uso, y por esto más parece hecho de hombre liberal dar a quien conviene, que recibir de quien conviene, ni dejar de tomar de quien no conviene, porque más propio oficio es de la virtud hacer bien que recebirlo, y más propio el hacer lo honesto, que dejar de hacer lo torpe y vergonzoso. Cosa, pues, manifiesta es, que al dar es cosa anexa el bien hacer y el obrar cosas honestas, y al recibir el padecer bien o no hacer cosas vergonzosas. Y el agradecimiento, al que da se tiene, y no al que no recibe, y más alabado es el que da que no el que no recibe, y también más fácil cosa es el no recibir que no el dar, y los hombres más se recatan en no gastar lo propio que en tomar lo ajeno. A más de esto, aquellos que dan se dicen liberales: que los que no reciben no son tanto alabados de liberales cuanto de hombres justos, y los que reciben no por ello son muy alabados. Y de todos los virtuosos, los liberales son los más amados, porque son útiles, lo cual consiste en el dar. Las obras, pues, de la virtud son honestas y hechas por causa de lo honesto. De manera que el liberal dará conforme a razón y por causa de lo honesto, porque dará a quien debe y lo que debe y cuanto debe, y con las demás condiciones que son anexas al bien dar. Y esto alegremente, o a lo menos no con triste rostro, porque lo que conforme a virtud se hace, ha de ser aplacible, o a lo menos no pesado, cuanto menos triste. Mas el que da a quien no debería, o no por causa de lo honesto, sino por otra alguna causa, no es liberal, sino que se dirá ser algún otro, ni tampoco el que da con rostro triste, porque precia más el dinero que no la obra honesta, lo cual no es hecho de hombre liberal. Ni tampoco recebirá de quien no debe recibir, porque eso no es de hombre que tiene en poco el dinero. Tampoco será importuno en el pedir, porque mostrarse fácil en el ser remunerado, no es de hombre que a otros hace bien. Pero recebirá de donde debe, que es de sus propias posesiones: y esto no como cosa honesta, sino como cosa necesaria para tener que dar. Ni tampoco en sus propias cosas será negligente, por abastar a algunos con aquéllas. Ni menos dará al primero que se tope, por tener que dar a quien conviene, y cuando conviene y en lo que es honesto. Es también de hombre liberal y ahidalgado exceder mucho en el dar, tanto que deje lo menos para sí, porque el no tener cuenta consigo es de hombre liberal. Entiéndese esta liberalidad en cada uno según su posibilidad, porque no consiste lo liberal en la muchedumbre de lo que se da, sino en el hábito del que lo da, el cual da según es la facultad; de do se colige que bien puede acontecer que el que menos dé, sea más liberal, si lo da teniendo menos. Aquéllos, pues, parecen ser más liberales, que no ganaron ellos la hacienda, sino que la heredaron, porque éstos no saben qué cosa es necesidad; y en fin, cada uno ama lo que él mismo ha hecho, como los padres a sus hijos y los poetas a sus versos. Es cosa cierto dificultosa el hacerse rico un hombre liberal, porque ni sabe recibir, ni sabe guardar; antes todo lo despide de sí, ni para sí mismo precia nada el dinero, sino para dar. Y de esto se quejan los hombres de la fortuna, porque aquellos que más merecían ser ricos, lo son menos. Aunque esto acontece conforme a razón. Porque ¿cómo han de tener dineros los que no tienen cuidado cómo los ternán? como acontece también en todo lo demás. Pero el hombre liberal no dará a quien no es bien dar, ni cuando no es bien, ni en las demás circunstancias semejantes, porque ya no sería eso usar de liberalidad, y si en semejantes cosas gastase su dinero, no ternía después qué gastar en lo que conviniese. Es, pues, el varón liberal, como está ya dicho, aquel que conforme a su posibilidad o facultad gasta su dinero, y en lo que conviene, y el que de esto excede es pródigo o perdido. Por esto no digamos que los tiranos son pródigos, porque, como tienen mucho, parece que no pueden fácilmente exceder en las dádivas y gastos. Consistiendo, pues, la liberalidad en una medianía entre el dar y recibir del dinero, el hombre liberal dará y gastará en lo que esté bien empleado, y tanto cuanto convenga gastar, así en lo poco como en lo mucho, y esto alegremente, y tomará de do convenga, y tanto cuanto convenga. Porque, pues, así en lo uno como en lo otro es la virtud medianía, lo uno y lo otro hará como convenga, porque tal manera de recibir es anexa a tal manera de dar, y lo que no es de esta manera, le es contraria. Las que son, pues, anexas entre sí, en un mismo hombre se hallan juntamente, y las contrarias está claro que no. Y si acaso le aconteciese emplear su dinero en lo que no conviene ni está bien, se entristecería, no excesivamente, sino como conviene. Porque propio oficio de la virtud es holgarse y entristecerse en lo que conviene, y como conviene. Es asimismo el hombre liberal de muy buen contratar en cosa del dinero, porque como no lo precia, antes se entristece más si no gastó lo que convenía, que se duele de haber gastado lo que no convenía, no siguiendo el parecer del poeta Simónides puede fácilmente ser defraudado en los intereses. Mas el pródigo aun en esto no lo acierta, porque ni se alegra en lo que debería, ni como debería, ni tampoco se entristece, como más claramente, prosiguiendo adelante, lo veremos. Ya, pues, habemos dicho cómo la prodigalidad y la avaricia son excesos y defectos, y que consisten en dos cosas: en el dar y en el tomar, porque el gastar también lo contamos con el dar. La prodigalidad, pues, excede en el dar y no recibir, y en el recibir es falta; mas la avaricia falta en el dar y excede en el recibir, sino en algunos. Las cosas, pues, del pródigo nunca crecen mucho, porque no es posible que el que de ninguna parte recibe, dé a todos. Porque fácilmente se le acaba la hacienda al particular que lo da todo, si pródigo se muestra ser. Aunque este tal harto mejor parece ser que no el avariento, porque parece que la edad y la necesidad lo puede corregir y traer al medio, y también porque tiene las condiciones del liberal, pues da y no recibe, aunque lo uno y lo otro no bien ni como debe. Y si él esto viniere a entender, o por otra cualquier vía se mudare, verná a ser liberal, porque dará a quien conviene dar, y no recebirá de donde no conviene recibir. Por lo cual parece que no es vil de su condición, porque no es condición de ruin ni de villano el exceder en el dar y no recibir, sino de simple. Y el que de esta manera es pródigo, muy mejor parece ser que no el avariento, por las razones que están dichas, y también porque el pródigo es útil para muchos, mas el avariento para nadie, ni aun para sí mismo. Pero los más de los pródigos, como está dicho, reciben de donde no es bien, y en cuanto a esto son avarientos, y hácense pedigüeños o importunos en el pedir, porque quieren gastar y no tienen facultad para hacerlo fácilmente, porque se les acaba presto la hacienda. Esles, pues, forzado buscarlo de otra parte, y como no tienen, juntamente con esto, cuenta con la honestidad y honra, toman de dondequiera y sin ningún respecto, porque desean dar y no llevan cuenta con el cómo ni de dónde. Y por esto sus dádivas no son nada liberales. Porque ni son honestas, ni hechas por honesta causa, ni como conviene, sino que a veces hacen ricos a los que merecían ser pobres, y a los que son de vida y costumbres moderadas no darán un maravedí; y a truhanes, o a gente que les da pasatiempo alguno, dan todo cuanto tienen. Y así, los más de ellos son gente disoluta. Porque, como gastan prontamente, inclínanse a emplear su dinero en disoluciones, y como no viven conforme a lo honesto, inclínanse mucho a los deleites. De manera que el pródigo, si no es corregido, viene a parar en todo esto; mas si tiene quien le corrija y tenga cuenta con él, verná a dar al medio y a lo que conviene. Pero la avaricia es vicio incurable. Porque la vejez, y todo género de debilitación, parece que hace avarientos a los hombres, y que es más natural en ellos que no la prodigalidad, porque los más son más amigos de atesorar que no de dar. Pártese, pues, este vicio en muchas partes y tiene muchas especies, porque parece que hay muchas maneras de ella. Porque como consiste en dos cosas: en el defecto del dar y en el exceso del recibir, no proviene en todos de una misma manera, sino que algunas veces difiere una avaricia de otra, y hay unos que exceden en el recibir, y otros que faltan en el dar. Porque todos aquellos a quien semejantes nombres cuadran, escasos, enjutos, duros, todos éstos pecan en ser faltos en el dar, pero tampoco apetecen las cosas de los otros, ni son amigos de tomar, unos por una natural bondad que tienen y temor de no hacer cosas afrentosas (porque parece que algunos, o a lo menos ellos lo quieren dar así a entender, se guardan de dar porque la necesidad no les fuerce a hacer alguna cosa vergonzosa), entre los cuales se han de contar los tenderos de especias, y otros semejantes, los cuales tienen este nombre porque son tan tenedores en el dar, que no dan nada a ninguno. Otros hay que de temor se abstienen de las cosas ajenas, pretendiendo que no es fácil cosa de hacer que uno reciba las cosas de los otros, y los otros no las suyas. Conténtanse, pues, con no recibir nada de ninguno, ni dar nada a ninguno. Otros exceden en el recibir, recibiendo de doquiera toda cosa, como los que se ejercitan en viles oficios, y los rufianes que mantienen mujeres de ganancia, y todos los demás como éstos, y los que dan dineros a usura, y los que dan poco porque les vuelvan mucho. Porque todos éstos reciben de donde no es bien y cuanto no es bien. A todos los cuales parece serles común la vergonzosa y torpe ganancia. Porque todos éstos, por amor de la ganancia, y aun aquélla no grande, se aconhortan de la honra, ni se les da nada de ser tenidos por infames. Porque a los que toman cosas de gran tomo de donde no conviene, y las cosas que no es bien tomar, como son los tiranos que saquean las ciudades y roban los templos, no los llamamos avarientos, sino hombres malos, despreciadores de Dios, injustos. Pero los que juegan dados, los ladrones y salteadores, entre los avarientos se han de contar, pues se dan a ganancias afrentosas. Porque los unos y los otros hacen aquello por amor de la ganancia, y no se les da nada de ser tenidos por infames. los unos, por la presa, se ponen a gravísimos peligros, y los otros ganan con los amigos, a los cuales tenían obligación de dar. Y, en fin, los unos y los otros, pues, procuran de ganar de do no debrían: son amigos de ganancias afrentosas. Todas, pues, estas recetas son propias de hombres avarientos. Con razón, pues, se dice la avaricia contraria de la liberalidad, pues es mayor mal que la prodigalidad, y más son los que pecan en ella, que no en la prodigalidad que habemos dicho. De la liberalidad, pues, y de los vicios que le son contrarios, basta lo que está dicho.
Capítulo II
De la magnificencia y poquedad de ánimo
Junto con la liberalidad puso Aristóteles la magnificencia y la magnanimidad o grandeza de ánimo, y otras algunas particulares virtudes. Por esto, concluida ya la disputa de la liberalidad, trata en el segundo capítulo de la magnificencia, y muestra en qué géneros de obras consiste, y en qué difiere de la liberalidad, que es en la cantidad y calidad de las cosas en que la una y la otra se ejercitan.
Parece, pues, que es anexo a esta materia el tratar también de la magnificencia. Porque también ésta parece ser una virtud, que consiste en el tratar y emplear de los dineros. Aunque no se emplea en todos los ejercicios del dinero como la liberalidad, sino en los gastos solamente, y en éstos excede a la liberalidad en la grandeza. Porque la magnificencia, como claramente su nombre nos lo muestra, es un conveniente gasto en la grandeza o cantidad. Pero la grandeza nota cierto respeto. Porque no es un mismo gasto el del capitán de una galera que el de toda la armada. En esto, pues, consiste lo conveniente, refiriéndolo al mismo: en ver en qué se gasta y acerca de qué. Pero el que, o en cosas pequeñas o en medianías, gasta como debe, no se llama magnífico, como el que dijo:
Yo muchas veces, cierto, me he empleado
En dar favor y ayuda al extranjero;
sino el que gasta en cosas graves. Porque cualquier que es magnífico, es asimismo liberal, mas no cualquier que es liberal es por eso luego magnífico. El defecto, pues, de hábito semejante llámase bajeza o poquedad de ánimo; pero el exceso es vanidad y ignorancia de lo honesto, y todas cuantas son de esta manera, que no exceden en la cantidad acerca de lo que conviene hacerse, sino que se quieren mostrar grandes en las cosas que no convienen, y de manera que no conviene. Pero de éstas después se tratará. Es, pues, el magnífico muy semejante al hombre docto y entendido, porque puede entender lo que le está bien hacer y gastar largo con mucha discreción. Porque el hábito (como ya dijimos al principio) consiste en los ejercicios y en aquellas cosas cuyo hábito es, y los gastos del varón magnífico han de ser largos y discretamente hechos; y del mismo jaez han de ser las obras en que los hobiere de emplear. Porque de esta manera será el gasto grande y para la tal obra conveniente. Conviene, pues, que la obra sea digna del gasto, y el gasto de la obra, y aun que le exceda. Ha de hacer, pues, el varón magnífico estos gastos por causa de alguna cosa honesta (porque esto es común de todas las virtudes), y, a más de esto, con rostro alegre y gastando prontamente. Porque el llevar muy por menudo la cuenta, no es de ánimo magnífico. Y más ha de considerar cómo se hará más hermosa la obra y más conveniente, que en cuánto le estará, o cómo la hará a menos costa. Ha de ser el varón magnífico necesariamente liberal, porque el hombre liberal gastará lo que conviene y como conviene. Porque en estas cosas consiste lo más del varón magnífico, como es la grandeza de la cosa. Consistiendo, pues, en semejantes cosas la liberalidad, con un mismo gasto hará la obra más magnífica y ilustre. Porque no es toda una la calidad de la obra que la de alguna posesión: que la posesión es lo que es digno de mayor precio y valor, como el oro; pero la obra lo que es cosa grande y muy ilustre. Porque de tales cosas se maravillan los que las miran, y las cosas magníficas y ilustres han de ser tales, que causen admiración, y la magnificencia de la obra consiste en la grandeza de ella. De todos los gastos, pues, éstos decimos que son los más dignos de preciar: las cosas que se dedican para el culto divino, y los aparatos y sacrificios que en su servicio se hacen. También son obras muy dignas de preciar las que se hacen en memoria de todas las criaturas bienaventuradas, cuales son las angélicas, y las que se emplean en el bien y provecho de la comunidad, como si uno hace unas muy solemnes fiestas o edifica alguna ilustre armada, o hace algún general convite a toda una ciudad. En todas estas cosas, como está ya dicho, todo se refiere al que lo hace, qué calidad de hombre es y qué hacienda tiene. Porque todo esto ha de ser conforme a estas cosas, y no sólo ha de cuadrar a la obra, pero también a la persona que lo hace. Por lo cual, el hombre pobre nunca será magnífico, porque no tiene de dónde gastar como conviene. Y el pobre que tal hacer intenta, es necio, pues intenta lo que no le está bien ni le conviene, y lo que conforme a virtud se ha de hacer, ha de ser bien hecho. Aquéllos, pues, lo hacen decentemente, que o por sí mismos lo han alcanzado, o por sus antepasados, o los a quien ellos suceden, o los que son de ilustre sangre, o los que están puestos en estado, y los demás de esta manera. Porque todas estas cosas tienen en sí grandeza y dignidad. El hombre, pues, magnífico en semejantes cosas principalmente se señala, y la magnificencia, como esta, ya dicho, consiste en gastos semejantes, porque todas éstas son cosas muy ilustres y en mucha estima tenidas. Pero de las cosas propias, en aquéllas se debe mostrar el magnífico que sola una vez se hacen, como en sus bodas y en cosas de esta manera. Ítem, en aquello que todo el pueblo lo desea, o los que más valen en el pueblo; también en el recoger y despedir de los huéspedes, y en el dar y tornar de los presentes, porque el varón magnífico no es tan amigo de gastar en lo que particularmente toca a él, cuanto en lo que en común a todos. Y los presentes parecen en algo a las cosas que se ofrecen, a Dios. También es de hombre magnífico edificar decentemente una casa para sí según su facultad (porque también ésta es parte de lo que da lustre a las gentes), y en aquellas obras principalmente gastar su dinero, que sean de más dura y no fenezcan fácilmente, porque todas éstas son cosas muy ilustres, aunque en cada una de ellas se ha de guardar el decoro que conviene. Porque lo que es bastante para los hombres, no lo es para los dioses, ni se ha de hacer un mismo gasto para hacer un sepulcro que para edificar un templo. Y en cada género de gastos por sí hay su manera de grandeza. Y aquella obra es la más magnífica de todas, que es de las más ilustres la mayor, y en cada género por sí, el que es entre ellos el mayor. Aunque hay diferencia entre ser la obra en sí grande y ser de grande gasto. Porque una pelota muy hermosa o un muy hermoso vaso es magnífico don para presentar a un niño, aunque el precio de ello es cosa de poco y no de hombre liberal. Por lo cual, es propio oficio del varón magnífico, en cualquier género de cosas que trate, tratarlas con magnificencia. Porque semejante manera de tratar no puede ser fácilmente por otro sobrepujada, y la obra hácese conforme a la dignidad del gasto. Tal, pues, es el varón magnífico, cual lo habemos declarado. Pero el que en esto excede y es vano, excede en el gastar no decentemente como ya también está dicho, porque gasta largo en cosas que quieren poco gasto, y neciamente y sin orden muere por mostrarse magnífico y ilustre, como el que a los que habían de comer a escote les da una comida como en bodas, o el que a los que representan comedias les da los aparejos, aderezándoles los tablados con paños de púrpura, como hacen los de Megara, y todo esto no lo hace por ninguna cosa honesta, sino por mostrar sus riquezas y pretendiendo que por ellas le han de preciar mucho, y donde había de gastar largo, gasta cortamente, y donde bastaba gastar poco, gasta sin medida. Pero el hombre apocado y de poco ánimo en toda cosa es corto, y, de que ha gastado mucho, por una poquedad pierde y destruye la obra ilustre. Y si algo ha de hacer, no mira sino cómo la hará a menos costa, y todo lo hace llorando duelos y pareciéndole que aún gasta más de lo que debería. Son, pues, semejantes hábitos de ánimo viciosos, pero los que los tienen, no por eso son infames, pues ni a los circunvecinos son perjudiciales, ni tampoco son muy deshonestos.
Capítulo III
De la grandeza y bajeza de ánimo
En los dos capítulos pasados ha tratado de las dos virtudes, que consisten en lo que toca a los propios intereses, que son la liberalidad y la magnificencia. En este tercero trata de la virtud que consiste en otro bien, que es la honra, la cual se llama magnanimidad o grandeza de ánimo, y declara quién es el que se ha de llamar magnánimo, y quién soberbio y fanfarrón, y en qué difieren el uno del otro, y los dos del hombre de bajos pensamientos. Aunque esta materia es algo ajena de nuestra cristiana religión, la cual se funda en humildad y caridad y desprecio de sí mismo. Pero éste escribió conforme a lo que el mundo trata: nosotros habemos de obrar como gente que de veras desprecia el mundo por el cielo.
La magnanimidad o grandeza de ánimo, según el nombre nos lo muestra, también consiste en cosas grandes. Declaremos, pues, primero en qué género de cosas está puesta, y importa poco que tratemos de la misma magnanimidad o del que la tiene y es magnánimo. Aquél, pues, parece hombre magnánimo, que se juzga por merecedor de cosas grandes, y lo es, porque el que no siéndolo se tiene por tal, es muy gran necio, y conforme a la virtud ninguno puede ser necio, ni falto de juicio. El que habemos dicho, pues, es el magnánimo. Mas el que poco merece y él mismo se lo conoce, es varón discreto, mas magnánimo no es, porque la magnanimidad consiste en la grandeza; de la misma manera que la hermosura en el cuerpo grande. Porque los que son de pequeña estatura, dícense que tienen buen donaire y proporción, mas que son hermosos no se dicen. Pero el que se tiene por digno de grandes cosas no 1o siendo, dícese hinchado. Aunque no todos los que se tienen por dignos de mayores cosas que no son, se dicen hinchados. Pero el que se juzga por digno de menos de lo que es, es hombre de poco ánimo, ora sea digno de cosas grandes, ora de medianas, ora de menores, si él en fin se juzga por digno de menos de lo que es. Y el más bajo de ánimo parecerá ser aquel que, siendo digno de las cosas mayores, se apoca a las menores, porque ¿qué hiciera si de cosas tan grandes no fuera merecedor? Es, pues, el hombre magnánimo en cuanto toca a la grandeza el extremo, pero en cuanto al pretenderlo como conviene, tiene el medio; pues se juzga por digno de aquello que en realidad de verdad lo es, pero los demás o exceden o faltan. Y si de cosas grandes se tuviere por digno, siéndolo, y señaladamente siendo digno de las más ilustres cosas, particularmente se juzgará por digno de una cosa, pero cuál sea ésta, por la dignidad lo habemos de entender. Es, pues, la dignidad uno de los bienes exteriores, y aquello tenemos por mayor que a los mismos dioses lo atribuimos, y lo que más apetecen los que puestos están en dignidad, y lo que es el premio de las más ilustres cosas, la cosa, pues, a quien todas estas calidades cuadran, es la honra, porque éste es el mayor bien de todos los externos. De manera que el varón magnánimo es el que en lo que toca a las honras y afrentas se trata como debe. Y sin más probarlo con razones, es cosa manifiesta que los varones magnánimos se emplean en lo que consiste acerca de la honra. Porque los hombres graves señaladamente se tienen por dignos de la honra, pero de la que merecen. Pero el hombre de poco ánimo y bajos pensamientos falta a sí mismo y a la dignidad del magnánimo varón; mas el hinchado y entonado para consigo mismo excede, mas no para con el varón magnánimo. Pero el, varón magnánimo, si digno es de las mayores y más graves cosas, será el mejor de todos, porque el que es mejor siempre es merecedor de lo mayor, y el más perfeto de las cosas más graves. Conviene, pues, en realidad de verdad, que el varón magnánimo sea hombre de bien, y aun parece que se requiere que en cada género de virtud sea muy perfeto, ni cuadra en ninguna manera al varón magnánimo huir por temor de los peligros, ni hacer agravio a nadie. Porque ¿a qué fin ha de hacer cosas feas el que todo lo tiene en poco? Si queremos, pues, en cada cosa particularmente escudriñarlo, veremos claramente cuán digno de risa es el varón magnánimo si no es hombre dotado de virtud, y cuán lejos está de ser digno que le hagan honra, pues es malo. Porque la honra premio es de la virtud, y a los buenos se les debe de derecho. Parece, pues, que la magnanimidad es una como recámara en que se contienen todas las virtudes, las cuales ella las engrandece, y sin ellas no se halla. Por lo cual es cosa rara y dificultosa de hallarse un varón en realidad de verdad magnánimo, por que no puede ser sin toda perfición de virtud. De manera que el varón magnánimo consiste señaladamente en lo que a las honras y afrentas toca, de las cuales honras con las que mayores fueren y de hombres virtuosos procedieren, moderadamente se holgará, como quien alcanza lo que le pertenece propriamente y de derecho, aunque sea menos de lo que él merece, porque a la acabada y perfeta virtud no se le puede hacer tanta honra, cuanta se le debe; pero en fin, aceptarlas ha, pues no tienen los varones buenos cosa mayor con que remunerarla. Pero las que la vulgar gente le hiciere y en cosas de poco peso y importancia, despreciarlas ha del todo, porque no son conformes a su merecimiento. Terná asimismo en poco las afrentas, porque no se le harán con razón ni con justicia. Es, pues, el varón magnánimo (como ya esta dicho) el que de esta manera se trata en lo que a las honras pertenece, aunque también en lo que a las riquezas toca, y al señorío y a la buena o mala fortuna, se tratará, comoquiera que le suceda, con modestia, y ni en la próspera fortuna se alegrará demasiadamente, ni en la adversa tampoco se entristecerá, pues ni aun en la honra, que es cosa de mayor calidad, no se trata de esa manera. Porque los señoríos y las riquezas son de amar por causa de la honra, y los que las poseen quieren por respecto de ellas ser honrados. Pero el que aun la misma honra tiene en poco, también terná en poco todo lo demás, y así los varones magnánimos parecen despreciadores de las cosas. También parece que importan algo para la magnanimidad las cosas de la próspera fortuna. Porque los que son de ilustre sangre, y los que están puestos en señorío, y los que viven abundantes de riquezas, son al parecer tenidos por dignos de que se les haga honra, pues la honra consiste en el exceso, y a lo que de suyo es bueno, cualquier cosa que le sobrepuje lo hace más digno de honra, y por esto tales cosas como éstas hacen a los hombres más magnánimos, porque, en fin, algunos les hacen honra. Aunque en realidad de verdad sólo el bueno merece ser honrado, pero el que lo uno y lo otro tiene, más digno es de honra. Pero los que semejantes bienes de fortuna tienen y son faltos de virtud, ni con razón se juzgan por dignos de cosas grandes, ni se dicen bien magnánimos, porque este nombre sin muy perfeta virtud jamás se alcanza, y los que aquellos bienes tienen sin virtud, son despreciadores y amigos de hacer agravios y inficionados de vicios semejantes. Porque sin virtud es dificultosa cosa mostrarse uno moderado en las prosperidades. Y como no lo pueden ser y les parece que exceden a todos, desprecian a los otros y hacen todo aquello a que les convida su apetito. Porque quieren imitar al hombre magnánimo sin parecerle en cosa alguna, y esto hácenlo en aquello que pueden. Lo que toca, pues, a la virtud, no hacen; sólo esto hacen: que desprecian a los otros. Pero el varón magnánimo con razón desprecia a los que no lo son, porque siente bien y verdaderamente de las cosas. Pero el vulgo desprecia así a bulto. Y como el varón magnánimo precia pocas cosas, ni fácilmente se pone en peligros, ni es aficionado a ponerse; pero en los graves peligros pónese, y cuando se pone, de tal suerte arrisca la vida, como si no fuese en ninguna manera digno de vivir. Es asimismo prompto en bien hacer, y si a él alguno le hace bien, córrese de ello, porque aquello es de superior, y estotro de inferior. Y si remunera la buena obra, hácelo colmadamente. Porque de esta manera queda siempre deudor el que primero hizo el bien, y queda en cargo del bien que ha recebido. Y así parece que se huelgan más los magnánimos de que les traigan a la memoria las buenas obras que ellos a otros han hecho, que no las que ellos han de otros recebido, porque siempre el que recibe el bien es inferior que el que lo hace, y el magnánimo siempre quiere ser superior, y así lo que él ha hecho óyelo de buena gana, y lo que ha recebido, con mucha pesadumbre. Y así la Tetis en Homero no le trae a la memoria a Júpiter las cosas que ella por él había hecho, ni los lacedemonios a los atenienses, sino las buenas obras que otras veces habían de ellos recebido. Es también de hombre magnánimo no haber menester a nadie, o a lo menos en cosas graves, y ser prompto en el hacer por otros, y para con otros que están puestos en dignidad y próspera fortuna mostrarse grande, y mediano para con los medianos. Porque sobrepujar a aquéllos es cosa grave y ilustre, pero a estotros cosa fácil. Y querer entre aquéllos ser señalado, es ilustre cosa y de hombre generoso, pero entre los de baja suerte es cosa odiosa, como si uno quisiese mostrar sus fuerzas contra los flacos y dolientes. Es también de varón magnánimo no mostrarse muy codicioso de ir a las cosas tenidas en mucho, y en que otros están más adelante, y ser perezoso y tardo sino donde la honra sea muy grande, o la obra tal que pocos la puedan hacer, y aquéllos personas graves y afamadas. Conviene también que el varón magnánimo a la clara ame o aborrezca, porque el encubrir esto es de hombre temeroso y que tenga más cuenta con la verdad que con la opinión, y que diga y haga a la clara. Porque esto es propio del que tiene en poco las cosas. Y así el hombre magnánimo es libre en el decir, porque también aquello es propio de hombre libre en el hablar, y por esto tiene en poco las cosas, y así siempre habla de veras, sino en lo que trata por disimulación, de la cual ha de usar para con el vulgo. Es también propio del varón magnánimo no poderse persuadir que ha de vivir a gusto de otro, sino al del amigo, porque es cosa de ánimos serviles. Y por esto, todos los lisonjeros son gente baja y servil, y los bajos de ánimo y serviles son ordinariamente lisonjeros. Tampoco el magnánimo es hombre que se maravilla de las cosas, pues ninguna cosa le parece grande, ni menos tiene en la memoria los males y trabajos, porque no es de hombre magnánimo acordarse y especialmente de los males, sino antes prevenirlos. Ni menos es amigo de hablar de nadie, porque ni hablará de sí mismo ni de otros, pues no se le da mucho de ser alabado, ni de que otros sean vituperados. Ni tampoco es amigo de alabar a nadie, y por la misma razón tampoco es amigo de hablar mal ni aun de sus propios enemigos, si no es por causa de alguna, afrenta que le hagan. Tampoco es amigo de quejarse de las cosas necesarias o de poco valor ligeramente, ni de ir rogando a nadie, porque más procura de tratarse para con ellas de esta suerte y poseer antes las cosas ilustres, aunque de poca ganancia, que no las útiles y fructíferas, porque esto es más propio del varón que él para sí mismo se es bastante. Ha de ser también el meneo y voz del varón magnánimo sosegada y grave, y su hablar pausado. Porque el que pocas cosas desea, no es muy diligente ni solícito, ni tampoco importuno en el tratar el que ninguna cosa tiene por grande, y la agudeza de la voz y la presteza en el andar, a esto parece que retiran. El varón, pues, magnánimo, tal es, cual habemos propuesto. Y el que en esto es falto es de poco ánimo, mas el que excede soberbio y hinchado. Tales, pues, como, éstos no parece que se han de llamar malos hombres, pues no hacen mal ninguno, sino hombres de erradas opiniones. Porque el de poco ánimo, siendo digno de bienes, se priva de lo que es merecedor, y parece que tiene esta falta, por no tenerse por digno de bienes semejantes, y que no conoce el valor que tiene, porque desearía cierto aquello de que es merecedor, pues es bueno. Aunque éstos no se han de llamar necios, sino cobardes. Y semejante opinión que ésta parece que hace peores a los hombres. Porque cada uno apetece conforme al merecimiento que en sí juzga, y por esto, reputándose por indignos, dejan de emprender los buenos hechos y obras, y aun de los exteriores bienes de la misma manera huyen. Pero la gente hinchada son muy grandes necios, y no se conocen a sí mismos muy a la clara. Porque, como si fuesen los más dignos del mundo, así tan sin freno emprenden las cosas más honrosas, y después quedan corridos y confusos. Adórnanse de ropas muy chapadas y de rostros muy apuestos y de cosas semejantes, y quieren que entienda el mundo sus prosperidades, y hablan de ellas pretendiendo que por ellas han de ser honrados. Es, pues, la poquedad de ánimo más contraria a la magnanimidad que no la hinchazón. Porque acaece más veces y es peor vicio. De manera que la magnanimidad, como está dicho, consiste en las muy grandes honras y excesivas.
Esta materia de la magnanimidad tiene necesidad de un poco de sal de cristiana reformación y de ser reglada conforme a nuestra evangélica verdad. Porque tomada así como este filósofo la dice, pone en peligro la virtud de la humildad, que es la puerta de todas las virtudes, y sin la cual no hay aplacer a Dios. Y por no entender esta virtud los filósofos gentiles dieron al través en muchas cosas. Hay, pues, en esta materia esta falta, que parece casi imposible ser humilde, quien de sí sienta, como Aristóteles dice que ha de sentir de sí el magnánimo. A más de esto, que remite el juicio de ello al mismo varón que es interesado. Que por nuestra miseria, y por este amor que a nosotros mismos nos tenemos, siempre juzgamos nuestras faltas menores de lo que son, y si algo hay razonable en nosotros, nos parece lo mejor del mundo. Remite también el premio de la magnanimidad a los hombres, que son también jueces muy apasionados y honra cada uno al que ama, o al que teme, o al que espera que algún bien puede hacerle, y aun lo que peor es, al que hoy honra mañana le persigue, como se ve claro por particulares ejemplos de las historias griegas y latinas, y muy más claro por el recebimiento y muerte del Señor. Habemos, pues, de decir que es verdad que el varón magnánimo apetece la honra, mas no la que los hombres hacen, que a nadie saben honrar de veras ni como deben, sino la que Dios hace a los que le aman y sirven, que es el que sabe honrar y puede honrar de veras. Y que por causa de esta honra se han de pasar mil muertes, y despreciar todo aquello que el vulgo tiene en mucho, y tener en poco en comparación de esto todo el poder de todo lo criado. Tales magnánimos como éstos pocos pueden demostrar los gentiles, pero nuestra cristiana, religión puede contar millares de ellos. En todo lo demás conforman harto la doctrina deste con nuestra cristiana verdad. Al cual se le ha de tener a mucho lo que con la natural lumbre atinó, y perdonar lo que por no tener luz de Evangelio no acertó.
Capítulo IV
La virtud que consiste en el desear de la honra y no tiene nombre propio
Así como dijo Aristóteles que diferían la magnificencia y la liberalidad en emplearse en cosas de más o menos quilate, así también la magnanimidad difiere de otra virtud, que consiste en el apetecer de las honras menores, y no tiene nombre propio, aunque parece la podríamos llamar modestia. Declara, pues, cómo ésta tiene también su exceso y su defecto.
Parece que en estoque ala honra toca, hay (como ya está dicho arriba) cierta virtud, que parece mucho a la magnanimidad, de la misma manera que la liberalidad a la magnificencia. Porque ambas estas se apartan de lo más grave, y en lo mediano y menor nos disponen de manera que como debemos nos tratemos. Pues así como en el dar y recibir de los dineros hay medianía, exceso y defecto, de la misma manera lo hay en lo que toca al deseo y apetito de la honra, la cual se puede desear más de lo que conviene, y también menos, y de la misma manera de donde conviene y como conviene. Porque al hombre. ambicioso vituperamos comúnmente como a hombre que apetece la honra más de lo que debería, o de las cosas de que no debería, y al negligente en ello también lo reprendemos, porque ni aun por las buenas cosas huelga que lo honren. Otras veces acaece que alabamos al que apetece la honra como a hombre varonil y aficionado a lo bueno; y también al que por esto no se le da mucho solemos decir que es hombre moderado y discreto, como ya está dicho en lo pasado. Manifiestamente, pues, se ve que pues ser uno aficionado a esto se dice de diferentes maneras, no siempre atribuimos a un mismo fin el ser uno aficionado a la honra, sino que lo alabamos cuando es más aficionado a ello que la vulgar gente, y lo vituperamos cuando en esto muestra más afición de lo que debería. Pues como la medianía en esto no tiene propio nombre, parece que los extremos litigan sobre ella quién la poseerá, como sobre posesión sin dueño. Dondequiera, pues, que hay exceso y falta, hay también, de necesidad, medianía. Por lo cual, pues, algunos apetecen la honra más de lo que debrían; también puede apetecerse como debe. Tal hábito, pues, como éste, en lo que al apetecer la honra toca, aunque no tiene propio nombre, es alabado; y comparado con la ambición parece negligencia, y con la negligencia conferido, ambición; y con ambas, en cierta manera, la una y la otra. Y lo mismo parece que en las demás virtudes acaece. Pero aquí, por no tener el medio nombre propio, parece que están opuestos en contrario los extremos.
Capítulo V
De la mansedumbre y cólera
Dijo en el tercer libro que había otras virtudes de menos quilate, y no tan principales; de éstas, pues, trata en lo que resta deste libro, dejando para el quinto lo que toca a la justicia. Y en este capítulo disputa de la mansedumbre y de sus extremos, que son cólera y simplicidad, y demuestra cuándo y cuánto se puede enojar un hombre virtuoso, y por qué tales causas, de manera que dejarlo de hacer sería vicio.
La mansedumbre es una medianía en lo que toca a los enojos. Y como el medio no tiene propio nombre, ni aun casi los extremos, atribuimos la mansedumbre al medio, aunque más declina al defecto, que tampoco tiene nombre. Pero el exceso en esto podríase decir ira o alteración, pues la pasión de el es la ira. Pero las cosas que la causan son muchas y diversas. Aquel, pues, que en lo que debe, y con quien debe, y también como debe, y cuando debe, y tanto espacio de tiempo cuanto debe, se enoja, es alabado. Tal hombre como éste será el manso, si la mansedumbre es cosa que se alaba. Porque el hombre manso pretende vivir libre de alteraciones, y que sus afectos no le muevan más de lo que requiere y manda la razón, y conforme a ella y en lo que ella le dictare, y cuanto tiempo le obligare enojarse, y no más. Y aun parece que más peca en la parte del defecto que en la del exceso. Porque el hombre manso no es hombre vengativo: antes es benigno y misericordioso. Pero el defecto, ora se llame flema, ora como quiera, es vituperado. Porque los que en lo que conviene no se enojan, o no como deben, ni cuando deben, ni con quien deben, parecen tontos sin ningún sentido. Porque el que de ninguna cosa se enoja, parece que ni siente, ni se entristece, y así no es nada vengativo. Y dejarse uno afrentar, y sufrir que los suyos lo sean, parece cosa servil y de hombre bajo. Pero el exceso en toda cosa se halla. Porque se puede enojar uno con quien no debería, y en lo que no debería, y más de lo que debería, y más repentinamente y más tiempo que debería. Aunque no consiste en un mismo todo esto, porque no sería posible. Que lo malo ello a sí mismo se destruye, y si del todo malo es, da consigo en tierra. Los alterados, pues, y coléricos fácilmente se enojan, y con quien no debrían, y por lo que no debrían, y más de lo que debrían, aunque ligeramente se les pasa, que es lo mejor que ellos tienen. Este mal, pues, les viene de que no se habitúan a refrenar la cólera: antes le dan todas las riendas, con lo cual, por la repentina presteza, fácilmente se descubren, y luego se apacigüan. Pero los extremadamente coléricos son en extremo prontos en enojarse, y contra quienquiera se enojan, y por cualquier cosa. De donde tomaron el nombre de extremadamente coléricos. Pero los que tienen la cólera quemada, son dificultosos de aplacar, y dúrales mucho tiempo la ira, porque detienen mucho el enojo, pero pásaseles cuando lo ejecutan. Porque la venganza aplaca la cólera, dando contento en lugar de la tristeza. Pero si esto no hacen, llevan a cuestas un gran peso. Porque como no llo demuestran afuera, nadie les persuade, y para recoger uno en sí cólera, ha menester tiempo. Éstos, pues, para si mismos son muy pesados, y para los que más les son amigos. Porque llamamos terribles a los que por lo que no debrían se aíran, y más de lo que debrían, y más tiempo de lo que debrían, y que no desisten de la saña sin venganza o sin castigo. El exceso, pues, por más contrario de la mansedumbre lo ponemos que el defecto. Porque más veces acaece, y los hombres son de suyo más inclinados a vengarse; y los hombres de terrible condición son peores para tener con ellos compañía. Lo cual ya está dicho en lo pasado, y de lo que agora se ha tratado se colige claramente. Porque no es cosa fácil de determinar cómo y con quién, y en qué cosas, y cuánto tiempo se ha de enojar uno, y hasta cuánto lo puede hacer uno rectamente, y dónde lo errará. Porque el que poca cosa se aparta de lo perfeto, ora sea a lo demasiado declinando, ora a lo falto, no es reprendido. Porque unas veces alabamos a los que en esto faltan, y decimos que son hombres mansos; y otras, a los que se enojan, decimos que son hombres de ánimo y varoniles, y aptos para gobernar. Pero cuánto y cómo ha de exceder o faltar el que ha de ser reprendido, no puede fácilmente declararse con palabras. Porque esto hase de juzgar en negocios particulares, y por la experiencia; mas esto, a lo menos, está bien en tendido: que el mediano hábito es digno de alabanza, conforme al cual nos enojamos con quien debemos, y en lo que debemos, y como debemos, y todo lo demás que va de esta manera; mas los excesos y las faltas son dignas de reprensión, las cuales, si son pequeñas, requieren pequeña reprensión, y si medianas, mediana, y si muy grandes, muy grande. Consta, pues, que debemos arrimarnos al hábito mediano. Con esto, pues, los hábitos, que acerca de la cólera consisten, quedan declarados.
Capítulo VI
De la virtud que consiste en las conversaciones y en el común vivir, y no tiene nombre propio, y de sus contrarios
Entre aquellas virtudes que no tienen nombre propio puso Aristóteles, en el tercer libro, la virtud que se atraviesa en el tratar llanamente con los amigos, de manera que ni nos tengan por terribles de condición, que es de hombres importunos, ni tampoco por lisonjeros, que es de hombres apocados, sino tales que mostremos el pecho abierto y sin doblez. Désta, pues, trata en este capítulo, y declara cómo habemos de tener en ella el medio, y en qué difiere de la otra virtud que llamamos amistad.
Pero en las conversaciones y común trato de la vida, y en la comunicación de las palabras y negocios, hay algunos que se quieren mostrar tan aplacibles, que por dar contento alaban todas las cosas y en nada contradicen; antes les parece que conviene mostrarse dulces en su trato con quienquiera. Otros, al revés déstos, que a todo quieren contradecir, ni tienen cuenta ninguna si en algo dan pena, llámanse insufribles y amigos de contiendas. Cosa, pues, es cierta y manifiesta, que tales condiciones cuales aquí habemos dicho, son dignas de reprensión, y la medianía entre ellas, digna de alabanza, conforme a la cual admitiremos lo que conviene y como conviene, y de la misma manera también lo refutaremos. Esta virtud, pues, no tiene nombre propio, pero parece mucho a la amistad. Porque el que este medio hábito tiene, es tal cual queremos entender ser uno, cuando decimos de el que es hombre de bien y amigo, añadiendo junto con ello la afición. Pero difiere esta virtud de la amistad en esto: que ésta es sin pasión ni particular afición para con aquellos con quien trata. Porque ni por afición ni por odio acepta cada cosa como debe, sino por ser aquello de su condición. Porque de la misma manera se trata con los que no conoce que con sus conocidos, y lo mismo hará con los que no conversa que con los que conversa, excepto si en algunas cosas no conviene. Porque no es razón ni bien tener la misma cuenta con los extranjeros que con nuestros conocidos, ni de una misma manera se ha de dar pena a los unos que a los otros. Generalmente, pues, habemos dicho que este tal conversará con las gentes como debe, y que encaminando sus conversaciones a lo honesto y a lo útil, verná a no dar pena o contento cual río debe. Porque es cosa manifiesta que este tal consiste en los contentos y pesares que suceden en las conversaciones, de las cuales aquéllas reprobará en las cuales no le es honesto, o no le es útil dar contento, y holgará más de dar pena, aunque el hacerlo le sea causa de alguna gran afrenta o notable perjuicio; y aunque el hacer lo contrario le cause poca pena, no lo aceptará: antes lo refutará. Aunque de diferente manera ha de conversar con los que están puestos en dignidad que con la vulgar gente, y con los que le son más o menos conocidos y familiares; y de la misma manera con las demás diferencias de gentes, guardando a cada uno su decoro, y deseando el dar contento a todos, como principal intento, y guardándose todo lo posible de dar pena, y allegándose a lo que se siguiere si más importare: digo a lo honesto y conveniente. No se le dará nada de dar de presente un poco de pesadumbre, por el gran contento que después de aquello se haya de seguir. El que en esto, pues, guarda el medio es de esta manera, aunque no tiene nombre propio. Pero de los que se precian de dar contento en todo, el que no tiene otro fin sino mostrarse dulce, sin otra pretensión, llámase hombre aplacible; pero el que por haber de allí algún provecho, o de dineros o de otras cosas que sean con el dinero, llámase lisonjero. Mas el que a todos contradice y con todos se enoja, ya está dicho que es terrible y amigo de contiendas. Aunque por no tener el medio nombre propio, parece que los extremos el uno al otro son contrarios.
Capítulo VII
De los que dicen verdad y de los que mienten en palabras o en obras o en disimulación
Lo del capítulo pasado tocaba al aprobar o reprobar las cosas de los amigos, o cualesquier otras personas en las conversaciones. Pero lo que en éste se trata, toca al decir verdad o blasonar, o disimular en las cosas propias. En las cuales, la verdad llana y clara es de alabar; y el jactarse de fanfarrones, y el hablar con disimulación sintiendo uno y quiriendo dar a entender otro, de hombres fingidos y doblados.
Casi en lo mismo consiste la medianía de la arrogancia o fanfarronería, la cual tampoco tiene nombre. Cuya materia es muy provechosa. Porque mejor entenderemos lo que a las costumbres toca, si cada una por sí la consideramos. Ya, pues, estamos persuadidos que las virtudes son medianías y en todas ellas hallamos ser de esta manera. También habemos tratado de los que en el contrato de la vida conversan pretendiendo dar contento o pesadumbre. Tratemos, pues, agora de los que así en sus palabras como en sus obras, y también en su disimulación, dicen verdad o mienten. El arrogante, pues, y fanfarrón, parece que quiere mostrar tener las cosas ilustres que no tiene, o si las tiene, las quiere mostrar mayores que no son. Pero el disimulado es al contrario, que niega los bienes que tiene, o quiere dar a entender que son menores. Mas el que guarda el medio en esto no es como ninguno déstos, sino que en su vivir y su decir trata toda verdad, y llanamente confiesa lo que de sí siente, y no lo encarece, ni lo disminuye. Cada cosa, pues, de éstas puédese hacer por algún fin y también sin fin ninguno. Y según cada uno es, así hace las obras y dice las palabras, y en fin, así vive, si no es cuando por otro fin hace alguna cosa. La mentira, pues, considerada en cuanto mentira, mala cosa es y digna de reprensión, y la verdad buena y digna de alabanza. Y así el que trata verdad, que es el que guarda el medio, es digno de alabanza, pero los que mienten, así el uno como el otro, son dignos de reprensión, y más el arrogante. Tratemos, pues, de cada uno de ellos y primero del que trata verdad. No tratamos aquí del que en sus confesiones trata verdad, ni de las cosas que a la sinjusticia o justicia pertenecen, porque a otra virtud toca ya eso, sino del que no importando más el decir verdad que mentira, en sus palabras y vida trata verdad, por ser aquello ya de su condición. El que esto, pues, hace, muéstrase ser hombre de bien. Porque el que es amigo de decir verdad y la dice donde no importa mucho el decirla, muy mejor la dirá donde importare. Porque se guardará de la mentira como de cosa torpe y vergonzosa, de lo cual aun por su propria causa se guardaría. Tal hombre, pues, como este, es digno de alabanza. Aunque más se allegará a lo menos que a lo más de la verdad. Porque en esto parece que conviene estar más recatado, porque siempre suelen ser pesados los excesos. Pero el que sin fin ninguno engrandece sus cosas más de lo que son, parece ruin hombre, porque si no lo fuese no se holgaría de mentir, pero más parece vano y hueco que mal hombre. Pero si lo hace por algún fin, como por alguna gloria o honra, como lo hace el arrogante o fanfarrón no es tanto de reprender; mas si lo hace por codicia de dinero o de cosas que lo valen, ya es más ruin hombre. Ser, pues, uno arrogante no consiste en la facultad, sino en la elección y voluntad. Porque por tener tal hábito o costumbre y por ser de tal calidad, se dice uno arrogante. Así como se dice mentiroso uno, o porque se deleita en decir mentiras, o porque apetece alguna honra o interese. Aquéllos, pues, que por alcanzar alguna gloria son fanfarrones, fingen tener aquellas cosas de que son los hombres alabados y tenidos por dichosos. Pero los que por ganancia lo hacen, jáctanse de las cosas cuyo uso sirve para los otros, cuya falta puede muy bien encubrirse, como si se finge uno ser médico, o muy sabio en el arte de adevinar. Y por esto los más se jactan de estas cosas y fingen tenerlas, porque en ellas hay lo que está dicho. Pero los disimulados, que hablan de sí menos de lo que son, parecen en sus costumbres más aceptos, porque no parece que lo dicen por interese ninguno, sino por no dar a nadie pesadumbre. Estos tales, pues, fingen no haber en sí las, cosas más ilustres, como lo hacía Sócrates. Pero los que las cosas pequeñas y manifiestas fingen no tener, dícense delicados, maliciosos o astutos, y son tenidos en poco. Y aun ésta parece algunas veces arrogancia, como el vestido de los lacedemonios. Porque el exceso y el demasiado defecto huele a arrogancia. Mas los que con medianía usan de la disimulación y fingen no tener las cosas que no están en la mano y manifiestas, parecen hombres aceptos. El arrogante, pues, parece ser contrario del que trata verdad, porque es el peor de todos tres.
Capítulo VIII
De los cortesanos en su trato, y de sus contrarios
Cómo entre todos los animales sólo el hombre ama la compañía, y es conversable con los de su mismo género; sucede de aquí que tenga su modo de recreación en la conversación cuanto a lo que toca al decir y hablar gracias y donaires, del cual exceder o faltar en ello es reputado por vicio. De esto, pues, trata en este lugar, y declara hasta cuánto y cómo le está bien a un bueno tratar donaires y gracias, y qué exceso o defecto puede haber en ello.
Pero pues hay en la vida algunos ratos ociosos, y en ellos conversaciones de gracias y donaires, parece que en esta parte, para bien conversar, se requiere entender qué cosas se han de tratar y cómo, y de la misma manera qué es lo que se ha de escuchar. Porque hay mucha diferencia de unas cosas a otras y de unas personas a otras, cuanto lo que toca al decir y al escuchar. Cosa es, pues, cierta y manifiesta, que en esto hay también su exceso y su defecto de la medianía. Aquéllos, pues, que en el decir gracias exceden, parecen truhanes y hombres insufribles y que toman gran deleite con el decir gracias, y que tienen más cuenta con el dar que reír que con el decoro, y con no dar pena a la persona de quien dicen. Pero los que ni ellos dicen gracias ningunas, ni huelgan, antes se desabren con los que las dicen, parecen hombres toscos y groseros. Mas los que moderadamente, con este ejercicio se huelgan, llámanse cortesano (y en griego eutrapelos), que quiere decir hombres bien acostumbrados, porque parece que estas cosas son efectos de las buenas costumbres. Y así como la salud de los cuerpos se conoce por la soltura de sus movimientos, así también es en las costumbres. Pues como las cosas de que nos reímos son tantas y tan diversas, y como los más se huelgan con las gracias y donaires, y con mofar más de lo que conviene, sucede, que los que en realidad de verdad son truhanes, son llamados cortesanos, como personas aceptas. Cuánta diferencia, pues, haya de los unos a los otros de lo que está dicho, se entiende claramente. Es, pues, propria de la medianía la destreza, y propio también del que es en esto diestro decir y escuchar las cosas que a un hombre de bien y hidalgo le esté bien decir y escuchar. Porque maneras hay de gracias y donaires que le está bien decir y escuchar a un hombre de prendas semejantes por modo de conversación. Y las burlas y gracias del varón ahidalgado y del instruido en buenas letras y doctrina, son muy diferentes de las del hombre de servil condición y falto de doctrina. Lo cual puede ver quien quiera en las comedias así antiguas como nuevas, porque a unos les da que reír el decir deshonestidades a la clara, y a otros les es más aplacible el tratarlas por cifras y figuras, y difiere mucho lo uno de lo otro cuanto a lo que toca a la honestidad. ¿Habemos, pues, por ventura de decir, que aquél trata las burlas como debe, que dice lo que está bien decir a un hombre ahidalgado, o que tiene cuenta con no dar pena al que lo escucha, antes procura darle todo regocijo? ¿O que todo esto no tiene cierta y infalible determinación? Porque lo que a uno le es odioso, a otro le parece dulce y aplacible. Aquello, pues, que uno de buena gana dice, también lo oirá de mejor gana. Porque lo que uno huelga de escuchar, holgará también, al parecer, de hacerlo. Pero con todo eso no se ha de decir toda cosa, porque las gracias son cierta manera de afrenta y pesadumbre, y muchas cosas de afrenta prohíben los legisladores que no se digan, y aun por ventura conviniera también que se prohibiera el mofar unos de otros. El varón, pues, aplacible y hidalgo, tratarse ha de esta manera, que él mismo se será a sí mismo regla en el decir las gracias. Tal, pues, como éste es el que en esto guarda la medianía, ora se llame discreto en bien hablar, ora cortesano. Pero el truhán excede en el dar que reír, y a trueque de hacerlo ni a sí mismo perdona ni a los otros, y dice cosas que ningún buen cortesano las diría, y aun muchas de ellas ni aun oír no las querría. Pero el rústico grosero para semejantes conversaciones es inútil, porque ni él en sí tiene gracia ninguna, y de todos los que las dicen se enfada. Parece, pues, que el tener ratos ociosos y, el tratar burlas y donaires, son cosas para pasar la vida con entretenimientos necesarios. Estas tres medianías, pues, que habemos dicho, hay en la vida, las cuales todas consisten en comunicación de ciertas pláticas y hechos. Pero difieren en esto, que la primera consiste en el tratar la verdad, y las otras dos en las cosas aplacibles, y de las cosas aplacibles la una en cosas de burlas y donaires, y la otra en las demás conversaciones que se ofrecen en la vida.
Capítulo IX
De la vergüenza
Concluye con el cuarto libro Aristóteles tratando de la vergüenza; disputa si es virtud o no, y declara ser perturbación de ánimo, que procede de algún hecho o dicho no honesto, y qué edad es propria de la vergüenza y por qué.
De la vergüenza no habemos de tratar como de cosa que es alguna especie de virtud, porque más parece perturbación o alteración que hábito, pues la difinen ser temor de alguna afrenta, y se termina casi de la misma manera que el temor de las terribles cosas. Porque se paran colorados los que de vergüenza se corren, y los que temen la muerte se paran amarillos. Lo uno, pues, y lo otro parece cosa corporal, lo cual, más parece cosa de alteración que no de hábito o costumbre. Esta alteración o afecto no cuadra bien a toda edad, sino a la juventud y edad tierna. Porque los de edad semejante parece que han de ser vergonzosos, porque como se dejan regir por sus afectos, hierran muchas cosas, y la vergüenza esles como un freno. Y entre los mancebos alabamos a los que son vergonzosos, pero al viejo nadie lo alaba como a hombre vergonzoso, porque se pretende que no ha de hacer cosa de las por que suelen los hombres avergonzarse, pues la vergüenza no cuadra al hombre de bien, pues es efecto de cosas ruines, las cuales el bueno no las hace. Y importa poco decir que hay cosas realmente vergonzosas o que consiste en opiniones de la gentes, porque ni se han de hacer las unas ni las otras; de manera que nunca el bueno ha de correrse. Porque de hombre ruin es hacer cosa alguna tal, que sea afrentosa, y vivir de tal suerte, que si tal cosa como aquella hiciere, se corra y avergüence, y pensar que por ello es hombre de bien no cuadra lo uno con lo otro. Porque la vergüenza y corrimiento consiste en las cosas voluntarias, y ningún bueno de su voluntad hará cosas ruines. Sea, pues, la vergüenza buena por presuposición de esta manera, que el bueno tal cosa hiciere, se correrá de ello. Lo cual no es así en las virtudes. Pero si la desvergüenza es del todo cosa mala y el no correrse de hacer cosas ruin es y afrentosas, no por eso correrse de ello el que las hace será bueno. Tampoco es virtud la continencia, sino mezcla de cosas de virtud. Pero de ella trataremos en lo de adelante, y agora vengamos a tratar de la justicia.
De las éticas o morales de Aristóteles, escritos a Nicomaco y por esto llamados nicomaquios
* Capítulo primero
De la justicia y sin justicia
* Capítulo II
Cómo hay muchas maneras de justicias, y cómo hay una diversa de aquélla, que comprende en sí todas las virtudes, y cuál es y qué tal
* Capítulo III
De la justicia que consiste en los repartimientos
* Capítulo IV
De la justicia que se ha de guardar en los contractos
* Capítulo V
Del talión, del dinero y de la necesidad
* Capítulo VI
De las sinjusticias y agravios, y de lo justo de la república o político, del derecho del señor, del padre y del señor de casa
* Capítulo VII
De lo justo natural y legitimo
* Capítulo VIII
De las tres especies de agravios con que los hombres son perjudicados
* Capítulo IX
Del recibir agravio cómo acontece, y que ninguno voluntariamente lo recibe
* Capítulo X
De la bondad y del hombre bueno
* Capítulo XI
Cómo ninguno hace agravio a sí mismo
Libro quinto
De las éticas o morales de Aristóteles, escritos a Nicomaco y por esto llamados nicomaquios
Argumento del quinto libro
En el tercero y cuarto libro ha tratado Aristóteles de las tres virtudes que consisten en la voluntad, que son fortaleza, templanza, liberalidad y otras a ellas anexas, como son la magnificencia y magnanimidad. En el quinto trata de la virtud más necesaria de todas para la conservación del mundo, que es la virtud de la justicia, sin la cual ni las cosas de la guerra, ni los grandes tesoros adquiridos, ni el vivir con mucha guarda, ni el hacer largas mercedes, bastan a conservar salva la república. Lo cual podemos fácilmente entender por las historias, que son la fuente de toda erudición. Pues hallaremos haber comenzado a caer el imperio Romano, que fue la mayor monarquía que el mundo ha visto, donde que esta virtud entre ellos comenzó a escurecerse, y los unos comenzaron a desear las cosas de los otros, hasta tanto que vino a dar tan grande caída que pereció del todo. También veremos las gentes bárbaras septentrionales, que lo arruinaron, tantas y tan varias aunque valerosas en las armas, haberse conservado poco por no saber poner asiento con esta virtud en las cosas tocantes al gobierno. Porque como se verá en los libros de República, no hay cosa que tantas mudanzas cause en la república como la falta de esta justicia, y el procurar los unos, so color de esto, enseñorearse de las cosas de los otros. Como cosa, pues, tan necesaria para el bien y paz de los hombres y sosiego de la vida, trátala muy largamente, porque tiene muchos senos esta virtud y muchas diferentes materias que tratar, como se verá por sus capítulos.
Capítulo primero
De la justicia y sin justicia
En el primer capítulo, guardando su acostumbrada orden, Aristóteles distingue los vocablos de justicia y sinjusticia, y después pone sus difiniciones y declara en qué género de obras se emplean y ejercitan.
Habemos, pues, de tratar de la justicia y sinjusticia en qué hechos consisten, y qué medianía es la justicia, y de qué cosas es lo justo el medio, y habémoslo de tratar por la misma orden que habemos tratado lo pasado. Vemos, pues, que todos pretenden llamar justicia aquel hábito y costumbre, que hace prontos a los hombres en el hacer las cosas justas, y por la cual los hombres obran justamente y aman las cosas justas. Y de la misma manera la sinjusticia aquella costumbre que induce a los hombres a hacer agravios y a querer lo que no es justo. Por esto, habemos de presuponer agora esto como en suma, porque no es todo de una misma manera en las facultades y en las ciencias y en los hábitos. Porque la facultad y la ciencia parece que una misma trata cosas contrarias, pero en los hábitos cada contrario tiene su propio hábito, ni puede un mismo hábito inclinar a dos contrarios, como la salud no hace las cosas que le son contrarias, sino sólo lo que a ella pertenece. Porque decimos que uno anda sanamente, cuando anda como andaría un sano. Muchas veces, pues, un hábito se conoce por el hábito contrario, y muchas también por el subjeto donde está. Porque si está entendido cuál es el buen hábito de cuerpo, también lo estará cuál es el mal hábito, y también el buen hábito de cuerpo se entenderá por lo que lo engendra, y lo que lo engendra por el buen hábito mismo se sabrá. Porque si el buen hábito de cuerpo consiste en ser de carne dura y musculosa, de necesidad el mal hábito de cuerpo consistirá en tener las carnes raras y flojas, y aquello hará buen hábito de cuerpo, que las carnes tiesas hiciere y musculosas. Acontece, casi de ordinario que si el nombre del contrario se entiende de muchas maneras, también se entienda el otro. Como si lo justo se entiende de diversas maneras, también lo injusto. Parece, pues, que así la justicia como la sinjusticia se entiende de diversas maneras, aunque por ser muy cercana la una significación de la otra, no se entiende la ambigüidad, como está clara cuando las significaciones son muy diferentes. Porque entre estas dos maneras de ambigüidad hay mucha diferencia. Como agora, que se llama llave aquel hueso que está debajo de la cerviz de los animales, y también aquella con que cierran las puertas, y esto sólo por la comunicación del nombre. Entendamos, pues, de cuántas maneras se dice uno injusto. Parece, pues, que así el que traspasa las leyes, como el que codicia demasiado, y también el que no guarda igualdad, se dice injusto, y así también claramente aquél se dirá ser justo, que vive conforme a ley y guarda igualdad en el trato de las cosas, y lo justo será lo que es conforme a ley y a igualdad, y lo injusto lo que es contra ley y desigual. Y pues el injusto es codicioso, cosa cierta es que se ejercitará en los bienes, pero no en todos, sino en aquellos en que hay fortuna prospera y adversa, los cuales, así sencillamente hablando, siempre son buenos, pero particularmente para algunos no son siempre buenos, y los hombres por éstos ruegan y éstos procuran, lo cual no había de ser así, sino que habrían de rogar que las cosas que en sí son propriamente buenas, fuesen también buenas para ellos, y escoger aquello que para ellos es mejor. Pero el injusto no elige siempre lo que es más, porque en lo que son de suyo propio cosas malas, siempre escoge lo que es menos. Mas porque lo que es menos malo parece en alguna manera bueno, y la codicia siempre es de cosas buenas, por esto parece siempre amigo de lo más. Éste, pues, es desigual, porque este nombre es común y lo comprende todo en sí, pues lo desigual tiene en sí lo más, y lo menos. Es asimismo quebrantador de leyes. Porque el traspasar las leyes, o si así lo queremos, decir, la desigualdad, comprende en sí toda sinjusticia y es común de toda sinjusticia. Y, pues, el que traspasa las leyes es injusto y justo el que las guarda, cosa cierta es que todas las cosas legítimas serán en alguna manera justas. Porque todas las cosas determinadas por la facultad de poner leyes son legítimas, y cada una de ellas decimos ser cosa justa. Las leyes, pues, mandan todas las cosas, dirigiéndolas, o al bien común de todos, o de los mejores, o de los más principales en virtud, o en cualquier otra manera. De una manera, pues, decimos ser justas las cosas que causan y conservan la felicidad y los miembros de ella en la civil comunidad. Porque también manda la ley que se hagan las obras propias del hombre valeroso, como no desamparar la orden, no huir, no arrojar las armas. Y también las que son del varón templado, como no cometer adulterio, no hacer afrenta a nadie: asimismo las del varón manso, como no herir a nadie, no decirle injurias, y de la misma manera en los demás géneros de virtudes y de vicios, mandando unas cosas y prohibiendo otras, lo cual, la ley que bien hecha está, lo hace bien, y ni al la que sin maduro consejo y repentinamente. Esta manera, pues, de justicia es virtud perfeta, aunque no así sencillamente, sino para con otro, y por esto nos parece muchas veces la mejor de las virtudes, y más digna de admiración que el poniente ni el levante, como solemos decir en proverbio comúnmente. La justicia, pues, encierra en sí y comprende todas las virtudes, y es la más perfeta de todas la virtudes, porque es el uso de la virtud que es más perfeta. Y es perfeta, porque el que la posee puede usar para con otro de virtud y no para consigo mismo solamente. Porque muchos en sus cosas propias pueden usar de virtud, lo que no pueden hacer en las ajenas. Por esto dice muy bien aquel dicho de Biante, que el mando y señorío demostrará quién es el varón. Porque el señorío para el bien de otrie se encamina, y consiste ya en el bien común. Y por esta misma razón sola, la justicia entre todas las virtudes parece bien ajeno, porque para el bien de otrie se dirige, pues hace las cosas que son útiles a otro, o al que gobierna, o a la comunidad de la república. Aquél, pues, es el peor de todos, que contra sí mismo y contra sus amigos usa de maldad, y el mejor de todos será, no el que usa de virtud para consigo mismo, sino el que para con otro, porque ésta es la obra de mayor dificultad. De manera que justicia no es una sola especie de virtud, sino una suma de todas las virtudes. Ni su contraria la sinjusticia es una especie de vicio, sino una suma de todo género de vicios. En qué difiera, pues, esta justicia y la virtud, de lo que está dicho se entiende claramente. Porque en realidad de verdad todo es una misma cosa, aunque no lo es en cuanto al uso y ejercicio, sino que en cuanto se dirige al bien de otro es justicia, y en cuanto es tal manera de hábito, dícese así sencillamente virtud.
Capítulo II
Cómo hay muchas maneras de justicias, y cómo hay una diversa de aquélla, que comprende en sí todas las virtudes, y cuál es y qué tal
En el capítulo pasado distinguió los vocablos de justicia y sinjusticia, y declaró cómo la perfeta justicia comprendía en sí todas las virtudes, y asimismo la sinjusticia todos los vicios. Porque todo hombre vicioso hace agravio o a sí mismo o a otro, y el que hace agravio es injusto; por donde todo hombre vicioso es injusto. Pero porque esta justicia, tan por sus números y remates puesta, es rara de hallar entre los hombres, y no es la que comúnmente se pide en el contrato de las gentes (porque no se podría tratar, tanta falta hay de ella), trata agora de la justicia particular, que consiste en dar a cada uno lo que es suyo, y muestra lo que se requiere en ella y en qué se peca.
Pero buscamos la justicia, que es particular especie de virtud, pues la hay, según decimos, y de la misma manera queremos tratar de la particular sinjusticia, la cual, con esta señal entenderemos que se halla: que el que conforme a los demás vicios vive, bien hace cierto agravio, pero no se dice que desea más de lo que tiene. Como el que de cobarde arrojó el escudo, o el que habló malcriadamente por su cólera, o el que no socorrió con dineros por su escaseza y avaricia. Pero cuando uno desea tener más, muchas veces no peca en nada de esto, ni aun en ninguno de los otros vicios, y peca en algún vicio, en fin, pues vituperan a los hombres por la sinjusticia. De do se colige que hay alguna otra sinjusticia, que es como parte de aquella sinjusticia general, y alguna cosa particularmente injusta que es parte de aquello injusto universal, que era contra ley. A más de esto, si uno por alguna ganancia cometiese un adulterio, y recibiese de aquello dineros, y otro hiciese lo mismo pagando por cumplir con su deseo, y recibiese daño en su hacienda, ¿no juzgaríamos a éste por hombre disoluto, más que no por codicioso, y al otro por injusto y no por disoluto? Luego cosa cierta es que en el ganar, fuera de las demás otras sinjusticias, se puede referir la misma ganancia siempre a alguna especie de vicio propriamente; y como se refiere el cometer adulterio a la disolución, y el desamparar en la batalla al compañero a la cobardía, y el herir a la cólera, así también el malganar no se puede referir a otro vicio sino a la sinjusticia. De manera que queda mostrado a la clara haber otra particular sinjusticia fuera de aquella universal, que tiene el mismo nombre que aquélla. Porque la difinición ha de consistir en un mismo género, y la una y la otra tienen el ser en respecto de otro, aunque la justicia particular refiérese o a alguna honra, o a intereses, o a evitar algún peligro, o si con algún nombre podemos comprender todas estas cosas, y también al placer que de la ganancia recebimos. Mas la justicia universal refiérese a todo aquello que tiene obligación de hacer cualquiera bueno. De manera que queda sacado en limpio cómo hay muchas maneras de justicias, y cómo hay una particular diferente de aquella universal, que es la confederación de todas las virtudes. Qué justicia, pues, y qué tal sea esta particular, habemos agora de tratarlo. Ya, pues, definimos ser aquello lo injusto que era contra ley y desigual, y lo justo lo que era legítimo y igual. De manera que la sinjusticia, de que arriba habemos dicho, consiste en las cosas hechas contra ley. Pero porque no es todo uno ser una cosa desigual y contra ley, sino que sea lo uno con lo otro como la parte con el todo (porque toda cosa desigual es contra ley, pero no toda cosa contra ley es desigual, porque toda demasía es desigual, pero no toda cosa desigual es demasía), no será todo de una manera lo injusto y la sinjusticia, sino que una será como la parte y otra como el todo. Porque también esta particular sinjusticia es parte de la sinjusticia universal, y de la misma manera la justicia particular es parte de la justicia universal. De manera que habemos de tratar de las particulares justicia y sinjusticia, y de la misma manera de lo justo y de lo injusto. Aquella justicia, pues, que resulta de todas las virtudes, y es el uso de todas ellas referido a otro, y la sinjusticia, que de la universal confederación de los vicios procede, quédense a una parte. Pero lo justo y injusto que de ellas procede es cosa manifiesta que se ha de definir, porque casi todas las cosas que las leyes disponen, proceden de la virtud universal; pues la ley manda que vivamos conforme a cada género de virtud, y prohíbe, en particular, las cosas de cada género de vicios. Y de las cosas por ley establecidas y ordenadas, aquéllas valen para hacer a los hombres, generalmente, dotados de toda manera de virtud, que están hechas para enseñar cómo se han de criar todos los vecinos de la ciudad así en común. Pero si pertenece a la disciplina de la república, o a otra, tratar de la particular doctrina y crianza de cada uno, con que un varón se cría del todo bueno, después lo determinaremos. Porque, por ventura, no es todo uno ser uno hombre de bien y serlo todos los ciudadanos. Una, pues, de las partes de la particular justicia y de lo justo que procede de ella, consiste en el repartir de las honras, o de los dineros, o de las demás cosas que a los que en una misma ciudad viven se reparten. Porque en esto acontece tener uno más o menos que otro, o igualmente. Otra en el regir y ordenar las cosas que consisten en contrataciones, la cual tiene dos partes. Porque de las contrataciones, unas hay que son voluntarias y otras que forzosas. Voluntarias contrataciones son como el vender y comprar, el prestar, el salir fiador, el alquilar, el depositar, el tomar a jornal o asoldadar. Llámanse estas contrataciones voluntarias, porque el principio y causa de ellas es libre y voluntaria. Pero las forzosas, unas hay secretas, como el hurto, el adulterio, el dar ponzoña, el ser alcahuete, el sobornar esclavos, el matar de secreto, el jurar falso, y otras violentas, como el azotar, el echar en la cárcel, el condenar a muerte, el robar, el mancar, el decir una injuria y el hacer una afrenta.
Capítulo III
De la justicia que consiste en los repartimientos
Ya que nos ha desengañado Aristóteles que aquí no se trata de la perfeta justicia, que procede de la concordia de todas las virtudes, sino de la que es especie de virtud y consiste en el guardar de la igualdad, y ha dicho que tiene dos especies: la una, que toca a lo público, y consiste en el repartir de las honras y intereses comunes, y la otra en los particulares contratos, que de necesidad se han de ofrecer entre las gentes, trata en el capítulo presente de los repartimientos de las honras y intereses. Y como no hay sólo un género de república, sino muchos (como en los libros de República veremos), da la regla que se ha de guardar conforme a ellos, y dice que cuanto más uno tenga de aquello que en la tal república es preciado, tanto más es merecedor de las honras y cargos públicos. Y así, en la aristocracia, que quiere decir república donde los mejores en virtud y bondad rigen, la cual sola en realidad de verdad es república, ora se rija por uno sólo, como el reino, ora por muchos, porque allí sola la virtud es tenida en precio, cuanto uno es mejor en vida y costumbres, tanto es habido por más digno de los cargos y honras públicas. Pero en las no tan bien regidas, como son donde se tiene mucha cuenta con el censo y hacienda de cada uno, según que uno tiene y puede así es honrado. Lo cual es la total causa del mal de nuestra vida, porque si no al que el temor de Dios le refrena, todos los demás procuran, por ser más tenidos, acrecentar sus casas por cualquiera vía. Y esto lloraba sabiamente Horacio en la república de Roma: que eran los hombres admitidos a los cargos y honras por el censo y hacienda que tenían. Y decía que eran más cuerdos los muchachos en sus juegos, pues hacían ley, que el que más diestro fuese en el juego, aquél fuese el rey.
Pero por cuanto el injusto es desigual, y lo injusto desigual, cosa clara es que lo desigual terná su medio, el cual es lo igual. Porque en todo hecho donde haya más y menos, ha de haber, de necesidad, igual. Y, pues, si lo injusto es desigual, lo justo será igual; lo cual, sin más dar razones, lo tienen todos por verdad. Y, pues, lo igual es medio, seguirse ha que lo justo es una cierta especie de medio. Cualquier medio, pues, de necesidad ha de consistir, a lo menos, entre dos. Por lo cual necesariamente se colige que lo justo es medio y igual a algunos, en respecto de algo; y en cuanto es medio eslo de algunos, que es de lo más y de lo menos. Y en cuanto medio es de dos, y en cuanto justo a algunos justo. De manera que lo justo ha de consistir de necesidad en cuatro cosas, a lo menos. Porque a los que les es justo son dos y las cosas en que es justo asimismo son dos. Y la misma medianía es para los dos, y en las dos cosas. Porque de la misma manera que sean las dos cosas en qué, sean también las dos personas a quién. Porque si así no fuese, ya los que son iguales no tenían cosas iguales. Pues de aquí nacen las bregas y contiendas, cuando los que son iguales no tienen iguales cosas, o cuando los que no lo son las tienen y gozan. Véese esto a la clara por lo que de la dignidad procede. Porque todos a una voz confiesan que lo justo en los repartimientos se ha de repartir conforme a la dignidad de cada uno; pero en qué consista esta dignidad, no conforman todos en un parecer, sino que en el pueblo que por gobierno de toda la comunidad se rige, pretenden que consiste en la libertad; donde pocos y poderosos gobiernan, juzgan que consiste en las riquezas, y otros en la nobleza del linaje; mas donde los buenos gobiernan, júzgase que consiste en la virtud. De manera que lo justo es cosa que consiste en proporción; porque el tener proporción no es lo propio del número de uno, sino de todo número en general, porque la proporción es igualdad de cuenta, y consiste a lo menos entre cuatro, y la proporción dividida, cosa clara es que consiste en cuatro; pero también la continua, porque usará dos veces de uno, y lo dirá dos veces de esta manera: como sea la proporción de a con la de b, sea la de b con la de c. De manera que la b dos veces se nombra, y así tomada la proporción de b dos veces, serán cuatro las cosas que tienen proporción. Lo justo, pues, consiste a lo menos en cuatro cosas, y es la misma cuenta, porque así las personas a quien es justo, como las cosas que lo son, están distinctas. Será, pues, de esta manera la proporción: que, como sea este término a con este término b, así se ha de haber este término c con este término d. Y, al contrario, como sea la a con la c, se ha de haber la b con la d. Y de la misma manera el un todo con el otro que el repartimiento ajunta. Y si de esta manera se conciertan, justamente los ajunta. La confederación, pues, del término a con el de c, y la del de b con el de d, es lo justo en la repartición, y lo justo es el medio; quiero decir de lo que no admite proporción, porque lo que proporción tiene, es el medio, y lo justo es medio que consiste en proporción. A esta proporción llámanla los matemáticos proporción geométrica, porque en la geometría es así, que como sea el todo con el todo, se ha de haber lo uno con lo otro. Y tal proporción como ésta no es proporción continua, porque no es un mismo término el que se compara y el con quien se compara. Es, pues, esta manera de justo, cosa que consiste en proporción, y esta manera de injusto, cosa que no tiene proporción. Uno, pues, de ello es lo más, y otro lo menos, lo cual en las mismas obras se ve claro, porque el que hace agravio, tiene más del bien de lo que merece, y el que lo recibe menos. Y en lo malo es al revés, porque el menor mal, comparado con el mayor, tiénese en cuenta de bien, pues el menor mal es más de escoger que no el mayor, y todo lo que es de escoger es bien, y lo más digno de escoger, mayor bien. de esta manera, pues, es la una especie de lo justo.
Capítulo IV
De la justicia que se ha de guardar en los contractos
En el capítulo pasado trató de la distribución de las honras y intereses públicos, y de la justicia y igualdad que se debe guardar en ellos. Aunque conforme a la doctrina de sus tiempos, en los cuales ninguno se tenía por hombre de valor si no era matemático y hábil en la geometría y aritmética, redujo la distribución de esta igualdad a proporción de geometría, para mostrar la fuerza que tiene la igualdad. Agora, en el capítulo presente, trata de la otra especie de igualdad, que consiste en los contractos que se ofrecen en el tratar de los negocios, y pone la diferencia que hay de esta especie a la primera, que aquí no se tiene cuenta con la dignidad de las personas, como en la otra se tenía, sino en la igualdad de las cosas. Porque aunque el que debe sea bueno y a quien debe malo, el juez condemnará al bueno que satisfaga al malo el interese que le debe, si ha de hacerlo de justicia y igualdad.
La otra especie que resta, y es para reformar, consiste en los contractos, así voluntarios como forzosos. Esta especie de justo es diferente de la primera. Porque la justicia que consiste en la distribución de las cosas comunes, siempre se ha de tratar por la proporción que habemos dicho, pues la repartición de intereses comunes, si se hiciese, se ha de hacer por la misma cuenta y proporción que se hace el repartimiento del tributo, y la sinjusticia que a esta justicia contradice, es fuera de proporción. Pero lo justo, que consiste en los contractos, es cierta igualdad, y lo injusto desigualdad, pero no conforme a la proporción que allí dijimos, sino conforme a la proporción aritmética. Porque aquí no se hace diferencia si el bueno defrauda al malo en algo, o si el malo al bueno, ni si el bueno cometió adulterio o si el malo, sino que la ley solamente tiene cuenta con la diferencia del daño, y quiere reducir a igualdad al que hace injuria y al que la padece. Y si de dos el uno hizo daño y el otro lo recibió, el juez pretende tal cosa como aquélla, como injusta y desigual, reducirla a igualdad. Porque cuando uno es herido y otro lo hiere o lo mata, y el que fue herido muere, aquel daño y hecho divídese en partes desiguales, pero el juez procura igualar el daño quitando de la ganancia (porque, generalmente hablando, en semejantes cosas que éstas, aunque a algunas no parece cuadrarles propriamente el nombre de ganancia, dícese ganancia en el que hiere y daño en el que lo padece, y cuando viene a reglarse aquel tal daño, llámase en el que lo recibió daño y en el que lo hizo ganancia), de manera que lo igual es medio entre lo más y lo que es menos; y de estas dos cosas la ganancia es lo más, y lo menos es, por el contrario, el daño. Porque lo que toma más del bien y menos del mal es ganancia, y lo que al contrario de esto es daño o perjuicio, de las cuales dos cosas es el medio lo igual, que es lo que llamamos justo. De manera que lo que corrige y emienda los contractos, es lo justo y el medio entre el perjuicio y la ganancia. Y así, cuando dos contienden sobre esto, luego acuden al juez, y ir al juez es lo mismo que ir a lo justo. Porque el juez no se pretende que es otra cosa sino una justicia que habla. Y buscan un juez medio, y aun algunos los llaman medianeros, porque si alcanzan el medio, alcanzan lo que es justo. De manera que lo justo es una medianía, pues lo es el juez mismo que lo juzga. Ni hace otro el juez sino igualar, de la misma manera que una línea en dos partes dividida, tanto cuanto más la una parte excede de la mitad, le quita y lo añade a la otra parte. Pero cuando el todo estuviere en dos iguales partes repartido, entonces dicen que tiene cada uno lo que es suyo, si cada uno recibe partes iguales. Y lo igual, conforme a cuenta de aritméticos, y su proporción, es medio de lo más y de lo menos. Y por esto se llama lo justo en griego diceon, que en aquella lengua quiere casi decir cosa en dos partes partida, como si uno dijese en la misma lengua dicheon; y el juez se llama dicastes, que quiere casi decir repartidor, como quien dijiese dichastes. Porque si siendo dos cosas iguales le quitan a la una una parte y la añaden a la otra, excederá la una a la otra en aquellas dos partes. Porque si a la una le quitasen y a la otra no añadiesen, no le excedería sino en sola una parte. De manera que la parte a quien le dieron, excede al medio en una sola parte, y el medio, a la parte que le quitaron, en otra. Esto, pues, es entender lo que es justo: saber cuánta parte se ha de quitar al que tiene de más, y cuánta añadir al que tiene de menos. Porque tanto cuanto el que tiene de más excede al medio, se ha de añadir al que menos tiene, y tanto cuanto le falta al que menos tiene, se ha de quitar al que tiene de más. Sean, hagamos cuenta, tres líneas iguales a, a, b, b, c, c, las unas a las otras. De las dos líneas iguales a, a, quítenles sendas partes que se llamen a, e, y añádanse a las líneas c, c, y lo que de allí resulte llámese d, f, sucederá de aquí que la línea d, f, será mayor que la línea a, a, toda la parte de a, e. Lo mismo acaece en las demás artes. Porque si no hobiese proporción entre el que hace y el que padece, en qué y cuánto ha de hacer el uno y padecer el otro, confundirse hían. Estos dos nombres de ganancia y perjuicio procedieron de los contractos voluntarios, donde tener más de lo que tenían llaman ganar, y recibir perjuicio tener menos de lo que tuvieron al principio. Como es en el vender y comprar, y en todos los demás contractos donde la ley permite contratar. Pero donde ni hay más ni menos, sino que se tienen lo mismo que antes se tenían por sí mismos, dicen que tienen lo que es suyo, y que ni han perdido ni ganado. De manera que lo justo es el medio entre cierta pérdida y ganancia, que es el tenerlo igual, y lo más y lo menos en las cosas que no son voluntarias antes y después.
Capítulo V
Del talión, del dinero y de la necesidad
Declaradas las dos especies de la vulgar justicia, la una que consiste en los comunes repartimientos de honras y intereses, y la otra en la reformación de los particulares contractos, así voluntarios como forzosos, en lo cual se comprenden los dos géneros de acciones, civiles digo y criminales, y la regla que el recto juez debe guardar en el juzgar rectamente, que es quitar del que hizo el agravio y añadir al que lo recibió hasta reducirlos a igualdad, trata agora, en el capítulo quinto, de la pena del talión, tan celebrada entre jurisconsultos, que es cuando uno recibe el mismo mal que a otro hizo, como si juró falso contra otro en causa capital, lleve la misma pena que había de llevar el reo, y en las demás causas criminales de la misma manera. Prueba, pues, no ser cierta regla de justicia la pena del talión, por las diversas calidades que puede haber en los agente y paciente. Como si uno diese una cuchillada al rey, o al que su persona representa, no pagaría con recibir otra cuchillada, sino que sería digno de todo género de castigo, por haber tenido en poco el ofender la majestad pública. Y a más de esto, como todas las voluntarias contrataciones se hacen con el dinero, o se, reducen al dinero, trata del uso del dinero, y cómo los contractos se han de reglar por él, y él ha de ser la ley de ellos. Y también cómo la necesidad de las cosas que para conservar la vida son menester, hizo los contractos y las demás artes que se tratan en la vida.
Paréceles a algunos que la pena del talión es del todo justa, como lo dijeron los pitagóricos difiniendo de esta manera lo justo: ser cuando uno recibe lo mismo que hizo a otro. Pero el talión ni conforma con lo legítimo ni menos con lo público (llamo público lo que a todos pertenece), ni tampoco con lo justo distributivo, ni con lo que consiste en el reformar de los contractos. Aunque en esto parece que quieren dar a entender lo justo que los poetas a Radamante atribuyen en sus fábulas:
Si el mismo daño que hizo padeciere,
Será recto el juicio que se hiciere.
Porque muchas veces no conforman con lo de razón. Porque si uno, administrando cargo público, hirió a uno, no por eso ha de recibir otra tal herida, y si uno hirió al que administraba cargo público y regía la república, no solamente merece que le den otra herida, pero todo grave castigo. A más de esto, mucha diferencia hay de lo que voluntariamente se hace a lo que se hace contra voluntad. Pero en las compañías de contrataciones tal justicia como ésta ha de consistir en el talión, y comprenderlo en sí, conforme a proporción, y no conforme a igualdad. Porque la conservación de la república consiste en darle a cada uno lo que merece, conforme a la regla de proporciones. Porque, o pretenden retaliar el mal que les han hecho, y si no les parece que es vida de servidumbre si no se satisfacen, o que les gualardonen el bien. Y sin esto no hay comunicación de dádivas, con las cuales las civiles compañías se conservan. Y por esto, en medio de la ciudad edificaban el templo de las gracias: porque haya entre las gentes gualardones, porque esto es propio del agradecimiento; porque el que ha recebido la buena obra tiene obligación de hacer otro tanto por el que la hizo, para que el tal comience de nuevo a hacerle otras buenas obras. Y la gratificación, que ha de ser conforme a proporción hecha, ha de tener diametral oposición. Como si hiciésemos cuenta que el arquitecto es a, y el zapatero b, la casa c, el zapato d. El arquitecto, pues, o albañir, ha de tomar en cuenta al zapatero la obra que hace el mismo zapatero, y él al zapatero darle la que él hace. Si hobiere, pues, de principio, entre ellos igualdad proporcionada y después sucediere el talión, sera lo que decimos, y si no, no habrá igualdad ni podrá durar aquel contracto. Porque puede ser que la obra del uno sea de mucho más precio y valor que la del otro. Conviene, pues, que las tales obras se igualen. Y lo mismo se ha de hacer en todas las demás artes y oficios. Porque si el que obra no tiene tasa en cuánto y qué tal ha de hacer, y el que recibe de la misma manera, vernán las artes a perderse. Porque nunca se hace la contractación de dos de una misma arte, como digamos agora de dos médicos, sino de médico y labrador y, generalmente, de artes diversas y no iguales; y por esto conviene que vengan estos tales a igualarse. Por tanto, conviene que todas las cosas en que ha de haber contratación, sean de manera que puedan admitir apreciación. Para lo cual se inventó el uso del dinero, y es la regla del contrato, porque todas las cosas regla, y por la misma razón el exceso y el defecto; ¿cuántos pares, hagamos cuenta, de zapatos serán equivalentes a una casa, o a un mantenimiento? Conviene, pues, que cuanta diferencia hay del albañir al zapatero, tantos más pares de zapatos se pongan por precio de la casa, o del mantenimiento. Porque si así no se hace, ni habrá contratación ni compañía. Lo cual no se podría hacer si en el valor no tuviesen alguna proporción. Conviene, pues, como ya está dicho, que todas las cosas se reglen con alguna regla común, la cual es, en realidad de verdad, la necesidad, que es la causa de todas las cosas. Porque si los hombres no tuviesen necesidad de nada o no de una misma manera, o no habría contratación entre ellos, o sería no conforme. Inventose, pues, el dinero como un común contrato de la necesidad de común consentimiento de los hombres. Y por esto se llama en griego nomisma, como cosa que no es tal por su naturaleza, sino por ley, la cual los griegos llaman nomon, y está en mano de las gentes mudarla y hacerla que no valga. Entonces, pues, habrá talión, cuando estas cosas se igualaren. Como agora, la misma diferencia que hay del labrador al zapatero, hay de las obras del zapatero a las del labrador. Cuando contrataren, pues, hanlo de reducir a figura de proporción, porque si no el uno de los extremos terná ambos a dos excesos; pero cuando cada uno viniere a tener lo que es suyo, entonces serán iguales y ternán comunidad, porque puede haber entre ellos esta igualdad. Sea el labrador a, el mantenimiento c, el zapatero b, su obra que se ha de igualar d. Y si de esta manera no se retaliasen, no podría haber comunicación ni contracto. Y que la necesidad y menester sea sola la causa de todo véese por la obra, porque cuando o el uno no tiene necesidad del otro, o ni el uno ni el otro, no contratan. Como cuando uno no tiene necesidad de lo que el otro tiene, como si dijésemos, vino, danle que lleve, a trueque de ello, trigo; conviene, pues, que se iguale lo uno con lo otro. Pero, para el contrato venidero, si agora el tal no tiene necesidad de las cosas, pues verná tiempo que la terná, el dinero es como un fiador para nosotros. Porque ha de estar puesto por ley que cada uno, trayendo el dinero, pueda llevar lo que se vendiere. Y sucede lo mismo en esto que en lo otro, porque no es siempre de un mismo valor, aunque parece que él quiere conservarlo más durable. Y por esto conviene que estén todas las cosas apreciadas, porque de esta manera siempre habrá contrato, y habiéndolo habrá comunicación. Es, pues, el dinero, como una medida que reduce a proporción todas las cosas y las iguala. Porque no habiendo contrato no habrá comunicación, ni faltando la igualdad habrá contracto, ni faltando la proporción podría haber igualdad. En realidad de verdad, pues, es imposible que las cosas, entre cuyos valores hay muy gran distancia, puedan reducirse a proporción. Pero, por la necesidad, sucede que una cosa particular baste, y esto por el consentimiento que las gentes tienen dado en ello. Y por esto el dinero se llama en griego nomisma, que casi quiere decir regla, porque todas las cosas reduce a proporción, pues todas las cosas se reglan con el dinero. Sea, pues, la casa a, cien coronas b, la cama c; valga a la mitad que b, si la casa vale cincuenta coronas, o lo igual de ellas. La cama valga la decena parte que las cien coronas, que es que valga c la décima parte de b. Véese de aquí claro que cinco camas harán el valor de una casa. Entendido, pues, está que, antes que se inventase el uso del dinero, se hacían de esta manera los contractos. Porque todo es una misma cosa dar cinco camas por una cosa, y dar el valor de cinco camas. Ya, pues, está entendido qué cosa es lo injusto y qué lo justo. Entendido, pues, esto, también está muy claro, que el hacer justicia es el medio entre hacer agravio y recebirlo. Porque el hacer agravio es tener más y el recebirlo tener menos; pero la justicia es medianía, aunque no de la misma manera que las demás virtudes de que arriba se ha tratado, sino porque es propria del medio, quiero decir de lo igual, y de los extremos la sinjusticia. Es, pues, la justicia un hábito que hace al justo pronto en hacer, de su propria voluntad y elección, las cosas justas, y apto para hacer repartición de las cosas, ora entre sí mismo y otro, ora entre otras personas diferentes, pero no de tal manera que de lo bueno y digno de escoger tome la mayor parte para sí, y para su prójimo deje la menor, y haga al revés en lo que es perjudicial, sino que reparta por igual conforme a proporción; y de la misma manera lo ha de hacer repartiendo entre personas diferentes. La sinjusticia induce al injusto a todo lo contrario, lo cual es el exceso y el defeto de lo útil y perjudicial fuera de toda proporción. Y por esto la sinjusticia se dice exceso y defecto, porque consiste en exceso y en defecto, que es en el exceso de lo que sencillamente es útil, y en el defecto de lo que es perjudicial. Y en las demás cosas, lo que es entero y perfecto es de la misma manera, pero lo que va fuera de proporción no tiene regla cierta, sino como caiga. Mas en lo que toca al agraviar, lo menos es ser agraviado y lo más agraviar. de esta manera, pues, habemos tratado de la justicia y sinjusticia, qué tal es la naturaleza y propriedad de cada una, y de la misma manera de lo justo y injusto así generalmente y en común.
Capítulo VI
De las sinjusticias y agravios, y de lo justo de la república o político, del derecho del señor, del padre y del señor de casa
En el capítulo sexto pone primeramente diferencia entre estas dos cosas: hurtar y ser ladrón, adulterar y ser adúltero y sus semejantes, que el ser ladrón, adúltero y tales cosas como éstas dicen hábito y costumbre, y así por las leyes son más gravemente castigadas, que si por una flaqueza cayeren en ello alguna vez no teniéndolo por hábito y oficio. Después trata de lo justo civil y del derecho del señor y del padre, y del señor de casa. Donde avisa lo que en lo de República se verá mejor, que para regirse bien una república no han de mandar los hombres sino las leyes, y los hombres no han de ser sino ejecutores de ellas. Porque como los hombres sen quieren tanto a sí mismos, siempre toman la mayor parte del bien para sí, y del mal escogen la menor, lo cual es contra la justicia si no se hace con equidad y como debe.
Pero porque puede acontecer que uno haga agravio, y no por eso sea injusto, ¿qué agravios diremos que ha de hacer en cada género de sinjusticia, para que ya se llame injusto, como ladrón o adúltero o salteador? ¿O diremos que en esto no hay ninguna diferencia? Porque si aconteciese que un hombre tuviese acceso con una mujer sabiendo qué mujer es la con quien lo tiene, pero que el tal acceso no tuvo principio de determinada elección, sino que cayó en ello ocasionalmente por flaqueza de ánimo, este tal agravio cierto hace, mas no es aún del todo injusto, así como uno no por cualquier cosa que hurte es ladrón, aunque haya hurtado, ni adúltero aunque haya cometido un adulterio. Y de la misma manera es en todo lo demás. Ya, pues, está arriba declarada la conformidad y respecto que la pena del talión tiene con lo justo. Habemos, pues, de entender, que esto que inquirimos puede ser por sí mismo justo, y también justo civil; lo cual no es otra cosa sino una comunidad de vida, para que en la ciudad haya suficiencia de hombres libres y iguales o en número o conforme a proporción. De manera, que los que esto no tienen, no guardan entre sí civil justicia, sino alguna otra que tiene aparencia de justicia. Porque para aquellos para quien la tal ley se hace, justo es, y la ley hácese para el injusto, pues no es otra cosa el público juicio, sino determinación de lo justo y lo injusto. Y dondequiera que la sinjusticia mora, mora también el hacer agravios, pero no en todos aquellos que hacen agravios se puede decir que hay sinjusticia, pues es la sinjusticia tomarse para sí mayor parte de las cosas que son absolutamente buenas y menor de las que son absolutamente malas. Y por esto, no se permite que el hombre mande, sino la razón, porque el hombre tómaselo aquello para sí y hácese tirano, y el que rige ha de ser el guardián de lo que es justo. Y si de lo justo, también de lo igual. Y así por cuanto el justo no parece que tiene más que los otros, si justo es (porque no reparte más para sí de lo que es absolutamente bueno, si ya por ley de proporción no le pertenece) el justo trabaja para otrie, y por esto dicen que es bien ajeno la justicia, como ya también arriba lo dijimos. Es, pues, razón que se le dé algún premio al hombre justo, y éste sea la honra y dignidad, con la cual, los que no se tienen por contentos, hácense tiranos. El derecho del señor y el del padre no son lo mismo que éstos, sino que les parecen en algo, porque nadie puede hacer agravio a las cosas que son absolutamente suyas. Y el siervo y el hijo, mientras es pequeño y no está emancipado de la patria potestad, es como parte del padre o del señor, y ninguno para sí mismo nunca escoge el perjudicar ni hacer daño. Y así contra este derecho nunca se comete agravio. De manera que la civil equidad, ni se puede decir justa ni injusta, porque está hecha conforme a ley, y en personas sobre quien puede hacerse ley, que son los que tienen iguales veces en el mandar y ser mandados. Y por esto, más con verdad se puede decir que hay derecho sobre la mujer, que sobre los hijos o criados, porque esto es lo justo familiar, lo cual también de lo civil es diferente.
Capítulo VII
De lo justo natural y legitimo
En el séptimo capítulo distingue Aristóteles lo justo civil en dos especies: uno que es natural y por naturaleza tiene fuerza de ser justo, como es la defensión de la propria vida, otro que obliga, no por naturaleza, sino por voluntaria aceptación de los hombres, y porque ellos voluntariamente quisieron ponerse aquellas leyes de vivir por vivir vida más quieta, como prohibir tal o tal traje. Disputa si hay cosa alguna que naturalmente sea justa (la cual disputa pone también Platón en el primero de República), y prueba haberlas muchas.
De lo justo civil, uno hay que es natural, y otro que es legítimo. Pero aquello es justo natural, que donde quiera tiene la misma fuerza, y es justo no porque les parezca así a los hombres, ni porque deje de parecerles justo legítimo es lo que al principio no había diferencia de hacerlo de esta manera o de la otra, pero después de ordenado por ley ya la hay, como pagar por un captivo diez coronas, o sacrificar una cabra y no dos ovejas. Ítem, las demás cosas que particularmente se mandan por ley, como hacer sacrificio a Brasida, y las ordinaciones que hacen los concejos. Algunos, pues, hay que son de opinión que todo lo legítimo es de esta manera, porque lo que natural es, no puede mudarse, y donde quiera tiene una misma facultad, como vemos que el fuego quema aquí y también en la tierra de los persas. Pero las cosas justas véese que se mudan. Pero esto no es así, generalmente hablando, sino en alguna manera. Y entre los dioses por ventura es así, que no hay cosa mudable; pero entre nosotros bien hay cosas naturales que se mudan, aunque no todas. Pero con todo eso hay justo que es por naturaleza, y justo que no es por naturaleza. Cuál, pues, de los que se pueden mudar de otra manera es natural, y cuál no sino legítimo y por aceptación, aunque los dos se muden de una misma manera, fácilmente se entiende. Y la misma distinción bastará para todo lo demás. Porque naturalmente la mano derecha es de más fuerza, y con todo es posible que todos los hombres se valiesen igualmente de las dos manos. Pero las cosas justas que son por aceptación y porque conviene hacerse así, son semejantes a las medidas. Porque ni las medidas del vino ni las del trigo son iguales en todas las tierras, sino do las cosas se compran son mayores, y do se venden son menores. De la misma manera lo justo no natural, sino humano, no es todo uno dondequiera, pues no es un mismo el modo de regir la república. Pero el mejor y más perfecto modo de gobierno de república sólo éste es un mismo naturalmente dondequiera. Hase, pues, cada una de las cosas justas y legítimas como se ha lo universal con lo particular. Porque los negocios que se hacen son muchos, pero las cosas justas tienen cada una por sí su especie, pues son universales. Entre lo injusto y el agravio hay esta diferencia y también entre lo justo y la justicia, que lo injusto es tal por naturaleza o por ordinación y esto mismo cuando se pone por obra es agravio, pero antes de hacerse no se dice agravio, sino cosa injusta, porque cuando se hiciere será agravio. Y de la misma manera habemos de decir de la justicia. Aunque obra justa es más general vocablo, y la justicia parece que quiere más significar la enmienda del agravio. Pero qué especies tiene cada cosa de estas y cuántas, y en qué géneros de cosas consiste, después lo trataremos.
Capítulo VIII
De las tres especies de agravios con que los hombres son perjudicados
Cumple Aristóteles lo que prometió al fin del capítulo pasado, y distingue por sus especies los agravios para que puedan mejor juzgar de ellos los hombres, primeramente en dos especies, diciendo cómo hay unos forzados y otros voluntarios, y éstos son los peores de todos. Los forzados después dividelos en dos especies, unos que suceden por violencia, que son los que el principio y causa procede de fuerza, y otros por ignorancia. Los de ignorancia divide en otras tres especies: unos que proceden de ignorancia crasa, que procede de la negligencia que uno tuvo en saber lo que le convenía para hacer las cosas, y éstos son los peores; otros de ignorancia invincible (como dicen nuestros teólogos), como fue el parricidio y maternal ajuntamiento que de Edipo se cuenta en las fábulas antiguas; otros, por fortuna, como si a uno, reventándole el arcabuz, le aconteciese herir o matar al que le está al lado.
Pero cuando alguno de los justos o injustos sobredichos hace algún agravio o alguna obra de justicia, dícese que hace justicia o agravio si lo hace de su propria voluntad. Mas si por fuerza lo hace, ni hace justicia, ni agravia, sino accidentariamente, porque aconteció ser justo o injusto lo que hacía. Pero el agravio y la obra de justicia distínguense en ser voluntarias o forzosas, porque el agravio cuando se hace voluntariamente es reprendido y es agravio entonces. De manera, que puede acontecer que alguna cosa sea injusta y no sea aún agravio, si no se le añade el ser obra voluntaria. Llamo voluntario (como ya al principio se dijo) lo que uno hace por sí mismo, entendiendo que está en su mano, y no ignorando a quién, ni con qué, ni por qué lo hace, como si hiere sabiendo a quién hiere, y con qué y por qué lo hiere, y cada cosa de éstas la hace de propósito deliberado y no accidentariamente ni por fuerza. Como si uno tomando la mano de otro lo hiriese con su misma mano, no herirá el tal voluntariamente, porque no está en su mano el no hacerlo. Puede también acontecer que el que fue herido fuese el padre, y el que lo hirió lo tomase por otro alguno de los que presentes estaban, y no entendiese que era su padre. Lo mismo habemos de decir del fin por que lo hizo, y en fin de todo el hecho. Todo aquello, pues, que se hace no entendiéndose, o ya que se entienda no estando en su mano, o por ajena violencia, se dice ser forzoso. Porque muchas cosas de las que naturalmente hay en nosotros sabiéndolas las padecemos o hacemos, de las cuales ninguna se dice voluntaria ni forzosa, como el envejecerse y el morir, y lo mismo es en las cosas justas y injustas lo que accidentariamente sucede. Porque si uno por fuerza y por temor restituyese lo que tenía en depósito, no diremos que obra lo de justicia, ni que hace cosas justas sino accidentariamente. De la misma manera el que por fuerza y contra su voluntad deja de restituirlo, accidentariamente diremos que hace agravio y obra cosas injustas. Las cosas, pues, voluntarias, unas se hacen por elección y otras sin elección. Por elección se hacen las cosas que se hacen con consulta, y sin elección las que se obran sin consulta. Siendo, pues, tres las especies de los daños que en las contrataciones suceden, las cosas que por ignorancia se hacen son hierros, cuando uno los hace no entendiendo ni a quién, ni qué, ni con qué, ni por qué. Porque o no pensó arrojarlo, o no aquel, o no con aquello, o no por aquel fin, sino que sucedió al revés de como él pensó, como si lo arrojó, no por herirle, sino por picarle, o si no a quien quiso, o no como quiso. Cuando el daño, pues, es fuera de razón, dícese desgracia, pero cuando es no fuera de razón, pero sin malicia, dícese hierro (porque hierra uno cuando en él está el principio y origen de la causa, y es desgraciado cuando en él no está); mas cuando lo entiende y no lo hace sobre consulta dícese injuria o agravio, como lo que por enojo se hace, o por otras alteraciones que o la necesidad o la naturaleza a los hombres acarrea. Porque los que en semejantes cosas perjudican y hierran, dícense que hacen injuria, y los hechos se llaman agravios, pero ellos por esto no son aún del todo injustos ni perversos, porque aquel tal daño no procede de maldad. Pero cuando con consulta y elección lo hace, llámase injusto y mal hombre. Por esto las cosas que con enojo se hacen no se dicen, y con razón, proceder de providencia. Porque no comienza el hecho el que hace algo con enojo, sino el que le hace que se enoje. A mas de esto en semejantes negocios nunca se disputa si fue así o si no fue, sino si hubo justa razón para ello, porque la saña es una injuria manifiesta; ni se disputa si fue o no fue, como en las contrataciones, en las cuales, de necesidad el uno o el otro ha de ser mal hombre, si ya por olvido no lo hacen, pero cuando del hecho concuerdan, dispútase cual de las dos partes pide justicia, mas el que antes de hacerlo pensó y deliberó no lo ignora. De manera, que el uno pretende que ha recebido agravio, y el otro que no. Pero el que sobre consulta hace daño, hace agravio, y así el que semejantes agravios hace ya es injusto, cuando fuera de proporción y de igualdad lo hace. De la misma manera el justo cuando sobre deliberación hiciere alguna obra justa, la cual entonces la hace, cuando la hace voluntariamente. Pero de las cosas forzosas unas hay que son dignas de misericordia y otras que no. Porque las cosas que los hombres hierran no sólo ignorantemente, pero también por ignorancia, dignas cierto son de misericordia. Pero las que se hacen, no por ignorancia, sino ignorantemente por alguna alteración ni natural ni humana, no son dignas de misericordia.
Capítulo IX
Del recibir agravio cómo acontece, y que ninguno voluntariamente lo recibe
En el capítulo nono, tomando ocasión de unos versos de Eurípides, disputa qué manera de cosa es el recibir agravio, y prueba ser cosa violenta y en ninguna manera voluntaria; disputa asimismo si uno puede voluntariamente a sí mismo agraviarse, y si el disoluto hace a sí mismo voluntariamente perjuicio, y otras cosas semejantes.
Dudará por ventura alguno si habemos del recibir y hacer agravio suficientemente disputado. Y primeramente, si es verdad lo que Eurípides escribe fuera de toda buena razón:
Pónesteme a preguntar
Cómo a mi madre maté:
En breve te lo diré,
Sin mucho tiempo gastar.
Yo quise y ella aprobó
De aquella suerte el morir,
O, enfadada del vivir,
A matarla me forzó;
¿por ventura pasa así en realidad de verdad, que uno voluntariamente es agraviado o no, sino que cualquier recibir de agravio es forzoso así como el hacerlo es voluntario, o es todo recibir de agravio o voluntario o forzoso, así como el hacerlo todo es voluntario, o diremos que un recibir de agravios hay voluntario y otro forzoso, y, de la misma manera en el recibir buenas obras? Porque todo hacer justicia es voluntario. De manera que parece conforme a razón, que el recibir agravios y el recibir buenas obras, el uno al contrario de lo otro, sean cosas voluntarias o forzosas. Parecería, cierto, cosa fuera de razón, que todo recibir de buenas obras fuese voluntario, porque muchos, cierto, las reciben muy contra su voluntad. Pues también alguno dudaría si cualquiera que padeció cosa injusta, padeció injuria, o si es lo mismo en el padecerla que en el hacerla, porque puede acontecer que accidentariamente uno obre ambas maneras de justo, y de la misma manera injusto. Porque no es todo uno hacer cosas injustas y agraviar, y de la misma manera tampoco es todo uno sufrir injurias y ser agraviado, y asimismo habemos de juzgar del hacer cosas justas y recebirlas. Porque es imposible que uno sea agraviado, sin que haya algún otro que le agravie, ni que alguno reciba buenas obras, sin que haya alguno que las haga. Y si, general y sencillamente hablando, el hacer agravio es hacer uno a otro daño voluntariamente, que es sabiendo a quién, y con qué, y cómo, cierta cosa será que el disoluto voluntariamente a sí mismo se hace daño, y a sí voluntariamente será agraviado, y sucederá que uno a sí mismo se haga agravio. Esta es, pues, una de las cosas que dudábamos: si puede uno a sí mismo agraviarse. Asimismo, por el vicio de la disolución uno voluntariamente se dejará perjudicar de otro que voluntariamente también le perjudique, de manera, que será verdad que uno voluntariamente sea agraviado. ¿O diremos que no está entera aquella difinición, sino que se ha de añadir que hace daño sabiendo a quién y con qué, y cómo, y esto contra la voluntad de aquel que lo recibe? De manera que uno podrá recibir daño de su voluntad y sufrir cosas injustas, pero agravio ninguno lo recebirá de su voluntad, porque ninguno lo ama, ni aun el disoluto, sino que obra contra su voluntad, porque ninguno quiere lo que no tiene por bueno, y el disoluto hace lo que entiende que no debería hacer. Y el que sus propias cosas da, como Homero dice de Glauco, que le daba a Diómedes las armas de oro por las de hierro, y lo que valía ciento por lo que valía nueve, no es agraviado, porque en su mano está el no darlas, pero el ser agraviado no está en su mano, sino que de necesidad ha de haber otro que le agravie. Cosa, pues, es muy clara y manifiesta que el ser agraviado no es cosa voluntaria. De las cosas asimismo ya arriba propuestas, dos nos restan por disputar: cuál es el que hace el agravio, el que en el repartir da uno más de lo que merece, o el que lo recibe; y lo segundo: si uno a sí mismo se puede hacer agravio. Porque si lo que primero habemos dicho es verdad, el que reparte es el que hace el agravio, y no el que toma lo que es más. Y si uno reparte más para otro que para sí, sabiendo lo que hace, y de su propria voluntad (lo cual parece que hacen los hombres que son bien comedidos), éste tal a sí mismo él mismo se hará agravio, porque el hombre de bien y virtuoso siempre es amigo de tomarse para sí lo menos. O diremos que esto no es verdad así sencillamente, sino que por ventura de otro bien recibe más, como digamos de la honra, o de lo que es absolutamente bueno. A más de que se suelta fácilmente el argumento por la difinición del agraviar, porque no padece cosa contra su voluntad, de manera que en cuanto a aquello no recibe agravio, sino que recibe daño solamente. Cosa, pues, es cierta que el que reparte es el que hace el agravio siempre, y no el que recibe, porque no hace agravio el que tiene lo injusto, sino el que tiene facultad de hacerlo de su voluntad, lo cual consiste en el que es origen y principio de aquel hecho, lo cual está en el que lo reparte y no en el que lo recibe. Asimismo esto que decimos hacer tómase de muchas maneras, porque una cosa sin ánima puede matar, y la mano y el siervo mandándoselo el señor, el cual no hace agravio, pero hace cosas injustas. Asimismo si lo juzga sin entenderlo, no hizo agravio a lo justo legítimo o legal, ni el tal juicio es injusto, sino como injusto. Porque lo justo legal es diferente de lo justo principal. Pero si entendiéndolo lo juzgó injustamente, excede este tal la igualdad del favor o del castigo. Aquel, pues, que de esta manera juzgó injustamente, tiene demás, de la misma manera que el que se toma para sí parte del agravio que hace. Porque aquel que a los tales adjudicó el campo, no recibió de ellos campo, sino dinero. Piensan, pues, los hombres que está en su mano el hacer agravio, y que por esto es cosa fácil ser un hombre justo. Pero no es ello así. Porque tener uno acceso con la mujer de su vecino, y herir a su prójimo, y entregar con su mano su dinero, cosa fácil es, y que está en mano de los hombres; pero el hacerlo de tal o tal manera dispuestos, no es cosa fácil, ni que esté en su mano. De la misma manera el saber las cosas justas y injustas no lo tienen por cosa de hombre muy sabio, porque no hay mucha dificultad en entender las cosas de que las leyes tratan. Pero las cosas justas no consisten en esto, sino accidentariamente, sino en cómo se han de hacer y distribuir las cosas justas, lo cual es cosa de mayor dificultad que entender las cosas provechosas para la salud. Porque en la medicina cosa fácil es conocer la miel y el vino, y el veratro y el cauterio y la abertura. Pero el entender cómo se ha de distribuir esto en provecho de la salud, y para quién y cuándo, es tan dificultosa cosa como ser uno buen médico; por esto tienen por cierto que el hacer agravio no menos conviene al justo que al injusto, porque no menos lo puede hacer el justo que el injusto, antes más facultad tiene para hacer cada cosa de éstas. Porque también el justo tiene fuerzas para allegarse a la mujer de su vecino y para herir a su prójimo, y el hombre valeroso también tiene fuerzas para arrojar allá el escudo y para volver espaldas y huir a do quisiere. Pero el cobardear y hacer agravio no es el hacer estas cosas sino accidentariamente, sino el hacerlas de tal manera o tal dispuestos, así como el curar y el dar salud no es el abrir o no abrir, ni el purgar ni no purgar, sino el hacerlo de esta manera o de la otra. Consisten, pues, las cosas justas en aquellas que participan de las cosas absolutamente buenas, en las cuales tienen también sus excesos y defectos. Porque en algunos no hay exceso de bienes, como por ventura en los dioses. En otros no se halla ningún género de bienes, como en los que tienen la malicia ya incurable, a los cuales toda cosa les es perjudicial. Otros los tienen cuál más cuál menos, y de esta manera tenerlos es propio de los hombres.
Capítulo X
De la bondad y del hombre bueno
Gran mención se hace en los Derechos de lo que en griego llaman epiices, y en latín aequum bonum; en romance podémosle decir moderación de justicia. De la cual hay tanta necesidad en el mundo como del vivir, según a algunos les agrada, en cierta manera, el ser crueles y rigurosos en el ejecutar la justicia, pretendiendo que por allí vernán a ser más afamados, y temo no vengan a ser más aflamados. Porque como las cosas, en particular consideradas, son tan varias, no puede la ley determinar de muchas de ellas tan al caso y conformemente, porque, en fin, la ley o manda o prohíbe en general, sin circunstancias, que si en todas se ha de ejecutar como él lo dispone, verná a cumplirse lo que dice el cómico latino: summum ius, summa injuria, que es: el derecho riguroso es extremo agravio. Como agora manda la ley que cualquiera que a hombre delincuente diere favor y ayuda, sea castigado de tal o tal castigo. Un delincuente, huyendo de la justicia, pidió a otro hombre, que no le conocía, que le mostrase el camino, o que le pasase si era barquero; este tal no merece castigo por aquella ley, porque éste no era delincuente para el ánimo del que le enseñó el camino o le pasó el río, que no había el otro de adevinar. Para esto, pues, es la moderación del juez y el derecho de igualdad buena, la cual es freno de lo justo legal, como aquí dice Aristóteles. de esta bondad, pues, trata en este capítulo, y disputa en qué difiere de la justicia, o si es lo mismo, o especie de ella.
De la bondad que modera el derecho y del que es por ella moderado se ofrece haber de tratar, cómo se ha con la justicia, y lo tal moderado con lo justo. Porque los que curiosamente lo consideran, hallan que, ni del todo son una misma cosa, ni tampoco diferentes en el género. Porque algunas veces de tal suerte alabamos esta virtud y al hombre que la posee, que el vocablo de ella generalmente lo extendemos a significar con él toda cosa buena, mostrando que lo más moderado en igualdad es 1o mejor. Otras veces, si consultamos con la razón, nos parece cosa del todo apartada de ella el decir que lo bueno y igual, siendo diferente de lo justo, sea digno de alabanza. Porque, o lo justo no es bueno, o lo moderado no es justo, si es diferente cosa de lo justo; o si lo uno y lo otro es bueno, son una misma cosa. Estas razones, pues, en lo bueno moderado causan dificultad y duda. Todo ello, pues, en cierta manera, está rectamente dispuesto, y lo uno a lo otro no contradice. Porque lo bueno moderado, siendo y consistiendo en alguna cosa justa, es un justo más perfeto, y no es mejor que lo justo como cosa de género diverso. De manera que todo es una misma cosa lo justo y lo bueno moderado; porque siendo ambas a dos cosas buenas, es más perfecto lo justo moderado. Pero lo que hace dificultad es que lo bueno moderado, aunque es justo, no es lo justo legal, sino reformación de el. La causa es que la ley, cualquiera que sea, habla generalmente, y de las cosas particulares no se puede hablar ni tratar perfectamente en general. Donde de necesidad, pues, se ha de hablar en general, no pudiéndolo decir así en común perfetamente, arrímase la ley a lo que más ordinariamente acaece, aunque bien entiende aquella falta; y con todo eso es recta y justa la ley. Porque la falta no está en la ley ni en el que la hace, sino en la naturaleza de la cosa. Porque la materia de los negocios se ve claro ser deste jaez, pues cuando la ley hablare en general, y en los negocios sucediere al revés de lo general, para que la ley esté como debe, aquella parte en que el legislador faltó y erró, hablando en general, ha de enmendarse, porque si el legislador estuviera presente, de aquella misma manera lo dijera, y, si lo entendiera, de aquella manera lo divulgara. Por esto lo bueno moderado es justo, y mejor que alguna cosa justa, no así generalmente, sino mejor que aquel justo que erró por hablar así tan en general. No es, pues, otra la naturaleza de lo bueno moderado, sino ser reformación de ley en cuanto a la parte en que faltó por hablar tan en general. Porque esto es la causa de que no se pueden reglar por ley todas las cosas, porque es imposible hacer ley de cada cosa, y así hay necesidad de particulares estatutos. Porque la cosa que es indeterminada, también tiene su regla indeterminada, como la regla de la arquitectura lesbia, que es de plomo, y así se conforma con la figura de la piedra y no es regla cierta; de la misma manera se ha el estatuto con los negocios. Entendido, pues, esta qué cosa es lo bueno moderado y qué es lo justo, y a cuál justo hace ventaja lo bueno moderado. De aquí se colige claramente cuál es el hombre de moderada justicia, que es el que elige tal manera de justicia y la pone por obra, ni interpreta rigurosamente el derecho a la peor parte; antes remite la fuerza y rigor de la ley, aunque ella hable en su favor. Y semejante hábito que éste es la bondad moderada, y es parte de la justicia y no hábito diferente de ella.
Capítulo XI
Cómo ninguno hace agravio a sí mismo
En este último capítulo concluye la disputa de la justicia, disputando si puede uno hacerse agravio a sí mismo, como el que a sí mismo mata, o su propria hacienda destruye; y fundándose en los principios ya puestos, prueba que no, porque no hay agravio voluntario, y, pues aquél voluntariamente se perjudica, no se hace agravio aunque se haga daño. Pero hace agravio a la república introduciendo ejemplo de hecho tan perverso.
Pero si puede uno o no puede a sí mismo agraviarse, de lo que ya está dicho se entiende fácilmente. Porque unas cosas justas hay que las dispone la ley conforme a todo género de virtud, como agora que no manda que ninguno a sí mismo se mate, y lo que no manda prohíbelo. A más de esto, cuando uno, sin legítima causa, perjudica a otro sin haber de el recebido perjuicio, voluntariamente perjudica, y aquél perjudica voluntariamente, que sabe a quién y cómo. Pues el que de ira a sí mismo se mata voluntariamente, lo hace contra toda buena razón, haciendo lo que la ley no le permite. De manera que hace agravio, pero, ¿a quién?: a la república, pero no a sí mismo, pues voluntariamente lo padece, y ninguno es voluntariamente agraviado. Y por esto la república castiga semejantes hechos y tiene ya ordenada afrenta para el que a sí mismo se matare, como a hombre que hace agravio a ella. A más de esto, el que solamente hace agravio y no ha llegado a lo último de la maldad, en cuanto tal no puede a sí mismo agraviarse, porque este tal es diferentemente malo que no el otro; porque hay algún injusto que es malo, de la misma manera que el cobarde, y no como hombre que ha llegado ya al extremo de maldad. De manera que, conforme a esta sinjusticia, ninguno hace agravio a sí mismo, porque se seguiría que una misma cosa juntamente a un mismo se le añade y se le quita, lo cual es imposible, sino que siempre lo justo y lo injusto ha de suceder entre muchos, de necesidad, y ha de ser voluntario y hecho por elección, y, primero, porque el que hace daño a otro por volver las veces al que primero le perjudicó, no parece que hace agravio, pero el que a sí mismo se perjudica, juntamente hace y padece unas mismas cosas. A más de esto, que sucedería que voluntariamente alguno fuese agraviado. Dejo aparte que ninguno puede agraviar sin hacer alguna particular especie de agravio, y ninguno comete adulterio con su propria mujer, ni horada sus propias paredes, ni hurta sus propias cosas. En fin, el no poder agraviar nadie a sí mismo, muéstrase claro por la difinición de el recibir agravio voluntario. Cosa, pues, es cierta y manifiesta que lo uno y lo otro es cosa mala, digo el recibir agravio y el hacerlo, porque el recibir agravio es tener menos de lo justo, que es medio, y el hacerlo tener más; como en la medicina el exceder o faltar de la templanza sana; y en el arte de la lucha y ejercicios corporales, exceder o faltar de buen hábito de cuerpo. Pero, con todo eso, es peor el hacer agravio que no el recebirlo. Porque el hacer agravio trae consigo anexa la maldad, y es cosa digna de reprensión, y que procede o de la extrema maldad, o de la que no está lejos de ella. Porque no toda cosa voluntaria trae consigo agravio. Pero el recibir agravio puede acontecer sin maldad y sin caer en vicio de sinjusticia. De manera que el recibir agravio, cuanto a su propria naturaleza, menor mal es que el hacerlo, aunque accidentariamente puede acontecer que sea mayor el mal; pero lo accidentario no lo considera el arte, sino que dice: el dolor de costado es más grave enfermedad que un encuentro del pie, aunque, accidentariamente, alguna vez el encuentro del pie podría ser mayor, como si uno tropezando cayese y viniese a manos de los enemigos y pereciese uno; pues no se dice bien que guarda justicia para consigo mismo, pero para algunas cosas suyas bien se dice, por una manera de semejanza y metáfora, aunque no toda manera de justicia, sino la señoril y familiar. Porque en estas razones difiere la parte del alma que es capaz de razón de la que no lo es, con las cuales partes teniendo cuenta, parece que puede uno a sí mismo agraviarse, pues puede en ellas padecer algo contra los deseos de ellas. De la misma manera, pues, que entre el que gobierna y el súbdito hay su justo, de la misma parece que lo habrá entre estas dos partes. De la justicia, pues, y de las demás morales virtudes, de esta manera habemos disputado.
Lo que Aristóteles dice aquí, que el que perjudica a otro por satisfacerse del agravio que aquel tal le ha hecho no le hace agravio, también lo dice Tulio en los Oficios. Pero el uno y el otro serían como hombres que no aprendieron en escuela cristiana. Porque hacen agravio a la divina justicia usurpándole su oficio, el cual es castigar a los que hacen agravios a sus prójimos. Y aunque no luego los castiga, él sabe por qué lo hace; pero es cierto que no quedará agravio ninguno sin castigo. Mejor se acercó a1 blanco de la verdad Platón en el diálogo Criton, donde, en persona de Sócrates, dice que ni aun por satisfacerse ni por salvar la vida se ha de hacer a nadie perjuicio. También lo que dice de la justicia de las dos partes del alma, es la que los teólogos llaman justicia original, cuando la parte superior, que es la razón, manda, y la inferior, que es la parte que apetece, obedece a la razón, rehusando las cosas que la razón dice que no convienen; y este es el mejor del hombre, en el cual fueron criados nuestros primeros padres; y cuando esta orden se pervierte, amotinándose la parte inferior contra la superior, caemos en los vicios.
De las éticas o morales de Aristóteles escritos a Nicomaco, su hijo, y por esto llamados nicomaquios
* Capítulo primero
Cuál es la recta razón y cuál es su difinición
* Capítulo II
Cómo hay tres cosas en el alma propias del efecto, y de la verdad: el sentido, el entendimiento y el apetito
* Capítulo III
De los cinco hábitos del entendimiento, y de las cosas de que se tiene ciencia, y de la misma ciencia
* Capítulo IV
Del arte
* Capítulo V
De la prudencia
* Capítulo VI
Que sólo el entendimiento percibe los principios de las cosas que se saben
* Capítulo VII
De la sabiduría
* Capítulo VIII
De las partes de la prudencia
* Capítulo IX
De la buena consulta
* Capítulo X
Del buen juicio
* Capítulo XI
Del parecer
* Capítulo XII
Para qué sirve la sabiduría y la prudencia
* Capítulo XIII
De la natural virtud, y de la conexión y hermandad que hay entre las verdaderas virtudes y la prudencia
De las éticas o morales de Aristóteles escritos a Nicomaco, su hijo, y por esto llamados nicomaquios
Argumento del sexto libro
Aristóteles, en el primer libro, anduvo inquiriendo en qué consistía la felicidad humana, y halló que en el vivir conforme a recta razón. Y porque el vivir conforme a recta razón requiere el vivir conforme a virtud, en el segundo anduvo inquiriendo qué cosa era virtud. Después hizo dos maneras de virtudes: unas morales, de las cuales ha tratado en el tercero, cuarto y quinto libro, y otras del entendimiento, de las cuales propone tratar en el presente. Pero por cuanto hasta aquí se ha hecho mucha mención de la recta razón, y hasta agora no se ha declarado qué cosa es, trata primero qué cosa es la recta razón y en que consiste; después trata de las partes del alma, para declarar cada virtud a qué parte del alma corresponde; tras de esto trata de los hábitos del entendimiento, ciencia, arte, prudencia, entendimiento, sabiduría; de las partes de la prudencia, del buen consejo, del buen juicio, del buen parecer, de la utilidad de la sabiduría y prudencia: de la hermandad grande que entre sí tienen todas las virtudes.
Capítulo primero
Cuál es la recta razón y cuál es su difinición
En el primer capítulo declara ser la recta razón la que endereza las cosas al fin perfeto, y obrar conforme a recta razón ser obrar conforme a lo que se requiere para alcanzar el fin. Después propone las partes del alma, y declara ser una capaz de razón y otra que carece de ella; y que de la que carece no se trata aquí, pues se ha ya tratado en lo pasado; porque las virtudes morales consisten en esta parte que carece de razón. Divide asimismo la parte que consiste en razón, en una que no cae en consulta, que es la ciencia (porque ninguno consulta si dos veces dos hacen cuatro, pues es cosa cierta), y otra que cae en consulta, que es la opinión. Estas dos partes del ánimo no son así partes como la pierna y brazo son del cuerpo, pues siendo el ánimo espíritu, no tiene cantidad ni partes desa manera, sino que son dos facultades suyas, que se llaman partes por una manera de metáfora.
Pero por cuanto habemos dicho en lo pasado, que habemos de elegir el medio, y no el exceso ni el defecto, y el medio es aquel que la recta razón dicta, conviene que lo dividamos esto. Porque en todos los hábitos de que arriba se ha tratado, hay alguna cosa puesta como por fin y blanco como en todas las demás, al cual, teniendo ojo el que tiene la razón, tira o afloja. Hay, pues, término en las medianías, que decimos que consisten entre el exceso y el defecto, y son regladas conforme a recta razón. Y el decir esto es decir verdad, aunque no se pueda dar la demostración de ello. Porque en las demás consideraciones, de que tenemos ciencia, es verdad decir que no se ha de hacer ni mayor ejercicio ni menor, ni se ha de reposar más ni menos, sino que se ha de tomar el medio según que la recta razón aconsejare, porque con solo esto tener uno, no ternía más que saber. Como si se preguntase cuánto mantenimiento conviene dar al cuerpo, y respondiese uno que tanto cuanto manda la medicina y el hombre que en ella fuere docto. Por tanto, conviene que en los hábitos del alma no sólo sea así verdad esto que se ha dicho, pero aun también que se entienda clara y distinctamente cuál es la recta razón y cuál su difinición. Ya, pues, dividimos las virtudes del alma, y unas dijimos que eran de la costumbre y otras del entendimiento. De las morales, pues, ya habemos tratado. Tratemos, pues, agora de las otras, disputando primero del alma de esta suerte. Cuanto a lo primero, pues, ya está, dicho cómo el alma tiene dos partes: una capaz de razón y otra que carece de ella. Agora, pues, tratemos por la misma orden de la parte que es capaz de razón, y presupongamos primero que hay dos maneras de cosas que consisten en razón: una de aquellas cosas que vemos ser de tal manera, que sus principios no pueden dejar de ser así, y otra de aquellas cuyos principios pueden ser de otra manera. Porque para entender cosas de género diverso, también es menester que haya parte de ánimo que sea de género diverso, y que sea conforme a lo que se ha de entender, pues han de alcanzar el conocimiento de las cosas conforme a cierta semejanza y propriedad que con ellas tengan. Llámese, pues, la una de éstas scible y la otra disputable, porque el consultar y el disputar, todo es una misma cosa. Ninguno, pues, consulta lo que no puede ser de otra manera; de manera, que lo consultable es una parte de las cosas que consisten en razón. Consideremos, pues, cuál es el mejor hábito de cada parte de estas, porque aquélla será su virtud, y la virtud es la que le inclina a su propria obra.
Capítulo II
Cómo hay tres cosas en el alma propias del efecto, y de la verdad: el sentido, el entendimiento y el apetito
Ha propuesto de tratar de las dos partes de nuestro entendimiento: la una cierta, en que consiste la ciencia, y la otra probable, en que se funda la opinión. Para mejor tratar de ellas, declara en el capítulo segundo la origen de nuestro conocimiento y de nuestro obrar, y pone por origen de nuestro conocimiento los sentidos, y del obrar el entendimiento y el apetito. Porque si pusiésemos por caso que se viese un hombre falto de todos los sentidos, este tal ninguna noticia de cosas ternía en su entendimiento, sino que sería como es el del niño antes que venga a sentir en el vientre de la madre. Y en el obrar, cada uno se mueve o según entiende o según apetece. Compara después el entendimiento con el apetito, y muestra que lo mismo que es en el entendimiento verdad, es en el apetito rectitud; y lo que allí es mentira, aquí es depravación. De do sucede que, así como el entendimiento lo que tenía temerariamente por verdadero, tratándolo lo halla muchas veces falso, de la misma manera lo que sin consideración los hombres apetecen, alcanzado, desengaña y sale falso; y de aquí nace que nuestro apetito es tan inquieto, y que el consejo del hombre muy ejercitado en negocios es mejor quel del hombre mozo y poco exprimentado, porque le ha burlado más veces su apetito y el suceso de las cosas.
Tres cosas, pues, hay en el alma, que son la origen de un hecho y de la verdad: el sentido, el entendimiento, el apetito. de estas tres cosas el sentido no es principio de hecho ninguno, lo cual se ve claramente en las fieras, las cuales, aunque tienen sentido, con todo eso ningún negocio tratan en común. Lo que es, pues, en el entendimiento la afirmación y negación, lo mismo es en el apetito el seguir y el rehusar. De manera que, pues la moral virtud es hábito escogido voluntariamente, y la elección voluntaria es apetito puesto en consulta, colígese de aquí que la razón ha de ser verdadera, y el apetito y deseo recto, si la elección ha de ser buena, y que de los dos la razón ha de ser cosa que se pueda decir, y el deseo cosa que se pueda seguir. Éste, pues, es el entendimiento y la verdad activa. Porque en la verdad que solamente es contemplativa, y no sirve para hacer ni tractar cosa ninguna, el decirse cómo es o al revés, es su verdad o su mentira, porque éste es el oficio de todo entendimiento. Pero la verdad de lo que se entiende para haberse de poner por obra, ha de ser conforme al recto y buen deseo. Es, pues, la elección el principio del hecho, de la cual procede también el movimiento, mas no el fin por que se hace. Pero el principio de la elección es el apetito o deseo, y la razón que por causa de otra cosa se da, de manera que nunca hay elección sin entendimiento y aprensión, ni tampoco sin moral deseo. Porque ni el negociar bien ni el negociar mal en cualquier hecho no puede acaecer sin entendimiento y costumbre. Aunque este entendimiento ninguna cosa mueve sino la que a otro fin se encamina, y es activo, porque éste es el que gobierna a la que obra, porque cualquier que obra, obra por fin alguno, ni es jamás lo que se obra el último y absoluto fin, sino particularmente de algo, y en respecto de algo, pero eslo la obra que se hace, porque el bien negociar y tratar las cosas es el fin, y el deseo a éste se endereza. Y por esto se dice que o el entendimiento apetitivo o el apetito que se entiende es la elección. Y tal principio como éste es el mismo hombre. Ninguna cosa, pues que ya haya pasado, cae en elección, como agora ninguno elige el haber tomado por armas a Troya, ni tampoco se consulta jamás de lo pasado, sino de lo porvenir y contingente, porque lo que ya es pasado, no puede ya dejar de haber sido. Y por eso dijo muy bien Agatón:
A la potencia de Dios
Sólo esto es defendido:
El hacer que no haya sido
Lo que ya pasó entre nos.
El oficio, pues, de ambas las dos partes del entendimiento es entender la verdad, y así aquellos hábitos son dos virtudes de cada una de estas partes, en los cuales más verdad halla cada una de ellas.
No entienda ninguno que es falta de la potencia de Dios lo que aquí dice Aristóteles. Porque no está la falta sino en la misma cosa, que contiene en sí repugnancia, y implica, como dicen los lógicos, contradicción, como estar uno juntamente vivo y muerto, sano y enfermo. Y el no poder hacer esto no es falta de potencia.
Capítulo III
De los cinco hábitos del entendimiento, y de las cosas de que se tiene ciencia, y de la misma ciencia
Comienza ya, después que ha declarado la origen y principio de nuestro entender y obrar, a tratar de los hábitos del entendimiento. Propone cómo son cinco: arte, ciencia y prudencia, sabiduría, entendimiento. Trata primero, de la ciencia, declarando en qué genero de cosas consiste.
Comenzando, pues, como de nuevo, tratemos de estos hábitos del entendimiento. Cinco son, pues, las cosas en las cuales, o afirmando o negando, dice nuestro ánimo verdad: arte, ciencia, sabiduría, entendimiento. Porque en las cosas que consisten en parecer y opinión, puede acaecer decir mentira. De aquí, pues, se colige qué cosa es la ciencia, si claramente queremos hablar, y no seguir semejanzas y metáforas. Porque todos tenemos por cierto que aquello que sabemos no puede ser de otra manera. Porque las cosas que de otra manera pueden ser, cuando están apartadas de nuestra vista, no sabemos si son así o si no. De manera que lo que se sabe es cosa que necesariamente sucede, y por la misma razón es cosa perpetua. Porque las cosas que necesariamente son, todas, generalmente hablando, son perpetuas, y todo lo que es perpetuo jamás nació ni pereció. A más de esto, toda ciencia parece que es apta para enseñar, y todo lo que se puede saber se puede aprender. Y toda ciencia, como dijimos ya en los libros Analíticos, procede de cosas primeramente entendidas. Porque unas cosas se saben por inducción, y otras por discurso de razón. Lo que se sabe por inducción son los primeros principios, y las cosas muy comunes y universales. Pero el discurso de razón procede de la universal. Aquellas proposiciones, pues, de donde procede el discurso de razón o silogismo, son los principios, los cuales no se pueden probar por discurso de razón, sino sólo por enumeración de cosas singulares, que llaman inducción. De manera que la ciencia es un hábito demostrativo, con todos los demás arrequives que propusimos en los libros Analíticos. Cuando uno, pues, en alguna manera cree una cosa, cuyos principios le fueren declarados, entonces se dice que la sabe. Porque si no entiende los principios, más de verás se dirá que sabe accidentariamente la conclusión. De la ciencia, pues, de esta manera quede disputado.
Esta materia, aunque aquí la pone Aristóteles, más es lógica que moral, como él mismo claramente lo confiesa. Y así, el que no fuere lógico, pase por ella ligeramente, como por cosa que para materia moral importa poco. Sólo entienda qué discurso de razón es cuando de unas verdades se sacan y coligen otras de esta manera. Pues toda cosa compuesta de muchas cosas diferentes y contrarias, de necesidad ha de perecer por la contienda que las unas llevan con las otras, y vemos que todos los hombres son compuestos de cosas diferentes y contrarias: carne, hueso, calor y frío; colígese que todos los hombres de necesidad han de perecer. Inducción es cuando probamos ser verdad una cosa dicha en común, demostrando experiencia de muchas cosas singulares en favor de aquélla, como si probamos que todo hombre ha de morir, pues vemos que murió el emperador, nuestro señor Carlos V, y el príncipe, su nieto, y cada día vemos morir unos y otros, y no sabemos que haya hombre ninguno que siempre dure. Principios son unas verdades que no se pueden probar sino por estas particulares experiencias y inducciones, como en la geometría éstas: cualquier cosa entera es mayor que ninguna de las partes; de cualquier punto a otro cualquier punto se puede echar una línea recta. De estos principios y discursos y inducciones, puestos en un particular argumento y materia de cosas, se hacen las ciencias, como puestos en materia de enfermedades vienen a hacer la medicina. De todo esto tratamos claramente en la introducción que publicamos para la Lógica de Aristóteles, y muy largamente en los comentarios que sobre su lógica tenemos escritos, si a luz salieren algún día. Pero esto, como dije, para el filósofo moral, que para su utilidad lee esta materia, no importa mucho.
Capítulo IV
Del arte
Arte entiéndela aquí Aristóteles como la entiende el vulgo cuando llama arte al oficio del zapatero, del sastre y del herrero, y así la distingue de la ciencia. Que, en realidad de verdad, arte es vocablo más general que ciencia, y cualquier ciencia es arte, aunque no cualquier arte sea ciencia. Hace dos maneras de artes: una, que consiste en solo el entendimiento, y obra con discurso de razón, como el arte de edificar o navegar, y otra, que está puesta toda en el obrar por sola la experiencia, como las artes que vulgarmente mecánicas llamamos. Siempre distingue Aristóteles el hacer y el obrar de esta manera, que el hacer lo atribuye a los ejercicios del entendimiento, y el obrar a las cosas de defuera. Así distinguen en griego piin y prattin; en nuestra lengua no se guarda tan al vivo esa distinción.
En las cosas que pueden suceder de otra manera, hay algo que las puede hacer y poner por obra. El hacer, pues, y el obrar son cosas diferentes, como ya en nuestras Vulgares Disputas lo probamos. De manera, que el hábito que obra conforme a razón es diferente del que hace conforme a razón, ni debajo de si el un hábito al otro comprende. Porque ni el obrar es hacer, ni el hacer obrar. Porque la arquitectura una de las artes es, y un hábito que hace conforme a uso de razón, ni hay arte ninguna que no sea hábito que hace conforme a uso de razón, ni por el contrario cosa que hábito sea, que haga conforme a uso de razón, que no sea arte. De manera, que toda es una misma cosa arte y hábito que conforme a verdadera razón hace. Toda arte, pues, se emplea, en hacer de nuevo alguna cosa, y en poner por orden y concierto, y considerar cómo se ha de hacer alguna cosa de las que no acaecen de necesidad, o en cómo ha de ser o dejar de ser, y cuyo principio está en mano del que las hace y no en la cosa que se hace. Porque el arte no se ejercita en las cosas que necesariamente se hacen o suceden de necesidad, ni tampoco en las que por naturaleza, porque todas estas en sí mismas tienen su principio. Y, pues, el hacer y el obrar son cosas diferentes, de necesidad el arte ha de ser de lo que se hace y no de lo que se obra. Y, en cierta manera, la fortuna y el arte consisten en una misma manera de cosas, como Agatón dice:
De la fortuna el amor
Requiere el arte tener;
También ella ha menester
Que le dé arte favor.
Es, pues, el arte, como ya está dicho, un hábito que hace conforme a verdadera razón, y la ignorancia de arte, por el contrario, es un hábito que en las cosas que pueden suceder de otra manera, hace conforme a razón falsa.
Capítulo V
De la prudencia
En el capítulo quinto trata de la prudencia, distinguiéndola de la ciencia y del arte en esto: que la ciencia considera las cosas en comunidad, porque de las cosas particulares, pues ni tiene cierto número, ni son ciertas, no se tiene ciencia; pero la prudencia requiérese en cosas particulares. Ítem, el arte trata las cosas que entre sí guardan cierta regla y concierto; pero las cosas que requieren prudencia, no tienen cierta regla ni concierto. Declara resplandecer esta virtud en dos géneros de cosas señaladamente en regir bien una familia, y gobernar bien una república.
De la prudencia podremos tratar de esta manera, considerando qué personas son las que solemos llamar prudentes. Parece, pues, que el propio oficio del prudente es poder bien consultar de las cosas buenas y útiles para sí, no en alguna particular materia, como si dijésemos en lo que vale para conservar la salud o la fuerza, sino en qué cosas importan para vivir prósperamente. Lo cual fácilmente lo podemos entender de esto: que en alguna cosa particular decimos ser prudentes, los que en las cosas que no consisten en arte dan buena razón y la encaminan a algún buen fin. De manera, que generalmente hablando, aquél será prudente, que es apto para consultar con él las cosas. Ninguno, pues, consulta jamás las cosas que no pueden acaecer de otra manera, ni tampoco las cosas que no está en su mano hacerlas o dejarlas de hacer. De manera, que, pues la ciencia se alcanza con demostración, y las cosas cuyos principios pueden ser de otra manera no tienen demostración, y no se puede consultar de las cosas que de necesidad suceden, colígese de aquí que la prudencia, ni es ciencia, ni tampoco arte. No ciencia, porque aquello que trata puede suceder de otra manera, ni tampoco arte, porque el obrar y el hacer tienen los fines diferentes. Resta, pues, que la prudencia sea un hábito verdadero y práctico que conforme a razón trata los bienes y males de los hombres. Porque el hacer tiene el fin diverso, pero el obrar no, porque el propio fin es el hacer bien aquella obra. Por eso a Pericles y a sus semejantes los juzgamos por prudentes, porque son personas suficientes para considerar lo que a sí mismos y a los demás hombres conviene. Tales como éstos nos damos a entender que son los que rigen bien sus casas y la república, y por esto, a la prudencia la llamamos en griego sofrosine, que en aquella lengua quiere decir cosa que conserva el entendimiento, porque conserva tal o tal parecer. Porque lo aplacible y lo molesto no todo parecer pervierten (que este parecer: todo triángulo tiene tres ángulos iguales a dos rectos, o que no los tiene, no lo pervertirán), sino los pareceres que se dicen en el tratar de los negocios. Porque los principios de los negocios que se tratan es el fin porque se tratan; pero el que por contento o pesadumbre se destruye y gasta, no luego puede ver los principios, y así ni por consejo deste tal no conviene que se delibere ni trate cosa alguna, porque el vicio destruye los principios. De manera, que la prudencia de necesidad ha de ser hábito, que conforme a buena razón trata de los bienes y niales de los hombres. Pero el arte tiene alguna virtud, mas la prudencia no tiene, y en el arte, el que voluntariamente hierra, más perfeto es que el que por ignorancia, lo cual es al revés en la prudencia, así como en las virtudes. De do se colige que la prudencia es una especie de virtud, y no arte. Siendo, pues, dos las partes de aquella porción del ánimo que es capaz de razón, la prudencia será virtud de aquella parte, que consiste en opinión, porque así la opinión como la prudencia consiste en las cosas que pueden suceder de otra manera. Pero no solamente es hábito conforme a razón, lo cual con esta señal se entiende: que el hábito conforme a razón puede admitir olvido, pero la prudencia no puede.
Capítulo VI
Que sólo el entendimiento percibe los principios de las cosas que se saben
Declarada el arte y la prudencia, trata del cuarto hábito del entendimiento, que por excelencia, o por falta de no tener otro vocablo, toma el nombre de la misma facultad y se llama entendimiento. Este hábito, pues, es aquella natural luz con que nuestro entendimiento se conforma con las primeras verdades, que son los principios de las ciencias, los cuales, por ser principios y no tener medios con qué probarse, y por ser una verdad clarísima, no tienen necesidad de otro sino de declarar qué significan aquellos vocablos; y declarado esto, el entendimiento, con su propria luz, sin argumento ni maestro, les da crédito. Como: cualquier cosa entera es mayor que cualquiera de sus partes, declarado qué es cosa entera, qué son partes, lo cree luego nuestro entendimiento; ni está en su mano el dejarlo de tener por verdad más que del ojo percebir el color, si impedimento no le ponen. De tales principios como éstos proceden las ciencias de las cosas.
Pero por cuanto la ciencia es aprehensión de cosas generales y que proceden de necesidad, y las cosas que se demuestran y cualquiera ciencia tiene sus principios, pues procede la ciencia por discurso de razón, el entender los principios de la cosa que se demuestra, ni será ciencia, ni tampoco arte, ni prudencia, porque toda cosa de que se tiene ciencia es demostrable, y las artes y prudencia consisten en cosas que pueden suceder de otra manera. Tampoco es sabiduría el conocimiento de los principios, porque es propio del sabio tener demostración de cada cosa. Pues si en las cosas que verdaderamente afirmamos ni jamás mentimos, ora consistan en lo que no puede ser, ora en lo que puede ser de otra manera, consisten la ciencia, la prudencia, la sabiduría, el entendimiento, y el conocimiento de los principios no puede ser de ninguno de estos tres (llamo tres la prudencia, la ciencia, la sabiduría), resta que haya de ser entendimiento.
Capítulo VII
De la sabiduría
De los cinco hábitos del entendimiento, sólo restaba por tratar de la sabiduría, de la cual trata en el capítulo presente, y demuestra que sabiduría es nombre de perfición, añadido sobre la ciencia y sobre el arte, y pruébalo por el común modo de hablar, pues decimos que uno es sabio pintor o entallador, cuando en aquella arte es muy acabado. En fin, concluye diciendo que la sabiduría consiste en entender muy bien los principios de las más graves cosas, y lo que de ellos se colige.
En las artes, pues, atribuimos la sabiduría a los que en ellas son más acabados, y así decimos que Fidias es un sculptor sabio y Policleto un sabio entallador, en lo cual no entendemos otra cosa por la sabiduría, sino la virtud y excelencia que tuvo cada uno de ellos en su arte. También juzgamos a otros por sabios, así común y generalmente, y no en cosa alguna particular, como Homero escribe de Margites:
A éste ni los dioses lo hicieron
Sabio en cavar, ni en culturar la tierra,
Ni otro saber alguno concedieron;
de do se colige que la más perfecta ciencia de todas es la sabiduría. Conviene, pues, que el sabio no solamente entienda lo que de los principios se colige, pero que aun los mismos principios los tenga muy bien entendidos, y la verdad que tienen. De manera que el entendimiento y la ciencia juntos harán la sabiduría, y la ciencia de las más preciosas cosas será como cabeza de la sabiduría. Porque parece cosa del todo ajena de razón que uno tenga a la disciplina de la república y a la prudencia por la cosa de mayor, virtud, sin que el hombre sea la cosa mejor que haya en el mundo. Y si lo saludable y provechoso no es todo uno en los hombres y en los peces, y lo blanco y lo derecho siempre es todo uno, cosa cierta es que lo sabio todos dirán siempre que es uno, pero lo prudente diverso, porque aquello dirán ser prudente, que en cada cosa entiende qué es lo que le conviene, y a este tal le encomendarían las cosas. Y por esto de algunas fieras se dice bien que son prudentes, como de aquéllas que parece que tienen facultad de pronosticar lo que para la conservación de su propria vida les conviene. Consta, pues, que no es todo una misma cosa la disciplina de república y la sabiduría. Porque si llaman sabiduría la que considera las propias utilidades, seguirse ha que hay muchas diferencias de sabiduría. Porque no es una ciencia la que considera todos los bienes de los animales, sino que cada bien tiene su particular ciencia; si no que queramos decir que todas cuantas cosas hay tienen una manera de medicina. Ni importaría nada que dijésemos que el hombre es el más principal de todos los animales, porque otras cosas hay que son de más divina naturaleza que no el hombre, como son estas tan ilustres de que el mundo está compuesto. Colígese, pues, de lo dicho claramente que la sabiduría es ciencia y entendimiento de las cosas, cuya naturaleza es del mayor precio y quilate. Y, por tanto, de Anaxágoras, y de Tales, y de otros varones semejantes, se dice que fueron sabios; pero no dijeran que eran prudentes, si vieran que lo que particularmente les convenía no lo entendían. De tales, pues, como éstos se dice que saben lo que es demasiado saber, y las cosas admirables, y dificultosas, y divinas, pero que no saben lo que les cumple, porque no procuran los humanos bienes ni intereses. Porque la prudencia consiste en cosas humanas y en aquéllas de que suelen los hombres consultar. Porque el más particular oficio del varón prudente decimos que es el aconsejar bien, y ninguno consulta jamás de las cosas que no pueden acaecer de otra manera, ni menos de las cosas que no tienen algún fin, que sea bien que pueda ponerse por obra. Y el que de veras ha de ser buen consejero, en lo que al hombre le es mejor, ha de ser hombre que, con discurso de buena razón, pueda conjecturar las cosas que se puedan hacer y poner por obra. Ni considera la prudencia las cosas generales solamente, sino que ha de entender también las particulares, pues es virtud de bien obrar, y las obras consisten en las cosas particulares. De aquí sucede que algunos que no entienden ciencia son más suficientes para tratar negocios que algunos que la saben, y en cualquier cosa los que tienen más experiencia. Porque si uno sabe así, comúnmente, que las carnes ligeras son de buena digestión y provechosas para el cuerpo, si no sabe qué carnes son ligeras, ninguna salud dará al cuerpo; pero el que entendiere que las carnes de las aves son ligeras y saludables, más salud le acarreará. Es, pues, la prudencia virtud de bien tratar negocios, y así conviene que tenga ambas a dos noticias o, sobre todo, la particular. Y en esto hay alguna parte que es como gobernadora de las otras.
Capítulo VIII
De las partes de la prudencia
Ya está entendida la diferencia que hay entre la ciencia y la prudencia, que aquélla considera las cosas o contemplativas o activas así en común, pero la prudencia consiste en tratar bien los negocios en particular. Pues como todos los negocios, o sean comunes, o particulares, y los comunes sean sin comparación de mayor valor que los que a cada uno particularmente toca, Aristóteles, en el capítulo presente, propone las partes de la prudencia que son en los negocios particulares la disciplina de bien regir una casa, que se llama la Economía, y en los comunes pone tres partes: la prudencia en hacer buenas y saludables leyes para el buen gobierno de todos, a quien en su lengua llama nomothesia; la prudencia en juzgar bien las causas y contiendas que se ofrecen entre los ciudadanos, la cual parte se llama dicastice, que quiere decir judiciaria; la tercera, prudencia en el prover las cosas tocantes al vivir y menesteres de la vida, la cual propriamente quedó con el nombre de disciplina de república. Estas tres partes bien regidas son las que conservan el estado de las ciudades, reinos y provincias, y las que las destruyen, no administradas como deben.
Es, pues, la disciplina de la república y la prudencia un mismo hábito, aunque el estado de cada una de ellas es diverso. En la prudencia, pues, que se emplea en el gobernar bien una república, la cabeza y principal parte es la que consiste en el hacer las leyes. Pero la que las particulares cosas considera, tiénese el nombre común y llámase disciplina de república, y esta misma es la que trata y consulta los negocios, porque las ordinaciones de los pueblos son casi lo último en el tratar de los negocios. Y así propriamente decimos que solos estos tales gobiernan la república, porque éstos son de la misma manera que aquellos que ponen las manos en la obra. Aunque parece que la prudencia más propriamente se dice de aquel que en sí mismo piensa solamente, y ésta es la que se usurpa el común nombre de prudencia. Pero de las otras, una se llama ciencia de bien gobernar una familia, otra de hacer leyes, otra de regir bien una república, y ésta tiene aún dos partes: una, que consiste en consultar las cosas, y otra que en juzgarlas. Parece, pues, que esta facultad tiene manera de ciencia, porque el que la tiene es hombre que entiende; pero hay mucha diferencia, porque el que sabe bien lo que le cumple y lo pone por obra, este tal parece que es prudente; pero los que son aptos para gobierno de república, son los que están curtidos en negocios. Y por esto dice muy bien Eurípides:
¿Cómo puedo ser prudente,
Pues nunca me he ejercitado
En negocios, ni he tratado
Lo que pasa entre la gente?
Antes siempre entre soldados
He vivido en compañía,
Do igual parte me cabía
De los mejores bocados.
Porque los que son nuevos en negocios siempre hacen demasías, porque procuran sus particulares provechos, y el hacerlo así les parece que es hacer lo que conviene. de esta opinión, pues, ha procedido lo que de los prudentes decimos. Aunque el particular bien no se puede por ventura alcanzar sin el bien de la familia, ni aun sin el de toda la república. A más de esto, que no hay certidumbre en el cómo ha de procurar uno sus propios intereses, y tiene necesidad de consulta. Lo cual, o por esta razón se entiende claramente, que los hombres mozos se hacen geómetras y matemáticos, y sabios en cosas semejantes, pero ninguno parece que por ciencia se haga prudente. Lo cual procede de que la prudencia consiste en negocios particulares, y éstos se entienden por la experiencia, y el hombre mozo no está experimentado, porque el mucho tiempo es el que causa la experiencia. Porque, ¿podría alguno considerar qué es la causa que un niño puede ser matemático, y sabio ni filósofo natural no puede, sino porque las ciencias matemáticas alcánzanse considerando?; pero los principios de la sabiduría y ciencia natural proceden de la experiencia, y en las matemáticas los mancebos no tienen necesidad de creer cosa ninguna, antes ellos de suyo se las dicen; pero en las otras cosas el ser de ellas es incierto y dificultoso de entender. Asimismo, en el consultar puede haber yerro, o en lo universal, o en lo particular. Porque puede errar uno diciendo que todas las aguas gruesas y pesadas son malas, o afirmando que esta particular agua es gruesa y pesada. Consta, pues, que la prudencia no es ciencia, porque, como habemos dicho, trata las postreras cosas, cuales son las que se tratan en negocios. Es, pues, la prudencia contraria del hábito que se llama entendimiento, porque el entendimiento considera los principios, para los cuales no hay dar razón, y la prudencia considera las cosas singulares y últimas, las cuales no se comprenden por ciencia, sino por el sentido; no por el particular de cada cosa, sino por tal sentido cual es el con que en las artes matemáticas juzgamos que esta última figura es triángulo. Porque también allí parará nuestro conocimiento. Aunque aquel tal conocimiento mejor se dice sentido que prudencia, y la otra ya es de otra especie.
Capítulo IX
De la buena consulta
Una parte del gobierno de la república dijo Aristóteles que era la que trataba los negocios comunes, y que éstos se trataban consultando. Trata, pues, en este capítulo de la consulta, mostrando que no es ciencia, ni tampoco conjectura, ni menos discreción, sino reformación de consejo.
El preguntar y el consultar son cosas diferentes, porque el consultar es una manera de preguntar. Habemos de entender, pues, de la buena consulta qué cosa es, y si es ciencia, o opinión, o buena conjectura, o algún otro género de cosas. No es, pues, la consulta ciencia, porque ninguno consulta lo que sabe, y la consulta buena es una especie de consulta, y el que consulta inquiere y colige por razón. Pero ni tampoco es conjectura, porque sin proponer razones se hace la conjectura, y repentinamente; pero la consulta requiere largo tiempo, y así dicen que lo consultado se ha de poner presto por obra, pero que ha de consultarse muy despacio. Asimismo, la discreción es diferente de la buena consulta, porque la discreción es una buena conjectura. Tampoco es opinión ninguna buena consulta, por cuanto el que mal consulta yerra, y el que bien consulta acierta, es cosa cierta que la buena consulta es una manera de reformación, pero no de ciencia, ni tampoco de opinión. Porque la ciencia no ha menester reformación, pues no yerra, y la reformación de la opinión es la verdad. Asimismo, todo aquello de que se tiene opinión, ya está dividido en diversos pareceres. Pero ni tampoco se hace la consulta sin uso de razón. Resta, pues, que ha de ser reformación del parecer, pues el parecer aún no es afirmación; pero la opinión no es ya pregunta, sino ya es afirmación. Pero el que consulta, ora consulte bien, ora consulte mal, inquiere algo y lo colige por razón. Es, pues, la buena consulta reformación de la consulta. Por esto, en la consulta, se ha de entender primero qué se consulta y sobre qué. Pero por cuanto la reformación se dice de muchas maneras, será cosa manifiesta que no toda reformación es buena consulta. Porque el disoluto y el malo, lo que propone saber, por discurso de razón lo sacará; de manera que consultará bien, pero pareciéndole que es un mal muy grande. Pero el bien consultar parece ser uno de los bienes, porque esta tal reformación de consulta es la buena consulta, la cual siempre acarrea lo bueno. Pero puédese hacer esto con discurso falso de razón, y decir uno lo que conviene que se haga, pero no acertará el por qué, sino errar el medio. De manera que ni esta tampoco será buena consulta, en la cual uno alcanza lo que se debe hacer, pero no la razón por qué es bien que se haga. Acaece asimismo que uno, en mucho espacio de tiempo, dé en la cuenta de lo que conviene que se haga, y otro en poco rato. No es, pues, tampoco aquélla la buena consulta, sino la reformación de lo que es útil y de lo que conviene, y como conviene, y cuando conviene. Puédese también consultar bien generalmente de toda cosa, y también acerca de algún fin particular. Es, pues, la buena consulta general la que reforma lo que para el supremo fin pertenece, y la particular, la que reforma lo que se encamina a algún fin particular. Y si de hombres prudentes es el bien consultar, será la buena consulta reformación de lo que para el fin conviene, de lo cual es la prudencia el verdadero parecer.
Por los que no saben lógica me es forzado añadir esto aquí. Llama medio Aristóteles a la razón con que se prueba la cuestión, como si prueba uno que vale más una mediana paz que una muy justa guerra, porque la guerra estraga las vidas y haciendas de los hombres y pone en condición la libertad, esta razón es el medio, y cuando la razón es fuera de propósito y no concluye, llámase medio falso y argumento de solistas, como si dijese uno que es buena la guerra, porque muchos se hacen ricos con ella, es falsa razón y que no concluye nada, porque por la misma razón sería bueno el hurtar y dar dineros a usura, pues se enriquecen muchos por esta vía.
Capítulo X
Del buen juicio
Al bien consultar es anexo el buen juicio, pues nunca hombre de mal juicio consultó bien cosa ninguna. Por esto trata aquí del buen y mal juicio qué cosa es, de la misma manera que trató de la consulta en el capítulo pasado.
El bueno y mal juicio decimos ser aquellos conforme a los cuales decimos a unos que son de mucha capacidad y a otros de poca. Pero tampoco es el buen juicio lo mismo que ciencia ni opinión, porque todos fueran de buen juicio. Tampoco es alguna de las particulares ciencias, como la medicina, que trata de las cosas provechosas a la salud, y la geometría, que considera las grandezas de los cuerpos, porque el buen juicio no trata de las cosas que son perpetuas y inmovibles, ni de las cosas que a un quienquiera le acaecerían, sino de las cosas que cualquiera dudaría y consultaría. Y así consiste en las mismas cosas en que consiste la prudencia, pero no es lo mismo el buen juicio que la prudencia, porque la prudencia es virtud que manda, porque al fin a ella toca mandar lo que conviene que se haga, pero el buen juicio solamente tiene por oficio el juzgar o aprobar. Porque todo es una cosa juicio y buen juicio, pues es todo uno hombre de juicio y hombre de buen juicio. Tampoco es el buen juicio, lo mismo que tener o que alcanzar prudencia. Pero así como el aprender se dice entender cuando uno usa de las ciencias, de la misma manera en el usar de la opinión en el juzgar de aquellas cosas en que consistela prudencia cuando otro las dice, y juzgar bien, porque bien y convenientemente juzgar todo es una misma cosa. Y de allí vino en nombre griego sinesis, que quiere decir entendimiento, por el cual se llaman los hombres de buen juicio, del uso que tenemos deste vocablo en el aprender, porque al aprender lo llamamos entender muy muchas veces.
Capítulo XI
Del parecer
Si algún lugar hay dificultoso de vertir de griego en otra lengua, es el capítulo presente, no por la sentencia de lo que se trata, que esa es fácil de entender, sino por la propriedad del decir y de los vocablos, la cual, como es diferente en cada lengua, quitada de su lengua natural, parece disparate y cosa dicha fuera de propósito. El parecer, en griego, dícese gnome, y la misericordia syggnome, pareciéndose mucho los vocablos; de esta paronomasia o semejanza de vocablos se aprovecha Aristóteles para probar que el buen parecer cuadra mucho al varón justo moderado. La cual sentencia, dicha en latín o en otra cualquier lengua, como no resplandece esta correspondencia de vocablos, parece fría y fuera de propósito. Por esto debe cualquiera que lee libro de una en otra lengua vertido, especialmente de griego, donde los más de los vocablos tienen cierta derivación y etimología, perdonar esta falta, que es sin remedio, cuando en la propriedad del decir está el no poderse vertir con la misma propriedad de los vocablos. Declara, pues, qué cosa es el parecer, y cómo el buen parecer y grave sentencia cuadra mucho al varón moderado y benigno. Después muestra cómo tienen una inseparable amistad y compañía estos hábitos: sentencia, entendimiento, buen juicio, prudencia, y que donde uno mora moran todos.
Aquello llamamos sentencia o parecer, conforme al cual decimos que algunos son hombres de buen parecer, y que tienen buen parecer, no es otra cosa sino un recto juicio de lo bueno moderado. Lo cual, se entenderá de que del hombre moderado decimos que es benigno y misericordioso, y que lo bueno moderado no es otra cosa sino tener misericordia y perdonar en las particulares cosas. Y la misericordia o perdón es el recto juez de lo moderado, y aquel es recto juez, que juzga conforme a la verdad. Todos estos hábitos, pues, conforme a buena razón van a un mismo fin encaminados, porque llamamos parecer y buen juicio, y prudencia, y entendimiento, atribuyendo a unos mismos el tener buen parecer y entendimiento, y el ser hombres prudentes y de buen juicio. Todas estas facultades, pues, consisten en las cosas extremas y particulares, y en el ser uno apto para juzgar de las cosas, en que consiste el ser uno prudente, de buen juicio, de buen parecer. Porque las cosas buenas moderadas son comunes a todo género de bienes, en cuanto a otrie se refieren; y las cosas que se tratan en negocios, son cosas particulares y extremas, las cuales ha de tener entendidas el varón prudente, y en estas mismas consiste el buen juicio y parecer, y estas son las cosas últimas. Y el entendimiento a ambos extremos pertenece, pues así los términos primeros como los postreros se perciben con el hábito que llamamos entendimiento, y no por discurso de razón. Y aquella primera manera de entendimiento es propria de los principios de las demostraciones, que se hacen en las cosas que no pueden mudarse y son primeras, pero estotra consiste en los negocios y en las cosas últimas y contingentes, y también en una de las proposiciones, porque las cosas particulares son el principio de las proposiciones, por cuya causa la conclusión es verdadera, pues lo universal de las cosas particulares se colige, las cuales se han de percibir por el sentido, y este sentido es el entendimiento. Y así, estas cosas parecen naturales, pero ninguno es sabio naturalmente, aunque parecer, prudencia y entendimiento bien lo tiene naturalmente. Lo cual, con esta señal lo entenderemos, que tales cosas como éstas las tenemos por anexas a la edad, y tal edad tiene entendimiento y parecer casi declarándose la natura ser causa de ello. Y por esto, el principio y el fin es el entendimiento, porque de estos dos entendimientos proceden las demostraciones y en ellos paran. Y así conviene dar crédito a los experimentados y más ancianos, y a los prudentes, en las proposiciones que no se pueden demostrar, no menos que a las mismas demostraciones, porque como tienen ojos de experiencia, ven bien los principios. Qué cosa, pues, es la sabiduría y qué la prudencia, y en qué géneros de cosas consiste cada una de ellas, y cómo la una y la otra son virtudes de la otra parte del alma, ya está declarado.
Aunque Aristóteles parece se declara harto en esto de llamar las cosas universales primeras, y las particulares postreras, todavía por 1os que Metodológica no saben, tiene necesidad de un poco de más declaración. Llama, pues, las cosas universales primeras, y las particulares postreras en cuanto al ser; pues como ya en los comentarios sobre Porfirio lo mostramos, no son cosas diversas lo universal y lo particular, sino sólo en cuanto a nuestra consideración, ni es otra cesa universal sino los particulares debajo de una natural similitud considerados, y lo particular lo mismo considerado en uno solo, sino en o cuanto al modo del proceder, que pasamos primero por las noticias generales de las cosas, y venimos al fin a parar en las particulares; como se ve claro en una consulta de médicos, donde primeramente consideran qué género de enfermedad es, y después van particularizando hasta levantar resolución que es unta terciana pútrida que da pena a Sócrates en tal o tal hora, y que se ha de curar con este o con aquel remedio, y comiendo o bebiendo deste mantenimiento o deste vino o de aquel zumo. Y lo mismo es en cualquier género de cosas que se tratan en negocios. Por esto, pues, se llaman primeras las cosas universales, y postreras las particulares.
Capítulo XII
Para qué sirve la sabiduría y la prudencia
El último fin del hombre probó al principio Aristóteles ser la felicidad, y que todo lo que se había de tratar había de ir encaminado a este fin. Parece, pues, que se ha divertido a cosas fuera deste propósito, como es a tratar de estos hábitos del entendimiento, algunos de los cuales no sirven para negocios, sino que consisten en sola contemplación; declara pues agora, qué conexión tiene esta materia con la parte moral, y dice que pues el varón felice ha de ser perfecto, y estos hábitos perficionan la parte del alma que es capaz de razón, conviene también que se entiendan como las otras virtudes de la parte inferior que consisten en bien acostumbrarse. A más que, entendido esto, importa para mejor poner por obra los hábitos morales.
Preguntar alguno por ventura, ¿qué provecho acarrean estos hábitos de que tratamos? Porque la sabiduría no considera cosas, de que felicidad ninguna al hombre le proceda, pues las cosas que trata ni nacen ni fenecen. Pues la prudencia, aunque tiene esto, qué necesidad tenemos de ella, pues consiste en las cosas que al hombre le son justas y buenas, y estas mismas son las que el buen varón debe hacer, y con sólo saberlas no nos hacemos más prontos en el ponerlas por la obra, pues son las virtudes hábitos, así como vemos que acaece en lo que toca a la salud y al tener buen hábito de cuerpo, lo cual no consiste en el tener hábito sino en el obrarlo? Porque el ser uno médico o hábil en la lucha, no le hace más ejercitado y pronto para conservar la salud y buen hábito de cuerpo. Y si decimos que, lo que toca a la prudencia, no por los tales se ha de proponer, sino por los que se han de hacer, a lo menos a los que ya lo son no les importará nada, y aun a los que no lo son, pues será todo uno o tener ellos la prudencia o dejarse regir por los que la tienen. Porque bastarnos ha en lo que toca a esto lo que nos basta en lo que toca a la salud, en la cual, aunque holgamos de vivir sanos, no por eso aprendemos la medicina. A más de esto, parece cosa ajena de razón; que siendo la prudencia menos perfecta que la sabiduría, sea más poderosa que aquélla, porque la que hace es la que manda y ordena en cada cosa. De esto, pues, habemos de tratar, porque ésta es la primera duda que acerca de esto se propone. Primeramente, pues, habemos de decir que estas virtudes de necesidad han de ser por su propio valor escogidas y preciadas. Porque siendo las unas y las otras virtudes de las partes del alma, en cada una de la suya, aunque no sirviesen de nada, todas o cualesquiera de ellas son dignas de preciar. Cuanto más que sirven de algo, no tanto cuanto la medicina para alcanzar la salud, sino como la salud es parte para alcanzar buen hábito de cuerpo, así también la sabiduría para alcanzar la felicidad, porque siendo parte de la general virtud, con su posesión y obrar hace dichoso al que la alcanza. Asimismo, la obra se perficiona conforme a la prudencia y a la moral virtud, porque la moral virtud propone el fin perfecto, y la prudencia los medios que para alcanzarlo se requieren. Pero la cuarta parte del alma, que es la que toca al mantenimiento, no tiene tal virtud como ésta, porque conforme a ella el alma ninguna cosa hace ni deja de hacer. Pero cuanto a lo que se decía de que por la prudencia no nos hacemos más prontos para tratar las cosas buenas y justas, habémoslo de tomar un poco de más lejos, tomando este principio. Porque así como decimos que algunos que hacen cosas justas no son aún por eso justos, como son los que hacen las cosas que están por leyes ordenadas, pero o por fuerza, o por imprudencia, o por otra alguna causa, y no por respecto de ellas mismas, aunque hacen lo que conviene, y lo que debe hacer cualquier bueno, es pues necesario, según parece, para que uno sea bueno, que en el hacer de cada cosa esté de cierta manera dispuesto. Quiero decir, que las haga de su propria voluntad, y por sólo respecto de ellas mismas. De manera, que la buena y recta elección hace la virtud, pero lo que para alcanzar aquélla se ha de hacer, no toca a la virtud tratarlo, sino a otra facultad. Estas cosas, pues, habemos de tratar, dándolas a entender más claramente. Hay, pues, una facultad que la llaman comúnmente prontitud, la cual es de tal manera, que puede fácilmente hacer y alcanzar las cosas que a algún fin propuesto pertenezcan. Esta prontitud, si el fin propuesto es bueno, es cierto digna de alabanza, pero si malo, es mala maña. Y por esto decimos también de los prudentes, que son prontos y mañosos. No es, pues, esta prontitud la prudencia, pero no está sin ella la prudencia. Este tal hábito, pues, imprímese en los ojos del alma no sin la virtud, como habemos dicho y es cosa manifiesta. Porque los discursos de razón, que en los negocios se hacen, sus principios tienen, pues el fin y el sumo bien, sea cualquiera, ha de ser de tal o tal manera. Porque, pongamos por ejemplo que sea lo que primero a la mano nos venga; esto tal a solo el buen varón parecerá bueno, porque la maldad pervierte el juicio, y hace que se engañe acerca de los principios de las cosas que se traten. Muy claro, pues, está, que es imposible ser uno prudente sin ser bueno.
Capítulo XIII
De la natural virtud, y de la conexión y hermandad que hay entre las verdaderas virtudes y la prudencia
Naturalmente hay en todos los hombres una inclinación a las cosas buenas, la cual Dios puso en nosotros cuando formó la naturaleza humana. De do procede que por malo que uno, se haya hecho con sus malos ejercicios, no puede dejar de parecerle bien lo bueno. Hay también otra inclinación a las cosas malas, que nos procedió de nuestro en la caída de la justicia original en que Dios crió los primeros hombres. Estas dos inclinaciones comúnmente se hallan en los hombres, pero en unos más vivas que en otros, y así unos con más facilidad que otros obran un acto de virtud o vicio, de la misma manera que unos son más dóciles que otros de su naturaleza. Estas inclinaciones son las que llama Aristóteles aquí virtudes naturales, y las contrarias también se dirán vicios naturales, no porque absolutamente sean las unas virtudes y las otras vicios, sino porque las unas inclinan a lo uno y las otras a lo otro. Estas inclinaciones no hacen al hombre digno de alabanza ni de vituperación, porque no proceden de propria elección, y se compadecen con los hábitos contrarios. Porque bien puede uno ser bien inclinado de suyo, y o con las ruines compañías, o con malos ejercicios, gastarse y hacerse malo. Y por el contrario, puede ser mal inclinado y con buen juicio, y forzando su mala inclinación y ejercitándose bien, ser muy virtuoso, y en este tal la virtud será de muy mayor quilate. Como se lee de Sócrates, que Zopiro, uno que se le entendía de fisiognomía, dijo que era mujeriego y que tenía otras muchas faltas, siendo un hombre de vida perfetísima, y él confesó tener aquellas inclinaciones naturales, pero que las había adormecido con los contrarios ejercicios. Y esto es lo que dicen comúnmente, que el sabio tiene más poder que las estrellas; de estas, pues, trata en este capítulo Aristóteles, y de la diferencia que hay de ellas a las que son hábitos.
Otra vez, pues, habemos de tornar a tratar de la virtud. Porque la virtud casi se ha de la misma manera que la prudencia se ha con la prontitud, que no es lo mismo, pero parécele mucho. De la misma manera, pues, se ha la natural virtud con la que lo es propriamente, porque en todos los hombres parece que, naturalmente, en alguna manera cada un hábito consiste. Porque ya, desde nuestro nacimiento, parece que tenemos una manera de justicia, de templanza y fortaleza, y de los demás géneros de hábitos; pero con todo eso inquirimos otro que sea propriamente bien, y que estas inclinaciones de otra manera consisten en nosotros, porque los hábitos naturales en los niños y aun en las fieras los hallamos, pero éstas sin entendimiento parecen perjudiciales. Lo cual en esto parece que se ve manifiestamente, que así como acaece en un cuerpo robusto, que sin ver nada se mueve, que por faltarle la vista de necesidad ha de dar gran caída, de la misma manera en el ánimo acaece. Pero si entendimiento alcanzare, es diferente en el obrar. Pero el hábito que a esta le parece, será entonces propriamente virtud. De manera que, así como en la parte que consiste en opinión hay dos especies, prontitud y prudencia, de la misma manera en la parte moral hay otras dos: una que es virtud natural y otra que lo es propriamente, y ésta que lo es propriamente no se alcanza sin prudencia, y por esto dicen que todas las virtudes son prudencias. Y así Sócrates en parte decía bien, y en parte erraba: erraba en tener por opinión que todas las virtudes eran prudencias, y acertaba en decir que no se alcanzaban sin prudencia. Lo cual se conoce en esto: que hoy día, todos cuando difinen la virtud, añaden el hábito, y dicen a qué cosas conforme a razón recta pertenece, y la recta razón es la que juzga la prudencia. Y así parece que todos adevinan en cierta manera que semejante hábito es la virtud conforme a la prudencia. Y aún podemos extenderlo un poco más y decir que la virtud no solamente es hábito conforme, a recta razón, pero aun acompañado de recta razón, y la recta razón de estas cosas es la prudencia. Sócrates pues, tenía por opinión que las virtudes eran razones, porque las hacía ciencias todas las virtudes, pero nosotros decimos que son hábitos acompañados de razón. Consta, pues, de las razones ya propuestas, que ninguno puede ser bueno propriamente sin prudencia, ni prudente sin la virtud moral. Y la razón, con que alguno podría pretender que las virtudes están apartadas las unas de las otras, podríase soltar de esta manera. Que si dice que un mismo hombre no es igualmente apto para todas las virtudes, y así terná la una a que es más apto antes de haber alcanzado la a que no es tanto, diremos que eso acontece en las virtudes naturales, pero en aquellas por cuyo respecto se dice un hombre absolutamente bueno, no acaece.
Porque siendo sola una la prudencia, han de estar con ella de necesidad. Y aunque la prudencia no fuera virtud activa, consta que el alma tenía necesidad de ella por ser virtud de una de sus partes, y porque no se puede hacer buena elección sin prudencia, ni menos sin virtud, porque la virtud propone el fin, y la prudencia pone por obra los medios que para alcanzarlo se requieren. Pero con todo eso, ni es propria de la ciencia, ni tampoco de la parte mejor del ánimo, así como tampoco la medicina es propria de la salud, porque la medicina no usa de la salud, sino que considera cómo se alcanzará. Manda, pues, la medicina y da preceptos por amor de la salud, pero no los da a la misma salud. Y es como si uno dijese que la disciplina de la república es el señorío de los dioses, porque manda todo lo que se ha de hacer en la ciudad,
Libro séptimo
De las éticas o morales de Aristóteles, escritos a su hijo Nicomaco y por esto llamados nicomaquios
* Capítulo primero
De la virtud heroica y divina, y de la continencia y sus contrarios
* Capítulo II
En que se disputa cómo uno, teniendo buena opinión de las cosas, puede ser incontinente
* Capítulo III
De cómo acontece ser uno incontinente, entendiendo ser malo lo que hace
* Capítulo IV
En que se disputa si hay alguno del todo incontinente, o si todos los que lo son lo son en parte, y si alguno del todo lo es, en qué género de cosas lo es
* Capítulo V
Cómo en las cosas que de su propria naturaleza no son suaves, no se dice absolutamente la incontinencia, sino otra que se llama así por cierta manera de metáfora
* Capítulo VI
Cómo la incontinencia del enojo no es tan afrentosa como la de los deseos; de la diversidad de los deleites y vicios de los hombres
* Capítulo VII
Del continente y del incontinente, del constante y afeminado
* Capítulo VIII
En qué difieren el disoluto y el incontinente
* Capítulo IX
En qué se parecen y en qué difieren el continente y el terco o porfiado
* Capítulo X
Cómo no es posible que un mismo hombre sea juntamente prudente y incontinente
* Capítulo XI
De las cosas que se dicen del deleite para probar que no es cosa buena
* Capítulo XII
En el cual se responde y satisface a las sobredichas razones, y se demuestra cómo el deleite es cosa buena
* Capítulo XIII
En que se disputa que hay algún deleite que es el sumo bien
* Capítulo XIV
De los deleites corporales
Libro séptimo
De las éticas o morales de Aristóteles, escritos a su hijo Nicomaco y por esto llamados nicomaquios
Argumento del séptimo libro
En los libros precedentes ha tratado Aristóteles de las virtudes y los vicios que común y ordinariamente se hallan en los hombres. Pero porque acaece, aunque raramente, hallarse hombres extremadamente buenos y también extrañamente malos, trata de esta bondad y malicia en este libro séptimo Aristóteles, y a la extremada virtud llámala virtud heroica y divina: divina porque en alguna manera parece que se allega más a la bondad de Dios (aunque cualquiera bondad de la criatura dista infinitamente de la de Dios, así como también la naturaleza), y heroica porque en aquellos antigos príncipes que después el simple pueblo honraba como a dioses, se creía haber habido aquella bondad tan perfecta y tan cendrada, y a aquéllos llamábanlos héroes los poetas, de donde vino que decimos que uno hizo un hecho heroico. A la extremada malicia llámala brutalidad, y con mucha razón, porque vienen algunos a depravarse tanto en sus maldades, que no les queda otro rastro de ser hombres sino la figura exterior, pero en lo interior y en los afectos se tornan bestias, y se hacen o leones en la crueldad, o si más queremos ponderarlo tigres, y en la incontinencia puercos, y en la hambre de chuparse hacienda ajena, lobos. Y esto es lo que quiso dar a entender Homero en la fábula que en su Odisea cuenta de la maga Circe, que con ciertas bebidas que les daba tornaba a los hombres en fieras, a unos en puercos, a otros en lobos, según el vicio en que pecaba cada uno. Trata asimismo de la virtud de la continencia y del vicio que le es contrario, y en qué difiere de la templanza, y después del regalo o pasatiempo y de las diversidades de el, como pasando adelante lo veremos.
Capítulo primero
De la virtud heroica y divina, y de la continencia y sus contrarios
En el capítulo primero propone tres diferencias de vicios; malicia, disolución y brutalidad, y tres maneras de virtudes que les son contrarias, a la maldad la virtud, a la disolución la continencia, a la brutalidad una que no hallándole nombre propio la llama virtud heroica y divina; todo esto es lo más subido de quilate, lo uno en maldad y la otra en perfición, y por esto dice que tales cosas como éstas se hallan raramente entre los hombres; de la bondad verdad dice: ¡ojalá tanta la dijese de la extrema malicia, que ya por nuestro mal tanto en el mundo va creciendo!
Tras de esto habemos de proseguir adelante poniendo otro principio, que de las cosas de que en lo que toca a las costumbres habemos de huir, hay tres diferencias: maldad, disolución, bestialidad o brutalidad, y que los que a las dos de éstas son contrarias, son cosas entendidas, porque a la maldad es contraria la virtud, y a la disolución lo que llamamos continencia. Pero para la brutalidad diría alguno que cuadra mucho la virtud que excede a los hombres para contrario, y es heroica y divina, como Homero dijo de Héctor, introduciendo a Priamo que lo lloraba de esta suerte:
Por extremo era bueno este valiente,
Ni hijo de mortales parecía,
Sino de dioses altos decendiente.
De manera, que si, como dicen, de hombres se hacen divinos por llegar al extremo de virtud, tal hábito como aquél sería cierto el contrario de la brutalidad. Porque así como la bestia ni tiene vicio ni virtud, así tampoco Dios, sino que la bondad de Dios es cosa de mayor quilate y valor que la virtud, y el vicio de la fiera es otro género de vicio. Y como es cosa rara hallarse un varón divino entre los hombres (como acostumbran decir los spartiatas cuando mucho quieren alabar a uno, es un divino varón dicen), de la misma manera dicen que es cosa rara hallarse un hombre de bestiales condiciones, y señaladamente se halla entre los bárbaros. Algunas cosas de estas acaecen también entre los hombres, o por enfermedades, o por golpes desastrados. A los que por sus vicios, pues, de esta manera exceden a los otros hombres, solémosles poner este nombre de brutales. Pero deste hábito de virtud heroica habremos de hacer alguna mención en lo de adelante, y del vicio ya está dicho en lo pasado. Habemos, pues, de tratar de la disolución, del vicio del hombre afeminado, y de la lujuria o regalo vicioso, y también de la continencia y perseverancia en la virtud, porque ninguna de éstas la habemos de juzgar por hábito de la virtud ni del vicio, ni tampoco por cosas de género diverso. Habemos, pues, de demostrar su naturaleza como lo habemos hecho en todo lo demás, proponiendo al principio las cosas más claras y entendidas, y también algunas dadas y dificultades. Proponemos, pues, señaladamente las cosas más puestas en opinión acerca de estos afectos, y si no lo que más pudiéremos y propio fuere de ellos, porque si soltáremos lo que causa dificultad, y quedare en limpio lo que tiene probabilidad, quedará bastantemente demostrado. La continencia, pues, y la perseverancia parecen ser cosas virtuosas y dignas de alabanza, pero la disolución y afeminación de ánimo viciosas y dignas de reprensión. Y un mismo es continente y perseverante en el discurso de razón, y el mismo que es disoluto es también inconstante en el discurso de razón. Asimismo, el disoluto, pues entiende que son vanos sus deseos, no se dirá que los sigue conforme a uso de razón. Y al que es prudente todos lo tienen por continente y perseverante, pero al que es continente y perseverante unos lo tienen cualquiera que él sea por prudente, y otros no a cualquiera que tal sea lo juzga por prudente. De la misma manera, a cualquier disoluto lo juzgan por incontinente, y a cualquiera incontinente por disoluto, confundiendo el un vocablo con el otro. Otros dicen que son vicios diferentes. Del prudente también unas veces dicen que no puede ser incontinente, y otras, que algunos que son prudentes y prontos, son con todo eso incontinentes. Llámanse asimismo incontinentes en el enojo, y en las honras, y en el interés. Esta es, pues, la suma de lo que se ha propuesto.
Capítulo II
En que se disputa cómo uno, teniendo buena opinión de las cosas, puede ser incontinente
Ha dicho en el capítulo pasado que el disoluto no obra conforme a uso de razón, pues entiende al revés de lo que obra, sobre esto mueve una dificultad, y prueba que se puede obrar mal sin ignorancia, por ser uno de ánimo flojo en resistir, y después pone la diferencia entre el continente y el templado, que consiste en la fuerza y rigor de los afectos, los cuales en el templado son moderados, y fuertes en el continente.
Preguntará alguno por ventura cómo se compadece, que uno sienta bien de las cosas, y con todo eso sea incontinente; a esto responden algunos que el que tiene ciencia de las cosas no puede ser incontinente, porque sería cosa ajena de razón y fuerte (como Sócrates decía) que estando presente la ciencia otra alguna cosa venciese, y llevase al hombre tras sí forzado como esclavo. Porque Sócrates muy de veras argumentaba contra la razón, quiriendo probar que no había incontinencia, porque no había ninguno que a sabiendas obrase al revés de lo que era mejor, sino por ignorancias. Esta razón pues, es contra lo que se ve por experiencia. Y así conviene disputar deste afecto, si por ignorancia acaece, qué manera es esta de ignorancia. Cosa, pues, es cierta y manifiesta que el incontinente, antes de caer en su incontinencia, tiene por cierto que hacer aquello tal que después hace, no es cosa que conviene. Pero hay algunos que parte de esto conceden, y parte de ello niegan, porque confiesan no haber cosa más poderosa que la ciencia, pero que haya alguno que obre al revés de lo que entiende ser mejor, esto es lo que niegan. Y por esto dicen que el incontinente, por no tener ciencia sino opinión, es vencido de los deleites. Pero si opinión es y no ciencia la que tiene, y el parecer en contrario no es fuerte sino flaco y remiso, como acontece a los que están en duda, será este tal digno de perdón por no perseverar en ellas contra los fuertes deseos. Pero la maldad no es cosa digna de perdón, ni cualquier otra cosa de las que se reprenden. Diremos, pues, que las hace resistiendo en contrario la prudencia, porque ésta también es muy poderosa. Pero esto también es cosa ajena de razón, porque sería uno juntamente prudente y incontinente, y ninguno habrá que diga ser de hombre prudente hacer voluntariamente las cosas que son malas. A más de esto, ya está arriba demostrado que la prudencia es virtud activa, porque el prudente consiste en las cosas últimas, y estando ya de todas las demás virtudes adornado. Asimismo, si el ser uno continente consiste en tener fuertes y malos los deseos, no será el hombre destemplado continente, ni el continente templado, porque ni el tener fuertes los deseos es de hombre templado, ni el tenerlos malos; pero conviene que lo sea, porque si los deseos son buenos, malo es el hábito que los impide y no deja seguirlos, de manera que no toda continencia será buena; pero si son flacos, y no malos, no son nada ilustres; ni tampoco, si son malos y remisos, son cosas de tomo. Tampoco es cosa insigne la mala continencia si en toda opinión hace perseverar a uno, como si le hace arrimarse a una opinión falsa. Y si de toda opinión la incontinencia aparta, también habrá alguna incontinencia buena. Como aquel Neoptolemo de Sófocles, en la tragedia Filoctetes, es digno de alabanza por no haber perseverado en los consejos que Ulises le había dado, por la pena que sintió de ver que le había mentido. Asimismo, la razón sofística que miente es una perplejidad, porque los sofistas, por quererse mostrar poderosos en el disputar, redarguyendo cuando ellos procuran de concluir las cosas fuera de opinión, hacen que aquel tal discurso se vuelva perplejidad de ánimo, porque está como atado el entendimiento, cuando no quiere dar crédito a la conclusión, por no satisfacerle lo que se ha concluido; y pasar adelante no puede, por no saber cómo ha de satisfacer al argumento. Hay, pues, una razón por donde parece que la imprudencia, junto con la incontinencia, será virtud, porque este tal, por su incontinencia, hará al revés de como entiende, y pues cree ser lo bueno malo y cosa que no conviene que se haga, hará lo que bueno sea, y no lo que fuere malo. Asimismo, el que por persuasión de otro hace y procura las cosas de deleite, y las escoge, parece que será mejor que no el que no las hace por discurso de razón, sino por incontinencia. Porque aquel tal más fácilmente se puede remediar, si hay quien lo persuada lo contrario. Pero al incontinente cuádrale aquel vulgar proverbio que decimos: ¿qué necesidad tiene de beber el que le da la agua a la garganta? Porque si no estuviese desengañado de lo que hace cuando le persuaden al contrario, cesaría; pero teniendo entendido lo contrario, con todo eso no menos lo hace. A más de esto, si en todas las cosas hay incontinencia y continencia, ¿cuál diremos que es el verdaderamente incontinente? Porque no hay ninguno que caiga en todas las incontinencias; y decimos que hay algunas que lo son de veras. Estas dificultades, pues, se ofrecen, de las cuales algunas conviene desatar, y con las demás no hay que tener cuenta, porque el soltar la duda es el hallar la verdad.
Capítulo III
De cómo acontece ser uno incontinente, entendiendo ser malo lo que hace
En el capítulo pasado ha propuesto ciertas cuistiones curiosas y contemplativas que se ofrecen disputar en esta materia de la continencia, y ha dicho cómo unas es bien tratarlas, y otras son de tan poco momento, que es mejor dejarlas. Agora disputa la cuestión primera, si es posible que uno sea incontinente entendiendo lo que hace. Después disputa en qué géneros de cosas se dice uno continente o incontinente. Terceramente, sí es todo uno o son cosas diversas continencia o perseverancia. Todas estas cuestiones son contemplativas y curiosas, pero para el fin de la felicidad no importan mucho.
Primeramente, pues, habemos de disputar si obran los incontinentes entendiendo lo que hacen, o si no entendiendo; y si entendiendo, de qué manera lo entienden. Tras de esto, en qué genero o calidades de cosas habemos de decir que consisten el incontinente y el continente; quiero decir si en todo regalo y en todo género de pesadumbre, o particularmente en algunas. Terceramente, si el continente y el perseverante son una misma cosa, o son diversos. Y de la misma manera de todas las demás cosas que son anexas a esta consideración. Es, pues, el principio de nuestra disputa, si por ventura consiste el ser uno continente o incontinente en ejercitarse en tales o tales cosas, o en ejercitarse de tal o tal manera. Quiero decir, si por ventura viene uno a ser incontinente sólo por ejercitarse en tal manera de cosas, o no, sino por lo uno y por lo otro. Tras de esto, si por ventura la incontinencia y la continencia consisten en todas las cosas o no, porque el que del todo es incontinente, no se ejercita en todo género de cosas, sino en aquellas mismas que el disoluto. Ni tampoco se dice incontinente sólo por tratarlas, sea de cualquiera manera (porque sería lo mismo la incontinencia que la disolución), sino por tratarse en ellas de tal particular manera, porque el disoluto déjase vencer de los pasatiempos voluntariamente, pareciéndole que es cosa que conviene siempre gozar de la presente dulzura; pero el incontinente no le parece que es bien hacerlo, y con todo eso lo hace. Para lo que toca, pues, a nuestra razón, todo es uno decir que tienen opinión verdadera de aquellas cosas en que son incontinentes, o que tienen ciencia, porque algunos que tienen opiniones, no dudan de ellas, sino que les parece que lo entienden muy bien y por el cabo. Pues si por creer más, remisamente los que tienen las opiniones que los que tienen ciencia, obran al revés de como entienden, no habría diferencia de la ciencia a la opinión, porque algunos no menos crédito dan a las opiniones que tienen, que otros a las cosas que saben, como Heráclito lo dice claramente. Pero porque saber una cosa se dice de dos maneras, porque el que entiende la ciencia, aunque no use de ella, se dice que la sabe, y también el que se sirve de ella, habrá diferencia del entender y no considerar, y no considerando hacer lo que no conviene, al entenderlo y considerarlo. Porque hacer lo que no conviene, entendiéndolo y considerándolo, parece cosa fuerte y ajena de razón, pero no si lo hace no considerándolo. Asimismo, pues hay dos maneras de proposiciones, bien puede acaecer que, aunque uno las tenga ambas, obre al revés de aquella ciencia, no serviéndose sino de la general y no de la que se toma en parte; porque las cosas particulares son las que se ponen por obra. Hay también diferencia de esto a lo universal, porque lo universal en el mismo que dice se está; pero lo particular en la misma cosa. Es proposición universal, como si dijésemos agora: a todo hombre le es útil la vianda enjuta; y particular, como si dijésemos: este es hombre; o tal o tal vianda es enjuta. Pero si esto es tal o tal, o no lo sabe o, en realidad de verdad, no lo advierte. Entre estas dos maneras hay tanta diferencia, que entenderlo de una manera no causa admiración ninguna, y de la otra sería cosa de admiración que acaeciese. Asimismo el tener una ciencia los hombres se dice de otra manera fuera de las que habemos dicho, porque en aquellos que entienden una ciencia y no se sirven de ella, vemos en el tal hábito dos diversidades, tanto que en alguna manera se puede decir que la tienen y que no la tienen, como el que duerme, y el que está furioso, y también el que está borracho. de esta misma manera, pues, están dispuestos los que están puestos en afectos, porque las iras, enojos y los deseos y concupiscencias de la carne, y las cosas deste jaez, manifiestamente alteran los cuerpos, y aun en algunos causan furias. Es, pues, cosa clara que los incontinentes habemos de decir ser a éstos semejantes. Pero el saber uno bien proponer las razones de una ciencia, no es bastante señal para creer que obrará bien conforme a aquella ciencia, porque aun estos mismos, cuando están en semejantes afectos puestos, hacen demostraciones y citan versos de Empédocles. Y los que ahora, de principio, comienzan de aprender, conciertan bien cierto las razones, pero aún no las entienden, porque han de arraigarse bien en el entendimiento, y para esto es menester tiempo. Habemos, pues, de entender que así como los que representan recitan ajenos pareceres, así también los incontinentes las razones de los otros. Podrá también uno en esto la causa considerar naturalmente, porque una opinión universal y otra de, cosas particulares, de las cuales ya juzga el sentido solamente, cuando de estas dos, pues, una razón se compusiere, de necesidad, en lo contemplativo, ha de afirmar el alma ser así, y en lo activo ponello luego por obra, como, si conviene gustar todo lo dulce, y esto es una de las cosas dulces, de necesidad el que pudiere, y nadie se lo estorbare, lo pondrá por obra juntamente. Pues cuando hobiere una opinión universal que prohíba el gustarlo, y otra que diga que toda cosa dulce es suave, y que ésta es cosa dulce, y es ésta la que manda por ser acaso tal el deseo, la una le dice: de esto has de huir, y la otra, que es el deseo, le mueve a que lo siga, porque bien puede mover por sí cada una de las partes del alma. De manera, que en alguna manera podemos decir que acaece hacerse uno, por la razón y opinión, incontinente, no siendo ellas por sí mismas sino accidentariamente, porque el deseo es el que es contrario a la recta razón, y no la opinión. Y por esto los fieros animales no se llaman incontinentes, porque no tienen opinión universal, sino representación y memoria de las cosas singulares. Cómo, pues, se suelte la ignorancia y torne a ser sabio el destemplado, es la misma razón que del borracho y del dormido, y no es propria deste afecto, la cual razón habémosla de entender de los que tratan la fisiología y naturaleza, de las cosas. Y, pues la última proposición es opinión del sentido y propria de los negocios, esta tal, el que en afecto de intemperancia puesto está, o no la tiene, o de tal suerte la tiene, como si aquel su tener no fuese saberla, sino decirla solamente, como el borracho versos de Empédocles recita, y porque el término menor, ni es universal, ni parece pertenecer a la ciencia, como el universal. Y así parece que acaece lo que Sócrates inquiría, porque la intemperancia no parece que acaece estando presente la que es propria y verdadera ciencia, ni esta tal ciencia se turba con este tal afecto, sino la que consiste en el sentido. De la cuestión, pues, si el intemperante obra sabiendo lo que hace, o si no, y si sabiendo, de qué manera sabiendo, baste lo tratado.
El engerir Aristóteles las reglas de lógica con la materia moral, me fuerza a que lo que los ignorantes en lógica no entenderán, lo declare brevemente. Consta, pues un discurso de razón, que llaman silogismo, de dos proposiciones y una conclusión que de ellas se colige. Ya la más general y que comprende más universales sentencias, llámala Aristóteles primera proposición y primer término, y a la que ya particulariza, postrera proposición y postrer término, como si decimos: con cualquier bueno y virtuoso es bien tomar amistad, y pues éste es bueno y virtuoso, bien será tomes amistad con él; aquella sentencia general es primera proposición, la otra que ya particulariza y dice que éste es tal, es la última proposición, y de ambas se colige la conclusión, que conviene tomar amistad con aquel tal. Pocas veces, pues, se hierran las consultas por falta de aquellas primeras proposiciones generales, porque no son muchas, y como hablan en general déjanse entender, pero acerca del particularizar suele haber engaño, y por esto dice bien Aristóteles que saber las proposiciones generales, y no particular no es saber perfecto.
Capítulo IV
En que se disputa si hay alguno del todo incontinente, o si todos los que lo son lo son en parte, y si alguno del todo lo es, en qué género de cosas lo es
En el capítulo pasado propuso Aristóteles tratar ciertas cuestiones acerca de la continencia, y trató las que habemos visto. Agora disputa si hay alguno que en todo género de vicios sea incontinente. Y así divide los deleites en unos de cosas necesariamente obligatorias, como es el comer y beber para vivir, y otros de cosas voluntarias, como son los que proceden de las honras, y declara cómo incontinente, así absolutamente dicho, se entiende en los deleites corporales, pero con aditamento incontinente en el desear honras o haciendas bien se dirá. De modo que el incontinente absolutamente dicho y el disoluto, en unas mismas cosas se emplean, aunque de diferente manera.
Tras de esto habemos de disputar si hay alguno absolutamente incontinente, o si lo son todos en parte y, si lo hay, en qué calidad de cosas consiste. Entendido, pues, está que los continentes y los perseverantes, y los incontinentes y los afeminados, consisten en los deleites y pesadumbres. Pero, porque de estas cosas que dan deleite, unas hay necesariamente obligatorias, y otras, en cuanto a sí mismas, voluntarias y subjetas a nuestra elección, pero que tienen en sí gran exceso (llamo necesarias las corporales, como son las cosas de mantenimiento y carnales apetitos, y cosas semejantes que al cuerpo pertenecen, en las cuales pusimos la disolución y la templanza), y otras que no son necesariamente obligatorias, pero dignas de ser por sí mismas escogidas y estimadas, como si dijésemos: la victoria, la honra, las riquezas y otros bienes semejantes y aplacibles cosas; a los que en tales bienes como éstos, contra el uso de la buena razón que tienen, quieren exceder, no los llamamos absolutamente incontinentes, sino, con aditamento, incontinentes en los dineros y en la ganancia, y en la honra y en la saña; pero absolutamente no los llamamos incontinentes, como a personas diferentes de los que son absolutamente incontinentes, y que los llamamos así por cierta semejanza, de la misma manera que decimos el hombre que gana la joya en las fiestas del Olimpo: porque con aquella poquita de adición se distinguió el vocablo común del particular y propio. Pero con todo eso, el absolutamente incontinente diferente es de los otros, como se ve por esta razón: que la incontinencia es vituperada, no solamente como yerro, pero como especie de vicio, ora sea en general, ora en parte, pero de los otros ninguno. Pero de aquellos que se emplean en los usos corporales, en que decimos consiste ser uno templado o disoluto, el que no por propria elección busca los excesos de los deleites y huye los de las cosas tristes y pesadas, como de la hambre, de la sed, del calor y frío, y de las demás cosas que en el tacto y gusto consisten, sino fuera de su elección y parecer, este tal se dice incontinente, no con aditamento en tal o tal cosa, como lo decimos en la cólera, sino así: absolutamente incontinente. Lo cual en esto se conoce: que los que se llaman disolutos, por causa de estas cosas se llaman, y no por ninguna de las otras. Y por esto, ponemos que el incontinente y el disoluto se emplean en un mismo género de cosas, y también el continente y el templado, pero no ninguno de los otros, porque, en cierta manera, consisten en unos mismos deleites y molestias. Pero aunque en unas mismas cosas se emplean, no se emplean de una misma manera, sino los disolutos de su propria elección y voluntad, y los incontinentes sin elección. Por esto decimos ser más disoluto aquel que, sin incitarle sus deseos o, sin incitarle mucho, busca los extremos deleites y huye las molestias moderadas, que no el que lo hace acosado de sus deseos reciamente. Porque ¿qué hiciera este tal si un juvenil deseo le incitara, o alguna fuerte molestia le sucediera en la necesidad de las cosas necesariamente obligatorias? Pero por cuanto en las codicias y deleites hay unos de cosas que, en su género, son buenas y honestas, (porque de las cosas suaves algunas hay que naturalmente son cosas de escoger, y otras contrarias de ellas, y otras medias, como en lo pasado dividimos, como son los dineros, la ganancia, la victoria, la honra), en todas las cosas semejantes y en las que son medias, no son vituperados los hombres ni por sufrillas, ni por deseallas, ni por amallas, sino por errar el cómo y exceder. Por esto, todos cuantos, fuera de razón, se dejan vencer o procuran alguna cosa de las que son naturalmente y de suyo honestas y buenas, son vituperados, como los que procuran más honra de la que les conviene, o procuran para sus hijos o para sus padres, porque éstas también son cosas buenas, y los que las procuran son alabados. Pero con todo eso hay en esto su exceso, como si uno por sus hijos pelease contra los dioses, como cuentan las fábulas de Niobe, o como aquel sátiro que tuvo por sobrenombre Filopator, que es amador de su padre, por el demasiado afecto de amor que mostró para con su padre; porque en aquello se mostraba muy necio. En estas cosas pues, por la razón que habemos dicho no hay maldad, porque cada cosa de estas por sí misma es de apetecer naturalmente, pero lo que en ellas es malo y de aborrecer son los excesos. Pero la incontinencia no es de la misma manera, porque la incontinencia no solamente es de las cosas de que nos habemos de guardar, pero es también de las que vituperamos, aunque, por alguna manera de semejanza del afecto, suelen poner el nombre de la incontinencia a las demás cosas, como cuando dicen de uno que es mal médico o mal representante, del cual así, absolutamente, no dirían que es malo. Pues así como en esto, no porque cada cosa de estas sea maldad, sino por tener alguna proporción de semejanza con las cosas malas, se dice mala, así también habemos de juzgar de la incontinencia, que la continencia y la incontinencia, propriamente, son las que se emplean en lo mismo que la templanza y la disolución; pero de la saña se dice por cierta semejanza, y por esto lo decimos con este aditamento: incontinente en la saña, o en la honra, o en la ganancia.
Capítulo V
Cómo en las cosas que de su propria naturaleza no son suaves, no se dice absolutamente la incontinencia, sino otra que se llama así por cierta manera de metáfora
Por continuación de vicios y falta de doctrina vienen los hombres a olvidarse tanto de quién son y del parentesco que tienen con Dios de donde salieron, que se vienen a tornar bestias, como nuestro celestial poeta lírico lo canta, y aún vienen a hacer cosas que en realidad de verdad las bestias no las harían, como algunos que se encarnizan tanto en la venganza, que abren las entrañas del que quieren mal y le beben la sangre del corazón, no como lo hace el lobo o la comadreja por matar la hambre natural, sino por un endemoniado odio que dentro del alma tienen recocido. Otros toman gusto de ver atarse unos con otros, como lo hacían los romanos; en las fiestas que llamaban de los gladiatores en su lengua, dignos de ser a lo menos en esto gravemente reprendidos, de que gustasen de ver perecer su propria naturaleza allí miserablemente. Otros, dejadas las viandas naturales que Dios crió para el mantenimiento del hombre, se dan a comer carnes de su propria naturaleza, lo que ni aun las bestias crueles no lo hacen (porque el león come de un becerro o de un corzo, mas no de otro león, ni el lobo de otro lobo, ni el perro de otro perro) como lo hacen los caníbales en las Indias, y otras no sólo bárbaras, pero aún bestiales naciones. Otros, dejando el uso natural del macho con la hembra, se dan a bestiales deleites de machos con machos, lo cual ser de extrema malicia lo afirma San Pablo en la epístola que escribe a los Romanos. El abstenerse, pues, de tales brutalidades dice Aristóteles que no se ha de llamar continencia, ni caer en ellas incontinencia, sino por manera de metáfora, sino que su propio nombre es bestialidad o brutalidad.
Pero por cuanto hay algunas cosas de su propria naturaleza suaves, y de éstas unas sencillamente suaves, y otras particularmente para algún género, así de animales como de hombres, y otras cosas hay que de su naturaleza no son suaves, sino que o por tener el seso lisiado, o por estar habituados a malas costumbres, o por ser de mala naturaleza de condición, las tienen algunos por suaves, en cada una de éstas se puede hallar hábitos semejantes, digo hábitos y condiciones bestiales, como la de aquella mujer que dice que gustaba de abrir por medio las mujeres preñadas y comérseles las criaturas que llevaban en el vientre como son las cosas, de que dicen que gustan algunas gentes crueles que viven cerca del Ponto Euxinio, de los cuales unos comen las carnes crudas, otros humanas, otros por hacerse mucha fiesta se dan los unos a los otros sus propios hijos a comer en los convites; o como lo que de aquel tirano Falaris se escribe. Tales cosas, pues, como éstas, son bestiales. Otras cosas acaecen a otros por algunas enfermedades, o por furia de cabeza, como aquel que ofreció a su propria madre en sacrificio y después se la comió, o el otro siervo que se comió los hígados de otro compañero suyo. Otros hábitos malos hay que proceden de enfermedades o de mala costumbre, como el arrancarse los cabellos o comerse las uñas, o comer carbones o tierra; asimismo el ajuntamiento de machos con machos. Porque estos tales vicios a unos les suceden por naturaleza, y a otros por costumbre, por haberse mal acostumbrado donde niños. Aquellos, pues, que tales cosas hacen por su mala naturaleza, ninguno cierto dirá que son incontinentes; de la misma manera que a las mujeres nadie las llamará continentes, porque en el carnal ajuntamiento no obren, pues es su naturaleza recibir. Ni tampoco aquellos que por mal hábito están ya como enfermos en aquello, porque el tener cada cosa de estas ya excede los límites de la maldad o vicio, como la misma brutalidad. Y el que tales cosas tiene como éstas, vencer o ser vencido en ellas no se ha de decir absolutamente incontinencia, sino por cierta semejanza, como el que en lo que toca a la saña tiene semejante manera de afecto, no se llama absolutamente incontinente. Porque todo vicio que excede, y toda imprudencia, y toda cobardía, y toda disolución, y toda terriblez de condición, o procede de brutalidad, o de mal temperamento de cuerpo. Porque el que de su naturaleza es de tal condición, que de toda cosa tiembla aunque no sea sino de un chillido de ratón, es cobarde de una brutal cobardía. Otro había que de una enfermedad le había quedado este vicio, que tenía temor de una comadreja. Y entre los imprudentes, los que de su natural condición son ajenos de toda buena razón, y que sólo se rigen por el sentido, son brutales, como algunas naciones de aquellos bárbaros que vienen lejos de nosotros, pero los que son tales por algunas enfermedades, como son la epilepsia o mal de corazón, o la furia, son enfermizos. Acontece, pues, algunas veces que alguno solamente tenga semejante manera de afectos, pero que no sea vencido de ellos, como si dijésemos agora que Falaris se abstuviese del deseo de comerse algún mochacho, o de algún brutal deleite en lo que toca a la carnal concupiciencia. Otras veces acaece que no sólo, lo tienen, pero aún son vencidos de el. De la misma manera, pues, que vicio absolutamente dicho se entiende de aquel que no excede los límites humanos, y cualquier otro se dice, con aditamento, vicio bestial o de enfermedad, pero, así absolutamente, no se dice vicio: está claro que de la misma manera la incontinencia, absolutamente dicha, sola aquella es que se emplea en lo mismo que la disolución humana, y que la otra se dirá incontinencia brutal o de enfermedad. Entendido, pues, está cómo la incontinencia y la continencia consisten solamente en las mismas cosas en que la disolución y la intemperancia, y que en las demás cosas es otra manera de incontinencia que se dice así, no absolutamente, sino por una manera de metáfora.
Capítulo VI
Cómo la incontinencia del enojo no es tan afrentosa como la de los deseos; de la diversidad de los deleites y vicios de los hombres
Ha concluido y demostrado ya Aristóteles cómo propriamente hablando la conciencia y la incontinencia se dicen en los deleites, que no exceden el término de nuestra naturaleza, y que en las demás cosas no se dice sino con aditamento y por cierta manera de metáfora. Agora hace comparación entre la que se dice propriamente incontinencia y la incontinencia del enojo, porque es cosa más acelerada el enojo y que no aguarda del todo la consulta de la razón, y así no está tan en mano de las gentes, y también porque el movimiento de la cólera procede más de la naturaleza. Después, para mejor entender y declarar esto, torna a hacer división de los deleites.
Cuán más afrentosa es la incontinencia de los deleites que no la de el enojo, disputaremos agora de presente. Porque el enojo parece que escucha a la razón, pero que no la percibe bien, como los criados que son demasiadamente prestos, que antes de percibir del todo lo que les mandan, corren a ponerlo por obra, y así después hierran lo que hacen. Los perros también, antes de considerar si el que entra es amigo, solamente haga ruido, luego ladran; de la misma manera la saña o enojo, por su calor y presteza natural percibiendo, aunque no lo que le mandan, acelera luego a la venganza, porque o la razón o la imaginación le representó que aquello es afrenta o menosprecio, y la ira o enojo, como cosa ya persuadida que conviene resistir a lo tal, altérase luego; pero el deseo, solamente la razón o el sentido le diga: esto es suave, determinadamente va luego a gozarlo. De manera, que la ira en alguna manera obedece a la razón, pero el deseo, no, y por esto es más vergonzoso. El que es, pues, incontinente en la ira, en alguna manera se puede decir que es vencido de la razón, pero el otro es vencido del deseo y no de la razón. A más de esto, ser uno vencido de los apetitos naturales, más digno es de perdón, pues lo es el ser vencido de los deseos que a todos son comunes y en cuanto son comunes, y la ira es cosa más natural, y también la terriblez de condición, que no los deseos excesivos, y en ninguna manera necesarios, como el que se excusase de haber puesto las manos en su padre, diciendo que también su padre las había puesto en su agüelo y su agüelo en su bisagüelo, y así de allí arriba, y demostrando su hijo pequeñuelo, dijese: también éste cuando venga a ser varón las porná en mí, porque ya esto nos viene de linaje. Y otro, que arrastrándolo su hijo, cuando llegó a la puerta le mandó parar, diciendo que hasta allí no más había él arrastrado al suyo. Asimismo más injustos son los que a traición hacen el agravio, pero el colérico o airado no es hombre que se para mucho a pensar traiciones, ni la misma ira no es cosa oculta, sino harto manifiesta. Pero el deseo es urdidor de traiciones, como dicen que lo es la diosa del amor, como dice Homero que es la correa de la engañosa diosa de Chipre, en la cual hay tales engaños, que deciden muchas veces aun el entendimiento del prudente. De manera que, pues semejante incontinencia es más injusta que la de la ira, será más afrentosa, y será absolutamente incontinencia, y en alguna manera será vicio. También ninguno hace afrenta a otro movido de dolor, pero cualquiera que de airado hace alguna cosa, la hace movido de dolor; mas el que hace afrenta, hácela gustando de hacerla. Pues si aquellas cosas son más injustas, con las cuales enojarnos es más justo, será cierto la incontinencia en los deseos más injusta, porque en la ira no hay deleite. La incontinencia, pues, en los deseos, más afrentosa es que no la de la ira. Entendido, pues, y manifiesto está cómo la continencia y la incontinencia consisten en los deseos y deleites corporales, pero habemos de entender qué diferencias hay de ellos. Porque, como ya lo dijimos al principio, unos deleites hay humanos y naturales, así en su género como en su cantidad, y otros hay brutales, y también otros que proceden de falta de juicio y de algunas enfermedades. En el primer género, pues, de estos consisten la templanza y la disolución solamente. Y por esto a las bestias ni las llamamos templadas ni disolutas, sino por modo de metáfora, si acaso un género de animales difiere de otro en violencia, o en lujuria, o en el comer excesivamente, porque ni tienen elección, ni discurso de razón, sino que son movidos por su naturaleza, como los hombres que están locos, de manera, que la furia o ímpetu de las bestias menos es que el vicio, pero es más de temer, porque en las fieras no está depravado lo mejor como en los hombres, sino que faltó en ellas y no lo hay. Compararlas, pues, con el hombre, es de la misma manera que si uno comparase una cosa viva con otra que no tiene vida, y preguntase cuál de ellas es peor. Porque la falta del que no tiene en sí principio, menos grave siempre es que la del que lo tiene, y el entendimiento es el principio. Hacer, pues, tal comparación es como comparar la injusticia con el hombre injusto, porque cada uno de ellos en alguna manera es peor, pues un hombre malo hará muchos millares de males más que una fiera.
Capítulo VII
Del continente y del incontinente, del constante y afeminado
Ya que ha mostrado cómo la verdadera continencia y la incontinencia consisten en los deleites corporales, compara agora el continente con el constante y el incontinente con el afeminado, y muestra cómo el continente y el incontinente tienen por propria materia los deleites y las cosas suaves: el uno para no derribarse a ellas, no siendo honestas, y el otro para derribarse. Pero el constante y el afeminado las contrarias: el uno para durar en sufrillas, y el otro para dejarse luego caer en el resistillas.
Ya, pues, se ha tratado en lo pasado de los deleites del tacto y del gusto, y también de las molestias. Asimismo, de los deseos y abstinencias, en que consisten la disolución y la templanza. Acontece, pues, de tal manera uno estar dispuesto en ellas, que sea vencido de aquellas, en que los más de los hombres suelen vencer, y acontece también vencer en aquellas, en que los más de los hombres son vencidos. De estos dos géneros de hombres, el que en los deleites hace lo primero es incontinente, y el que lo postrero, continente. Pero el que en los dolores y cosas pesadas de sufrir, hace lo primero, es afeminado, y el que lo postrero, llámase constante. Entre estos dos contrarios están de por medio los hábitos de los más hombres, aunque suelen derribarse más a los peores. Pero por cuanto algunos de los deleites son necesariamente obligatorios, y otros no, y otros hasta cierto término lo son, pero los excesos de ellos no, ni tampoco los defectos, y lo mismo es en los deseos y molestias, aquel que en las cosas deleitables, busca los extremos, o en cuanto son extremos, o de su propria voluntad y deliberación, y por causa de ellos mismos, y no por otro fin que de allí resulte, este tal es el disoluto. Porque de necesidad este tal no se ha de arrepentir de ellos, y por esto no tiene remedio, porque el que no se arrepiente, no es capaz de remedio. Contrario deste es el que falta, y el que guarda el medio este es el templado. De la misma manera el que rehúsa las molestias corporales, no por flaqueza de ánimo sino por elección determinada. Pero de los que lo hacen no por voluntad determinada, unos se dejan vencer del mismo deleite, otros por huir la molestia que les da el mismo deseo. De manera, que difieren estos los unos de los otros. Cualquiera, pues, juzgará ser peor el hacer las cosas feas, o no deseándolas, o deseándolas tibiamente, que no deseándolas con afición muy encendida. Y peor es herir a uno no estando airado, que herirlo estando encendido en cólera. Porque ¿qué haría éste tal si estuviese movido del afecto? Y por esto, es peor el disoluto que no el incontinente. De estos dos, pues, que habemos dicho, el primero tiene más muestra de afeminación de ánimo, pero el otro es disoluto. El continente, pues, es contrario del incontinente, y el constante del afeminado, porque la constancia consiste en el resistir y la continencia en el vencer, y el resistir es diferente del vencer, como el no ser vencido del alcanzar victoria. Y por esto, es mis de preciar la continencia que la constancia. Pero el que desmaya en las cosas en que los más resisten y salen con ello, este tal es afeminado y delicado, porque no es otra cosa delicadez sino afeminación de ánimo, como la del que por no sufrir la pesadumbre de levantar la capa, la deja ir rastrando, y pareciendo en la delicadez al enfermo, no le parece que es miserable, siendo tan semejante al que lo es. De la misma manera, pues es en la continencia y incontinencia. Porque no es de maravillar que uno sea vencido de deleites o pesadumbres fuertes y excesivas, antes es de perdonar y haber compasión de el, si resistiendo fue vencido, como aquel Filoctetes en la tragedia de Teodectes mordido de la víbora, o como aquel Cercion en la tragedia Alope de Carcino, y de la misma manera que los que procuran detener la risa, de un golpe la despiden, como le aconteció a Jenofanto. Pero es de maravillar cuando lo es en aquéllas en que los más pueden resistir, y él no es bastante a resistir, no por la naturaleza de su género ni por enfermedad, como acontece a los reyes de los Scitas, que ya de linaje les viene afeminados, o como es la naturaleza de la mujer comparada con la del varón. Parece también disoluto el que es demasiado en el decir gracias y donaires, pero no es sino afeminado, porque el decir donaires es relajación de ánimo, pues es manera de decanso, y el que es demasiado en el decir donaires, es uno de los que en el holgarse siguen exceso. Hay, pues, una manera de incontinencia que es una desenfrenada temeridad, y otra que es flaqueza. Porque unos, aunque hayan deliberado una cosa, no perseveran en lo que han deliberado, por la perturbación del ánimo, y otros, por no consultar bien lo que hacen, se dejan llevar donde los induce su perturbación. Porque así como los que primeramente se mueven, no son después molestados de esta pasión, de la misma manera los que se previenen con el sentido, y miran las cosas primero, y despiertan a sí mismos y a su discurso de razón, no son vencidos de sus afectos, ora sean de deleites, ora de molestia. Pero los que más incontinentes son de desenfrenada incontinencia, son los repentinos y los melancólicos. Porque aquéllos por su presteza y estotros por la fortaleza del afecto, no escuchan razón, por ser muy prontos en seguir sus imaginaciones.
Capítulo VIII
En qué difieren el disoluto y el incontinente
Ya que ha declarado Aristóteles cómo el disoluto y el incontinente consisten en una misma manera de ejercicios y deleites, pero el uno por elección y el otro por perturbación, compara agora estos dos géneros de afectos entre sí, y muestra cuán más malo es ser uno disoluto que ser incontinente. Porque el disoluto yerra en los principios y está persuadido que no hay otro bien sino el vivir sensualmente, y que los que no gozan de aquello no saben qué cosa es vivir, y como cuenta Macrobio de la disolución de Julia, hija del emperador Augusto, y por esto ni tiene arrepentimiento ni remedio, mientras no se desengañare. Pero el incontinente, como no se mueve por elección, sino por perturbación, pasada aquélla reconócese, y reprueba aquel hecho y lo aborrece, y tiene remedio con abstinencias, con evitar las ocasiones y no ir (como dicen) a ferias, do libre mal en ellas. Así compara Aristóteles a los incontinentes con los que tienen mal de corazón, que no les toma sino a tiempos, y a los disolutos con los hidrópicos o tísicos, que llevan el mal a la contina.
El disoluto, pues, como habemos dicho, no es capaz de arrepentimiento, porque persevera en su deliberación. Pero el incontinente en alguna manera lo es. Por esto no es así como arriba disputamos, sino que el incontinente es fácil de remediar y curar, pero el disoluto no tiene medio, porque el vicio de la disolución parece al mal de hidropesía y a la enfermedad que padecen los que se hacen tísicos; pero la incontinencia es semejante al mal de corazón. Porque la disolución es mal que dura a la contina, pero la incontinencia a ciertos tiempos. Y, absolutamente hablando, es diferente género de mal la incontinencia que no el vicio, porque el vicio no se conoce, pero la incontinencia conócese. Y de los incontinentes, mejores son los que sin consideración se mueven, que los que alcanzando razón no perseveran en ella, porque a éstos menos perturbación los derribará, y no lo hacen sin consideración como los otros, porque el incontinente es semejante al que fácilmente y con poco vino se emborracha, o con menos que los que se emborrachan vulgarmente. Consta, pues, que la incontinencia no es, absolutamente hablando, vicio, sino en alguna manera por ventura, porque la incontinencia es fuera de elección, pero el vicio es por elección; pero, en cuanto a las obras, semejantes son como dijo Demodoco de los milesios: los milesios no son necios, pero hacen lo mismo que los necios. También los incontinentes no son, cierto, injustos, pero hacen sinjusticias. Pero por cuanto el incontinente es de tal calidad que sigue los excesivos deleites sensuales, no por estar persuadido, sino fuera del uso de su razón, pero el disoluto está persuadido que es cosa que conviene seguirlos; al incontinente puédesele fácilmente persuadir lo contrario, pero al disoluto no porque la verdad conserva el principio, y el vicio lo destruye; y en los negocios es el principio aquello por lo cual se tratan, como en las matemáticas las proposiciones. Porque ni en las matemáticas se demuestran los principios por razón, ni aquí tampoco, sino que la virtud, o natural o adquirida por costumbre, es la que enseña, a sentir bien de los principios. El templado, pues, es el que es tal cual habemos dicho, y el contrario de el es el disoluto. Pero hay otro que, fuera de la recta razón, le turba el afecto, al cual le vence el afecto hasta tanto que no obre conforme a recta razón, pero no, le vence de tal manera que venga a persuadirse que conviene así, a rienda suelta, darse a deleites semejantes; y este tal es el incontinente, y es mejor que no el disoluto, ni es absolutamente malo porque se conserva en él lo mejor, que es el principio. Hay también otro contrario de éste, que es el que resiste y no se deja vencer por el afecto. De lo cual se colige que el hábito deste tal es bueno y el del otro malo.
Capítulo IX
En qué se parecen y en qué difieren el continente y el terco o porfiado
Averiguado está que todo continente es constante, aunque difieren en el respecto el continente y el constante. Pero porque hay personas que en lo que no va conforme a razón, suelen ser tan porfiadas que antes les quitarán las vidas que les desarraiguen la persuasión, a los cuales solemos llamar tercos, o arrimados, o porfiados, pone aquí Aristóteles la diferencia que hay entre el porfiado y el constante, que el constante está firme en lo que le persuadió la buena razón, y el porfiado en lo que le dictó su imaginación. Y así, el constante sabe dar razón de su parecer, pero el porfiado no otra sino porque sí y porque no. Y así, semejante vicio dice Aristóteles ser propio de hombres groseros, rudos y faltos de doctrina, y especialmente si con todas estas faltas están puestos en señorío, son intolerables, porque quieren con su poder ejecutar sus imaginaciones y que sea lo que a ellos les parece, aunque dé voces contra ellos la razón. Lo cual, vemos claramente en los desventurados que siguen la secta mahometana, que por nuestros pecados ha tanto ya que dura, que por su rudeza y ignorancia dan crédito firme a cosas más desvariadas que sueños de enfermos, y mueren por ellas y las defienden con la defensión no humana, que es la buena razón, que con ésta no se pueden defender desvaríos y torpedades semejantes, sino con la defensión bestial, que es la de las armas, con que cualquier cosa mala puede defenderse.
¿Es verdad, pues, que cualquiera que en cualquiera razón y en cualquiera deliberación persevera es continente, o el que en la buena? ¿Y diremos que es incontinente cualquiera que no persevera en cualquiera manera de deliberación y de razón? ¿O el que persevera en falsa razón y no buena deliberación, como arriba lo dudamos? ¿O diremos que, accidentariamente, el continente persevera en cualquiera manera de deliberación y de razón, pero cuanto a su propio parecer en la verdadera razón y buena elección y, por el contrario, el incontinente? Porque si uno escoge o procura tal cosa por respecto de tal, aquello por cuyo respecto la procura y la escoge, por sí mismo lo procura y escoge; pero lo otro no, sino accidentariamente, porque aquello decimos absolutamente tal, que es por sí mismo tal. De manera que puede acontecer que en cualquiera manera de parecer el continente esté firme y el incontinente vacile, pero absolutamente se dice tal el que lo hace en el verdadero parecer. Hay, pues, algunos que perseveran firme mente en su propósito, y hay otros, que vulgarmente los llaman arrimados a su propio parecer, o porfiados, como gentes que dificultosamente creen, ni fácilmente se pueden mudar de su propio parecer, los cuales parecen en algo al continente, de la misma manera que el pródigo al liberal, y el atrevido al que es osado; pero en muchas cosas son muy diferentes. Porque el continente no se derriba de su parecer por ningún afecto ni codicia (pues cuando conviniere escuchará razón y se dejará persuadir), pero el arrimado no deja su parecer por razón ninguna; pero deseos admítenlos y muchos de ellos se dejan vencer de los deleites. Son, pues, arrimados o porfiados los que siguen su propio parecer, y los que son faltos de doctrina, y los hombres rústicos. Y los que siguen su propio parecer, hácenlo o por deleite o por molestia, porque se huelgan mucho cuando salen con su intención, si ya después no vienen a desengañarse, y se entristecen si no sale en efecto lo que ellos porfían, como si fuese ordinación. De manera que estos tales más semejantes son al incontinente que no al continente. Otros hay que no perseveran en lo que deliberaron, y no por eso son incontinentes, como aquel Neoptolemo, en la tragedia de Sófocles, llamada Filoctectes, no perseveró en lo que había deliberado, y esto por deleite, pero por deleite honesto; y Ulises habíale persuadido a que mintiese. Porque no todos los que por deleite hacen alguna cosa son disolutos, ni malos, ni incontinentes, sino los que lo hacen por deleites deshonestos. Y, pues, hay alguno de tal condición que se huelga menos de lo que conviene con las cosas corporales, y tal como éste no persevera en la razón, el continente será medio entre este tal y el incontinente. Porque el incontinente no persevera en la razón por alguna cosa demasiada, y estotro por alguna cosa de defecto; pero el continente persevera y no muda de parecer por otra cosa. Pues si la continencia cosa honesta y virtuosa es, de necesidad ambos a dos hábitos contrarios han de ser malos, como en realidad de verdad lo parecen ser. Pero por cuanto el que consista en defecto en pocos hombres y raras veces se halla; así como la templanza solamente parece contraria de la disolución, de la misma manera la continencia parece tener solamente por contraria a la incontinencia. Pero como muchas cosas se dicen tales `por alguna similitud, la continencia del templado también se dice continencia porque, así el continente como el templado, se dicen ser tales por no hacer cosa alguna fuera de 1a buena razón, en lo que toca a los deleites corporales. Pero el continente hácelo teniendo malos deseos, y el templado no teniéndolos. Y el templado es de tal condición, que no le da gusto el hacer las cosas fuera de razón; pero el continente halla deleite en ello, pero no se deja vencer. Son asimismo semejantes el disoluto y el incontinente, aunque son diversos, porque el uno y el otro siguen los deleites corporales, pero el disoluto síguelos persuadido que conviene seguirlos, mas el incontinente no persuadido.
Capítulo X
Cómo no es posible que un mismo hombre sea juntamente prudente y incontinente
Llama el hombre prudentes a los que en lo que toca a las cosas de el, saben de tal manera regirse y granjear las cosas de sus intereses y pretensiones que les salgan como ellos desean. Pero esta más se ha de llamar astucia que prudencia, porque la verdadera prudencia es una de las virtudes, y ninguna virtud tiene compañía con los vicios, pero semejante sagacidad y astucia bien puede hallarse en gente falta de virtud. Y esta es la prudencia de los prudentes y la sabiduría de los sabios, que Dios por Esaías, capítulo treinta y tres, tiene amenazada, que ha de destruir. Porque si prudencia quiere decir providencia en las cosas por venir, ¿cómo son prudentes los que en el prover las cosas venideras echan mano de lo que de hora en hora y de punto en punto lo van dejando, y no es dado cuando ya o es perdido o se va perdiendo, y se descuidan y tienen en poco aquello, que, so pena de ser peores que bestias, han de tener por cierto les ha de durar sin tiempo y sin haber fin eternalmente? Esto es, pues lo que Aristóteles trata en este capítulo, y prueba que ningún incontinente es prudente, coligiéndolo de las proposiciones ya arriba concedidas en la segunda manera de argumentar, de esta suerte: Todo varón prudente es virtuoso, ningún incontinente es virtuoso, luego ningún incontinente es prudente.
Pero no es posible que un mismo hombre sea juntamente prudente y incontinente, porque ya está demostrado que el que es prudente, es, juntamente, virtuoso en las costumbres. Asimismo, no se dice uno prudente sólo por entender las cosas, sino también por ponellas por obra. Pero el incontinente no pone por obra lo que entiende. Pero el que es pronto en entender las cosas, bien puede ser incontinente, y por esto parece algunas veces que algunos son prudentes y incontinentes, porque la prontitud difiere de la prudencia de la manera que habemos dicho en las pasadas razones, y en la razón son semejantes, pero en la elección difieren. Pero no difieren como el que sabe la cosa y el que la considera, sino como o el que duerme o está borracho, pero voluntariamente, porque en alguna manera entiende lo que hace y a qué fin, pero malo no es, porque su elección no es buena. De manera que será medio malo y no injusto, porque no hace mal sobre pensado. Porque de los incontinentes uno no persevera en lo que deliberó, y el otro, que es el melancólico, ni aun se puso a deliberar en alguna manera. Parece, pues, el incontinente a una ciudad que determina bien las cosas que conviene, y tiene buenas leyes, pero de ninguna de ellas se sirve, como mordacemente dijo Anaxandrides:
Consulta la ciudad lo que conviene,
Y de la ley ningún cuidado tiene;
pero el malo es semejante a la ciudad que se rige por leyes, pero malas y injustas. Consiste, pues, la incontinencia y la continencia en el exceso de los hábitos que entre los hombres se hallan comúnmente, porque el continente persevera más y el incontinente menos de lo que pueden perseverar los hombres comúnmente. De las especies, pues, que hay de incontinencia, más fácil es de curar la de los melancólicos que no la de los que deliberaron bien, pero no perseveran en ello, y más fáciles son de remediar los que son incontinentes de costumbre, que los que de su natural condición, porque más fácilmente se muda la costumbre que la naturaleza. Porque la costumbre por eso es dificultosa de mudar: porque es semejante a la naturaleza, como dice Eveno:
La contemplación larga, amigo, digo
Que dura, y con el uso confirmada
Virtud ya de natura trae consigo.
Ya, pues, queda tratado qué cosa es la continencia y qué la incontinencia, qué la perseverancia y qué la afeminación, y cómo se han éstos los unos con los otros.
Capítulo XI
De las cosas que se dicen del deleite para probar que no es cosa buena
Como se ha mostrado consistir la continencia y la incontinencia, y también la templanza y disolución, en lo que toca a los deleites corporales, toma ocasión de aquí Aristóteles para tratar en los capítulos que restan deste libro del deleite, aunque en el último libro trata esta materia de propósito. Pone primero cómo toca al filósofo moral tratar del deleite. Después pone tres diversos pareceres que había acerca del deleite: uno que decía que ningún deleite era bueno, y otro que algunos lo eran aunque no todos, y el tercero, que dice no ser el deleite el sumo bien, y pone las razones en que se fundaban los que decían que ningún deleite era bueno.
Toca también al filósofo que trata la disciplina de la república, tratar asimismo del deleite y pesadumbre, porque este es el artífice principal que considera el último fin, conforme a cuya consideración, a cada cosa absolutamente, o buena o mala la llamamos. A más de esto es forzado haber de tratar de ellos, porque habemos presupuesto que la virtud moral y el vicio consisten en pesadumbres y deleites. También el vulgo dice que la suma felicidad trae consigo deleite en compañía. Y de aquí dicen que el bienaventurado se dijo en griego, macarios, de cherin, que significa regocijarse. Hay, pues, algunos que son de opinión que ningún deleite es bueno, ni por sí mismo ni accidentariamente, porque no es todo uno bien y deleite. Otros confiesan que hay algunos deleites buenos, pero que los más son malos. La tercera opinión de otros es que, aunque todos los deleites fuesen buenos, con todo eso no puede ser el deleite el sumo bien. Los que dicen, pues, que ningún deleite hay bueno, fúndanse en estas razones: que todo deleite es sensible generación encaminada a la natura, porque ninguna generación es del mismo género que el fin, como ningún edificar es edificio. A más de esto, el templado huye de los deleites. Terceramente, el prudente procura lo que no le de pena y no lo que le sea suave. Asimismo los deleites son estorbo de la prudencia, y cuanto mayor deleite dan mayor impedimento son, como el deleite de la carnal concupiscencia, en el cual el que está cebado, no puede entender cosa ninguna. Tras de esto no hay arte ninguna que enseñe el deleite, pero todas las cosas buenas son obras de arte. Finalmente, los niños y las bestias siguen el deleite. Los que dicen que no todos los deleites son buenos, estriban en éstas: que hay algunos deleites vergonzosos y afrentosos, y otros perjudiciales, porque muchas cosas de las deleitables causan enfermedades. Pero los que dicen no ser el sumo bien el deleite, persuádense por esta razón: que el deleite no es fin sino generación. Lo que del deleite, pues, se dice, casi es esto en suma.
Capítulo XII
En el cual se responde y satisface a las sobredichas razones, y se demuestra cómo el deleite es cosa buena
En este capítulo muestra Aristóteles cómo los de las opiniones sobredichas no argüían bien, ni colegían sus conclusiones rectamente, porque no distinguían lo bueno como se debe distinguir y como él aquí lo distingue; y el no saber bien distinguir las cosas, es causa de muchos errores en el tratar las ciencias.
Pero que no se colija de aquellas razones que el deleite no es bueno ni qué es el sumo bien, entenderlo hemos por esto. Primeramente, pues, lo bueno se dice en dos maneras: uno, absolutamente bueno, y otro, bueno en respecto de alguno; por el consiguiente, también las naturalezas y los hábitos, y por la misma razón, los movimientos y las generaciones, se dirán de la misma manera. Y las que parecen malas, serán absolutamente malas, y para algunos no lo serán; antes, para aquel tal, les serán dignas de escoger. Otras habrá que ni aun a éste le serán, sino por algún rato y poco espacio de tiempo, pero cosas absolutamente de desear no serán. Otras habrá que ni aun deleites no serán, sino que lo parecerán, como las que se hacen con pena por la conservación de la salud, como las de los enfermos. Asimismo, pues, hay dos maneras de bienes: unos que son ejercicios, y otros que son hábitos; los ejercicios que ni inducen al hábito natural, accidentariamente son deleitosos. Es, pues, el ejercicio en los deseos propio del hábito de naturaleza que tiene algún defecto, pues sin pena ni deseo se hallan algunos deleites, como los ejercicios en el contemplar las cosas de que la naturaleza no tiene necesidad. La prueba se ve por esto: que no se huelgan los hombres con una misma manera de cosas suaves cuando se va perficionando su naturaleza y cuando ya está perfecta. Porque cuando está perfeta huélganse con lo que es de veras suave; pero cuando se hincha y se va perficionando, también se huelgan con las cosas contrarias. Porque muchos se agradan de lo agro y de lo amargo, de lo cual ninguna cosa, ni natural ni absolutamente, es suave; y, por la misma razón, no lo serán los deleites de ellos, porque de la misma manera que se han entre sí las cosas suaves, se han también los deleites que proceden de ellas. A más de esto no se colige, de necesidad, que haya de haber otra cosa mejor que el deleite, como algunos dicen que es el fin mejor que la generación, porque ni los deleites son generaciones, ni todos son anejos a generación; antes muchos de ellos son ejercicios y fin, y se hallan, no en los que se hacen, sino en los que gozan; ni tampoco en todas es el fin diverso de ellas, sino en aquellas que inducen a la perfición de la naturaleza. Por esto no se dice bien que el deleite es sensible generación, sino que habemos de decir que es ejercicio del hábito que tenemos conforme a naturaleza, y en lugar de decir sensible, habemos de decir no impedido. Y porque el deleite es propriamente bueno, por eso parece ser generación, porque les parece que el ejercicio es generación, siendo cosa diferente. Pero el decir que son malos los deleites porque algunas cosas deleitosas son perjudiciales a la salud, es lo mismo que decir que algunas cosas provechosas para la salud son perjudiciales para la bolsa. de esta manera, pues, son malas las unas y las otras; pero no por eso son absolutamente malas, pues el estudiar también algunas veces es perjudicial para la salud. De manera que ni impide la prudencia, ni tampoco otro hábito ninguno, el deleite que procede de ella, sino los deleites de cosas diferentes de aquellas, pues el deleite que da el estudiar y aprender da mayor gana de estudiar y aprender. Asimismo, el decir que el deleite no es obra de arte ninguna, es conforme a razón; porque ningún otro ejercicio tampoco es propio de ningún arte, sino de la facultad, aunque el arte de los que hacen olores, y la de los cocineros, parece que es arte de deleite. Y a aquello de decir que el templado huye de los deleites, y que el prudente procura la vida libre de molestias, y que los niños y las bestias procuran los deleites, de la misma manera se responde a todo, porque, pues habemos dicho cómo todos los deleites en alguna manera son buenos, y en alguna no lo son, los niños y las bestias siguen los que en alguna manera no son buenos, y el prudente procura el carecer de la molestia de estos deleites que andan acompañados de deseos y pesadumbres, y son deleites corporales (porque tales son todos éstos), y de los excesos de ellos, por los cuales es disoluto el disoluto. Y por esto el templado huye de deleites semejantes, pues tiene también el templado sus deleites.
Capítulo XIII
En que se disputa que hay algún deleite que es el sumo bien
En el capítulo treceno responde a los que decían, que el deleite no podía ser el sumo bien, y prueba que de necesidad ha de haber algún deleite que sea el sumo bien si hay sumo bien y vida que lo alcance. Porque el sumo bien sumo contento dará, y si sumo contento, sumo deleite, cual es el que gozan los bienaventurados viendo a Dios. Y así esta doctrina es conforme al Evangelio. Todo el hierro en esta materia dice Aristóteles y con mucha verdad, que nace de nuestra sensualidad, que en oír deleite luego nos abatimos al sentido y los deleites sensuales, como si aquellos, solos fuesen deleites y no lo fuesen más deleites y más ajenos de molestias los que a quien las ama dan las cosas del espíritu, como lo vemos palpablemente en los que estudian y en los que se dan a la contemplacióm que ni el daño de la salud del cuerpo, ni la pérdida de sus intereses, es parte para apartarlos del contento que reciben con aquellos ejercicios. Y esto mismo quiso significar Homero en la fábula de las sirenas, que con su dulce canto atraían los hombres a sí y después se los comían. Porque estas sirenas son las ciencias, que a los ingenios verdaderamente liberales de tal suerte emborrachan de dulzura, que les hacen permanecer toda la vida en su compañía y morir en ellas, que es el comérselos. De manera, que bien hay deleites, y muy grandes y muy aplacibles y muy quietos, fuera de los del sentido.
Pero todos abiertamente confiesan que la molestia es cosa mala y digna de aborrecer. Porque algunas molestias son absolutamente malas, y otras hay que lo son por ser en alguna manera impedimento. Pues lo que es contrario a lo que es de aborrecer en cuanto es de aborrecer y malo, bueno será, de manera que, de necesidad el deleite ha de ser bien alguno, porque la solución que Speusipo daba, diciendo que el deleite era contrario de la molestia, como lo es lo mayor de lo menor, o de lo igual lo desigual, no vale nada. Porque ninguno dirá que el deleite es como una especie de lo malo. Y el haber algunos deleites malos no es bastante razón para negar que no hay algún deleite sumamente bueno, de la misma manera que el haber algunas ciencias malas no es bastante argumento para concluir que no hay ninguna buena. Antes por ventura de necesidad se coligirá que (pues en cada hábito hay sus propios deleites, que al tal hábito no le hacen ningún estorbo), ora sea la felicidad ejercicio de todos los deleites, ora de alguno de ellos no impedido, este tal será el más digno de escoger, y esto tal es deleite. De manera, que algún deleite habrá sumamente bueno, aunque digamos ser así, que haya muchos deleites absolutamente malos. Y por esto todos tienen por cierto que la vida del dichoso es vida muy suave, y con razón encierran el deleite y lo comprenden en la felicidad, porque ningún ejercicio impedido es perfeto, y la felicidad es una de las cosas perfectas. Por esto el dichoso tiene necesidad de los bienes corporales y de los externos, y también de la prosperidad de la fortuna, porque estas cosas no le impidan. Porque los que dicen que el que está puesto en tormentos, o le suceden muy grandes desventuras, es dichoso, si bueno es, ora lo digan voluntaria, ora forzosamente, no saben lo que dicen. Pero porque se añade la fortuna les parece a algunos, que felicidad y buena ventura es todo una misma cosa, no siéndolo, porque la buena ventura o buena dicha, si demasiada es estorbo para la felicidad, y que por ventura ya no es justo llamarla buena dicha, porque la definición de la buena dicha va dirigida a la felicidad. Y el ver que todos, así bestias como hombres, procuran el deleite, es alguna manera de argumento para entender que el sumo bien es deleite:
Porque la fama puesta y celebrada
Por muchos pueblos en jamás perece,
Ni de memorias de hombres es borrada.
Pero porque ni una misma naturaleza, ni un mismo hábito les es a todos el mejor, ni les parece, de aquí procede, que aunque todos procuran el deleite, no todos procuran una misma manera de deleite. Aunque por ventura procuran todos, no la que piensan, ni las que sabrían nombrar, sino todos una misma, porque todas las cosas tienen en sí un rastro de divinidad, sino que se han alzado con este nombre los deleites sensuales, porque encontramos con ellos muchas veces, y participamos todos de ellos. Pues como de solos estos deleites se tiene vulgarmente noticia, por eso les parece a los hombres vulgarmente, que solos aquellos son deleites. Pero es cosa muy clara y manifiesta, que si el deleite no fuese cosa buena y también el ejercicio, que el que es bienaventurado no vivirá vida suave. Porque ¿para qué habría menester este tal al deleite, si no fuese cosa buena? Y aún acontecería que el bienaventurado viviese vida llena de molestias, pues la molestia ni es buena ni mala, pues tampoco lo es el deleite. Y si esto es así, ¿por qué huye de las pesadumbres? Ni aun la vida del bueno sería suave y deleitosa, si no lo fuesen también sus ejercicios.
Capítulo XIV
De los deleites corporales
Ha mostrado ser el sumo bien cosa en extremo deleitosa, y que por esto se puede decir que el deleite es el sumo bien, aunque haya algunos deleites sensuales malos. Por esta ocasión trata en este último capítulo de los deleites sensuales, y declara una muy saludable filosofía, en que muestra de dónde procede que los deleites sensuales siendo malos así emborrachan, y muestra que este mal procede de una falsa aparencia de bien que traen consigo, con que engañan a los mozos mal experimentados, y que todo lo que reluce (como dicen) les parece oro, y también a los hombres melancólicos por su mal hábito de cuerpo, el cual piensan podrán remediar con los deleites corporales.
Los que dicen, pues, que hay algunos deleites dignos de escoger en gran manera, como son los honestos, pero no los corporales y los que sigue el hombre disoluto, tienen obligación de tratar de los deleites corporales. ¿Por qué, pues, son malas las molestias contrarias de los deleites corporales? Porque a lo malo lo bueno le ha de ser contrario. ¿O diremos de esta manera, que los deleites corporales necesarios son buenos, pues todo lo que es malo es bueno? ¿O hasta cuánta tasa diremos que son buenos? Porque cuando ni en los hábitos ni en los movimientos hay exceso en lo bueno, tampoco lo hay en el deleite de ellos; pero cuando en aquéllos lo hay, también lo hay en su deleite. Pues en los bienes corporales hay exceso, y el ser uno malo procede de procurar demasiada y excesivamente los bienes corporales, y no por procurar las cosas necesarias, porque todos en alguna manera se alegran con el comer y con el beber y con los deleites de la carne, pero alégranse no como conviene. Pero en la pesadurnbre es al contrario, porque no sólo huye de la excesiva pesadumbre, pero generalmente de toda pesadumbre. Porque la pesadumbre no es contraria del exceso, sino del que procura el exceso. Pero por cuanto, no solamente conviene decir la verdad, pero también declarar la causa de la mentira (porque esto importa mucho para ganar crédito, pues cuando parece conforme a razón aquello, por donde lo que no es verdad parece serlo, es causa que a lo que es verdad se le dé más firme crédito), es bien que digamos qué es la causa por donde los deleites corporales parecen más dignos de escoger. Primeramente, pues, procuran los hombres el excesivo deleite y señaladamente el corporal, por excluir la pesadumbre y los extremos de ella, tomando al deleite, como por medicina para contra ellos. Son, pues, estas unas pesadas medicinas, y procúranlas, por parecerles al contrario de esto. Y por estas dos causas el deleite parece ser cosa no buena, como habemos dicho, porque algunos de ellos son ejercicios de mala naturaleza, que ya donde su nacimiento salió tal, como la de la bestia, o por costumbre, como los ejercicios de los hombres viciosos; y otros porque son medicinas de cosa falta, y el tener ya en ser una cosa, es mejor que no el hacerse, y otras suceden a las cosas ya perfetas; de manera, que accidentariamente son aquéllos buenos. Asimismo, como tales deleites, por ser terribles y subjetos a molestias, no los procuran sino los que no pueden gozar de otros, de manera que ellos mismos se procuran a sí mismos maneras para tener sed de ellos, lo cual, cuando sin perjuicio se hace, no es de reprender, pero cuando con perjuicio, es malo, porque no tienen otras cosas con que puedan deleitarse, y el no tenerlas les es a muchos pesadumbre por su naturaleza. Porque como nos persuaden las razones de los filósofos naturales, siempre el animal padece; y dicen que el ver y el oír es cosa de pesadumbre, sino que no nos lo parece (según ellos dicen), porque estamos ya a ello habituados. De la misma manera los hombres, en la mocedad, por la crecida del cuerpo, tienen la misma disposición que los borrachos, y la misma juventud, de suyo es cosa deleitosa. Pero los que son naturalmente melancólicos, tienen siempre necesidad de medicina, porque el cuerpo de estos tales, por su complexión, siempre está consumiendo, y tienen siempre fuerte el apetito, y el deleite, ora sea contrario, ora cualquiera, si es excesivo, despide la tristeza; y por esto los hombres se hacen malos y disolutos. Pero los deleites que no son anexos a molestia, no tienen exceso. Estos tales proceden de las cosas que, naturalmente y no accidentariamente, son suaves. Llamo accidentariamente suaves las que curan, porque de acaecer que el que sufre a la cosa medicinal que obra algo se cure, de aquí procede que parezca cosa suave. Pero las cosas naturalmente suaves son aquellas que hacen el ejercicio de tal naturaleza. Aunque una misma cosa no siempre no es dulce y aplacible, por no ser sencilla nuestra naturaleza, sino haber en ella cosas diversas, de donde procede ser nosotros corruptibles. De manera que si la una de nosotros hace algo, a la otra naturaleza le viene cuesta arriba, pero cuando a ambas igualmente cuadra, ni parece cosa aplacible la que se hace, ni pesada. Pues si la naturaleza de alguna cosa fuese sencilla, siempre una misma acción le sería muy suave y aplacible. Por esto Dios siempre goza de un mismo y sencillo deleite, porque no solamente el deleite es ejercicio de movimiento, pero aun también de quietud, y aun más consiste el deleite en quietud que en movimiento. Pero la mudanza de todas las cosas, como dice el poeta, es una cosa muy aplacible, por cierta imperfición y falta de natura. Porque así como el hombre malo es fácil de mudar de un parecer a otro, así también es mala naturaleza aquella que tiene necesidad de trastrocarse, porque ni es sencilla, ni moderada en su bondad. Dicho, pues, habemos de la continencia y de la incontinencia; asimismo del deleite y pesadumbre, qué cosa es cada una de ellas, y cómo algunas cosas de éstas son buenas y otras malas. Resta, pues, agora tratar de la amistad.
De las éticas o morales de Aristóteles, escritas a Nicomaco, su hijo, y por esto llamados nicomaquios
* Capítulo primero
De la amistad
* Capítulo II
Qué cosas son amables
* Capítulo III
De las diferencias de la amistad
* Capítulo IV
Cómo solos los buenos son por sí mismos y absolutamente amigos, y los demás accidentariamente
* Capítulo V
En que se muestra quién se ha de decir amigo, y qué se requiere haber en las amistades de los buenos
* Capítulo VI
En que se prueba no ser posible ser uno perfectamente amigo de muchos, y se declara que tales son las amistades de los que puestos están en señorío
* Capítulo VII
De la amistad que consiste en exceso
* Capítulo VIII
En que se muestra cómo el amistad lisonjera consiste más en ser uno amado que en amar
* Capítulo IX
De la amistad civil
* Capítulo X
Cómo hay tres maneras de república, y otros tres géneros de república viciosa
* Capítulo XI
De la manera de amistad que hay en cada género de gobierno de república
* Capítulo XII
De la amistad que hay entre los compañeros, entre los parientes y entre los de una familia
* Capítulo XIII
De las faltas que hay en el amistad útil
* Capítulo XIV
De las quejas que se hallan en las amistades que consisten en exceso
De las éticas o morales de Aristóteles, escritas a Nicomaco, su hijo, y por esto llamados nicomaquios
Argumento del octavo libro
Declarada ya en los libros pasados toda la materia de virtudes y de vicios, la cual para el fin humano, que es la verdadera felicidad (como está mostrado), importa el todo, réstale al filósofo tratar de la amistad, como de cosa muy trillada entre los hombres, y muy necesaria para cualquier género de estado. Que parece haber sido ésta divina providencia para que nos amásemos los unos a los otros, que esta es la voluntad de nuestro Dios, y para que ninguno se ensoberbeciese, que todos los hombres tuviésemos necesidad los unos de los otros, y no hobiese estado de hombres que a otros no hobiese menester. Porque el rey tiene necesidad de sus súbditos para conservar su reino, y los súbditos tienen necesidad de la prudencia del rey para vivir en paz y quietud. Y el rico tiene necesidad del pobre para que le haga sus haciendas, y el pobre del rico para que le mantenga y le dé en qué ganar la vida. De manera que esta nuestra vida es una manera de feria en que, dando y recibiendo, se conserva la humana compañía. Trata, pues, de la amistad varias cosas, como largamente lo veremos, y declara cuán diversas maneras hay de amistad, y qué partes ha de haber en los amigos, y cuál es la perfeta amistad y cuál la lisonjería, y otras muchas cosas dignas de saber.
Capítulo primero
De la amistad
En el capítulo primero declara cuán necesaria cosa es en la vida humana la amistad para todos los estados. Y aun no sólo para los hombres en particular, pero también para los pueblos comúnmente. Ni hay tierra que no sea inexpugnable, si entre los moradores de ella hay conformidad de voluntades y amistad, ni, por el contrario, hay tierra que no sea fácilmente puesta en servidumbre y cautiverio, si por ella pasa la pestilencia de las disensiones. Después propone las cosas que suelen disputar del amistad, de las cuales unas desecha, como cosas curiosas y ajenas de la disciplina moral, y otras propone de tratar, como anexas a la disputa presente, y necesarias.
Tras de esto se sigue el haber de tratar de la amistad. Porque la amistad, o es virtud, o está acompañada de virtud. A más de esto, es una cosa para la vida en todas maneras necesaria, porque ninguno hay que sin amigos holgase de vivir, aunque todos los demás bienes tuviese en abundancia. Porque los ricos y, los que tienen el gobierno del mundo, parece que tienen mayor necesidad de amigos, porque, ¿de qué sirve semejante prosperidad quitándole el hacer bien, lo cual, principalmente y con mayor alabanza, se emplea en los amigos? O, ¿cómo se podría salvar y conservar semejante estado sin amigos? Porque cuanto mayor es, tanto a mayores peligros es subjeto. Pues en el estado de la pobreza y en las demás desventuras, todos tienen por cierto ser sólo el refugio los amigos. Asimismo, los mancebos tienen necesidad de amigos para no errar las cosas, y los viejos para tener quien les haga servicios y supla lo que ellos, por su debilitación, no pueden hacer en los negocios, y los de mediana edad para hacer hechos ilustres, porque yendo dos camino en compañía, como dice Homero, mejor podrán entender y hacer las cosas. Parece, asimismo, que la naturaleza de suyo engendra amistad en la cosa que produce para con la cosa producida, y también en la producida para con la que la produce; y esto no solamente en los hombres, pero aun en las aves y en los más de los animales, y entre las cosas que son de una misma nación para consigo mismas, y señaladamente entre los hombres; de do procede que alabamos a los que son aficionados a las gentes y benignos. Pero cuán familiar y amigo es un hombre de otro, en los yerros se echa de ver muy fácilmente. Y aun a las ciudades también parece que mantiene y conserva en ser amistad, y los que hacen leyes mis parece que tienen cuidado de ella que no de la justicia, porque la concordia parece ser cosa semejante a la amistad. Los legisladores, pues, lo que más procuran es la concordia, y la discordia y motín, como cosa enemiga, procuran evitarlo. Asimismo, siendo los hombres amigos, no hay necesidad de la justicia; pero siendo los hombres justos, con todo eso tienen necesidad de la amistad. Y entre los justos, el que más lo es, más deseoso de amigos se muestra ser. Pero no sólo la amistad es cosa necesaria, mas también es cosa ilustre, pues alabamos a los que son aficionados a tener amigos, y la copia de amigos parece ser una de las cosas ilustres. Muchos, asimismo, tienen por opinión que, los mismos que son buenos, son también amigos. Pero de la amistad muchas cosas se disputan, porque unos dijeron que la amistad era una similitud, y que los que eran semejantes eran amigos. Y así dicen comúnmente que una cosa semejante se va tras de otra semejante, y una picaza tras de otra picaza, y otras cosas de esta suerte. Otros, por el contrario, dicen que todos los cantareros son contrarios los unos de los otros, y disputan de esto tomando el agua de más lejos, y tratándolo más a lo natural, porque Eurípides dice de esta suerte:
Ama la tierra al llover
Cuando está muy deseada,
y la nube muy cargada
Quiere en la tierra caer;
y Heráclito afirma que lo contrario es lo útil, que de cosas diversas se hace una muy hermosa consonancia, y también que todas las cosas se engendran por contiencia. Otros, al contrario de esto, y señaladamente Empédocles, dijo que toda cosa semejante apetecía a su semejante. Pero dejemos aparte disputas naturales, porque no son propias de esta materia, y tratemos las que son humanas y pertenecen a las costumbres y afectos, como si se halla entre todos los hombres amistad, o si no es posible que los que son malos sean amigos. Ítem, si hay sola una especie de amistad, o si muchas. Porque los que tienen por opinión que no hay más de una especie de amistad, porque la amistad admite más y menos, no se lo persuaden con razón bastante, porque otras muchas cosas que son diferentes en especie, admiten más y menos. Pero de esto ya está dicho en lo pasado.
Capítulo II
Qué cosas son amables
Propuesta la utilidad de la amistad y las dudas que de ella se ofrece disputar, por cuanto procede de amistad, y el amor muévese de la cosa que es amable o digna de amar, trata en el capítulo presente cuáles cosas son amables, y propone tres maneras de ellas: buenas, útiles y dulces, y éstas en dos maneras: unas que son tales de suyo, y otras que, no siéndolo, son tenidas por tales. Después declara cómo en el amor de las cosas que no tienen sentido, no se puede fundar el amistad, por no haber corresponsión de parte de ellas.
Pero por ventura se entenderá mejor todo esto, si se entiende y declara qué es lo que es amable. Porque no parece que se ha de amar toda cosa, sino aquella que es digna de amor, la cual es o buena, o suave, o útil. Aunque también parece útil aquello de lo cual procede algún bien o algún deleite, de manera que lo bueno y lo deleitoso serán cosas amables como fines. Pero, ¿es verdad que aman los hombres lo que de suyo es bueno, o lo que a ellos les es bueno? Porque discrepan algunas veces estas cosas. Y lo mismo acaece en las cosas del deleite. Parece, pues, que cada uno ama lo que es bueno para sí, y que lo que es absolutamente bueno, es también absolutamente amable; pero, particularmente a cada uno le es amable porque es bueno para él. Ama, pues, cada uno, no lo que es bueno para sí, sino lo que le parece a él que es bueno, aunque en esto no hay ninguna diferencia, porque aquello tal será aparentemente amable. Siendo, pues, tres los géneros de las cosas por las cuales aman, el amor de las cosas que carecen de alma no se dice bien el amistad, porque no hay en ellas correspondiente amor, ni voluntad del bien de ellas, porque cosa de reír sería que uno dijese que desea todo el bien al vivo, y si desea que se conserve es por gozar de el. Pero al amigo dicen que se le ha de desear todo bien por su propio respecto, y a los que de esta manera desean el bien llámanlos bien aficionados, o bien quirientes, si de parte del otro lo mismo no les correspondo. Porque el amistad es una buena voluntad en los que en ella se corresponden. ¿O ha de añadirse que se sepa? Porque muchos tienen buena voluntad a los que nunca han visto, sino que los tienen en reputación de buenos o de útiles, y lo mismo le puede acontecer a alguno de aquellos tales para con este tal. Manifiesta cosa, pues, es que estos tales se tienen buena voluntad el uno al otro; pero amigos, ¿quién dirá que son, no conociéndose el uno al otro ni entendiéndose las aficiones? Conviene, pues, que el uno al otro se tengan buena voluntad y se deseen todo bien, y que esto lo entienda el uno del otro, y esto por alguna de las razones que están dichas.
Capítulo III
De las diferencias de la amistad
Conforme a la diferencia de cosas amables que ha hecho en el capítulo pasado, hace agora tres especies de amistad en el presente: amistad honesta, amistad útil y amistad deleitosa; y muestra cómo las amistades útiles y deleitosas no son verdaderamente amistades, sino sola la honesta y fundada en la bondad. Y así aquéllas fácilmente se quiebran, como cosas fundadas sobre falso y mudable fundamento; pero la fundada en la virtud es la que permanece. De do sucede que los que en la mocedad parece que eran, como dicen vulgarmente, cuerpo y alma, creciendo la edad y sosegándose aquel juvenil ardor, y cesando los ejercicios de aquél, vienen a desapegarse tanto, que suelen poner admiración a los que no dan en la cuenta de dónde procedía. Y así, al propósito de esto, trata otras cosas muy provechosas a los que les quieran dar oído.
Pero difieren en especie estas cosas las unas de las otras, y, por la misma razón, las voluntades y amistades, porque hay tres especies de amistad, iguales en número a las amables cosas. Porque en cada especie de cosa amable hay reciprocación de voluntad sabida y manifiesta, y los que se aman los unos a los otros, de la misma manera que se aman, se desean el bien los unos a los otros. Los que se aman, pues, entre sí por alguna utilidad, no se aman por sí mismos ni por su propio respecto, sino en cuanto les procede algún bien y provecho de los unos a los otros. Y de la misma manera los que se aman por causa de deleite, porque no aman a los que son graciosos cortesanos en cuanto son tales o tales, sino en cuanto les es aplacible su conversación. Los que aman, pues, por alguna utilidad, por su propio provecho quieren bien, y los que por deleite, por su propio deleite, y no en cuanto uno es digno de ser amado, sino en cuanto es útil o aplacible. De manera que accidentariamente son estas tales amistades, porque el que es amado no es amado en cuanto es tal que merezca ser amado, sino en cuanto sacan de el algún provecho los unos y algún deleite los otros. Son, pues, estas tales amistades de poca dura y fáciles de romper, no perseverando entre sí ellos semejantes, porque luego que dejan de serles aplacibles o fructíferos, ellos también dan fin a la amistad. Y la utilidad no dura mucho, sino que unas veces es una y otras otra. Perdido, pues, aquello por lo cual eran amigos, también se deshace la amistad, como cosa que a aquello iba encaminada. Tal amistad, como ésta, señaladamente, parece que se halla en hombres viejos, porque estos tales no buscan ya lo apacible, sino lo provechoso, y también en aquellos de media edad, y en aquellos mozos que procuran mucho su propio interese. Pero estos tales no duran mucho en compañía, y aun algunas veces los unos a los otros no se aplacen, ni tienen necesidad de semejante conversación, si no son útiles, porque entre tanto son aplacibles, que tienen esperanza de algún bien. Entre estas amistades cuentan también el hospedaje. Pero la amistad de los mancebos parece que procede del deleite, porque éstos viven conforme a sus afectos y procuran mucho lo que les da gusto, y lo presente. Pero, como se va mudando la edad, también se van mudando los deleites, y se hacen diversos, y por esto los mancebos fácilmente toman amistades y fácilmente las dejan, porque la amistad se va también mudando, como las cosas deleitosas, y semejante deleite tiene fácil la mudanza. Son, pues, los mancebos muy prontos para amar, porque la mayor parte del amor procede de afecto y deleite, y por esto aman, y fácilmente desisten, mudando de amistades, dentro de un día, muchas veces. Estos tales, pues, huelgan de pasar los días y vivir en compañía de sus amigos, porque de esta manera alcanzan lo que ellos en la amistad pretenden. Pero la perfeta amistad es la de los buenos, y de los que son semejantes en virtud, porque estos tales, de la misma manera que son buenos, se desean el bien los unos a los otros, y son buenos por sí mismos. Y aquellos son verdaderamente amigos, que a sus amigos les desean el bien por amor de ellos mismos. Porque, por sí mismos, y no accidentariamente, se han de esta manera. El amistad, pues, de estos tales es la que más dura, que es mientras fueren buenos, y la virtud es cosa durable, y cada uno de ellos es absolutamente bueno, y también, bueno para su amigo, porque los buenos son absolutamente buenos y provechosos los unos a los otros, y de la misma manera dulces y aplacibles. Porque los buenos absolutamente son aplacibles, y también aplacibles entre sí, porque cada uno tiene sus propios ejercicios, que le dan gusto, los que son tales cuales él, y los ejercicios de los buenos son tales como ellos, o semejantes a ellos. Con razón, pues, tal amistad como ésta es la que dura, porque contiene en sí todas las cosas que ha de haber en los amigos, porque toda amistad, o es por causa de algún bien o algún deleite, que absolutamente lo sea, o a lo menos para aquel que ama, y por alguna semejanza. Los que son, pues, amigos en esta amistad, todo lo que está dicho tienen por sí mismos; pues las demás amistades son a ésta semejantes. Porque lo que es absolutamente bueno también absolutamente es aplacible, y estas cosas son las que más merecen ser amadas. En estos tales, pues, consiste el amar y la amistad, y la mejor de las amistades. Ni es de maravillar que tales amistades como éstas sean raras, porque hay pocos hombres tales cuales ellas los quieren. A más de esto, tienen necesidad de tiempo y de comunicación, porque, como dice el vulgar proverbio, no se pueden conocer los unos a los otros sin que primero hayan comido juntos las hanegas de sal que se dicen, ni aceptarse el uno al otro, ni darse por amigos, hasta que el uno al otro le parezca ser digno de amor y se fíe de el. Pero los que de presto traban amistad entre sí, quieren, cierto, ser amigos, pero no lo son si no son dignos de amor, y el uno del otro entiende que lo es. La voluntad, pues, de amistad fácilmente se concibe, pero el amistad misma no. Es, pues, el amistad perfeta la que con el tiempo y con las demás cosas se confirma, y en la cual concurren todas estas cosas, y en donde a cada uno le procede lo mismo de parte del amigo, que al otro de parte de el. Lo cual ha de haber en los amigos.
Capítulo IV
Cómo solos los buenos son por sí mismos y absolutamente amigos, y los demás accidentariamente
No contiene este capítulo nueva materia ni disputa, sino que declara más lo que ha propuesto en el pasado, y prueba sola la amistad de los buenos ser absolutamente y de veras amistad, y las otras sólo en la aparencia, en cuanto tienen algo que parece a las amistades de los buenos.
Pero la amistad que se toma por cosas de deleite, tiene alguna muestra del amistad de los buenos, porque también los buenos son los unos a los otros aplacibles. Y lo mismo es en la que se toma por respecto de alguna utilidad, porque también los buenos son los unos a los otros provechosos. Entre tales, pues, entonces duran más las amistades, cuando del uno al otro procede cosa igual, como si dijésemos igual deleite, y no sólo esto, pero también cuando procede de lo mismo, como acontece entre los graciosos cortesanos, y no como acaece entre el amador y el amado. Porque éstos no se deleitan con unas mismas cosas, sino que el enamorado se huelga de ver al que ama, y, el amado de los servicios que le hace el amador. Pero estragada aquella hermosura, muchas veces también se deshace la amistad, porque ni al enamorado le es aplacible la vista, ni el amado recibe ya los servicios que solía. Aunque muchos también perseveran en el amistad, si acaso en la contratación se han conocido ser de costumbres semejantes, y de ahí han venido a amarlas. Pero los que en los amores no procuran el deleite, sino el provecho y interese, menos amigos son y menos en el serlo perseveran. Y los que por el interese son amigos, en cesar el interese dan también fin a la amistad, porque no eran amigos entre sí, sino de aquel provecho. Por causa, pues, de algún deleite o de algún provecho, bien puede acaecer que los malos sean amigos entre sí, y aun los buenos de los malos, y otros de cualquier manera. Pero por sí mismos, cosa cierta es que solos los buenos pueden ser amigos, porque los malos no se agradan los unos de los otros, sino que algún provecho se atraviese de por medio. Y sola la amistad de los buenos está libre de chismerías, porque ninguno fácilmente creerá lo que otro le diga de aquel que por largo tiempo lo tiene experimentado. Y más que en estos tales se halla el fiarse, y el jamás hacerse agravio, y todas las demás cosas que en la amistad verdadera se requieren; pero en las demás amistades no hay cosas que impidan el acaecer cosas semejantes, pues llaman los hombres amigos también a los que lo son por interese, como lo hacen las ciudades (porque las ligas de los pueblos parece que se hacen por la utilidad), y también a los que lo son por deleite, como lo hacen los niños. Aunque también, por ventura, nosotros los habremos de llamar a los tales amigos, y hacer varias especies de amistad: una, la que lo es principal y propriamente, que es la de los buenos, en cuanto son buenos, y las otras por cierta semejanza, porque en cuanto contienen en sí algún bien y semejanza, en tanto son amigos. Porque la cosa deleitosa buena es para los que son aficionados al deleite. Aunque estas dos cosas no conciertan mucho, ni unos mismos son amigos por utilidad y por deleite, porque las cosas que accidentariamente son tales, no conforman mucho en uno. Partiendo, pues, el amistad en estas especies, los malos serán amigos por deleite, o por provecho, pues son en esto semejantes, pero los buenos serán amigos por sí mismos, porque éstos en cuanto son buenos son absolutamente amigos, pero los otros accidentariamente, y en cuanto quieren remedar a los buenos en alguna cosa.
Capítulo V
En que se muestra quién se ha de decir amigo, y qué se requiere haber en las amistades de los buenos
En el capítulo quinto declara haber dos maneras de amistades: una en hábito, cual es la de los ausentes, y otra en acto, como la de los que se conversan amigablemente y comunican. Trata asimismo de la absencia de los amigos.
Pues así como acontece en las virtudes, que unos se llaman buenos según los hábitos, y otros según los ejercicios, de la misma manera acontece también en el amistad, porque los amigos que en compañía viven, huélganse unos con otros y comunícanse sus bienes. Pero los que duermen o están, absentes no obran cierto, pero están aparejados para obrar amigablemente, porque la distancia de los lugares no deshacen absolutamente y del todo la amistad, sino el uso de ella. Pero si la absencia dura mucho, parece que hace poner en olvido la amistad, por lo cual se dice, comúnmente, que el silencio ha deshecho muchas amistades. Los viejos, pues, y los hombres muy severos no parecen aptos Para tratar amistad, porque en los tales hay poco deleite, y ninguno hay que pueda tratar larga conversación con el triste ni con el que ningún gusto da, porque nuestra naturaleza parece que huye lo más que puede de lo triste, y, apetece lo suave y deleitoso. Pero los que los unos a los otros se recogen, pero no viven juntos de compañía, mas parecen a los bien aficionados que a los amigos, porque no hay cosa que tanto confedere la amistad, como el vivir en compañía. Los necesitados, pues, apetecen el provecho, pero el comunicarse aun los mismos bienaventurados lo apetecen, porque a estos tales no les conviene la vida solitaria, y comunicarse unos con otros no es posible no siendo aplacibles ni holgándose con unas mismas cosas, lo cual parece ser propio de la virtud de la amistad. El amistad, pues, de los buenos (como ya muchas veces está dicho), es la que es más de veras amistad, porque lo que es absolutamente bueno o aplacible, parece que es digno de amarlo y de escogerlo, y a cada uno lo que para él es tal, y el bueno esle de amar al bueno por estas ambas a dos causas. Parece, pues, la afición o amor de los amigos al afecto, y la amistad al hábito. Porque el amor y afición no menos lo ponemos en las cosas que de ánima carecen, pero los hombres correspóndense en el amor por elección de su propria voluntad, y la elección procede del hábito. Asimismo, los amigos desean el bien a sus amigos por respecto de ellos mismos, no por afecto de pasión sino por hábito, y amando al amigo, aman también el bien propio, porque el buen amigo, bien es de aquel a quien le es amigo. De manera que cada uno de ellos ama su propio bien y paga en la misma moneda (que dicen) a la voluntad y al contento que recibe del amigo. Porque la amistad se dice ser una manera de igualdad, lo cual, señaladamente, se halla en las amistades de los buenos.
Capítulo VI
En que se prueba no ser posible ser uno perfectamente amigo de muchos, y se declara que tales son las amistades de los que puestos están en señorío
En parte reitera lo que ha dicho en el pasado de los viejos y de los hombres de mucha gravedad. Después da las razones por donde no es posible que uno sea amigo de muchos perfetamente, porque, como está dicho, la perfeta amistad requiere tales experiencias y tales cosas, que no se pueden bien sacar en limpio en muchos, por ser cosas que requieren largo tiempo.
Pero en los hombres demasiadamente graves y en los viejos no se halla tan fácilmente el amistad, porque son menos tractables ni se huelgan tanto con las conversaciones. Porque estas cosas parecen ser propias del amistad, y las que la traban y conservan, y por esto los mancebos fácilmente toman amistad y, no los viejos, porque ninguno se hace amigo de aquellos con quien no se huelga. Y, por la misma razón, ni con los demasiadamente graves. Estos tales, pues, dícense ser aficionados en voluntad los unos a los otros, porque desean todo bien, y se, comunican y valen en las necesidades; pero amigos no son mucho, por no conversarse ni holgarse los unos con los otros, en lo cual parece que consiste principalmente el amistad. No es posible, pues, que uno sea amigo de perfeta amistad de muchos, así como tampoco es posible amar juntamente a muchos, porque esto parece cosa de extremo, la cual no se puede emplear sino en uno solamente. Ni es cosa fácil que muchos a uno le agraden de veras, ni aun por ventura que sean buenos. Hase de hacer también experiencia de ellos, y conversar con ellos, lo cual es muy dificultoso. Pero por vía de utilidad y de deleite bien se puede aplacer a muchos, porque los que de estas cosas se agradan, son muchos, y estos tales servicios en poco tiempo se hacen. de estas amistades, pues, mas lo parece ser la que procede de cosas deleitosas, cuando procede una misma manera de deleite del uno para el otro, o se huelgan el uno con el otro, o con unos mismos ejercicios, como son las amistades que entre sí toman los mancebos, porque en éstas resplandece la generosidad, que no en las que se fundan en utilidad, que son amistad de tenderos. Y los bienaventurados y prósperos no tienen necesidad de las cosas útiles, pero tienen la de las cosas deleitosas, pues les agrada el vivir en conversación con algunos, y las cosas de molestia poco tiempo las sufren. Ni aun el mismo bien no habría quien a la contina lo sufriese, si pesado a él le fuese. Y por esto procuran tener los amigos aplacibles. Convernía, pues, que los buscasen buenos, pues los buenos son tales, y también para ellos lo serían, porque de esta manera habría en ellos lo que ha de haber en los amigos. Pero los que están en señorío puestos, parece que tienen las amistades repartidas, porque unos amigos tienen que les son útiles y otros que aplacibles; pero amigos que lo uno y lo otro tengan, no los tienen, porque no buscan amigos que en virtud les sean aplacibles, ni útiles en las honestas, sino buscan amigos que les sean aplacibles con gracias cortesanas, procurando el deleite, y los útiles quieren los que sean prontos para hacer lo que se les mande. Y estas cosas no se hallan juntamente en uno. Pero el bueno ya está dicho que es útil y aplacible. Pero el que está puesto en alto grado de fortuna no tiene tales amigos como éstos, si ya también no tiene alto quilate de virtud, porque si no lo tiene, no iguala conforme a proporción el excedido, aunque estos tales no acostumbran mucho a serlo. Las amicicias, pues, sobredichas consisten en igualdad, porque el mismo bien procede del uno para el otro, que del otro para el otro; y lo mismo que el uno al otro desea, también el otro al otro; a lo menos, uno en cuenta de otro, truecan y reciben como deleite en lugar de provecho. Ya, pues, está dicho que estas son menos firmes amistades, y que duran menos. Y aun parece que, en realidad de verdad, no son amistades, sino que lo parecen por alguna semejanza y diferencia que con una misma cosa tienen, porque, por la semejanza que con la virtud tienen, parecen amistades, pues la una contiene en sí deleite y la otra provecho, ambas las cuales cosas se hallan también en la virtud. Pero en cuanto ésta carece de sospechosas murmuraciones y es durable, y las otras fácilmente se deshacen, y en otras muchas cosas difieren de ella, por la diferencia que entre ellas y ésta hay, no parecen amistades.
Capítulo VII
De la amistad que consiste en exceso
Ha tratado de la amistad igual; agora viene a tratar de la amistad que se atraviesa entre personas superiores y inferiores en la dignidad, como entre padres y hijos, señores y súbditos, patrones y ahijados; por lo cual la llama amistad que consiste en exceso, y en la cual no procede lo mismo de los unos para los otros, que de los otros para los otros; la conservación de esta amistad dice que consiste en que entienda cada uno de ellos las cosas que de su parte ha de hacer para conservarla y las ponga por obra. Como el hijo al padre, la mujer al marido, el súbdito al señor, le debe obediencia, fidelidad y amor, y el padre al hijo mantenimiento de alma y de cuerpo, y el señor al súbdito conservación de sus cosas en paz y sosiego, y otras muchas cosas que sería largo recitarlas de una en una. Pues cuando de ambas partes se guarda lo que se debe, dura y resplandece mucho esta amistad. Pero si por alguna de ellas quiebra, muchos escándalos se ofrecen.
Mas hay otra especie de amistad, que consiste en exceso, como entre el padre y el hijo, y, generalmente, entre el más anciano y el más mozo, entre el marido y la mujer, y entre cualquiera que manda y el que le es subjecto. Estas dos especies de amistad difieren entre sí la una de la otra, porque no es la misma el amistad que los padres tienen con los hijos que la que los señores con los súbditos, ni tampoco es la misma la que tiene el padre con el hijo que la que el hijo con el padre, ni la que el marido con la mujer que la que la mujer con el marido, porque la virtud y oficio de cada uno déstos es diverso, y también lo son las cosas por las cuales se quieren bien los unos a los otros, y por la misma razón lo serán las voluntades y amistades. No procede, pues, lo mismo del uno para el otro que del otro para el otro, ni tampoco se requiere que proceda; pero cuando los hijos hacen los cumplimientos con sus padres que deben hacer con quien los engendró, y los padres hacen por sus hijos lo que tienen obligación de hacer por ellos, el amistad dentre ellos es durable y buena. Y, a proporción de esto, en todas las demás amistades que consisten en exceso, ha de ser la voluntad de esta manera: que el superior sea más amado que no ame, y el más útil, y cada uno de los demás de la misma manera. Porque cuando la voluntad conforma con la dignidad, entonces, en alguna manera, se halla la igualdad, lo cual parece ser propio de la amistad. Pero lo igual no es de la misma manera en las cosas justas que en el amistad, porque en las cosas justas, aquello parece principalmente ser justo, que se distribuye conforme a la dignidad de cada uno, y tras de esto lo que consiste en cantidad. Pero en el amistad, al revés, aquello es principalmente justo, que consiste en cantidad, y tras de esto lo que consiste en dignidad, por lo cual se ve claro si del uno al otro hay gran distancia en virtud, o en el vicio, o en la prosperidad de la fortuna, o en alguna otra cosa; porque de allí adelante ni son amigos, ni se precian de serlo, lo cual se ve claramente en los dioses, porque éstos exceden muy mucho en todo género de bienes. Véese también claramente en los reyes, de los cuales los que son muy inferiores en dignidad no se tienen por dignos de ser amigos, ni menos de los que son muy buenos y muy sabios los que de ningún valor ni precio son. En estos tales, pues, no se puede poner cierto término hasta el cual hayan de llegar los que les han de ser amigos, porque aunque falten muchas cosas, no por eso se pierde el amistad; pero si es mucha la distancia, como es la de Dios al hombre, ya no permanece. Y por esto, se duda si es verdad que los amigos desean a sus amigos los mayores bienes, como es agora verlos hechos dioses, porque ya no les serían más amigos, y por la misma razón ni bienes para ellos, porque los amigos bienes son para el amigo. Pues si es verdad lo que se, dijo, que el amigo ha de desear el bien al amigo por causa del mismo amigo, conviene que el amigo persevere en el mismo estado que el otro amigo esté, y así le deseará los bienes que a un hombre le pueden suceder más aventajados, y aun por ventura no todos, porque cada uno quiere más los bienes para sí.
Si Aristóteles hobiera gustado del amor de Dios y hobiera alcanzado el Evangelio, por cierto tengo yo no escribiera lo que en este capítulo escribió de la amistad de Dios, ni dijera que lo más alto en dignidad es más amado que ama. Acontece ello, cierto, así acá bajo entre nosotros por nuestra miseria y por el amor demasiado que a nosotros mismos nos tenemos, que el que más ha menester a otro le ama más, o a lo menos lo finge por su necesidad, y aquel que le parece que muchos lo han menester, casi hace adorarse, y muestra hacer poco caso y tener poca cuenta con aquellos que tienen de el necesidad. Pero en Dios y en las criaturas celestes no es así, sino que así como Dios es infinito en perfeción, así es infinito el amor que tiene a sus criaturas, lo cual se echa bien de ver en las inefables mercedes que tiene hechas a los hombres y nos hace cada día. Y entre las criaturas celestiales (como escribe Dionisio en el libro de la celestial jerarquía), los que de más alto grado son, como los serafines, tienen más ardiente el afecto del amor. De manera que, en parte, es verdad lo que Aristóteles dice que lo más perfeto es más digno de ser amado, y en parte es mentira, en decir que lo que más perfeto es ha de amar menos, porque el amar es afecto de la bondad, y así, do mayor bondad hay, allí ha de haber mayor amor. Y si un hombre puesto en señorío estuviese persuadido ser verdad esto que aquí Aristóteles escribe (como en realidad de verdad lo están algunos), ¿qué cosas les vernían a su deseo, en lo que toca a ajenas honestidades y intereses, que no le pareciese estarle bien, considerada su dignidad, ejecutarlas? De lo cual cuánto mal vendría a la república y cuán de veras se desataría esta excesiva amistad de que aquí trata, cualquier prudente lo entiende. Y así, en esto no se ha de dar crédito al filósofo, que habló como hombre.
Capítulo VIII
En que se muestra cómo el amistad lisonjera consiste más en ser uno amado que en amar
Pone la diferencia que hay entre la verdadera amistad y la de los que se huelgan de que los lisonjeen, y muestra cómo la verdadera amistad consiste en amar, trayendo por ejemplo el amor de madre para con los hijos; y la amistad lisonjera más en ser amado que en amar, la cual amistad no se halla sino entre tales personas cuales pintó el cómico latino en el Eunuco, en persona de Traso y Gnaton: quiero decir entre necios arrogantes y taimados lisonjeros.
Pero hay muchos que, por su arrogancia, desean más ser amados que no amar, y por esto hay muchos amigos de lisonjeros, porque el lisonjero es amigo de más bajo quilate, o a lo menos fingese serlo, y que ama más que no es amado. Porque el ser amado parece cosa muy vecina del ser honrado, lo cual muchos lo apetecen. Aunque no parece que apetecen la honra por sí misma, sino accidentariamente, porque muchos se huelgan de que los que están puestos en señorío los honren, y esto por la esperanza que de allí les nace: que confían que recabarán de ellos lo que quieren menester. Agrádales, pues, la honra, como señal que han de librar bien. Pero los que desean que los buenos y sabios les hagan honra, quieren confirmar la buena opinión en que están puestos. Huélganse, pues, éstos de ver que son buenos, dando crédito al juicio de los que lo dicen. Pero huélganse con ver que son amados por solo esto mismo. Y así parece que el ser amado es cosa de mayor valor que el ser honrado, y que el amistad por sí misma es cosa de preciar y desear. Aunque parece que el amistad más consiste en el amar que no en el ser amado, como se ve claro en las madres, que se deleitan en querer bien a sus hijos, porque algunas de ellas dan sus hijos a criar a otras mujeres, y con todo eso los aman entendiendo lo que hacen, ni se les da mucho que de ellos no sean amadas, si lo uno y lo otro no es posible, sino que se tienen por contentas de verlos bien librados, y los aman aunque ellos, por no conocerlas, no puedan hacer con ellas los cumplimientos que deben. Consistiendo, pues, más de veras el amistad en el amar, y siendo alabados los que son aficionados a tener amigos, parece que la virtud de los amigos es amar de modo que, aquellos amigos en quien esto se hace como debe, son firmes amigos, y el amistad de ellos dura mucho. Y de esta manera, aunque sean de desigual calidad, serán amigos, porque vernán a igualarse, y la amistad no es otra cosa sino una igualdad y semejanza, y señaladamente la de los que son semejantes en virtud, porque como son personas firmes y perseveran consigo y con los otros, y ni tienen necesidad de cosas ruines ni dan favor para ellas, antes (que lo quiero decir de esta manera) las prohíben. Porque es propio oficio de buenos ni errar ellos ni permitir que sus amigos den favor a cosas malas; pero los malos no tienen en sí firmeza ni seguridad ninguna, porque ni aun a sí mismos no perseveran semejantes, y en poco rato se hacen amigos, deleitándose con su común ruindad. Pero los amigos útiles y los aplacibles más espacio de tiempo duran, que es mientras los unos a los otros deleite dieren o provecho. Pero el amistad que de cosas contrarias se hace más particularmente parece que es la que se toma por el provecho, como es la que hay entre el pobre y el rico y entre el ignorante y el sabio, porque cada uno, en cuenta de aquello que apetece y se conoce tener necesidad de ello, da otra cosa. A esta misma amistad se puede reducir la que hay entre el enamorado y la persona amada, y entre el hermoso y el feo, y por esto muchas veces dan mucho que reír los enamorados, pretendiendo que tanto han de ser amados, cuanto aman ellos. Y si ellos tuviesen igualmente partes para serlo, por ventura tenían razón de pretenderlo; pero no teniendo en sí cosa que de preciar ni de amar sea, es cosa de risa pretenderlo. Aunque por ventura un contrario no desea otro contrario por sí mismo, sino accidentariamente, sino que su deseo es alcanzar el medio, porque en éste consiste el bien. Como agora lo seco no apetece hacerse húmedo, sino venir al medio, y de la misma manera lo caliente y los demás. Pero dejemos esto aparte, que es fuera de propósito.
Capítulo IX
De la amistad civil
Ya se dijo al principio ser el amistad cosa tan general que, no solamente comprendía a los hombres, pero aun también a las ciudades, y aun a los reinos y provincias. Declarada ya, pues, el amistad que entre los hombres. particularmente se atraviesa, viene a tratar de la que hay entre las ciudades, la cual por eso se llama amistad civil. Primeramente, pues, declara cómo el amistad, la justicia y estas cosas semejantes, no son cosas que tienen en sí mismas el ser absolutamente, sino que todo lo que son lo refieren a otrie. Y de aquí procede que lo que referido a uno es justo, comparado con otro es injusto, y hacer por uno obliga la ley de amistad lo que por otro, o no tanto, o no nada. Después demuestra cómo la civil compañía y la amistad es amistad útil, y comprende en sí todas las otras compañías.
Parece, pues (como ya dijimos al principio), que el amistad y lo justo consisten en unas mismas cosas y personas, porque en cualquier comunidad parece que hay alguna manera de justicia y también muestra de amistad, porque los que van en una misma nave navegando, se llaman los unos a los otros amigos, y los que son en un mismo ejército soldados, y de la misma manera en todas las otras compañías, y en tanto hay entre ellos amistad, en cuanto hacen una misma compañía. Porque está bien puesto lo justo, y también aquel vulgar proverbio que dice ser todo común entre los amigos, porque en la compañía se funda el amistad, y los hermanos y amigos todo lo tienen común, pero los demás tienen conocido y repartido lo que es suyo, aunque unos más y otros menos, porque también hay en las amistades más y menos, y aun las cosas justas tienen entre sí alguna diferencia, porque no es una misma manera de cosas justas las que se atraviesan entre padres y hijos que las que entre hermanos, ni tampoco hay las mismas leyes de justicia entre los amigos que entre los ciudadanos, y de la misma manera en los otros géneros de amigos, ni las cosas justas y injustas entre cada unos déstos son las mismas, sino que crecen y admiten aumento cuando a los amigos se refieren, porque más grave crimen es defraudar en el dinero al amigo, que no al ciudadano, y peor es no socorrer al hermano que al extranjero, y poner las manos en el padre que no en cualquier otro. Puede, pues, lo justo acrecentarse juntamente con el amistad, como cosas que consisten en lo mismo y se extienden igualmente. Todas las compañías, pues, tienen manera de partes de la compañía civil, porque todos se ajuntan por respecto de alguna cosa que les cumple, y por haber algo de lo que es menester para la vida. Y aun la civil compañía o contratación donde su principio parece que procede y persevera por causa de lo útil, porque a esto enderezan las leyes los legisladores, y aquello dicen ser justo que a todos conviene comúnmente. Las demás compañías, pues, pretenden particular manera de provecho, como los marineros el provecho que se saca del arte del navegar, como es dinero o otra cosa tal; los soldados el provecho que se saca de la guerra, apeteciendo, o el dinero, o la victoria, o el señorío de alguna ciudad, y de la misma manera los perroquianos y vecinos de un mismo pueblo. Aunque algunas compañías parece que se juntan por algún deleite, como los que hacen danzas o convites, porque éstos por hacer fiesta y holgarse se juntan. Todas, pues, estas tales compañías parece que debajo de la compañía civil se comprenden. Porque la civil compañía no solamente procura la utilidad Presente, pero también la que es menester para todo el discurso de la vida, haciendo sacrificios y ajuntamientos para ellos, honrando a los dioses y procurándose sus descansos con contento, porque los antiguos sacrificios y ajuntamientos parece que se hacían después de las cogidas de los fructos como primicias, porque en este tiempo estaban más desocupados. Todas las compañías pues, parecen partes de la compañía civil, y a cada una de ellas le es anexa semejante manera de amistad.
Capítulo X
Cómo hay tres maneras de república, y otros tres géneros de república viciosa
Aunque no es propio deste lugar tratar del gobierno de república, porque aquí no se trata sino de los principios de ella, que son las virtudes, con todo eso, como trata de la amistad civil, y ésta no se puede bien entender sin entender las diferencias de la república, pónelas aquí brevemente, las cuales más al largo entenderemos en los libros de República. Pone, pues, tres maneras de gobernar república, reino, aristocracia, que quiere decir gobierno de buenos, y la que rigen los que son de más hacienda. Y con mucha razón pone por mejor de todas el reino, porque en las otras maneras de gobierno que de tiempo a tiempo se mudan, la diversidad de condiciones de los que rigen suele destruirlas. Pero así como es la mejor, está también subjeta a la peor de las mudanzas, que es a la tiranía, cuando el rey quiere hacer en todas las cosas su voluntad, y quiere que aquella valga por ley, aunque sea contra buena razón y contra justicia, y, en fin, cuando viene a persuadirse que la república es para él y no él para la república. Pero esto en los libros de República se tratará más largo.
Hay tres maneras de gobierno de república, y otras tantas de mal gobierno y vicioso, que son como destruición de aquellas otras. Son, pues, los gobiernos buenos éstos: el reino, la aristocracia, y el tercero, el que se hace y escoge conforme a la facultad que cada uno tiene de hacienda, la cual llamarla timocracia (que quiere decir gobierno de hacienda) no parece propria manera de decir, pero los más suélenla llamar gobierno de república. De todas estas tres maneras de gobierno, la mejor es el reino, y la peor la timocracia. Pero el vicio y perdición del reino es la tiranía, porque el uno y el otro son monarquías, aunque difiere mucho la una de la otra, porque el tirano no mira más de sus propios intereses y provechos, pero el rey mira mucho por el bien y provecho de sus súbditos, porque aquel que para conservar su estado no es bastantemente poderoso, y no hace ventaja a los demás en todo género de bienes, no es rey, y el que todo esto tiene, no tiene necesidad de ninguna cosa, de manera que nunca terná cuenta con sus propias utilidades, sino con el bien y utilidad de sus vasallos, porque el que de esta condición no es, más parece hombre elegido por suerte, que no rey. Pero la tiranía es al contrario de esto, porque no tiene cuenta con procurar otra cosa sino sus provechos, y así, es cosa muy manifiesta ser la peor manera de gobierno, porque lo que es contrario de lo mejor, aquello es lo peor. Suélese, pues, mudar de reino en tiranía, porque la tiranía es vicio de la monarquía, y el que es mal rey hácese tirano. Pero del otro gobierno, que se dice aristocracia, por falta de los que gobiernan se suele mudar en oligarquía, cuando los que gobiernan reparten las cosas de la república fuera de la dignidad de cada uno, y se lo toman todo, o lo más de ello, para sí, y unos mismos tienen siempre los cargos de la república y precian, sobre todo, el hacerse ricos. Mandan, pues, los que son pocos y malos, en lugar de los mejores. Pero de la timocracia suélese venir a la democracia (que es gobierno popular), porque son estas dos maneras de gobierno muy vecinas la una de la otra, porque también la timocracia quiere ser gobierno de muchos, y todos los que hacienda tienen son iguales. Pues de los malos gobiernos de república, el menos malo es el gobierno popular, porque se aleja poco de su especie de república. de estas diversas maneras, pues, se mudan señaladamente las repúblicas, porque de esta manera es poca y fácil la mudanza. Pero en las cosas puede quien quiera ver una semejanza y casi ejemplo de ellas, porque la contratación que el padre tiene con los hijos, tiene manera y muestra de reino, porque el padre tiene cuidado de los hijos, y por esto, Homero llama a Júpiter padre, porque el reino quiere mostrarse gobierno paternal. Pero, entre los persas, el paternal gobierno es tiranía, porque se sirven de los hijos como de esclavos. Es también tiránico gobierno el del señor con los esclavos, porque en él no se busca ni hace sino el provecho del señor. El gobierno, pues, del señor parece recto, pero el paternal que los persas usan es errado, porque los diversos estados de personas han de tener también diversa manera de gobierno. Pero la contratación del marido y la mujer representa la aristocracia, porque el marido, como su dignidad lo requiere, manda, y manda en las cosas que a su gobierno tocan, pero las cosas que cuadran y son dadas a la mujer, a ella las remite. Pero si el marido se requiere entremeter en todo y regirlo todo, inclínase a la oligarquía, porque hace cosas contra su dignidad, y no como superior. Otras veces mandan las mujeres, por ser ellas las herederas de sus padres y personas ricas; de manera que no va el regimiento de la casa conforme a virtud, sino por riquezas y poder, como en las oligarquías. Pero la contratación de los hermanos parece a la timocracia, porque, fuera de que difieren en la edad, son iguales en lo demás, y por esto, si en la edad son muy diversos, ya no tienen amistad de hermanos entre sí. Pero la democracia o gobierno popular, señaladamente se muestra en las casas donde no hay señores, porque allí todos viven a lo igual, y también en las que el señor es hombre de poco valor y cada uno tiene liberta de hacer lo que quisiere.
Capítulo XI
De la manera de amistad que hay en cada género de gobierno de república
A qué propósito ha hecho mención de las diferencias del gobierno de república, que de suyo tocaba a otro genero de argumento, declara en el capítulo presente, que es para tratar de la amistad civil, la cual no es todo una sino en cada género diversa. Propone, pues, qué manera de amistad ha de ser entre el rey y los súbditos, entre el padre y los hijos, y dice que ha de ser amistad de exceso, y asimismo entre el varón y la mujer, que es la que corresponde a la aristocracia. Pero en la timocracia, donde muchos viven en igualdad, hay amistad de compañeros. En las viciosas maneras de gobierno no hay ninguna verdadera amistad, y menos en la tiranía, que es la peor de todas.
Pues en cada género de estos de república, tal manera de amistad hay, cual es la justicia que se guarda en ella. Porque el amistad que hay entre el rey y los vasallos, consiste en el exceso del hacer las buenas obras, porque el rey ha de hacer bien a sus vasallos, pues si es buen varón, toma cuidado de ellos para que vivan como buenos, como tiene un pastor de su ganado. Y por esto, Homero llama Agamemnón pastor de pueblos. De la misma manera es el amistad paternal, aunque difiere en la grandeza de las buenas obras, porque el padre es causa de lo que parece ser el mayor de los beneficios, que es el ser, y del darles de comer, y instruirlos en doctrina, y lo mismo se atribuye a los agüelos y bisagüelos, porque, naturalmente, el padre tiene señorío sobre los hijos, y los agüelos sobre los nietos, y el rey sobre los súbditos. Estas amistades, pues, consisten en exceso, y por esto los padres son honrados. Y entre los padres y los hijos no hay la misma manera de justicia, sino la que cada uno merece según su dignidad, y de esta manera se conserva el amistad entre ellos. La misma manera de amistad hay entre el marido y la mujer, y también en la república regida por los buenos, que se llama aristocracia. Porque en ésta al que es mayor en virtud se le da el mayor bien, ya cada uno lo que es conforme a él, y de la misma manera se guarda lo que es justo. Pero el amistad de los hermanos es como la de compañeros, porque son iguales y casi de una edad, y los tales son casi de unas mismas costumbres y aficiones por la mayor parte. Semejante a esta amistad es la que se halla en aquel gobierno de república que llamamos timocracia, porque en ésta los vecinos pretenden ser iguales y hombres buenos, y mandar en parte y por igual, y así, de la misma manera es el amistad. Pero en los viciosos gobiernos de república, así como se guarda poca justicia, así también hay poca amistad, y menos en la peor manera de gobierno, porque en la tiranía poca o ninguna amistad se trata, porque donde no hay comunicación entre el que manda y el que es mandado, tampoco puede haber entre ellos amistad, pues ni tampoco entre ellos hay justicia, sino que se habrán como el artífice y el instrumento, o como el alma y el cuerpo, o como el señor y el esclavo, porque estas cosas reciben alguna utilidad de los que se sirven de ellas; pero con las cosas que vida no tienen no hay amistad, ni tampoco justicia, ni aun con el caballo o con el buey, ni tampoco con el siervo, en cuanto es siervo, porque no hay comunicación, porque el siervo es un instrumento animado, y el instrumento un siervo sin alma. Pues con el siervo, en cuanto es siervo, no hay amistad, sino en cuanto es hombre, porque parece que hay alguna justicia en todos los hombres, para con cualquiera que pueda participar de ley y de contrato, y así, en cuanto es hombre, puede participar de amistad. En las tiranías, pues, poca justicia y poca amistad se halla, pero en las democracias o gobiernos populares mucha, porque los que son iguales, muchas cosas tienen iguales.
Capítulo XII
De la amistad que hay entre los compañeros, entre los parientes y entre los de una familia
Hace comparación entre estas amistades, que ha propuesto en el capítulo pasado, y declara cómo algunas más se han de llamar compañías que amistades, como las de los que van juntos un camino. Propone asimismo cómo naturalmente más ama el padre al hijo que no el hijo al padre, lo cual parece proceder de la continuación de la especie, porque de padre a hijo va la sucesión de ella y no de hijo a padre. Declara también las causas por donde entre los hermanos ha de haber amistad, y cómo cuanto más se van alejando estas causas, menos hervor tiene esta amistad. Últimamente trata de la amistad de entre el marido y la mujer, la cual muestra en orden de naturaleza haber sido primero que la civil, como principio de ella.
Toda amistad, pues, como está dicho, consiste en compañía. Aunque de aquí apartaría alguno el amistad de los parientes y la de las compañías. Pero las amistades que consisten en ser de una misma ciudad, y de una misma perroquia, y en ir en una misma nave, y todas las demás que son deste jaez, más manera de compañía tienen, que de amistades, porque parecen amistades por alguna manera de proporción, que con las que realmente lo son tienen. A las mismas también reduciría alguno el amistad que hay entre los huéspedes. Pero el amistad de los parientes parece que tiene diversas especies y maneras, y que proceden todas de la paternal, porque los padres aman a los hijos como a cosa que es parte de su sustancia, pero los hijos a los padres como a cosa de donde han procedido, y así los padres saben mejor que aquéllos han de ellos procedido, que los hijos haber procedido de ellos, y más conjunto es aquello de donde algo procedió a lo que procedió de allí, que lo que procedió al que lo hizo y engendró, porque lo que procede es lo propio a aquello de donde procede, como el diente o el cabello, o cualquiera cosa semejante, es propria al que la tiene, pero aquello de do procede, no es propio de ninguno de ellos, o a lo menos no tanto. Y también por la longitud del tiempo, porque los padres donde luego aman a sus hijos, pero los hijos a los padres, andando el tiempo, cuando vienen a alcanzar juicio y entendimiento. De aquí se entiende la causa por qué aman más las madres, porque los padres aman a sus hijos como a sí mismos, porque los que de ellos han procedido son como otros ellos apartados; pero los hijos a los padres como cosas de quien han procedido. Mas los hermanos quiérense bien entre sí, en cuanto han procedido de unos mismos padres, porque la unión que tienen con los padres les hace que entre sí sean también unos. Y por esto, se dice comúnmente: son de una misma sangre, de un mismo tronco, y otras cosas de esta manera. Y aunque son cosas apartadas, en cierta manera son todos una misma cosa. Importa también mucho para el amistad el haberse criado juntos, y el ser casi de una edad, porque el igual se huelga con su igual, y los que se conversan son amigos, y por esto el amistad de los hermanos es como la de los muy familiares. Pero los primos y los demás parientes por estos mismos se ajuntan, pues se tratan por ser de una misma cepa descendientes. Hay, pues, unos de ellos más cercanos y otros más apartados, según que más o menos al principal tronco son cercanos. Tienen, pues, los hijos con los padres amistad, y también los hombres con los dioses, como con cosa que es su bien, y que les excede, porque les han hecho los mayores bienes que hacerse pueden, pues son causa de su ser y del criarlos, y también del ser instruidos, cuando son ya crecidos, en doctrina. Esta manera, pues, de amistad más dulzura y más utilidad tiene que la de los extranjeros, tanto cuanto más común es entre ellos el vivir. Y todo lo bueno que hay en la amistad de los muy familiares lo hay también en la de los hermanos, mayormente si son hombres de bien, y, universalmente hablando, en la de los que son semejantes en condición, y tanto más cuanto son más propios entre sí, y criados juntos donde su nacimiento, se aman los unos a los otros, y cuanto más se conversan los que son hijos de unos mismos padres, y se crían juntos, y juntos aprenden letras y doctrina. Y de la misma manera, la experiencia que de sí se tienen, de largo tiempo adquirida, importa para esto mucho y es muy segura. En los demás parientes, a proporción de esto, se han de juzgar las cosas de amistad, pero entre el varón y la mujer parece que consiste naturalmente el amistad, porque el hombre, de su naturaleza, más inclinado es al ajuntamiento del matrimonio que al de la república, y en tanto es primero la casa que la ciudad, en cuanto es más necesaria, y el engendrar hijos es cosa común a todos los animales. Los demás animales, pues, para sólo esto hacen compañía, pero los hombres no sólo para engendrar hijos se ajuntan, pero también para prover los demás menesteres de la vida, porque luego se reparten los oficios, y así el varón como la mujer tienen los oficios diferentes. Haciendo, pues, cada uno de ellos su propio oficio, se valen el uno al otro, en lo que a los dos toca comúnmente. Y por esto también, en esta manera de amistad, parece haber utilidad juntamente con dulzura; y si el marido y la mujer son personas de virtud, también por la misma virtud será aplacible, porque cada uno de ellos tiene su propria virtud, con que el uno y el otro recibirán contento. Aunque el sello y nudo désta son los hijos, y por esto, los que hijos no tienen, más fácilmente se apartan, porque los hijos son bienes comunes de los dos, y lo que es común ase de ambas partes. Pero el inquirir cómo se ha de tratar el marido con la mujer y, generalmente, cómo un amigo con otro, parece ser lo mismo que inquirir en qué consiste lo justo, porque no es toda una la justicia que se ha de guardar con el amigo que la que con el extraño, ni la que con el compañero es la misma que la que con el condiscípulo.
Capítulo XIII
De las faltas que hay en el amistad útil
Hace comparación entre estos tres géneros de amistades, que ha propuesto, y muestra cómo el amistad que se funda en sola utilidad es más subjeta a quejas que ninguna de las otras, o por mejor decir sola ella lo es subjeta, y da bastantes razones para ello.
Siendo, pues, tres las maneras de amistades, como dijimos al principio, y habiendo en cada una de ellas amigos que consisten en igualdad, y otros que en exceso (porque de la misma manera toman entre sí los buenos amistad, y el mejor con el no tan bueno, y de la misma manera los que su amistad fundan en deleite) y también por su propria utilidad los que en ella son iguales, y los que diferentes, conviene que los que consisten en igualdad se igualen así en el amarse como en lo demás, pero los que consisten en exceso, hanse de tratar conforme a la proporción del exceso y ventaja que se hacen. En sola la amistad, pues, que se funda en el provecho, se hallan quejas y reprensiones, o a lo menos más en ésta que en las otras, lo cual, es conforme a la razón, porque los que en virtud fundan su amistad, están prontos para hacerse bien los unos a los otros, porque éste es el propio oficio de la amistad que se funda en la virtud. A más de esto, los que en el hacerse bien andan a porfía, no están subjetos a quejas ni a contiendas, porque con el que le ama y le hace bien ninguno hay que esté mal, antes si agradecido es, procura de volverle el galardón. Y el que en el hacer bien a otro se aventaja, pues alcanza lo que deseaba, no se quejará por eso de su amigo, pues el uno y el otro apetece lo que es bueno. Tampoco se hallan muchas quejas en el amistad fundada en el deleite, porque el uno y el otro lo que deseaban alcanzan juntamente, si con su común conversación se huelgan, porque el que se quejase de otro que no le da contento su conversación, daría bien que reír, pues está en su mano no conversar con él. Pero el amistad que se funda en el provecho es muy subjeta a quejas, porque como se valen el uno al otro por el provecho, siempre tienen necesidad de más, y les parece que tienen menos de lo que habrían menester, y se quejan de que no alcanzan todo lo que habrían menester, siendo de ello merecedores, y los que les hacen bien no pueden hacer tanto por ellos, cuanto habrían menester los que lo reciben. Parece, pues, que así como hay dos maneras de justicia, una que no es escrita y otra puesta por ley, así también hay dos maneras de amistad fundada en provecho, una moral y otra legal. Entonces, pues, andan más las quejas, cuando no en la misma manera de amistad se hacen y deshacen los contratos. El amistad legal, pues, consiste en cosas ya determinadas, y una de ellas hay, que es la más abatida de todas, cuando no se trata sino a daca y toma, otra hay que es más ahidalgada, cuando se trata de tiempo a tiempo, pero de tal manera, que queda en claro qué han de dar y por razón de qué. En esta manera, pues, de amistad, claro y manifiesto está lo que se debe, aunque en lo que toca a la paga amigable dilación admite. Y por esto, algunos déstos no tienen pleitos ni contiendas, sino que les parece que son dignos de amar los que en el contratar guardan y mantienen su palabra. Pero el amistad moral no consiste en cosas determinadas, sino que lo que da lo da como amigo, o en cualquiera otra manera, pero no rehúsa de recibir otro tanto o más por ello, coma si no lo hobiera dado, sino prestado. Pero si no le vuelven tanto como dio, quejarse ha, lo cual, procede de que todos o los más aman las cosas ilustres, pero antes echan mano de las útiles; y el hacer bien no por recibir otro tanto, es ilustre cosa, pero el recibir buenas obras es cosa provechosa. El que puede, pues, ha de galardonar las buenas obras que recibió conforme a la dignidad de ellas, y esto con mucha voluntad, porque al que forzosamente hace el bien no le habemos de tener por amigo, como a persona que yerra en los principios, y recibe bien de quien no conviene recebirlo, pues no lo recibe de amigo, ni del que procura serlo. Habemos, pues, de descoser el amistad con estos tales como con los que tratamos y recebimos provechos en cosas determinadas. Y ha de constar ser poderoso para dar el galardón, porque del que no puede, aun el mismo que le hizo la buena obra, no quiso galardón. De suerte que si poder tiene, ha de volver el galardón. Pero al principio hase de mirar bien, quién es el que hace la buena obra y en qué, para que vea si las tales obras debe aceptarlas o no. Pero hay disputa si se ha de ponderar la buena obra conforme al provecho que de ella se les siguió al que la recibió y conforme al tal provecho galardonarla, o por el contrario, conforme a la buena voluntad y afición del que la hizo. Porque los que reciben las buenas obras, siempre dicen que los otros hicieron por ellos cosas que les eran fáciles de hacer, y que de otros muchos pudieran recebirlas, casi apocando las buenas obras y disminuyendo con palabras. Pero los que las hacen, por el contrario, dicen que han hecho por ellos cosas muy grandes, cuales de otrie no pudieran recibir, y en tiempos peligrosos o en otras semejantes necesidades. Pues si esta manera de amistad consiste en provecho, el provecho del que recibe la buena obra, será la medida y regla de ella. Porque éste era el que tenía la necesidad de ella, y a éste le favorece con fin de recibir otro tanto de el. Y así tan grande fue el servicio, cuan provechoso fue al que lo recibió, y ha de galardonarle tanto, cuanto bien halló en el tal servicio, y aun algo más, porque esto es cosa más ilustre. Pero en las amistades fundadas en virtud, ninguna queja hay. Pero la elección del que hace la buena obra parece ser la medida y regla de ella, porque la potestad y señorío de la virtud y costumbre, consiste en la elección.
Justicia no escrita llama aquí Aristóteles la ley natural, la cual, consiste en las cosas, a que nos obliga naturaleza, como es a defender la vida, a amar los hijos, a buscar el mantenimiento necesario, y a las demás cosas sin las cuales el estado de nuestra vida no se podría conservar. Y así, para estas tales cosas o es menester ley puesta por escrito. Pero las demás cosas que no traen esta necesidad, para que sean obligatorias, han de estar mandadas por la mayor potestad, que es por el pueblo o por el que tiene las veces y poder del pueblo, que es el rey, o el supremo magistrado. Y así, con la justicia legal compara la amistad útil, sin la cual no pueden pasar los hombres, que es la de la contratación de los unos con los otros. Porque así como la ley escrita habla de casos particulares, así esta amistad consiste, no en todo género de comunidad, sino en particulares y tales o tales tratos y intereses, y con la natural la amistad útil donde unos hacen por otros esperando galardón, pero no se especifica tanto, ni cuanto, ni en qué. Y ésta dice ser la más generosa de las amistades que consisten en provecho.
Capítulo XIV
De las quejas que se hallan en las amistades que consisten en exceso
Ya nos ha mostrado, cómo en las verdaderas amistades, que son las fundadas en virtud, no se hallan quejas ni sospechas, ni tampoco en las fundadas en deleite, pues está en mano de cada uno apartarse el día que la conversación no le diere gusto, y que sólo en las amistades útiles se hallan quejas, por querer más los hombres para sí los provechos que para los otros, si ya la virtud no rige bien este apetito. Pero todo esto ha sido dicho de las iguales amistades y que entre personas que la una a la otra no se exceden mucho, se atraviesan. Agora trata de las quejas que se hallan en las amistades que consisten en exceso, las cuales dice acaecer cuando el uno al otro se defraudan en lo que propio es de cada uno. Lo cual se hace cuando el superior disminuye la utilidad al inferior, o el inferior no hace la honra que debe al superior. Y así, para que el amistad entre el superior y el inferior dure, conviene que el inferior dé honra al superior, y el superior ampare y defienda la utilidad del inferior, lo cual en el buen tiempo de la república romana los romanos guardaban muy bien en aquellas amistades que guardaban mucho los que ellos en su lengua llamaban patrones y clientes.
También se ofrecen disensiones en las amistades que consisten en exceso, porque cada uno de ellos pretende que ha de tener más de lo que tiene, y cuando esto acontece, rómpese el amistad, porque el más principal pretende que es cosa que le cumple tener más, porque al bueno se le debe lo más. De la misma manera, el más útil también presume que ha de tener más, porque dicen que el que no sirve de nada, no es bien que iguales partes lleve, porque sería eso cosa de hombres alquilados y no de amistad, si lo que de la amistad procede no se reparte conforme al trabajo que pone cada uno. Porque les parece que así como se hace en las compañías de mercaderes, que los que más dinero ponen llevan mayor parte del provecho, así se ha de hacer también en lo que toca a la amistad. Pero el necesitado y el inferior pretende al contrario, porque dice que el oficio del buen amigo es favorecer a los amigos necesitados. Porque ¿de qué sirve, dicen, ser amigo de un bueno o de un poderoso, si no habéis de sacar de el algún provecho? Y parece que cada uno de ellos tiene razón en lo que pretende, y que conviene que a cada uno de ellos le toque mayor parte de aquella amistad, pero no de un mismo género de cosas, sino al superior le ha de proceder mayor parte de la honra, y al necesitado del provecho, porque el premio de la virtud y de la beneficencia es la honra, pero el socorro de la necesidad es la ganancia. Lo cual parece ser así en las administraciones y gobiernos de república, porque al que ningún provecho hace a la comunidad, no se le hace honra ninguna. Porque al que hace bien al común, se le ha de dar lo que es común, y la honra es lo común, ni se compadece que uno juntamente se haga rico con lo común, y sea honrado, porque ninguno hay que sufra que le den en todas las cosas lo peor y lo que es menos, y así al que en su dinero recibe perjuicio, dásele la honra, y al que no es benigno en el dar dánsele dineros. Porque lo que se reparte conforme a la dignidad de cada uno, como está ya dicho, es lo que iguala y conserva el amistad. Y así se ha de conversar con los desiguales de tal manera, que el que recibe de otro algún provecho, o en el dinero, o en la virtud, le dé al tal por galardón la honra, dándole la que pudiere; porque la amistad no requiere lo que cada uno merece, sino que se contenta con lo que cada uno puede. Porque no se puede hacer en todo lo que se merece, como en las honras que se hacen a los dioses y a los padres, a los cuales nadie puede honrar como ellos merecen ser honrados. Pero el que en el hacer servicios hace lo que le es posible, parece que al oficio de bueno satisface. Y así parece que no se sufre que el hijo pueda desechar al padre, pero el padre sí al hijo, porque el hijo ha de pagar siempre como aquel que debe, porque por mucho que haga nunca satisface a lo que debe, y así siempre le es deudor al padre; pero aquellos a quien se debe, poder tienen para desechar, y así lo tiene el padre. Aunque ninguno parece que renuncia su propio hijo, sino cuando el tal es extremadamente malo, porque a más de la natural amistad que entrellos se atraviesa, es inhumanidad negar a ninguno su favor, pero de lo que los hombres deben huir, o a lo menos no procurarlo, es de dar favor a uno que es malo y perverso, porque recibir bien quien quiera lo desea, pero del hacerlo huyen como de cosa sin provecho. Pero en fin, de esto basta lo tratado.
Libro nono
O morales de Aristóteles, escritos a Nicomaco, su hijo, y por esto llamados nicomaquios
* Capítulo primero
En que se declara qué manera de cosas son las que conservan la amistad
* Capítulo II
En que se declara lo que se debe hacer por cada uno
* Capítulo III
En que se disputa si se han de deshacer las amistades
* Capítulo IV
De las obras de los amigos, y cómo el amigo se ha de tratar de la misma manera para consigo y para con el amigo, pero que el malo ni para consigo en alguna manera ni para con otro tiene afecto de amigo
* Capítulo V
De la buena voluntad
* Capítulo VI
De la concordia
* Capítulo VII
De la beneficencia
* Capítulo VIII
Del amor propio
* Capítulo IX
En el cual se muestra cómo el próspero tiene también necesidad de amigos virtuosos
* Capítulo X
Del número de los amigos
* Capítulo XI
En que se disputa cuándo son menester más los amigos, en la prosperidad o en la adversidad
* Capítulo XII
En que se demuestra cómo el vivir en compañía es la más propria obra de los amigos, así buenos como malos
O morales de Aristóteles, escritos a Nicomaco, su hijo, y por esto llamados nicomaquios
Argumento del nono libro
No es menos, dicen vulgarmente, el saber conservar lo ganado, que el ganarlo. Por esto Aristóteles, después de haber tratado en el libro pasado de cómo y con quién se ha de tomar amistad, y de las diferencias de amistades, en el presente libro trata de las cosas que se requieren para la conservación de la amistad, y de lo que está obligado a hacer un amigo por otro, del amor propio, que es la principal causa de los agravios y males, del número de los amigos que tan grande ha de ser, cuál tiempo es más acomodado para los amigos, el de la próspera fortuna o el de la adversidad, y otras cosas muchas como estas, muy provechosas y aplacibles.
Capítulo primero
En que se declara qué manera de cosas son las que conservan la amistad
Casi todo lo que este capítulo contiene está ya antes declarado y es como una recopilación de lo dicho. Declara en él cómo la conservación de las amistades consiste en entender cada uno lo que está obligado y debe hacer en ley de aquella amistad que trata y poner lo tal por obra, y que el dejarlo de hacer es deshacer el amistad, y que finalmente la disolución de la amistad sucede cuando en ella no se alcanza lo que se pretendía, y esto en cualquier diferencia de amistad.
En todas las amistades diferentes en especie, lo que conserva la tal amistad es la proporción, como ya está dicho, como en la compañía y contratación civil se le da al zapatero por un par de zapatos el premio conforme a su merecimiento, y de la misma manera al tejedor y a todos los demás. En tales cosas, pues, como éstas, está ya puesto el dinero como por común medida, y todo se refiere a él y él lo tasa todo. Pero en el amistad de los enamorados algunas veces el amador se queja de que, amando él en extremo, no es recompensado con amor; y acontece ser esto así por no tener el tal cosa alguna por donde merezca ser amado. Otras veces el amado se queja de que, habiéndole hecho primero el amador largas ofertas, agora no hace nada de lo prometido. Tales cosas como estas acaecen cuando el amador ama al amado por su deleite, y el amado al amador por su provecho, y no sucede al uno y al otro lo que pretendía. Porque como el amistad era por esto, deshácese el amistad cuando no sucede aquello por cuya causa se amaron. Porque estos tales no se amaban el uno al otro, sino lo que habla en el uno y en el otro, que eran cosas no firmes ni seguras, y así ni tampoco lo eran las amistades de ellos. Pero el amistad de los hombres virtuosos, como cosa que en sí misma se funda, permanece, como ya está dicho arriba, aunque también discordan cuando al uno y al otro les suceden las cosas diferentemente que pensaban, y no lo que apetecían; porque el no alcanzar lo que se pretende es lo mismo que no hacer cosa ninguna, como el que prometía premio al músico de cítara, y que cuanto mejor cantase mayor se lo daría, y al otro día, de mañana, cuando le pidió las ofertas, le respondió que ya le había dado un gusto en pago de otro. Si ambos, pues, pretendieran el deleite, quedaran, cierto, satisfechos. Pero, pues, el uno buscaba su deleite y el otro su provecho, y el uno había gozado del deleite, y el otro no del provecho, no se habían cumplido con lo que al contrato se debía. Porque cada uno se allega a aquello de que se ve necesitado, y da por ello lo que tiene. Pero, ¿a cuál de los dos toca el tasar el valor y dignidad, al que da la cosa o al que la recibe? Porque el que la da parece que la remite al arbitrio del que la recibe, como dicen que lo hacía Pitágoras, el cual, cuando a uno le había enseñado alguna cosa, hacía que el discípulo mismo la estimase, y juzgase de cuánto valor le parecía lo que había aprendido; y lo que el discípulo tasaba, aquello mismo recebía. Pero en cosas como estas a algunos bástales el vulgar dicho: cuál el varón, tal el jornal. Pero los que reciben dinero y después no cumplen nada de lo que ofrecieron, por haber ofrecido cosas excesivas, con razón son reprendidos, porque no hacen por la obra lo que prometieron de palabra. Tal cosa como esta les es forzado, por ventura, hacer a los sofistas, porque, por todo lo que ellos saben, ninguno les daría un real. Éstos, pues, con justa razón son reprendidos, pues no hacen aquello por lo cual recibieron premio. Pero donde no hay pacto expreso de servicio, los que por sí mismos dan alguna cosa, ya está dicho que no están subjetos a quejas ni reprensiones, porque tal como ésta es el amistad fundada en la virtud. Hase de dar, pues, el premio conforme a la libre voluntad de cada uno, porque ésta es propria del amigo y de la virtud. Lo mismo parece que acaece también a los que se comunican en la filosofía, cuya dignidad no se tasa ni iguala con dinero, ni se les puede hacer honra que con su merecimiento iguale. Pero bastarles ha, por ventura, que se les haga la que hacerse pueda, como a los dioses y a los padres. Pero cuando el don no es de esta manera, sino en algún negocio particular, parece que en tal caso conviene, por ventura, que se dé por igual el galardón, de manera que cuadre a la dignidad del que lo da y del que lo recibe. Y si esto no se hace así, no solamente será cosa forzosa, pero aun también justa, que el que dio el don tase el valor de el. Porque si el tal recibiese otro tanto cuanto éste hubo de provecho, o en cuanto estimó el deleite, terná lo que conforme a la dignidad del don o servicio mereció, porque en las compras y ventas así parece que se hace. Y aun en algunas tierras hay leyes que mandan que sobre contractos voluntarios no se funde pleito, casi dando a entender ser cosa conveniente que, con aquel de quien confió, remate su contracto de la misma manera que lo hizo. Porque se tiene por más justo que las cosas confiadas las estime aquel a quien se le confiaron, que no aquel que las confió. Porque muchas cosas no las estiman igualmente los que las tienen y los que las quieren recibir. Porque lo que es propio de cada uno y lo que a otro alguno da, a cada uno le parece digno de mucha estima. Pero con todo eso en semejantes cosas dase tanto galardón cuanto tasan los que las reciben. Aunque, por ventura, conviene que se estime, no en cuanto la estima el que lo tiene, sino en cuanto la estimaba antes de tenerla.
Capítulo II
En que se declara lo que se debe hacer por cada uno
En los negocios dicen los jurisconsultos que hay más particularidades que vocablos, y así en estas cosas morales, que todas consisten en negocios, se ofrecen cosas, en que no se puede dar la ley y regla general, sino que se han de remitir al buen juicio y recta razón del hombre sabio y experimentado, cuales son las cosas que Aristóteles en el presente capítulo disputa.
Hay, pues, alguna duda y dificultad en cosas semejantes: como si conviene en todas las cosas tener respecto al padre y obedecerle, o, si estando enfermo, conviene obedecer al médico más que al padre; y para la guerra, elegir antes capitán prudente en ella que no al propio padre. Y, de la misma manera, si conviene más hacer servicio al amigo que al hombre virtuoso, y si es bien dar el galardón al que nos hizo alguna buena obra, antes que hacer bien a nuestro compañero, si acaso no podemos hacer por ambos juntamente. Tales cosas, pues, como éstas no pueden fácilmente determinarse con clara y manifiesta certidumbre, porque tienen muchas y varias diferencias, así en lo más como en lo menos, y en lo honesto, como en lo necesario. Pero esto es cosa cierta, que no se ha de hacer por amor de uno toda cosa, y las buenas obras por la mayor parte se han de galardonar antes que hacer bien a cualquiera amigo, de la misma manera que, lo que se debe, antes se ha de pagar al que se debe que darlo a ninguno otro. Aunque esto no es, por ventura, siempre así, como agora, si uno ha sido rescatado de mano de cosarios,¿es bien que rescate al que lo rescató, sea quien quisiere, o si preso no está, pero le pide lo que dio por él, se lo pague, o es mejor que rescate a su padre con aquel dinero? Porque parece que en tal caso mas obligación ternía de rescatar a su propio padre aún que a sí mismo. La deuda, pues, como está dicho, así, generalmente hablando, hase de pagar; pero si la tal paga excede los límites de la bondad o de la necesidad, hase de reglar por éstas, porque aun el galardonar la buena obra recibida de otro no es, algunas veces, cosa justa, cuando el que la hizo entendió que la hacía por un buen varón, y el que ha de dar el galardón a aquel a quien lo ha de dar, lo tiene por mal hombre. Y aun al que prestó no es bien algunas veces hacer por él lo mismo, porque aquel tal, entendiendo que prestaba a un hombre de bien, prestó entendiendo que lo había de cobrar; pero estotro no tiene esperanza de haber de cobrar del que es ruin. Y si, en realidad de verdad, esto pasa así, no es justa aquella general proposición; y si no es así, pero piensen ser así, no parecer que hacen los tales cosas fuera de razón. Lo que se dice, pues, de los afectos y de los negocios (como ya lo habemos advertido muchas veces), hase de determinar según fueren las cosas en que consiste. Cosa, pues, es muy clara y manifiesta que ni se ha de hacer por todos toda cosa, ni al padre se le ha de dar toda cosa, así como a Dios tampoco le sacrificamos toda cosa. Y, pues, unas cosas se han de hacer por amor a los padres, y otras por los hermanos, y otras por los amigos, y otras por los bienhechores, a cada uno le habemos de dar lo que es suyo y le pertenece. Y así parece que se hace, porque para unas bodas convidan a los parientes, a los cuales les es común ser de un linaje, y los negocios que acerca de el se han de hacer, y por la misma razón a los desposorios les parece que es más razón que acudan los parientes. Pero a los padres parece que sobre todo conviene favorecerlos con darles el mantenimiento necesario, como a personas a quien deben toda cosa, y de quien tienen el ser, y que es más justo que los mantengan a ellos que a sí mismos. Y la honra háseles de dar a los padres como a los dioses, aunque no se les ha de hacer a los padres cualquier género de honra, porque ni aun al padre la misma que a la madre, ni la que se hace al sabio, gobernador, sino al padre la honra paternal y a la madre también la maternal, y asimismo a cualquier anciano la que se le debe conforme a su edad, levantándose cuando él viene, y haciéndole lugar y con otras cosas semejantes. Pero para con los amigos y con los hermanos habemos de usar de liberalidad y comunicar con ellos toda cosa. Asimismo para con los parientes, con los perroquianos, con los ciudadanos, habemos siempre de procurar de tratarnos de tal suerte, que demos a cada uno lo que es suyo, y cotejemos lo que hay en cada uno según la familiaridad que con él tenemos, o según la virtud o según el provecho que nos hace. Entre los que son de un mismo linaje, pues, fácil cosa es juzgar lo que se ha de hacer por cada uno, pero entre los que son de diversos hay mayor dificultad. Pero no por eso habemos de desistir de ello, sino distinguirlo de la mejor manera que pudiéremos.
Capítulo III
En que se disputa si se han de deshacer las amistades
Llana cosa es lo que en este capítulo se trata. Prueba cómo las amistades fundadas en utilidad o en deleite, en faltar la causa de ellas luego se deshacen, pero en las fundadas en virtud, si alguno siendo malo pretendió que le amaban como a bueno, y después le salió al revés, él mismo tuvo la culpa, pues fió de sí lo que no debía. Pero si alguno se fingió bueno, por ser tenido y amado por tal, y después faltó a lo que se mostraba, este tal dice Aristóteles ser más digno de castigo que el que hace moneda falsa, tanto cuanto es de mayor valor la virtud que no el dinero.
Hay también alguna duda acerca del deshacer las amistades o no para con los que no perseveran. Aunque entre los que son amigos por utilidad o por deleite, cuando ya de ellas lo tal no les procede, no es maravilla que las tales amistades se deshagan, porque eran amigos de aquellas cosas, las cuales faltando, estaba claro que no se habían de querer bien. Pero entonces se podría quejar uno con razón, cuando amándole uno por su utilidad o por deleite, fingiese amarle por sus costumbres y bondad. Porque, como ya dijimos al principio, hay muchas maneras de amistades y de amigos, cuando no son amigos de la misma manera que pensaban. Pues cuando uno de esta manera se engañare, que pretendiere ser amado por sus costumbres y virtud, no obrando él cosa ninguna que a virtud huela, quéjese de sí mismo; pero cuando este mismo, fingido del otro, le engañare, con justa razón del tal que le engañó podrá quejarse, y tanto con mayor razón que de los que hacen moneda falsa, cuanto contra más ilustre cosa se comete la maldad. Pero si uno admite a otro por amigo, pretendiendo que es hombre de bien, y después sale ruin, o parece serlo, ¿halo de querer bien con todo eso? ¿O diremos que no es posible, pues no toda cosa es amable, sino la que es buena? No es, pues, el malo cosa amable, ni conviene amar al malo, porque ni es bien ser amigo de ruines ni tampoco parecerles, y está ya dicho en lo pasado, que lo semejante es amigo de su semejante. ¿Hase, pues, de romper luego el amistad o no con todos, sino con aquellos, cuya maldad es incurable?; pero a los que son capaces de corrección más favor se les ha de dar en lo que toca a las costumbres, que en lo que a la hacienda, cuanto las costumbres son mejores que ella y más anexas a la amistad. Aunque el que tales amistades descosiese, no parece que haría cosa fuera de razón, porque no había tomado amistad con el que ser agora se demuestra. No pudiendo, pues, conservar al que de tal manera se ha mudado, apártase de el. Pero si el bueno persevera y el malo se mejora en la virtud, pero con todo eso entre la virtud del uno y la del otro hay mucha distancia, ¿halo de tener por amigo, o diremos que no es posible? Porque cuando en las personas hay mucha distancia, manifiesta cosa es que no es posible, como en las amistades trabadas donde la niñez. Porque si el uno se queda mochacho en cuanto al entendimiento, y el otro sale varón de mucha suerte, ¿cómo podrán estos tales perseverar en su amistad, pues ni se agradaran de unas mismas cosas, ni recebirán contento ni pena con unas mismas cosas, ni el uno al otro se darán contento? Y donde esto no hay, no es posible ser amigos, porque no pueden entre sí tratar conversación. Pero de estas cosas ya arriba se ha tratado. Y, pues, ¿no se ha de tratar más cuenta con el tal, que si nunca se hobiera conocido? ¿O conviene acordarse de la pasada conversación? Y así como juzgamos que debemos antes complacer a los amigos que a los extranjeros, de la misma manera a los que fueron nuestros amigos por el amistad pasada se les ha de conceder alguna cosa, sino cuando por algún exceso de maldad vino a romperse el amistad.
Capítulo IV
De las obras de los amigos, y cómo el amigo se ha de tratar de la misma manera para consigo y para con el amigo, pero que el malo ni para consigo en alguna manera ni para con otro tiene afecto de amigo
En el capítulo cuarto se pone el fundamento de la amistad, que es tener para con el amigo el mismo afecto que para consigo mismo tiene, y desearle al tal por su propio respecto lo que para sí mismo querría. Pónense algunas difiniciones del amigo, y dispútanse acerca de esto algunas cosas curiosas.
Pero los cumplimientos, de que para con los amigos se ha de usar, y las cosas con que las amistades se difinen, parecen haber procedido del amor que a sí mismo se tiene cada uno. Porque dicen que el amigo es aquel que desea y procura lo bueno, o lo que parece serlo, por causa del amigo. O que el amigo es aquel que desea que el amigo dure y viva por causa y respecto del amigo mismo, el cual afecto y deseo tienen también las madres para con sus hijos, y también los amigos ofendidos. Otros dicen que el amigo es aquel que conversa con el amigo, y ama lo mismo que él, y de su dolor se duele y con su alegría se regocija. Pero esto más particularmente acaece en las madres para con los hijos. Con alguna cosa, pues, de estas suelen definir el amistad. Pero en el bueno cada cosa de estas se halla en respecto de sí mismo, y en los demás en cuanto se tienen por hombres de bien. Porque, como está dicho, la virtud y el virtuoso en cada cosa de estas parece ser la regla. Porque este tal cuadra consigo mismo, y en todas las partes de su alma tiene unos mismos apetitos, y para sí mismo quiere y procura lo bueno y lo que le parece serlo. Porque propio del bueno es procurar lo bueno por su propio respecto, porque por ser entendido lo desea, lo cual haber en sí a cada uno le parece. Desea, pues, cada uno vivir y conservarse, y señaladamente apetece aquello con que se hace prudente. Porque al bueno bien le es el ser, y cada uno quiere para sí lo bueno. Pero sí el bueno se mudase y se hiciese otro de lo que es, ninguno holgaría, que aquel tal que se ha trastrocado tuviese todos los bienes, porque también Dios tiene en sí el sumo bien, pero este sumo bien es lo mismo que el mismo Dios. Parece, pues, que cada uno de los hombres es entendimiento, o a lo menos más aquello que otra cosa. Y así este tal huelga de conversar consigo mismo, porque lo hace con mucho gusto, por ser muy aplacible el acordarse de las cosas ya pasadas, y también las buenas esperanzas de las cosas venideras, y estas tales caen en mucho gusto. Abunda asimismo de consideraciones este tal en su entendimiento, y consigo mismo o se aflige mucho o se huelga mucho, porque una misma cosa le es del todo o pesada o aplacible, y no agora de una manera y agora de otra. Porque este tal no hace cosas de que le convenga arrepentirse. Pues, porque cada cosa de estas desea tener el bueno por su propio respecto, y para con el amigo se ha de tratar como para consigo mismo (porque el amigo es un otro él), de aquí procede que el amistad parece consistir en alguna de estas cosas, y que aquellos en quien semejantes cosas se hallan son amigos. Pero si tiene o no tiene cada uno amistad consigo mismo, no hay para qué disputarlo por agora. Parece, pues, que el amistad consiste en haber dos o más cosas de las ya tratadas, y que la excesiva amistad parece mucho a la que consigo mismo tiene cada uno. Pero parece que también se hallan en la gente común las cosas que están dichas, aunque los tales sean ruines, pero por ventura que en cuanto los unos de los otros se agradan, y pretenden ser hombres de bien en tanto les alcanza parte de estas cosas, pues en ninguno que sea del todo perverso y malhechor se halla ninguna cosa de estas, ni aparencia de ellas, y aun casi ni en los mismos malos. Porque ni aun consigo mismos no conforman, y unas cosas apetecen y otras quieren, como les acontece a los incontinentes, los cuales posponen las cosas que juzgan ser buenas para ellos, por las cosas aplacibles que les son perjudiciales. Otros, de cobardía y flojedad dejan de hacer las cosas, que entienden ser muy convenientes para ellos. Otros, que han hecho muchas y muy grandes maldades, por su propria perversidad aborrecen y huyen de la vida y se matan a sí mismos; los malos, pues, buscan con quién conversar, y huyen de sí mismos, porque se les acuerda de muchas y muy graves maldades, cuando consigo mismos conversan, y esperan otras tales como aquéllas, pero conversando con otros olvídanse de cosas semejantes. Como no tienen, pues, en sí cosa que de amar sea, por eso ningún amor se tienen a sí mismos, de manera que estos tales, ni se huelgan consigo mismos, ni se duelen, porque está amotinada y discorde el alma de estos tales, y unas veces por su perversidad recibe pena, absteniéndose de algunas cosas, y otras veces se huelga de abstenerse, y la una parte le retira a lo uno, y la otra a lo otro, como quien lo despedaza. Pues si es verdad que no puede juntamente entristecerse y regocijarse, sino que a cabo de poco se entristece porque se regocijó, y no quisiera haber tenido tales deleites (porque los malos están llenos de arrepentimiento), parece cierto que el malo ni aun consigo mismo no tiene amistad, por no tener en sí cosa que de amar sea. Y, pues, estar dispuesto de tal suerte es muy grande desventura, con todas sus fuerzas es bien que procure huir de la maldad y trabaje de ser bueno, porque de esta manera terná paz y amistad consigo mismo y será también amigo de los otros.
Capítulo V
De la buena voluntad
Casi todo lo que en este capítulo se trata, está ya de lo de antes entendido. Pone la diferencia que hay entre la buena voluntad y el amistad, que es la misma que entre el género y la especie, que dondequiera que hay amistad hay buena voluntad, mas no por el contrario, porque a muchos tenemos buena voluntad, sin haberlos tratado jamás ni conocido, lo cual no es posible en la amistad.
La buena voluntad parece algo a la amistad, pero no lo es, porque la buena voluntad puédese tener a los que no son conocidos, y puede ser sin que se entienda, pero el amistad no. Pero esto ya está dicho en lo pasado. Pero ni tampoco es afición, porque la buena voluntad ni tiene porfía ni apetito, pero en la afición ambas a dos cosas se hallan. Asimismo la afición va acompañada de conversación, pero la buena voluntad repentinamente se cobra, como acontece en los que se combaten, a los cuales se les aficionan y desean juntamente con ellos la victoria, pero no por eso se ponen a ayudarles. Porque, como habemos dicho, la buena voluntad cóbrase repentinamente, y los que la tienen, aman así sencillamente y sin afecto. Pero parece que esta buena voluntad es principio de la amistad, de la misma manera que de los amores lo es el deleite de la vista, porque ninguno ama sin que primero se agrade de la vista, y aunque uno se agrade de la vista, no por eso ama, sino cuando viene a sentir la absencia, y desea gozar de la presencia. De la misma manera, ningunos pueden ser amigos, si no se tienen buena voluntad, pero los que se tienen buena voluntad no por eso luego son amigos, porque sólo tienen esto, que a los que les tienen buena voluntad les desean todo bien, pero no por eso se pornán a valerles ni a sufrir por ellos fatiga o pesadumbre. Y así, hablando como por metáfora, podría uno decir que la buena voluntad es una amistad remisa o tibia, la cual, si persevera y viene a confirmarse con la conversación, se convierte en amistad, pero no de las que se fundan en utilidad o deleite, porque en estos tales no hay buena voluntad. Porque el que ha recebido buenas obras, en cuenta de ellas da por pago buena voluntad, haciendo lo que es justo. Pero el que desea ver a otro próspero, por esperanza que tiene que de allí le ha de venir algún bien a él, no parece que le tiene al tal buena voluntad, sino antes a sí mismo. Como tampoco es amigo el que hace servicios a otro porque le ha menester. Y, generalmente hablando, la buena voluntad procede de virtud y bondad, cuando al tal le parece, que aquel a quien él tiene buena voluntad es bueno, virtuoso o valeroso, o alguna cosa de estas, como dijimos que acaecía en los que se combaten.
Capítulo VI
De la concordia
Cosa es también anexa a la amistad la concordia, y por eso trata de ella aquí Aristóteles, y declara qué cosa es concordia, y cómo no toda conformidad de pareceres es concordia, sino cuando conforman en las cosas tocantes a la común utilidad. Y muestra también cómo entre los malos no puede durar la concordia, por no haber conformidad de pareceres.
La concordia también parece ser cosa de amistad, y por esto la concordia no es solamente conformidad de pareceres y opiniones, porque seguirse hía que los que no se conocen los unos a los otros fuesen concordes. Tampoco dicen ser concordes los que en cualquier cosa son de un mismo parecer, como los que en las cosas del cielo son de una misma opinión, porque concordar en las opiniones en cosas semejantes, no es cosa que tiene que ver con el amistad. Pero cuando los pueblos y ciudades en lo que toca a su utilidad son de un mismo parecer, y escogen aquello que les parece convenir a todos comúnmente, y lo ponen por la obra, entonces dicen que están concordes. Concordan, pues, los hombres en las cosas que se han de hacer, y de éstas en las cosas de tomo y gravedad que pueden convenir a ambos, a todos, como las ciudades concuerdan cuando a todas les parece que se han de sacar por elección los cargos públicos, o que han de hacer liga con los lacedemonios, o que Pitaco sea príncipe, pues él holgaba de serlo. Pero cuando cada uno por su parte quiere serlo, como aquellos de la tragedia Fenisas, muévense alborotes. Porque el concordar en una misma cosa no es entender el uno y el otro una misma cosa, sea cual quisiere, sino resumirse en lo mismo, como cuando el pueblo y los buenos de el se conciertan en que gobiernen los mejores. Porque de esta manera cada uno sale con lo que desea. Parece, pues, la concordia una amistad civil, como también se dice serlo, porque consiste en las cosas útiles y que importan para la conservación de nuestra vida. Tal manera, pues, de concordia hállase entre los buenos, porque estos tales concordan consigo mismos y con los demás que son del mismo parecer. Porque las consultas déstos tales permanecen, y no van y vienen como corrientes de agua, porque quieren lo que es justo y útil, y esto comúnmente lo apetecen para todos; pero los malos hombres no pueden concordar sino, cuando mucho, por algún poco de tiempo, así como ni tampoco ser amigos, pues apetecen el tener más en las cosas útiles, y en los trabajos y servicios el hacer lo menos, y como cada uno de ellos quiere esto para sí, escudriñan mucho al que le está cerca y le van a la mano, porque como no guardan comunidad piérdense, y así suceden entrellos disensiones, forzando los unos a los otros que hagan las cosas justas que ellos no quieren hacer.
Capítulo VII
De la beneficencia
En el capítulo presente disputa Aristóteles cuál tiene mayor amor a cuál: el que hace bien al que lo recibe, o el que lo recibe al que lo hace, y con muy buenas razones filosóficas prueba que, naturalmente, ama más el que hace el bien que el que lo recibe. Porque cada uno por ley natural tiene más amor a sus propias obras que no las obras a su autor, como el padre más ama a los hijos, que los hijos al padre, y el que ha ganado la hacienda más amor le tiene que el que la ha heredado, y cada poeta tiene mucho mayor amor a sus propios versos que a los ajenos. Y como el que recibe la buena obra es hechura del que la hace, y no el que la hace del que la recibe, en cuanto a aquella parte, de aquí procede ser mayor el amor del que la hace que del que la recibe.
Pero los que hacen las buenas obras parece que aman más a los que las reciben, que los que las reciben a los que las hacen. Y así, como cosa ajena al parecer de razón, se disputa qué es la causa de ello. A los más, pues, les parece que procede de esto: que los que reciben las buenas obras quedan deudores, y los que las hacen como acreedores, y así como en las cosas prestadas los que las deben querrían no ver en el mundo a quien las deben, pero los que han emprestado tienen mucho cuidado de la vida de sus deudores, de la misma manera los que han hecho las buenas obras desean que vivan los que las han recebido, por haber de ellos las gracias; pero los que las han recebido, no tienen mucho cuidado de dalles para ellas galardón. Epicarmo, pues, por ventura diría que lo hacen estos tales teniendo ojo a lo malo, pero parece cosa conforme a la condición y naturaleza de los hombres, porque los más de los hombres son olvidadizos, y desean antes recibir buenas obras que hacerlas. Aunque la causa de esto más parece natural y no semejante a lo que decíamos de los que prestan, porque en aquéllos no hay afición, sino voluntad de que los tales no se pierdan, y esto por su propio interese, pero los que a otros han hecho buenas obras, quieren bien y aman a los que las recibieron, aunque de ellos no hayan de recibir ningún provecho de presente ni en tiempo venidero, lo cual acaece también a los artífices, porque cada artífice ama más su obra que ella lo amaría a él si tuviese sentido. Lo cual, en los poetas por ventura se ve más a la clara, pues éstos aman a sus propias poesías con la misma afición que los padres a los hijos. Como esto, pues, parece ser lo de los bienhechores, porque el que recibe la buena obra es hechura del que la hace, y así, el bienhechor ama más a su obra, que la obra a su hacedor. Y esto también es la causa que todos escojan y amen el ser, porque el ser de todos consiste en ejercicio, pues el vivir y el obrar es lo que conserva nuestro ser. El que hace, pues, la obra, cuanto al efecto se puede decir en alguna manera, que es la obra, y así ama la obra casi como su propio ser, lo cual es natural cosa, porque lo que uno es en la facultad, la obra misma que hace lo muestra realmente. A más de esto, que al bienhechor le es honra el hacer hecho semejante, y así se deleita con lo que le es honra, pero el que recibe la buena obra, no tiene en el que la hace otro bien sino la utilidad, la cual es menos suave y menos digna de amor, porque de presente es aplacible el acto, en lo porvenir la esperanza, y en lo pasado la memoria, y lo más aplacible de todo es lo que consiste en el ejercicio, y así es lo más amable, pues al que hizo la buena obra, quédale su obra, porque lo bien hecho dura mucho tiempo, pero al que la recibió pásasele la utilidad. Asimismo, la memoria de las cosas bien hechas es muy aplacible, pero la de las cosas útiles no mucho, o a lo menos no tanto, lo cual parece ser al revés en la esperanza. A más de esto, la afición parece al hacer, y el ser amado al padecer, y así en los que exceden en el hacer esles anexo el amar y las cosas tocantes al amor. Asimismo, todos aman más las cosas que se hacen con trabajo, como vemos que el dinero lo ama más el que lo gana que el que lo hereda, y el recibir buenas obras parece cosa de poco trabajo, pero el hacerlas cuesta mucho. Y por esto las madres tienen más afición a los hijos que los padres, porque les cuesta más trabajo el nacimiento de ellos, y ellas tienen más certidumbre que son suyos aquellos hijos que los padres. Lo cual, parece que cuadra también a los bienhechores.
Capítulo VIII
Del amor propio
Si otra cosa no hobiera buena en Aristóteles sino sólo este capítulo, por sólo éste a mi parecer era merecedor de ser tenido en mucha estima, tanta es la discreción y sabiduría que aquí mostró en tratar y distinguir el amor propio. El cual, fundado en las cosas exteriores de honras, de intereses, de deleites, es el que estraga al mundo, el que revuelve los reinos y provincias, el que hace cometer los adulterios y hacer los homicidios. Por éste el soberbio no admite igual ni puede sufrirlo. Por éste el codicioso no sabe hacer bien a otro sino con daño del que lo recibe. Por éste el sensual da fuego en las honras de sus prójimos y vecinos. Por éste muchos hacen agravios a otros poniéndoles nombre de justicia. Finalmente, no hay daño ninguno que en vida, en honra, en hacienda a los hombres acaezca, que del querer para sí lo ilícito el que el tal daño hace no proceda. Deste, pues, trata en este capítulo Aristóteles y distínguelo muy sabiamente diciendo que de una manera se entiende el amor propio, como lo entiende el vulgo cuando dicen de uno que se quiere mucho a sí mismo, y que en todas las cosas quiere, como dicen comúnmente, la suya sobre el hito. Y esta manera de amor, en realidad de verdad, no es amor, sino amor falso. Porque el verdadero amor no sufre que a lo amado le venga mal ninguno, pero el que las cosas que habemos dicho hace, para sí mismo acarrea el mayor mal, aunque la ceguedad de su codicia le tapa los ojos del entendimiento para que no lo vea. De otra manera se entiende el amor propio como lo entienden los buenos, que es quererse bien a sí mismos, de tal manera que procuren no les venga ningún daño de aquellos que ellos entienden ser realmente daños, y así procuran para sí los verdaderos bienes, que son las perfetas virtudes. de estas dos maneras de amor propio, la primera es viciosa y digna de reprensión, y la otra virtuosa y digna de alabanza.
Pero dúdase si conviene amarse a sí mismo más que a ninguno otro, porque a los que a sí mismos se quieren mucho todos los vituperan, y como por baldón, les dicen que están muy enamorados de sí mismos. Parece también que el malo hace todas las cosas por su propio respecto, y tanto más de veras cuanto peor es, y todos se quejan de el como de hombre que no hace cosa sino las que particularmente a él le tocan. Pero el buen varón hace las cosas por razón de la virtud, y cuanto mejor es, tanto más por causa de la virtud lo hace, y por causa del amigo, y con lo que particularmente a él toca tiene poca cuenta. Pero de estas razones discrepan las obras, y no fuera de razón. Porque dicen que a aquel amamos más de amor que nos fuere más amigo, y el que más amigo es, es aquel que, al que quiere bien de veras, le desea todo bien por respecto de el mismo, aunque ninguno lo supiese. Todas estas cosas se hallan en cada uno más enteramente en respecto de sí mismo, y todas las demás con que el amigo se define, porque ya está dicho que deste amor han procedido todas las demás cosas que pertenecen a la amistad que tenemos con los otros. Con lo cual concuerdan también los vulgares proverbios, como son: un alma y un cuerpo; entre los amigos todo es común; el amistad es igualdad; más cercana es la camisa que el jubón. Porque todas éstas cuadran más particularmente a cada uno en respecto de sí mismo, porque cada uno es más amigo de sí mismo que de otro, y así parece que más se ha de amar a sí mismo que a ninguno otro cada uno. Con razón, pues, se duda a cuáles de estas razones habemos de dar crédito, pues las unas y las otras son probables. Conviene, pues, por ventura, distinguir estas razones, y determinar hasta cuánto y en qué concluyen bien las unas y las otras. Y si tomamos el amor propio como las unas y las otras lo toman y lo entienden, por ventura se dejará entender bien claramente, porque los que el amor propio tienen por cosa mala y digna de reprensión, llaman amigos de sí mismos a los que, en lo que toca a las honras, a los intereses y a los deleites corporales, toman la mayor parte para sí. Porque estas tales cosas las apetece el vulgo, y las procura como si fuesen las mejores, y por esto, acerca de ellas, hay muchas contiendas. Los que son, pues, de estas tales cosas codiciosos, complacen mucho a sus deseos, y generalmente a sus afectos, y a la parte del alma que es ajena de razón. Tales, pues, como éstos son los hombres vulgares, y así se tomó el nombre de la mayor parte, aunque mala. Con razón, pues, los que de esta manera son amigos de sí mismos, son vituperados. Y que a estos tales, que en semejantes cosas toman para sí la mayor parte, acostumbre el vulgo llamarlos amigos de sí mismos, es cosa muy averiguada. Porque si uno procura de señalarse más que todos en hacer cosas de hombre justo, o de templado, o de cualquier otro género de virtud, y, generalmente hablando, procura para sí todo lo honesto, a este, tal ninguno lo llama hombre amigo de sí mismo, ni lo vitupera. Y este tal más amigo parece de sí mismo que los otros, porque se toma para sí las más ilustres cosas y mejores, y complace a la parte que más propriamente es suya, y a ésta en todas las cosas le obedece. Pues así como los que son mejores hacen la ciudad y no los más ruines, y de la misma manera cualquier otro ajuntamiento, así también al hombre lo hace la parte mejor de el; pues el que a la mejor parte suya ama y a aquella complace, aquél parece, más de veras, amigo de sí mismo. Ser, pues, uno continente o incontinente consiste en gobernarse por el entendimiento, o no regirse por él, casi dando a entender que cada un hombre es su entendimiento, y los tales muestran hacer con mucha voluntad las cosas conformes a razón. Cosa es, pues, muy clara y manifiesta que el ser de cada un hombre consiste, señaladamente, en el entendimiento, y que el buen varón más particularmente ama a éste que a otra cualquier cosa. Y por esto el buen varón es amigo de sí mismo en otra diferente especie de amor, de la que vulgarmente es vituperada, y tan diferente de aquélla, cuanto es el vivir conforme a razón del vivir conforme al afecto y apetito, y cuánto difiere el apetecer a lo honesto, o lo que parece que conviene, y a los que los honestos hechos por diversas vías los procuran, todos los aman y los alaban. Si todos, pues, anduviesen a porfía sobre quién hará más honestas cosas, y encaminasen sus propósitos a hacer las cosas más ilustres, sucedería que los mayores bienes serían comúnmente para todos, y también para cada uno en particular, pues es el mayor de los bienes la virtud. De manera que conviene que el bueno sea amigo de sí mismo, porque este tal, haciendo cosas buenas, ganará él para sí y a los demás hará provecho. Pero el malo no conviene que sea amigo de sí mismo, porque perjudicaría a sí mismo y a los que cerca le estuviesen siguiendo sus malos afectos. En el malo, pues, discrepan las cosas que se debrían hacer y las que él hace, pero el bueno, lo que debería hacer, aquello hace, porque todo buen entendimiento escoge lo que para él es lo mejor, y el buen varón subjétase a su entendimiento. Verdad es, pues, lo que del bueno se dice: que hace muchas cosas por amor de sus amigos y por amor de su patria, aunque por ello se ofrezca recibir la muerte. Porque este tal desprecia intereses y honras, y generalmente todos los demás bienes por los cuales los hombres llevan contiendas entre sí, y querrá para sí más lo que es honesto, y escogerá antes un muy gran deleite, aunque le dure poco, que un deleite largo y debilitado, y preciará más vivir un año honestamente, que muchos como quiera, y más estimará un hecho ilustre y grande, que muchos y pequeños. A los que mueren, pues, en ilustres empresas esto por ventura les acaece. Escogen, pues, para sí el mayor bien y más ilustre. Estos tales, a trueque que sus amigos medrasen, despreciarían su dinero, porque de esto al amigo le viene provecho, y a ellos lo honesto, y así el mayor bien les toca a ellos. Y lo mismo es en lo que toca a las honras y a los y cargos públicos, porque todo esto lo querrá más para su amigo, porque esto le es a él honesto y, digno de alabanza. Con razón, pues, este tal se muestra ser hombre de bien, pues sobre todo precia más lo honesto. Acontece también que este tal conceda a su amigo el hacer hechos honestos, y que esto sea más ilustre cosa que si él mismo los hiciese, el ser él causa que su amigo los haga. En todas, pues, las cosas dignas de alabanza, parece que el hombre virtuoso toma para sí la mayor parte de lo honesto. de esta manera, pues, conviene que los hombres sean amigos de sí mismos, como ya está dicho, pero como lo son los hombres vulgarmente, no conviene.
En lo que toca a la inmortalidad del alma, y al premio de los buenos y castigo de los malos, parece que estuvo algo perplejo este filósofo, y no se determinó en el sí, como Platón, maestro suyo, por donde no mereció como él alcanzar nombre de divino. Lo cual casi quiso dar a entender en el capítulo presente, cuando dijo que los que mueren en ilustres empresas quieren más un breve contento grande, que un flaco que mucho dure, casi asignando por premio de una ilustre muerte sólo aquel contento de ver que muere por hecho muy ilustre. Y así en esto no hay que dalle crédito, pues nos asegura la ley de Dios de lo contrario.
Capítulo IX
En el cual se muestra cómo el próspero tiene también necesidad de amigos virtuosos
En el capítulo nono disputa si el hombre próspero y bien afortunado tiene necesidad de amigos, y refuta la opinión de los que dicen que no, mostrando el error déstos consistir en que no llamaban amigos a otros sino a los útiles, de los cuales el bien afortunado no tiene necesidad. Y prueba que tiene necesidad de amigos virtuosos, a los cuales hagan bien y con quien converse dulcemente, pues sin estas dos cosas no puede ser perfeta la bienaventuranza y prosperidad.
Dúdase también si el bien afortunado tiene necesidad o no de amigos, porque dicen algunos que los prósperos y bien afortunados, y que para sí mismos son harto bastantes, no tienen necesidad de amigos, pues tienen todos los bienes que se pueden desear, y que, pues, para sí mismos ellos se son harto bastantes, de ninguna otra cosa tienen necesidad, y que el amigo, siendo otro él, hace lo que el tal por sí mismo no pudiera. Y por esto, dicen comúnmente:
A quien es favorable la fortuna,
Necesidad de amigos ha ninguna;
pero parece cosa del todo apartada de razón que, los que al bien afortunado todos los bienes le atribuyen, le quiten los amigos, lo cual parece ser el mayor bien de los exteriores. Porque si mayor perfición de amigo es hacer bien que recebirlo, y es propio del bueno y de la virtud el hacer a otros buenas obras, y más ilustre cosa es hacer bien a los amigos que a los extranjeros, el bueno necesidad, cierto, terná de amigos a quien haya de hacer bien. Y por esto también se disputa en cuál de los dos tiempos hay más necesidad de amigos: ¿en la adversidad o en la prosperidad?, casi dando a entender que el que está puesto en adversidad tiene necesidad de amigos que le hagan bien, y los puestos en próspera fortuna han menester también amigos a quien hagan buenas obras. También parece, por ventura, cosa ajena de razón hacer al bien afortunado solitario, porque ninguno escogería ser a solas señor de todos los bienes, pues el hombre es animal civil y amigo de vivir en compañía, y el bien afortunado también ha de tener esto, pues tiene las cosas que son de su naturaleza buenas. Cosa es, pues, muy cierta y manifiesta, que es mejor vivir en compañía de amigos hombres de bien, que en compañía de extranjeros y gentes no conocidas. De suerte que también tiene necesidad de amigos el que está puesto en próspera fortuna. ¿Qué dicen, pues, aquellos primeros, o en qué dicen verdad? ¿Es, por ventura, la causa, que los más llaman amigos a los que acarrean algún provecho? Porque de estos tales el bien afortunado ninguna necesidad tiene, pues tiene ya en sí todos los bienes. Tampoco tiene necesidad, o a lo menos no mucha, de los amigos solamente deleitosos, porque como la vida del bien afortunado es aplacible, no tiene necesidad de deleites extranjeros. Como no tiene, pues, necesidad de tales amigos como éstos, parece que no ha menester amigos. Pero, por ventura, no es ello así verdad, porque ya dijimos al principio que la felicidad es cierta manera de ejercicio, y el ejercicio claramente se entiende que consiste en el hacer, y que no es como quien tiene una posesión. Y, pues si el ser un hombre próspero consiste en el vivir y ejercitarse, y el ejercicio de lo bueno es bueno y aplacible por sí mismo, como ya dijimos al principio, y las cosas propias también entran en el número de las cosas aplacibles, y más fácilmente podemos considerar a nuestros amigos que a nosotros mismos, y los hechos de ellos más fácilmente que los nuestros, y los hechos de los buenos siendo amigos serán, cierto, a los buenos aplacibles (porque los unos y los otros tienen cosas que son naturalmente deleitosas), colígese de aquí que el próspero y bien afortunado terná necesidad de amigos semejantes, pues le aplace el considerar los propios y buenos hechos. Porque tales serán los del bueno siéndole amigo. A más de esto, todos concuerdan en esto: que el bien afortunado ha de vivir vida de contento, pero el que solitario vive, tiene la vida trabajosa, porque es dificultosa cosa, estando a solas, ejercitarse a la contina; pero en compañía de otros, y para con otros, cosa fácil es. De manera que, con amigos, será el ejercicio más continuo, siendo por sí mismo deleitoso, lo cual ha de haber en el bien afortunado. Porque el bueno, en cuanto es bueno, huélgase mucho con los ejercicios virtuosos, y con los viciosos se enfada extrañamente, de la misma manera que el músico se deleita con las dulces y suaves consonancias, y recibe pena con las malas. Asimismo, del conversar con los buenos redundará un servicio de virtud, como Teognis dice en estos versos:
Del bueno aprenderás las cosas buenas;
Mas si con malos tú te revolvieres,
Perderás el buen seso que tuvieres;
pero los que más conforme a lo natural este negocio consideran, entienden que el buen amigo naturalmente es cosa de desear para el buen varón. Porque ya está dicho que, lo que naturalmente es bueno, por sí mismo es bueno y aplacible para el bueno; y el vivir, difinen que en los animales consiste en la facultad del sentido, pero en los hombres en la del sentido o del entendimiento. Y esta facultad ha de surtir en su efecto, y pues lo más principal es lo que en efecto consiste, nos parece que, propriamente hablando, el vivir será sentir o entender. Pues el vivir una de las cosas buenas es, que son buenas de suyo, y deleitosas, porque es cosa ya determinada, y la cosa determinada naturaleza de bien tiene, y lo que de suyo es bueno también lo es para el bueno, y por esto parece que el vivir es a todos aplacible. No habemos de entender ni comprender aquí la vida del malo, ni la estragada, ni tampoco la puesta en penas y tristezas, porque ésta es diferente, como lo son también las cosas que en ella hay, lo cual se ve más a la clara en los que están con duelos y tristezas. Pero si el vivir de suyo bueno es, también será aplacible, lo cual también se echa de ver en esto: que todos apetecen el vivir, y más los buenos y bien afortunados, porque a estos tales les es más de desear la vida, y el vivir déstos es más bien afortunado. Y el que ve, siente que ve, y el que oye también siente que oye, y el que anda siente asimismo que anda, y en las demás cosas es de la misma manera. Lo que allí sentimos, pues, es que hacemos, y así sentimos que sentimos y entendemos que entendemos, y el sentir que sentimos y entendemos es sentir que somos, pues nuestro ser es sentir o entender, y el sentir uno que vive es una de las cosas que de suyo son dulces y aplacibles, porque la vida, de suyo, es cosa buena, y el sentir uno que tiene en sí cosa buena, es cosa dulce y aplacible. Y así, el vivir es cosa de escoger, y señaladamente a los buenos, por cuanto el ser es para ellos bueno y aplacible; pues, por sentir que poseen una cosa de suyo buena, huélganse. Pues de la misma manera que se ha el bueno para consigo, mismo, se ha también para con su amigo, porque su amigo es otro él. Pues así como el ser es cosa de desear a cada uno, de la misma manera es desear el ser del amigo, o, a lo menos, por lo semejante. El ser, pues, decíamos que era cosa de escoger, porque lo sentíamos, siendo bueno, y semejante sentimiento de suyo es aplacible. Conviene, pues, también del amigo sentir que es, lo cual consiste en el vivir en compañía, y comunicarse en conversaciones y en los pareceres, porque esto parece que es lo que en los hombres llamamos vivir en compañía, y no como en los ganados el pacer juntos en un pasto. Pues si al bien afortunado le es cosa de desear, de suyo, el ser, por ser naturalmente cosa buena y aplacible, por lo semejante le será también la del amigo, y el amigo será una de las cosas que son de desear. Y lo que a cada uno le es de desear, esto ha de tener en sí, o será, en cuanto a aquella parte, falso. El bien afortunado, pues, necesidad terná de amigos virtuosos.
Capítulo X
Del número de los amigos
Después que ha demostrado por razones naturales cómo el bien afortunado tiene necesidad de amigos virtuosos, disputa agora del número de los amigos, si es bien tener amistad con muchos, y muestra cómo en el amistad útil y en el deleite no conviene tener muchos, porque no se puede satisfacer a tantos. De la amistad fundada en virtud pone esta regla, que tantos amigos es bien tener, con cuantos se pueda cómodamente conversar, y pues esto no puede ser bien con muchos, tampoco es bien tener con muchos amistad. Lo cual conforma muy bien con lo que dice el sabio, que ha de ser el amigo de mil uno.
Habemos, pues, de tener los más amigos que pudiéremos. ¿O diremos que aquello que se dice muy discretamente de los huéspedes, que ni tengamos muchos, ni estemos sin ellos, cuadra también a lo de la amistad, que ni estemos sin amigos, ni procuremos muchos por extremo? A los amigos útiles muy bien cierto parece que les cuadra esto que decimos, porque favorecer y valer a muchos es cosa trabajosa, ni hay hacienda que baste para ello. Cuando son, pues, más en número de los que pueden sufrir las fuerzas de la hacienda, son superfluos y hacen estorbo para el pasar la vida bien y con contento. De manera que no son menester. De los amigos también que se procuran por deleite, bastan pocos, como en la comida las salsas. Pero de los virtuosos ¿hanse por ventura de procurar muchos en número? ¿O diremos que hay término en el número y multitud de los amigos, como en el de los ciudadanos? Porque una ciudad no se poblara con diez hombres, y si cien mil tiene, ya no parece ciudad. La cantidad, pues, no es por ventura una cosa determinada, sino todo aquello que está comprendido dentro de cierto término de cosas. En los amigos, pues, también hay término en la multitud. De los cuales el mayor número ha de ser por ventura el de aquellos con los cuales pueda vivir uno en compañía, porque esto parece que es el sello de la amistad. Cosa, pues, es clara y manifiesta, que no es posible vivir en compañía de muchos y usar con todos de unos mismos cumplimientos. A más de esto, que de necesidad los tales también han de ser amigos entre sí, si unos con otros han de conversar, lo cual entre muchos es dificultoso, porque con dificultad puede uno alegrarse con muchos, y entristecerse o dolerse como en cosa propria, porque puede acaecer que con uno se haya de regocijar, y con otro entristecer. Bien está, pues, dicho por ventura, que no se ha de procurar de tener muchos amigos, sino tantos cuantos sean bastantes para pasar la vida. Porque ni aun tampoco parece que es posible que uno de muchos sea entrañablemente amigo, y por la misma razón parece que tampoco pueden ser amados muchos muy de corazón y voluntad, porque el amar muy tiernamente y de corazón parece ser el extremo de amistad, y esto ha de ser para con uno y el amar mucho para con pocos, porque de la misma manera parece que en las mismas cosas acontece, porque ni aun en la amistad de compañías no son muchos los amigos, y las amistades singulares, tan celebradas por poetas, entre dos solos se cuentan. Mas los que se ofrecen a muchos por amigos y conversan con todos, así, a baleo, no parece que son amigos de ninguno sino en género de amistad civil, a los cuales, comúnmente, llaman hombres de buen trato o aplacibles. Conforme, pues, a las leyes de amistad civil, bien puede uno ser amigo de muchos, siendo realmente hombre de bien, aunque en su tratar no sea muy aplacible. Pero, conforme a las leyes de amistad fundada en virtud, cual es la que los hombres tienen por sí mismos, no puede ser uno amigo de muchos, antes deben tenerse los hombres por dichosos de hallar siquiera algunos pocos tales.
Capítulo XI
En que se disputa cuándo son menester más los amigos, en la prosperidad o en la adversidad
Una aplacible cuestión propone en este capítulo Aristóteles, en cuál de las dos fortunas son más necesarios los amigos, y concluye que en ambas, pero de diferente manera, porque la próspera tiene necesidad de amigos buenos y fieles, y la adversa de amigos prósperos y que le puedan ayudar.
Pero ¿en qué tiempo son más necesarios los amigos, en la próspera fortuna o en la adversa? Porque en ambas se procuran, y los que están puestos en trabajos tienen necesidad de socorro, y también los bien afortunados han menester amigos con quien conversen, y a los cuales hagan buenas obras, porque desean estos tales bien hacer. En la adversidad, pues, es cosa más necesaria el tener amigos, y así allí son menester amigos útiles, pero en la prosperidad es más honesta cosa, y así, en ésta, se procura tener amigos buenos. Porque el hacer bien a tales y vivir con tales es cosa más de desear, pues la misma presencia de los amigos, así en la prosperidad como en la adversidad, es aplacible, porque los afligidos parece que quedan aliviados cuando se duelen juntamente los amigos de su pena. Por esto, ¿dudaría alguno si los amigos toman parte de la pena, como quien toma parte de una carga? ¿O no es la causa esto, sino que la presencia de ellos, como es aplacible, y el entender que aquéllos se conduelen, les alivia la tristeza? Pero si por esta causa, o por otra, se alivian, no lo disputamos. Parece, pues, que sucede lo que habemos dicho, y la presencia de los tales parece ser una como mezcla, porque el ver los amigos cosa aplacible es, y señaladamente a los que están puestos en trabajos, y siempre hay algún socorro para no entristecerse; porque el amigo es cosa que acarrea consuelo, así con su vista como con sus palabras, si es en ello diestro, porque le conoce la condición, y sabe qué cosas le dan gusto y cuáles también pena. Pero el sentir que el amigo se entristece por sus infortunios, le da pena, porque todos rehúsan de ser a los amigos causa de tristeza, y así, los hombres que son naturalmente valerosos, recátanse de que sus amigos reciban pena de su pena; y si con su esfuerzo no vencen la tristeza que en ellos ven, no pueden sufrirlo, y a los que lamentan con él del todo los despide, porque ni aun él no es amigo de hacer llantos semejantes. Pero las mujercillas, y los hombres de afeminadas condiciones, huélganse con los que lloran, y suspiran con ellos, y ámanlos como a amigos y personas que se duelen de ellos. Pero en todas las cosas habemos de imitar siempre a lo mejor. Pero la presencia de los amigos en la próspera fortuna tiene aplacible así la conversación como también el pensamiento y consideración, porque se alegran con los mismos bienes. Y por esto parece que conviene que a las cosas prósperas llamemos prontamente a los amigos (porque el ser amigo de hacer bien es honesta cosa), pero a los trabajos y adversidades recatadamente; porque lo menos que posible fuere habemos de dar a nadie parte de los males, de donde se dijo aquello:
Baste que yo esté puesto en desventura;
pero cuando, a costa de poco trabajo suyo, pueden hacerle mucho bien, en tal caso conviene darles parte. En el convidarse parece que se ha de hacer al revés, que a los que están puestos en trabajos se ha de ir sin ser llamado y prontamente (porque el oficio del amigo es hacer bien, y particularmente al que lo ha menester, y al que parece que no se osa desvergonzar a pedirlo, porque a ambos es más honesto y más aplacible el hacer bien); pero en las prosperidades, para hecho de servir en algo, hase de ir prontamente (porque también son menester para esto los amigos), pero para recibir bien base de ir perezosamente, porque no es honesta cosa ser uno pronto en el recibir las buenas obras. Aunque habemos de procurar que no nos tengan, por ventura, en opinión de, hombres rústicos y mal criados en el rehusarlas, porque esto también acontece algunas veces. Pero la presencia de los amigos en todos parece ser de desear.
Capítulo XII
En que se demuestra cómo el vivir en compañía es la más propria obra de los amigos, así buenos como malos
Concluye Aristóteles su disputa de la amistad, declarando ser el propio fin el vivir en compañía, ora sean los amigos virtuosos, ora viciosos, y muestra cómo de la misma manera que el enamorado se huelga con el ver más que con otro sentido, así también el amigo. Ponen asimismo la diferencia entre los buenos amigos y los malos, que cada unos de ellos huelgan de tener compañía en ejercicios semejantes a sus costumbres, los buenos en buenos y los malos en malos deshonestos ejercicios.
Acaece, pues, que así como a los enamorados les es la más aplacible cosa de todas el mirar, y más apetecen este sentido que todos los demás, como cosa por donde más entra y se ceba el amor, así también los amigos lo que más apetecen es el vivir en compañía, porque la misma amistad es compañía, y de la misma manera que uno se ha para consigo mismo, se ha también para con el amigo, y el sentir uno de sí mismo que es, cosa cierto es de desear, y por la misma razón el sentir lo mismo del amigo lo será. Pues el ejercicio deste sentimiento consiste en el vivir en compañía; de manera que no es cosa ajena de razón el desearlo; y en aquello en que consiste el ser de cada uno, o por cuya causa desean el vivir, en aquello mismo quieren conversar con los amigos. Y así, unos se festejan con convites, otros con jugar a los dados, otros con ejercicios de luchas, otros con cazas, o en ejercicios de filosofía, conversando cada unos de ellos en aquello que más le agrada de todas las cosas de la vida. Porque deseando vivir con sus amigos hacen estas cosas, y comunícanlas con aquellos con quien les agrada el vivir en compañía. Es, pues, la amistad de los malos perversa, porque como son inconstantes participan y comunícanse lo malo, y hácense del todo perversos, procurando parecer los unos a los otros; pero la de los buenos es buena y perfeta, porque con las buenas conversaciones crece siempre la virtud. Y así parece que cuanto más se ejercitan y más los unos a los otros se corrigen, tanto mejores se hacen, porque reciben los unos de los otros las cosas que les dan contento. De donde dijo bien Teognis, como arriba dijimos:
Del bueno aprenderás las cosas buenas.
De la amistad, pues, baste lo tratado. Síguese agora que tratemos del deleite.
Libro décimo y último
De las éticas o morales de Aristóteles, escritos a su hijo Nicomaco y por esto llamados nicomaquios
* Capítulo primero
Del deleite
* Capítulo II
En que se propone la opinión, de Eudoxo, de Platón y de otros acerca del deleite
* Capítulo III
En que se prueba cómo el deleite es cosa buena, y que no se han de escoger todos los deleites, y se satisface a las razones de los que tienen lo contrario
* Capítulo IV
En el cual se declara qué cosa es deleite y cómo perficiona todo ejercicio
* Capítulo V
En que se muestra cómo los deleites difieren en especie
* Capítulo VI
De la felicidad
* Capítulo VII
De la felicidad contemplativa
* Capítulo VIII
En que se prueba que el sabio es el mejor afortunado
* Capítulo IX
Del saber y de la práctica en esta filosofía
De las éticas o morales de Aristóteles, escritos a su hijo Nicomaco y por esto llamados nicomaquios
Argumento del décimo libro
Ya que ha concluido en los dos libros pasados la disputa y materia de amistad, da fin en el presente libro a sus Morales y trata del deleite largamente y de propósito, porque lo que trató en el séptimo fue de paso y no de su intento principal. Trata, pues, en los cinco capítulos primeros del deleite, qué cosa es y cuántas especies tiene. Después trata de la felicidad, que es lo que puso por último fin de nuestra vida humana, y hace dos partes de ella: una, activa y otra contemplativa, y al fin, haciendo un largo epílogo de todo lo tratado, concluye con su obra.
Capítulo primero
Del deleite
En el primer capítulo muestra de qué manera toca al filósofo moral el tratar del deleite, y por qué causas. Muestra cuán varios pareceres hay acerca de si el deleite es cosa buena o no lo es. Para entender esto conviene que entendamos que el deleite es conformación de la cosa con la voluntad, porque entonces nos deleitamos, cuando las cosas se hacen a nuestro gusto, y la tristeza es lo contrario: disconformidad entre él suceso de la cosa y nuestra voluntad. De aquí se colige claramente que si la voluntad no es errada, el deleite es bueno, y si es errada y viciosa, es malo. Porque el hallar deleite y gusto en las cosas buenas, hace perseverar en ellas, y el hallar deleite y gusto en las cosas malas, hace incorregibles a hombres, porque es imposible enmendar uno su vida mientras no aborrezca lo mal hecho, y es imposible aborrecello mientras en ello halle deleite. De manera que el deleite de lo malo será malo, y bueno el de lo bueno.
Tras de esto se ofrece tratar, por ventura, del deleite, porque parece ser éste una cosa muy familiar a nuestra naturaleza, y por esto a los mancebos los enseñan rigiéndolos con deleite y con tristeza. Parece asimismo que, para lo que toca a las costumbres, importa mucho, y es lo principal, el hallar gusto en lo que conviene hallarlo, y aborrecer lo que se debe aborrecer, porque esto dura toda la vida, y es cosa de mucha importancia y valor para alcanzar la virtud y vida próspera, porque los hombres escogen las cosas deleitosas y huyen de las tristes. Estas cosas, pues, no se han de pasar así por alto, especialmente que lo que sobre esto se disputa hace mucha dificultad, porque unos dicen que el deleite es el sumo bien, y otros, por el contrario, que es cosa muy mala; los unos persuadidos, por ventura, ser ello así, y los otros entendiendo que, para lo que cumple a nuestra vida, es mejor dar a entender que el deleite es cosa mala, puesto que ello así no fuese, porque los hombres, vulgarmente, se van tras de el, y no atienden sino a darse a sus deleites, y que por esto era bien torcerlos al contrario, porque de esta manera verníase a dar en el medio. Pero esto no es bien dicho, porque en materia de afectos y ejercicios las razones no hacen tanta fe como las obras. Cuando discrepan, pues, éstas con lo que se ve por el sentido, son despreciadas y, juntamente con esto, destruyen la verdad, porque el que vitupera el deleite, si alguna vez se muestra apetecerlo, parece que se inclina a él, casi dando a entender que no son todos malos, porque el distinguir entre deleite y deleite no es de los vulgares. Las verdaderas razones, pues, parecen ser muy importantes, no solamente para el entender las cosas, pero aun también para pasar la vida, porque cuando conforman con la experiencia de las obras, persuaden, y así inducen a los que las entienden a vivir conforme a ellas. Pero de esto baste por agora, y prosigamos lo que está dicho del deleite.
Capítulo II
En que se propone la opinión, de Eudoxo, de Platón y de otros acerca del deleite
Propone la diversidad de las opiniones acerca de si el deleite es cosa buena o no lo es. La primera es de Eudoxo, el cual decía ser el deleite el sumo bien, pues todas las cosas lo apetecían, y también que su contrario, que es la tristeza, todas las cosas la rehúsan como cosa mala y enemiga de natura. Terceramente, porque el deleite, por sí mismo es apetecido, y si a otro bien se allega lo hace más digno de ser apetecido y deseado. La segunda es de Platón, el cual, por la misma razón, concluía no ser el sumo bien, pues el deleite con virtud es más de apetecer que sin virtud; pero el sumo bien no admite más o menos. Pone asimismo las opiniones de otros para probar que es malo, las cuales se entenderán en el mismo texto fácilmente.
Eudoxo, pues, tenía por opinión que el deleite era el sumo bien, porque veía que todas las cosas, así capaces de razón, como incapaces, lo apetecen, y que en todas las cosas lo que es de escoger aquello es bueno, y lo más digno de escoger lo mejor de todo; y el ver que todas las cosas se inclinan a lo mismo, muestra que aquello es para todas las cosas lo mejor, porque cada cosa halla lo que es bueno para sí, como el mantenimiento, y así, lo que es bien para todos y todos lo apetecen, aquello decía él ser el sumo bien. Estas razones de Eudoxo más persuadían por la bondad de las costumbres del hombre, que por sí mismas, porque por extremo se mostraba ser templado en su vivir. De manera que no parecería que decía esto como hombre al deleite aficionado, sino que, en realidad de verdad, era ello así como él decía. No menos se persuadía el ser esto así verdad por el contrario del deleite, porque la tristeza de suyo es cosa digna de que todos la aborrezcan, y de la misma manera será cosa digna de amar la que le es contraria. Ítem, que aquello parece ser lo más digno de escoger, lo cual no por amor de otra cosa lo apetecemos, y esto, sin controversia ninguna, es el deleite, porque ninguno pregunta jamás a otro a qué fin se deleita, casi mostrando que el deleite es cosa de suyo digna de escoger. Asimismo, allegado el deleite a otra cualquier cosa buena, la hace más digna de escoger, como el hacer justicia, el vivir templadamente, y hace que el bien mismo se acreciente y haga mayor. Aunque esta razón parece que demuestra ser el deleite uno de los bienes, pero no que sea más perfecto bien que cualquier otro, porque cualquier bien es más de desear acompañado de otro, que no a solas. Con esta misma razón demuestra Platón no ser el deleite el sumo bien, porque la vida deleitosa, tomada juntamente con la prudencia, es más de desear que no sin ella, y si lo mezclado más perfeto es, no es el deleite el sumo bien, porque lo que es sumo bien no se hace más digno de desear porque se le añada otra cualquier cosa. Consta, pues, que ninguna cosa, que en compañía de las cosas que son de suyo buenas fuere más digna de escoger, será el sumo bien. ¿Cuál, pues, será tal, del cual participemos? Porque éste es el que buscamos. Pues los que dicen que aquello que todos apetecen no es cosa buena, ninguna cosa dicen, porque lo que a todos les parece, aquello decimos que es; y el que esta persuasión refutare, no dirá cosas más dignas de fe. Porque si solas las cosas que no alcanzan razón apeteciesen los deleites, aún sería algo lo que dicen. Pero, pues, lo apetecen también las cosas dotadas de prudencia, ¿qué tienen que decir en esto? Y aun en los mismos malos, por ventura hay algún natural bien mayor que lo que es de suyo bueno, lo cual apetece su bien propio. Ni aun lo que dicen del contrario parece estar bien dicho. Porque dicen que no se sigue que porque la tristeza sea cosa mala por eso es bueno el deleite, porque bien puede un mal ser contrario de otro, y ambos de otro que no sea lo que el uno o lo que el otro. Esto que ellos dicen no está mal dicho, pero, en lo que aquí tratamos, no es verdad, porque si ambas a dos cosas fueran malas, ambas a dos fueran de aborrecer; y si ninguna de ellas mala, ninguna de aborrecer; y si la una, aquélla, de la misma manera, lo fuera. Pero agora parece que de la tristeza huyen como, de mal, y el deleite lo escogen como bien: pues luego, de la misma manera, son contrarios.
Capítulo III
En que se prueba cómo el deleite es cosa buena, y que no se han de escoger todos los deleites, y se satisface a las razones de los que tienen lo contrario
Propuesta la opinión de Eudoxo, y respondido a las razones de los que la refutaban, muestra cómo las razones de los que querían probar que el deleite no era cosa buena, no coligen nada, ni tienen ninguna consecución, Porque no se colige: el deleite no es calidad, luego no es cosa buena; el deleite admite más y menos, luego no es cosa buena. Porque en muchas cosas demuestra haber esto que es no ser calidad, como en un buen ejercicio, y admitir más y menos, como el ser justo, y con todo eso ser cosas buenas. Demuestra después el deleite no ser movimiento ni generación, y que no todos los deleites tienen por contraria la tristeza, sino solos los corporales. Declara, al cabo, que no todo lo que parece deleite es deleite, porque lo que la voluntad viciosa juzga por deleite a la tal le es, pero de suyo no lo es, así como el buen manjar, que el enfermo lo juzga amargo, al tal enfermo le es amargo, pero no lo es de suyo. Y así, lo que la voluntad sin virtud juzga ser deleite, no se ha de apetecer.
Pero no porque el deleite no sea calidad, deja por eso de ser uno de los bienes, porque tampoco son calidades los ejercicios virtuosos, ni menos lo es la misma felicidad. Dicen, asimismo, que lo bueno es cosa ya determinada, pero que el deleite no tiene cierto término, pues admite más y menos. Pues si del deleitarse lo coligen esto, lo mismo hallarán en la justicia y en las demás virtudes, conforme a las cuales, clara y manifiestamente, confiesan ser unos más tales y otros menos, porque unos hay que son más justos que otros, y otros más valerosos que otros. Y aun acontece que uno use más de justicia que otro, y uno sea más templado en su vivir que otro. Pero si en los mismos deleites dicen que consiste, no dan aún bien en la cuenta de la causa, si unos deleites hay que no admiten mezcla y otros que son mezclados. Pero ¿qué inconveniente hallan en que así como la salud, siendo cosa que tiene fin y término, con todo eso admite más y menos, de la misma manera también acontezca en el deleite? Porque ni en todas las cosas hay la misma templanza, ni aun en la misma cosa es siempre una misma, sino que aunque se debilite, queda la misma hasta llegar a cierto término, y difiere en más y menos. Y esto mismo puede acontecer en el deleite. Los que ponen que el sumo bien es cosa perfeta, y que los movimientos y generaciones son cosas imperfetas, pretenden mostrar que el deleite es movimiento y generación. Pero no parece que dicen bien en esto, ni que el deleite es movimiento, porque a todo movimiento le es anexa la presteza y la pereza, aunque no en respecto y comparación de sí mismo, sino de algún otro, como al movimiento del mundo en respecto de otro, pero en el deleite ni hay presteza ni pereza, porque caer en un deleite de presto puede acontecer, como caer en ira, pero deleitarse no es posible ni de presto ni respecto de otrie; pero el andar y crecer, y las cosas otras como éstas, bien pueden hacerse presta y perezosamente. Caer, pues, en el deleite presta o perezosamente, bien es posible, pero no lo es el obrar conforme a él, digo el mismo deleitarse. ¿Cómo será, pues, generación? Porque no parece que cualquier cosa se haga de cualquiera, sino que de lo mismo que se hace, en aquello mismo se resuelve, y así, de lo que el deleite fuese generación, de aquello mismo sería la tristeza perdición. Dicen, asimismo, que la tristeza es falta de lo que naturaleza requiere, y el deleite cumplimiento o henchimiento de aquello. Pero estas cosas son afectos corporales, porque si el deleite fuese henchimiento de lo que naturaleza requiere, aquello mismo en quien se hace el henchimiento, sentiría el deleite; luego el cuerpo sería el que se deleitase, lo cual no parece ser así. No es, pues, el deleite henchimiento, sino que haciéndose este henchimiento, se deleita el hombre, y quitándole alguna parte, se entristece. Pero esta opinión parece haber procedido de las tristezas y deleites que acaecen acerca del mantenimiento, porque los que están faltos de el, y por la misma razón tristes, cuando matan su hambre, se deleitan. Pero esto no acaece en todos los deleites, porque los deleites de las ciencias y de los sentidos, como son los que dan los olores, las músicas, las hermosas vistas, y muchas memorias y esperanzas, carecen de tristeza. ¿De quién, pues, diremos que son generaciones estos deleites semejantes? Porque de ninguna cosa son defectos, cuyas harturas o henchimientos sean. Pero a los que proponen deleites feos y torpes, puédeseles responder que cosas semejantes no son cosas deleitosas; porque no porque a los que tienen los afectos estragados les parezcan deleitosas, por eso habemos de creer que lo son absolutamente, sino deleitosas a los tales; de la misma manera que las cosas que a los enfermos les parecen provechosas, dulces o amargas, o las que a los lagañosos les parecen blancas, no por eso diremos que son tales. ¿O responderemos que los deleites son, cierto, cosas de apetecer, pero no los de cosas como aquéllas; así como el enriquecer es cosa de desear, pero no, haciendo traiciones a la patria, y el tener salud es cosa de desear también, pero no comiendo cualquier cosa? ¿O diremos que los deleites difieren en especie, porque los que proceden de cosas honestas son diferentes de los que de cosas feas, y que ninguno puede deleitarse como se deleita el hombre justo, no siendo justo, ni como se deleita el músico, no siendo músico, y de la misma manera en todo lo demás? Y que el deleite no sea bueno, o que haya diferentes especies de deleites, claramente lo muestra la diferencia que hay entre el amigo y el lisonjero, porque el amigo conversa encaminando su conversación a lo bueno, y el lisonjero a lo deleitable, y así lo del lisonjero es vituperado y lo del amigo es alabado, como cosas que enderezan su conversación a cosas diferentes. Ninguno tampoco habría que holgase de vivir toda la vida teniendo entendimiento de mochacho, por deleitarse con las cosas con que más parece que se deleitan los muchachos, ni se alegrase haciendo alguna cosa torpe, aunque nunca se hobiese de entristecer. Muchas cosas, asimismo, procuramos con mucha solicitud, aunque ningún deleite den, como el ver, el acordarnos, el saber, el ser dotados de virtudes. Y si tras de estas cosas de necesidad se siguen deleites, no importa, porque también las escogeríamos aunque ningún deleite nos procediese de ellas. Consta, pues, al parecer, que ni el deleite es cosa buena, ni todo deleite es de escoger, y que hay algunos deleites dignos de escoger de suyo mismos, los cuales difieren en especie, o, a lo menos, las cosas de do proceden ellos. Baste, pues, lo que está dicho del deleite y la tristeza.
Capítulo IV
En el cual se declara qué cosa es deleite y cómo perficiona todo ejercicio
Aunque el fin último de la moral ciencia es el bien obrar, para mediante aquél vivir prósperamente, y por esto la ciencia moral es ciencia activa y no contemplativa, con todo eso, siempre se ofrece tratar algunas cosas contemplativas, y que no pertenecen para el obrar; una de las cuales es la que se trata en el capítulo presente, en el cual el filósofo propone la definición del deleite, buscando primeramente, conforme a método lógico, su género, que es un súbito accidente que perficiona el ejercicio. Después pone algunas dudas, y satisface a ellas. Pero casi todo lo de este capítulo, más curioso es que necesario.
Pero qué cosa sea el deleite, o qué tal sea, más claramente se entenderá, tomando la cosa de principio. Porque el ver en cualquier cantidad de tiempo qué se haga, parece ser cosa perfeta, porque no tiene necesidad de otra cosa alguna que, añadiéndosele después, haga perfeta su especie. El deleite, pues, parece ser una cosa como ésta, porque es una cosa entera, y en ningún espacio de tiempo puede ninguno tomar un deleite de manera que, si más tiempo dura, venga a ser su especie más perfeta. Y por esto, el deleite no es movimiento, porque todo movimiento se hace en tiempo y va a algún fin enderezado, como el edificar entonces se dice ser perfeto, cuando haya dado remate a lo que pretende, o en todo el tiempo, o en este tal particular; pero considerados los movimientos en cualquiera parte del tiempo, todos son imperfetos y diferentes en especie, así del todo como entre sí; porque el poner una piedra sobre otra, diverso movimiento es del levantar el pilar, y ambas a dos cosas difieren del hacer el templo, y el edificar el templo es acción perfeta, porque para lo propuesto no le falta nada. Pero el echar los cimientos y el hacer la crucería son acciones imperfetas, pues ambas a dos son de lo que es parte; difieren, pues, en especie, y no puede hallarse en cualquier manera de tiempo perfeto movimiento en especie, si no es en todo el tiempo considerado juntamente. Lo mismo se halla en el andar y en los demás; porque si el ir es moverse de una parte a otra, sus diversas especies serán volar, andar, saltar, y otras semejantes. Y no solamente en éstas pasa ello así, pero aun en el mismo andar también, porque el de dónde y adónde no es un mismo en toda la corrida que en la parte, ni el mismo en la una parte que en la otra, ni es todo uno pasar esta raya o aquella otra, porque no solamente pasa la raya, pero pasa la puesta en lugar, y la una está en diferente lugar de la otra. Pero del movimiento ya en otros libros se ha tratado de propósito. Parece, pues, que ni aun en todo el tiempo no es una acción perfeta, sino muchas imperfetas y diferentes en especie, pues el de dónde y el adónde les hacen diversas en especie. Pero la especie del deleite en cualquier tiempo es perfeta. Consta, pues, manifiestamente que el movimiento y el deleite son cosas diversas entre sí, y que el deleite es cosa entera y perfeta, lo cual también parece que se entiende ser así de que ninguna cosa se puede mover sin discurso de tiempo, pero deleitarse bien puede, porque lo que agora en este presente tiempo es, entera cosa es. De aquí se colige que no dicen bien los que dicen ser el deleite movimiento o generación, porque éstas no se dicen en las cosas que tienen en sí todo su ser, sino de las que están por partes repartidas y no son cosas enteras; porque ni en la vista hay generación, ni en el punto, ni en la unidad, ni cosa ninguna de éstas es movimiento ni generación, ni tampoco lo habrá en el deleite, porque es una cosa entera. Pero todo sentido ejercita su operación en respecto, y el que bien dispuesto está en respecto de lo más hermoso que por el sentido se puede percibir, la ejercita perfetamente, porque tal cosa como ésta parece que es señaladamente el perfeto ejercicio, ni importa nada que digamos que el mismo sentido se ejercita o que se ejercita el que lo tiene. Y en cada uno de los sentidos, aquel es el mejor ejercicio, que es de más bien dispuesto sentido y va dirigido al mejor de sus objetos. Este tal, pues, será el más perfeto ejercicio y el más suave o deleitoso; porque en cada sentido hay, su deleite, y de la misma manera en cada ejercicio del entendimiento y en la contemplación, y el más deleitoso es el que es más perfeto, y el más perfeto es el del que está bien dispuesto para lo más virtuoso que con el entendimiento puede ser comprendido. Y este tal ejercicio perficiónase con el deleite, pero no de una misma manera lo hace perfeto el deleite y el objeto y el sentido, aunque son todas cosas buenas, de la misma manera que la salud y el médico no son de una misma manera causa del estar sano. Consta, pues, que en cada sentido hay su deleite, porque decimos que tales vistas y tales sonidos dan deleite; también consta que aquel será mayor deleite, que se tomará estando el sentido muy más perfeto, y siendo enderezado a muy más perfeto objeto. Siendo, pues, tales el objeto que se ha de sentir y el sentido que lo perciba, siempre habrá deleite, pues habrá quien lo dé y quien lo reciba. Perficiona, pues, el deleite al ejercicio, no como hábito que consista en él, sino como fin que de nuevo de el resulta, de la misma manera que a los mancebos la hermosura, y mientras lo que se siente o se entiende estuviere dispuesto como debe, y por la misma razón el que lo juzga y considera, en tal ejercicio siempre habrá deleite. Porque las cosas que son semejantes y de una misma manera están entre sí dispuestas, digo el que recibe y el que hace, siempre están aptas para producir el mismo efecto, pues como ninguno continuamente se deleita o está en fatiga, porque ninguna cosa humana puede durar continuamente en el ejercicio, y por esto no, ni el deleite tampoco dura a la continua, porque es anexo al ejercicio. Y aun algunas cosas deleitan siendo nuevas, y después no, por la misma causa. Porque al principio cébase en ellas el entendimiento y ejercitase con hervor, como los que miran ponen su vista ahincadamente, pero después no es tan vivo el ejercicio, sino remiso, y por esto también el deleite se escurece. Alguno, pues habrá que piense que apetecen los hombres el deleite, porque apetecen el vivir, y la vida es un ejercicio, y cada uno en aquello y con aquello que más ama se ejercita, como el músico con el oír en las consonancias, y el amigo de saber con el entendimiento en las consideraciones, y cada uno de los demás de la misma manera. Pero el deleite da la perfición y remate a los ejercicios, y así también al vivir, al cual apetecen. Con razón, pues, apetecen los hombres el deleite, pues a cada uno le perficiona la vida, la cual es cosa de desear. Pero si apetecemos el vivir por el deleite o al contrario el deleite por el vivir, no lo disputemos por agora, porque estas dos cosas parecen tan anexas la una a la otra, que no se pueden hallar la una sin la otra; porque sin ejercicio no hay deleite, y a todo ejercicio le da el deleite su remate.
Capítulo V
En que se muestra cómo los deleites difieren en especie
En el capítulo presente da fin a la disputa del deleite, probando una cuestión no muy dificultosa: que los deleites difieren en especie. Pruébalo con semejantes razones que éstas: que lo que unos perficionan, otros lo impiden, como los deleites del entendimiento perficionan las ciencias, los del sentido las destruyen. Ítem, que cada deleite sigue su propio ejercicio, y así como los ejercicios son diversos, lo han de ser también de necesidad los deleites que los siguen, con otras razones que se entenderán por el mismo texto fácilmente.
De donde parece que los deleites difieren en especie, porque las cosas que son diferentes en especie, juzgamos que son perficionadas por cosas también diferentes en especie; y los ejercicios del entendimiento diversos son de los del sentido. Porque de esta manera parece que difieren las cosas naturales de las artificiales, como los animales y los árboles, la pintura y la estatua, la casa y el vaso; y de la misma manera los ejercicios diferentes en especie son hechos perfetos por cosas también diferentes en especie. Pues los ejercicios del entendimiento difieren en especie de los del sentido, y éstos también los unos de los otros, luego también ternán la misma diferencia los deleites que la perfición le dieren y remate. Demuéstrase también esto mismo en que cada deleite es propio de aquel ejercicio, al cual hace perfeto; porque el propio deleite acrecienta el ejercicio, porque los que cualquier cosa hacen con deleite, mejor juzgan de ella, y mejor la declaran, como los que se deleitan con la geometría dícense geómetras, y las cosas tocantes a geometría mejor las entienden que los otros. De la misma manera los aficionados a la música, y a la arquitectura, y a las demás artes, aprovechan en sus propias obras deleitándose con ellas. Acrecientan, pues, los deleites a las obras, y las cosas que acrecientan propias son de aquello que acrecientan, y las cosas diferentes en especie tienen también cosas propias diferentes en especie. Pero aun más a la clara se verá esto, en que los deleites que de unas cosas proceden, son estorbos para los ejercicios de las otras. Porque los aficionados a las flautas no pueden escuchar las buenas conversaciones, si vieren tañer a un músico de flautas, porque se huelgan más con la música de las flautas, que no con el ejercicio que tratan de presente, de manera que el deleite de la música de flautas destruye el ejercicio de la buena conversación. De la misma manera acontece en las demás cosas, cuando uno en dos diversas cosas juntamente se ejercita. Porque la más deleitosa excluye a la otra, y si en el deleite difiere mucho la una de la otra, ya la excluye mucho más, de manera que en la otra verná a no ejercitarse nada. Por esto cuando en una cosa nos deleitamos mucho, no nos curamos de hacer otra; pero cuando ya con unas cosas no nos deleitamos mucho, entonces nos damos a hacer otras, como en los teatros, cuando los que combaten lo hacen fríamente, los miradores pónense a comer sus colaciones. Y, pues, el propio deleite esclarece más los ejercicios, y los hace más durables y mejores, y los que son ajenos lo destruyen, claramente se demuestra que difieren mucho los tales deleites entre sí, porque los ajenos deleites casi hacen lo mismo que las propias tristezas, porque las propias tristezas destruyen los ejercicios, como si a uno le es pesado o desabrido el escrebir o el contar a otro, ni el uno escribe, ni el otro cuenta, porque le es desabrido y pesado el ejercicio de ello. En los ejercicios, pues, de los propios deleites y molestias procede lo contrario, y propios deleites o molestias se dicen aquellas que de suyo trae consigo el ejercicio, pero los otros deleites llamámoslos ajenos, porque hacen lo mismo que las molestias, porque destruyen, aunque no de la misma manera. Y, pues, los ejercicios difieren en bondad y malicia, y los unos son dignos de amar y los otros de aborrecer y otros hay que son indiferentes, de la misma manera será de los deleites, que cada ejercicio tiene su propio deleite. El deleite, pues, que fuere propio del buen ejercicio, será buen deleite, y el que del malo, será malo. Porque también los deseos, si son de cosas buenas, son de alabar, y si de malas, de vituperar; verdad es que más propios de los ejercicios son los deleites que los deseos, porque los deseos son distintos de los ejercicios, así en el tiempo como en la naturaleza; pero los deleites están conjuntos con los mismos ejercicios, y tan unidos, que hay cuestión si el ejercicio es lo mismo que el deleite. Pero con todo eso el deleite no parece que sea entendimiento, ni tampoco sentido, porque es cosa ajena de razón, sino que como nunca está apartado el deleite, o del entendimiento, o del sentido, paréceles a algunos que es lo mismo como los demás ejercicios y deleites. Pero la vista difiere del tacto en la limpieza, y el oído y el olfato del gusto por lo mismo, y de la misma manera difieren los deleites de ellos, y déstos los del entendimiento, y entre sí los unos de los otros. Parece, pues, que cada animal tiene su propio deleite, como su propio ejercicio y obra propria, porque uno es el deleite del caballo, y otro el del perro, y otro el del hombre, como dice Heráclito de los asnos, que antes acuden a la paja, que no al oro, porque a los asnos más aplacible les es el comer que no el oro. Los deleites, pues, de cosas diversas en especie, también entre sí difieren en especie; pero los de las cosas que son unas mismas, es conforme a razón que sean no diferentes. Aunque las de los hombres no poco difieren entre sí, porque unas mismas cosas a unos dan pena y a otros dan deleite, y a unos les parecen cosas tristes y dignas de aborrecer, y a otros deleitosas y dignas de amar, lo cual en las cosas dulces acaece, porque una misma cosa no le parece dulce al que está con calentura y al que está sano, ni de la misma manera caliente al que está flaco, que al que tiene buen hábito de cuerpo, y lo mismo acaece en todo lo demás. En todas estas cosas, pues, aquello parece ser realmente, que el que bien dispuesto está juzgare que es. Pues si esto está bien dicho, como lo parece estar, y si la virtud es la regla en cada cosa, y el bueno es el que lo ha de reglar, aquéllos por cierto serán realmente deleites, que al bueno le parecieren que lo son, y aquellas serán cosas deleitosas, con las cuales él se deleitare. Y si las cosas de que este tal abomina, a otro le parecen deleitosas, no es de maravillar, porque de diversas maneras se pervierten los hombres y se estragan. No son, pues, las tales cosas deleitosas, sino sonlo a los tales, y a los que de aquella manera están dispuestos. Los que son, pues, a confesión de todos cosas feas, claro está que no habemos de decir que son deleites, sino para los estragados y perdidos; pero de las que ser parecen buenas, cuál o qué tal sea el que habemos de decir ser propio del hombre, por el mismo ejercicio se entiende claramente, porque a los ejercicios son anexos los deleites. Si el ejercicio, pues, del hombre bien afortunado es uno solo, o si son muchos los deleites que a este tal o a estos tales dieren perfición, estos se dirán propriamente ser deleites propios del hombre; pero los demás, secundariamente y muy de lejos, como también sus ejercicios.
Capítulo VI
De la felicidad
En el principio de esta obra mostró Aristóteles ser el blanco, adonde los hombres habían de enderezar todos sus hechos, la felicidad. Y después ha tratado de todos los géneros de virtudes, como de medios y cosas, mediante las cuales se alcanza esta felicidad, y por la misma razón ha tratado de la amistad y del deleite como de cosas anexas a la misma felicidad. Agora, en lo que resta deste libro, trata de la misma felicidad, dando con esto el remate a sus Morales. Porque en toda cosa el fin es lo primero que acude a la intención, y lo postrero que el que obra pone en ejecución. En el capítulo presente hace una breve recopilación de lo que ya se trató de ella en el principio. Muestra después ser la felicidad un ejercicio que los hombres perfetos lo aman por sí y no por causa de otro. Esto dice como hombre que en esto alcanzó lo que humanamente pudo. Si doctrina evangélica alcanzara, dijera, con la verdad, ser la felicidad nuestra ver a Dios y gozar de aquella inmensa gloria que de su suma bondad procede a los que la merecen alcanzar; y que las virtudes que están ya dichas, con otras que él no supo, que son: fe, esperanza, caridad, son los medios para alcanzar esta felicidad.
Pero, pues habemos ya concluido con lo de las virtudes, amistades y deleites, resta que tratemos así sumariamente de la felicidad, pues la pusimos por fin y blanco de las humanas cosas. Reiterando, pues, lo que ya está dicho en otra parte, será nuestra disputa más sumaria. Dijimos, pues, que la felicidad no era hábito, porque se siguiría que pudiese cuadrar al que duerme y viva vida de planta, y también al que estuviese puesto en muy grandes desventuras. Pues si tales cosas no nos cuadran, más habemos de decir que consiste en ejercicio, como ya se dijo en lo pasado. De los ejercicios, pues, unos hay que son forzosos y que por fin de otras cosas los escogemos, y otros que por respecto de ellos mismos. Consta, pues, que la felicidad se ha de contar por uno de aquellos ejercicios que por sí mismos se escogen, y no se ha de poner entre los que por fin de otras cosas se apetecen, porque la felicidad de ninguna cosa es falta, antes para sí misma es muy bastante. Aquellos ejercicios, pues, son dignos por sí mismos de escoger, de los cuales no se pretende otra cosa fuera del mismo ejercicio. Tales, pues, parecen ser las obras de virtud, porque el obrar cosas honestas y virtuosas es una de las cosas que por sí mismas son dignas de escoger, y asimismo los juegos que en sí son deleitosos, porque no por otro fin son apetecidos, porque más daño reciben los hombres de ellos que provecho, pues se descuidan por ellos de su propria salud y de sus intereses. Y aun muchos de los bien afortunados se dan a semejantes pasatiempos, y por esto los tiranos, a los que en semejantes conversaciones son graciosos y aplacibles, precisan mucho, porque estos tales se muestran deleitosos en aquello que los tales poderosos apetecen, y sienten ellos necesidad de cosas semejantes. Estas tales cosas, pues, parecen cosas prósperas, porque se deleitan en ellas los que están puestos en poder y señorío. Aunque los tales no son por ventura bastante argumento para persuadirlo, porque no consiste la virtud en el poder mucho y señorear, ni tampoco el buen entendimiento, de las cuales dos cosas proceden los buenos ejercicios. Y si estos tales, no gustando del deleite verdadero y liberal, se dan a los deleites sensuales, no por eso habemos de juzgar ser los deleites sensuales más dignos de escoger, porque también los niños juzgan ser lo más principal lo que en ellos es tenido en precio y en estima. Es, pues, cosa conforme a razón, que así como a los niños y a los varones las cosas que les parecen de estimar son diferentes, de la misma manera también a los malos y a los buenos. Aquellas cosas pues, son dignas de estima y deleitosas (como ya está dicho muchas veces), que las juzga ser tales el hombre virtuoso, porque cada uno juzga por más digno de escoger el ejercicio que es según su propio hábito, y así también el virtuoso juzga por más digno de escoger el ejercicio que es según virtud. No consiste, pues, la felicidad en gracias y burlas, porque cosa sería ajena de razón, que el fin de nuestra vida fuesen gracias, y que todo el discurso de nuestra vida negociásemos y padeciésemos trabajos por causa de decir donaires. Porque todas las cosas, hablando así sumariamente, las apetecemos por causa de otras, excepto la felicidad, porque este es el fin de todas ellas. Afanarse, pues, mucho y trabajar por amor de burlas y niñerías, mucha necesidad parece y mucha niñería. Pero burlarse algún poco para después volver a las cosas de veras con hervor, como decía Anacarsis, parece estar bien dicho. Porque las burlas parecen una manera de descanso, y como los hombres no pueden perseverar en el trabajo de contino, tienen necesidad de algún descanso. No es, pues, el reposo el fin de nuestra vida, porque lo tomamos por amor del ejercicio. Y la vida bien afortunada parece consistir en las cosas hechas conforme a virtud, y esta es la vida virtuosa, y no en las burlas ni en las gracias, porque las cosas virtuosas mejores decimos que son, que no las cosas de risa y las de gracias, y el ejercicio de la mejor parte y del mejor hombre, mejor virtuoso cierto es, así el ejercicio del que es mejor, más principal será y más importante para la felicidad. De los deleites corporales, pues, quienquiera puede gozar, aunque sea un vil esclavo, no menos que el bueno, pero la felicidad ninguno la atribuirá al esclavo; si ya también la vida virtuosa no tuviese. Porque no consiste la felicidad en semejantes conversaciones, sino en los ejercicios hechos conforme a virtud, como ya está dicho en lo pasado.
Capítulo VII
De la felicidad contemplativa
Declarado ya qué es y en qué consiste la felicidad, propone agora Aristóteles cuál es la mayor felicidad, y muestra ser la mayor la que consiste en la contemplación y en la consideración de las cosas, pues la parte que es más excelente y más divina en los hombres, se ejercita en ella, que es el entendimiento. Y también porque esto es lo que los hombres pueden hacer más continuamente sin fatiga, y porque al juicio bien dispuesto no hay cosa que tanto gusto le dé. Asimismo porque este es un ejercicio que menos necesidad tiene de cosas exteriores, lo cual es propio de la felicidad. Confórmase mucho este parecer con la verdad de nuestra fe, la cual nos enseña que aquellos verdaderamente bienaventurados, que en el otro siglo gozan de Dios, en éste tienen su felicidad, cuyo deleite excede a todo género de deleites. Y aun por boca de nuestro mismo Redemptor está esto aprobado, cuando pronunció que María Magdalena había escogido la mejor parte, la cual, como el sagrado Evangelio lo cuenta, estaba a los pies del Señor contemplando y considerando sus divinos sermones y palabras.
Pues si la felicidad es ejercicio conforme a la virtud, más princiforme (sic) a razón que ha de ser conforme a la virtud más principal, la cual es la virtud de la mejor y más principal parte, ora sea ésta el entendimiento, ora otra cosa, la cual conforme a la naturaleza parece que manda y es la capitana, y que tiene conocimiento de las cosas honestas y divinas, ora sea ella de suyo cosa divina, ora la más divina que en nosotros se halla. El ejercicio, pues, désta, hecho conforme a su propria virtud, será la perfeta felicidad. Y que la virtud de esta parte sea la contemplativa, ya está dicho, y esto que decimos muestra conformar con lo que ya antes está dicho y con la verdad misma. Porque este ejercicio es el más principal de los ejercicios, pues el entendimiento es lo principal que hay en nosotros, y de las cosas que se conocen, las más principales son las que el entendimiento considera. A más de esto, éste es el más continuo de los ejercicios, porque más continuamente podemos contemplar que no obrar cualquiera cosa. También tenemos por cierto que en la felicidad ha de haber mezcla de deleite, pues sin contradicción ninguna el ejercicio de la sabiduría es el más deleitoso de todos los ejercicios de virtud, porque parece que la sabiduría tiene en sí maravillosos deleites, así cuanto a la pureza de ellos, como cuanto a la firmeza, y por esto, conforme a razón, más aplacible les es la vida a los que saben, que a los que preguntan, así como aquello que llamamos suficiencia más cuadra a la contemplación. Porque de las cosas que son menester para el vivir, el sabio y el justo y todos los demás tienen necesidad. Pero siendo de estas cosas bastantemente proveídos, el justo tiene aún necesidad de aquellos para quien y con quien use de justicia, y de la misma manera el templado, y también el valeroso, y cada uno de todos los demás. Pero el sabio, estando consigo a solas, puede contemplar, y cuanto más sabio fuere muy mejor. Ello por ventura es mejor hacerlo en compañía, pero con todo eso es el sabio más bastante para sí. Parece asimismo que sola la contemplación es amada por sí misma, porque de ella ningún otro provecho procede fuera del mismo contemplar, pero en los negocios parece que algo más o menos alcanzamos fuera de la misma obra. También parece que la felicidad consiste en el reposo, porque si tratamos negocios es por después descansar, y si hacemos guerra es por después vivir en paz; los ejercicios, pues, de las virtudes activas consisten, o en los negocios tocantes a la república, o en las cosas que pertenecen a la guerra, y las obras que en estas cosas se emplean parecen obras ajenas de descanso, y sobre todas, las cosas tocantes a la guerra. Porque ninguno hay que amase el hacer guerra sólo por hacer guerra, ni aparejase lo necesario sólo por aquel fin, porque se mostraría ser del todo cruel uno y sanguinario, si de amigos hiciese enemigos sólo porque hobiese batallas y muertes se hiciesen. También es falto de descanso el ejercicio del que gobierna la república, y a más del gobierno procura para si señoríos o dignidades, o la felicidad para sí o para sus ciudadanos, diferente de aquella común civil que aquí buscamos como manifiestamente diferente. Pues si entre todos los ejercicios y obras de virtud, las civiles y tocantes a la guerra son las más principales en honestidad y grandeza, y éstas carecen de descanso y van dirigidas a otro fin, y no son por sí mismas dignas de escoger, y el ejercicio del entendimiento, siendo contemplativo, parece que difiere y se aventaja en la afición y que no pretende otro fin alguno fuera de sí mismo, pero que en sí mismo tiene su deleite propio, el cual su propio ejercicio hace ir de augmento y hay en él bastante suficiencia y descanso y seguridad de fatiga, cuanto el humano estado es capaz de ella; y todas las demás cosas que se atribuyen a un varón bien afortunado, parece que se hallan en este ejercicio de la contemplación, ésta por cierto será la felicidad perfeta del hombre, si se le añade perfeta largueza de la vida, porque ninguna cosa imperfeta es de las que comprende en si la felicidad. Pero tal vida como ésta más perfeta sería que la que un hombre puede vivir en cuanto hombre, porque en cuanto hombre no viviría de esta manera, sino en cuanto hay en él alguna cosa divina; y cuanto ésta difiere de las cosas compuestas, tanta diferencia hay del ejercicio désta al de las demás virtudes. Y si en comparación del hombre el entendimiento es cosa divina, también será divina la vida que es conforme al entendimiento, en comparación de la vida de los hombres. Conviene, pues, que no sigamos el parecer de los que dicen que, pues somos hombres, que nos contentemos con saber las cosas de hombres, y pues somos mortales, que amemos lo mortal, sino que en cuanto posible fuere nos hagamos inmortales y hagamos todo lo posible por vivir conforme a lo mejor que hay en nosotros; lo cual aunque en el tomo es poco, con todo eso en poder y valor a todo lo demás hace mucha ventaja. Y aun parece que cada uno de nosotros es este entendimiento, pues somos lo qué es más principal y lo mejor. Cosa, pues sería, por cierto ajena de razón, que uno dejase de seguir la vida que es propria suya por escoger la de otra cualquier cosa. Cuadra también al propósito lo que está ya dicho arriba, porque lo que a cada uno le es propio, según su naturaleza, aquello mismo le es lo mejor y lo más deleitoso y aplacible. Y así al hombre le será tal la vida que es conforme al entendimiento, pues el hombre más particularmente es entendimiento que otra cosa. Esta tal vida, pues, será la más próspera y mejor afortunada.
Capítulo VIII
En que se prueba que el sabio es el mejor afortunado
Después que con muy claras razones ha probado el filósofo que la vida contemplativa es la más perfeta vida, trata agora de la vida activa, la cual consiste en el ejercicio de las demás virtudes, y muestra ser ésta inferior a la contemplativa, pues consiste más en negocios y en afectos, los cuales, sin duda ninguna, no tienen que ver con el sosiego y quietud del entendimiento. Pruébalo también por la común opinión de los hombres, los cuales atribuyen a Dios la vida más perfeta, así como él, sin comparación, es lo más perfeto; y así le atribuyen la contemplación y consideración, en cuanto el hombre puede considerar y entender la divinidad. Nadie a Dios le atribuye negocios ni ocupaciones, sino los necios de los poetas gentiles, que las cosas de Dios las pintaban al modo de los hombres, por lo cual son reprendidos de Platón en los libros de república, como hombres que las flaquezas de los hombres las quisieron autorizar con el nombre de Dios, con grande injuria de la divinidad. Y así también aquí el filósofo se burla de semejantes necedades.
Después désta es la más perfeta la que es conforme a las demás virtudes. Porque los ejercicios de ellas son humanos, porque las cosas justas, y las valerosas, y las demás que conforme a virtud se hacen, tratámoslas los unos con los otros en nuestras contrataciones y necesidades, y en todo género de negocios, repartiendo a cada uno lo que conviene en lo que toca a los afectos. Pero todas estas cosas parecen ser cosas humanas, y aun algunas de ellas proceder del mismo cuerpo, y aun la virtud moral es cosa muy anexa a los afectos. La prudencia también está unida con la moral virtud, y la moral virtud con la prudencia, pues los principios de la prudencia consisten en las virtudes morales, y lo perfeto de las virtudes morales será regla por la virtud de la prudencia. Y pues estas virtudes a los afectos son anexas, consistirán por cierto en todo el compuesto, y las virtudes de todo el compuesto son virtudes humanas, y así lo será también la vida que conforme a ellas se hace y la felicidad que procede de ellas. Pero la felicidad que del entendimiento procede, es cosa que está de parte, porque sólo esto tratamos aquí de ella, porque tratarlo más exquisitamente excede a la materia que tratamos de presente. Y aun parece que de las cosas de defuera tiene esta felicidad poca necesidad, o a lo menos no tanta cuanta la moral. Porque de las cosas para su propio sustento necesarias, ambas a dos tienen igual necesidad, aunque mas se fatiga el varón civil por lo que toca al cuerpo y por las cosas semejantes. Pero, en fin, difieren poco en cuanto a esto, pero en cuanto a sus propios ejercicios, hay entre ellos mucha diferencia, porque el varón liberal tiene necesidad de dineros para ejercitar las cosas de la liberalidad, y también el justo para volver el galardón, porque las voluntades son inciertas, y aun los que no son justos fingen tener gana de hacer obras de justicia. Asimismo el hombre valeroso tiene necesidad de poder, si algo ha de llegar al cabo de las cosas que, a aquella virtud tocan. También el templado tiene necesidad de libertad, porque no teniéndola ¿como se verá si es tal, o es al contrario? Dispútase también cuál es más propria de la virtud, la elección o la obra, como cosa que en ambas a dos consiste. La perfeta virtud, pues, claramente se ve que consiste en la una y en la otra, pero para el ponerlo por obra, otras muchas cosas ha menester; y aun cuanto mayores y más ilustres sean las obras, tanto más cosas requiere. Pero el que contempla, ninguna cosa de estas ha menester para su ejercicio; antes le son (digámoslo así) una manera de estorbo para su contemplación. Aunque este tal, en cuanto es hombre y huelga de vivir con muchos, obrará también según virtud, y así, para tratarse como hombre, terná necesidad de estas cosas. Pero que la contemplación y ejercicio contemplativo sea la perfeta felicidad, por esto lo entenderemos claramente: porque a los dioses más particularmente los juzgamos por dichosos y bienaventurados; pero ¿qué ejercicios o qué obras les debemos atribuir? ¿Por ventura las de justicia? ¿No sería cosa de risa ver a los dioses hacer contratos y restituir los depósitos y hacer cosas semejantes? ¿O diremos que son valientes, y que guardan las cosas temerosas, y se ponen en peligros, porque el hacer esto es cosa honesta? ¿Pues qué, diremos que son liberales? ¿A quién, pues, darán? También parece cosa ajena de razón decir que los dioses tengan dineros o cosa semejante ¿O diremos que son templados? ¿Para qué lo han de ser? ¿O es para ellos por ventura alabanza pesada el decir que carecen de deseos malos? Si queremos, pues, discurrir por todo, hallaremos que todas las cosas tocantes a negocios son cosas pequeñas y no dignas de ser atribuidas a los dioses. Pero todos piensan que los dioses viven y que se ocupan en algunos ejercicios por la misma razón, porque no han de estar durmiendo como Endimion. Quitándole pues al que vive el obrar, o por mejor decir, el hacer, qué le resta sino el contemplar? De manera que el ejercicio de Dios, el cual excede en bienaventuranza, es contemplativo, y de la misma manera, entre los hombres, el ejercicio que más cercano fuere a éste, será el más bien afortunado. Entiéndese también por esto que los demás animales no participan de la felicidad, careciendo del todo deste ejercicio, porque a los dioses toda la vida les es bienaventurada; pero a los hombres tanto cuanto su vida es un retrato del ejercicio de los dioses. Pero de los demás animales ninguno se dice ser bienaventurado, porque en ninguna manera participan de la contemplación. Tanto, pues, se extiende la felicidad, cuanto la contemplación, y los que más participan del contemplar, también participan más del ser bienaventurados, y esto no accidentariamente, sino por razón de la misma contemplación, porque ella por sí misma es cosa preciosa. De manera que la felicidad no es otra cosa sino una contemplación. Aunque este tal bien afortunado, pues es hombre, también terná necesidad de tener abundancia de los hombres de defuera, porque la naturaleza de suyo no es suficiente para el contemplar, sino que conviene que el cuerpo esté sano y que tenga su mantenimiento y el demás servicio necesario. Pero no porque no sea posible ser uno bienaventurado sin los bienes exteriores, por eso habemos de pensar que el bienaventurado terná necesidad de muchos de ellos y de muy cumplidos, porque la suficiencia no consiste en exceso, ni tampoco el juicio, ni menos el hacer la obra, porque bien podemos obrar cosas honestas sin ser señores de la tierra o de la mar, pues puede uno con mediana facultad de cosas ejercitarse en las obras de virtud. Lo cual se puede ver muy a la clara, porque los particulares ciudadanos no parece que se ejercitan menos en las cosas de virtud, antes más que las gentes poderosas. Basta, pues, tener hasta esta cantidad los bienes de fortuna, porque la vida del que en virtud se ejercitare, será bienaventurada. Solón, pues, por ventura que quiere significarnos los bienaventurados donde dice, y muy bien, que aquellos lo serán, que en las cosas exteriores fueren medianamente abundantes y hobieren hecho cosas ilustres, según a él le parecía, y templadamente hayan vivido. Porque bien es posible que los que medianamente tienen lo que han menester, hagan lo que deben. Parece asimismo que Anaxágoras no llama bien afortunado al rico ni tampoco al poderoso, cuando decía que no se maravillaba él de que el vulgo estimase en mucho a un hombre malo, porque el vulgo juzga solamente por las cosas que parecen de fuera, y, de solas aquellas tiene conocimiento, y parece que las opiniones de los sabios conforman con las razones. Estas cosas, pues, parece que tienen alguna probabilidad, pero en los negocios júzgase la verdad por las obras y la vida, porque en éstas está lo principal. Conviene, pues, que se considere esto que habemos dicho haciendo anotomía de ello en las obras y en la vida, y que cuando las razones conformaren con las obras, se acepten; y si difieren, han de diputarse por fábulas y palabras huecas. El que en los negocios de la vida se conduce según la razón, honrándola y respetándola, paréceme ser el mejor y el más amado de los dioses; porque si los dioses tienen algún cuidado de las cosas humanas (como parece verisímil), probable es que se deleiten con aquella parte del hombre que mejor es y más aproximada a ellos, es decir, con la razón, y que protejan especialmente a los que en mayor grado aman y veneran a aquélla, porque ven que éstos prestan acatamiento a lo que ellos prefieren, y viven recta y honestamente. Y está claro que todo eso se da principalmente en el sabio, por lo cual es éste el más amado de Dios, y resulta verisímil que sea también el más feliz. Por lo cual, aun en este concepto, será el sabio el más dichoso de todos los hombres.
Capítulo IX
Del saber y de la práctica en esta filosofía
Trata el filósofo en este capítulo de la necesidad de que el gobernador de la república dicte preceptos para mover a los hombres al ejercicio de la virtud, lo cual no puede hacer si no se le da autoridad para que lo que él determinare y ordenare dentro de aquel pueblo o ciudad, sea firme y valga por ley particular, y pueda prohibir las demasías en lo que toca al comer, al vestir, a los juegos, al holgar, a los malos tratos y torpes usuras, a las mercaderías que no valen para otro sino para estragar la pública honestidad. Porque con esto habrá pública disciplina, y los hombres, comenzando a seguir la virtud por temor de la ley, vernán después cuando tengan más sano el juicio a amarla por sí misma. Todo esto se hará muy bien si en semejantes senados no se admitieren hombres ambiciosos de honra, ni codiciosos de dinero, porque tales gentes como éstas no valen sino para destruir la buena disciplina, sino hombres de costumbres moderadas, y que tengan esta ciencia, y sepan a quién han de inducir con premio y a quién con castigo, que son las dos riendas por donde los hombres han de ser regidos. Concluye, en fin, su libro, prometiendo tratar de la república, y mostrando el cómo, la cual obra también, si el Señor nos diere fuerzas para ello, la traduciremos para utilidad de todos en nuestra vulgar lengua.
Pero por ventura, si de estas cosas y de las virtudes, y también del amistad y deleite, así sumariamente está tratado, ¿habemos por eso de entender que ya nuestro propósito ha llegado al cabo? ¿O como se dice comúnmente en las cosas que se hacen, no consiste el fin en el considerar ni entender cada una de ellas, sino en el ponerlas por la obra? No basta, pues, en lo que toca a la virtud el saber, sino que se ha de procurar de poseer la virtud y usar de ella, o si otra vía hay por donde seamos hechos buenos. Si las razones, pues, fueran bastantes para hacer los hombres buenos, de muchos y grandes premios (como Teognis dice), fueran dignas, y con cualquier dinero fuera bien comprarlas. Pero parece que lo que ellas más pueden hacer, es exhortar y incitar a los más generosos mancebos a las costumbres generosas, y el que de suyo es aficionado a lo bueno, hácele perseverar en la virtud. Pero a la vulgar gente no bastan a inducirla a que a las cosas buenas se aficione, porque el vulgo no es apto para ser regido por vergüenza, sino por temor, ni apartarse de lo malo por su propio corrimiento, sino por el castigo, porque viven rigiéndose por sus afectos, buscan sus propios deleites y las cosas de donde les pueden proceder, y huyen de las contrarias pesadumbres. Pero de lo que es honesto y realmente deleitoso ni aun noticia no tienen, porque no son gente que gustan de cosas semejantes. A tal gente, pues, como ésta, ¿qué razón hay que baste a ponerlos en regla ni concierto? Porque las cosas que de mucho tiempo están recebidas en costumbres, no pueden, a lo menos no es cosa fácil, mudarlas por palabras. Y aun por ventura nos habemos de tener por contentos, si cuando están a la mano todas las cosas que para ser buenos parece que habemos menester, abrazamos aún entonces la virtud. Hay, pues, algunos que tienen por opinión que los hombres se hacen buenos por naturaleza, otros que por costumbres, y otros que por doctrina. Lo que toca, pues, a la naturaleza, manifiesta cosa es que no está en nuestra mano, sino que los que son realmente bien afortunados, lo alcanzan por alguna causa divina. Pero la razón y la doctrina no tienen fuerza en todo, sino que es menester que el ánimo del oyente esté dispuesto con buenas costumbres para que, como debe, ame lo que ha de amar y aborrezca lo que ha de aborrecer, de la misma manera que conviene estar bien sazonada la tierra que ha de recibir la simiente. Porque el que a su gusto vive, ni escucha la razón que le desaconseje aquello, ni tampoco la entenderá. Y al que de esta manera está dispuesto, ¿quién será bastante a persuadirle? En fin, el afecto no parece que es cosa que se subjeta a la razón, sino a la fuerza y al castigo. Conviene, pues, que preceda costumbre propria en alguna manera de la tal virtud, la cual costumbre ame y se aficione a lo honesto, y aborrezca lo que es torpe y deshonesto. Pero es dificultosa cosa, donde la mocedad, alcanzar vida encaminada a la virtud, no criándose uno debajo de leyes que inclinen a lo mismo, porque el vivir templadamente y perseverando en ello, a la gente vulgar no le es aplacible, y especialmente a gente moza. Por esto conviene que así el comer como los ejercicios en que se han de ejercitar sea tasado por las leyes, porque acostumbrándose a ello, no les será pesado. Pero no basta por ventura que los que son mancebos alcancen buena regla en su vivir y buen regimiento, sino que conviene también que, llegados a ser varones, se ejerciten y acostumbren en lo mismo, y para esto tenemos necesidad de buenas leyes, y aun para todo el discurso de la vida, porque los más de los hombres, más obedecen por fuerza que por razón, y más por castigos que por honestidad. Por esto les parece a algunos que los que hacen leyes deben convidar y exhortar a la virtud por causa de la misma honestidad, como cosa a la cual los buenos señaladamente obedecerán por lo que tienen de costumbre; pero a los que fueren desobedientes y no bien inclinados se les pongan penas y castigos, y a los que del todo fueren incurables los echen de la tierra. Porque el que bueno fuere y viviere conforme a la honestidad, dejará regirse por razón, pero el malo y amigo de vivir a su apetito como bestia, sea castigado con la pena. Y por esto dicen que conviene que se pongan tales penas, que sean del todo contrarias a los deleites a que ellos son aficionados, pues si el que ha de ser bueno, como está dicho, conviene que sea criado y acostumbrado bien y que después viva ejercitándose en buenos ejercicios, y que ni por fuerza, ni de su voluntad haga cosa mala, y esto se ha de hacer, viviendo conforme a algún buen juicio y a orden alguna buena que en sí tenga alguna fuerza, el paternal señorío, por cierto, ni tiene fuerza, ni necesidad que fuerce ni aun el de un solo varón, sino que sea rey o cosa semejante. Pero la ley tiene fuerza y poder obligatorio, siendo una razón que haya procedido de alguna grave prudencia y buen juicio. Asimismo los hombres suelen aborrecer a los que les van a la mano a sus deseos, aunque lo hagan con razón, pero la ley no es cosa pesada cuando manda lo que es bueno. En sola, pues, la república de los Lacedemonios parecen algunas otras pocas parece que el legislador tuvo algún cuidado de la crianza y ejercicio, pero en los más de los pueblos ningún cuidado hay de cosas semejantes, sino que cada uno vive como quiere, rigiendo sus hijos y mujer de la manera que se cuenta en las fábulas que los regían los Cíclopes. Lo mejor, pues, de todo sería que en esto hobiese un común y buen gobierno, que fuese bastante para haberlo de hacer. Pero si en lo público hay descuido en esto, parece que le convernía a cada uno encaminar sus hijos y amigos a la virtud, o a lo menos procurarlo. Y parece que más perfetamente lo podría esto hacer, si conforme a lo que hasta aquí habemos tratado se hiciese este tal un buen legislador; pues los comunes gobiernos se tratan y rigen por las leyes, y aquellas son buenas leyes que están hechas por buenos. Ni parece que habrá diferencia de que las tales leyes sean escritas o no sean, ni tampoco de que por las tales leyes uno o muchos sean regidos o instruidos de la misma manera que en la música, y en el arte de la lucha y en los demás otros ejercicios, porque así como en los pueblos mandan la cosas instituidas por ley o por costumbre, de la misma manera en las casas las palabras y costumbres paternales, y aun más aquí por el cercano parentesco y por los beneficios, porque naturalmente los hijos son ya aficionados y benévolos al padre. Asimismo hay mucha diferencia de la crianza y doctrina particular a la universal o general, de la misma manera que en la medicina. Porque generalmente a todo hombre que está con calentura le conviene la dieta y el reposo, pero particularmente a alguno por ventura no le es provechoso. También el que enseña a combatir no ejercita por ventura a todos en un mismo género de ejercicio, y aun parece que cada cosa se tratará más exquisitamente, teniéndose particular cuidado de ella, porque de esta manera cada uno alcanza mejor lo que le conviene; pero de cualquier cosa en particular ternía mejor cuido el médico o el maestro de la lucha o cualquier otro artífice que sea, si generalmente entendiere lo que a todos conviene, y también lo que a éstos o aquéllos, porque las ciencias son de cosas generales y estas mismas tratan. Pero con todo eso bien pudiera ser por ventura que algún particular, aunque no entienda la ciencia en general, rija bien y tenga cuidado de alguna cosa así en particular, sabiendo y habiendo visto por la experiencia lo que en las cosas particulares acaece, así como hay algunos que para sí mismos parece que son buenos médicos, y para otrie no podrían aprovechar cosa ninguna; no menos, pues, por ventura parece que el que en cualquiera cosa quiere ser artífice y contemplativo, ha de darse a entender lo universal y comprenderlo de la mejor manera que ser pueda, porque ya está dicho que en éste están las ciencias puestas; y aun que por ventura, que el que quiere poner diligencia en hacer mejores, ora a muchos, ora a pocos, debe procurar de ser hombre apto para hacer leyes, si mediante las leyes nos habemos de hacer buenos. Porque disponer bien una buena ley, que ya de antes está puesta, no es oficio de quien quiera, sino que si de alguno es, es del que lo entiende, así como en la medicina y en las demás artes, que consisten en diligencia y en prudencia, ¿Habemos, pues, por ventura de tratar tras de esto, de dónde y cómo se hace uno apto para hacer leyes? ¿O habemos de decir que esto, como todo lo demás, se ha de tomar de los libros de república? Porque esta facultad parece ser una partecilla de la disciplina de república. ¿O diremos que no es de la misma manera en la disciplina de república, que en las demás ciencias y facultades? Porque en las demás facultades véese claro que los mismos que las enseñan son los que usan de ellas, como los médicos y los pintores. Las cosas, pues, tocantes al gobierno de la república, los sofistas prometen enseñarlas, pero ninguno de ellos las ejercita sino los que están para el gobierno de los pueblos, los que les parece que lo hacen más por su buen juicio, y por la experiencia, que por cierta razón de entendimiento. Porque de esta facultad jamás vemos que escriban ni disputen (aunque fuera por ventura mejor hacerlo esto que escribir oraciones judiciales o deliberativas), ni tampoco vemos que a sus propios hijos los hacen aptos para el gobierno de la república, ni menos a ninguno de sus amigos, y parece conforme a razón que, si pudieran, lo hicieran, porque ninguna cosa podían desear más útil para los pueblos, ni desear para sí cosa mejor que semejante facultad, ni para los que más queridos suyos fuesen. Pero importa para esto mucho la experiencia, porque si no fuese así, no se harían los hombres más aptos para el gobierno de la república por el uso y costumbre de regirla. Por esto los que desean entender las cosas de la república, parece que tienen necesidad de experiencia. Pero los sofistas, que prometen enseñarlas, parecen estar muy lejos de hacer lo que prometen, porque del todo, ni ellos saben qué cosa es esta ciencia, ni menos de qué trata, porque si lo supiesen, no dirían que es lo mismo que la retórica, ni que es menor que la retórica; ni tenían por opinión que es cosa fácil el hacer leyes, juntando a una las leyes que les parecen buenas, porque se pueden escoger de allí las que fueren mejores, como si el escoger no fuese cosa que requiere buen ingenio y saber bien discernir cuál es lo mejor, como en las cosas que pertenecen a la música. Porque los que en cada cosa tienen experiencia, juzgan bien las obras, y de dónde, y cómo se hacen perfetas las cosas que ellos saben, y qué cosas conforman las unas con las otras, pero los que no tienen experiencia, hanse de tener por contentos de alcanzar siquiera a entender si está bien o mal hecha la obra, como acontece en la pintura. Pero las leyes parecen ser obras civiles. ¿Cómo, pues, con lo que los sofistas enseñan, será, uno apto para hacer leyes o para juzgar cuáles son las mejores? Porque ni aun médicos no parece que se hacen los hombres con sólo leer los libros, y con todo se atienen no solamente a tratar de los remedios, pero aun si pueden tener ciencia de ellos, y aun la de curar, distinguiendo los hábitos por sí de cada uno. Estas cosas, pues, para los que tienen experiencia cosas útiles parecen, pero para los que no son doctos, no sirven de nada. El hacer, pues, conferencias de leyes y de repúblicas para aquellos que pueden considerar y juzgar en esta materia lo que es bueno, o lo contrario, y determinar qué cosas cuadran unas con otras, por ventura que sería útil. Pero los que sin tener hábito en esto quieren tratar de ello, no juzgarán bien de ello, sino acaso. Lo que por ventura tenían, es que serían más aptos para comprenderlo. Pero, pues, los pasados dejaron esta materia del hacer leyes sin tratar, mejor será por ventura quo nosotros la tratemos y estudiemos, y aunque del todo disputemos de la disciplina de república, para que, cuanto a nosotros fuere posible, demos el remate a la filosofía que trata y considera las cosas que tocan al gobierno de los hombres. Procuremos, pues primeramente de tratar si algo particularmente dijeron bien acerca de esto los pasados. Después, conferiendo unas repúblicas con otras, consideremos qué cosas son las que conservan y cuáles las que destruyen las repúblicas, y también cuáles destruyen particularmente cada género de república y por qué causas unas son bien administradas y otras al contrario. Porque, consideradas estas cosas, entenderemos por ventura mejor cuál es el mejor gobierno de república y cómo está ordenada cada una, y de qué leyes y costumbres usa. Sigámoslo, o pues, comenzándolo a tratar desta manera.
CAPÍTULO VI
1. Personalidad
Aristóteles es el discípulo de Platón por excelencia, y como todo gran discípulo, no se limitó a repetir a su maestro, sino que creó un sistema de filosofía nuevo. Nació en el año 384 a.C, y murió en el 322 a.C. Es autor de, una obra muy vasta, que abarca no solamente todas las ramas de la filosofía, sino también prácticamente todos los sectores de la ciencia y, en general, del saber humano; sus escritos cubren el territorio de la física, la biología, la psicología, la sociología, la política, la poética, etc. Ello fue causa, entre otros factores, de que su obra haya sido considerada durante siglos -fundamentalmente en la Edad Media- como la obra científica por excelencia, ocupando en el terreno filosófico y científico un lugar semejante al que le correspondió a la Biblia en el campo religioso. Ello no implica que el pensamiento aristotélico sea necesariamente coincidente con la religión, y, concretamente, con la religión cristiana; pero, de todos modos, sin olvidar la enorme influencia que ejerció sobre judíos y musulmanes, o sobre Hegel, para mencionar un autor moderno, el hecho es que fue incorporado (y adaptado, naturalmente) al pensamiento cristiano, en especial a través del mayor filósofo y teólogo de la Iglesia, Santo Tomas de Aquino. En este último sentido, el pensamiento aristotélico está asimilado de manera muy viva al filosofar occidental y, en especial, al contemporáneo, dada la gran extensión de la escuela tomista en nuestro mundo (cf. Cap. VII, § 1).
Pero fuera de tales circunstancias, la importancia de Aristóteles, como la de Platón, consiste, en términos más generales, en que estos pensadores constituyen dos tipos clásicos de todo posible filosofar; más todavía, los modelos de dos actitudes contrapuestas frente a la realidad, dos tipos opuestos de existencia humana. Por ello podemos aproximarnos al pensamiento aristotélico, como es sólito hacerlo, a través de la contraposición entre ambos pensadores, que se ha convertido en lugar común en la literatura filosófica. De acuerdo con este esquema, Platón representa al idealista, al hombre que tiene su pensamiento dirigido a otro mundo, que no es este mundo sensible, sino un mundo perfecto, de idealidades eternas y absolutamente excelentes y bellas. Aristóteles, en cambio, representa el "realismo", porque para él el verdadero ser no se halla en aquel trasmundo de las ideas platónicas, sino en este mundo concreto en que vivimos y nos movemos todos los días. La expresión plástica de esta contraposición se encuentra en el fresco La escuela de Atenas (1509-1511), de Rafael, que se halla en el Vaticano. En el centro de esta obra maestra aparecen los dos filósofos: Platón dirige su índice hacia lo alto, como apuntando al mundo de las ideas, en tanto que Aristóteles señala este mundo sensible y cotidiano que todos conocemos. La sola actitud de los dos filósofos en el cuadro de Rafael expresa sus respectivas teorías y personalidades.*
2. Críticas a la teoría de las ideas
Por lo demás, Aristóteles mismo se encargó de fijar su propia posición filosófica mediante una serie de críticas a su maestro. Aristóteles también afirma la "idea" -para emplear el término platónico-, lo universal; afirma lo racional y sostiene que el único objeto posible del conocimiento verdadero es la esencia, el ente inmutable que sólo nuestra razón capta. Pero lo que no comparte con Platón es la supuesta necesidad de establecer dos mundos separados: segregar las ideas o esencias ("formas", las va a llamar Aristóteles) de las cosas sensibles, convertirlas en realidades independientes, es lo que no admite del platonismo. De allí sus críticas, que, por lo que aquí interesa, pueden resumirse en cuatro puntos.
a) La filosofía platónica representa una innecesaria duplicación de las cosas. Platón afirma que hay dos mundos, el sensible y el inteligible, pero de esta manera, en lugar de resolver el problema metafísico -determinar el fundamento de todos los entes-, lo complica; puesto que en vez de explicar un mundo, habrá que explicar dos, con el resultado entonces de que el número de cosas por explicar se habrá multiplicado, a juicio de Aristóteles, innecesariamente. Pues hay un principio de "economía" del pensamiento, que Aristóteles no formuló explícitamente, pero que en todo caso expresa bien su punto de vista respecto de este problema; el principio dice que "el número de los entes no ha de multiplicarse sin necesidad" (entia non sunt multiplicando praeter necessitatem). Esto significa que si se puede resolver un problema o explicar un fenómeno con ayuda de un solo principio, no hay por qué hacerlo con dos o tres; la explicación más sencilla es preferible a la más complicada (siempre claro está, que sea una explicación suficiente). Y en la medida en que Platón postula dos mundos, no haría sino complicar el problema.[1]
b) La segunda crítica se refiere a la manera cómo Platón intenta explicar la relación entre los dos mundos. Cuando Platón se enfrenta con este problema dice que las cosas sensibles -por ejemplo, este caballo individual que vemos- participan o son copias de una idea, que es como su modelo -la idea de caballo (cf. Cap. V, § 11). Pero, según Aristóteles, expresiones como "participación", "copia", "modelo", etc., no son en realidad verdaderas explicaciones; Platón no hace sino valerse de metáforas, y en lugar de aclarar conceptualmente la cuestión, como debiera hacer la filosofía, se refugia en imágenes literarias; en este sentido, habría quedado atado al mundo de los mitos, es decir, a un mundo anterior a la aparición del pensamiento racional y científico.
c) En tercer lugar, Aristóteles observa que no se ve cómo ni por qué, dadas las ideas -que son estáticas, inmutables-, tenga que haber cosas sensibles -que son esencialmente cambiantes. ¿Cómo y por qué la idea de casa produce esta casa concreta y singular en que nos encontramos? Supuesta la naturaleza inmutable, autosuficiente, de las ideas, no se comprende de manera ninguna cómo puedan ser "causa" (tal como tienen que serlo, según Platón) de las cosas sensibles, de su generación y corrupción, de su transformación constante: lo permanentemente estático y siempre idéntico a sí mismo no puede ser causa del devenir. La idea de casa, por sí sola, nunca hará surgir la casa real (hará falta, además el arquitecto o el albañil, según Aristóteles).
d) Una cuarta crítica se conoce bajo el nombre de "argumento del tercer hombre". De acuerdo con Platón, la semejanza entre dos cosas se explica porque ambas participan de la misma idea. Por ejemplo, Juan y Pedro son semejantes porque ambos participan de la idea de "hombre" (de la misma manera como esta mesa y la que está en la habitación contigua son semejantes porque participan de la idea de "mesa", que ambas tienen en común). Pero como también hay semejanza entre Juan y la idea de hombre, será preciso suponer una nueva idea -el "tercer hombre"- de la cual Juan y la idea de hombre participen y que explique su semejanza; y entre esta nueva idea, la anterior y Juan, habrá también semejanza..., lo cual claramente nos embarca en una serie infinita (regressus in infinitum) con la que nada se explica, puesto que con tal procedimiento no se hace más que postergar la explicación, de tal modo que el problema queda siempre abierto.
Conviene hacer dos observaciones respecto de estas críticas, y, en general, respecto de las relaciones de Aristóteles con su maestro. La primera es que estos reparos, en substancia, aparecen ya en el propio Platón -en el Parménides-; son, pues, dificultades que el propio Platón encontró en su doctrina, y que lo llevaron a una revisión o profundización de la teoría de las ideas, especialmente a partir del Sofista. En segundo lugar, después de lo dicho conviene atenuar la contraposición entre ambos filósofos, que quizás es más notable en las palabras que no en las cosas mismas; las coincidencias -como, por ejemplo, en la concepción ideológica de la realidad, o en la valoración del concepto frente a lo sensible, entre otras- señalan profundas afinidades de fondo.[2] Es probable, por último, que las críticas de Aristóteles se refieran, más que a Platón mismo, a algunos de sus discípulos.
3. Las categorías
Según Aristóteles, la realidad es este mundo de cosas concretas en que vivimos: como esta casa, este árbol, aquel hombre singulares. Y de este tema, de la realidad, se ocupa (cf. Cap. I. § § 3 y 4) la metafísica como disciplina fundamental de la filosofía. El término mismo de "metafísica" no lo empleó Aristóteles, pero es el título con que, en época posterior, se bautizó una de sus obras más importantes (o, por mejor decir, un conjunto de tratados independientes, reunidos por los editores de sus escritos); Aristóteles mismo llama a esta disciplina "filosofía primera", y la define, según también dijimos (cf. Cap. I, § 3), al comienzo del libro IV de dicha obra como "un saber que se ocupa de manera puramente contemplativa o teorética del ente en tanto ente y de lo que en cuanto tal le compete".[3]
Ahora bien, ocurre que la palabra "ente" -como la palabra "ser"- tiene diferentes significados, si bien todos conectados entre sí. El libro VII de la Metafísica se inicia con estas palabras: "El ente se dice de muchas maneras".[4] En efecto, no es lo mismo decir: "esto es una silla", que decir: "esta silla es blanca", o bien: "la silla es de un metro de alto". En los tres casos nos referimos a entes -la silla "es", y "es" el blanco, y también "es" la altura-; pero está claro que en cada caso el "es" tiene sentido diferente, y por ello dice Aristóteles que el ser se a-ice de muchas maneras.
Tales maneras se reducen a dos fundamentales: el modo de ser "en sí" (in se) y el modo de ser "en otro" (in alio). El ser de esta mesa es in se, es decir, en sí o por sí mismo; se trata de un ser independiente. El color, en cambio, o la cantidad, son modos de ser que sólo son en tanto están en otro ente, en tanto inhieren en él; el blanco es el blanco de la mesa, la cantidad -diez metros, por ejemplo- es, póngase por caso, la altura de un edificio. Y nunca encontramos un color que exista de por sí; siempre será el azul del cielo, o de una tela, etc. Esta mesa, en cambio, tiene un ser en sí; es justamente un ente tal, en el cual puede aparecer el blanco, o el azul, o los diez metros.
Este ser "en sí" lo llama Aristóteles ousia (pronunciar "usía", término que suele traducirse por "substancia");* con más exactitud, se trata de la ousía primera (prwth ousia [prote ousía]), esto es, el individuo, o, tal como también lo expresa Aristóteles, el "esto (que está) aquí" (tode ti [tóde ti]). Este ente individual y concreto -como Sócrates, Platón, esta mesa- constituye el sujeto último de toda posible predicación, pues sólo puede ser sujeto y nunca predicado de un enunciado. Todos los demás modos de ser -es decir, las diversas maneras de ser "en otro"- se los denomina accidentes. Estos son nueve: cantidad, cualidad, relación, lugar, tiempo, posición, posición, acción y pasión.
De las cosas dichas sin combinación alguna [es decir, fuera del nexo que establece la proposición], cada una significa: o la substancia, o la cantidad, o la cualidad, o la relación, o el dónde, o el cuándo, o la posición, o la posesión, o la acción, o la pasión. Por ejemplo, para dar una idea: de substancia, hombre, caballo; de cantidad, cuatro pies, cinco pies; de cualidad, blanco, gramático; de relación, doble, la mitad, mayor; de dónde, en el Liceo, en la plaza; de cuándo, ayer, el año pasado; de posición, yace, está sentado; de posesión, está calzado, está armado; de acción, corta, quema; de pasión, es cortado, es quemado.[5]
Si se habla de Sócrates, por ejemplo, la substancia o ousía es este individuo llamado Sócrates; y decimos de Sócrates que mide un metro setenta (cantidad), que es calvo (cualidad), que es el marido de Jantipa (relación), que está en la plaza (lugar), esta mañana (tiempo), que está de pie (posición) y calzado (posesión o hábito), que come (acción) o que es interrogado (pasión).
A estas diez maneras según las cuales algo es, a estas maneras de enunciar que expresan las formas fundamentales de ser, las llamó Aristóteles categorías -uno de los tantos términos filosóficos griegos que se han incorporado a nuestro vocabulario. (La palabra se emplea, por ejemplo, en las ciencias; se habla, v. gr., de las "categorías" de que se vale el sociólogo, con lo cual se quiere dar a entender los conceptos fundamentales con que éste trabaja: sociedad, comunidad, clase social, etc.)
Según se desprende de lo anterior, el modo de ser fundamental es el ser "en sí", la substancia, porque todos los demás modos de ser, los accidentes, en última instancia se refieren a la substancia. Escribe Aristóteles en la Metafísica: Ahora bien, de todos estos sentidos que tiene el ente, es claro que el primordial es el "qué es", lo que significa la substancia [...] Todas las demás cosas se las llama "entes" porque son cantidades o cualidades o afecciones de este ente, o alguna otra cosa semejante.[6]
La substancia o ousía, pues, es primordialmente el ente individual y concreto, la cosa sensible -por oposición a las ideas platónicas, que eran universales, abstractas e inteligibles (no sensibles).
4. Estructura de la substancia. Forma y materia, acto y potencia.
Desde el punto de vista de su estructura, la ousía sensible es un compuesto o concreto (sunoln [synolon]), es decir, no algo simple, sino constituido por dos factores o principios, que Aristóteles llama materia (ulh) [hyle]) y forma (morfh [morphé]). Éstos no se dan nunca aislados, sino sólo constituyendo el individuo, por ejemplo esta mesa, en que se encuentra la materia -madera- y la forma "mesa"; y sólo del compuesto se dice que es substancia o ousía primera.[7] Así se lee en la Metafísica:
En cierto sentido es substancia la materia [en tanto el substrato sobre que se realizará la forma]..., en otro la forma [que entonces llamará Aristóteles substancia segunda], y en tercer lugar el compuesto de estos dos, lo único que está sometido a la generación y a la corrupción, y que existe separadamente de modo absoluto.[8]
La materia es aquello "de qué", dice Aristóteles; esto es, aquello de lo cual algo está hecho, su "material". Para saber cuál es la materia de una cosa, entonces, hay que preguntar: ¿de qué está hecha? Si en el caso del ejemplo anterior se formula esta pregunta, la respuesta será: "madera". La materia es lo indeterminado, lo pasivo, el contenido o material de algo, aquello "de que" este algo está constituido; y su determinación no la tiene de por sí, sino que la recibe de la forma. Porque la forma es el "qué" de la cosa, y por ello, para saber cuál es la forma de algo, hay que preguntar: ¿qué es esto? Para el ejemplo anterior, será "mesa". Forma, entonces, no significa la "figura" de algo,[9] como podría ser "cuadrada" en el caso de la mesa, pues esto es un accidente; sino que "forma" equivale a "esencia", y corresponde a la "idea" platónica (y a veces también Aristóteles emplea este término). La forma, pues, es lo determinante, lo activo, lo que da "carácter", por así decirlo, a la cosa -en nuestro caso, lo que determina que la madera sea mesa y no, por ejemplo, silla o armario. La forma in-forma -es decir, le imprime una forma- a la materia, que de por sí es informe, indeterminada, y de este modo la hace "ser" lo que en cada caso es. (A la forma también la llama Aristóteles "substancia segunda", para diferenciarla de la cosa individual o "substancia primera").
De lo anterior se desprende que lo que Aristóteles llama "materia" no tiene nada que ver con la "materia" del materialismo. Y ello no sólo porque Aristóteles no es materialista, sino ya por una razón, digamos, puramente terminológica. En efecto, lo que el materialismo llama "materia", como, por ejemplo, un bloque de mármol, no es para Aristóteles pura "materia", sino materia ya dotada de forma, ya informada: puesto que es "mármol", es decir, tiene la forma "mármol", y no bronce, o hierro. Podría decirse, entonces, que el término aristotélico de "materia" equivale, hasta cierto punto, al de "contenido", que no tiene por qué ser nada "material" en el sentido del materialismo; por ejemplo, cuando se habla del "contenido" de un libro, de la "materia" de que trata. Entendido de este modo, el espacio puro, geométrico, la pura extensión enteramente vacía de cualquier cosa material, es para Aristóteles "materia". En su excelente libro sobre el filósofo, observa D. Ross: "La 'materia' no es para Aristóteles una cierta especie de cosa, como cuando hablamos de materia por oposición al espíritu. Es un término puramente relativo a la forma.[10]
Y remite a un texto de la Física: "la materia es algo relativo a algo, pues si es diferente la forma, será diferente la materia".[11] Tal "relatividad" se comprenderá mejor cuando se trate la "escala de la naturaleza"; cf. § 6.
Puede también apreciarse, en función de lo dicho, la aproximación y, a la vez, la distancia, que se da entre las teorías de Platón y Aristóteles. Así como Platón había enseñado que la verdadera realidad, y lo propiamente cognoscible, se encuentra en las ideas, Aristóteles señala que lo determinante, en definitiva, lo que la cosa es, lo real (según luego se verá aun más claramente, §§ 6 y 7), reside en la forma; y es ésta, no la materia, lo propiamente cognoscible en la cosa: se conoce algo cuando se capta su forma, operación que no realizan los sentidos, sino el intelecto (nouV [nus]). Pero en tanto que Platón colocaba las ideas en un mundo suprasensible, trascendente, para Aristóteles las formas son inmanentes a las cosas sensibles; materia y forma coexisten en este mundo sensible como dos aspectos inseparables de una sola realidad.
Ahora bien, es preciso ahondar las consideraciones anteriores; porque, si nos fijamos bien, veremos que nos hemos referido a las substancias sensibles de manera todavía abstracta -abstracta, porque se ha "abstraído"-, o dejado de lado un aspecto muy importante de las mismas, a saber, su movimiento, su devenir. Todo lo que se ha dicho, en efecto, se refiere a las cosas sensibles consideradas estáticamente, encarando la materia y la forma en estado de equilibrio, por así decir, deteniendo el devenir que caracteriza al compraste Pero ocurre que todas las cosas sensibles devienen, cambian, se mueven, y por tanto el análisis de la cosa que distingue en ella nada más que forma y materia nos dice de la cosa menos de lo que en realidad ésta es; nos da sólo una "instantánea", para decirlo con una comparación fotográfica. Lo que ahora hay que tratar de lograr es más bien una película cinematográfica considerando la cosa dinámica o cinéticamente.[12]
Y entonces, considerada la cosa en su movimiento, se observará que el equilibrio entre forma y materia es inestable, de manera tal que, o bien se da una preponderancia creciente de la forma sobre la materia, o bien, a la inversa, de la materia sobre la forma.
Piénsese, por ejemplo, en el proceso de fabricación de una mesa: mientras el carpintero trabaja la madera, se produce un pasaje de la madera, de algo en que se destaca más la materia, hacia un predominio cada vez mayor de la forma, hasta que llega el momento, terminada la mesa, en que lo que sobresale es primordialmente el ser "mesa", es decir, la forma. Pero este equilibrio que se ha alcanzado, a su vez, no es estable, porque en cualquier momento puede romperse; por ejemplo, siguiendo un proceso inverso al anterior, si se destroza la mesa con el fin de obtener leña para el fuego: aquí se habrá pasado del predominio de la forma al de la materia, se habrá hecho menos forma y más materia.
Pues bien, para pensar este dinamismo o desarrollo, Aristóteles introduce dos nuevos conceptos: potencia y acto. No se trata de un mero cambio de denominaciones, sino que esta manera de considerar la cuestión es más "verdadera", es decir, más plena, que la anterior, puesto que es menos abstracta; el primer punto de vista dejaba de lado el movimiento, hacía abstracción de él, en tanto que ahora se lo toma en cuenta y el nuevo enfoque resulta más concreto, porque incluye al anterior y lo completa.[13] Encarado ahora dinámicamente, el sínolo es entonces un compuesto de potencia y acto. La potencia (dunamiV [dynamis]) es la materia considerada dinámicamente, esto es, en sus posibilidades; en este sentido puede decirse, por ejemplo, que el árbol es una mesa, pero no porque lo sea ahora y de hecho, sino porque lo es como posibilidad: en términos de Aristóteles, el árbol es mesa en potencia. Por el otro lado, el acto (energeia [enérgueia]) es la forma dinámicamente considerada, es decir, la forma realizada, consumada, y, en el caso extremo, en su perfección; en este sentido, el árbol que vemos es árbol en acto. Acto entonces se opone a potencia como realidad se opone a posibilidad. "Actual", pues, en el lenguaje de Aristóteles, significa "real", por oposición a "posible" o "potencial".
5. El cambio y las cuatro causas
Los conceptos de potencia y acto permiten llegar a la solución del viejo problema que se habían planteado los primeros filósofos griegos sin lograr solucionarlo: el problema del movimiento, o, en general, el problema del cambio (cf. Cap. II, § 1). El movimiento es un pasaje del no-ser (por ejemplo, del no-ser-allá, en la Plaza de Mayo), a ser-allá, (cuando se está en la Plaza); pero como el concepto de no-ser, es decir, de nada, es contradictorio, impensable, también se hacía impensable el movimiento, y ésta fue la consecuencia sacada por Parménides (cf. Cap. II, § 4).
Aristóteles, en cambio, logra pensar conceptualmente el movimiento gracias a los conceptos de acto y potencia, y de esta manera resuelve el problema, dentro del horizonte y las posibilidades del pensamiento griego. Porque observa que el cambio consiste efectivamente en el pasaje del no-ser al ser, pero que no se trata ahora del no-ser y el ser absolutos, sino del ser en potencia y del ser en acto (es decir, del pasaje del no-ser en acto al ser en acto, o del ser en potencia al no-ser en potencia). Si se va caminando desde la Plaza Once a la Plaza del Congreso, este movimiento representa un pasaje del ser en potencia en la Plaza del Congreso, a ser en acto en la Plaza del Congreso: el movimiento es precisamente este pasaje de la potencia al acto. "Puesto que el ente tiene dos sentidos [en acto y en potencia], todo cambia del ser en potencia hacia el ser en acto." [14]
Conviene notar que el término "movimiento" tiene en Aristóteles sentido más amplio que en nuestro lenguaje y es sinónimo de cambio en general. Así distingue en particular cuatro tipos de cambio:
[...] las clases de cambio son cuatro: o según la substancia, o la cualidad, o la cantidad, o el lugar. Y el cambio según la substancia es la generación y la corrupción en sentido absoluto: el cambio según la cantidad es el aumento y la disminución: el cambio según la cualidad es la alteración; y según el lugar es la traslación.[15]
De manera que hay, en primer lugar, 1) cambio o movimiento substancial, por el cual una substancia viene al ser, aparece, nace; o, por el contrario, se destruye, corrompe o muere: generación y corrupción; por ejemplo, el nacimiento de un niño, o la muerte del anciano; o la fabricación de una estatua, o su destrucción. Los otros tres tipos lo son de cambio accidental: 2) El cambio cuantitativo: aumento o disminución, como por ejemplo el crecimiento de una planta. 3) El cambio cualitativo, o alteración, como, v. gr., el cambio de color de los cabellos. 4) El cambio local o de lugar (lo que corrientemente llamamos "movimiento").
Para explicar más a fondo el cambio, Aristóteles desarrolla una teoría de importancia muy grande en la historia del pensamiento: la teoría de las cuatro causas. Todo cambio tiene una causa; de otro modo sería ininteligible. Pues según Aristóteles el conocimiento (científico o filosófico) es siempre conocimiento por las causas; se conoce algo cuando se conoce su "porqué" o razón: "no creemos conocer nada antes de haber captado en cada caso el porqué, es decir, la primera causa".[16] Aristóteles distingue cuatro causas: la formal, la material, la eficiente y la final, tal como lo establece en el siguiente pasaje de la Metafísica:
"causa" se dice en cuatro sentidos. Uno de ellos es que decimos causa a la substancia [segunda] y la esencia (pues el porqué [de una cosa] en última instancia se reduce al concepto, y el porqué primero es causa y fundamento). En otro sentido, la causa es la materia o el substrato. En un tercer sentido, es el principio de donde proviene el movimiento. Y en cuarto sentido, la causa opuesta a ésta, a saber, aquello para lo cual [la causa final] o el bien (pues el bien es el fin de toda generación y movimiento).[17]
a) La causa formal es la forma. La forma es causa de algo -por ejemplo, la forma "mesa" es causa de esta mesa singular que hallamos en el salón- en tanto que determina ese algo y lo hace ser lo que es -en este ejemplo, mesa, y no silla, o casa, etc. La causa formal, entonces, es la forma específica (es decir, la propia de la especie) del ente de que se trate y que estará más o menos realizada en la cosa; en el caso de un ser vivo, su realización plena corresponde a la madurez. Se dice, por ejemplo, que el niño Fernández es un hombre; y con esto se quiere dar a entender, no que sea hombre hecho y derecho, sino que pertenece a la especie "hombre" (y no, v. gr., a la especie "elefante"). Se lo determina entonces al niño en función de la forma que en él todavía no está plenamente realizada, en función del adulto, de lo que el niño todavía no es.
b) Según se desprende del ejemplo anterior, la forma es una especie de meta que opera como dirigiendo todo el proceso del desarrollo del individuo (en el ej., del niño), como objetivo o ideal que el individuo trata de alcanzar. Considerada de esta manera, la forma es causa final, puesto que constituye el "fin" (télos), aquello hacia lo que el individuo se orienta, o, como dice Aristóteles, "aquello para lo cual [algo es], es decir, el bien";[18] el bien, porque aquello que se busca, se lo busca justamente porque representa un bien. Ross explica la relación entre causa formal y final en los siguientes términos: "La forma es el plan o estructura considerado como informando un producto particular de la naturaleza o del arte. La causa final es el mismo plan considerado en tanto todavía no está incorporado en la cosa particular, sino en tanto que la naturaleza o el arte aspiran a él'.[19] La causa final es entonces la perfección a que la cosa tiende (con lo cual Aristóteles vuelve "a la causalidad ejemplar de la idea platónica", según anota J. Tricot).[20] (Es preciso tener en cuenta que, según Aristóteles, no sólo los seres vivos, sino todas las cosas en general, tienden hacia un fin; se trata, pues, de una concepción teleológica de la realidad).
c) La causa eficiente es el motor o estímulo que desencadena el proceso de desarrollo. Como la forma, en tanto causa formal, es la causa de lo que la cosa es -de que el niño sea hombre, de que esta mesa sea mesa-, solamente la forma puede poner en movimiento: vista de esta manera, la forma es causa eficiente. Sólo que en tanto causa eficiente no se encuentra en el individuo de que se trate, sino en otro diferente: causa eficiente del niño será el padre, es decir, la forma específica en cuanto está incorporada al padre; causa eficiente de la mesa será el carpintero, es decir, la forma "mesa" que tiene en su espíritu el carpintero. Mientras que la causa final opera como meta, por así decirlo, desde adelante, la causa eficiente opera, en cambio, "desde atrás", y es relativamente exterior a la cosa en desarrollo.
d) La causa material es la materia, condición pasiva, según sabemos, pero de todos modos necesaria como substrato que recibe la forma y se mantiene a través del cambio. La materia es lo que hace que este mundo no sea un mundo de puras formas -como el de las ideas platónicas-, sino un mundo sensible y cambiante. Y en cuanto toda substancia sensible está constituida por materia, y materia significa potencia, y la potencia significa algo aún no realizado, y por tanto imperfecto, resultará que todas las cosas de este mundo son imperfectas, en mayor o menor medida, puesto que ninguna llega a adecuarse totalmente a la forma o acto. Por ello ocurre que toda definición que de las cosas sensibles se dé será siempre sólo aproximativa, porque en el mundo del devenir nada es entera o perfectamente real, sino siempre envuelve un momento de "materia", es decir, de posibilidad o potencialidad aún no realizada.
En el fondo, pues, las cuatro causas se reducen a dos, forma y materia: la materia como substrato indeterminado, y la forma como principio de todas las determinaciones (del ser, de la orientación o fin, y del comienzo del cambio). (Obsérvese, por último, que en nuestro lenguaje actual hablamos de "causa" casi exclusivamente en el sentido de la causa eficiente, como cuando decimos que "el calor es causa de la dilatación del metal").
6. La escala de la naturaleza
Se ha visto que para Aristóteles la realidad está constituida por las cosas individuales y concretas, y que a su vez en éstas el momento predominante, lo que las hace ser o les da realidad, es la forma, o, mejor dicho, el acto. También se vio que la relación entre forma y materia no constituye un estado de equilibrio, sino más bien de predominio de uno de los dos principios. Todo esto nos lleva a pensar el universo como una jerarquía de entes, que va desde aquellos que "menos son", o en los que predomina la materia, la potencia, hasta aquellos que son de manera más plena, o en los que predomina la forma, el acto -de modo semejante a como en Platón también los entes se ordenaban desde las sombras hasta la idea suprema, el Bien. Aristóteles, pues, va a disponer los entes en una serie de grados o escalones entre los extremos de la pura materia y del acto puro.
Yendo de abajo hacia arriba tendría que comenzarse, parece, con la pura materia o materia prima, una materia sin nada de forma, pura potencia. Pero en rigor de verdad, como acto equivale a realidad, una materia o potencia que no fuese nada más que potencia, no sería nada real, no tendría existencia ninguna. Ya se ha observado que la materia no tiene ser por sí misma, sino que está al servicio de la forma como vehículo en que ésta se realiza. La materia en sí misma no es ni real (actual) ni inteligible. Un trozo de madera no es, en términos aristotélicos, materia pura, sino justamente "madera", vale decir, materia dotada de la forma "madera", a diferencia del bronce o del hierro. Pero una materia que fuese nada más que materia, totalmente desposeída de forma, es decir, de acto o realidad, no puede ser nada existente, nada real, sino pura posibilidad. La materia prima, pues, no puede ser nada más que un supuesto lógico de la serie gradual de los entes.[21]
De manera entonces que el primer peldaño de la realidad no puede estar constituido por la materia pura, sino ya por un cierto grado de actualidad -el menor posible, pero algo. Y aquí se encuentran los cuatro elementos sublunares[22] -en orden de lo inferior a lo superior: tierra, agua, aire y fuego.[23] Esto es lo menos "informado" que pueda existir, es decir, aquello en que el momento "material" tiene mayor predominio, la materia existente más elemental posible, las cosas sensibles más simples. A su vez, cada uno de estos elementos está constituido por materia y forma: la materia, o, con más precisión, la materia próxima (es decir, la inmediatamente inferior), no es sino la materia pura, sólo hipotética-; y la forma es la característica propia de cada uno de los elementos, lo que distingue la tierra del agua, por ejemplo, y que resulta de ciertas cualidades contrarias primarias: caliente y frío, seco y húmedo, de las que se dan cuatro combinaciones: caliente y seco, el fuego; caliente y húmedo, el aire; frío y húmedo, el agua; frío y seco, la tierra.
El segundo grado está constituido por las substancias homeoméricas, es decir, aquellas cuyas partes son homogéneas, como los minerales o los tejidos; pues si se corta un pedazo de madera, se obtendrá dos trozos de madera, y del mismo modo, si se parte un trozo de mármol, se tendrá dos trozos de mármol. La materia próxima de los cuerpos homeoméricos son los cuatro elementos; y su forma, la proporción en que entran en cada caso -madera, hierro, etc.- esos cuatro elementos, proporción que se encuentra en cada fragmento del mineral o tejido de que se trate.
El tercer grado lo constituyen los cuerpos anomeoméricos, a saber, los órganos, como, por ejemplo, el corazón; está claro que si se corta un corazón en dos, no se obtienen dos corazones. Son entonces entidades más complejas que las del estrato anterior, y cuya materia próxima la constituyen los tejidos, y su forma la función que el órgano cumple (el ojo, por ejemplo, la visión).
En cuarto lugar se encuentran las plantas, el reino vegetal. La materia próxima será -como se ve que va ocurriendo- la capa anterior, es decir, los órganos, y su forma la constituye la vida vegetal o vida vegetativa, o alma vegetativa, que consiste en la triple función de nutrición, crecimiento y reproducción.
Según se desprende de lo que se acaba de decir, los términos "alma" y "vida" son prácticamente equivalentes para Aristóteles; según su parecer, el alma no es sino lo que da vida al cuerpo orgánico, la forma o acto de éste. En tal sentido, como en varios otros, Aristóteles es el verdadero fundador de la psicología, y gran parte de sus ideas se mantienen aún hoy.
El quinto estadio lo constituye el reino animal. La materia próxima es la vida vegetativa. La forma la constituye el alma o vida sensitiva, cuyas funciones son la capacidad de tener percepciones, y, en consecuencia, la facultad de sentir placer y dolor, y la apetición o facultad de desear. Cada uno de los sentidos tiene su sensible (objeto) propio: la vista, los colores; el oído, los sonidos, etc. De las huellas que dejan las sensaciones nacen las imágenes (fantasmata [phantásmata]) (aunque no en todos los animales), que se ligan según las conocidas leyes de asociación, que Aristóteles enuncia por primera vez (asociación por semejanza, contraste y contigüidad).
Por último, el sexto grado está constituido por el hombre. Su materia próxima es la vida sensitiva, y su forma es el alma racional, la razón. Simplificando mucho, diremos que la razón es la capacidad de conocer las formas; éstas están en las cosas, como constituyendo su esencia; pero para nuestro conocimiento sensible lo están sólo implícitamente, en potencia de modo que es preciso extraerlas mediante un acto de abstracción, esto es, "separándolas", en el pensamiento, de la cosa individual. El entendimiento humano tiene la potencia -en este sentido es intelecto pasivo (nouV pauhtikoV, [nous pathetikós]) de captar la forma -por ejemplo, la forma "caballo" que se encuentra en el caballo individual, y del que tenemos una imagen. El problema consiste en saber cómo el intelecto capta la forma.
Para percibir el color no basta con la cosa coloreada y el ojo capaz de verla, sino que es preciso un tercer factor que los ponga en acto -y tal es la función de la luz, que pone en acto el color de la cosa y la visión del ojo. De modo semejante ocurre con la percepción sensible o la imagen que tenemos de un caballo (en la cual está potencialmente contenida la forma "caballo") y el intelecto individual con la potencia o capacidad de pensar esa esencia o forma. Para que esa mera capacidad de pensarla -por lo cual se lo llama "intelecto pasivo"- se realice, es necesaria la acción del intelecto activo (o agente), el cual, según dice Aristóteles, obra "como la luz" (oion to jwV), esto es, "ilumina" la forma, o sea permite que el intelecto pasivo la reciba, es decir, que la piense.[24] Este intelecto agente (nouV poihtikoV [nous poietikós]), superior al humano y que le viene a éste de fuera, no aclaró Aristóteles qué es concretamente; en general esta doctrina del intelecto agente es oscura; y no han faltado intérpretes, como Alejandro de Afrodisia (comienzos del siglo III d.C), y más tarde el filósofo árabe Averroes (1126-1198), que lo hayan identificado con Dios.
7. Dios
Con el hombre hemos llegado al ente más complejo y rico de la escala natural, ente además que contiene en sí todos los estratos anteriores. Y entonces Aristóteles se plantea el problema de si por encima del hombre no hay todavía alguna forma de ser superior. Ya se dijo que no hay ni puede haber materia pura, y se explicó por qué (cf. § 6). Pero ahora puede preguntarse si en el otro extremo de la escala, más allá de la naturaleza, que es el reino del devenir, no habrá un ente que sea puro acto, sin nada de potencia, algo que sea plenamente, de manera perfecta.
Aristóteles contesta afirmativamente; más todavía, sostiene que es necesaria la existencia de tal ente, pues de otra manera no se explicaría el hecho del movimiento.
En efecto, en el mundo sensible las cosas están sometidas al cambio. Ahora bien, lo sensible, es decir, lo material, es siempre a la vez algo en potencia (materia es potencialidad), y lo potencial no puede moverse sino en tanto se actualice su potencia; pero para ello lo potencial requiere de algo que esté en acto y lo ponga en movimiento, y esto que está en acto necesita otro algo que lo haya hecho pasar de la potencia al acto, etc., y como esta serie no tendría término y por tanto carecería de causa, necesariamente debe haber un primer motor inmóvil, es decir, algo que esté siempre en acto (cf. el desarrollo de este argumento según Santo Tomás, Cap. VII, § 7, a). Y lo que está en acto siempre y perfectamente, es acto puro; será, pues, un ente sin residuo ninguno de materia o potencialidad, es decir, al que no le faltará nada para ser, sino que todo lo que sea lo será plenamente y de una vez y para siempre. Este absoluto extremo respecto de la (inexistente) materia pura, es algo eminentemente real e inteligible y bueno, y, en una palabra, es Dios.
Este acto puro es inmaterial -puesto que carece de materia o potencia-, es decir, es espiritual; inmutable -porque si cambiase tendría potencia, la potencia de cambiar-; autosuficiente -porque si dependiese de otra cosa tendría algo de potencialidad-; lo único absolutamente real, por ser puro acto (y acto equivale a realidad). Un ente de tal tipo no puede consistir sino en el pensamiento (nóesis); su actividad no es sino pensar. Pero por lo mismo que es autosuficiente, no puede pensar algo diferente de sí -pues en tal caso dependería del objeto pensado-, sino que únicamente se piensa a sí mismo.[25] Dice Aristóteles:
Está claro que piensa lo más divino y lo más digno, y no cambia [de objeto]; pues el cambio sería hacia algo peor [pues mejor que él no hay nada], y cosa tal ya sería un movimiento [e implicaría potencia].[26]
Y un poco más adelante agrega:
por lo tanto se piensa a sí mismo, puesto que es lo mejor, y su pensamiento es
pensamiento del pensamiento.[27]
Toda su vida y su felicidad consisten justamente en esta contemplación -qewria, theoría- perpetua de sí mismo,[28] y exclusivamente en ella; de modo que no hace ni quiere nada, ni actúa en modo alguno sobre el mundo, porque en tal caso se ocuparía de algo menos digno que él y perdería su perfección.
Sin embargo, este "pensamiento del pensamiento", nohsiV nohsewV; (nóesis noéseos), es causa del movimiento, según hemos dicho; mas dada su perfección, tendrá que mover sin ser él mismo movido (él es motor inmóvil), y esto sólo puede ocurrir a la manera como mueve el objeto del deseo o del amor a quien desea o ama: el acto puro "mueve como el objeto del amor"[29] (idea que resuena en el último verso de la Divina commedia: "L' Amor che muove il solé e l'altre stelle").
Y en este sentido todo en el universo tiende hacia él como hacia el último fin y forma última de la realidad toda: "pues de este fundamento está suspendido el cielo y la naturaleza".[30] Casi literalmente, lo repite Dante:
Da quel Punto Dipende il cielo e tutta la natura.[31]
Debe quedar claro, por lo demás, que este Dios impersonal, no creador (porque según Aristóteles el mundo es eterno), indiferente respecto del curso del mundo, tiene muy poco que ver con el Dios cristiano. Quizás exagerando un poco, dice A. H. Armstrong que "no se parece en absoluto a nada de lo que nosotros entendemos por la palabra Dios".[32]
8. La ética: medios y fines
Ya se ha señalado (§ 5) que Aristóteles piensa toda la naturaleza de minera finalista, teleológica. Cuando un cuerpo cae, por ejemplo, ello se debe a que tiene como meta o fin el "lugar natural" hacia el que se dirige: el fuego se eleva, porque su lugar natural está en lo alto; la piedra cae, porque el suyo está abajo. Incluso la entera escala de la naturaleza puede interpretarse finalísticamente, como si desde la materia menos informada hubiese una especie de continuo esfuerzo de ascensión hacia grados cada vez superiores, más ricos, más "actuales" (más reales), hacia la realización más perfecta de la forma. Esta teleología valdrá también, pues, para la acción del hombre.
El hombre continuamente obra, realiza acciones. Y lo que hace, lo hace porque lo considera un "bien", porque si no lo considerase un bien, no lo haría (otra cosa es que se equivoque, y que lo que considera un "bien" sea un mal). Pero ocurre que hay bienes que no son nada más que "medios" para lograr otros, como, por ejemplo, el trabajar puede ser medio para obtener dinero; mas hay otros bienes que, en cambio, los consideramos "fines", es decir, que los buscamos por sí mismos, como, por ejemplo, la diversión o entretenimiento que el dinero nos procure. Pero además tenemos que admitir que todos nuestros actos deben tener un fin último o dirigirse a un bien supremo, que dé sentido a todos los demás fines y medios que podamos buscar, porque de otra manera, si buscamos una cosa por otra, y ésta por una tercera, y así al infinito, la serie carecería de significado, no se trataría en el fondo nada más que de una serie de "medios" a la que le faltaría el "fin", vale decir, aquello que otorga sentido a los medios.
Aristóteles señala dos características que le corresponden a este bien supremo. En primer lugar, tiene que ser final, algo que deseemos por sí mismo y no por otra cosa -de otro modo no sería el bien último-. En segundo lugar, tiene que ser algo que se baste a sí mismo, es decir, que sea autárquico, porque si no se bastase a sí mismo nos llevaría a depender de otra cosa. Tal bien supremo -y sobre esto todos los hombres están de acuerdo- es la felicidad; y Aristóteles dice:
Tal parece ser sobre todo lo demás, la felicidad, pues la elegimos siempre por
sí misma y nunca por otra cosa.[33]
Pero si bien todos los hombres coinciden en buscar y desear la felicidad, sucede que creen poder encontrarla en cosas muy diversas: unos, por ejemplo, sostienen que se encuentra en el placer; otros pretenden que se hulla en los honores; otros, en las riquezas.
La teoría que sostiene que la felicidad consiste en el placer se llama hedonismo (hedonh, hedoné significa "placer"). Pero Aristóteles rechaza tal teoría. En efecto, se ha visto que en el hombre hay tres "almas" o vidas: la vegetativa, la sensitiva y la racional; y el placer evidentemente se refiere al alma sensitiva, a la propia de los animales. Por ello Aristóteles sostiene que una vida de placeres es una vida puramente animal, porque si llevásemos vida tal, no estaríamos viviendo en función de lo que nos distingue como seres humanos, sino solamente en función de lo que en nosotros hay de animalidad. Pero hay otra razón más para rechazar el hedonismo. Y es que en el placer dependemos del objeto del placer, estamos atados -y en los casos extremos esclavizados- al objeto del placer; si el placer lo encontramos en la bebida, pongamos por caso, dependeremos de la bebida, de que dispongamos de ella. Mas de tal modo resulta claro que no seremos autárquicos, como sin embargo hemos establecido que debe ocurrir con el fin último; el placer no es un bien que se baste a sí mismo.
Otros sostienen que la felicidad se logra con los honores, en la fama, en la carrera política. Pero Aristóteles señala que tampoco en este caso se alcanza la autarquía, puesto que los honores no dependen de nosotros, sino de los demás, que nos los otorgan, y que, así como los otorgan, los pueden también quitar; a lo cual hay que agregar que por lo general quien los otorga es la mayoría, que suele ser la más ignorante, de tal manera que los honores procederían, no de quienes más acertadamente podrían dispensarlos por conocer mejor la cuestión, sino de quienes menos la conocen. Además, se busca que los otros nos honren como prueba del propio mérito; de modo que es en éste donde se encuentra el bien, y no en las honras mismas.- En cuanto a quienes colocan la felicidad en el dinero, "es evidente que la riqueza no es el bien que buscamos, pues sólo es útil para otras cosas",[34] es un medio, no un fin.
No se crea, sin embargo, que Aristóteles niegue de modo absoluto el valor del placer, de los honores o de la riqueza. Por el contrario, no se encuentra en él ninguno de los rasgos, a veces demasiado ascéticos, frecuentes en Platón. Aristóteles es persona que sabe muy bien calibrar, medir y apreciar los encantos que puede tener la existencia humana en todos sus aspectos. La Ética nicomaquea es uno de los libros más ricos que existan en cuanto se refiere a análisis concretos de la vida humana, interesantísimo, para todo el que tenga verdadera vocación filosófica y psicológica, por la extraordinaria penetración y finura de juicio, y, a la vez, por la comprensión que tiene Aristóteles para todas las cosas, pues no es pensador dogmático y encerrado en unas pocas ideas, sino siempre dispuesto a recibir todas las opiniones, inclusive las que pareciesen en primera instancia más opuestas a las suyas.
9. Virtudes éticas y dianoéticas
Según Aristóteles, la felicidad sólo puede encontrarse en la virtud. Virtud - areth (arete)- significa "excelencia", la perfección de la función propia de algo o alguien. La función del citarista, v. gr., reside en saber tocar la cítara; y será virtuoso en el arte de tocarla en la medida en que desempeñe tal función de manera excelente. De modo semejante, debemos preguntarnos en qué consiste la función propia del hombre como tal (cf. § 6) para poder determinar en qué estriba su virtud:
el vivir parece también común a las plantas, y se busca lo propio [del hombre). Hay que dejar de lado, por tanto, la vida de nutrición y crecimiento. Vendría después la sensitiva, pero parece que también ésta es común al caballo, al buey y a todos los animales. Queda, por último, cierta vida activa propia del ente que tiene razón, y éste, por una parte, obedece a la razón; por otra parte, la posee y piensa.[35]
La virtud del hombre, por lo tanto, consistirá en la perfección en el uso de su función propia, la razón, en el desarrollo completo de su alma (o vida) racional.
Pero ocurre que el hombre no es solamente racional, sino que en él hay también una parte irracional de su alma: los apetitos, la facultad de desear- que a veces sigue los dictados de la razón (tal como ocurre en quien se domina a sí mismo), pero a veces no (el caso del incontinente). Según lo cual habrá dos tipos de virtudes: las de la razón considerada en sí misma (virtudes dianoéticas) y las de la razón aplicada a la facultad de desear (virtudes éticas).[36]
Las virtudes éticas o morales, o virtudes del carácter (hqoV [éthos] significa "carácter", "manera de ser", "costumbre"), las define Aristóteles en un pasaje célebre:
La virtud es un hábito de elección, consistente en una posición intermedia relativa a nosotros, determinada por la razón y tal como la determinaría el hombre prudente. Posición intermedia entre dos vicios, el uno por exceso y el otro por defecto.[37]
Aristóteles dice, en primer lugar, que para que haya valor moral en una persona, sus actos tienen que ser resultado de una elección (es decir, tienen que ser libres, si bien no hay en Aristóteles un planteo expreso del tema de la libertad de la voluntad), porque un acto realizado de otra manera -por ejemplo, el movimiento involuntario de un miembro- no puede calificarse de moralmente bueno ni malo. Sólo se alaba o censura las acciones voluntarias.
En segundo lugar, se trata de un hábito, porque, en efecto, no basta con que una persona, en un caso dado, haya elegido lo debido para que la consideremos virtuosa. "Una golondrina no hace verano",[38] es decir que una buena acción por sí sola no revela un individuo virtuoso, sino sólo en cuanto en esa acción se manifiesta un carácter virtuoso. La virtud es cuestión de práctica, de ejercicio, por lo que Aristóteles dice que es un "hábito", esto es, cierta manera de obrar constante, que se ha hecho costumbre en nosotros.
Tal hábito de elección, en tercer lugar, se halla "en una posición intermedia". Porque ocurre que en las acciones puede haber exceso, defecto y término medio, y en elegir el justo término medio reside precisamente la virtud. Respecto del manejo del dinero, por ejemplo, hay un exceso, la prodigalidad o el despilfarro, y un defecto, la avaricia; la virtud consistirá en la liberalidad o generosidad. Respecto de los placeres, el exceso es la incontinencia o desenfreno; el defecto, la insensibilidad; y la virtud reside en la temperancia, vale decir, en el uso moderado y controlado de los placeres. La temeridad es vicio por exceso, la cobardía por defecto; la virtud consiste en la valentía.
Por último dice Aristóteles que ese término medio, que !o establece la razón, se lo debe determinar "tal como lo haría en cada caso el hombre prudente", el hombre dotado de buen sentido moral. Esto significa que no hay una especie de regla o norma matemática, digamos, que nos permita determinar, en general y abstractamente, cuál sea el término medio. Aristóteles tiene una visión muy concreta de las cosas, y sabe que el término medio no puede ser siempre el mismo, sino que depende de las circunstancias y de la persona del caso y de los extremos de que se trata -por eso el término medio es "relativo a nosotros". Hay virtudes diferentes según se trate del varón o de la mujer, del político o del guerrero, del sano o del enfermo. Una persona de organismo débil, por ejemplo, no puede realizar el acto que sería valiente para el caso de otra persona más robusta; la liberalidad de quien posee poco dinero no puede consistir en regalar tanto como quien es muy rico, porque en tal caso incurriría en despilfarro, que es un vicio. A todo esto se refiere Aristóteles al hablar del hombre prudente: éste es el hombre de tino, aquel que mediante larga experiencia ha ejercitado su razón de modo tal que puede discriminar lo que en cada caso concreto corresponde hacer, es el que tiene la mirada capaz de encontrar, en cada situación concreta, el justo término medio.
La virtud ética superior es la justicia;[39] más todavía, es la virtud misma, así como la injusticia es el vicio, puesto que lo justo señala la debida proporción entre los extremos.
Sin embargo, ni siquiera la justicia representa plena autarquía, puesto que requiere otra persona respecto de la cual podamos ser justos y de la cual por tanto dependemos. Además, las virtudes éticas no son de por sí completas, ya que -según su definición- remiten a la prudencia, que es virtud intelectual.
Las virtudes dianoéticas o intelectuales atañen al conocimiento. Unas, las de la "razón práctica", se refieren a las cosas contingentes, es decir, a las que, en cuanto caen bajo el poder del hombre, pueden ser o no ser o ser de otra manera.
Son dos: el arte -"hábito productivo acompañado de razón verdadera"[40]- y la prudencia -"arte práctico verdadero, acompañado de razón, sobre las cosas buenas y malas para el hombre"[41]. -Las otras virtudes intelectuales, las de la "razón teórica", conciernen al puro conocimiento contemplativo, y se refieren a la realidad y sus principios, a lo que es y no puede ser de otro modo, por tanto, a lo necesario. Éstas son la ciencia (ehisthmh) -"hábito demostrativo"[42]-, la intuición (intelectual) o intelecto (nouV) -"hábito de los principios".[43]-, que capta las formas, o el principio de contradicción, que constituye la base de toda demostración, y la sabiduría (sojia), que no sólo conoce las conclusiones de los principios, sino también la verdad de éstos, vale decir que reúne en sí la intuición de los principios y lo que se desprende necesariamente de ellos.[44]
En estas virtudes del pensamiento, de la pura actividad contemplativa de la verdad por el puro gozo de contemplarla, en la pura teoría (qewria), se encuentra la felicidad perfecta, pues, en efecto, la vida teorética se basta a sí misma, y llena entonces la condición que debe tener el fin último:
la autosuficiencia o independencia de que hemos hablado puede decirse que se encuentra sobre todo en la vida contemplativa. Sin duda que tanto el filósofo como el justo, no menos que los demás hombres, han menester de las cosas necesarias para la vida; pero supuesto que estén ya suficientemente provistos de ellas, el justo necesita además de otros hombres para ejercitar en ellos y con ellos la justicia, y lo mismo el temperante y el valiente y cada uno de los representantes de las demás virtudes morales, mientras que el filósofo, aun a solas consigo mismo, es capaz de contemplar, y tanto más cuanto más sabio sea.[45]
El filósofo, pues, es el que más o mejor se basta a sí mismo, y la vida de razón, la vida contemplativa, es la más feliz,[46] y la sabiduría la virtud más alta.
Pero Aristóteles tiene perfecta conciencia de que ningún hombre puede vivir una vida pura y exclusivamente contemplativa -hay siempre en el hombre otras necesidades que lo requieren. Por ello una vida puramente teorética es superior a la humana, y sólo un ideal para el hombre:
Una vida semejante, sin embargo, podría estar quizá por encima de la condición humana, porque en ella no viviría el hombre en cuanto hombre, sino en cuanto que hay en él algo divino.[47]
Pero el que sea más que humana no implica que se abandone ese ideal, sino todo lo contrario:
Mas no por ello hay que dar oídos a quienes nos aconsejan, con pretexto de que somos hombres y mortales, que pensemos en las cosas humanas y mortales, sino que en cuanto nos sea posible hemos de inmortalizarnos y hacer todo lo que en nosotros esté para vivir según lo mejor que hay en nosotros [...][48]
BIBLIOGRAFÍA
Las únicas traducciones de Aristóteles al español recomendables son: Metafísica, trad. García Yebra, Madrid, Gredos, 1970 (texto griego, trad. latina, y trad. española); trad. H. Zucchi, Buenos Aires, Sudamericana, 1978. Tratada del alma, trad. Ennis, Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1944. Ética nicomaquea, trad. A. Gómez Robledo, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1954 (bilingüe) y Ética a Nicómaco, trad. M. Araujo y J. Marías, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1960 (bilingüe). Política, trad. J. Marías y M. Araujo, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1951 (bilingüe). Constitución de Atenas, trad. A. Tovar, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1948 (bilingüe). Retórica, trad. A. Tovar, Madrid, Instituto de Estudios Políticos (bilingüe). Poética, trad. J. D. García Bacca. México, Univ. Nacional Autónoma de México, 1945 (bilingüe); trad, E. Schlesinger, Buenos Aires, Emecé, 1947. En J. Gaos, Antología filosófica. La filosofía griega (México, La Casa de España en México, 1940), se encuentra una traducción, con comentario, de la Metafísica, libro I, Caps. 1, 2 y 3, y libro XII; y de los caps. 5-9 del libro II de la Ética nicomaquea.
Obras de consulta:
D. Ross, Aristóteles, trad. esp., Buenos Aires, Charcas, 1981.
J. Moreau, Aristóteles y su escuela, trad. esp., Buenos Aires. Eudeba, 1971.
O. Hamelin, El sistema de Aristóteles, trad. esp., Buenos Aires. Estuario, 1945.
W. BröCkhr, Aristóteles, trad. esp., Santiago de Chile, Universidad de Chile.
G. R. G. Mure, Aristotle, New York, Oxford University Press, 1964.
G. E. R. Lloyd, Aristotle: the Growth and Structure of his Thought, Cambridge, At the University Press, 1968. G. R. G. Mure, An Introduction to Hegel, Oxford. At the Clarendon Press, 1 948 (los primeros seis capítulos se ocupan de Aristóteles).
* Los términos "idealismo" y "realismo", tal como se los emplea en este párrafo, significan (en un sentido que no está alejado del uso vulgar, como cuando se habla de un político idealista) que el verdadero ser de las cosas se lo pone en entidades perfectas y subsistentes respecto de las cuales todo lo existente en el mundo sensible no es sino pálida copia, o bien que no hay otro ser que el que seda en este mundo. Ambas teorías son formas de "realismo", en cambio, desde el punto de vista en que se usa el término más adelante. Cap. X, SS 2 y 3.
[1] La citada fórmula -"entia non sunt..."- del principio se atribuye a un filósofo medieval, Guillermo de Occam (1300-1349 ó 1350), y se lo ha llamado "la navaja de Occam"; pero, en rigor de verdad, tal fórmula no se encuentra en sus escritos, aunque sí otras de sentido equivalente
[2] Una aproximación de Aristóteles a Platón puede verse en J. Hirschberger, Historia de la filosofía (trad. esp., Barcelona, Herder, 1954), tomo I, pp. 76-77 y 139-140.
[3] Metafísica 1003 a 20 ss.
[4] 1028 a 10.
* La traducción literal sería "entidad". El prof. H. Zucchi, en su versión de la Metafísica (cit. en la bibliografía al final de este capítulo), luego de discutir el problema, se decide por dejarla sin traducir.
[5] Categorías 4, I b 25 ss.
[6] Metafísica VII, 1, 1028 a 13 ss.
[7] Categorías 5, 3 a 1-2.
[8] Metafísica VIII, 1, 1042 a 27 ss.
[9] Aunque hay ocasiones en que Aristóteles emplea el término en este sentido.
[10] D. Ross, Aristotle (London, Methuen, 1964), p. 73.
[11] Física II, 2, 194 b 9
[12] Cf. G. R. G. Mure, An Introduction to Hegel (Oxford, At the Clarendon Press, 1948), pp. 5 ss., de donde se han tomado algunos esquemas y expresiones.
[13] Cf. en el Capítulo XI, § 3, la frase de Hegel: "lo verdadero es el todo".
[14] Metafísica XII. 2, 1069 b 15 s.
[15] op.cit. 1069 b 10 ss.
[16] Física II,3, 194 b 18-20.
[17] Metafísica I, 3, 983 a 26 ss. Cf. Física II, 3, 194 b 23-34.
[18] Metafísica I. 3, 983 a 31-2.
[19] Aristotle cit., p. 74.
[20] En su traducción de la Métaphysique de Aristóteles (Paris, Vrin, 1970), tomo I, p. 22 n.
[21] Cf. G. R. G. Mure, op. cit., p. 7.
[22] Los cuerpos celestes, en cambio, están constituidos, según Aristóteles, por un material incorruptible, el éter, quinto elemento o quintaesencia, que sólo experimenta el movimiento local de rotación (y no ninguna de las otras formas de cambio).
[23] Esta teoría de los cuatro elementos la toma Aristóteles (no sin alguna modificación) de Empédocles (entre 493 y 433 a.C, más o menos), quien los llamaba "raíces" de las cosas. Fue la base de toda la física y la química prácticamente hasta la aparición déla teoría atómica moderna, a comienzos del siglo XIX, por obra de John Dalton, en su New System of Chemical Philosophy (vol. I, 1808).
[24] Cf. De anima III, 5, 430 a 10-25. Conviene observar que Aristóteles no emplea la expresión (el ejemplo no es de Aristóteles) nous poietikós, y únicamente habla, una sola vez, de "intelecto pasivo"; la expresión "intelecto activo" se debe a los comentaristas antiguos.
[25] Cf. Metafísica XII, 9, 1074 b 33-35.
[26] 1074 b 25 ss.
[27] 1074 b 34-35.
[28] Cf. op. cit. XII, 7, 1072 b 24-28.
[29] 1072 b 3.
[30] 1072 b 13-14.
[31] Cf. Div. com., Paradiso XXVIII, 41-42.
[32] A. H. Armstrong, Introducción a la filosofía antigua (trad. esp., Buenos Aires, Eudeba, 1966), p. 151.
[33] Etica nicomaquea I. 7. 1097 a - b.
[34] op. cit. I. 6. 1096 a 6-7 (trad. M. Araujo - J. Marías).
[35] op. cit. I, 7, 1097 b 33 -1098 a 5 (trad. cit)
[36] Cf. op. cit. I, 13, 1103 a.
[37] op. cit. II, 6, 1106 b 35 - 1107 a 3.
[38] op. cit. I, 7, 1098 a -19
[39] op. cit. V, I, 1129 b 25 ss.
[40] op. cit.. 1140 a II (tr. Gómez Robledo).
[41] op. cit.. 1140 b 7 (id.).
[42] op. cit., 1139 b 32.
[43] op. cit. 1141 a 8
[44] Cf.. op. cit., 1141 a 16-20.
[45] op. cit., X, 7, 1177 a 28 ss.
[46] op. cit. 1178 a.
[47] op. cit., 1177 b 27 ss.
[48] op. cit. 1177 b 31 ss.
FILOSOFÍA - TEXTO 33
Carpio, A., Cap X
Principios de filosofía – El Idealismo Trascendental. Kant
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Texto 33
Carpio, Adolfo P
El Idealismo Trascendental. Kant
1. Personalidad de Kant
Immanuel Kant es, fuera de duda, uno de los filósofos más importantes de todos los tiempos, y este juicio vale sin que implique estar de acuerdo con lo que él sostuvo. Esa importancia radica en la extraordinaria profundidad de sus ideas y en la magnitud del cambio que introdujo en el pensamiento filosófico y en el pensamiento humano en general.
En efecto, la revolución que introduce Kant sólo puede compararse con la que inició Sócrates en el mundo griego (cf. Cap. IV, § 3). Y así como la filosofía griega, desde Tales hasta Aristóteles, y aun con los postaristotélicos, ofrece una riqueza de concepciones y de pensamiento que convierten este período en uno de los más extraordinarios que la humanidad haya vivido, de modo semejante ocurre con el movimiento filosófico que se genera a partir de Kant. Porque en el limitado espacio de cuarenta años -entre la Crítica de la razón pura, que se publica en 1781, y la última obra importante de Hegel, la Filosofía del derecho, que aparece en 1821- se suceden grandes filósofos, es el movimiento que se conoce con el nombre de "idealismo alemán", que por la hondura, la vastedad y la influencia de sus ideas, sólo puede compararse con la filosofía griega -con la diferencia de que ésta se desarrolla a lo largo de varios siglos, y en cambio en el caso del idealismo alemán se trata tan sólo de cuarenta años, lapso en el cual la cultura alemana asciende al primer nivel de la especulación filosófica. [1]
Kant nació en 1724 y murió en 1804. Tuvo, pues, una vida relativamente larga. A pesar de ello, la obra que asentó su duradera fama, la Crítica de la razón pura, apareció cuando Kant ya se acercaba a los sesenta años. Cosa extraña, porque la maduración del genio filosófico suele ser bastante más temprana (los grandes filósofos por lo común han escrito su obra más importante alrededor de los cuarenta años). Kant tardó mucho más, y ello no es casualidad, sino que probablemente está en relación directa con la extraordinaria dificultad del asunto que allí se trata. Si Kant tardó sesenta años en llegar a la sazón de su pensamiento, ello se debe a que su sistema no era de aquellos que pueden aparecer de golpe, por repentina inspiración feliz, sino el resultado de una larguísima maduración, que no era sólo la del individuo Kant, sino al mismo tiempo la maduración de todo el pasado filosófico europeo.
Si se recorre la serie de las obras de Kant -quien comenzó a publicar cuando tenía poco más de veinte años-,[2] puede verse cómo transita sucesivamente y de manera abreviada las diversas etapas que el pensamiento europeo moderno, a través de generaciones, había ido atravesando. Aunque sin duda simplificando muchísimo, puede decirse que en sus primeros escritos sigue una orientación racionalista, y que luego parecería sufrir una crisis intelectual de aproximación al empirismo. Pero una vez recorridos estos momentos, Kant, habiendo penetrado hasta las raíces del racionalismo y del empirismo, elabora una teoría novedosa, que va unida a su nombre: la filosofía crítica o filosofía trascendental. No es entonces que Kant haya vivido desde fuera los sucesivos momentos de la filosofía precedente, sino que, al mismo tiempo que los estudiaba, constituyeron estadios de su propio itinerario intelectual y vital, hasta que, habiendo ahondado en sus fallas, carencias y limitaciones, llegó a una concepción enteramente original.
Kant nació, creció, maduró, envejeció y murió sin salir casi de su ciudad natal, Konigsberg, en la Prusia oriental. La ciudad, la segunda del Reino de Prusia, contaba entonces con unos 50.000 habitantes, cantidad considerable para la época. Kant no se movió nunca de las cercanías de esa ciudad, situada -es importante notarlo- en aquel momento exactamente en el borde del mundo civilizado, en la frontera de la Europa ilustrada, zona bastante a trasmano desde el punto de vista cultural. Se llama la atención sobre estas circunstancias para que se piense cómo un individuo como Kant, situado en aquella especie de extremo del mundo, pudo sin embargo introducir en Europa la revolución más grande que conozca el pensamiento moderno.
Kant era un hombre bajo, delgado, un tanto jorobado, probablemente por alguna afección pulmonar; hombre que, a pesar de su débil naturaleza, pudo sin embargo vivir muchos años gracias a su riguroso régimen de vida, tan metódico que hasta puede parecer pedantesco. Provenía de familia humilde; su padre era un artesano, de profesión talabartero. Otro hecho más que muestra cómo el verdadero genio se sobrepone a las circunstancias: al origen familiar, a las condiciones ambientales.
¿Cómo es que sin conocer personalmente el resto del mundo y situado en el margen de la Europa de su tiempo pudo Kant introducir una transformación tan grande? Se trata justamente de uno de esos hechos que nos hacen hablar, como de un fenómeno inexplicable, del genio. Fuera como fuese, Kant estaba perfectamente enterado de todo lo que pasaba en su momento; tan así es que una de las pocas veces en que se apartó de su régimen de vida tan riguroso, fue cuando esperaba los periódicos que traían las noticias de la Revolución Francesa. Kant, desde aquella zona casi perdida, conocía el resto del mundo quizá mejor que los viajeros más avezados de su tiempo. Y tuvo asimismo la dicha de ser quizás el último europeo que pudo reunir en su cabeza todo el saber de su época (cosa que después, por la enorme especialización y ampliación de los conocimientos, se volvió imposible); no sólo sabía filosofía, sino que también sabía y enseñaba matemáticas, física, astronomía, mineralogía, geografía, antropología, pedagogía, teología natural..., y hasta fortificaciones y pirotecnia.
Kant une a la dificultad del tema la de que sus obras están escritas en un lenguaje muy técnico, al cual no puede tenerse acceso inmediato; por el contrario, tendrá que írselo aclarando en sucesivos pasos. En este sentido es un filósofo difícil; no sólo por sus ideas, sino por su expresión.
SECCIÓN I LA FILOSOFÍA TEORÉTICA
2. Racionalismo y empirismo. El realismo
Kant resume en su propio desarrollo intelectual, hemos dicho, el desenvolvimiento de la filosofía anterior a él -especialmente la filosofía moderna-, y a la vez supera el racionalismo y el empirismo.
El racionalismo (cf. Cap. VIH, § 13) sostiene que puede conocerse con ayuda de la sola razón, gracias a la cual se enuncian proposiciones del tipo: "la suma de los ángulos interiores de un triángulo es igual a dos rectos". Estos son juicios que se caracterizan por ser necesarios y universales, es decir, que valen para todos los casos (universales) y que no pueden ser de otra manera (necesarios). Un saber, pues, que realmente merezca el nombre de conocimiento -dice el racionalismo- tiene que ser necesario y universal.
Pero ocurre que la experiencia no proporciona ningún conocimiento de este tipo. Lo que la experiencia enseña -lo que vemos, lo que tocamos- nunca es necesario y universal, sino contingente y particular. Para el racionalismo, entonces, el conocimiento empírico no es verdadero conocimiento. El único conocimiento propiamente dicho es el que proporciona la razón por sí sola. Y la razón tiene la capacidad de alcanzar, no los fenómenos (las apariencias o manifestaciones), sino la realidad, las cosas en sí mismas, el fondo último de las cosas; permite conocer, no las cosas tales como se nos aparecen, sino las cosas tales como son en sí, la verdadera y última realidad. Por tanto, es una facultad mediante la cual puede saberse -entre otras cosas- si existe Dios o si no existe, si el alma es inmortal o no lo es, si el mundo es finito o infinite, si el hombre es libre o está determinado necesariamente en todos sus actos.
El empirismo (cf. Cap. IX, § 1), en cambio, sostiene la tesis contraria: el único conocimiento legítimo, y el fundamento en general de todo conocimiento, es la experiencia, vale decir, los datos que proporcionan los sentidos. Hume admite, hasta cierto punto, el valor de la razón, pero enseña que los conocimientos que ella suministra son simplemente análisis de nuestras ideas (cf. Cap. IX, § 4), se refieren a las relaciones entre ideas que nosotros mismos hemos formado de manera relativamente arbitraria, ignorando si en el mundo empírico hay algo que les corresponda. Que efectivamente haya cosas sensibles rectangulares, por ejemplo, como esta mesa sobre la que escribo, es en el fondo un hecho casual y contingente; lo que al geómetra le interesa es meramente la idea de rectángulo. Y la razón, entonces, carece de competencia más allá de estas ideas creadas por ella. Según el empirismo, no puede conocerse absolutamente nada acerca de las cosas en sí, sino sólo los fenómenos que se dan en la experiencia.
Por tanto Hume es, desde el punto de vista metafísico, un escéptico. No puede saberse si existe Dios ni si no existe, no conocemos substancia ninguna, ni material ni espiritual, etc.; y no puede sabérselo porque cuando se habla de Dios o de cualquier otro objeto metafísico, no pretendemos hablar de meras ideas, de imágenes formadas por nosotros, sino que queremos referirnos a cosas realmente existentes; pero como de tales objetos metafísicos no se tienen impresiones, y como la única manera de conocer "realidades" o hechos es mediante la experiencia, la conclusión de Hume es que de ellos no puede haber conocimiento ninguno.
Empirismo y racionalismo, entonces, resultan posiciones contrapuestas, teorías enemigas. Pero para ser enemigo hace falta siempre cierta coincidencia con el adversario, un suelo común sobre el que se combate. Y también esta polémica entre empirismo y racionalismo reposa sobre una coincidencia de fondo, sobre la cual justamente va a incidir la crítica de Kant -con lo que se verá que Kant no es en rigor ni racionalista ni empirista, puesto que supo orientarse hacia una zona más fundamental que aquella sobre la que se movía la oposición racionalismo-empirismo.
En efecto, racionalismo y empirismo coinciden en ser formas del realismo. Este término, como tantos otros en filosofía, tiene muchos sentidos; aquí se lo va a emplear para designar la teoría que sostiene que en el acto de conocer lo determinante es el objeto: que cuando se conoce, quien tiene la primera y última palabra no es el sujeto, sino la cosa misma.[3] El sujeto cognoscente, entonces, es comparable a un espejo donde las cosas simplemente se reflejan. Tal "espejo" puede reflejar las cosas mediante la razón (racionalismo) o mediante los sentidos (empirismo); pero en cualquiera de los dos casos el esquema es exactamente el mismo: conocer quiere decir reflejar, reproducir las cosas. Lo que se refleja será en cada caso diferente, porque para el racionalismo se tratará de copiar las cosas en sí mismas, el fundamento último de ellas, y para el empirismo se mostrará en el espejo solamente el fenómeno, la apariencia de las cosas; pero en los dos casos, repetimos, el conocimiento se concibe como actitud fundamentalmente pasiva.
Según el realismo, pues, el conocer es una actitud puramente contemplativa, teorética: el sujeto cognoscente no hace más que contemplar el espectáculo que la realidad le ofrece. Por ello tanto el racionalismo cuanto el empirismo definen la noción de verdad diciendo que un conocimiento es verdadero cuando coincide con el objeto conocido, con la cosa a que se refiere. En el caso del empirismo, la cuestión está clara: la percepción tiene que coincidir con las cosas sensibles para ser verdadera. El caso de Descartes puede parecer más complicado, pero en el fondo se trata de lo mismo, porque sólo se tiene conocimiento verdadero cuando se enlaza las ideas innatas de manera evidente, es decir, clara y distinta, y cuando se les enlaza de ese modo, se las está enlazando tal como Dios las enlaza, es decir, tal como corresponde a la naturaleza de las cosas.
3. La revolución copernicana
El problema de la esencia del conocimiento consiste en determinar si en efecto el sujeto es meramente receptivo en el acto de conocer, como pretende el realismo, o si, por el contrario, no es un espejo y el conocimiento se convierte así en una especie de acción, de praxis. Esta última es justamente la opinión de Kant, quien sostiene que conocer no es, en su fundamento, reflejar los objetos, sino que es ante todo (y como condición para cualquier ulterior reflejo de los objetos en el sujeto) trazar el horizonte dentro del cual los objetos son objetos, vale decir, construir el ámbito de la objetividad. Para introducirnos en la comprensión de este tema nos valdremos de una imagen o comparación, que es inexacta y engañosa si se la toma literalmente -tal como ocurre en estos temas con todas las comparaciones-, pero que puede servir como primera aproximación, y si se toma la precaución de olvidarla luego.
Supóngase[4] que todos los seres humanos naciesen con gafas de cristales azules; que esos anteojos formasen parte de nuestro órgano visual, de tal manera que quitárnoslos equivaldría a arrancarnos a la vez los ojos; y supongamos, además, que no nos diésemos cuenta de que tenemos puestos tales anteojos. Entonces ocurriría que todo lo que viésemos se nos aparecería azul, lo cual nos llevaría a suponer, no que las cosas las "vemos" azules, sino que realmente "son" azules -aunque la verdad fuese que en sí mismas no son azules, sino que nosotros, en la medida en que las miramos, es decir, conocemos, estaríamos contribuyendo a otorgarles un cierto carácter, las estaríamos "azulando". De este modo conocer no sería ya mero reflejar las cosas, sino operar sobre ellas, transformándolas. Para Kant, según esto, conocer es ante todo "elaborar" las cosas para que estén en condiciones de constituir objetos.
Para los griegos, en general para toda la filosofía prekantiana y para todo realismo, el conocimiento era pura teoría, contemplación.[5] Aristóteles consideraba la vida teorética o contemplativa como la forma de vida más alta (cf. Cap. VI, §§ 7 y 9). Pero con Kant, repetimos, el conocimiento, en su último fundamento, no es ya teoría, sino una cierta operación transformadora que el sujeto cumple: conocer quiere decir elaborar el objeto. Y los discípulos de Kant -Hegel entre otros- van a terminar sosteniendo que conocer significa directamente crear el objeto del conocimiento, más aun, la realidad. De este modo, el núcleo definitorio de la vida humana no se lo encontrará ya en la actitud teorética, sino en esta especial forma de "actividad", de praxis, que es el conocimiento tal como Kant lo entiende.
En esta perspectiva conviene señalar que Kant es el antecedente de Hegel, y que sin Hegel no hubiera habido Marx. Independientemente de lo que se piense de Marx, en pro o en contra, el hecho es que marca una época y una serie de acontecimientos importantísimos; y su pensamiento sólo puede entenderse en sus fundamentos si nos remontamos a Kant. Marx (cf. Cap. XII, § 3) define al hombre, no como animal teorético, sino en función del trabajo; y ello depende, a la postre, de la manera cómo Kant enfoca el conocimiento: como elaboración, es decir "fabricación", del objeto.-También podría señalarse la relación que tiene esta cuestión de la primacía de la acción sobre la contemplación, con un tema de la literatura de la época. En una de las primeras escenas del Fausto (I parte, 1808) de Goethe, se encuentra Fausto[6] con el texto de la Biblia, queriendo traducir al alemán el pasaje de San Juan que comienza con las famosas palabras: "En el principio era el lagos" ("el verbo", según suele traducirse). Este término "logos", significaba para los griegos -entre otras cosas (cf. Cap. II, § 3) "razón", "concepto", de manera que la frase podría traducirse diciendo que en el principio era el conocimiento, la contemplación, las ideas. Pero Fausto no quiere simplemente reemplazar la palabra griega por una alemana, sino que quiere traducirla al espíritu de su lengua, "a su amado alemán", según dice; ensaya una serie de posibilidades -"palabra", "sentido", "fuerza"-, pero ninguna lo satisface, hasta que al final encuentra un término que sí le parece expresar la esencia del asunto en cuestión, y que ya no es traducción literal, que ya no es calco. Y entonces dice: "En el principio era la acción (Tat)". Esto es, no el verbo, no el conocimiento, sino la actividad, la acción.- En los comienzos, pues, del mundo contemporáneo -tal como suele llamarse el que nace hacia fines del siglo XVIII-, Kant, por una parte, entiende el conocimiento como una especial forma de acción; y por otra, frente a problema paralelo, Goethe encuentra en la palabra "acción" el equivalente moderno de lo que para el mundo antiguo había sido el logos. Esto no es casualidad; esto significa que la historia no es una serie de meras ocurrencias, sino un acontecer donde parece haber siempre un secreto acuerdo, cierta armonía aun entre las manifestaciones más dispersas y aparentemente más heterogéneas -un acuerdo que quizá no se alcanza a comprender plenamente.
Volviendo a Kant, decíamos que el sujeto cognoscente podría compararse con un individuo que naciese con lentes coloreadas. Para que esta persona pueda ver -es decir, conocer- se precisan dos elementos: de un lado, los anteojos, y del otro las cosas visibles; si falta cualquiera de los dos, el conocimiento se hace imposible. Traducido a términos de Kant, esto significa que el conocimiento envuelve dos factores: 1) la estructura de nuestra "razón", que es independiente de la experiencia; pero la razón, para poder funcionar en este especial tipo de conocimiento que consiste en "modelar" los objetos, requiere 2) un "material" modelable, las impresiones. Así se lee en la Crítica de la razón pura:
ni conceptos sin intuición que de alguna manera les corresponda, ni intuición sin conceptos, pueden dar un conocimiento,[7] porque pensamientos sin contenido son vacíos, intuiciones sin conceptos son ciegas.[8]
La "razón"[9] está constituida, de un lado, por el espacio y el tiempo, que Kant llama formas puras de la sensibilidad o intuiciones puras; y del otro, por las categorías, o conceptos puros del entendimiento, tales como substancia, causalidad, unidad, pluralidad, etc. Resulta entonces que el espacio, el tiempo y las categorías no son independientes del sujeto, no son cosas ni propiedades de las cosas en sí mismas, sino "instrumentos" o "moldes" mediante los cuales el sujeto elabora el mundo de los objetos; y el "material" a que se aplican esos moldes son las impresiones o sensaciones.
Kant expresa la relación entre la estructura a priori del sujeto, conformadora y elaborante de los objetos del conocimiento, por una parte, y por la otra las impresiones, con el par de conceptos "forma" y "materia": espacio, tiempo y categorías son formas, las impresiones constituyen su materia o contenido. Si se intentase conocer valiéndose solamente de la "razón", es decir, de las formas a priori del sujeto, no se tendría sino formas enteramente vacías, y por tanto no se conocería ningún objeto, nada absolutamente. Es preciso, pues, que esas formas o moldes tengan un material al cual aplicarse. Pero ocurre que ese material no puede provenir sino sólo de la experiencia, de las sensaciones, y Kant dirá entonces que no es posible ningún conocimiento si no es dentro de las fronteras de la experiencia. En este sentido se aproxima al empirismo, y declarará la imposibilidad del conocimiento metafísico, entendido como conocimiento de las cosas en sí, porque para que éste fuese posible tendrían que sernos dados los objetos metafísicos (Dios, el alma, etc.), cosa que evidentemente no ocurre. Lo único que nos es dado son las impresiones, y solamente sobre la base de éstas podrá elaborarse el conocimiento. "Pensamientos" -es decir, aquí: formas del sujeto- "sin contenido son vacíos".
Pero a la vez Kant enseña, contra la tesis empirista, que con puras impresiones tampoco puede haber conocimiento; porque las puras impresiones, sin ninguna forma, no serían sino un caos, un material en bruto, o, como dice Kant, una "rapsodia" de sensaciones, sin orden ni concierto. Para que haya conocimiento es preciso que esas impresiones estén de alguna manera ordenadas, jerarquizadas, conformadas, "racionalizadas"; y ese orden o racionalización no proviene de las sensaciones mismas, sino que lo introduce en ellas el sujeto cognoscente. "Intuiciones" -es decir, aquí, impresiones- "sin conceptos son ciegas". Y en este sentido Kant se aproxima al racionalismo.
Kant entonces rescata la porción de verdad que encierran empirismo y racionalismo, a la vez que pone de relieve su unilateralidad; y puede hacerlo porque se coloca en una zona más fundamental, en cuanto muestra que el conocer no es mera recepción, sino también elaboración del objeto. Kant concibe, pues, la relación de conocimiento a la inversa de como hasta entonces se la había pensado, porque mientras que el realismo sostenía que el sujeto se limita a copiar las cosas (res), que ya estarían listas, constituidas y organizadas independientemente de él, para Kant la actividad del conocimiento consiste, en su fundamento, en constituir, en construir, los objetos ( y sólo después, en un momento ulterior y secundario, será posible comprender el conocimiento como coincidencia entre las representaciones que tiene el sujeto, y las cosas que antes había constituido). De manera que para Kant lo determinante en el acto de conocer no es tanto el objeto, cuanto más bien el sujeto. Esta teoría se denomina "idealismo".
En este sentido Kant puede decir que introduce una "revolución copernicana" en el campo de los estudios filosóficos.[10] En efecto, Copérnico explicó los movimientos celestes suponiendo una hipótesis diametralmente opuesta a la que se aceptaba en su época. La teoría geocéntrica entonces vigente sostenía que la tierra estaba en el centro del universo, y que el sol y los demás cuerpos celestes giraban alrededor de ella. Pero ocurría que los cálculos que debían hacer los astrónomos para determinar la posición respectiva de los astros y predecir su lugar en un momento dado, eran cálculos extremadamente complicados. Copérnico simplificó la cuestión al observar que si se supone que es la tierra la que gira alrededor del sol, entonces los movimientos celestes y los cálculos respectivos resultan considerablemente más sencillos. Kant realiza una "revolución copernicana", entonces, porque enfoca la cuestión del conocimiento al revés de como se la enfocaba hasta ese momento:
Hasta ahora se admitía que todo nuestro conocimiento tenía que regirse por los objetos. [...] Ensáyese pues una vez si no adelantaremos más en los problemas de la metafísica, admitiendo que los objetos tienen que regirse por nuestro conocimiento.[11]
Pero que los objetos se rijan "por nuestro conocimiento", no significa que éstos se conviertan ahora en algo subjetivo, en puras representaciones. Según interpreta Heidegger,[12] para poder tener acceso a los entes, a los "objetos", es preciso tener previamente cierta comprensión de la constitución-de-ser (de la "esencia") del ente; tengo que saber, v. gr., que todo cambio tiene una causa -lo cual no lo sé por la experiencia-, y, en general, todo lo que establecen los Principios del entendimiento puro (cf. § 16). Si el conocimiento de las cosas lo llamamos "conocimiento óntico" (cf. Cap. XIV, § 6, nota 46) y el del ser (o esencia) de las mismas "conocimiento ontológico", se podrá decir que la revolución copernicana significa que "el conocimiento del ente tiene que estar ya previamente orientado por el conocimiento ontológico".[13] Sin duda mi conocimiento de esta silla, por ejemplo, se adecúa al ente "silla"; pero para ello se requiere "un conocimiento a priori sobre el cual se asienta toda intuición empírica[14] (cf. Cap. XIV §19).
4. Comienzo empírico y fundamento a priori
Las palabras con que se inicia la Introducción a la Crítica de la razón pura pueden servir, hasta cierto punto, como resumen de lo que se lleva dicho. Kant comienza:
No hay duda alguna de que todo nuestro conocimiento comienza con la experiencia.
Pues, ¿por dónde iba a despertarse la facultad de conocer, para su ejercicio, como no fuera por medio de objetos que hieren nuestros sentidos y ora provocan por sí mismos representaciones, ora ponen en movimiento nuestra capacidad intelectual para compararlos, enlazarlos, o separarlos y elaborar así, con la materia bruta de las impresiones sensibles, un conocimiento de los objetos llamado experiencia? Según el tiempo, pues, ningún conocimiento precede en nosotros a la experiencia y todo conocimiento comienza con ella.[15]
En efecto, nuestra capacidad de conocer no puede ponerse en funciones sin objetos que estimulen nuestros sentidos y así proporcionen impresiones, que luego el entendimiento unirá o separará, comparará, discriminará, etc., de todo lo cual resulta ese saber que se llama conocimiento empírico. No hay, pues, ninguna duda de que, en el orden del tiempo, la experiencia es el primer conocimiento que tenemos.
Todo esto, dicho así, fácilmente hace pensar en el empirismo; no hay duda de que en estas líneas resuena un eco de Hume. Y si Kant no hubiese dicho más que esto, no hubiese ido más allá del empirismo; pero a párrafo seguido escribe:
Mas si bien todo nuestro conocimiento comienza con la experiencia, no por eso origínase todo él [a partir] de la experiencia. Pues bien podría ser que nuestro conocimiento de experiencia fuera compuesto de lo que recibimos por medio de impresiones y de lo que nuestra propia facultad de conocer (con ocasión tan sólo de las impresiones sensibles) proporciona por sí misma.[16]
Las impresiones son la ocasión, el estímulo, para que la facultad de conocer se ponga en actividad; pero ésta no se limita a recibir las impresiones, sino que aporta un conjunto de formas a priori con las que el sujeto "moldea" el objeto. Por tanto, el conocimiento no se origina en su totalidad de la experiencia, sino que ésta proporciona solamente la "materia"; las "formas", en cambio, provienen del sujeto. Y si esto es así -tal como Kant lo formula aquí a modo de hipótesis, que se irá confirmando a lo largo de la Crítica de la razón pura-, nuestro análisis tendrá que aplicarse a distinguir dos componentes de la experiencia: el elemento a posteriori, la "materia" como mera multiplicidad de datos empíricos; y el elemento a priori, la "forma", o, mejor, las formas, como condiciones de la posibilidad de la experiencia.
Hume, que sin duda alguna fue un gran filósofo, confundió sin embargo estos dos factores del conocimiento. Y confundió a la vez dos problemas muy diferentes: una cuestión empírica, de hecho, a saber, cómo es que en nosotros, y según el orden del tiempo, aparecen los conocimientos; y una cuestión de derecho, la del valor del conocimiento. Se puede aprender a contar, por ejemplo, con la ayuda de los dedos, o con bolitas de vidrio, o con lo que fuere; y el psicólogo puede investigar los detalles de este proceso, las sucesivas etapas que envuelve, las diferencias individuales que allí intervienen, etc., etc.: todo esto es cuestión empírica, de hecho. Pero una vez que se ha aprendido a contar y a sumar, se llega a saber que "dos más dos es igual a cuatro", y este conocimiento no depende de que se lo haya aprendido valiéndonos de los dedos, o de un ábaco, etc., ni depende, en lo que a su valor respecta, de ninguna otra circunstancia empírica. Sin duda, sin los dedos o el ábaco no hubiésemos aprendido a sumar; pero una vez que hemos aprendido, entonces nos damos perfecta cuenta de que la afirmación "dos más dos es igual a cuatro" es un conocimiento que vale independientemente de cualquier experiencia, que es a priori, y que ninguna experiencia podrá jamás desmentir. Desde el punto de vista del valor del conocimiento, pues, carece absolutamente de importancia saber cómo -a través de qué experiencias- se ha llegado de hecho a saber que "dos más dos es igual a cuatro" (ello en todo caso será tema de la psicología); sino que lo que interesa es determinar en qué se funda tal validez a priori. Y Kant, sobre las huellas de Platón (cf. Cap. V, § 4), ha sido uno de los filósofos que con más insistencia y claridad ha distinguido estas dos cuestiones: la táctica y la de derecho.
Hume tiene razón en la medida en que afirma que la experiencia es el único campo legítimo para el conocimiento humano. Pero para él la experiencia es más un supuesto que un tema de investigación, algo obvio y no un problema, porque, en efecto -y aquí es donde insiste Kant- no fue capaz de preguntarse cómo es posible la experiencia misma, en qué se funda, vale decir, cuáles son las condiciones de posibilidad de la experiencia.
5. Significado de la palabra "objeto"
Siguiendo con cierta libertad un análisis de M. Heidegger,[17] puede observarse cómo la misma palabra "objeto" parecería confirmar la existencia de aquellos dos factores que Kant distingue en el conocimiento.
En efecto, el vocablo "objeto" (latín obiectum) está compuesto de "ob" -"frente a", "delante de"-y "iectum"- "puesto", "lanzado", "colocado"-. El prefijo "ob", entonces, parece aludir a la circunstancia de que, cuando hay conocimiento, se da algo con que nos encontramos, algo que viene a nuestro encuentro, que nos enfrenta o se nos o-pone (en "oponer", "ob-poner", aparece el mismo prefijo). Y Kant sostiene que para conocer siempre tiene que haber algo que nos sea dado, algo que, de alguna manera, nos venga al encuentro -las sensaciones o impresiones (como los colores, sonidos, etc.).
Pero hemos dicho que con este solo factor no basta para que haya conocimiento, para que haya objeto en el sentido propio de la palabra. Este fue el error de Hume: creer que con puras impresiones, y nada más que con ellas, puede explicarse el conocimiento. Porque una mera sensación, un puro color, una pura dureza, nada de eso es por sí solo un objeto. Observemos esta mesa, y quitémosle imaginariamente todo lo que en ella no sea pura sensación: eliminemos el concepto de mesa, de útil, de cosa, de algo, etc., y quedémonos con las solas sensaciones. ¿Qué pasa entonces? Que el objeto, la mesa, se ha evaporado, y no nos queda más que un puro color o confusión de colores, de los que no puede decirse propiamente que tengamos siquiera conocimiento.
Hay probablemente algunos momentos en que el hombre vive estados puramente sensoriales. Es lo que quizás ocurra en las primeras semanas de vida del niño: tendrá entonces meras sensaciones -impresiones térmicas, cromáticas, auditivas, etc.-, pero en estado puro, sin que todavía tengan significado, sin que lleguen todavía a ser objetos que él conozca; esto ocurrirá tan sólo en una etapa posterior de su desarrollo. O bien piénsese en alguien que se recobra de un desmayo (y recuérdese cómo el cinematógrafo procura representar plásticamente tal experiencia): en un primer momento no hay en él más que sensaciones -digamos: un puro blanco, que ni siquiera es el blanco de una pared o de una sábana, ni siquiera el blanco de una superficie cualquiera, sino sólo blanco (y por ello el cine lo representa como una especie de vertiginoso remolino)-, sensaciones donde el sujeto se encuentra enteramente perdido, hundido; más todavía, podría afirmarse que ni siquiera hay sujeto, sino nada más que un puro caos de sensaciones. Pero a medida que el sujeto emerge del desmayo, decimos que se va "recobrando", rescatándose de ese torbellino donde estaba perdido; y esto significa que lo que en el primer momento era pura sensación, va tomando una "figura" más o menos fija, un cierto "aspecto". Como si el sujeto se dijese: "¡Ah, esto es algo, esto es algo blanco, es una superficie blanca, es una pared blanca...!", etc., etc. (cf. § 11).[18]
Ahora aparece entonces el elemento a que alude el segundo componente de la palabra "ob-jeto": porque lo que antes era pura sensación, es ahora algo "iectum", algo que está ahí plantado, colocado con una cierta "figura" o aspecto determinado (cf. el significado de "idea" en griego. Cap. V, § 3). La función del concepto consiste para Kant justamente en dar carácter, sentido, "forma", a lo que un instante antes no era más que un caos, algo indeterminado. Lo que nos sale al encuentro ("ob-") resulta ahora determinado como algo que está con cierto aspecto fijo, y que por tener fijeza es constante, mientras que las sensaciones son fluctuantes y cambiantes.
6. Estructura de la Crítica de la razón pura
Esas formas que el sujeto "impone" a los datos sensibles para convertirlos en objetos, son varias, y para estudiarlas conviene hacerse una especie de esquema o mapa del libro que se está examinando, la Crítica de la razón pura.
Esta obra consta de dos prefacios: el de la primera edición (1781), relativamente breve, y el de la segunda (1787), más extenso e importante en muchos de sus detalles. Luego viene la Introducción, donde Kant plantea el Problema con que se enfrenta. Después sigue el cuerpo del libro, que, simplificando, tiene dos grandes partes: Estética trascendental y Lógica trascendental.
La Estética trascendental no tiene nada que ver con la estética en el sentido corriente del término (que designa la filosofía de la belleza o la filosofía del arte). Kant emplea la palabra en su sentido etimológico, y como en griego [áisthesis] significa "sensación" o "percepción", la estética será entonces el estudio de la sensibilidad. Pero Kant agregad adjetivo "trascendental", término que define en la Introducción:
Llamo trascendental todo conocimiento que se ocupa en general no tanto de objetos, como de nuestro modo de conocerlos, en cuanto éste [el modo de conocerlos] debe ser posible a priori.[19]
es decir, independientemente de la experiencia. "Trascendental", por tanto, significa todo lo referente a las condiciones a priori que hacen posible el conocimiento óntico (cf. § 3), o, con otras palabras, lo referente a las condiciones de posibilidad de los objetos (de los objetos de experiencia, que son los únicos, según Kant, que podemos conocer). Por tanto, la Estética trascendental se ocupará del estudio de las condiciones de posibilidad de la sensibilidad, de las formas a priori de la sensibilidad.
La Lógica trascendental, por ser lógica, se ocupará del pensar; y por ser trascendental, se encarará con las condiciones de posibilidad del pensar, con el pensar a priori.
El término más amplio posible para cualquier tipo de conocimiento, el género máximo, es en la terminología kantiana el concepto de representación;[20] representación es, pues, toda referencia posible a un objeto. Las representaciones se dividen en dos especies principales: intuiciones, que son aquellas que dan un conocimiento inmediato y que se refieren a un objeto único, individual; y conceptos, representaciones que proporcionan un conocimiento mediato, indirecto, y que se refieren a lo que es común a diferentes objetos. Intuición se nos da, por ejemplo, cuando miramos este papel y tenemos la sensación de blanco; aquí se conoce algo de manera directa, y lo que en la intuición se me da es un objeto único, esta hoja de papel, y no todas. Cuando, en cambio, pensamos "papel", no conocemos nada de modo directo, porque para llegar al concepto "papel" tenemos que atravesar una serie de pasos: al concepto de papel se llega después de haber visto muchos papeles y de haber hecho un proceso de abstracción de las notas comunes a los diversos papeles singulares. El concepto es "mediato" o indirecto porque no se refiere directamente a este papel o al otro, sino a las "notas comunes" a todos los papeles, y a éstos sólo a través de las notas comunes; es una representación universal, i.e., de lo común a diversos objetos en cuanto está contenida en ellos. El concepto, pues, no es nada que se nos dé directamente, inmediatamente, sino algo que sólo se logra de manera mediata o indirecta. Además, el concepto "papel" no se refiere solamente a esta hoja que tenemos ante la vista, sino a todos los posibles papeles; no es una representación singular, como la intuición, sino una representación general o universal.
Intuiciones y conceptos, a su vez, pueden ser empíricos o puros. Intuiciones empíricas son las sensaciones o impresiones. Conceptos empíricos son, por ejemplo, los de "papel", "silla", "perro", etc. Hay además intuiciones que no son empíricas, sino puras -esto es, libres de todo elemento que pertenezca a la sensación-, y son dos: espacio y tiempo. Por último, hay conceptos puros, que a su vez se dividen en conceptos puros del entendimiento, o categorías, en número de doce (unidad, pluralidad, causalidad, substancialidad, etc.), y conceptos puros de la razón o Ideas, de las que aquí se consideran tres: alma, mundo y Dios.
En forma de cuadro:
Si se relaciona este cuadro con las divisiones de la Crítica de la razón pura, resulta que la Estética trascendental se ocupa de las intuiciones puras de espacio y de tiempo. En cuanto a la Lógica trascendental, estudia el pensar puro, y se divide en Analítica trascendental y Dialéctica trascendental, según se trate del entendimiento o de la razón, con sus correspondientes subdivisiones.
De todo lo cual se obtiene el siguiente esquema:
Estética trascendental { intuiciones puras (espacio y tiempo)
Si se tiene en cuenta que la metafísica, tradicionalmente, se dividía, según Wolff,[21] de la siguiente manera:
se verá que la estructura de la Crítica de la razón pura corresponde, con bastante aproximación, al cuadro de Wolff, es decir, a la estructura y a los problemas de la metafísica tradicional. La ontología estudia el ente en tanto ente, o, dicho de otra manera, la estructura más general de las cosas (cf. Cap. I, nota 4); y corresponde aproximadamente a la Estética y a la Analítica trascendentales, tomadas en conjunto, porque allí Kant establece justamente la estructura del ente empírico, de los objetos empíricos (los únicos objetos cognoscibles para el hombre). La metafísica tradicional se planteaba además tres problemas especiales. La psicología racional se preguntaba por el alma humana, si la hay o no, si es algo diferente del cuerpo o no, si es inmortal o mortal, etc. La cosmología se ocupaba del problema del mundo, de si es finito o infinito, del tipo de leyes que rigen en él, etc. Por último, la teología racional o natural (por oposición a la teología revelada, que es asunto propio de la religión) se ocupaba de lo que se puede saber acerca de Dios con la sola ayuda de la razón humana (vale decir, prescindiendo de la revelación): si existe o no, si su existencia puede demostrarse, sus atributos esenciales, etc. Pues bien, dentro de la Crítica de la razón pura, el capítulo sobre los Paralogismos de la razón pura trata de la psicología racional; el de las Antinomias, del problema del mundo; y el del Ideal de la razón pura, de Dios (si bien -conviene adelantarlo- la Dialéctica trascendental es negativa, en el sentido de que sostiene que no se puede conocer nada acerca de estos tres temas de la metafísica especial).
7. Juicios analíticos, y juicios sintéticos a posteriori
Puede ahora comenzarse con el estudio de la Introducción a la Crítica de la razón pura.
La ciencia[22] -y en general todo conocimiento- está constituida por juicios.
Los juicios son afirmaciones o negaciones; por ejemplo: "la mesa es negra", o "los polos iguales no se atraen", o "la suma de los ángulos interiores de un triángulo es igual a dos rectos". La lógica (formal) define los juicios como estructuras enunciativas de conceptos, vale decir que todo juicio es un conjunto de conceptos en el que se afirma o niega algo. Dicho de otra manera, los juicios o proposiciones son estructuras lógicas caracterizadas por el hecho de que pueden ser verdaderas o falsas. Un concepto de por sí solo -como, por ejemplo, "azul"- no es ni verdadero ni falso; en cambio, si se afirma (o niega) algo de él (v. gr., "el azul es un color"), entonces sí se dará verdad o falsedad.
Puede distinguirse varios tipos de juicios. En primer lugar, hay juicios analíticos, como, por ejemplo, "todo triángulo es una figura". En estos juicios el predicado está contenido ya, implícitamente, en el concepto del sujeto; por tanto, no tenemos que hacer más que desplegar -analizar o descomponer- el concepto sujeto (triángulo) para encontrar en él el predicado (figura).
El fundamento en que se apoya la verdad de un juicio analítico reside en que entre el sujeto y el predicado hay identidad; en el ejemplo anterior, una identidad parcial entre el concepto "figura" y el concepto "triángulo", de manera que es como si se estuviese diciendo: "esas figuras que son los triángulos, son figuras". El principio que sirve como fundamento de verdad en los juicios analíticos es, pues, el principio de identidad; o, si se quiere ver la cosa por otro lado, el principio de contradicción, porque es contradictorio decir "los triángulos no son figuras" (ya que ello equivaldría a afirmar: "esas figuras que son los triángulos, no son figuras"). En otras palabras, los analíticos son juicios de cuya verdad se puede estar seguro con toda certeza sin más que recurrir a aquellos dos principios lógicos; no necesitamos ir más allá de nuestro pensamiento y buscar su confirmación en la experiencia: dado un juicio analítico, se aplica el principio de identidad, o el de contradicción, y con esto basta para saber si el juicio es verdadero o falso.
Los juicios analíticos, entonces, son todos a priori. Ahora bien, esta expresión -a priori-, que ya se ha empleado repetidas veces, hay que comprenderla rectamente en el sentido que le da Kant, si se quiere evitar graves confusiones. En su terminología, "a priori" no tiene nada que ver con el "antes" o el "después" en sentido temporal; no se trata de un término que tenga sentido cronológico, porque, según se señaló (cf. § 4), el problema de Kant no es problema empírico, sino relativo al fundamento, valor o legitimidad del conocimiento. "A priori" no quiere decir anterior, en el tiempo, a la experiencia; porque (cf. § 4) ningún conocimiento precede a la experiencia. A priori significa lo "anterior" en el orden (atemporal) de la fundamentación, lo independiente de la experiencia -por lo que decimos que el juicio "todo triángulo es una figura" no puede jamás ser desmentido por la experiencia, porque su valor no depende para nada de ésta.
Lo a priori tiene, según Kant, dos notas que lo caracterizan: necesidad y universalidad. Estas dos notas van siempre juntas, y basta con que se presente la una para saber que la otra la acompaña. Necesario quiere decir que lo afirmado es de tal manera que no puede ser de ninguna otra (mientras que lo contingente es lo que es así, pero puede ser de otra manera). "El triángulo es una figura", es un juicio necesario ("El Aconcagua tiene 6.950 metros de altura", es contingente). Universal significa que el juicio vale para todos los casos, que no tiene excepciones; por ejemplo, "todos los perros son animales" (lo contrario de lo universal es lo particular; ejemplo, "algunos hombres son europeos") (cf. Cap. II, § 6, notas 41 y 42).
El no valemos nada más que de nuestro pensamiento para determinar si algo es verdadero o no, recuerda a Descartes, y, en general, al racionalismo. En efecto, según los racionalistas los juicios de la matemática y de la metafísica -y buena parte de los del resto de las ciencias- debían ser, en última instancia, juicios analíticos. Pero surge un grave inconveniente, sin embargo: los racionalistas no están de acuerdo entre sí. Coinciden, por cierto, en sostener que el verdadero conocimiento es el racional, constituido (según piensan) por juicios analíticos; más de hecho la metafísica de Descartes, por ejemplo, es muy diferente de la de Spinoza o de la de Leibniz (cf. Cap. VIII, § 14 in fine) Entonces, ¿cómo puede ser que se haya llegado a este resultado escandaloso: que tres metafísicos, los tres racionalistas, sustenten teorías radicalmente distintas, a pesar de que los tres dicen emplear nada más que su razón, nada más que los principios de identidad y contradicción, para construir sus respectivos sistemas? Tal discrepancia no ocurre en las matemáticas. Y es de presumir, pues, que algo anda mal en el racionalismo si es que desemboca en aquel desacuerdo.
Por otra parte, en los casos en que no hay duda acerca de la verdad de los juicios analíticos, como en el caso de "todo triángulo es una figura" o "todo papel es papel", en el fondo no se trata de verdaderos conocimientos, o, al menos, no se trata de conocimientos que amplíen lo que ya se sabe; se trata nada más que de una repetición, una aclaración de lo que ya es sabido. Los juicios analíticos no amplían nuestro saber, observa Kant, sino que son meramente aclaratorios (tautologías).
Pero hay juicios muy diferentes de los analíticos; como, por ejemplo: "la mesa está en el salón de clase". Si nos ponemos a analizar el concepto de "mesa", jamás se va a encontrar, mediante su sola descomposición, con la sola ayuda del pensamiento, la circunstancia de estar en el salón; el juicio: "la mesa no está en el salón de clase", no es contradictorio. Para saber si efectivamente es verdad lo afirmado en el ejemplo, se necesita ver la mesa, recurrir a la experiencia, de manera que ésta, la percepción, constituye su fundamento. Este juicio, entonces, no es analítico, puesto que el predicado no está contenido en el sujeto; se lo llamará sintético.[23]
Los juicios sintéticos, pues, amplían el conocimiento, porque dicen algo que antes, con el solo concepto del sujeto, ignorábamos. En este sentido, resultan más útiles que los juicios analíticos. Pero el inconveniente, si así puede decirse, de estos juicios reside en que no son a priori, sino a posteriori. De acuerdo con el sentido que le da Kant, esta expresión -a posteriori- significa lo que depende de la experiencia, y las notas que lo caracterizan son la contingencia y la particularidad. Los juicios sintéticos, entonces, son contingentes y particulares. Por ejemplo, en una época se decía: "todos los cisnes son blancos"; este juicio es sintético, pero no necesario ni universal, y así ocurrió que un buen día se descubrieron cisnes negros. Para el empirismo -para Hume- todos los juicios que se refieren a la realidad son de este tipo: sintéticos a posteriori.
8. El problema de la Crítica de la razón pura:
la posibilidad de los juicios sintéticos a priori
Ahora bien, Kant sostiene que, además de los juicios analíticos y de los sintéticos a posteriori, hay otros, cuya existencia escapó a todos los filósofos anteriores y que él llama juicios sintéticos a priori. Pues el ideal de la ciencia es ampliar nuestros conocimientos, busca juicios sintéticos, pero que al mismo tiempo sean necesarios y universales. Kant comienza por mostrar, mediante una serie de ejemplos, que en efecto en todas las ciencias teóricas de la razón (matemáticas, física pura, metafísica) hay juicios sintéticos a priori.[24]
El primer ejemplo está tomado de la aritmética: "7 + 5 = 12". No hay duda de que este juicio es a priori, necesario y universal, como todas las verdades matemáticas. La dificultad está en saber si es analítico o sintético. Toda la filosofía anterior a Kant -tanto los racionalistas cuanto los empiristas- había pensado que se trataba de un juicio analítico. Pero Kant observa que el concepto de la suma de siete y cinco no contiene el resultado, doce, sino que 7 + 5 dice tan sólo que al 7 hay que agregarle 5 unidades -y esto es todo lo que el análisis puede encontrar allí; porque para hallar el resultado tenemos que añadir efectivamente cada una de las unidades del 5 al 7, es decir, tenemos que efectuar una operación de síntesis, de agregación. Y de ello "se convence uno con tanta mayor claridad cuanto mayores son los números que se toman, pues entonces se advierte claramente que por muchas vueltas que le demos a nuestros conceptos, no podemos nunca encontrar la suma por medio del mero análisis de nuestros conceptos".[25] Tómese, entonces, no un ejemplo tan sencillo como el anterior, porque casi es un hábito para nosotros decir: 7 + 5 = 12, sino cantidades grandes, v. gr.: 183.248.512 + 1.432.000, y entonces resulta evidente que no se puede llegar a saber cuál es el resultado por análisis, sino solamente mediante la operación de síntesis.[26]
El segundo ejemplo se refiere a la geometría: "la línea recta es la más corta entre dos puntos". Tampoco hay duda aquí de que éste es un juicio a priori. Pero además es también sintético, porque si fuese analítico el "ser la más corta" (una referencia a la magnitud de la línea) tendría que estar contenido en el concepto de recta; mas el concepto de "línea recta" no contiene en sí nada relativo a la magnitud, a lo largo o a lo corto, sino que es simplemente el concepto de la cualidad de esta línea: el ser recta, y no curva. Por tanto, el concepto de "más corta" no está contenido en el concepto-sujeto "línea recta", sino que se le añade sintéticamente.
El tercer ejemplo es una proposición de la física (en su parte pura): "En todas las transformaciones del mundo corporal la cantidad de materia permanece inalterada".[27] Éste es un juicio necesario, porque la física clásica parte del principio de la conservación de la materia (o de la energía), y sin él no podría funcionar; en tal sentido es éste un juicio a priori; no se funda en la experiencia, sino que es fundamento de ésta. Pero además, según Kant, se trata de un juicio sintético, porque "en el concepto de materia [concepto-sujeto] no pienso la permanencia [predicado], sino sólo la presencia de la materia en el espacio, llenándolo".[28] En el concepto-sujeto sólo se contiene la idea de materia como lo que llena el espacio, pero no que sea permanente o no lo sea; por tanto, éste es un juicio sintético.
Por último, los juicios de la metafísica -como, por ejemplo, "Dios existe"- tendrán que ser juicios a priori, dado que la metafísica pretende justamente conocer lo que rebasa la experiencia. Además tendrán que ser juicios sintéticos, puesto que "no se trata en ella de analizar solamente y explicar así analíticamente los conceptos que nos hacemos a priori" de Dios, el mundo, etc., "sino que queremos ampliar nuestro conocimiento a priori".[29]
Kant plantea entonces el problema de la Crítica de la razón pura preguntándose cómo son posibles los juicios sintéticos a priori. En el caso de los juicios analíticos, según se vio, la solución del problema de su posibilidad era muy sencilla: estos juicios se fundan simplemente en los principios lógicos de identidad y contradicción. En el caso de los juicios sintéticos a posteriori, también la solución era fácil, porque el fundamento de estos juicios se encuentra en la percepción: se puede unir a un cierto sujeto un predicado que no está contenido en él, y decir, por ejemplo, "la mesa es negra", porque la percepción nos da juntos la mesa y el negro. Pero en el caso de los juicios sintéticos a priori, el problema es incomparablemente más complejo, porque estos juicios no pueden estar fundados en los principios de identidad y contradicción, ya que aquí no hay identidad ninguna entre sujeto y predicado; y, por otra parte, su fundamento tampoco puede estar en la experiencia, en la percepción, porque se trata de juicios a priori, independientes de la experiencia. Para resolver este problema es preciso internarse en la Crítica de la razón pura.
9. La Estética trascendental.
Exposición metafísica del espacio y del tiempo
Kant comienza la Estética trascendental[30] señalando que todo conocimiento busca en definitiva tomar contacto directo con su objeto, busca una relación inmediata con él; sabemos que tal tipo de referencia, tal presencia inmediata del objeto, se da en la intuición (cf. § 6). Mas para que ello ocurra, según también se ha dicho (cf. § 5), es preciso que el objeto nos sea dado. El sujeto humano es un ente finito, y su finitud (en el campo del conocimiento) se muestra justamente en la circunstancia de que para intuir el objeto, éste tiene que serle dado.
Quizá la mejor manera de comprender la esencia de la intuición humana, o sea la esencia de la sensibilidad, consista en contraponerla a la intuición divina. Si Dios existe, su conocimiento ha de ser intuitivo, directo, inmediato. Además, esta intuición divina tiene que ser tal, que no dependa del objeto intuido, porque Dios, por ser absoluto, no depende de nada, sino que, al revés, todo depende de Él. Por tanto, la intuición divina no depende de que el objeto le sea dado; al contrario, es una intuición que, en tanto se ejecuta, otorga el ser a lo intuido, lo crea; será, pues, una intuición originaria (intuitus originarius). Pero en cambio la intuición humana no es originaria, no es creadora, sino derivada (intuitus derivativus),[31] es decir, una intuición que depende, primero, de que el ente, antes de ser intuido, ya exista de por sí; y segundo, de que efectivamente el sujeto se encuentre con el objeto, de que el objeto le sea dado. Si el hombre fuese infinito, entonces podría, en el mismo acto de intuición, crear, dar el ser al objeto; pero esto, desde luego, no ocurre con el conocimiento humano.
Por tanto, el hombre debe estar constituido de manera de permitir que algo le sea dado, tiene que ser receptivo; tal receptividad es la sensibilidad. "La capacidad (receptividad) de recibir representaciones por el modo cómo somos afectados por objetos, llámase sensibilidad"[32]
Ahora bien, Kant sostiene que la receptividad humana (sensibilidad) tiene condiciones, ciertas formas según las cuales intuye, formas que hasta cierto punto conforman el objeto intuido; estas formas de la sensibilidad, que no dependen de la experiencia, se llaman formas a priori de la sensibilidad, o intuiciones puras, y son dos: el espacio y el tiempo. De estas intuiciones puras se ocupa justamente la Estética trascendental.
El espacio es "la forma de todos los fenómenos del sentido externo",[33] vale decir que todos los fenómenos del mundo exterior, del mundo físico, los intuimos bajo esta forma o condición llamada espacio. Todos los objetos del mundo exterior son espaciales, pero no porque lo sean en sí mismos, sino porque ése es el modo cómo funciona la receptividad humana, que al intuirlos los somete a esa forma o manera suya de intuirlos que es el espacio. Por otra parte, el tiempo es "la forma del sentido interno, es decir, de la intuición de nosotros mismos y de nuestro estado interno",[34] la forma del sentido mediante el cual tomamos conciencia de nosotros mismos. Esto significa que todos los estados psíquicos están sometidos a la forma del tiempo. Pero como todos los fenómenos del mundo exterior se nos dan solamente a través de percepciones, y las percepciones son fenómenos del sentido interno, resulta que el tiempo es también forma de todos los fenómenos del sentido exterior. Por tanto, "el tiempo es la condición formal a priori de todos los fenómenos en general",[35] la forma universal de toda intuición humana.
Pero, se dirá ¿cómo es esto de que el espacio y el tiempo son formas de la intuición? ¿en qué se apoya Kant para hacer tales afirmaciones? Porque parecería más natural pensar -y era lo que pensaba Newton, por ejemplo, a quien Kant siempre profesó enorme veneración- que el espacio y el tiempo son dos realidades subsistentes, independientes de que las percibamos o no, como especie de gigantescos recipientes cósmicos dentro de los cuales están las cosas. O bien podría pensarse -y ésta era la tesis de Leibniz- que el espacio y el tiempo fuesen sistemas de relaciones resultantes de las referencias que entre sí guardan las cosas. Kant, sin embargo, rechaza explícitamente estas dos tesis, para sostener que el tiempo y el espacio no son cosas en sí (Newton), ni relaciones o propiedades de las cosas en sí (Leibniz), sino solamente formas de nuestra sensibilidad, maneras nuestras de intuir las cosas. Y lo demuestra en las que llama "exposición metafísica del espacio" y "exposición metafísica del tiempo".
La exposición metafísica del espacio consta de cuatro argumentos; los dos primeros demuestran el carácter a priori del espacio; los dos últimos, su carácter intuitivo.
a) No hay más que dos posibilidades: o el espacio es algo derivado de la experiencia, o -según Kant pretende- es independiente de ella. Si el espacio derivase de la experiencia, tendríamos que formarnos su representación mediante un proceso de abstracción (así como nos formamos el concepto de "mesa", por ejemplo viendo distintas mesas y abstrayendo sus notas comunes): tendríamos que abstraer de la experiencia las relaciones de "adelante", "atrás", "arriba", "abajo", etc., a partir de los objetos empíricos que están colocados adelante, atrás, arriba, etc., y considerando aquellas relaciones por sí mismas terminaríamos formando el concepto de espacio. Es fácil darse cuenta, sin embargo, de que tal razonamiento es inválido, porque para representarnos algo como "adelante" o "atrás", se necesita ya suponer el espacio, puesto que tales relaciones no pueden darse sin darse el espacio mismo: esas relaciones son ya relaciones "espaciales". En consecuencia, el espacio no es nada derivado de la experiencia, no es nada que resulte por abstracción de relaciones dadas, sino al revés: el espacio no supone la experiencia, sino que la experiencia supone el espacio como condición suya; es decir, el espacio es a priori:
la representación del espacio no puede ser tomada, por experiencia, de las relaciones del fenómeno externo, sino que esta experiencia externa no es ella misma posible sino mediante dicha representación.[36]
b) Podemos pensar un espacio sin objetos, un espacio vacío (como el de la geometría); pero, en cambio, si de los fenómenos se elimina el espacio, no nos queda nada, es decir, no nos podemos representar objetos sino en el espacio. "No podemos nunca representarnos que no haya espacio, aunque podemos pensar muy bien que no se encuentren en él objetos algunos".[37] Esto muestra claramente que el espacio es condición de los objetos, y no los objetos condición del espacio; por tanto, que el espacio es a priori, condición de posibilidad de los fenómenos.
c) Hay un solo espacio, no muchos; porque cuando se habla de diversos espacios -por ejemplo, del espacio de este salón, del espacio de la habitación contigua, etc.-, en realidad lo que se está haciendo es nada más que dividir, de manera más o menos arbitraria, el espacio único; distinguiendo partes, entonces, que sólo pueden pensarse en él. Pues bien, cuando una representación se refiere a un objeto único, la llamamos intuición (cf. § 6); por tanto, el espacio es una intuición.
d) Ningún concepto contiene sus ejemplares en sí (el concepto "perro no encierra en sí los perros individuales), sino bajo sí. Pero el espacio contiene en sí, como limitaciones suyas, los diversos espacios, según se dijo (cf. c). Por tanto, será una intuición.
En consecuencia, el espacio es una intuición a priori. Esto significa que el espacio es forma o condición de la intuición, de manera tal que no se puede percibir ningún fenómeno del mundo exterior si no es en el espacio.
La exposición metafísica del tiempo se vale de una argumentación semejante, para llegar al mismo resultado, a) El tiempo no supone la experiencia, sino que, al revés, la experiencia supone el tiempo como condición de la misma; porque la representación del tiempo no se la forma por abstracción de las relaciones temporales -simultaneidad, o sucesión-, sino que éstas tienen sentido solamente si ya se supone el tiempo. Por tanto, éste es a priori. b) Puede pensarse un tiempo vacío, en el cual no haya ningún objeto; pero no es posible representarse ningún fenómeno si no es en el tiempo. "Por lo que se refiere a los fenómenos en general, no se puede quitar el tiempo, aunque se puede muy bien sacar del tiempo los fenómenos. El tiempo es pues dado a priori",[38] es condición de todo conocimiento de los fenómenos, c) El tiempo es único, porque los diversos tiempos de que pueda hablarse no son sino partes, más o menos arbitrarias, del tiempo único; por consiguiente, la representación del tiempo es una intuición. d) El tiempo único contiene en sí todos los tiempos posibles; es, pues, intuición, no concepto. De todo lo cual resulta, en resumen, que el tiempo es intuición pura, una forma de la intuición a la que tiene que someterse necesariamente toda intuición empírica, vale decir, cualquier contacto que el hombre pueda tener con la realidad.
10. Exposición trascendental. Realidad empírica
e idealidad trascendental del espacio y del tiempo.
La exposición trascendental del espacio muestra como, siendo el espacio una intuición a priori, se explica que los conocimientos geométricos estén constituidos por juicios sintéticos a priori (cf. § 8). La geometría es "una ciencia que determina las propiedades del espacio sintéticamente y [...] a priori".[39] Pues bien, sus juicios, en primer lugar, son a priori porque el espacio mismo es a priori. Y respecto del carácter sintético de las proposiciones geométricas, recuérdese que, en el caso de los juicios sintéticos a posteriori (cf. § 8 hacia el final), se dijo que lo que posibilitaba el enlace del predicado con el sujeto era la percepción, o sea la intuición empírica. Ahora bien, la intuición pura del espacio opera de manera análoga a la intuición empírica, permitiendo enlazar un predicado -por ejemplo, "la más corta" -con un sujeto - "línea recta"- en el que no se encuentra encerrado. Porque cuando se construye una recta en el espacio geométrico -para lo cual el espacio empírico de la pizarra (especie de "representante" del espacio) no es sino una ayuda-, se tiene una intuición (pura, no empírica) en que se pone en evidencia que la recta es la línea más corta entre dos puntos; pero, repetimos, esto se intuye en el espacio a priori, y por ello el juicio es a priori. Propiamente no prestamos atención a la línea recta dibujada -pues en tal caso nos limitaríamos a algo particular-, sino a la regla o proceso de construcción de la recta, construcción o regla que es a priori, no empírica; la geometría, pues, construye sus objetos en el espacio, es decir, realiza síntesis. (Por razones de brevedad se omite la exposición trascendental del tiempo, y las relaciones de éste con la aritmética).
La concepción del espacio como intuición a priori no sólo explica la geometría pura, sino que permite también entender la posibilidad de la geometría aplicada, la circunstancia de que todos los fenómenos del sentido externo se conformen o adecúen a las propiedades del espacio. Por ejemplo, el geómetra dice que la superficie de un triángulo está determinada por el producto ^e la base por la altura dividido por dos. Pero ocurre que todas las superficies triangulares que encontramos en la experiencia -por ejemplo, un terreno- se adecúan a esta exigencia, y para calcular la superficie del terreno se recurre a la fórmula mencionada. Tal aplicabilidad se fundamenta en que todo fenómeno del sentido externo se lo intuye en el espacio, porque el espacio es la forma o condición de la intuición externa; por tanto, el objeto, al ser intuido, tiene que "adaptarse" a la condición formal de la intuición, el espacio, y responder a las propiedades de éste.
En conclusión, pues, sostiene Kant que el espacio y el tiempo no son cosas en sí, ni relaciones de las cosas en sí mismas, sino especie de "moldes" que el sujeto impone a las cosas cuando intuye, formas o condiciones de la sensibilidad. Así se lee:
El espacio no representa ninguna propiedad de cosas en sí, ni en su relación recíproca, es decir, ninguna determinación que esté y permanezca en los objetos mismos aun haciendo abstracción de todas las condiciones subjetivas de la intuición [...] El espacio no es otra cosa que la forma de todos los fenómenos del sentido externo, es decir, la condición subjetiva de la sensibilidad, bajo la cual tan sólo es posible para nosotros intuición externa.[40]
El tiempo no es algo que exista por sí o que convenga a las cosas como determinación objetiva y, por lo tanto, permanezca cuando se hace abstracción de todas las condiciones subjetivas de su intuición [...]
El tiempo no es nada más que la forma del sentido interno, es decir, de la intuición de nosotros mismos y de nuestro estado interno.[41]
Kant afirma entonces que el espacio y el tiempo tienen realidad empírica e idealidad trascendental. "Realidad empírica" significa que el espacio y el tiempo son válidos para todos los objetos que intuimos en la experiencia, que espacio y tiempo contribuyen a constituir la objetividad de las cosas, en cuanto por cosas se entienden los fenómenos del mundo empírico:
Nuestras exposiciones enseñan [...] la realidad (es decir, validez objetiva) del espacio en lo que se refiere a todo aquello que puede presentársenos exteriormente como objeto.[42]
Pero realidad empírica no equivale a realidad absoluta,[43] sino que espacio y tiempo tienen además "idealidad trascendental", porque si se hace abstracción de las condiciones de nuestra sensibilidad, el espacio y el tiempo no son nada.
Por lo tanto ocurre, según Kant, que
nada en general de lo intuido en el espacio [y, respectivamente, en el tiempo] es cosa en sí, y [...1 el espacio [y el tiempo] no es forma de las cosas en sí mismas, sino que los objetos en sí no nos son conocidos.[44]
Todo conocimiento, pues, es necesariamente conocimiento de fenómenos, y las cosas en sí son incognoscibles.
Tal es el resultado general de la Estética trascendental; pero es ésta una porción muy breve de la Crítica de la razón pura; es preciso pasar ahora a la Lógica trascendental.
11. El problema del pensar puro. La Lógica trascendental
En efecto, sólo intuir no es todavía conocer; lo que la sensibilidad nos da, es multiplicidad, mera diversidad caótica, abigarrada, heterogénea -trátese de la multiplicidad a posteriori (las impresiones) o de la multiplicidad a priori, es decir, el espacio y el tiempo, entendidos únicamente como mera multitud de puntos o de instantes, respectivamente. Para que haya conocimiento es preciso que el "material" intuitivo sea pensado, es decir, traducido en conceptos (cf. §5). Sólo "conocemos" lo que aquí vemos -este conjunto abigarrado de impresiones visuales, táctiles, etc.- en la medida en que no nos limitamos a recibir meras sensaciones, sino además pensamos que esto es una "mesa", es decir, le damos sentido a la multiplicidad sensible en función del concepto "mesa". Por tanto, habiendo estudiado la sensibilidad en la Estética, habrá que estudiar ahora el pensar.
Del pensar se ocupa la lógica: de su actividad propia, el juzgar, y de los elementos constitutivos del juicio, es decir, de los conceptos. Mas así como en la Estética trascendental no se aplicó Kant a la consideración de la sensibilidad en general, sino sólo a su aspecto a priori, de la misma manera no construirá ahora una lógica general, sino una lógica trascendental, una investigación del pensar puro. La Lógica trascendental, pues, no se ocupa del pensar en genera!, ni del pensar empírico en particular, sino de averiguar si hay, y cómo es posible, un pensar puro, es decir, no el pensar que forma conceptos empíricos, sino un pensar que sea condición de todo pensar y por ende también del empírico; esto es, de un pensar que se ocupe "con nuestros conceptos a priori de objetos en general"[45] de "la forma del pensar un objeto en general".[46]
No hay duda de que poseemos conceptos empíricos, como los de árbol, mesa, clavel, etc., los cuales se forman abstrayendo las notas o caracteres comunes que percibimos en los árboles, mesas, etc. Pero así como junto a las intuiciones empíricas hallamos intuiciones puras, de manera análoga Kant sostiene que hay conceptos puros o a priori, a los que llama conceptos puros del entendimiento o categorías, como, por ejemplo, pluralidad, totalidad, substancia, causalidad, etc. (Luego se verá que hay también conceptos puros de la razón, o Ideas; cf. § 18).
Preguntar si hay conceptos puros, o si hay pensar puro, no empírico, quiere decir investigar la posibilidad de si hay conceptos que se refieran a objetos, pero que, sin embargo, sean independientes de la experiencia -conceptos que valgan a priori para todos los objetos, también para los de la experiencia (que son para Kant los únicos objetos de conocimiento en el sentido propio de la palabra); conceptos; entonces, que no surjan de la experiencia, sino que sean condición de la experiencia, conceptos que el sujeto introduce para construir lo que se llama experiencia. Dicho así, esto puede parecer sorprendente o paradójico; y sin embargo Kant muestra que se trata de un hecho y de una necesidad. Porque, según se dijo, el material que la sensibilidad proporciona sólo puede presentarse como conjunto de objetos si esa multiplicidad es enlazada, convertida en objetos -lo cual no lo puede hacer la sensibilidad, que es puramente receptiva, sino sólo el pensar, que es actividad, espontaneidad. Podemos ir haciéndonos una primera idea de estos conceptos puros (o categorías), si pensamos que todo objeto en general tiene que ser uno o múltiple, causa o efecto, cosa (substancia) o propiedad, etc., de modo que sin ellos no habría objeto ninguno.
El estudio de las categorías plantea dos problemas, por lo que se distinguen dos "deducciones" (o procedimientos de legitimación) de las mismas: de un lado, la deducción metafísica, que enseña qué, cuántas y cuáles son las categorías; y por otro lado, la deducción trascendental, que se ocupa del problema acerca de cómo, si las categorías son formas del pensar y en tal sentido subjetivas, tienen sin embargo validez objetiva, es decir, valen para todo conocimiento de objetos.
12. Deducción metafísica de las categorías
Puede esquematizarse la argumentación de Kant en seis pasos.[47]
1) El entendimiento es una facultad de conocer mediante conceptos.
2) Conocer mediante conceptos quiere decir juzgar, realizar juicios; por tanto, todos los actos del entendimiento se reducen a juzgar.
3) El juzgar consiste en enlazar representaciones; en todo juicio hay un enlace entre una representación, que aparece en el sujeto, con otra, que aparece en el predicado. Pensar, entonces, es un acto de síntesis o enlace de representaciones.
4) Los diferentes modos en que el juicio enlaza las representaciones (independientemente de la naturaleza de estas mismas) constituyen las formas del juicio, tal como las establece la lógica formal.
La lógica formal -que, justo por ser formal, no se interesa por el contenido de los juicios, es decir, de las representaciones mismas que en ellos figuran- divide los juicios en cuatro grupos, según la cantidad, la cualidad, la relación y la modalidad. Según la cantidad, a su vez, se dividen en universales ("todos los hombres son mortales"), particulares ("algunos hombres son argentinos") y singulares ("Sócrates es griego"); los primeros, pues, se refieren a todo un grupo; los segundos a una parte, los últimos a un solo individuo. Según la cualidad los juicios son afirmativos ("todos los hombres son mortales"), negativos ("ningún pájaro es cuadrúpedo") e infinitos, en los cuales el predicado contiene una negación ("el alma es no mortal", o, si se quiere, "el alma es inmortal"). Según la relación, son categóricos, cuando se enuncia algo simplemente, sin someterlo a ninguna condición ("Sócrates es griego"); hipotéticos, cuando lo que se afirma está sometido a una condición ("si quiero ganar dinero, tendré que trabajar"); y disyuntivos, donde también hay una condición, pero dentro del predicado, de tal manera que allí se encuentran dos o más determinaciones que se excluyen mutuamente, de modo que sólo una de ellas puede ser verdadera ("mañana estudiaré a Kant o no lo estudiaré", "todo triángulo es isósceles, equilátero o escaleno"). Según la modalidad, los juicios son problemáticos cuando enuncian una posibilidad ("quizá llueva"); asertóricos, cuando enuncian un hecho, algo efectivamente existente ("la puerta está abierta"); y apodícticos, cuando enuncian una necesidad ("dos más dos es igual a cuatro"). En forma de cuadro:[48]
1
Cantidad de los juicios
Universales
Particulares
singulares
2
3
Cualidad
Afirmativos
Negativos
infinitos
Relación
Categóricos
Hipotéticos
disyuntivos
4
Modalidad
Problemáticos
Asertóricos
Apodícticos
Esta es la clasificación tradicional de los juicios, tal como Kant la adopta con pequeñas modificaciones. Esta tabla presenta las distintas formas en que el juicio enlaza las representaciones, independientemente de la naturaleza (de la "materia" o contenido) de las representaciones enlazadas. Por ello es totalmente indiferente para la lógica formal qué contenido o representación se ponga en cada caso; por ejemplo, en lugar de "todos los hombres son mortales" podríamos haber dicho "todos los peces son farmacéuticos", o cualquier otro disparate parecido; y lo podríamos haber hecho porque aquí no interesa el contenido, sino sólo la forma del enlace. Está claro, entonces, que estas formas del juicio son a priori, puesto que no dependen de las representaciones mismas que allí se enlazan.
5) Cada una de estas formas de juicio es posible porque cada una enlaza el sujeto con el predicado según una determinada unidad de (acuerdo con la cual se efectúa el) enlace; es decir, que en cada caso, para cada tipo de juicio, hay una distinta unidad que permite realizar cada tipo especial de enlace. Esas unidades de enlace son precisamente las categorías.
6) Por lo tanto, la lista completa de las formas del juicio proporciona la clave para hallar la lista completa de las funciones de unidad en los juicios, esto es, de las categorías. Kant escribe:[49] "La misma función [la actividad de enlace del entendimiento] que da unidad a las diferentes representaciones en un juicio, da también unidad a la mera síntesis de diferentes representaciones en una intuición, y esa unidad se llama, con expresión general, el concepto puro del entendimiento".
Todo juicio, repetimos, es un enlace, y ese enlace se efectúa guiándose por una cierta unidad, por una cierta forma de unidad, que es diferente para cada uno de los doce tipos de juicios. Por tanto, cada especie de juicio lleva como impresa en sí, a la manera de una especie de sello, la unidad de acuerdo con la cual se ha realizado en él el enlace. El juicio entendido como resultado como algo ya hecho -que es el punto de vista bajo el que lo estudia la lógica formal-, lleva estampado en sí el carácter de una especial (forma de) unidad, que es el juicio (no como algo hecho, sino) como actividad viva del entendimiento, en tanto acto. Estos actos que dan unidad al enlace entre sujeto y predicado, son las categorías o conceptos puros del entendimiento, por lo que Kant las llama también "actos o acciones del pensar puro".[50] Como, entonces cada tipo de juicio está fundado en un especial tipo de unidad de enlace o categoría, Kant utiliza la tabla tradicional de los juicios como "hilo conductor" para hallar la tabla de las categorías, que es la siguiente:[51]
1
De la cantidad
Unidad
Pluralidad
Totalidad
2
3
De la cualidad
Realidad
Negación
Limitación
De la relación
Inherencia y subsistencia
(Substantia et accidens)
Causalidad y dependencia
(Causa y efecto)
Comunidad (acción recíproca
entre el agente y el paciente)
4
De la modalidad
Posibilidad - imposibilidad
Existencia - no existencia
Necesidad - contingencia
13. Aclaraciones y complementos
Algunos ejemplos servirán para tratar de aclarar lo que esto significa. Tomemos, en primer lugar, un juicio categórico, un juicio del primer tipo dentro de la clasificación por la relación; sea, v. gr., "la pared es blanca". Como en todo juicio, hay aquí un enlace de representaciones: entre la representación "la pared" y la representación "blanca". Kant se pregunta cuál es el especial tipo de unidad sobre la base del cual se enlazan aquí sujeto y predicado, cuál es el respecto o perspectiva en que nos colocamos al realizar un juicio de este tipo.[52] Porque podríamos referirnos a la pared en otros respectos; por ejemplo, diciendo: "la pared es obra del albañil Fulano" -y entonces encararíamos la pared como el efecto de cierta causa, el albañil Fulano-, o bien: "quizá la pared se desplome" -y entonces aparecería la categoría de posibilidad. Pero en nuestro caso no se la considera ni como efecto de una causa, ni bajo el concepto de posibilidad, sino que decimos: "la pared es blanca"; y cuando decimos esto, estamos considerando la pared como cosa (relativamente) permanente, es decir, como substancia, con una cierta propiedad accidental (porque es blanca, pero podría haber sido azul): es decir que el respecto en que nos colocamos es el de la categoría de substancia (y accidente).
Nótese, además, que la perspectiva o respecto se lo ha determinado a priori, independientemente del contenido de los datos empíricos, es decir que el respecto (la categoría) no es nada que dependa de la pared -porque ésta es totalmente indiferente a que la consideremos como cosa con propiedades, o como efecto de cierta causa, etc., etc.-, sino que nosotros, a priori, anticipadamente, la hemos enfocado en esta perspectiva o respecto. Nosotros -no la cosa misma- nos hemos colocado con nuestro pensamiento de tal modo que el enlace entre sujeto y predicado está regido por esta especial forma de unidad que caracteriza la categoría de substancia. La pared misma sigue siendo lo que es, pero los que la pensamos determinamos el respecto en que la vamos a considerar; y como tal respecto depende del sujeto y no de la cosa empírica, como ese respecto es independiente de todo factor empírico, decimos que este respecto es a priori.
Pero si bien está claro que el respecto es a priori, debe también quedar perfectamente claro que el contenido, lo que se dice de la cosa, no depende ya del sujeto, sino de la intuición empírica; no somos nosotros los que decidimos si la pared es blanca, o azul, o negra, sino que esto depende de la cosa misma, es algo a posteriori.
Examinemos otro ejemplo; tómese ahora un juicio hipotético, v. gr.: "si la pared cae, destrozará la mesa", o, simplemente: "la pared destrozará la mesa". Aquí también nos referimos a la pared, como en el ejemplo anterior; y se trata de la misma pared. La diferencia está en que ahora nos colocamos en un respecto diferente, en una perspectiva distinta. También aquí hay un enlace, pero, ¿cuál es la unidad del enlace o concepto puro de enlace que ahora efectuamos, el sentido según el cual se enlazan ahora sujeto y predicado? No se trata ya de la unidad propia de la substancia, sino de la unidad que hay entre el fundamento (la condición, la causa) -la caída de la pared- y la consecuencia (lo condicionado, el efecto) -la rotura de la mesa.
Lo esencial en toda esta cuestión es que el respecto o perspectiva (la categoría) representa un acto del sujeto frente a lo intuido. En efecto, ni en el caso del primer ejemplo, ni en el del segundo, nos atenemos al objeto sin más -como si fuese meramente por las solas sensaciones por las que "vemos" la relación entre la pared y el blanco o la relación causal entre su caída y la rotura de la mesa. No nos dirigimos derechamente, directamente, a la pared, porque en tal caso se trataría de un conocimiento intuitivo, de la mera recepción de los datos sensibles. De lo que se trata en cambio es de dos distintos modos, m) de recibirlo (receptividad, sensibilidad) al objeto, sino de enfocarlo mediante un acto nuestro; se trata, no de cómo el objeto viene hacia el sujeto -porque éste sería el aspecto empírico, sensorial-, sino de cómo nuestro pensamiento va hacia el objeto y, en consecuencia, del modo cómo al objeto lo hacemos objeto 0 "cómo lo piensa nuestro pensar"[53] del modo, pues, de nuestra espontaneidad. Porque las intuiciones dependen de la receptividad del espíritu, los conceptos de su espontaneidad. En efecto, Kant escribe:
Llamaremos sensibilidad a la receptividad de nuestro espíritu para recibir representaciones, en cuanto éste es afectado de alguna manera; llamaremos en cambio entendimiento a la facultad de producir nosotros mismos representaciones, o a la espontaneidad del conocimiento[54]
Y más adelante:
Los conceptos se fundan pues en la espontaneidad del pensar; como las intuiciones sensibles en la receptividad de las impresiones.[55]
Esta espontaneidad es condición de la experiencia porque únicamente gracias a ella se determina al objeto. Sólo puede decirse "la pared es blanca" colocándonos en la perspectiva que establece la categoría de substancia, la cual es entonces la condición de posibilidad de este conocimiento o juicio. Por eso se dijo (cf. § 1 \) que las categorías son conceptos de objetos en general, trátese del objeto como "cosa con propiedades" (substancia), o del objeto como "causa o efecto", etc. Sin las categorías no sería posible juicio ninguno, ni, por ende, ningún conocimiento.
Desde el punto de vista de la mera receptividad (cf. § 5) no tenemos sino una multiplicidad de sensaciones -colores, sabores, sonidos, etc.-, las impresiones de que hablaba Hume. Pero hemos insistido en que no basta con esto para que haya experiencia: la prueba está en que -contra todo lo que Hume dijera- nosotros no tenemos experiencia de impresiones aisladas, sino de objetos. Yo no me apoyo en las impresiones de duro y de negro cuando me apoyo en la mesa; es en ésta en la que me apoyo. Y cuando el hombre de ciencia calcula los movimientos celestes, no calcula movimientos de sensaciones visuales. Esto quiere decir que la explicación de Hume es inadecuada. En otros términos, desde el punto de vista de Kant, las impresiones no serían nada primario, sino nada más que el resultado del análisis psicologístico de Hume, análisis que no expresa la concreta inmediatez de nuestra experiencia efectiva: las impresiones son el resultado de una construcción teorética, pero no representan nuestro mundo natural. Esto no significa que las sensaciones no sean nada real; claro que lo son, y ya se ha dicho (cf. § 3) que los conceptos sin impresiones son vacíos, irreales, porque la "realidad" está en el mundo sensible. Pero Kant enseña que las impresiones en estado aislado, químicamente puras, no son nada más que el resultado de un análisis puramente psicológico (no trascendental) y además parcial.[56] Las impresiones solas no expresan nuestra experiencia concreta, porque ésta -insistimos- es la experiencia con las cosas y no con meras sensaciones; el mundo en que vivimos es un mundo de objetos, no de impresiones.
Por lo tanto es preciso que, además de las impresiones, haya un principio unificador, que dé significado, objetividad, en una palabra, que confiera cierta estabilidad, orden y sentido (cf. §§ 3 y 5) a las sensaciones; y ese principio es la actividad sintética del entendimiento. El pensamiento enlaza, sintetiza, en una palabra, unifica lo que de otra manera no sería sino un caos o desorden de impresiones, constituyendo así, merced a su actividad unificadora, el objeto y sus relaciones con los demás objetos.
Según Kant hay doce posibles clases de unidad -las doce categorías-, con arreglo a las cuales es posible realizar la síntesis en el juicio. De esta manera las categorías son los conceptos básicos, fundamentales, radicales -y por tanto necesarios, a priori-, de todo humano pensar.[57]
Ahora puede comprenderse mejor por qué para encontrar las categorías parte Kant de la tabla de la clasificación de los juicios (§12). La relación entre los diversos tipos de juicios y las categorías, es la relación entre el juicio como algo ya hecho, ya construido o dado, y el juicio en su proceso (trascendental, no psicológico) de formación, o, mejor aun, la ley o función que fundamenta cada tipo de juicio. Lo primero representa el punto de vista desde el cual lo estudia la lógica formal; lo segundo no es sino la categoría en acción -tema de la lógica trascendental-, las categorías, que hay que entenderlas como operaciones, o, como Kant expresamente lo dice, como actos de nuestro entendimiento, funciones u operaciones del pensar puro.
14. La deducción trascendental de las categorías. La apercepción trascendental
Resuelto el problema de saber qué, cuántas y cuáles son las categorías, tema de la deducción metafísica (§ 12), queda por examinar la deducción trascendental. La tarea de ésta consiste en explicar y justificar cómo, a pesar de ser las categorías formas de nuestro pensamiento y, en tal sentido, algo subjetivo, no obstante valen para todo nuestro conocimiento de objetos, es decir, tienen valor objetivo. Los conceptos empíricos -como "perro", "árbol", etc.- no requieren "deducción" ninguna, pues los respalda la experiencia: ésta nos da el perro y el árbol. Mas las categorías, que son conceptos puros, a priori, reclaman justificación, esto es, que se ponga de manifiesto el derecho que garantice su empleo. Tal derecho (quid iuris?) es lo que muestra la deducción. Esta deducción representa la parte más difícil de la Crítica, y el propio Kant señala que fue la que más trabajo le diera.[58]
Según se sabe (cf. § 3), para que haya objeto de conocimiento se requieren dos factores, intuición y pensamiento, que proporcionan el contenido y la forma, respectivamente, del objeto. Si faltase el primero, si no hubiese algo dado, el conocimiento carecería de contenido, sería vacío; si faltase el segundo, carecería de inteligibilidad o racionalidad, sería "ciego", sin sentido.
Ahora bien, es imposible pensar sin las categorías, pues éstas constituyen las formas necesarias de todo pensar, sus condiciones. Es imposible pensar ningún objeto si no se lo piensa como unidad, multiplicidad o totalidad; como cosa (substancia) o accidente; como causa o efecto; como posible o como efectivamente real o como necesario, etc. -esto es, sin que forzosamente caiga bajo las categorías. En la medida entonces en que conocer implica pensar, y el pensar exige el empleo de las categorías, resulta que éstas, en tanto que son conceptos de un objeto en general, han de ser necesariamente válidas para los objetos del conocimiento. Así escribe Kant, resumiendo la deducción trascendental:
[...] toda experiencia contiene, además de la intuición de los sentidos, por la cual algo es dado, un concepto de un objeto que está dado, o aparece, en la intuición; según esto, a la base de todo conocimiento de experiencia habrá, como sus condiciones a priori, conceptos de objetos en general; por consiguiente la validez objetiva de las categorías, como conceptos a priori, descansará en que sólo por ellas es posible la experiencia (según las formas del pensar).[59]
O más brevemente:
Las condiciones de la posibilidad de la experiencia en general son a la vez condiciones de la posibilidad de los objetos de la experiencia.[60]
Las intuiciones no nos proporcionan objetos, sino una mera multiplicidad. Para hacer de ésta un conocimiento es preciso enlazarla y constituir una unidad o serie (unitaria) de unidades y así hacer de ella un objeto. Tal enlace no puede ser obra de la sensibilidad, que es únicamente receptiva, sino acción del entendimiento, que es espontaneidad, actividad,[61] capacidad de síntesis. El enlace, en cualquiera de sus formas, "es una acción del entendimiento, que vamos a designar con la denominación general de síntesis".61 bis Por medio de ella, de la multiplicidad dada resulta un saber de objetos, i.e., objetivo. El entendimiento, entonces, enlaza -no produce- representaciones, y sus enlaces no son sino los doce que conocemos, las doce categorías.
Mas para tal tarea de enlace que el entendimiento cumple mediante las categorías se requiere una unidad más alta -que ya no es la categoría de "unidad", sino una unidad tal que se aplica a la totalidad de los conocimientos todos, esto es, un enlace no meramente de tal o cual representación, sino de todas ellas y que al par les otorgue coherencia. Este último y fundamental enlace de todas las representaciones reside en que todas ellas pueden ser referidas a una conciencia única o yo único, pues si alguna representación no estuviese referida al yo como actividad pensante, si alguna representación no fuese "yo pienso..." tal o cual representación, la representación no sería absolutamente nada.
El yo pienso tiene que poder acompañar a todas mis representaciones; pues si no, sería representado en mí algo que no podría ser pensado, lo cual significa tanto como decir que la representación sería, o bien imposible, o al menos nada para mí.[62]
El conocimiento consiste en un conjunto o sistema de representaciones que llamamos juicios, y estas representaciones no son sino operaciones o actos de una conciencia, de un yo pienso unitario. El espíritu no sólo posee sensibilidad; posee entendimiento y la posibilidad de referir sus juicios a un yo único, a una conciencia idéntica, de modo que mis representaciones sean mis representaciones, es decir que puedo referir todas mis representaciones a una autoconciencia única -sin lo cual el yo de cada uno sería tan múltiple y diverso como sus representaciones sensibles. Para que haya conocimiento, hay que enlazar la diversidad, operar una especie de combinación entre diversidad y unidad. Tal síntesis la llama Kant apercepción trascendental.[63] De ella escribe el filósofo:
La unidad sintética de la conciencia es pues una condición objetiva de todo conocimiento; no que yo la necesite meramente para conocer un objeto, sino que es condición bajo la cual tiene que estar toda intuición para llegar a ser objeto para mí, porque de otro modo, y sin esta síntesis, lo múltiple no se uniría en una conciencia.[64]
La suprema y última condición de todo conocimiento, pues, estriba en la capacidad originaria del entendimiento para reducir toda multiplicidad a unidad -para reducir, v. gr., este variado conjunto de sensaciones a la unidad que se expresa al decir "esta mesa" y para enlazar el papel con la mesa y la habitación, etc., en una unidad coherente. Esta conciencia trascendental no debe confundirse con la psicológica o empírica; en tanto que esta última es instantánea y aditiva, junta esto y aquello -lo cual es puramente "rapsódico"-, la conciencia trascendental enlaza uno con otro, establece conexiones, en una palabra constituye ese plexo coherente de fenómenos que llamamos naturaleza. De donde resulta que si la experiencia en su conjunto (la naturaleza) es una totalidad unitaria, y no una serie de hechos inconexos, lo es por obra de la unidad de la conciencia que la piensa, i.e., porque la piensa una conciencia única. Pues todas las operaciones sintéticas que ésta cumple y que constituyen la naturaleza, es decir, todas las formas de unidad de la síntesis -las categorías- dependen de una conciencia única y modificadora: la autoconciencia trascendental o "yo pienso", que es el fundamento de todas las categorías y de donde "brotan" todas ellas. Entonces puede decirse que las categorías, y por ende los distintos actos de pensar, son como los diversos actos de la apercepción trascendental, el despliegue o especificación del originario acto de unificación en que consiste la conciencia trascendental.
Pero es necesario precisar más aun qué es esta "conciencia trascendental", pues de otro modo se corre el riesgo de que se la imagine erróneamente como una conciencia real, individual y efectivamente existente. Sin embargo, no lo es. Si ahora en este lugar se deja de lado la multiplicidad de interpretaciones que se han propuesto, podemos atenernos a lo siguiente. Piénsese en un tratado de física -de física, que para Kant era la ciencia por excelencia. El libro está constituido por juicios, y todo juicio es acto de un sujeto, de un "yo pienso", de una conciencia cognoscente. Pero en la medida en que los juicios del tratado son objetivos, válidos objetivamente, tales juicios no estarán formulados por ningún sujeto empírico o particular -ni siquiera por el autor del libro como individuo, sea Newton o Einstein-, sino por la conciencia trascendental, por el sujeto en general, algo así como el sujeto "ideal", "abstracto" o "virtual", el sujeto común a todo individuo humano en general, del que participó Newton y del cual el tratado es expresión, o, si se quiere, la ciencia misma personificada: se trata del yo y de la experiencia que todos conocemos y admitimos en tanto pensamos objetivamente. En otras palabras, se trata del "sujeto" que todos somos, del que todos participamos cuando pensamos objetivamente y del que, naturalmente, participó el autor mismo del tratado en tanto lo escribía y pensaba objetivamente. En efecto, los fenómenos que se conocen en física no son fenómenos en el sentido de lo que se le aparece a cada uno en tanto individuo diferente de los demás -como la perspectiva que tengo de un objeto según el lugar en que estoy colocado, o el particular matiz cromático que percibo-, sino fenómenos perfectamente objetivos en cuanto son válidos para todo sujeto humano en general. Porque esa conciencia trascendental no es la individualidad empírica, por eso el conocimiento que de ella brota es objetivo.
Sin la actividad originaria de síntesis, sin las categorías como sus especificaciones, no habría más que multiplicidad sin unidad ninguna, meras impresiones agregadas casualmente por el hábito, pero sin necesidad objetiva ninguna; menos todavía: ni siquiera "agregados" o "hábitos", porque para esto es ya necesario algún tipo de unificación. En una palabra, no existiría el mundo en que vivimos -ni ningún mundo en general, porque todo mundo supone unidad-, ni habría por tanto ciencia. La unidad -la de cada cosa, la de cada relación, y en definitiva la experiencia toda- es necesaria; pero la unidad -repetimos una vez más- no está en lo dado, puesto que las intuiciones no ofrecen más que multiplicidad, sino que la crea la conciencia: el entendimiento, dice Kant (y, precisamente, criticando a Hume), es el "autor o creador (Urheber) de la experiencia".[65]
Sabemos que con puras impresiones nunca se tendría conocimiento en el sentido propio de la palabra. Pero ocurre que de hecho tenemos conocimientos objetivos -como, por ejemplo, en la física, que siempre Kant toma como ciencia modelo. Por tanto, la explicación de Hume es insuficiente, pues nuestro conocimiento está constituido por algo más que puras impresiones. Con las solas impresiones no habría sino aquellos confusos estados del individuo que despierta del desmayo (cf. § 5); un caos, donde ni siquiera podrían establecerse enlaces habituales, porque el hábito supone que ya hay un sujeto (psicológico) del hábito, sujeto más o menos constante, y por otro lado los objetos, también constantes, con cierta unidad y uniformidad, que determinan el hábito. En suma, una vida de meras impresiones sería una vida prehumana.
Kant se coloca en una posición muy diferente a la de Hume, porque en lugar de encarar el problema desde el punto de vista psicológico, procede sobre un plano mucho más fundamental, el plano trascendental, donde se constituyen tanto el objeto del conocimiento, cuanto el sujeto empírico. La psicología supone que ya están dados el sujeto y los objetos, el mundo de la experiencia -por eso es una ciencia empírica-, en tanto que Kant pregunta por las condiciones de posibilidad de la experiencia, (y por tanto por las condiciones de posibilidad de la experiencia psicológica). Por eso el sujeto a que se refiere Kant -el sujeto del "yo pienso", la apercepción trascendental- no es el sujeto que soy yo, o Fulano, etc., no es el sujeto individual empírico; sino el sujeto en general, la conciencia trascendental, vale decir, la constitución universal de todo sujeto humano y que es lo que permite que podamos tener un conocimiento común, válido para todos -y, en este sentido, objetivo.
Insistamos, aun a riesgo de monotonía: Con puras impresiones no tendríamos sino un mero caos. Observemos esta hoja de papel, y tratemos de prescindir de todo lo que en nuestro conocimiento de ella no sea sensación; eliminemos todos los conceptos con cuya ayuda la pensamos; el concepto de papel, de útil, de celulosa, etc., etc.; prescindamos también de que se trata de una cosa con ciertas propiedades; quitemos también las determinaciones espaciales, como la forma, el arriba, el abajo, etc., porque esto depende de la intuición pura. ¿Qué nos queda entonces? Nada más que una mancha de color, o una confusión de manchas, de la cual no debiéramos decir en rigor tampoco que sea "mancha de color", porque esto significaría en el fondo aplicar la categoría de substancia (una cosa -la mancha- con una cierta propiedad -el color-). Tratemos entonces de imaginar esta experiencia, fascinante y más embriagadora que el vino -y entonces nos encontraremos en el estado del individuo ebrio, el cual, justo porque en él predominan las impresiones, no acierta con el agujero de la cerradura...
Resulta entonces que para que haya conocimiento tienen que establecerse enlaces entre las impresiones. Estos enlaces, si han de significar un conocimiento objetivo, no pueden ser enlaces basados en la costumbre, porque éstos son subjetivos, contingentes; deberá tratarse de enlaces necesarios, que no dependan del sujeto empírico individualmente considerado, sino de enlaces (las categorías) que valgan objetivamente para cualquier sujeto humano que pueda ponerse a pensar. Que esto es posible, lo muestra -insiste Kant- el hecho de la ciencia físico-matemática, puesto que esta ciencia se nos presenta con la exigencia de ser un conocimiento necesario, sintético y a priori (por lo menos en su parte fundamental, en lo que Kant llama "física pura"; cf. § 8).
15. La Crítica de la razón pura como ontología. La física moderna
Si las categorías son conceptos de objetos en general (cf. § 11), por ende de lo que han de ser los entes empíricos (los únicos de los que tenemos conocimiento), y la Crítica de la razón pura se ocupa de determinar las condiciones de posibilidad de tales entes, podrá comprenderse que esta obra no es como suele repetirse en tantos manuales, un tratado de teoría del conocimiento,[66] o, por lo menos, que no lo es fundamentalmente. Este libro es en rigor una metafísica de la experiencia[67], o, con más exactitud, una ontología[68] es decir, el estudio de las determinaciones necesarias y universales de los objetos, esto es, de los entes que son objeto de experiencia.[69] Precisando más aun, esta ontología se ocupa propiamente, no del ente -el objeto empírico-, cuya investigación concierne a la ciencia (la ciencia de la naturaleza), sino de lo que hace ser a tales objetos, es decir, del ser de los entes empíricos -o, dicho en el lenguaje de Kant, de las condiciones de posibilidad de los objetos. Estas condiciones -intuiciones puras y categorías- dependen del sujeto, de tal modo que, a diferencia de la ontología racionalista y realista, que pensaba conocer las cosas en sí mismas mediante la sola razón, la "ontología'' kantiana es una ontología de los objetos empíricos (fenómenos) tal como (no los refleja, sino) los construye el sujeto con el entendimiento y mediante las intuiciones puras. Así escribe Kant en otra obra:
La ontología es aquella ciencia (como parte de la metafísica) que consiste en un sistema de todos los conceptos y principios del entendimiento, pero sólo en cuanto que se refieren a objetos que pueden ser dados a los sentidos y que por consiguiente pueden ser documentados por la experiencia.[70]
Ahora bien, tal construcción acontece en forma de un proyecto.
El hombre, se ha dicho (cf. § 9), es un ente finito, y esa finitud se denuncia en que no puede crear (de la nada, como Dios) el objeto del conocimiento, sino en que éste tiene que serle dado. Pero lo único que le es dado al hombre son afecciones, sensaciones, y éstas de por sí no son todavía propiamente objetos. Por tanto el hombre tiene que proyectar -y este término, tan importante en la filosofía de Heidegger (cf. Cap. XIV, § 13), lo emplea Kant en este contexto- sobre ese material sensible de las impresiones una figura, un aspecto (eidos) más o menos fijo que unifique ese material y así le dé sentido. Tal proyecto acontece en tanto que lo empíricamente dado e intuido bajo las formas puras del espacio y el tiempo, lo piensa el sujeto merced a las categorías; y de esta manera las categorías, a través de las intuiciones puras, trazan la fisonomía -el aspecto o "eidos"-, la "figura" que todo objeto posible debe tener para poder ser objeto para el hombre. Por ello dice Kant -y repetimos que en este pasaje se encierra el núcleo de la deducción trascendental- que "las condiciones de la posibilidad de la experiencia en general son a la vez condiciones de la posibilidad de los objetos de la experiencia" [71]
Entonces, para que efectivamente haya objetos, el sujeto, mediante su actividad sintética unificadora, debe establecer las condiciones de la objetividad de los objetos, es decir, el ser de los objetos. Sólo a partir de este proyecto o plan del ser de los objetos puede el hombre encontrarse en general con objetos. No podríamos encontrarnos con esta mesa si no la estuviésemos encarando en función del respecto que representa la categoría de substancia, por ejemplo. Este proyecto del ser de los entes, entonces, es como el horizonte dentro del cual únicamente pueden dársenos los objetos (de manera análoga a como las cosas se nos dan siempre dentro de un horizonte geográfico, dentro del ámbito que circunscribe nuestra mirada; cf. Cap. XIV, § 13). Sólo dentro de tal proyecto del ser de los entes podemos lograr un conocimiento objetivo de éstos.
De esta manera se comprende cómo puede haber un conocimiento -no por meros conceptos, como ocurre en los juicios analíticos, sino- sintético a priori de objetos, una construcción (síntesis) de objetos; construcción que es independiente de la experiencia y condición de la misma. Esta construcción es obra de la apercepción trascendental, que sintetiza la multiplicidad dada en la intuición, constituyendo así lo distintos objetos y, en definitiva, esa unidad mayor que es la naturaleza. Por ello, entonces, el entendimiento es el "creador de la experiencia"[72]
El trazo de tal proyecto es lo que aconteció, según Kant, cuando la física, hacia fines del siglo XVI y comienzos del XVII, se convirtió en verdadera ciencia. En efecto, después de una larga época de tanteos, la física termina por entrar, según palabras de Kant, "en el seguro camino de la ciencia"[73] Y esto ocurrió cuando los físicos, y sobre todo Galileo, se dieron cuenta de que debían "construir" su propio objeto, y no quedar librados a lo que la experiencia sin más ofrece.
Así pues, esbozando el principio de inercia, dice Galileo en sus Discorsi (1638):
Me imagino un cuerpo lanzado sobre un plano horizontal, habiendo sido excluido todo obstáculo: entonces resulta [...] que el movimiento del cuerpo sobre este plano sería uniforme y perpetuo, si el plano se extiende al infinito.[74]
¿Qué significan estas palabras de Galileo? Él no dice que "observe" tal plano infinito, perfectamente pulido para que no haya roce, etc.; Galileo dice: "me imagino", "concibo en mi espíritu" (mente concipio). Y fue gracias a este supuesto "imaginativo" por el que la física se convirtió verdaderamente en ciencia y ha podido alcanzar las magníficas conquistas, y también las tremendas aplicaciones, que hoy presenciamos. Y lo que hay que comprender bien es que a ello no llegó la física por experiencia, si entendemos por experiencia la pura observación, la pura percepción, lo que todo el mundo ve: porque lo que todo el mundo ve y observa es que no hay ningún plano infinito, ni ningún cuerpo que se mueva sin ningún impedimiento, etc. Pero aquí está, sin embargo, el fundamento de la física moderna.[75]
Esta ciencia, entonces, antes de cualquier contacto o manipulación de los entes que estudia, comienza por construir el objeto de la observación, y sólo puede realizar observaciones, experimentos, etc., dentro de los esquemas que previamente, a priori, ha trazado. Al establecimiento de la física moderna como ciencia no se llegó por pura observación, sino mediante una construcción de la experiencia, trazando a priori el plan de la experiencia, el proyecto de lo que han de ser los objetos de la experiencia, o sea, trazando el plan del ser de los entes empíricos -y las observaciones, experiencias, etc., sólo se hacen dentro de (vale decir, suponiendo) ese plan o proyecto.
En el Prefacio a la segunda edición de la Crítica de la razón pura dice Kant, refiriéndose a los fundadores de la ciencia moderna:
Comprendieron que la razón no intelige sino lo que ella misma produce según su proyecto; que debe adelantarse con principios de sus juicios, según leyes constantes, y obligar a la naturaleza a contestar a sus preguntas, no empero dejarse conducir como con andadores; pues de otro modo, las observaciones contingentes, hechas sin ningún plan proyectado de antemano, no pueden venir a conexión en una ley necesaria, que es sin embargo lo que la razón busca y necesita. La razón debe acudir a la naturaleza llevando en una mano sus principios, según los cuales tan sólo los fenómenos concordantes pueden tener el valor de leyes, y en la otra el experimento, pensado según aquellos principios.[76]
Kant señala entonces que los físicos que fundaron la ciencia moderna se dieron cuenta de que "la razón no comprende sino lo que ella misma produce según su proyecto"; que la razón, para conocer, debe trazar un proyecto de la naturaleza, del "ser" de los objetos de la experiencia, porque con puros datos sensibles, con observaciones aisladas, no hay conocimiento científico ninguno. La razón debe "tomar la delantera con los principios que determinan sus juicios, siguiendo leyes inmutables", esto es, debe fijar sus preguntas a priori, estableciendo los principios o fundamentos de lo que ha de ser su objeto. La razón debe obligar a la naturaleza a responder a sus preguntas, no dejarse "conducir con andadores", es decir, simplemente limitarse a recibir los datos que proporciona la pura percepción; sino que se trata de exigirle a la naturaleza que responda a nuestras preguntas, y para eso debe construirse el "ser" de los objetos de la experiencia, trazar el sentido de eso que llamamos "naturaleza". Es preciso, pues, que la razón se presente a la naturaleza teniendo en una mano sus principios (los de causalidad, de substancialidad, etc.), y en la otra el experimento que la razón ha imaginado según aquellos principios. Porque, desde luego, la ciencia física no es una construcción apriorística sin más; esa construcción es válida solamente en tanto sirve como guía para la observación y el experimento. Pero el experimento por sí solo, repetimos, no dice nada, sino que adquiere significado únicamente dentro de un determinado proyecto del "ser" de los objetos de la naturaleza. Si se toma una piedra con la mano, y se la suelta, la piedra cae; esto lo observan todos, y lo observaron tanto Aristóteles cuanto Galileo; y éste sería el puro hecho perceptivo. Pero la diferencia entre Aristóteles y la ciencia moderna (Newton, concretamente) reside en que para Aristóteles la piedra cae porque tiende hacia su lugar natural (cf. Cap. VI, § 8), que en este caso sería el centro de la tierra, mientras que según Newton la piedra cae porque la atrae la tierra, en función de la ley de gravedad. El "hecho" es el mismo en ambos casos; pero la interpretación del hecho es radicalmente distinta, y la diferencia de interpretación estriba en que en cada caso el "ser" del objeto natural, el proyecto del ente natural, es diferente.
La unificación de la diversidad, desorden e incoherencia de las impresiones ya la logra en parte el conocimiento vulgar, pero se la alcanza de manera acabada con el conocimiento científico, con la física, que representa justamente una concepción unitaria de los fenómenos del mundo exterior. Pues bien, lo que hace posible este sistema son los que Kant llama "Principios del entendimiento puro". Estos Principios trazan el ser de los objetos empíricos, la "figura" de los objetos naturales; con otras palabras, determinan el sentido de lo que se llama "naturaleza", porque la "naturaleza" es ese sistema coherente de fenómenos de que se acaba de hablar, en la medida justamente en que tiene una estructura regular o conforme a leyes: "naturaleza, en su significado formal", es "el conjunto de las reglas bajo las cuales deben estar todos los fenómenos"[77] es decir, "la unidad sintética de lo múltiple de los fenómenos según reglas"[78]
16. El esquematismo y los Principios (Grundsátze) del entendimiento puro
La ontología o metafísica de la experiencia de que se ha hablado (§15) se encuentra en el capítulo sobre la Analítica de los Principios, capítulo que constituye entonces la parte central de la Crítica de la razón pura.[79] Pero a este capítulo Kant le hace preceder otro sobre el "esquematismo de los conceptos puros del entendimiento".
La teoría del esquematismo tiene que resolver el problema de la relación entre categorías y fenómenos, pues el conocimiento debe resultar de la aplicación del concepto a la intuición; pero ocurre que entre ambos factores hay una radical incompatibilidad: pues el primero es de índole intelectual, mientras que el otro es meramente sensible. ¿Cómo es posible una vinculación entre cosas tan heterogéneas, entre la percepción y el concepto? Ello se logra gracias al tiempo, el cual, como se sabe (§ 8) es la condición formal de todos los fenómenos, y a la vez, por su carácter a priori, tiene afinidad con el entendimiento; de modo que puede decirse, simplificando mucho, que el problema se resuelve merced a una especie de "temporalización" de las categorías, de lo cual resulta el esquema, llamado a mediar entre entendimiento y fenómeno. Los esquemas, entonces son como "exhibiciones" de las categorías; la condición sensible (temporal) que hace que su sentido se haga más rico y concreto.
Un ejemplo puede quizás aclarar este difícil tema. Tómese, por ejemplo, la categoría de "substancia". Ésta, considerada como categoría pura (no esquematizada aún), como pura determinación del pensamiento, es decir, aislada de toda condición sensible, no tiene más que "una significación solamente lógica", la significación de "un algo que puede ser pensado |nada más que] como sujeto (sin ser predicado de otra cosa)".[80] Pero resulta manifiesto que tal concepto (como toda categoría pura), es enteramente vacío y que con él "nada puedo hacer, porque no me señala qué determinaciones tiene esa cosa que ha de valer como sujeto primero".[81] En cambio el concepto logra significación una vez que se le agrega la determinación sensible de lo "permanente en el tiempo"; con esta categoría ahora esquematizada sí puedo hallar conocimiento de un objeto, pues se podrá decir que es substancia esta pared, v. gr. (en tanto que su color o antigüedad cambia).
Esta teoría señala la necesidad de esquematizar las categorías (a cada una de las cuales corresponde un esquema); el capítulo sobre los Principios enseña cómo las categorías esquematizadas se aplican a los objetos de la experiencia.[82]
Los Principios son juicios muy generales que, justo por ser principios, no pueden derivar de otros (aunque ellos mismos sean fundamento de otros juicios); son principios de la forma a priori de la experiencia, "reglas universales de la unidad en la síntesis de los fenómenos, cuya objetiva realidad, como condiciones necesarias, puede mostrarse siempre en la experiencia y aun en su posibilidad".[83] En una palabra, establecen a priori la constitución del ente empírico en sus rasgos fundamentales, exponen "lo que hace que el objeto [empírico] sea objeto, lo que delimita la cosidad de la cosa"[84]
Los Principios del entendimiento puro se dividen en Axiomas de la intuición -según los cuales "todas las intuiciones son magnitudes extensivas"-; Anticipaciones de la percepción -de acuerdo con las cuales "en todos los fenómenos, lo real, que es un objeto de la sensación, tiene una magnitud intensiva, o sea un grado";[85] Analogías de la experiencia (cf. §§ 17 y 18); y Postulados del pensar empírico en general, los cuales definen lo posible como "lo que conviene con las condiciones formales de la experiencia (según la intuición y los conceptos)"; real, "lo que está en conexión con las condiciones materiales de la experiencia (de la sensación)"; y necesario, "aquello cuya conexión con lo real está determinada según condiciones universales de la experiencia."[86]- En lo que sigue, nos limitaremos a las dos primeras Analogías, que se refieren a la substancia y a la causalidad (conceptos acerca de los cuales giró toda la filosofía moderna, según se ha visto al tratar de Descartes y de Hume).
17. Las Analogías de la experiencia
El principio general de las Analogías de la experiencia sostiene que "la experiencia es posible sólo mediante la representación de un enlace necesario de las percepciones".[87]
La experiencia, en efecto, es conocimiento de objetos mediante percepciones; las cuales no constituyen conocimiento si simplemente se juntan unas a otras, sino sólo en cuanto el enlace de las mismas constituye una unidad sintética en una conciencia, la cual síntesis constituye lo esencial de un conocimiento de objetos. "Objeto es aquello en cuyo concepto lo múltiple de una intuición es reunido".[88] En la mera aprehensión las percepciones están referidas "unas a otras sólo de modo casual", sin que se advierta la necesidad del enlace de las percepciones, no es más que "conjunción de lo múltiple",[89] sin que se dé "representación alguna de la existencia enlazada de los fenómenos" (loc. cit.). Pero como la experiencia es conocimiento de objetos, en ella "debe ser representada la relación en la existencia de lo múltiple, no tal como se junta [subjetiva, casualmente] en el tiempo, sino tal como es [efectivamente] objetivamente en el tiempo"(ib.).- De los tres modos del tiempo -permanencia, sucesión y simultaneidad- resultan las tres analogías, de las que omitiremos la tercera.
18. La Primera Analogía: permanencia de la substancia
La categoría pura (inherencia y subsistencia) temporalizada, i.e., esquematizada, da lugar a lo que permanece en el tiempo. Así el Principio de la permanencia de la substancia establece: "La substancia permanece (subsiste] en todo el cambio de los fenómenos, y su cantidad ni aumenta ni disminuye en la naturaleza".[90] Por ejemplo, el agua permanece por debajo del cambio de sus estados: sólido, líquido, gaseoso. Pero éste es sólo un ejemplo; y se trata de saber ahora por qué es necesario que así ocurra.
En el fondo se trata de comprender, aunque en primera instancia resulte paradójico que sólo cambia lo inmutable. Se sabe que todos los fenómenos se dan en el tiempo; en él "como substrato (como forma permanente de la intuición interna) solamente pueden ser representadas tanto la simultaneidad como la sucesión".[91]
La prueba del Principio es la siguiente: a) En la experiencia percibimos el cambio de los fenómenos. Pero ha de haber allí algo permanente, pues de otro modo el cambio no sería perceptible; faltaría todo punto de referencia y el cambio no podría determinarse objetivamente. (Piénsese en lo que sucede con un tren detenido y otro junto a él pero en movimiento: si nos encontramos en cualquiera de los dos. no podremos saber cuál es el que está en marcha y cuál inmóvil; sólo una estación, por ejemplo, o un árbol, puede servirnos de referencia para distinguir lo simultáneo de lo sucesivo e indicarnos cuál es el tren que se mueve). Nuestra aprehensión es siempre sucesiva, y sin algo permanente jamás se podría "determinar si ese múltiple [el fenómeno], como objeto de la experiencia, es simultáneo o se sucede, de no haber en su base algo que existe siempre, es decir, algo que queda y permanece".[92] b) Ahora bien, el cambio supone que el tiempo mismo no cambia, sino que es permanente (caso contrario, tendría que cambiar dentro de otro tiempo). De modo que en la experiencia necesariamente hay algo permanente como condición de cualquier cambio, c) Pero si bien el tiempo es permanente, queda y no cambia, no puede ser la substancia, porque d) el tiempo "por sí mismo no puede ser percibido".[93] e) Por ende, lo permanente (necesario para que haya cambio) será lo que llena el tiempo, es decir que el substrato de todo cambio se hallará en los fenómenos: en éstos "deberá hallarse el substrato que represente al tiempo en general, y en el cual todo cambio o toda simultaneidad puede ser percibida en la aprehensión mediante la relación de los fenómenos con ese substrato."[94] f) Por ello, el substrato de todas las variaciones es la substancia. "Sólo en lo permanente son posibles relaciones de tiempo".[95] Y como se trata de lo permanente, de lo que no cambia, la cantidad de substancia tampoco "puede aumentar ni disminuir".[96]
Kant da un ejemplo. A un físico se le preguntó cuánto pesa el humo, y la respuesta fue que si a la materia combustible se le resta el peso de las cenizas, el resultado señalará el peso del humo. La respuesta supone que a pesar del cambio hay algo permanente "algo" sin lo cual el cambio no se comprende. Resulta entonces que "el nacer o morir en absoluto, sin que ello se refiera a una mera determinación de lo permanente, no puede ser percepción posible, porque precisamente ese [algo] permanente es lo que hace posible la representación de un tránsito de un estado a otro, y del no-ser al ser, los cuales por tanto no pueden ser conocidos empíricamente más que como determinaciones cambiantes de lo permanente".[97] La substancia, pues, es el supuesto necesario para determinar las modificaciones o alteraciones empíricas y hacerlas así objeto de conocimiento.
De este modo queda probada la objetividad del concepto de substancia. Pero decir qué sea lo permanente, si materia o energía u otra cosa, no lo dice la Crítica porque ello no le concierne, sino que es tema de la investigación empírica, de la ciencia física.
19. La Segunda Analogía: la ley de la causalidad
La segunda Analogía enseña el Principio de la sucesión en el tiempo según la ley de causalidad (o, según dice la primera edición de la Crítica, el "Principio de la producción"): establece lo siguiente: "Todos los cambios se producen según la ley del enlace de la causa y del efecto.” [98]
La categoría pura la llama Kant en la tabla correspondiente (§12) "causalidad y dependencia"; pero más bien habría que llamarla de "fundamento", o bien de "condición a condicionado", o de "principio a consecuencia" en sentido meramente lógico (como, digamos, la relación entre las igualdades a=b y b=c, de un lado, y a=c, del otro). Pero si esta categoría pura la esquematizamos, es decir si se la pone en relación con el tiempo, su esquema resulta ser "la sucesión de lo múltiple por cuanto se halla sometida a una regla" [99] , que es la relación causal en el sentido moderno de la palabra: la relación entre dos hechos sucesivos tales, que el primero determina necesariamente, produce, la aparición del segundo, como ocurre por ejemplo que "el calor dilata los cuerpos". En cambio la categoría pura, por referirse a una relación puramente lógica, no mienta para nada la sucesión temporal ni la producción -como, no obstante, había supuesto el racionalismo en la medida en que identificaba causa y razón (cf. cap. VIII, § 14, nota 44).
La crítica sostiene que la causalidad encuentra su aplicación en la experiencia; mejor dicho, no la categoría pura, pero sí su esquema, porque encontramos regularidades, sucesiones según reglas, sin lo cual no tendríamos conocimiento de los fenómenos.
El principio lo demuestra Kant mediante varios y complicados argumentos, que en líneas generales, pueden resumirse del siguiente modo:[100] lo que se trata de establecer es la relación objetiva en que se suceden los fenómenos. Porque sin duda son diferentes el orden temporal subjetivo -el de mis representaciones, que son siempre sucesivas- y el orden en que manifiestan los fenómenos mismos. Al observar un edificio, el orden de las percepciones puede ir primero del tejado y seguir luego por la planta baja, o comenzar por la fachada y continuar por el fondo; en una palabra, se puede seguir el orden que queramos porque es evidente que las diversas partes de la casa son simultáneas. El orden de las percepciones es pues reversible, pero el orden objetivo es irreversible, De modo que "la mera percepción [el punto de vista de Hume] deja indeterminada la relación objetiva de los fenómenos sucesivos",[101] donde las palabras "mera percepción" significan la percepción sin pensamiento, sin intervención de la categoría. Cuando en cambio percibo, v. gr., que un barco desciende el curso de un río,[102] la serie de las percepciones no es caprichosa, como en el ejemplo anterior: ahora es imposible percibir el barco primero más abajo y luego más arriba, sino que la percepción está ligada a un determinado orden. De igual modo, es imposible percibir que la dilatación de la esfera de s'Gravesande preceda a llama del mechero, o que el agua hierva y después le siga el fuego del calentador. Para que el conocimiento causal sea objetivo, tiene que referirse a una relación irreversible, a un orden determinado y regular. Cuando el orden de las percepciones es irreversible, ello es señal de que en los fenómenos hay una sucesión objetiva, que no podemos disponer a nuestro capricho; es índice de que se da un orden necesario, una relación causal: un orden "de lo múltiple según el cual la aprehensión de lo uno (lo que sucede) sigue según una regla a la aprehensión de lo otro (lo que antecede)"[103]-donde "según una regla" quiere decir, no según mi capricho (de acuerdo con el cual puedo disponer a mi gusto la sucesión), sino que "no puedo disponer mi aprehensión sino precisamente según esta sucesión";[104] por ello es objetiva.
Podría creerse que se trata del hábito resultante de experiencias anteriores (de acuerdo con Hume). Pero el hábito sólo nos puede dar probabilidad, en tanto que aquí nos encontramos con una necesidad. La dilatación de la esfera tiene que seguir a la llama. Y esta exigencia se funda en el pensamiento, en la categoría de causalidad, según la cual un fenómeno (la causa) contiene la condición necesaria del siguiente (el efecto).
A diferencia del enfoque de Hume, el descubrimiento de Kant consiste en haber visto, por un lado, la necesidad de la categoría como condición del conocimiento; y por otro lado, el carácter formal de la misma, lo cual la remite a la experiencia que le proporciona contenido: la sucesión regular de los fenómenos autoriza el empleo del concepto de causalidad, pues él por sí solo, como categoría pura, carece de aplicación. Y sobre tal aplicación, la que decide es la investigación científica. Kant no dice -si no es por vía de ejemplo- que tal o cual fenómeno sea causa de tal otro: el determinarlo corre por cuenta de la ciencia.
En resumen, Kant puede decir que el entendimiento es el legislador de la naturaleza, en la cual encuentra lo que él mismo ha puesto en ella (cf. § 16) en cuanto le ha dado la forma.
Somos, pues, nosotros mismos los que introducimos el orden y regularidad de los fenómenos que llamamos naturaleza, y no podríamos hallar ninguna de las dos si no las hubiésemos puesto originariamente allí nosotros mismos o la naturaleza de nuestro espíritu.[105]
Sin mayor dificultad puede apreciarse que estas Analogías son fundamentos necesarios de la física (y, en general, de toda ciencia). Porque, en efecto, no podemos pensar racionalmente, científicamente, si no suponemos que la cantidad de materia (o de energía) se mantiene constante -pues lo contrario significaría que algo surge de la nada o se hunde en la nada, lo que sería tanto como aceptar la existencia de milagros. De modo parejo, no puede pensarse científicamente sin la noción de causalidad, porque de otra manera se abrirían las puertas al azar, a la casualidad, al capricho. Y también debe llamarse la atención sobre la circunstancia de que estos Principios del entendimiento puro no se los aprehende empíricamente, sino que son a priori y, justamente, condiciones que hacen posible la experiencia; por ello dice el texto de Kant, ya citado, que la razón "debe tomar la delantera con los principios que determinan sus juicios, siguiendo leyes inmutables".[106]
20. La Dialéctica trascendental
Ahora bien, si Kant ha logrado explicar y justificar la posibilidad del conocimiento necesario y universal en la ciencia de la naturaleza, hay que hacer de inmediato una importantísima restricción: la de que -según ya se ha observado (§§ 3 y 10)- ese conocimiento no alcanza las cosas en sí mismas, no es conocimiento metafísico en el sentido en que la filosofía anterior -Platón, Aristóteles, Descartes- había entendido la metafísica, sino que se trata de un conocimiento fenoménico, es decir, que lo que conocemos no son las cosas tales como son en sí mismas, sino tales como se nos aparecen. Esto no supone de ninguna manera que nuestro conocimiento sea ilusorio; por el contrario, es un conocimiento perfectamente objetivo y válido de cosas reales; no de apariencias, sino de cosas que se nos aparecen -sólo que no tales como esas cosas son en sí, porque ello supondría un conocimiento absoluto, que a la finitud del hombre le está vedado.
Pero justamente porque este conocimiento que el hombre logra no es absoluto, no lo conforma nunca por completo, no satisface sus más íntimas propensiones. La experiencia, en efecto, nos da siempre conocimiento de algo condicionado, es decir, en función de condiciones o limitaciones; por ejemplo, conocemos un hecho cuando logramos determinar su causa, pero esta causa a su vez es efecto de otra causa, y ésta de otra, y así sucesivamente. Y es fácil entonces darse cuenta de que jamás hallaremos fin, dentro de la experiencia, a la serie de las condiciones; por el contrario, siempre tendremos que ir más y más allá, sin encontrar nunca término para nuestras investigaciones (como lo prueba además la marcha del conocimiento humano a lo largo de la historia). La serie de las causas o condiciones, dentro de la experiencia, es una serie infinita. De este modo el entendimiento, por su propia naturaleza, se ve llevado a realizar síntesis cada vez más amplias, a buscar condiciones cada vez más vastas, hasta que llega un momento en que salta más allá de todo lo que la experiencia nos da, y aun más allá de todo lo que puede darnos, más allá de todas las condiciones. Entonces, cuando realiza este salto, el entendimiento se transforma en lo que Kant llama razón (en el sentido estricto que el filósofo da a esta palabra).
La razón, entonces, es la facultad de lo incondicionado, de lo que está más allá de todas las condiciones: la facultad que nos lleva a construir la síntesis última de todo lo que se puede dar al conocimiento. La razón es la facultad que busca lo absoluto, porque el hombre, si bien es finito, nunca se conforma, ni debe conformarse, con lo que ya sabe, que siempre es muy poco en comparación con lo que siempre queda por saber. Más allá de todo lo sabido, busca condiciones más lejanas, más amplias y abarcaduras, capaces de explicar mayor número de fenómenos, y en esa búsqueda de condiciones, y de condiciones de condiciones, etc., la razón termina por afirmar el concepto de algo incondicionado, el concepto de la totalidad de todas las condiciones, de algo que contuviera en sí la totalidad de las condiciones, y que a su vez ya no estuviese condicionado por nada: un absoluto, entonces. A este concepto de lo incondicionado lo llama Kant idea, y por ello la razón puede definirse diciendo que es la facultad de las Ideas.
Kant distingue tres Ideas: la Idea de alma, como unidad absoluta del sujeto pensante; la Idea de mundo, como la unidad absoluta de la serie de las condiciones del fenómeno; y la Idea de Dios, como unidad absoluta de la condición de todos los objetos del pensamiento en general.[107]
Estas Ideas, según Kant, no son nada caprichoso ni ilegítimo; brotan de la organización misma de la razón, y en tal sentido son necesarias. Pero hay que agregar que, si bien la razón afirma necesariamente estas Ideas, si bien la razón afirma necesariamente lo absoluto -y en este sentido la metafísica es metaphysica naturalis, una disposición natural del hombre-,[108] sin embargo la razón no alcanza jamás lo absoluto mismo en el campo teórico, en el campo del conocimiento. La razón afirma las Ideas, pero no puede conocer -ni siquiera saber si existen- los "objetos" a que estas Ideas se refieren. La razón, por su propia naturaleza, produce la Idea de Dios; pero si existe Dios o no existe, no podemos saberlo, porque para que el hombre tenga conocimiento, algo le tiene que ser dado, y justamente al hombre no le es dado lo absoluto. El hombre piensa lo absoluto; pero pensar no es conocer, puesto que para que haya conocimiento tiene que unirse al pensar la intuición, la presencia del objeto, cosa que aquí no ocurre.[109]
Las Ideas, entonces, dicho con la terminología de Kant, no tienen valor "constitutivo" en el conocimiento, es decir, no son principios capaces de convertir las intuiciones en objetos, no son principios aplicables a nada dado. Pero sin embargo lo absoluto que la razón postula tiene, si no una función constitutiva, en cambio otra función muy importante, que Kant llama "regulativa". Lo absoluto, la totalidad de las condiciones, no es nada que podamos alcanzar, sino que representa una tarea infinita; de tal manera que la Idea es algo así como el índice de la infinitud de la labor que le espera al conocimiento humano, un símbolo de la inacababilidad de la tarea humana de conocer. La Idea de lo absoluto es una máxima o un principio "heurístico", vale decir que ha de servir para descubrir nuevos conocimientos, para que la investigación científica no se detenga jamás en ninguna condición como si fuese la última, porque detenerse en la marcha del conocimiento científico sería caer en el dogmatismo, conformarse con la explicación dada y juzgar superflua toda investigación ulterior, en tanto que la ciencia debe esforzarse por seguir siempre más allá, obteniendo síntesis cada vez más amplias. Las Ideas orientan el conocimiento hacia una meta, que es la totalidad unitaria que la razón busca y nunca termina de hallar; representan el ideal del conocimiento humano en su marcha incansable e infinita; la Idea de lo incondicionado es la Idea de una tarea necesaria que nunca alcanzaremos en su totalidad. Por ello dice Kant, con un juego de palabras, que no son nada dado (gegeben), sino que representan una tarea (Aufgabe) que nos es propuesta (aufgegeben)[110] por la naturaleza de nuestra razón.[111]
Pero si se olvida que las Ideas -alma, mundo y Dios- tienen nada más que uso regulativo, que no les corresponde objeto ninguno en la experiencia, y las consideramos en cambio como representaciones de algo efectivamente existente, entonces caemos en una ilusión y en un engaño, porque pretenderíamos conocerlas, y las determinaciones del conocimiento, que sólo se refieren legítimamente al mundo fenoménico, las estaríamos transfiriendo al mundo suprasensible, del que no tenemos intuición ninguna. Podemos aplicar el espacio, el tiempo y las categorías a nuestro conocimiento sensible, porque hay intuiciones (sensaciones) que proporcionan contenido a estas formas; pero en cambio no hay intuición ninguna ni del alma, ni del mundo, ni de Dios, y por lo tanto no puede haber conocimiento ninguno en este terreno. En tal sentido, las Ideas son vacías. Aplicar las categorías -que valen solamente para la experiencia sensible- a lo que trasciende toda experiencia, equivale a trasladar a lo incondicionado -que ni siquiera sabemos si existe- determinaciones que solamente son válidas para lo condicionado.
No se trata, sin embargo, de una ilusión caprichosa, sino de una ilusión involuntaria, engaño natural e inevitable que nos lleva a tratar lo incondicionado, que sólo nos es pro-puesto, como si fuese algo dado o puesto. Y de tal manera la razón cae en paralogismos o en contradicciones. Kant realiza así en la Dialéctica trascendental una profunda y sutil crítica de toda la metafísica anterior a él, la cual pretendía darnos un conocimiento acerca del alma, acerca del mundo y acerca de Dios,[112] conocimiento que podía ser positivo o negativo, afirmativo o no, pero conocimiento al fin, porque son formas de conocimiento tanto afirmar, por ejemplo, que Dios existe, como que no existe; y lo que Kant niega es que podamos conocer nada: ni la existencia ni tampoco la inexistencia de Dios o del alma, etc.
Kant divide la Dialéctica trascendental, y por ende su crítica de la metafísica tradicional, en tres grandes secciones: a) los Paralogismos de la razón pura, donde se muestra que todos los argumentos tradicionales para demostrar la existencia del alma y el carácter simple de la misma (y por tanto, su indestructibilidad, la inmortalidad) son argumentos sofísticos; b) la Antinomia de la razón pura, que se ocupa de la Idea del mundo; y c) el Ideal de la razón pura, donde se trata la Idea de Dios. (Aquí prescindimos de la primera sección, y nos limitamos a las dos últimas).
21. Las Antinomias de la razón pura
Respecto de la Idea cosmológica, Kant muestra que cuando se intenta afirmar algo acerca del mundo, se cae fatalmente en antinomias irreconciliables. "Antinomia" significa que respecto de una misma cuestión se dan dos proposiciones contradictoriamente opuestas tales que puede demostrarse, "con fundamentos igualmente válidos y necesarios",[113] tanto la una (tesis) cuanto la otra (antítesis); que, por ejemplo, tanto se puede demostrar que el mundo tiene límites en el espacio y en el tiempo, como que no los tiene. Y en lo que Kant insiste aquí -porque constituye lo esencial de la cuestión- es en que estos raciocinios no contienen ningún error formal. En tanto que los raciocinios de la psicología racional son formalmente inválidos, según Kant, en cambio, respecto de la Idea cosmológica, los razonamientos que se aducen, tanto a favor como en contra de cualquiera de las tesis enunciadas, son argumentos perfectamente correctos desde el punto de vista lógico-formal; y si se cae en contradicciones, ello se debe a que se trata de contradicciones irresolubles en que la razón va a parar cuando trata de conocer más allá de los límites de la experiencia, cuando trata de penetrar en la zona de lo incondicionado. Por este lado, entonces, la naturaleza de la razón es dialéctica: entra en conflicto consigo misma.
Las Antinomias de la razón pura son cuatro. La primera Antinomia dice: Tesis: "El mundo tiene un comienzo en el tiempo y con respecto al espacio está encerrado también en límites",[114] es decir, que el mundo tuvo un origen, antes del cual no había mundo, y que, además, espacialmente ocupa una extensión limitada. Antítesis: "El mundo no tiene comienzo, ni límites en el espacio, sino que es infinito, tanto en el tiempo como en el espacio".[115]
Segunda Antinomia: Tesis: "Toda substancia compuesta en el mundo se compone de partes simples; y no existe nada más que lo simple, o lo compuesto de lo simple".[116] Antítesis: "Ninguna cosa compuesta en el mundo se compone de partes simples, y no existe nada simple en el mundo".[117] A modo de ilustración, explicaremos las demostraciones de esta segunda antinomia (que en los demás casos se omiten por razones de brevedad).
La tesis sostiene entonces que en el mundo todo está compuesto por partes simples, esto es, indivisibles, y no hay nada más que lo simple, es decir "átomos" en el sentido riguroso de la palabra, que significa "lo que no tiene partes" (cf. Cap. II, nota 46). La demostración puede simplificarse de la siguiente manera: Si dividimos algo dado en el espacio, o bien se disuelve en la nada -lo que es absurdo-, o bien tenemos que llegar a encontrar elementos simples, indivisibles. Por consiguiente, la existencia de algo en el espacio (la materia) implica forzosamente que ese algo está compuesto de elementos mínimos que no pueden ser ulteriormente divididos, vale decir, que son simples, porque de otra manera la división conduciría a una disolución en la nada. Si hay lo compuesto, entonces, tiene que haber lo simple, puesto que si no lo compuesto resultaría de la nada. - La antítesis dice que no hay nada simple, que todo es compuesto, y por lo tanto divisible al infinito. Porque si suponemos que hay algo en el espacio (materia), ocupará un lugar en él, tendrá una extensión; y como toda extensión -el espacio- es infinitamente divisible, la materia será también infinitamente divisible, y entonces no habrá nada simple en el mundo.
La tercera Antinomia dice: Tesis: "La causalidad según leyes de la naturaleza no es la única de donde los fenómenos del mundo pueden ser todos derivados. Es necesario admitir además, para la explicación de los mismos, una causalidad por libertad".[118] Antítesis: "No hay libertad alguna, sino que todo en el mundo ocurre solamente según leyes de la naturaleza".[119] La tesis afirma la existencia de una causa que no es causa natural, es decir, que a su vez no está determinada por otra causa, sino que es causa encausada, espontánea: en otras palabras, acto de libertad. La antítesis niega la existencia de causas no naturalmente determinadas, y afirma que solamente hay causas naturales, cada una de las cuales tiene a su vez su causa, en una serie infinita; por tanto, todo está absolutamente determinado (determinismo).
La cuarta Antinomia dice: Tesis: "Al mundo pertenece algo que, como su parte, o como su causa, es un ser absolutamente necesario".[120] Antítesis: "No existe en parte alguna un ser absolutamente necesario, ni en el mundo ni fuera del mundo, como su causa".[121] La tesis, pues, afirma la existencia de algo así como un productor o creador del mundo, de una causa primera de la totalidad de los hechos que llamamos mundo; la antítesis lo niega.
Todo esto significa que, según Kant, los filósofos anteriores han "demostrado" tanto que el mundo tiene límites como que no los tiene, que hay libertad y que no la hay, etc.; pero que, en realidad, se trataba de demostraciones vanas o vacías, sin alcance objetivo. Y no porque -como se había pensado antes de Kant- en una u otra demostración hubiese un error formal, una falla lógica en el razonamiento; por el contrario, se trata de raciocinios perfectamente correctos. El error se encuentra en que tales pruebas ignoran -enseñanza fundamental de la Crítica de la razón pura- que solamente hay conocimiento dentro de los límites de la experiencia, que únicamente conocemos fenómenos, pero que más allá de éstos no podemos saltar en manera alguna. Si se aventura más allá de estos límites, nuestra facultad de conocer es una facultad puramente vacía -puesto que carece de algo dado que constituya su contenido-, que tanto puede demostrar la tesis como la antítesis de cualquier afirmación posible, con todo rigor lógico, es cierto, pero sin ningún valor objetivo.
Cuando nos planteamos problemas acerca del mundo -sobre si tiene un origen o no lo tiene, etc.-, estas preguntas son radicalmente diferentes de cualquier pregunta acerca del origen, los límites o las causas de un fenómeno u objeto particular; v. gr., si inquirimos por la causa de esta mesa, o por sus límites espaciales, éstas son preguntas perfectamente formulables y contestables, porque la mesa nos está dada, y, según sabemos, el que algo nos sea dado es condición necesaria para que podamos hacerlo objeto y conocerlo. Pero el mundo -que es la totalidad absoluta de todos los fenómenos- no es nada dado, sino nada más que una tarea que nos es propuesta (cf. § 20); y por tanto no tiene sentido preguntar por sus límites, origen, etc.
Kant resuelve estas contradicciones de la razón consigo misma sosteniendo que las dos primeras Antinomias son falsas, tanto en la tesis cuanto en la antítesis, pero que, en cambio, las dos últimas pueden ser verdaderas, tanto en lo que afirman cuanto en lo que niegan. En efecto, las dos primeras suponen que el espacio y el tiempo son cosas en sí o propiedades de éstas. Pero si se recuerda que la Estética trascendental ha enseñado que espacio y tiempo no son más que formas de nuestra intuición, que valen sólo para los fenómenos, y no para las cosas en sí, se hace patente la falsedad del supuesto de que parten las "demostraciones" de estas dos antinomias -así como las contradicciones en que se cae cuando se supone que el mundo espacio-temporal es una cosa en sí constituyen una contraprueba de las enseñanzas de la Estética.
En cuanto a las dos últimas Antinomias, Kant sostiene que pueden ser verdaderas tanto la tesis cuanto la antítesis, sólo que en distintos respectos. Las antítesis son verdad para todo lo que constituye objeto del conocimiento humano, es decir, para los fenómenos; y en tal sentido queda perfectamente justificada la exigencia de la ciencia, según la cual todo hecho debe explicarse solamente en función de causas naturales (y sin que se encuentre jamás en el mundo de los fenómenos ningún ente absolutamente necesario, es decir, absoluto). Pero lo que afirma la antítesis -según los Principios del entendimiento- sólo vale para el campo del conocimiento, es decir, para los fenómenos. Por tanto podemos admitir la posibilidad de que la tesis valga para las cosas en sí; es decir, podemos, no conocer, pero sí pensar (cf. § 20) -puesto que no es contradictorio- que la tesis valga para los noúmenos, puesto que el noúmeno, la cosa en sí, por definición escapa a las condiciones de la intuición. Concretamente, la tesis de la tercera Antinomia afirma la libertad. Ésta es una exigencia, no de la ciencia, sino de la moral, puesto que sin libertad carecería de sentido toda obligación, mérito y juicio moral. Por tanto puede pensarse racionalmente (aunque, repetimos, no conocer) que, si bien todos los actos que realizo, en tanto que son fenómenos, están causalmente determinados, sin embargo a la vez pueden ser expresión de un yo nouménico libre. De manera análoga, es pensable también un ente absolutamente necesario, no en el mundo fenoménico, sino como noúmeno.
22. La Idea de Dios
La cuarta antinomia se vincula con el tercer gran tema de la Dialéctica trascendental, el tema de Dios, del que se ocupa la sección sobre el Ideal de la razón pura. Porque un ente absolutamente necesario, en el fondo, es un ente que ya no pertenece al mundo, sino que tiene que pensarse como algo separado e independiente de la serie de los fenómenos, es decir, como algo extramundano; con lo cual esta Idea del ente necesario deja de ser una Idea cosmológica, vale decir, relativa a! mundo, y se transforma en la Idea teológica.
Dios es, por definición (independientemente de que exista o no), la condición de todas las condiciones, el fundamento último respecto de todas las posibles consecuencias. En tal sentido, el de Dios es concepto legítimo, en la medida en que nos sirve para enlazar, en el pensamiento, la totalidad absolutamente completa de todos los objetos en que podamos pensar. Pero si ese Ideal se lo considera como algo real, si se lo substancializa y personifica, y se intenta buscar pruebas para demostrar su existencia, entonces se está empleando esta idea ilegítimamente (en el campo teórico).
Según Kant, todas las posibles demostraciones de la existencia de Dios van a parar, en última instancia (por razones que aquí debemos omitir), al argumento ontológico (cf. Cap. VIII, § 11). Y en la crítica a este famoso argumento se encuentra una de las cumbres del pensamiento kantiano. El argumento de Descartes quería ser -dicho en la terminología de Kant- un juicio analítico, pues afirmaba que la existencia está contenida en el concepto de Dios; Kant, por el contrario, muestra que se trata -como ocurre con todo juicio de existencia- de un juicio sintético.
En efecto, "ser" -que aquí equivale a "existir"- "no es evidentemente un predicado real, es decir, un concepto de algo que pueda añadirse al concepto de una cosa".[122] En este caso la palabra "real" significa lo relativo a la esencia de una "cosa" (res); por tanto, el texto dice que la existencia no es un predicado esencial, no es un predicado de la esencia de una cosa, vale decir, no es un predicado que se encuentre como constituyendo el contenido de un concepto. Si digo: "mi perro es un animal cuadrúpedo", el predicado "animal cuadrúpedo" es predicado que corresponde al concepto "perro" como puro concepto, de tal modo que sin ser animal el perro no sería perro; pero en cambio cuando afirmo: "mi perro existe", no digo nada conceptual o esencial acerca del perro, sino que hablo de su existencia concreta, de si lo hay o no. En este segundo caso no se está aplicando una determinación conceptual, una determinación de esencia, al concepto perro, sino que se le está agregando algo totalmente diferente de su esencia; se habla de su existencia.
La existencia, entonces, no es nada conceptual, vale decir, nada que enriquezca o empobrezca el concepto de algo según que se la atribuya o niegue a ese algo. Dicho con otras palabras: la existencia no puede ser un predicado conceptual, porque el concepto sujeto, como concepto, no varía absolutamente nada en su significado por el hecho de que se afirme o niegue la existencia del objeto a que ese concepto se refiere. Por eso escribe Kant: "Cien tálers efectivamente existentes no contienen absolutamente nada más que cien tálers posibles".[123] Cien pesos efectivamente existentes no contienen un solo peso más, no contienen ni un centavo más que cien pesos posibles. La diferencia está en que en un caso los tengo en el bolsillo, y en el otro no los tengo, de manera que la diferencia no es conceptual, porque desde el punto de vista del concepto -y la prueba ontológica quiere ser un argumento puramente conceptual- son exactamente lo mismo cien tálers posibles y cien tálers existentes.
El argumento ontológico dice: "Dios es un ser perfecto; si es perfecto tiene que existir, porque si fuese inexistente sería imperfecto". Es decir que, según Descartes, el juicio "Dios existe" sería un juicio analítico, porque el predicado "existe" tendría que estar contenido en el sujeto "Dios" o "Ser perfecto". Kant lo niega por la sencilla razón de que la existencia, según se acaba de ver, no es nada conceptual, y si no es nada conceptual no puede estar contenida en un concepto y por ende no se la puede extraer analíticamente de él.
Si lo posible y lo efectivamente existente son, desde el punto de vista conceptual, exactamente lo mismo, la diferencia entre cien tálers posibles y cien tálers existentes no es una diferencia conceptual. La existencia no designa una nota conceptual, nada que se encuentre dentro del concepto de algo, sino que señala la posición entre los fenómenos de la cosa a que nos referimos, con todas las notas contenidas en su concepto. La existencia indica, no una relación conceptual, sino la relación de la cosa con nuestro conocimiento; en una palabra, la existencia señala el hecho de que el objeto se me da, la presencia de algo dentro del mundo fenoménico. Decir que algo existe significa que algo está dado dentro del ámbito de la experiencia.
Todos los juicios de existencia, pues, son sintéticos, no analíticos. El argumento ontológico pretende proceder por vía analítica, porque encontraríamos la existencia "dentro" del concepto de Dios. Por tanto, para Descartes el juicio "Dios no existe" sería un juicio contradictorio, porque equivaldría a decir: "Dios, que es un ente necesariamente existente, no existe". Kant muestra, al revés, que el juicio "Dios no existe" no es contradictorio en modo alguno, porque la existencia no es un "predicado real", vale decir, no es una nota conceptual, y por lo tanto no puede contradecir a ningún concepto. Si dijésemos: "Dios no es omnipotente", éste sí sería un juicio contradictorio, porque la omnipotencia es una nota conceptual que forma parte de lo que se piensa en el concepto de Dios; pues decir: "Dios no es omnipotente" sería lo mismo que decir: "Dios, que por ser Dios es esencialmente omnipotente, no es omnipotente"; y lo mismo ocurriría si se dijese: "Dios no es bueno", porque ello equivaldría a decir: "Dios, que es un ente absolutamente perfecto, y por tanto bueno, no es bueno". De la misma manera sería contradictorio decir: "El triángulo no tiene tres lados", porque el tener tres lados es una nota conceptual, o, como dice Kant, un "predicado real", del concepto de "triángulo". Pero si decimos: "no existen los triángulos", o: "aquí no hay ningún triángulo", esto podrá ser extravagante, pero no es de ninguna manera contradictorio.
Por tanto, la proposición: "Dios no existe", es semejante a la proposición: "los triángulos no existen"; es decir, es una proposición no contradictoria. Simplemente se niega al sujeto, se lo suprime -no que se predique del sujeto algo que se le oponga (lo cual sí sería una contradicción), sino simplemente que lo anulamos. El juicio "Dios no existe" no es contradictorio; por tanto, el argumento ontológico falla por la base.
Pero así como el juicio: "Dios no existe" no es contradictorio, el juicio "Dios existe" tampoco lo es. Lo que Kant enseña es que no se puede demostrar la existencia de Dios, ni tampoco se puede demostrar su inexistencia. Desde el punto de vista del conocimiento humano, no se puede ni afirmar ni negar la existencia de Dios. Los argumentos de los teístas son tan poco válidos como los argumentos de los ateos -porque también el ateo pretende hacer un juicio de existencia (aunque sea negativo) acerca de algo de que no se tiene intuición y de lo cual, por tanto, no puede saberse si existe ni si no existe. Precisamente Kant cree que esta cuestión de Dios es cuestión demasiado delicada como para confiarla a las disputas de los hombres, y, según declara,[124] una de las tareas que se propone la Critica de la razón pura, es asegurarse de que la Idea de Dios esté al abrigo del ataque de los escépticos (aquí, de los ateos).
Resumiendo, entonces, la Dialéctica trascendental enseña que los temas de que se ocupaba la metafísica tradicional en su parte especial -los temas del alma, del mundo y de Dios- son temas que escapan al conocimiento; pero ello no nos impide sin embargo pensar en un mundo nouménico, sino más bien nos induce a hacerlo en la medida en que el hecho de la conciencia moral exige la libertad. Debemos, pues, ocuparnos ahora de la ética de Kant, aunque tengamos que hacerlo de manera rápida y por tanto muy simplificada.
SECCIÓN II. LA FILOSOFÍA PRÁCTICA
I. La conciencia moral
Según habrá podido apreciarse, la actitud de Kant frente a la metafísica -v, por tanto, frente a lo absoluto: frente a los problemas del alma, del mundo y de Dios- es en cierto modo ambigua o vacilante. Porque, de un lado, afirma que no conocemos lo absoluto, ni podemos conocerlo, puesto que todo conocimiento humano se ciñe a los límites de la experiencia, al mundo de los fenómenos. Pero, por otro lado, como el hombre es un ente dotado de razón, y la razón es la facultad de lo incondicionado, la metafísica es una disposición natural del hombre (cf. § 20) y por tanto necesaria para éste. Tal como declara Kant en el Prefacio a la primera edición de la Crítica,[125] las cuestiones metafísicas -la de Dios, la del mundo, la del alma, la de la libertad- son asuntos que jamás pueden serle indiferentes al hombre, como se ve por la circunstancia de que cada uno de nosotros toma siempre una posición al respecto (afirmando o negando la libertad, o la existencia de Dios, etc.). Este estado de cosas, esta ambigüedad en que se coloca Kant frente a la metafísica, parece forzarnos a tratar de resolver lo que no es sino una aparente contradicción.
Kant busca una solución, pero no en el campo de la razón teorética, no en el campo del conocimiento (porque en éste tenemos que atenernos a los fenómenos), sino en el campo moral, en el campo de la razón práctica (como llama Kant a la razón en tanto determina la acción del hombre).
En efecto, no conocemos lo absoluto; pero sin embargo tenemos un cierto acceso, una especie de "contacto", por así decirlo, con lo absoluto o, mejor, con algo absoluto. Este contacto se da en la conciencia moral, es decir, la conciencia del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, de lo que debemos hacer y de lo que no debemos hacer. La conciencia moral significa, según Kant, algo así como la presencia de lo absoluto o de algo absoluto en el hombre.
Ahora dejamos enteramente de lado las diferencias entre lo que cada cual entiende por bien o por mal, o lo que debe concretamente hacer o no hacer; en este punto no interesan esas diferencias, no interesa el contenido concreto de la conciencia moral, ni menos que se la escuche o desoiga, sino que interesa sólo la conciencia moral misma, simplemente el hecho de que todos hacemos constantemente discriminaciones de orden ético. Y afirmamos entonces que en la conciencia moral se da un contacto con algo absoluto porque la conciencia moral es la conciencia del deber, es decir, la conciencia que manda de modo absoluto, la conciencia que ordena de modo incondicionado. La conciencia moral no nos dice, por ejemplo: "hay que hacer tal cosa para congraciarse con Fulano"; tal mandato no es expresión de la conciencia moral, sino un criterio de "conveniencia" práctica, una regla de sagacidad o prudencia (Klugheit) La conciencia moral, en cambio, es la que dice: "Debo hacer tal o cual cosa, porque es mi deber hacerlo", y ello aunque me cueste la vida, o la fortuna, o lo que fuere. Podrá ocurrir que no cumplamos nuestro deber, pero tal circunstancia se la excluye de nuestra consideración, porque no interesa ahora lo que efectivamente hacemos, sino que interesa sólo fijarnos en esta exigencia según la cual algo debe ser, aunque de hecho no sea y aunque quizá nunca sea. Lo que el deber manda, repetimos, lo manda sin restricción ni condición ninguna; "debo hacer esto", pero no porque ello me vaya a dar alguna satisfacción, o me granjee amigos o fortuna, sino tan sólo porque es mi deber.
La conciencia moral es entonces la conciencia de una exigencia absoluta, exigencia que no se explica y que no tiene ningún sentido desde el punto de vista de los fenómenos de la naturaleza. Porque en la naturaleza no hay deber, sino únicamente el suceder de acuerdo con las causas; no es que una piedra deba o no deba (moralmente) caer; la piedra cae sin más. La naturaleza es el reino del ser, de cosas que simplemente son; mientras que la conciencia moral es el reino de lo que debe ser. (Por ello resultará siempre radicalmente insuficiente todo intento por explicar la conciencia moral mediante la psicología o la sociología y, en general, mediante cualquier ciencia; puesto que las ciencias se refieren -dicho en términos de Kant- a la naturaleza, donde las cosas simplemente son, y allí todo, según vimos, ocurre según leyes necesarias, no según libertad. Por ello será también vano todo ensayo de fundar la moral sobre base empírica, como, por ejemplo, sobre el concepto de felicidad, tal como hizo Aristóteles, cf. Cap. VI, § 8). En el dominio de la naturaleza está todo condicionado según leyes causales. En la conciencia moral, en cambio, aparece un imperativo que manda de modo incondicionado, un imperativo "categórico". La conciencia moral dice, por ejemplo: "no mentirás", sin someter este mandamiento a ninguna condición. No dice que no deba mentir en tales o cuales circunstancias para lograr así una recompensa, porque esto no sería exigencia moral, sino expresión de astucia; en efecto, al decir: "Si quiero ganar dinero, no debo mentir", hay aquí un imperativo, una orden ("no debo mentir"), pero el imperativo está sujeto a una condición (la de que quiera ganar dinero); mas si no quiero ganarlo, el imperativo deja de valer. Este tipo de imperativo lo llama Kant "hipotético". Pero los imperativos morales son incondicionados, es decir, categóricos, porque lo que el imperativo manda lo manda sin más, sin ninguna condición (otra cuestión será, repetimos, que se lo obedezca, o que, según ocurre frecuentemente, se lo infrinja).
2. La buena voluntad
Kant comienza la Fundamentación de la metafísica de las costumbres (ésta y la Crítica de la razón práctica son las dos obras principales dedicadas por Kant al tema moral) con un famoso pasaje, solemne y a la vez inspirado:
Ni en el mundo, ni, en general, tampoco fuera del mundo, es posible pensar nada que pueda considerarse como bueno sin restricción, a no ser tan sólo una buena voluntad.[126]
¿Qué significa esto? El dinero, por ejemplo, es bueno; puede servir para comprar libros, o para hacer un viaje. Pero también puede servir para corromper a una persona, para degradarla, para sobornar a un funcionario venal. Por ende, el dinero es bueno, no de modo absoluto, sino sólo de modo relativo: dependerá de cómo se lo emplee. De manera semejante, la inteligencia es también buena, porque sirve para aprender mejor lo que se estudia, para comprenderlo más a fondo, para desempeñarse mejor en tal o cual ocupación, etc. Pero si esa inteligencia se la emplea para planear el robo de un banco, esa inteligencia no es buena. La inteligencia se la puede usar tanto para el bien cuanto para el mal; por tanto, es buena sólo relativamente.
La buena voluntad, en cambio, es absolutamente buena, en ninguna circunstancia puede ser mala. Lo único que en el mundo, o aun fuera de él, es absolutamente bueno, es la buena voluntad. Aquí "mundo" quiere decir nuestro mundo empírico; pero Kant afirma que, aun haciendo abstracción de todas las condiciones empíricas, aun si pensásemos en otro mundo más allá de éste, aun si pensásemos en un Dios, también de Él valdría lo que se acaba de sostener: que sólo la buena voluntad es absolutamente buena.
Y poco más adelante escribe Kant:
La buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice, no es buena por su adecuación para alcanzar algún fin que nos hayamos propuesto; es buena sólo por el querer, es decir, es buena en sí misma.[127]
Tres ejemplos ayudarán a comprender este pasaje. Primer caso: Supóngase que una persona se está ahogando en el río; trato de salvarla, hago todo lo que me sea posible para salvarla, pero no lo logro y se ahoga. Segundo: Una persona se está ahogando en el río, trato de salvarla, y finalmente la salvo. Tercero: Una persona se está ahogando; yo, por casualidad, pescando con una gran red, sin darme cuenta la saco con algunos peces, y la salvo.
Lo "efectuado o realizado", según se expresa Kant, es el salvamento de quien estaba a punto de ahogarse: en el primer caso, no se lo logra; en los otros dos sí. En cuanto se pregunta por el valor moral de estos actos, fácilmente coincidirá todo el mundo en que el tercer acto no lo tiene, a pesar de que allí se ha realizado el salvamento; y carece de valor moral porque ello ocurrió sin que yo tuviera la intención o voluntad de realizarlo, sino que fue obra de la casualidad: el acto, entonces, es moralmente indiferente, ni bueno ni malo. Los otros dos actos, en cambio, son actos de la buena voluntad, es decir, moralmente buenos, y -aunque en el primer caso no se haya logrado realizar lo que se quería, y en el segundo sí- tienen el mismo valor, porque éste es independiente de lo realizado: Kant dice que "la buena voluntad no es buena por lo que efectúe o realice", sino que "es buena en sí misma"-. Lo que Kant sostiene, pues, no es nada extravagante, a pesar de que ciertas exposiciones o críticas de su ética la presenten en forma bastante peregrina. Kant no se propone aquí otra cosa sino aclarar las nociones morales de que todos participamos de manera implícita: simplemente quiere explicitarlas, formularlas con rigor, y fundamentarlas. Y la prueba de que no hace sino aclarar el "conocimiento moral vulgar",[128] se encuentra en que seguramente todo el mundo estará de acuerdo en la valoración de casos como los propuestos.
3. El deber
Ahora bien, el deber no es nada más que la buena voluntad, "si bien bajo ciertas restricciones y obstáculos subjetivos",[129] colocada bajo ciertos impedimentos que le impiden manifestarse por sí sola. Porque el hombre no es un ente meramente racional, sino también sensible; en él conviven dos mundos: el mundo sensible y el mundo inteligible (cf. § 23). Por ello sus acciones están determinadas, en parte, por la razón; pero, de otra parte, por lo que Kant llama inclinaciones: el amor, el odio, la simpatía, el orgullo, la avaricia, el placer, los gustos, etc. De modo que se da en el hombre una especie de juego y conflicto entre la racionalidad y las inclinaciones, entre la ley moral y "la imperfección subjetiva de la voluntad”[130] humana. La buena voluntad se manifiesta en cierta tensión o lucha contra las inclinaciones, como exigencia que se opone a éstas. En la medida en que ocurre tal conflicto, la buena voluntad se llama deber. En cambio, si hubiese una voluntad puramente racional, sobre la cual no tuviesen influencia ninguna las inclinaciones, sería, en términos de Kant, una voluntad santa, es decir, una voluntad perfectamente buena. Y esta voluntad, por ser perfectamente buena, por estar libre de toda inclinación, realizaría la ley moral de manera espontánea, digamos, no constreñida por una obligación. Y por tanto para esa voluntad santa, el "deber" no tendría propiamente sentido: "el 'debe ser' no tiene aquí lugar adecuado, porque el querer ya de suyo coincide necesariamente con la ley."[131] En el hombre, en cambio, la ley moral se presenta con carácter de exigencia o mandato.
En función de todo lo anterior, pueden distinguirse cuatro tipos de actos, según sea el motivo de los mismos: a) actos contrarios al deber; b) actos de acuerdo con el deber y por inclinación mediata; c) actos de acuerdo con el deber y por inclinación inmediata; y d) actos cumplidos por deber. La clave de todo esto se encuentra en las dos expresiones: "de acuerdo con el deber" y "por deber". Unos ejemplos ayudarán a entenderlo.
a) Acto contrario al deber. Supóngase, una vez más, que alguien se está ahogando, y que dispongo de todos los medios para salvarlo; pero se trata de una persona a quien debo dinero, y entonces dejo que se ahogue. Está claro que se trata de un acto moralmente malo, contrario al deber, porque el deber mandaba salvarlo. El motivo que me ha llevado a obrar -a abstenerme de cualquier acto que pudiera salvar a quien se ahogaba- es evitar pagar lo que debo: he obrado por inclinación, y la inclinación es aquí mi deseo de no desprenderme del dinero, es mi avaricia.
b) Acto de acuerdo con el deber, por inclinación mediata. Ahora el que se está ahogando en el río es una persona que me debe dinero a mí, y sé que si muere nunca podré recuperar ese dinero; entonces me arrojo al agua y lo salvo. En este caso, mi acto coincide con lo que manda el deber, y por eso decimos que se trata de un acto "de acuerdo" con el deber. Pero se trata de un acto realizado por inclinación, porque lo que me ha llevado a efectuarlo es mi deseo de recuperar el dinero que se me debe. Esa inclinación, además, es mediata, porque no tengo tendencia espontánea a salvar a esa persona, sino que la salvo sólo porque el acto de salvarla es un "medio" para recuperar el dinero que me debe. Por tanto no puede decirse que este acto sea moralmente malo, pero tampoco que sea bueno; propiamente es neutro desde el punto de vista ético, es decir, ni bueno ni malo.
c) Acto de acuerdo con el deber, por inclinación inmediata. Supóngase que ahora quien se está ahogando y trato de salvar es alguien a quien amo. Se trata, evidentemente, de un acto que coincide con lo que el deber manda, es un acto "de acuerdo" con el deber. Pero como lo que me lleva a ejecutarlo es el amor, el acto está hecho por inclinación, que aquí es una inclinación inmediata, porque es directamente esa persona como tal (no como medio) lo que deseo salvar. Según Kant, también éste es un acto moralmente neutro.
d) Acto por deber. Quien ahora se está ahogando es alguien a quien no conozco en absoluto, ni me debe dinero, ni lo amo, y mi inclinación es la de no molestarme por un desconocido; o, peor aun, imagínese que se trata de un aborrecido enemigo y que mi inclinación es la de desear su muerte. Sin embargo el deber me dice que debo salvarlo, como a cualquier ser humano, y entonces doblego mi inclinación, y con repugnancia inclusive, pero por deber, me esfuerzo por salvarlo.
Pues bien, de los cuatro casos examinados el único en que, según Kant, los encontramos con un acto moralmente bueno, es este último, puesto que es el único realizado por deber; no por inclinación ninguna, sino sólo por lo que el deber manda:
Precisamente en ello estriba el valor del carácter moral, del carácter que, sin comparación, es el supremo: en hacer el bien, no por inclinación, sino por deber.[132]
En forma de cuadro tendríamos que los actos pueden ser:
en relación con el deber
hechos por
entonces el acto es:
a) contrarios al deber
inclinación
moralmente malo
b) de acuerdo con el deber
inclinación mediata
moralmente neutro
c) de acuerdo con el deber
inclinación inmediata
d) independiente de toda inclinación
por deber
moralmente bueno
De todos modos, debe tenerse bien en cuenta que los que se han dado no son más que ejemplos, como ayuda para comprender el pensamiento de Kant. No hay que entenderlos como si diesen una especie de receta para saber cómo tenemos que actuar en un caso determinado. En la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Kant no se ocupa del hecho concreto, de la situación ante la cual nos pudiéramos encontrar en un momento dado; ni tampoco lo hace en la Crítica de la razón práctica. En la Fundamentación, Kant quiere, simplemente, explicarnos en qué consiste, en su naturaleza universal, el acto moral, el principio supremo de la moralidad.
Y la respuesta ya la sabemos: un acto será moralmente bueno sólo si está hecho "por deber". Pero esto no significa -como podrían sugerir algunos de los ejemplos anteriores- que el deber necesariamente, para ser tal, haya de estar en conflicto con las inclinaciones o ser indiferente a ellas. Puede darse la circunstancia de que hacia la realización de un acto me lleve una inclinación, y a la vez la noción del deber. Kant no dice, en modo alguno, que tenga que haber forzosamente un conflicto entre ambos principios, si bien algunos intérpretes han caído en este error. Al respecto puede recordarse un famoso epigrama de Schiller (1759-1805), poeta y también filósofo. El epigrama se burla de esta teoría kantiana de la oposición entre las inclinaciones y el deber; o, para decirlo más exactamente, se burla de las deformaciones de que es susceptible. Un discípulo habla con su maestro de ética y le dice que ayuda a sus amigos, pero como son amigos, esa ayuda él la realiza con gusto, con inclinación, puesto que los estima; y entonces le remuerde la conciencia, pensando que quizás él no sea virtuoso, puesto que en su actitud hay inclinación, y no el deber solamente. El maestro le contesta que entonces debe esforzarse por odiarlos, y luego cumplir con el deber:
Escrúpulo de conciencia
Con gusto sirvo a los amigos, mas desdichadamente lo hago con inclinación,
y así a menudo me atormenta la idea de no ser virtuoso.
Decisión
No hay otro recurso; debes intentar despreciarlos,
y cumplir entonces con horror lo que el deber te ordena.
Pero repetimos que se trata de una exageración y de una mala interpretación. Kant no quiere decir que debamos intentar odiar a una persona (como si, además, el odio dependiese de la voluntad) para que después, odiándola, el deber nos obligue a ayudarla. Desde luego, si se presenta el caso en el que odio a una persona, y sin embargo tengo conciencia de que mi deber consiste en ayudarla, el deber resalta con mayor claridad. Pero de ninguna manera Kant pretende que suprimamos nuestro amor, nuestros afectos, etc., sino que lo único que exige es que distingamos los dos motivos: mi amistad por una persona, por ejemplo, y lo que el deber manda; y si me doy cuenta de que obro llevado, no sólo por mi amistad, sino, fundamentalmente por el deber, entonces, y sólo entonces, mi acto será moralmente bueno.
4. El imperativo categórico
El valor moral de la acción, entonces, no reside en aquello que se quiere lograr, no depende de la realización del objeto de la acción, sino que consiste única y exclusivamente en el principio por el cual se la realiza, prescindiendo de todos los objetos de la facultad de desear. Ese principio por el cual se realiza un acto, Kant lo ¡lama máxima de la acción; es decir, el principio o fundamento subjetivo del acto, el principio que de hecho me lleva a obrar, aquel lo por lo cual concretamente realizo el acto.
Con esto nos encontramos en condiciones de formular de manera rigurosa, y en forma de imperativo, lo que se lleva dicho. Kant formula el imperativo categórico en los siguientes términos:
Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal.[133]
Lo cual significa que sólo obramos moralmente cuando podemos querer que el principio de nuestro querer se convierta en ley válida para todos.
Esta fórmula, que puede parecer muy abstracta, coincide en el fondo con la siguiente: "no nos convirtamos jamás en excepciones"; con lo cual se quiere significar que lo decisivo para determinar el valor moral del acto es saber si la máxima de mi acción (aquello por lo que obro) es meramente un principio sobre la base del cual yo -circunstancialmente- decido obrar, o bien es una máxima que al mismo tiempo la consideramos válida para cualquier otra persona. Supóngase que me encuentro en una dificultad, y que, para escapar de ella, decido hacer una falsa promesa, una promesa mentirosa. Entonces nos preguntamos: ¿podemos convertir en universal este principio, el de mentir cuando uno se encuentra en dificultades? Y en cuanto pensamos qué sería esta máxima convertida en ley universal, nos damos cuenta de que es imposible, que se anula a sí misma: porque si todos los hombres obrasen según esta máxima, nadie creería en la palabra de los demás, nadie creería en las promesas, y por tanto se anularía toda promesa y toda palabra:
bien pronto me convenzo de que, si bien puedo querer la mentira [para escaparme de una dificultad], no puedo querer, empero, una ley universal de mentir; pues, según esta ley, no habría propiamente ninguna promesa, porque sería vano fingir a otros mi voluntad respecto de mis futuras acciones, pues no creerían ese mi fingimiento [...]; por tanto, mi máxima, tan pronto como se tornase ley universal, destruiríase a sí misma.[134]
La mentira, la deslealtad, están en contradicción consigo mismas, y sólo son posibles siempre que no se conviertan en ley universal de las acciones humanas, porque si se convierten en ley universal, repetimos, las palabras y las promesas desaparecerían. Por eso el mentiroso quiere mentir a los demás, pero no quiere que se le mienta a él; se considera a sí mismo como excepción, autorizado para mentir, pero niega tal autorización a los demás. En el mentiroso se da, pues, una contradicción entre su ser sensible, las inclinaciones, que son las que en un momento dado lo llevan a mentir, y la razón, que exige universalidad. Nótese que incluso los delincuentes tienen su propia "moral": roban, pero se castigan entre sí cuando uno de ellos roba al otro; de modo tal que entre ellos también se admite, tácita u oscuramente, que la ley moral tiene que valer para todos (en este caso, el "todos" de la banda).
Kant enuncia el imperativo categórico de diversas maneras, de las cuales nos interesa ahora la fórmula del "fin en sí mismo". El argumento es en síntesis el siguiente: Toda acción se orienta hacia un fin. Pero hay dos tipos de fines. Por una parte, hay fines subjetivos, relativos y condicionados; son aquellos a que se refieren las inclinaciones y sobre los que se fundan los imperativos hipotéticos; v. gr., si deseo poseer una casa (fin), debo ahorrar (medio). Pero hay además, según se sabe, un imperativo que manda absolutamente, el imperativo categórico, lo cual significa que -además de los fines relativos- tiene que haber fines objetivos o absolutos que constituyan el fundamento de dicho imperativo; fines absolutamente buenos (y no para tal o cual cosa), fines en sí. Ahora bien, lo único absolutamente bueno es la buena voluntad (cf. § 2), Y como ésta sólo la conocemos en los seres racionales, en las personas, resulta que el hombre es fin en sí mismo, y Kant puede escribir:
Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en ¡a persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio.[135]
Se obra inmoralmente cuando a una persona se la considera nada más que como medio o "instrumento" para obtener algún fin. En efecto, lo moralmente aborrecible de la esclavitud o de la prostitución, por ejemplo, reside en que en tales casos un ser humano es usado, y no se lo considera como fin en sí mismo; es nada más que medio para un fin. El esclavo no es nada más que un medio o instrumento para picar piedras, y el esclavista no ve en él algo distinto de lo que sería, por ejemplo, un caballo en la noria o un asno que transporta cargas. Se está igualando así al hombre con un animal o con una máquina. Cuando en una actividad burocrática o social, v. gr., a una persona la utilizamos, y la consideramos nada más que como un medio, nos estamos comportando inmoralmente.
5. La libertad
El hombre obra suponiendo que es libre; porque, en efecto, el deber, la ley moral, implica la libertad, así como ésta la ley.
Dentro del mundo fenoménico (el único, según Kant, que podemos conocer), todo lo que ocurre está rigurosamente determinado según la ley de causalidad; no hay ningún hecho que no tenga su causa, la cual a su vez tiene la suya, y así al infinito. Ahora bien, también la vida psíquica del hombre es parte de la naturaleza; cada estado psíquico tiene su causa, y ésta la suya, etc. De manera que también nos encontramos aquí con un riguroso determinismo psíquico.
Está claro que, dentro de un orden causal estrictamente determinado no puede hablarse de libertad; en la naturaleza no hay lugar para el deber (cf. § 1). Si una roca se desprende de la montaña y mata a una persona, a nadie se le ocurrirá censurar moralmente a la roca, porque su caída es un puro hecho natural, que considerado por sí mismo no es ni bueno ni malo. Por lo tanto, si el hombre fuera un ente puramente natural, la conciencia moral carecería absolutamente de sentido.
Pero la conciencia moral es un hecho indisputable, un "hecho de la razón" -tanto como lo es la ciencia natural y su exigencia determinista. Y el hecho del deber señala que el hombre no se agota en su aspecto natural, sensible; por el contrario, la conciencia moral, incompatible con el determinismo, exige suponer que en el hombre hay, además del fenoménico, un aspecto inteligible o nouménico, donde no rige el determinismo natural, sino la libertad. Ésta es la única manera de comprender la presencia en nosotros del deber, pues sólo tiene sentido hablar de actos morales (buenos o malos) si se supone que el hombre es libre.
Es cierto que no podemos conocer que somos libres, pero nada nos impide pensarlo, según lo ha enseñado la tercera antinomia (cf. §21). Sabemos[136] que el término "conocimiento" tiene para Kant sentido muy restringido, de tal modo que sólo puede hablarse de "conocimiento" dentro del dominio de la experiencia. Aquí se trata, entonces, no de que se "conozca" la libertad, sino de que para comprender el hecho de la conciencia moral es preciso postular la libertad, esto es, que de alguna manera que no podemos explicar, somos capaces de obrar de modo de iniciar radicalmente una nueva cadena causal, sin estar determinados a ello. La libertad es, pues, una suposición necesaria para pensar el hecho de la conciencia moral:
Vale sólo como necesaria suposición de la razón en un ser que crea tener conciencia de una voluntad, esto es, de una facultad diferente de la mera facultad de desear (la facultad de determinarse a obrar como inteligencia, según leyes de la razón, pues, independientemente de los instintos naturales). Mas dondequiera que cesa la determinación por leyes naturales, allí también cesa toda explicación [...] [137]
Siempre que hablamos de conciencia moral o hacemos juicios morales, tácitamente suponemos la libertad. Porque si alguien comete un crimen bajo la acción de una droga, por ejemplo, no consideraremos responsable a esa persona, ni, por tanto, condenable, ni diremos propiamente que el acto realizado es moralmente malo, y no lo haremos porque el individuo del caso no ha obrado libremente, sino que, por efecto de la droga, su conducta era una conducta forzada, necesaria, determinada por causas naturales, y por eso no calificable moralmente. Kant puede decir entonces
que la libertad es sin duda la ratio essendi de la ley moral, pero la ley moral es la ratio cognoscendi de la libertad,[138]
es decir, que la ley moral es la razón de que "sepamos" de la libertad, así como la libertad es la razón o fundamento de que haya ley moral, su condición de posibilidad.[139]
6. El primado de la razón práctica.
Los postulados: libertad, inmortalidad y existencia de Dios
Se ha establecido que es imposible conocer teoréticamente nada respecto de los objetos de la metafísica especial: la libertad, la inmortalidad del alma y Dios. Si bien estas ideas, o, más exactamente, los objetos a que estas ideas apuntan, son perfectamente pensables sin contradicción, no son más que Ideas, es decir, conceptos de por sí vacíos, pues no hay intuición que les corresponda. La libertad representa un caso especial; es preciso admitir su existencia pues de otro modo la conciencia moral resultaría un absurdo (§ 5); en tal sentido, como condición necesaria de la posibilidad de la moral -que es un hecho del cual no cabe dudar-, la libertad es
la única entre todas las Ideas de la razón especulativa cuya posibilidad a priori sabemos, aunque sin comprenderla sin embargo, porque ella es la condición de la ley moral, ley que nosotros sabemos.[140]
En cuanto a las otras dos Ideas, Dios y la inmortalidad.
no son empero condiciones de la ley moral, sino sólo condiciones del objeto necesario de una voluntad determinada por esa ley, es decir, del uso meramente práctico de nuestra razón pura: así pues de esas Ideas también podemos afirmar que no conocemos ni inteligimos [einzusehen], no digo tan sólo la realidad, sino ni siquiera la posibilidad. Pero sin embargo son ellas las condiciones de la aplicación de la voluntad, moralmente determinada, a su objeto que le es dado a priori (el supremo bien). Por consiguiente, su posibilidad puede y debe ser admitida en esta relación práctica, sin conocerla e inteligirla, sin embargo, teóricamente.[141]
Resulta pues que la razón práctica tiene el primado sobre la razón teórica o especulativa, esto es, que el interés de la moralidad -que es necesariamente absoluto- autoriza suposiciones teoréticas sin las cuales no podríamos realizar la moral; los fines de la razón práctica prevalecen sobre los de la razón especulativa, la moral sobre el conocimiento.
La ley moral exige el cumplimiento más perfecto, es decir, en definitiva, la realización de la Idea de santidad (Sec. II, § 3), Idea práctica "que necesariamente tiene que servir de modelo" para los seres racionales finitos, pues ella "les pone constante y justamente ante los ojos la ley moral pura". Mas el hombre, por ser finito, no puede alcanzar tal ideal en las condiciones del mundo sensible; por ende, aproximarse a tal modelo "en lo infinito, es lo único que corresponde”[142] a un ser tal. Virtud es "la intención [o disposición de ánimo (Gesinnung)] moral en la lucha[143] continua y victoriosa contra las inclinaciones, en busca de perfecta -aunque inalcanzable- purificación”. Como la perfección moral es "prácticamente necesaria", sólo se la podrá alcanzar "en un progreso que va al infinito"; y como ese progreso al infinito "sólo es posible bajo el supuesto de una existencia y personalidad duradera en lo infinito del mismo ser racional"[144], resultará que el alma es inmortal.
La virtud es el único bien incondicionado (cf. § 1), es el honum supremum o el bien superior (das oberste Gut)[145]; pero además Kant llama bien supremo (höchstes Gut) el que comprende en sí además el bien acabado (vollendetes Gut, bonum consumatum), es decir, todos los bienes condicionados -como lo útil, lo agradable, etc.-, en una palabra, el estado de contento que llamamos felicidad, la mayor satisfacción posible y duradera de las inclinaciones:[146] "el estado de un ser racional en el mundo al cual, en el conjunto de su existencia, le va todo según su deseo y voluntad"[147].
Está claro que la virtud merece la felicidad; pero también lo está que la virtud no la garantiza, y que de hecho nos encontramos frecuentemente con que no halla la felicidad merecida. Pero si ha de darse tal correspondencia entre virtud y felicidad, es preciso que haya un poder omnisciente, omnipotente e infinitamente justo capaz de dispensar la felicidad merecida, i.e.. Dios.
Ahora bien, era un deber para nosotros fomentar el supremo bien; por consiguiente, no sólo era derecho, sino también necesidad unida con el deber, como exigencia, presuponer la posibilidad de este bien supremo, lo cual, no ocurriendo más que bajo la condición de la existencia de Dios, enlaza inseparablemente la presuposición del mismo con el deber, es decir, que es moralmente necesario admitir la existencia de Dios.[148]
Pero es preciso fijarse bien en que estos postulados no son pruebas especulativas o demostraciones de la razón teórica, pues no nos dan "conocimiento" ninguno de lo suprasensible. Son sólo "supuestos" de la moralidad, de la ley "por la cual la razón determina inmediatamente la voluntad".[149] Escribe Kant:
Estos postulados no son dogmas teóricos, sino presuposiciones en sentido necesariamente práctico; por tanto, si bien no ensanchan el conocimiento especulativo, dan, empero, realidad objetiva a las Ideas de la razón especulativa en general (por medio de su relación con lo práctico) y la autorizan para formular conceptos que sin eso no podría pretender afirmar ni siquiera en su posibilidad.[150]
7. Conocimiento y moral
Puede afirmarse, en conclusión, que el aspecto más decisivo de la filosofía kantiana se encuentra en el reconocimiento del valor de la persona humana, en la cual se pone de relieve su índole activa, en general, y ética en especial. La persona, el sujeto, no es una cosa, sino que más bien las cosas son "productos" del sujeto, porque en éste tienen su origen la legalidad y el orden del mundo fenoménico, la estricta causalidad y mecanicismo que allí dominan -según enseña la Crítica de la razón pura. Pero el sujeto mismo, por su parte, no está sometido a tales leyes; éstas surgen de él, no él de ellas. Considerado en su aspecto noúmenico, como sujeto moral, es persona, vale decir un ente libre, pleno de dignidad- y ésta es la enseñanza de la Crítica de la razón práctica. De tal manera puede apreciarse la rigurosa complementación e íntima solidaridad de las dos primeras Críticas, y a la vez puede comprenderse el profundo sentido de las palabras que Kant escribe hacia el final de la Crítica de la razón práctica -palabras que luego se inscribieron en la tumba del filósofo:
Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto siempre nuevos y crecientes, cuanto con más frecuencia y aplicación se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí.[151]
En este pasaje se refiere Kant a los dos grandes temas de que se ocupa en la Crítica de la razón pura y en la Crítica de la razón práctica, respectivamente. El cielo estrellado simboliza aquí la naturaleza, el maravilloso orden y armonía que en ella domina (y que están fundados en las leyes que la propia razón dicta); el otro objeto de admiración reside en ese otro mundo, que ya no es el sensible, sino el inteligible: el de la libertad, el mundo de la persona moral.
SECCIÓN III. LA CRÍTICA DEL JUICIO. ESTÉTICA Y TELEOLOGÍA
1. El enlace entre los dos mundos
Las dos primera Críticas hicieron manifiesto un profundo abismo: entre los fenómenos y los noúmenos; entre el mundo sensible y el inteligible; entre el entendimiento y la razón; entre la necesidad y la libertad; entre el ser y el deber-ser (Sallen); entre la naturaleza, tema de conocimiento objetivo, y el mundo moral o reino de los fines (según lo llama Kant en la Fundamentación), al que nos da acceso el deber. Se trata de dos mundos distintos, pero lógicamente compatibles, entre los cuales ha de haber alguna conexión, puesto que el mundo inteligible se realiza en la naturaleza mediante las acciones humanas: el hombre cumple la ley de la libertad en el mundo sensible, donde todo es necesidad.
Ha de haber, pues, una relación entre ambos ámbitos, si bien no comprendemos cómo ello ocurre, porque el conocimiento de tal nexo nos está vedado: más allá de los fenómenos el conocimiento nos es imposible. Y no obstante el sujeto que prescribe las leyes universales (los "Principios del entendimiento puro") a la naturaleza es el mismo sujeto que mediante la razón práctica dicta sus leyes a la voluntad. Y los fenómenos mismos remiten a lo suprasensible, que si bien queda indeterminado en la primera Crítica, logra determinación gracias a la moralidad que ve en él el "reino de los fines", un orden universal de libertad.- De manera que se hace necesario tratar de establecer de algún modo aquella conexión.
Tal es el propósito de la Kritik der Urteilskraft (Crítica del Juicio o Crítica de la facultad de juzgar) que abreviamos KU. Pero ello no lo logrará por medio del conocimiento (cosa que es preciso tener bien en cuenta para la adecuada comprensión de la obra), ni tampoco mediante la "creencia" o "fe" moral, sino precisamente merced a la "facultad de juicio" o simplemente "Juicio" (con mayúscula, según es usual hacerlo en las trad.); con más exactitud, mediante el "Juicio reflexionante" (reflektierende Urteilskraft).
La KU se ocupa de tres cuestiones principales: una es la cosmológica, que se refiere a la armonía del universo en sus leyes particulares; la segunda es la cuestión estética; y la tercera la de la vida orgánica. De la primera se ocupa la Introducción,[152] de la segunda cuestión trata la primera parte de la obra (la "Crítica del Juicio estético"); la tercera constituye el asunto de la segunda parte del libro ("Crítica del Juicio teleológico"), que desemboca en amplios desarrollos concernientes al sentido y finalidad del universo (con lo cual, desde otro punto de vista, se vuelve a tocar la primera cuestión).
2. Leyes universales y leyes particulares
En general, Kant llama Juicio "la facultad de pensar lo particular como contenido en lo universal", la capacidad de relacionar el caso concreto con el universal (sea éste principio, concepto o regla). Cuando lo universal está dado, se tratará del Juicio determinante (bestimmende Urteilskraft), que fue objeto de estudio de la Crítica de la razón pura. Allí se habían establecido las leyes universales de la naturaleza, las cuales son constitutivas de todo objeto natural en cuanto tal; dichas leyes, que el entendimiento mismo posee -y por ello se dice que el universal está dado- son las que establecen los Principios del entendimiento puro (cf. sección I, §§ 15 y sgtes.). Sin embargo, quedaba sin resolver la cuestión relativa a las leyes particulares en cuanto particulares, que no pueden deducirse de las universales ni respecto de las cuales estas últimas determinan nada. Y las leyes particulares (o empíricas)-desde el punto de vista del entendimiento y de sus Principios- podrían ser tan numerosas, tan variadas y heterogéneas, que la experiencia no nos diera poco más que un caos de leyes empíricas entre las cuales, a pesar de las leyes universales, resultase imposible orientarnos y lograr conocimiento de tales leyes particulares.
El entendimiento posee ciertamente a priori leyes universales de la naturaleza, sin las cuales ésta no podría absolutamente ser objeto de experiencia; pero necesita aun, sin embargo, también además un cierto orden en la naturaleza, en las reglas particulares de la misma, que pueden serle conocidas sólo empíricamente, y que, con relación a él [el entendimiento), son contingentes.[153]
El espíritu humano se resiste a admitir tal contingencia o caos de lo empírico, aunque el entendimiento no halle, sobre la base de sus leyes, modo de eludirlo ni de eliminarlo.
En este punto aparece el Juicio reflexionante (reflektierende Urteilskraft) o facultad de juicio en sentido estricto, que consiste (al revés del determinante) en que, dado lo particular, trata de encontrar para él lo universal. En lugar de conocer, de decir lo que el objeto es, el Juicio reflexionante manifiesta, digamos, una reacción del sujeto sobre sí, expresa una especie de vuelta de la conciencia sobre sí misma (una re-flexión) -si bien con ocasión de la presencia del objeto- para "meditar" sobre éste. La facultad de juicio reflexiva sirve de guía u orientación para buscar lo universal: su función (en lugar de constitutiva) es heurística y regulativa. No conoce ni afirma, sino conjetura, supone, que en la naturaleza no tiene lugar ese "inquietante" caos que se pudo sospechar, sino que en ella hay orden y regularidad -orden y regularidad que, no obstante, por no estar dados, hay que buscar.
Así como, en lo referente a las leyes universales, éstas tienen su fundamento en la unidad sintética de los Principios, que poseen su rafe en e! entendimiento -así para explicarnos la posibilidad del conocimiento de las leyes particulares debemos "considerar" que también en lo particular se da un sistema de leyes empíricas, las cuales, por analogía con nuestro entendimiento, las ha prescrito una inteligencia, aunque muy superior a la humana.
[...] las leyes particulares empíricas [...] deben ser consideradas [...] tal como si un entendimiento (aunque no sea el nuestro) las hubiese igualmente dado para nuestras facultades de conocimiento, para hacer posible un sistema de la experiencia según leyes particulares de la naturaleza.[154]
De tal modo se comprende la inteligibilidad de lo empírico, que éste resulte accesible a nuestro conocimiento. La naturaleza resulta así (no conocida, sino) "considerada" como producto de una Inteligencia que la ha ordenado y dispuesto con el propósito de que la podamos conocer, el mundo sensible queda subordinado al inteligible que lo ha establecido, y al "suponer" que el substrato del mundo natural se halla en el inteligible las dos primeras Críticas quedan conciliadas.
No obstante, lo que se ha dicho no significa en modo alguno afirmar la existencia efectiva de tal Intelecto sobrenatural; hacerlo equivaldría a incurrir en una metafísica de lo trascendente, metafísica que está por encima de las capacidades del hombre. Lo expresado son formulaciones sólo del Juicio reflexionante, que carece de función constitutiva y únicamente permite que nos orientemos entre la variedad y multiplicidad de lo empírico. Pero lejos de tratarse de una suposición aventurada, es condición indispensable de toda investigación científica de la naturaleza, tal como lo muestran, ya desde antiguo, las "sentencias de la sabiduría metafísica"[155], según llama Kant a preceptos tales como "la naturaleza toma el camino más corto", o "no hay que multiplicar sin necesidad el número de los entes" (Cf. Cap. VI, § 2, a), etc. La ciencia busca para todo fenómeno la ley o concepto que le corresponda, y esa búsqueda la lleva a cabo en la suposición de que podrá descubrirlos, esto es, de que la naturaleza tiene una estructura "inteligible", captable para nuestro entendí miento -como si las leyes particulares las hubiese dictado una Inteligencia sobrenatural (aunque sólo hipotética) para posibilitar una experiencia coherente, esto es, como si la naturaleza estuviese adaptada a nuestro propósito de conocerla. Bajo tal suposición resulta comprensible el que haya leyes empíricas, así como la clasificación y división de las leyes y conceptos naturales.
3. El principio trascendental del Juicio
De acuerdo con lo dicho, el principio trascendental del Juicio reflexionante resulta ser que las leyes empíricas, y sus objetos o "formas" (según se expresa Kant con arreglo al lenguaje de los lógicos de la época), lejos de ser enteramente heterogéneos, son susceptibles de ser dispuestos en un sistema lógico, de modo que podamos conocerlos. En la Primera Introducción se lee:
el principio peculiar de la facultad de Juicio [reflexionante] es: la naturaleza especifica sus leyes universales en (zu) empíricas según la forma de un sistema lógico para uso de la facultad de juicio[156]
Esta exigencia de unidad sistemática no es principio del entendimiento, sino de la razón. Pero en tanto ésta intenta determinar lo trascendente, ahora se trata de un principio puramente subjetivo, propio del Juicio reflexionante. Pues bien, cuando la naturaleza satisface esa exigencia de nuestro conocimiento, sentimos placer (Lust) (cuando no, displacer).
A "esta coincidencia de las condiciones subjetivas del Juicio con respecto a la posible conexión de conceptos empíricos con el todo de una experiencia"[157] la llama Kant "finalidad lógica", la cual, tal como se ve, se refiere, no a cosas, sino a relaciones de conceptos.
4. La noción de finalidad
Según se ha dicho, la naturaleza, en su especificación como sistema lógico, parece dispuesta para que la podamos conocer, parece tener la finalidad de responder a nuestra necesidad de conocerla. Este concepto de fin conviene examinarlo más atentamente.
Para precisar la noción de fin -que era de primera importancia en la filosofía aristotélica (cf. Cap. VI, § 5) -conviene tomar un ejemplo. Supóngase que a una persona le cae una piedra en la cabeza, y lo hiere mortalmente. La piedra ha caído al desprenderse de la pared a que se encontraba adherida, por la simple acción mecánica de fuerzas físicas (acción de la gravedad, lluvias caídas, dilatación de materiales, etc., etc.). El efecto (la muerte de una persona), fuera de ser un hecho accidental, es posterior a la causa (la caída de la piedra). La relación entre causa y efecto es la de causa eficiente.
Pero supóngase ahora que el desprendimiento de la piedra sea un hecho, no accidental, sino deliberadamente provocado por otro hombre con el propósito o fin de dar muerte al primero. En este caso la caída de la piedra responde (no a causas puramente mecánicas, sino) a una intención. Y en la intención o propósito el efecto precede a la causa: el segundo personaje se ha formado una representación (un "plan" o "proyecto") previa al hecho, a lo que intentaba hacer -así como un relojero se forma una idea o concepto del artefacto (el reloj) que va a realizar. El asesino, así como el relojero, se proponen llevar a cabo un fin.
Según esto, se comprende que Kant diga que el fin es "el concepto [o representación] de un objeto en cuanto él al mismo tiempo contiene el fundamento de la realidad de este objeto".[158] Con todo conviene tenor en cuenta que el término alemán Zweck (fin o propósito) tiene sentido más amplio que el que evoca la palabra en español; asízweckmássig, significa "final" (en el sentido de lo que responde a una finalidad) y a la vez "armónico", "orgánico". Zweckmässigkeit (finalidad) es el substantivo abstracto, que reúne todos estos matices.
5. Mecanismo y sistema. El sentimiento de placer
La Crítica de la razón pura proporcionó una visión puramente mecanicista de la naturaleza, enfoque que tiene en cuenta tan sólo las causas eficientes (en lo cual sigue el esquema de la ciencia moderna); la Crítica de la razón práctica nos reveló por la vía moral el reino de los fines, que supone la libre voluntad y un sujeto inteligente. Por su lado, de la Crítica del Juicio puede decirse, extremando las cosas, que enfoca la naturaleza, no como máquina, sino más bien como gigantesco organismo (cosa que será explícitamente afirmada por Schelling (1775-1854) poco más tarde). Según el entendimiento, entonces, la naturaleza constituye un agregado de partes conectadas según causas eficientes y por tanto necesarias (determinismo). En cambio, la Crítica del Juicio se representa la naturaleza, según la presunción del Juicio reflexionante, como sistema, es decir, como un todo de partes determinadas por un concepto universal; enfoca la naturaleza como sistema lógico. La Idea de sistema es un concepto propio de la razón -no del entendimiento ni del Juicio-; pero en tanto la razón intenta (vanamente) emplearlo (como ocurre en general con todas las Ideas) objetivamente, aplicándola a objetos trascendentes, el Juicio le otorga tan sólo empleo inmanente, no objetivo, como principio referido a objetos empíricos y únicamente como apreciación subjetiva al servicio de nuestra capacidad de conocer; se trata de un principio que el Juicio se da a sí mismo para poder investigar la naturaleza.
El sistema lógico que conjeturamos que hay entre la multiplicidad de las leyes particulares tiene que considerarse, desde el punto de vista del entendimiento, como contingente; y, no obstante, es preciso juzgarlo como indispensable en cuanto dirigido a nuestro conocimiento: "como finalidad [conformidad-a-fin] (Zweckmässigkeit) mediante la cual la naturaleza concuerda con nuestra intención, dirigida empero sólo al conocimiento".[159] A esa necesidad de sistema en lo particular de la naturaleza -necesidad (Bedürfnis) puramente subjetiva- la naturaleza parecería responder favorablemente.
Pues bien, el logro de todo propósito va enlazado con el sentimiento de placer (Lust). Y como la condición del propósito es en este caso el Juicio reflexionante -que es fundamento a priori y válido para todos los hombres-resulta que "también el sentimiento de placer estará determinado por un fundamento a priori y es valedero para cada cual".[160]
Si en cambio no encontramos tal sentimiento en el hecho de que los fenómenos de la naturaleza sean conformes a los Principios del entendimiento, ello se debe a que estas leyes generales de la naturaleza no son más que la objetivación, digamos, de esas leyes, su funcionamiento mismo. Pero en cambio "la posibilidad descubierta de unir dos o más leyes empíricas y heterogéneas bajo un principio que las comprende a ambas", precisamente por la incertidumbre en el éxito, "es el fundamento de un placer muy notable, a menudo hasta de una admiración, incluso de una tal admiración que no cesa aunque ya se esté bastante familiarizado con el objeto de la misma."[161] Ocurre sin embargo que la costumbre ha hecho que demos por obvia la unidad de la naturaleza y la división "en especies y géneros, por la cual tan sólo son posibles los conceptos empíricos que nos sirven para conocerla según sus leyes particulares",[162] de manera que ya no se experimenta en ello placer ninguno. Pero no hay duda de que tal placer "ha existido seguramente en un tiempo". "En cambio nos desagradaría por completo una representación de la naturaleza mediante la cual se nos dijera de antemano que en la investigación más mínima, por encima de la experiencia más vulgar, nos hemos de tropezar con una heterogeneidad de sus leyes que hiciera imposible para nuestro entendimiento la unión de sus leyes particulares bajo otras generales."[163]
A) LA ANALÍTICA DEL JUICIO ESTÉTICO
La "Crítica del Juicio estético" se subdivide en "Analítica del Juicio estético" -que a su vez comprende la "Analítica de lo bello" y la "Analítica de lo sublime"- y "Dialéctica del Juicio estético". En lo que sigue nos limitamos a la Analítica de lo bello.
6. Lo bello
Ante todo es preciso formular algunas advertencias. La primera, que Kant concede mayor privilegio a la belleza natural que a la artística.[164] En segundo lugar, y en relación con ello, le da mayor relieve en sus consideraciones a lo que llama belleza pura. La belleza pura (sea de la naturaleza o del arte) "no presupone concepto alguno de lo que el objeto deba ser",[165] es la belleza que lo es "según la pura forma"[166] -como la de las flores o la de ciertos pájaros (v. gr., el colibrí), las guardas griegas o los arabescos, o bien la música (principalmente aquella sin texto, sobre todo las fantasías). A tal belleza pura contrapone Kant la belleza adherente, como el retrato de un ser humano, la cual "presupone un concepto y la perfección del objeto según éste."[167] Podría decirse, con precauciones -y aunque ello sea anacronismo-, que algunas manifestaciones del arte moderno (como el llamado arte abstracto) pueden resultar especialmente adecuadas para ejemplificar las ideas estéticas de Kant.
Además, sus concepciones sobre la belleza pura o el gusto puro son perfectamente solidarias con las que sostiene Kant en la primera Crítica, la cual, más que proporcionar conocimientos concretos, enseña cuáles son las condiciones necesarias de todo conocimiento en general, y con la segunda Crítica, que propiamente no proporciona (a no ser a título de ejemplos) indicaciones o preceptos éticos particulares, sino que apunta a señalar en qué consiste la condición de toda moral, la moralidad pura. De modo semejante, la Crítica del Juicio estético" se esfuerza por señalar las condiciones de la belleza pura, de la cual serían ejemplos todas las cosas empíricas bellas.
El análisis de los juicios de gusto -es decir, de la "facultad de juzgar lo bello"-[168] pone el acento, no sobre las cosas mismas, sino sobre nuestros juicios acerca de la belleza (o fealdad) de nuestras representaciones. "Para decidir si algo es bello o no, referimos la representación, no mediante el entendimiento al objeto para conocerlo, sino, mediante la imaginación [...], al sujeto y al sentimiento de placer o displacer del mismo. El juicio de gusto [...] es estético, entendiendo por esto aquel cuyo fundamento de determinación no puede ser más que subjetivo",[169] pura complacencia (o disgusto) en la representación del objeto (no en éste). El fundamento de tales juicios, pues, reside en un sentimiento de satisfacción (Wohlgefallen) o de desagrado.
Kant distingue cuatro momentos de tales juicios, para lo cual recurre a la cuádruple división de los juicios teóricos (cf. sec. I, § 12): cualidad, cantidad, relación y modalidad.
7. Lo bello, según la cualidad, es objeto de satisfacción desinteresada
Kant le concede plena autonomía a lo bello y así lo separa de otras nociones con las que suele confundírselo. Ante todo lo distingue del conocimiento, porque en tanto el juicio de conocimiento (o juicio lógico) dice cómo es el objeto, lo bello refiere la representación tan sólo al sujeto y a su estado de agrado, sin designar nada en el objeto ni añadirle cosa alguna. Que algo se me presenta como "bello" no señala pues ninguna propiedad del objeto, sino que place (gefällt) por la sola representación.- Asimismo lo distingue de lo agradable (das Angenehme), que es lo que place "a los sentidos en la sensación",[170] el mero placer sensible o sensual (respecto de lo cual se hablará luego § 8).- Y lo distingue también de lo bueno y de lo útil (esto es, de lo que es bueno para algo), porque el bien moral lo establece la razón, es un imperativo, y porque tanto el bien cuanto lo útil son objetos del apetecer.- Pero sobre todo, en lo que se refiere al conocimiento, a lo agradable, a lo bueno o a lo útil, el sujeto tiene interés en el objeto, en su existencia real, mientras que lo bello place por su sola representación, independientemente de que el objeto a que se refiere exista efectivamente o no. En tanto que en los otros casos examinados (el conocimiento, lo moral, etc.) es esencial el interés en la existencia del objeto, lo bello es tema de una satisfacción desinteresada. El placer estético, pues, es puramente contemplativo. Con otros términos, en la actitud estética ocurre como si se viera el objeto por primera vez, desembarazados de la experiencia diaria y deformadora de las cosas y las contemplásemos ahora como con los ojos frescos (piénsese v. gr., en el racimo de uvas que se nos ofrece en la mesa, y el cuadro que lo representa). De modo que puede decirse que la actitud estética libera al objeto de cualquier intento de dominio por parte de la voluntad, y simplemente deja ser a la cosa- Lo bello entonces es objeto de satisfacción puramente contemplativa y libre, por no estar atado a ningún interés.
8. Según la cantidad, lo bello place universalmente
Como lo bello place sin interés ninguno, será objeto de satisfacción universal, porque lo que separa a los individuos unos de otros son justamente sus intereses, en tanto que lo desinteresado, objeto de pura contemplación, sólo puede fundarse en lo común a todos. Cuando se afirma que de gustibus non est disputandum (no hay que discutir en materia de gustos), se habla, en realidad, no del gusto estético, sino del gusto de los sentidos. Así, v.gr., a uno le gustará el color violeta, por ser suave y agradable, en tanto que a otro le resultará muerto y mustio; habrá quien guste del sonido de los instrumentos de viento, mientras otro preferirá el de los de cuerda.[171] Pero éstos y otros casos semejantes se refieren al gusto privado, en tanto que aquí se trata del gusto estético, que es juicio de la reflexión. Según Kant sería ridículo que alguien dijese que tal o cual cosa es bella "para mí". Con todo derecho podrá decir que a él le agrada, pero "no debe llamarlo bello si sólo a él le place",[172] pues la sola palabra "bello" implica la universalidad, lo que gusta en sí mismo, independientemente de las sensaciones placenteras o de lo bueno; "bello", ya de por sí, hace referencia, no al gusto individual, sino a algo que exige la aprobación de los otros. El predicado "bello" sólo se enuncia bajo la suposición de que toda otra persona sentirá lo mismo, y por ello cada uno hablará "de lo bello como si la belleza fuera una cualidad del objeto"[173] (lo que lleva a olvidar o pasar por alto que se trata sólo de una cualidad de la representación). Los juicios referentes a lo bello -a diferencia de los relativos a lo agradable- se enuncian pues con pretensión de validez universal. Por ello
esa pretensión a validez universal pertenece tan esencialmente a un juicio mediante el cual declaramos algo bello que, sin pensarla en él. a nadie se le ocurriría emplear esa expresión.[174]
Sin embargo, es necesario precisar de qué universalidad se trata, porque Kant no se refiere aquí a la universalidad lógica, es decir, relativa al conocimiento; pues en tanto que la universalidad lógica se apoya en conceptos, la universalidad estética es subjetiva y se apoya en el sentimiento. Pero si el juicio ha de fundarse en el placer, ¿cómo es posible un placer "universal"? Pues parece contradictorio pensar que un estado de ánimo -que en cuanto tal es puramente individual y relativo a lo propio de cada cual- pueda poseer universalidad. Que el juicio sea universal no significa que todo juicio sobre lo bello sea válido para todos y para cada caso particular de objeto bello y que todos coincidan con él; sino que se trata del principio universal del juicio de gusto: que ante lo bello todos debieran sentir el mismo placer (aunque de hecho pueda ocurrir que no lo sientan). Kant se refiere a lo que debiera ocurrir en caso de que efectivamente nos encontrásemos frente a una representación bella -es decir, no piensa en ningún caso concreto, sino más bien en un caso ideal.[175] El placer en lo bello, como todo sentimiento, es algo mío en cuanto lo siento yo, algo que concierne al aspecto privado, personal e irrepetible de cada individuo; por lo tanto, es lo más opuesto que se pueda pensar respecto del concepto y de su universalidad. Sin embargo, si el sentimiento estético se fundase en un estado de ánimo que no tuviese nada de orden personal, en un estado que todos fuesen susceptibles de sentir, entonces el sentimiento estético sería universal. Y es esto lo que según Kant ocurre.
Es preciso aquí tener en cuenta que si bien no se trata de conocimiento, hay en el juicio estético "cierta" semejanza o aproximación a él. Ya al decir que lo bello es objeto de placer desinteresado, se ha afirmado implícitamente que se trata de algo universal y no dependiente de las particularidades de uno (o varios) individuos. Lo bello suscita una satisfacción libre que se funda en el sentimiento de placer. Como el sentimiento debe resultar de la estimación (Beurteilung), no ha de fundarse en ningún interés, sino en lamerá contemplación en cuanto las facultades del espíritu "refieren una representación dada al conocimiento en general".[176]
¿Qué quiere decir Kant? El conocimiento requiere "en general" la colaboración armónica de dos facultades: imaginación y entendimiento. La imaginación combina lo múltiple dado (por la sensibilidad); el segundo otorga la unidad (el concepto) con que se lleva a cabo la síntesis; el concepto determina, delimita, aquella multiplicidad, se la subordina: su función es la de establecer la regla (regula) con que se sintetiza. El entendimiento (la facultad de las reglas), regula, rige o determina el material enlazado por la imaginación.
Ello es lo que ocurre con el conocimiento, donde el entendimiento "determina" a la imaginación. Pero en el juicio estético no hay concepto. "Bello es lo que, sin concepto, place universalmente", según lo dice la definición del segundo momento.[177] Ahora la relación entre imaginación y entendimiento, aunque armónica (en el caso de lo bello), tiene sentido diferente a la que se da en el conocimiento, pues mientras allí el entendimiento (mediante el concepto) era lo determinante, ahora en cambio el entendimiento está "al servicio"[178] de la imaginación. Ambas facultades, imaginación y entendimiento, se hallan en "libre juego" -"libre", porque la imaginación no está ya sujeta a la coerción del concepto, de manera que puede crear, a partir del material dado, formas siempre nuevas; y "juego", porque ha de ser "regelmässig",[179] ha de ser "regular" o "conforme a regla".
Entonces, y a pesar de que en el sentimiento de la belleza no hay concepto (y por ello lo bello no es subsumible ni demostrable), no obstante el objeto bello (su representación) se nos ofrece con cierto orden y armonía, que en verdad escapan al concepto. Lo bello no es jamás caos o desorden, sino que en él se encuentra siempre cierta "regula-ridad" -que no atañe al entendimiento sino al acuerdo espontáneo entre imaginación y entendimiento. Hay allí presente un cierto principio de orden que unifica las partes de lo dado y combinado aunque no sepamos por qué (y, en el fondo, en la actitud estética, sin que ello nos interese). Las cataratas del Iguazú ofrecen sin lugar a dudas un magnífico ejemplo de belleza; pero cuál sea el "principio" (el concepto), lo ignoramos, y lo propio de la actitud estética (la sola contemplación) no es la de buscarlo, sino la de atenernos al puro espectáculo. Para que haya belleza es preciso que la imaginación no marche sola, que no funcione "desbocada", por así decir, sino dentro de ciertos límites; y, en efecto, el Juicio se hace consciente de cierta regla que sin embargo no logra determinar. Se trata de algo que sólo se siente: que la multiplicidad no es mera multiplicidad; se tiene como el atisbo de cierto orden y regla sin que haya concepto determinado que lo explique. Piénsese en una obra de arte musical, en una toccata de Bach o en un concierto de Vivaldi, respecto de los cuales podrán hacerse innúmeras interpretaciones, o "explicaciones" y comentarios -y se verá que en el fondo no pueden hacer nada más que dejarnos ante la obra misma. Tenemos como la impresión, el "barrunto" de cierto orden, pero no alcanzamos a determinarlo; tan sólo "sentimos" que en la representación de lo bello hay alguna clase de orden o regularidad que parece responder a un concepto sin saber cuál es. Ahora ocurre, pues, que el acento recae sobre la imaginación, y no sobre el concepto, y al faltar éste resulta una armonía indefinida. Como en este caso el concepto está ausente, y el concepto es lo que define, la armonía será indefinida, es decir, la imaginación "concuerda" con el entendimiento sin estarle subordinada: un "juego libre", según se expresa Kant. Tal "juego" entre imaginación y entendimiento se da en un estado de ánimo que le pertenece a todo hombre en virtud de su común constitución, y del cual nos damos cuenta mediante el sentimiento -en el sentimiento y no en el conocimiento, porque entonces se trataría de un objeto y no de un estado de ánimo. De modo que la universalidad de que se habla resulta ser la de un estado del espíritu, del cual brota el sentimiento de placer.
El placer estético es, pues, la conciencia de esa armonía espontánea que el espíritu siente entre imaginación y entendimiento, entre la libre conformidad de ambas facultades. Y como en este caso el sentimiento carece de cualquier aspecto individual, sino que atañe solamente a aquello que todo sujeto posee en común -el espíritu y sus facultades universales-, se explica la universalidad del juicio estético.
9. La belleza, finalidad sin fin
En tercer lugar, la belleza es "la forma de la finalidad de un objeto en cuanto es percibida en él sin representación de un fin",[180] esto es, cuando el juicio de apreciación "está fundado en una finalidad meramente formal, es decir, en una finalidad sin fin".[181] La finalidad es la correspondencia de una cosa respecto al concepto que de éste tiene la causa productora (por ejemplo la finalidad de un reloj es la de indicar la hora); por tanto, "finalidad sin fin" significará que algo es inteligible sin saber a qué idea corresponde, significará que hay acuerdo entre la cosa y el entendimiento en general. Al referirse a la "forma", se refiere Kant a lo puramente formal en la representación de la cosa, es decir, a "la concordancia de lo diverso con lo uno (sin determinar qué deba ser éste)".[182] En otros términos, en el objeto que apreciamos como bello nos representamos una armonía u orden interno[183] que no se encuentra subordinado a ningún fin exterior. Es lo que sucede con la contemplación de una rosa o de un tulipán, cuya belleza no significa nada y que -con toda independencia de lo que la botánica pueda enseñar y que no es asunto que ocupe a la estética- se nos ofrece a la pura contemplación y encanto de la forma.
Este tercer momento se desprende ya del carácter puramente contemplativo de los juicios estéticos, de que éstos son por entero independientes de cualquier interés en la existencia del objeto: el placer estético puro place en sí, fuera de cualquier otra consideración. Lo bello sólo lo es para ser contemplado, y por ello ocurre que si se lo pone al servicio de un fin cualquiera -sea político, científico, pedagógico, social, etc.- se desnaturaliza y el efecto estético puro desaparece (hay una cierta excepción: para Kant lo bello es símbolo, pero sólo símbolo, de lo moralmente bueno, cf. KU § 59). Aquello que satisface mediante concepto, no satisface de modo estéticamente puro. Las palabras ars gratia artis ("el arte por el arte") sugieren una idea aproximada de la misma cuestión.
Si la obra de arte delata su intención (su concepto) se esfuma el placer estético puro para ser reemplazado (total o parcialmente) por un interés. Sin duda, la belleza tiene una finalidad (recuérdese que en ella participa el entendimiento), pero se trata de un concepto indeterminado. En cambio, cuando la obra de arte manifiesta su intención, al propio tiempo desaparece el placer (puramente) estético. Goethe observa: Man fühlt die Absicht, und man wird verstimmt (trad. libremente: "se percibe la intención, y uno se siente contrariado"). Lo bello ni siquiera tiene el propósito de placer, porque entonces no busca ser contemplado (como lo requiere la belleza), sino apetecido.
Lo bello es autosuficiente, se basta a sí mismo por la perfecta integración (armonía) de sus elementos. Tal autosuficiencia, podría decirse con expresión que no es de Kant, la señala o subraya en la obra de arte el marco (o el escenario, o las tapas del libro, etc.), que contribuye a separar la obra de arte del resto de las cosas, como especie de llamado de atención para señalarnos que se trata de un recinto des-interesado de lo cotidiano y en el cual sólo cabe la pura contemplación. La finalidad estética, pues, es puramente formal. La expresión "pura forma", es lo mismo que decir nuestra pura contemplación de la cosa.[184]
10. Lo bello es objeto de satisfacción necesaria
Desde el punto de vista de la modalidad, los juicios estéticos, puesto que valen universalmente, han de valer también necesariamente. La argumentación de Kant está lejos de ser simple, y para el propósito de esta exposición podemos limitarnos a lo que sigue.
La necesidad de los juicios estéticos no es teórica ni práctica. No se trata de necesidad apodíctica, sino de necesidad ejemplar, esto es,
una necesidad de la aprobación de todos es un juicio considerado como un ejemplo de una regla universal que no se puede dar.[185]
Es lo que sucede con toda gran obra de arte, la cual sirve de ejemplo,"de medida o regla de la apreciación",[186] como caso de "una regla universal que no se puede dar"[187] por ser indeterminada e indeterminable, pues carecen los juicios de gusto de principio determinado objetivo. Y no obstante, no carecen dichos juicios de todo principio, según ocurre con los del gusto sensible; a diferencia de éstos, los juicios estéticos tienen un principio subjetivo "por medio del sentimiento"[188] con valor universal.
Tal principio lo llama Kant sentido común, con lo que no entiende la expresión en su sentido más usual (según el cual indicaría el entendimiento común a todos, que procede según conceptos (oscuramente representados). Lo que Kant denomina "sentido común" procede según sentimiento: del libre juego de imaginación y entendimiento resulta como efecto el sentido común, tan sólo suponiendo el cual son posibles los juicios de gusto.[189] Si no se hace tal suposición, se cae sin remedio en el escepticismo (tan fatal en estética como en la teoría del conocimiento o en la moral). Cuando se formula un juicio que afirma que algo es bello, y negamos la opinión contraria, nuestro juicio lo fundamos "en nuestro sentimiento, que ponemos a su base, no como sentimiento privado, sino como uno común";[190] suponemos que la representación del caso no le resulta placentera a un solo sujeto, sino que se trata de un estado de espíritu necesario común a todos.
11. El arte y el genio
Luego de haber expuesto esta teoría según la cual la belleza consiste sólo en la forma del objeto, de modo que el concepto, el fin y la esencia de la cosa no son tema de consideración en el juicio estético, introduce Kant la distinción ya señalada (§ 6) entre belleza pura y belleza adherente. Quizás haya que leer todo lo dicho, que se refiere a la primera especie de belleza, tan sólo como caso límite de belleza pura (en cierto modo lo señalan los ejemplos que propone Kant), para lo cual la experiencia concreta sólo mostraría el aspecto a priori;[191] todo lo demás que pueda ofrecernos el objeto bello, lo sería a título de agregado (pero que no debe ser simplemente desdeñado, según parece entenderse en algunas exposiciones). Kant mismo concede mayor valor a la belleza adherente en el desarrollo ulterior de la KU, con lo cual la contraposición entre los dos tipos de belleza se vuelve más matizada, pues la belleza adherente implica la perfección del objeto respecto de su concepto, según ocurre con los seres vivientes y especialmente en el hombre. De tal manera la belleza adherente se torna no sólo más significativa que la pura, sino que a la vez logra conmover la totalidad del espíritu humano.
Las dos formas de belleza se manifiestan en la naturaleza (por ejemplo, en las flores) y en el arte. Si la naturaleza resulta bella es porque parece arte, o hecha como obra de arte, por su adecuación para concitar el libre juego de nuestras facultades representativas.
El arte "no puede llamarse bello más que cuando, teniendo nosotros conciencia de que es arte, sin embargo parece naturaleza".[192] En efecto, en la obra de arte hay intención, finalidad, y sin embargo esa intención no debe aparecer; por el contrario, "el arte debe ser considerado como naturaleza"[193] aunque, como de hecho ocurre, se tenga conciencia de que es arte. Ello se ve claramente en el caso de la obra del genio, del cual todo arte bello es producto (cf. § 46). En efecto, Kant define el genio con las siguientes palabras:
Genio es el talento (dote natural) que da la regla al arte.[194]
En arte no hay reglas establecidas de antemano, no hay concepto; sino que las reglas las establece en cada caso en sí mismo el artista; por ello es creador, no imitador, y el artista que le siga recibirá de él el impulso, pero nunca un trabajo para copiar. Ahora bien, como la facultad creadora del artista no puede enseñarse ni aprenderse, como el artista mismo ignora cómo lleva a cabo su obra (inconscientemente, diríamos hoy) (cf. Cap. IV, § 3) resulta que esa facultad le pertenece a la naturaleza. De modo que si el artista da la regla al arte, a la inversa también puede decirse que el artista es el medio mediante el cual la naturaleza da la regla:
Kant agrega, a continuación de la definición citada:
Como el talento mismo, en cuanto es una facultad innata productora del artista, pertenece a la naturaleza, podríamos expresarnos así: genio es la disposición espiritual (Gemütsanlage) innata (ingenium) mediante la cual la naturaleza da la regla al arte.[195]
Aquí vuelve a advertirse una vez más el tema de la tercera Crítica: el de la relación entre los dos mundos, el natural y el de los fines.
B) LA TELEOLOGÍA
12. Los fines de la naturaleza
La segunda parte de la KU se ocupa del Juicio ideológico. Aquí no se trata (como en la primera parte) de finalidad formal y subjetiva, tal como se manifiesta en los fenómenos estéticos, sino de una finalidad objetiva, que atañe a los objetos mismos (y no a su relación con el sujeto, según ocurría con los juicios referentes a la belleza) y material, en cuanto supone un fin natural en los seres vivos (v. gr., la autoconservación). Esta finalidad, cuya función es fundamental para la comprensión de los seres organizados, le permitirá a Kant extender a la naturaleza entera el alcance de ese concepto y ensanchar en buena medida los límites que se le habían fijado a la Crítica de la razón pura -si bien es cierto que ello acontece por obra del Juicio reflexivo (y no del determinante, que estudió la primera Crítica, la cual, desde este punto de vista, queda intacta).
Lo característico de los seres vivos, y lo que los diferencia netamente de los físico-mecánicos, consiste en que son causa y efecto de sí mismos (cf. KU, § 64). En la naturaleza todo tiene su causa, la cual puede ser otra cosa (causa eficiente) o puede estar en la cosa misma (causa final). La causalidad eficiente, que el entendimiento requiere, constituye una serie descendente: la causa determina el efecto, éste es causa de otro efecto, y así indefinidamente; en cambio, la serie de las causas finales puede seguir una marcha ascendente, de modo que el efecto puede ser considerado como causa de su propia causa, y no sólo como mero efecto sino como meta (Ziel).
Ello resulta claro en el caso de las acciones humanas, de lo cual da un ejemplo el propio Kant: supóngase que alguien construya una casa con el propósito de obtener una renta: la casa será la causa del dinero que se cobra por el alquiler, pero asimismo la representación de ese posible cobro ha sido la causa de la casa.[196] Pero en tanto que en el ejemplo la relación de la causa eficiente con el efecto es una relación por completo externa, y el fin es exterior a la cosa, en los seres vivos se da una relación interior. Si a veces se ha pretendido compararlos con máquinas, Kant señala la diferencia;[197] un reloj constituye un todo de partes interrelacionadas, cada una de cuyas ruedecillas está al servicio de las otras y del conjunto; pero ninguna de ellas puede producir las demás, ni es capaz de repararse a sí mismo, ni de remediar los defectos que pudiera tener o de mejorarse a sí mismo: "todo lo cual, en cambio, podemos esperarlo de la naturaleza organizada".[198] Y ello porque el ser vivo no sólo posee fuerza motriz, "sino que posee en sí fuerza formadora",[199] es organizado y organizante.
Un árbol, para tomar otro ejemplo, es causa de sí mismo. Produce otro árbol de su misma especie, de modo que se engendra a sí mismo "según la especie, en ésta se conserva constantemente como especie, producido, por una parte, como efecto, y, por otra, produciéndose a sí mismo como causa de sí mismo sin cesar".[200] De otro lado, el árbol se engendra a sí mismo "según el individuo",[201] transformación que se llama crecimiento y por el cual el vegetal convierte la materia inerte en cualidad específico-peculiar, la transforma y (digamos) "la hace suya" al incorporársela. En tercer lugar, "una parte de esa criatura se engendra a sí misma de tal modo que la conservación de una depende de la conservación de las otras recíprocamente",[202] y así ocurre que las hojas son producto del todo y a La vez sirven para la conservación de éste, pues la privación de aquéllas lo mataría. En el ser vivo se da una causalidad recíproca entre partes y todo: las partes (órganos) realizan el todo, y el todo parece presidirlas, predetermina las partes: las partes son para el todo y éste da sentido a las partes. Lo cual resulta inexplicable mecánicamente, pues la explicación mecánica va de las partes al todo.
13. El Principio de la finalidad interna
De lo dicho resulta "el principio de la apreciación (Beurteilung) de la finalidad interna en seres organizados"[203] o seres vivos. Pues éstos no pueden explicarse con el solo recurso mecánico, sino que deben considerarse como "fines de la naturaleza" (Naturzwecke)
Los seres organizados son, pues, los únicos en la naturaleza que, aunque se les considere por sí y sin una relación con otras cosas, deben sin embargo ser pensados posibles sólo como fines de la misma, y que por tanto proporcionan (...) al concepto de fin [...] de la naturaleza una realidad objetiva, y por ella, para la ciencia de la naturaleza, el fundamento de una teleología, es decir, de un nodo de apreciar (Beurteilungsart) sus objetos según un principio particular tal, que introducirlo en la naturaleza sería, de otro modo, absolutamente ilegítimo (pues no se puede, de ninguna manera, ver a priori la posibilidad de semejante especie de causalidad).[204]
Los seres vivos, entonces, son los únicos entes naturales que deben ser considerados "fines de la naturaleza", aun encarados por sí mismos e independientemente de la relación que pudieran tener con otros. En efecto, dichos seres se dan en la naturaleza, con lo cual su concepto adquiere "realidad objetiva" mediante la experiencia y la observación, y deja de parecer un mero concepto al que no se sabe si corresponde realidad alguna. Ahora se vuelve posible una teleología, vale decir, una disciplina capaz de "apreciar" (no conocer) los objetos de la naturaleza según "un principio particular", el principio de finalidad o de las causas finales, principio que, introducido de otro modo, es decir, como principio determinante y constitutivo, resultaría ilegítimo. Efectivamente, la ciencia de la naturaleza, según ha enseñado la Crítica de la razón pura, excluye toda explicación que no sea la mecánica, aquella que apela tan sólo a las causas eficientes.
Pues bien, "el principio o máxima de la apreciación de la finalidad interna en seres organizados" es el siguiente: "un producto organizado de la naturales i es aquel en el cual todo es fin y, recíprocamente, también medio".[205]
Este principio de finalidad es, pues, una regla para interpretar la naturaleza tal como si ésta persiguiese un fin. De hecho ocurre que el investigador de plantas o animales no puede prescindir de tal principio para explicarse los seres vivos o su anatomía (por ejemplo, la capacidad de correr, volar o nadar que tienen algunos de ellos), porque sin tal principio el estudioso carecería de hilo conductor para observar los entes dotados de vida. No se trata de un principio físico (en el sentido de un principio constitutivo que determine necesariamente, a priori, toda la naturaleza, según ha mostrado la primera Crítica que ocurre con los "Principios del entendimiento puro", sino que surge de la experiencia y se refiere a objetos empíricos y contingentes. Pero sin embargo la experiencia tiene a su base un principio a priori, "aunque sólo sea regulativo y aunque aquellos fines estén en la idea del que juzga y no en causa alguna eficiente".[206] No es un principio objetivo constitutivo de los objetos, sino una máxima que el espíritu humano adopta y que está "en la idea del que juzga" y no en las cosas, pero sin el cual no podemos comprender los seres orgánicos.
14. Finalismo y mecanismo. La antinomia de sus Principios
Ahora bien, en cuanto el conocimiento de la naturaleza reposa necesariamente en el mecanismo de las causas eficientes, y ahora nos encontramos con otra manera de encararla que se funda en causas finales, parece que nos enfrentásemos con una antinomia entre mecanicismo y finalismo. La introducción en la naturaleza de la finalidad parece colocar en oposición irreconciliable ambos principios. Kant mismo sostiene que la explicación mecánica es requisito necesario del conocimiento natural: "sin ponerlo [al principio mecánico] a la base de la investigación, no puede haber propiamente conocimiento alguno de la naturaleza".[207] La primera Crítica ha demostrado el alcance constitutivo y necesario de sus Principios y que ningún objeto de conocimiento teórico puede escapar a su alcance.
No obstante, los seres orgánicos en tanto orgánicos resultan inexplicables para el entendimiento. Los principios de éste valen para ellos, y sin duda hallamos allí conexiones según causas eficientes. Pero con ello no basta; sino que es preciso también una consideración finalista, pues de otro modo resultarían ininteligibles. La finalidad no da reglas a la naturaleza, no forma parte de la función de Urheber propia del entendimiento (Urheber der Natur, cfr. arriba Sec. I, § 14, nota 65), no es una categoría, sino un concepto originario de la razón que, según se sabe (Cf. arriba), supone la representación previa del efecto, una causalidad inteligible y por tanto suprasensible. Una cuestión debe quedar perfectamente clara: en la medida de lo posible hay que ceñirse a la investigación de las causas eficientes, al enfoque mecanicista, y ello tan lejos como se pueda ir. Pero allí donde la explicación física o físico-química no alcanza para explicar suficientemente el objeto o el proceso a estudiar, como en el caso de los fenómenos de la vida, es preciso recurrir a las causas finales. Pero sólo en el caso de que la explicación mecanicista nos abandone se apelará a la explicación por fines, que -es importante reiterarlo-, no tiene alcance constitutivo, sino sólo regulativo y heurístico.
Kant formula la "antinomia" del Juicio en estos términos:
[Tesis:] Toda producción de cosas materiales y de sus formas debe ser apreciada (beurteilt) como posible según leyes meramente mecánicas.
[Antítesis:] Algunos productos de la naturaleza material no pueden ser apreciados (beurteilt) como posibles sólo según leyes meramente mecánicas (su apreciación (Beurteilung) exige una ley de causalidad totalmente distinta, a saber, la de las causas finales).[208]
En realidad, no hay oposición o contradicción entre el Principio del mecanismo y el del finalismo. En tanto que el primero es un Principio constitutivo válido para toda la naturaleza, principio que adopta el Juicio determinante cuando sigue al entendimiento -en cambio el segundo es asunto del Juicio reflexivo sólo para ciertas cosas -los seres orgánicos-, respecto de los cuales la explicación mecánica (físico-química) es insuficiente. La "antinomia" se resuelve en cuanto observamos que no se trata en estas proposiciones de principios referentes a las cosas o a leyes de la naturaleza, sino de máximas de la facultad de juicio de acuerdo con las cuales apreciamos (beurteiler) los fenómenos. La tesis no dice que los fenómenos materiales sólo puedan originarse mecánicamente, sino que, dada la organización del entendimiento humano, éste sólo puede inteligir la producción mecánica. La antítesis no afirma que los seres orgánicos no puedan originarse mecánicamente, sino que no comprendemos el origen de estos seres mediante causas meramente mecánicas. La antinomia se da entre máximas del Juicio: no se refiere al modo de nacimiento de las cosas materiales, sino únicamente a nuestro modo de explicarlas: la tesis afirma la validez sin excepción de la explicación mecánica; la antítesis, la validez de la explicación teleológica limitada a los cuerpos orgánicos.
Toda la apariencia de antinomia entre las máximas del modo de explicación propiamente físico (mecánico) y del teleológico (técnico) descansa [...] en que se confunde un principio del Juicio reflexionante con uno del determinante y la autonomía del primero (que sólo vale subjetivamente para nuestro uso racional en consideración de las leyes particulares de la experiencia) con la heteronomía del otro, que debe regirse por las leyes (universales o particulares) dadas por el entendimiento.[209]
Si ambas proposiciones pretenden carácter constitutivo, la antinomia es irresoluble; pero es resoluble si se las considera como principios o puntos de vista regulativos de la apreciación; pues no es contradictorio proseguir la investigación de las causas mecánicas, y darse cuenta de que por último se da un resto que no podemos comprender sin el recurso a causas finales.
De todos modos, sin perjuicio de la oposición entre ambos tipos de consideración, no excluye Kant que las leyes mecánicas puedan servir de medios para la causalidad final.[210]
15. El principio de las relaciones finales internas. El surgimiento de la vida
Según Kant es pues "indudablemente seguro"[211]que el enfoque mecánico es incapaz de explicar los fenómenos de la vida en cuanto tales. En cambio, según el Juicio reflexionante, es
un principio completamente correcto el de que, para el enlace [...] de las cosas en causas finales, debe ser pensada una causalidad diferente del mecanismo, a saber la causalidad de una causa del mundo que obra según intenciones (inteligente).[212]
En efecto, Kant examina las distintas teorías posibles relativas a la explicación de la finalidad en la naturaleza (tanto las que la niegan como las que la afirman). Todas ellas encaran el problema objetivamente, dogmáticamente, con la pretensión de establecer algo sobre los objetos mismos, i.e., según el Juicio determinante. Sin embargo, nuestra razón en ningún caso logra resolver la cuestión, y al rechazar tales teorías concluye Kant que, de acuerdo con las condiciones de nuestra facultad de conocer, "no debemos de ningún modo buscar en la materia un principio de determinadas relaciones finales".[213] Según su parecer, es imposible que la vida surja de la materia, que es de por sí inerte: "[...] es absurdo [...] tan sólo concebir o esperar [...] que pueda levantarse una vez otro Newton que haga concebible aun sólo la producción de una brizna de hierba según leyes de la naturaleza no ordenadas por una intención".[214] Por lo cual
no nos queda manera alguna de apreciar la producción de sus productos como fines de la naturaleza más que por un entendimiento superior, como causa del mundo.[215]
Para poder investigar la naturaleza en sus productos organizados -y no sólo en ellos, sino también en el todo de la misma-, "necesitamos imprescindiblemente poner debajo de la naturaleza el concepto de una intención"[216]. Más aun:
cuando ya una vez hemos descubierto en la naturaleza una facultad de engendrar productos que no pueden ser pensados por nosotros más que según el concepto de las causas finales, vamos más lejos, y aquellos productos (...] que no hacen precisamente necesario el buscar, por encima del mecanismo de las cansas ciegamente eficientes, otro principio para su posibilidad, los podemos, sin embargo, juzgar como pertenecientes a un sistema de fines, porque la primera idea, en lo que toca a su fundamento, nos conduce ya más allá del mundo sensible, y la unidad del principio suprasensible debe ser considerada como valedera del mismo modo, no sólo para ciertas especies de seres naturales, sino para el todo natural como sistema.[217]
16. El último fin de la naturaleza y el fin moral de la creación
Una vez establecida la especificidad de los seres organizados, es decir, que hay objetos determinados según fines, Kant ensaya la ampliación del principio finalístico a la totalidad de la naturaleza (lo cual ocurre al final de la KU, en el "Apéndice. Metodología del Juicio teleológico", § 79 ss). Del continuo enlace de los seres vivos con relación a una serie de fines naturales, concluye que dicha serie apunta a un último fin natural y fin final del mundo, y por último encuentra la fundamentación de este último en una Causa suprema. De nudo muy rápido puede resumirse el Apéndice del siguiente modo.
En relación con la subordinación del principio mecánico bajo el teleológico, Kant observa en el conjunto de los organismos una serie de los mismos, "algo semejante a un sistema según el principio de producción".[218] La anatomía comparada hace concebible la posibilidad -hecha más tarde realidad por el evolucionismo- "de obtener aquí algo", dice Kant,[219] de explicar "con el principio del mecanismo de la naturaleza" el desarrollo de las diversas especies a partir de una primitiva "madre común".[220]
Aquí tiene el arqueólogo de la naturaleza plena libertad para hacer surgir de las trazas conservadas de las más antiguas revoluciones [de la naturaleza], según el mecanismo conocido o verosímil de la misma, aquella gran familia de criaturas [los seres vivos).[221]
Sin embargo, aun suponiendo esa producción puramente mecánica, es preciso "atribuir a esa madre universal una organización, puesta finalísticamente (zweckmässig) en todas esas criaturas, sin lo cual la forma final de los productos del reino animal y vegetal no es pensable en modo alguno según su posibilidad",[222] pues "solamente algo orgánico sería producido por otro organismo",[223] y no se ha hecho otra cosa con ello sino "retrotraer más allá del fundamento de la explicación, y no puede pretender haber hecho la producción de esos dos reinos independiente de la condición de las causas finales".[224]
Ahora bien. Además de la finalidad interna que se ha estudiado, Kant distingue la finalidad externa, "aquella en que una cosa de la naturaleza sirve a otra de medio para un fin".[225] Hay cosas que no tienen o suponen posibilidad interna ninguna, pero pueden ser fines exteriormente, como la tierra, el agua o el aire, en relación con seres orgánicos, pero no pueden considerarse como medios para la formación de montañas, sino que son para éstas sólo causas mecánicas.
Si se pregunta para qué existe una cosa, la respuesta puede ser doble: o bien la existencia de tal cosa carece de relación con una causa que opere según intenciones, y en tal caso se trata del origen de la misma según el mecanismo de la naturaleza; o bien tiene "algún fundamento intencionado en su existencia".[226] En este último caso, el de los seres organizados, puede volverse a harer la pregunta, y responder que su fin no está en la cosa misma, la cual sería un medio, o bien que el fin de la cosa es tan sólo fin, fin final mas allá del cual no habría ningún otro.
De tal modo surge la cuestión de para qué existen los seres vivos. ¿Para qué las plantas? La respuesta podría ser: para alimento de los animales herbívoros; y éstos, a su vez, para el sustento de los animales carnívoros. Y por último, en esta jerarquía de medios y fines, puede preguntarse
¿Para qué sirven éstos y los reinos anteriores todos de la naturaleza? Para el hombre y el uso diverso que su entendimiento le enseña a hacer de todas esas criaturas; y el hombre es el último fin de la creación, aquí, en la tierra.[227]
De modo que, considerada la naturaleza teleológicamente, el hombre es el
fin final (Endzweck) de la creación.
Si sólo se acepta el mecanismo como explicación de la naturaleza, entonces la pregunta por el fin final (de todos los demás fines) resulta vana.
Pero si admitimos como real el enlace de fines y aceptamos para él una especie particular de causalidad, a saber: la de una causa que efectúa con intención, entonces no podemos permanecer quietos ante la pregunta siguiente: ¿Para qué algunas cosas del mundo (los seres organizados) tienen esta o aquella forma, han sido puestos por la naturaleza en esta o aquella relación con otras? Por lo contrario, ya que se piensa un entendimiento que debe ser considerado como la causa de la posibilidad de esas formas [...] hay que preguntar también [..] por el fundamento objetivo que puede haber determinado ese entendimiento a un efecto de esa clase, fundamento que es entonces del fin final (Endzweck) para el cual tales cosas existen.[228]
Ese fin final ha de ser incondicionado, y por tanto no puede hallárselo en la naturaleza, donde todo supone una condición. Pero se sabe ya (Sec. II, § 2) que lo único incondicionado es la buena voluntad, que se manifiesta en el hombre.
Del hombre, no como ente sensible, sino "considerado como ser moral no se puede ya preguntar más para qué (wozu) (quem in finem) existe".[229] Y agrega Kant:
sólo en el hombre, pero en él sólo como sujeto de la moralidad, encuéntrase la legislación incondicionada en lo que se refiere a los fines, legislación que le hace a él solo capaz de ser un fin final al cual la naturaleza está teleológicamente sometida.[230]
Es necesario suponer que el mundo tiene un fin final en vista del cual todo lo demás recibe su valor. Tal fin final es el hombre, pero no en tanto ser natural, que busca la felicidad, sino el hombre en cuanto ente dotado de libertad, es decir, como ente suprasensible, pues
una buena voluntad es lo único que puede dar a la existencia un valor absoluto y, en relación a ella, a la existencia del mundo un fin final (Endzweck).[231]
El mundo, la existencia en general, tiene un fin final, que es la realización de la vida moral. Y ésta, por ser incondicionada, escapa a las leyes de la naturaleza y requiere una causa suprasensible moral:
Por consiguiente, tenemos que admitir una causa moral del mundo (un creador del mundo) para proponernos un fin final conformemente a la ley moral, y tan necesario como es ese fin, así de necesario es admitir lo primero (es decir, que lo es en el mismo grado y por el mismo motivo), a saber, que hay un Dios.[232]
Para dar término a esta breve exposición y para entenderla rectamente, es preciso insistir una vez más que en lo dicho no se trata de conocimiento (en el sentido fuerte que tiene la palabra para Kant), ni tampoco de postulados o de fe moral (aunque haya cierta coincidencia con ello). Sino que se trata de modos de considerar las cosas, modos que nos propone el Juicio reflexionante -que los propone donde y cuando la explicación mecánica nos abandona o es insuficiente-, modos de considerar que en todo caso no son opuestos (sino diferentes) a los del Juicio determinante.
La consideración según las causas finales sólo vale, por lo demás, para nuestro humano conocimiento y no pretende hacer afirmaciones sobre los objetos. El conocimiento científico, determinante y legiferante, tiene que proseguirse hasta donde sea posible, pero cuando nos abandona -según es el caso con los fenómenos de la vida- hay que hacer lugar al pensamiento teleológico, que no determina nada pero cumple importantísima labor regulativa y heurística.
BIBLIOGRAFÍA
Crítica de la razón pura: hay tres traducciones españolas mencionables. Una de García Morente, bastante buena, pero con dos inconvenientes: el primero, que no es fácil hallar, porque está agotada; el segundo, que no abarca la totalidad de la obra, sino poco menos de los dos tercios (Madrid, V. Suárez, 1928, 2 tomos). Otra, de José del Perojo, completada por J. Rovira Armengol, y retocada por el Prof. A. Klein (Buenos Aires, Losada, dos tomos, 1938 y 1960). La tercera, de P. Ribas (Madrid, Alfaguara, 1978); a pesar de sus pretensiones, deja bastante que desear. Pero tiene la ventaja de estar completa y de indicar la paginación de la primen (A) y segunda (B) edición. Al inglés hay trad. muy buena de Norman Kemp Smith (London, Macmillan, 1933 y reed.). También excelente la italiana de Colli (Torino, Einaudi).
Prolegómenos a toda metafísica futura, impecable trad. de M. Caimi, Buenos Aires, Charcas, 1984.
Fundamentación de la metafísica de las costumbres: trad. de M. García Morente, Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1946 y reeds. (Col. Austral).
Crítica de la razón práctica: trad. de M. García Morente, Madrid, V. Suárez, 1913.
Crítica del Juicio: trad. de M. García Morente, Madrid, V. Suárez, 1914, 2 tomos. Estas tres últimas obras, y en las traducciones citadas, aparecieron en un solo volumen, Buenos Aires, El Ateneo, 1951. Otras versiones no son recomendables.
Los progresos de la metafísica, muy buena trad. de M. Caimi, Buenos Aires, Eudeba, 1989.
Libros sobre Kant hay muchísimos. Cuando murió el filósofo, en 1804, ya se habían publicado más de 2.000 escritos sobre él, entre libros y artículos de revistas. Hoy en día su bibliografía es absolutamente inabarcable. Llamamos la atención sobre las siguientes obras:
M. Heidegger, La pregunta por la cosa, trad. esp.. Buenos Aires. Sur. 1964; la segunda mitad de este libro expone el núcleo de la Crítica de la razón pura y contiene páginas de lo más luminosas, profundas c instructivas que se hayan escrito sobre Kant.
M. Heidegger, Kant y el problema de la metafísica, trad. esp., México. Fondo de Cultura Económica, 1954. Libro difícil en su totalidad, pero con partes relativamente sencillas, y siempre profundo.
H. J. PatOn, Kant's Metaphysic of Experience, London, Alien & Unwin, 1936, 2 tomos. Análisis muy detallado de la primera mitad de la primera Crítica: es el libro más útil, creemos, para un estudio a fondo del texto kantiano.
R. Torretti. Manuel Kant. Estudio sobre los fundamentos de la filosofía crítica, Buenos Aires. Charcas, 1980. Es esta una de las pocas ocasiones en que se puede citar, en la bibliografía kantiana, a un autor de lengua española. Libro sólido, claro, con oportunas referencias al estado actual de los conocimientos matemáticos y físicos.
G. Martin, Kant. Ontología y epistemología, trad. esp., Córdoba. Facultad de Filosofía y Humanidades de la Univ. Nac.de Córdoba, 1961: aunque quizá algo simplificador, ofrece claras exposiciones de los temas ontológicos y epistemológicos de la Crítica.
H. J. Patón, The Categorical Imperative, Chicago, The University of Chicago, 1948: excelente comentario a la Fundamentación.
L. W. BECK. A Commentary on Kant's Critique of Practical Rea son, Chicago, The University of Chicago. 1960.
V. DELBOS, La philosophie pratique de Kant, Paris. Vrin, 1969. Amplio y detallado estudio sobre el tema, desde las primeras ideas morales de Kant, hasta la Metafísica de las costumbres.
E. Cassirer. Kant. Vida y doctrina, trad. esp., México, Fondo de Cultura Económica, 1948: exposición completa de todo el pensamiento de Kant. Excelente capítulo sobre la Crítica del juicio (desdichadamente, la traducción no es intachable).
O. Hóffe, Immanuel Kant, trad. esp., Barcelona, Herder, 1986. Excelente libro sobre toda la obra de Kant, con atinadas referencias al estado actual de la investigación. Por ello es tanto más de lamentar su traducción imperfecta.
M. Heidegger. Phänomenologische Inlerpretation von Kants Kritik der reinen Vernunfl [Interpretación fenomenológica de la Crítica de la razón pura]. De este magnífico curso académico puede decirse lo mismo que de Kant y el problema de la metafísica. Hay trad. al francés.
W. Windelband, Historia de la filosofía moderna, trad. esp., Buenos Aires, Nova, 1951: el capítulo sobre Kant, en el tomo II, es muy bueno (como lo es, por lo demás, toda la obra).
También pueden consultarse con mucho provecho los dos libros de J. Royce citados en el capítulo siguiente.
[1] Cf. R. Kroner, Von Kant bis Hegel [De Kant a Hegel] (Tübingen. Mohr, 1921), I, 1.
[2] Su primera obra apareció en 1746: Gedanken von der wahren Schätzung der lebendigen Kräfle (Pensamientos sobre la verdadera apreciación de las fuerzas vivas).
[3] "Cosa" se dice en latín "res": de ahí el vocablo "realismo".
[4] La comparación esta tomada H. J. Patón, Kant's Metaphysic of Experience (London. Allen & Unwin, 1951), I, pp. 166, 168-169.
[5] "Teoría" (qewria), etimológicamente emparentado con qauma, "asombro" (cf. Cap. I, § 4), significa literalmente la acción de ver o contemplar; v. gr. ver un espectáculo teatral ("teatro", qeatron, es entonces el lugar a donde se va a ver o contemplar, el lugar de los espectáculos).
[6] Versos 1215 -1237.
[7] Kritik der reimen Vernunft A 50 = B 74 (trad. G. Morente. Crítica de la razón pura. Madrid. V. Suárez, 1928, tomo I, p. I73).-Las citas de la Crítica de la razón pura se hacen según la primera edición (1781), señalada con A, y según la segunda (1787), B. y a continuación el número de la página. Las demás obras de Kant se citan señalando tomo y página de acuerdo con la gran edición de la Academia de Ciencias de Berlín (Akademie-Ausgabe) o con la de E. Cassirer (Berlin, Cassirer. 1922).
[8] A 51 = B 75 (trad. cit. I. p. 175).
[9] Aquí se emplea este término en sentido convencional, como equivalente de la totalidad de la estructura apriorística del sujeto (sentido que no está ausente en el propio Kant); en sentido riguroso, Kant reserva la palabra "razón" para la facultad de las Ideas o facultad de lo incondicionado: cf. más adelante. §§ 6 y 18.
[10] Cf. B XV-XVIII (trad. I, 29-33).
[11] B XVI (trad. I. p. 30).
[12] M. Heidegger, Phänomenologische Interpretation von Kants Kritik der reinen Vernunft (Interpretación fenomenológica de la Crítica de la razón pura de Kant), en la Gesamtausgabe (Edición integral) de Heidegger, tomo 25, Krankfurt a. M., Klostermann, 1977, pp. 55-56.
[13] Op cit., p. 55
[14] Op cit., p. 56
[15] B I (trad. I, pp. 67-68).
[16] loc. cit. (trad. I, p. 68).
[17] Cf. M. Heidegger, La pregunta por la cosa (trad. esp., Buenos Aires, Sur, 1964), pp. 133 ss. (reed., Buenos Aires, Alfa, 1975), pp. 123 ss.
[18] Cf. F. Romero, Teoría del hombre (Buenos Aires, Losada, 1952). espec. parte I, Cap. I, §§ y 3, que desarrollan una concepción que es, a nuestro juicio, de raíz kantiana.
[19] B 25 (trad. I. p. 106).
[20] Cf. A 319-320 = B 376-377 (Trad. tomo II, pp. 244-245), y Logik § I (VIII. Cassirer. p. 399).
[21] Christian Wolff (1679-1754). racionalista leibniziano, maestro de los que lo fueron de Kant.
[22] Es muy importante tener presente que para Kant "conocimiento" es prácticamente sinónimo de "conocimiento científico", y que entre las ciencias la que le sirve constantemente de modelo es la física-matemática, tal como fuera sistematizada por Newton.
[23] "Análisis" es el procedimiento que consiste en des-componer un compuesto en sus partes: "síntesis", el que pone juntas cosas que están separadas, el que "com-pone". Cf. Cap. VIII, § 9.
[24] Cf. A 10 = B 14 (trad. I, p. 89).
[25] B 16 (trad. I, p. 93)
[26] G. Martin, Kant. Ontología y epistemología (trad. esp., Córdoba, Universidad Nacional de Córdoba, 1971, p. 36) señala que "este ejemplo se basa en un principio matemático exacto", que se expresaría así: 7 + 5 = 7 + (4+1) = 7+ (1+ 4) = 8 + 4= etc.
[27] B 17 (trad. I, p. 95). La física pura contiene los principios que constituyen las condiciones de posibilidad de la física empírica.
[28] B 18 (trad. loc. cit.).
[29] Ioc. cit. (trad. I. p. 96).
[30] A 19 = B 33 (trad. I, p. 117).
[31] Cf. B 72 (trad. I, p. 169).
[32] A 19 = B 33 (trad. I. p. 117).
[33] A 26 = B 42 (trad. I, p. 130).
[34] A 33 = B 49 (trad. I, p. 140).
[35] A 34 = B 50 (trad. I, p. 141).
[36] A 23 = B 38 (trad. I, p. 124).
[37] A 24 = B 38-39 (trad., loc.cit.).
[38] A 31 = B 46 (trad. I, p. 136).
[39] B 40 (trad.I. p. 127)
[40] A 26 = B 42 (trad. I, pp. 129-130).
[41] A 32-33 = B 49 (trad. I. pp. 139-140).
[42] A 27-28 = B 44 (trad. I, p. 132): respecto del tiempo, cf. A 35 = B 52 (trad. I, p. 143).
[43] Cf. A 35 = B 52 (trad. I. p. 144).
[44] A 30 = B 45 (trad. I, p. 135).
[45] A I 1-12 (trad. I, p. 106, nota).
[46] A 51 = B 75 (trad. I, p. 174); cf. A 35-56 = B 80 (trad. I, p. 180): la lógica trascendental "se referirá también al origen de nuestros conocimientos de los objetos, en cuanto ese origen no puede ser atribuido a los objetos".
[47] Cf. H. J. Patón, Kant's Metaphysic of Experience, I, 248-249.
[48] Cf. A 70 = B 95 (trad. I, p. 199).
[49] A 79 = B 104-105 (trad. I, p. 210).
[50] A 57 = B 81 (trad. I, p. 182).
[51] A 80 = B 106 (trad. I, p. 212).
[52] Para este enfoque de la cuestión, cf. M. Heidegger. La pregunta por la cosa (Sur), pp. 170-171 y 178-179: (ed. Alfa, pp.157-158 y 164-165).
[53] Op. cit. o., 171
[54] A 51 = B 75 (trad. I. p. 174).
[55] A 68 = B 93 (trad. I. pp. 195 -196).
[56] La psicología de la Gestalt señalaría, justamente, lo incompleto de tal análisis.
[57] Obsérvese la diferencia entre el concepto aristotélico de "categoría", y el kantiano: para Aristóteles (cf. Cap. VI, §3) se trataba de modos del ente mismo tal como éste es en sí; para Kant. en cambio, son "formas" del pensar (además difieren las respectivas tablas de categorías, tanto por el número de éstas, cuanto por el contenido).
[58] Cf. A XVI (trad. I, 11).
[59] A 93 = B 126 (trad. I. 237).
[60] A 158 = B 197 (trad. II, 13).
[61] Cf. B 130 (trad. I, 243).
61 bis loc. cit.
[62] B 131-132 (trad. I, 245).
[63] También la llama apercepción pura, o unidad objetiva.
[64] B 138 (trad. I, 252-3).
[65] B 127 (trad. I, p. 239).
[66] Cf. M. Heidegger. Kant und das Problem der Metaphysik [Kant y el problema de la metafísica]. Frankfurt M. Klostermann, 1951. pp. 25 -26.
[67] H. J. Paton, Kant's Metaphysic of Experience. I, pp. 257-258.
[68] Cf. M. Heidegger. op. cit.. §§ 2 y 3.
[69] Cf. A 158 - B 197. cit. a nota 62.
[70] Über die Fortschritte der Metaphysik..., Ak. XX, 260 (trad. esp. de M. Caimi) los progresos de la metafísica (Buenos Aires, Eudeba, 1969). p.15.
[71] Citado arriba, nota 60
[72] Citado arriba, nota 65
[73] B X (trad. I, p. 23).
[74] Citado por M. Heidegger, La pregunta par la cosa. pp. 83-84 (Alfa), trad. retocada.
[75] Puede así apreciarse la inexactitud de la contraposición corriente entre la física medieval y la moderna, cuando pretende caracterizarse a esta última diciendo que parte de los hechos, en tanto que aquélla partiría de conceptos especulativos. Cf. M. Heidegger, op. cit., pp. 68 ss. (Sur), pp. 75 ss. (Alfa).
[76] B XIII (trad. I, pp. 26-27. retocada).
[77] Prolegomena zu einer jeden künftigen Metaphiysik [Prolegómenos a toda metafísica futura], § 36. Akademie-Ausgabe IV. 318.
[78] A 126 -127 (Critica de la razón pura, trad. Perojo, Buenos Aires. Losada, 1961, tomo I. p. 251. nota, retocada).
[79] Cf. M. Heidegger, La pregunta por la cosa, trad. edit. Alfa p. 112.
[80] A 147 = B 186 (trad. I. 309 y 310).
[81] A 147 = B 187 (trad. I, 310).
[82] Cf. H. Paton, op. cit., II. 82.
[83] A 156 -157 = B 196 (trad. II, 11).
[84] M. Heidegcer. op. cit., pp. 161-162.
[85] B 202 y 207 (trad. II, 18 y 25).
[86] A 218 = B 265 -266 (trad. II, 98-99).
[87] B 218 (trad., II, 39).
[88] B 137 (trad., I, 251).
[89] B 219 (trad., II. 40).
[90] B 224.
[91] B 224 (trad. II. 47-48 retocada).
[92] B 225-6 (trad. II, 49)
[93] B 225 (tr. II, 48).
[94] loc. cit. (tr. loc. cit.)
[95] B 226 (trad., II. 49).
[96] B 225 (trad. II,49).
[97] A 188 = B 231 (trad. II, 56).
[98] B 232 (tr. II, 58).
[99] A 44 = B 183 (trad. I. 306)
[100] Un análisis detallado puede encontrarse en Paton, Kant's Metaphysic of Experience, II 22 I -261
[101] B 234 (trad. II, 59 modificada).
[102] cf. B 237 (trad. II, 59).
[103] A 193 = B 238 (trad. II,) 65.
[104] loc. cit.
[105] A 125, trad. propia.
[106] Cf. arriba nota 76.
[107] Cf. A 334 = B 391 (trad. II. 262).
[108] Cf. B 21 (trad. I. p. 100).
[109] Cf. B 146 (trad. I. 262).
[110] A 508 = B 536 (trad. Rovira, Crítica de la razón pura, Buenos Aires, Losada, 1960, tomo II, p. 206, dice "plantearse"; igual Ribas).
[111] A 669 = B 697 (trad. cit. II, p. 309, dice "indicadas"; igual en la trad. de Ribas).
[112] Véase arriba, § 6, el cuadro de los temas de esa metafísica.
[113] A 421 = B 449 (trad. G. Morente, II. p. 329, modificada).
[114] A 426 = B 454 (trad. cit. II, p. 334).
[115] A 427 = B 455 (trad. II. p. 335).
[116] A 434 = B 462 (trad. II, p. 344).
[117] A 435 = B 463 (trad. II, p. 345)
[118] A 444 = B 472 (trad. II, p. 356. retocada).
[119] A 445 = B 473 (trad. II, p. 357).
[120] A 452 = B 480 (trad. II. p. 366).
[121] A 453 = B 481 (trad. II, p. 367).
[122] A 598 = B 626 (trad. Rovira, II, p. 263).
[123] A 599 = B 627. trad. mía (cf. trad. Rovira. II, p. 264).
[124] B XXXIV (trad. G. Morente I. p. 53).
[125] A X (trad. I. p. 4).
[126] Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, Akademie-Ausgabe IV, 393 (Fundamentación de la metafísica de las costumbres, trad. G. Morente, Buenos Aires, Espasa -Calpe, Col. Austral, 1946, p. 27).
[127] op. cit., IV. 394 (trad. cit., p. 28).
[128] cf. op. cit., IV. 392 y 397 (trad. pp. 23 y 32).
[129] op. cit., IV. 397 (trad. p. 33).
[130] op. cit., IV, 414 (trad. p. 61).
[131] loc. cit (trad. loc. cit.)
[132] op. cit., IV, 399 (trad. p. 36).
[133] op. cit., IV, 421 (trad., p. 71).
[134] op. cit.. IV 403 (trad., p. 42).
[135] op. cit., IV. 429 (trad., p. 83).
[136] Cf. Sección I. nota 22.
[137] op. cit.. IV. 459 (trad.. p. 131).
[138] Kritik der praktischen Vernunft [abreviada K.p. V], Akademie-Ausgabe V. 4 Anm. (trad. G. Morente. Crítica de la razón práctica, Madrid. V. Suárez, 1913, p. 4 nota).
[139] La distinción entre el aspecto sensible y el nouménico es de enorme importancia y no debiera ser descuidada por las llamadas "ciencias del hombre". La ciencia de moda, la psicología, se ocupa exclusivamente del aspecto sensible, y en tanto ciencia pareciera que no puede hacer otra cosa. De tal modo pretende explicar determinada conducta aduciendo que el individuo del caso es extrovertido, neurótico, frustrado, etc., que su mecanismo de represión no ha funcionado como habitualmente lo hace, etc.; y todo eso bien puede ser cierto, pero con ello no se agota la cuestión, sino que se ha hecho referencia nada más que a un aspecto de ese individuo, dejando de lado lo decisivo, lo propiamente personal, es decir, el hombre como libertad -o, como se dirá después (cf. Cap. XIV, 12), como poder- ser. Esa insuficiencia de la psicología sólo puede corregirse en la medida en que no se olvide que el hombre tiene su centro en la libertad de sus decisiones, en que todo lo que en él es determinación sólo toma sentido en cada caso en función de sus intransferibles posibilidades (cf. W. Luypen. Fenomenología existencial, trad. esp., Buenos Aires, Lohlé, 1967. pp. 153-154). Pero a la vez es preciso no pasar por alto que el acto libre, por ser tal, no puede ser objeto de conocimiento.
[140] KpV, V, 4 (trad. cit., pp. 3-4). Cf. Kritik der Urteilskraft, tercera edic, 457 y 467 (trad. de García Morente. Buenos Aires, El Ateneo, 1951, pp. 453 y 458).
[141] KpV, loc. cit. (trad. cit., pp. 4-5, retocada).
[142] KpV. V 32 (trad. cit., p. 67).
[143] KpV. V (Cassirer) 93 (trad. 164 retocada).
[144] KpV. V (Cass.), 132-133 (tr. 231).
[145] KpV. V (Cass. 120) (trad. p. 210).
[146] Cf. KpV. V (Cass.), 159 (trad. p. 275)
[147] KpV. V (Cass.), 135 (trad. p. 235).
[148] KpV, V (Cass.). 136 (trad. p. 237).
[149] KpV. V (Cass.), 143 (trad. p. 248).
[150] KpV. V (Cass.), 143 (trad. pp. 248-49). Cf. KpV, V 144-145 (trad. p. 251).
[151] V (Cass.) 174 (trad. G. Morente. p. 301). Nadie menor que Beethoven escribió repelidas veces estas palabras de Kant en sus Conversationsbücher. y agregó con lapidarios caracteres: ¡¡¡Kant!!! (E.O. von Lippmann, "Zu: 'Zwei Dinge erfüllen das Gemüt...”, Kantstudien XXXIV (1929), p. 261).
[152] En rigor, contamos con dos Introducciones: una es la que normalmente figura en las ediciones y traducciones de la KU. que redactó Kant después de haber decidido reemplazar (según parece por razones de brevedad) la escrita originariamente. Esta "Primera introducción a la Crítica del Juicio" sólo se publicó parcialmente, y apareció en su integridad únicamente en 1922, al cuidado de Otto Bük, en el tomo V de las Obras de Kant editadas bajo la dirección de Ernest Cassirer; la citamos empero según la edición G. Lehmann (Hamburg, Meiner, 1977).
La KU la citamos por la edición de Vorländer (Hamburg. Meiner, 1954), que reproduce la tercera edición original (1799) e indica su paginación en el margen.
Hemos empleado la traducción española de M. García Morente, según la Colección Clásicos Inolvidables (Buenos Aires, El Ateneo, 1951) que reúne en un solo volumen la Crítica de la razón práctica, la Crítica del Juicio, y la Fundamentación de la metafísica de las costumbres. En varios casos hemos modificado esa traducción.
[153] KU, p. XXXV; trad. 212 b. La letra minúscula que sigue a la página de la trad., indica el número del párrafo de la misma.
[154] KU, p. XXVII; trad. 108-9.
[155] KU, p. XXXI; trad. 210 b.
[156] Erste Einleitung (ed. Lehmann). V. p. 22.
[157] Ersie Einleitung, VI. p. 23.
[158] KU XXVIII: trad. 209 b
[159] KU, XXXVIII; trad. 214 b.
[160] KU, XXXIX; trad. 214 c.
[161] KU, loc. cit.; trad. 214-215.
[162] KU, XL; trad. 215 a.
[163] KU. XL; trad. loc. cit.
[164] Cf. KU, § 42, 167; trad. 309 "...superioridad de la belleza natural sobre la del arte.
[165] KU, § 16; 48; trad. 249 g.
[166] KU. § 17, 49; trad. 250 b.
[167] loc. cit.
[168] KU, § 1, nota.
[169] KU, § I, 3-4; trad. 27 a.
[170] KU. § 3. 7; trad. 229 b.
[171] KU. § 7. 19; trad. 235 a.
[172] KU, § 7, 19; trad. 235 b.
[173] KU, § 6, 48-49 s; trad. 234.
[174] KU, § 8, 21 s; trad. 236 c.
[175] Cf. KU, § 8, 26: tr. 238 c.
[176] KU. § 9, p. 28; tr. p. 239 c.
[177] KU. § 9, 32; trad. 241 b.
[178] cf. KU, "nota gral. a la primera sección de la analítica". 71; trad. 260 b; cf. también S 49. 198; tr. 323 c. 324 a.
[179] cf. KU, § 40, 161; trad. 306 c.
[180] KU, § 17, 61; trad. 255.
[181] KU, § 15, 44; trad. 247 d.
[182] KU, § 15. 45; trad. 248 b.
[183] Recuérdese, cf. § 4, que "Zweckmässig" significa "de acuerdo a un fin", "armónico", intencional", "dirigido a un fin")
[184] K. Fischer. Geschichte d. neuern Phil., tomo V, segunda parte, 417 s.
[185] KU, § 18. 62-63; trad. 256 d.
[186] KU, § 46, 161; trad. 316 b.
[187] KU, § 18, 62-63; trad. 256 a.
[188] KU, § 20, 64; trad. 256 c.
[189] Cf. KU. § 20. 64-65; trad. 257 b.
[190] KU, § 22, 66-67; trad. 258 b.
[191] cf. KU, § 58, último párrafo.
[192] KU. § 45, 179: trad. 315 a.
[193] ib. 180; 315 c.
[194] KU, § 46, 181: tr. 315 d.
[195] loc. cit
[196] cf. § 65. 289; trad. 370 a.
[197] cf. § 65. 392; trad. 371 c.
[198] loc. cit.; trad. 371 c.
[199] 293; trad. loc. cit.
[200] KU. § 64, 287; trad. 368 d.
[201] loc. cit.
[202] KU. § 64. 288; trad. 369 b.
[203] § 66. título.
[204] KU. § 65. 395; trad. 372 c.
[205] KU, § 66, 296; trad. 373 a.
[206] § 66, 396; trad. 373 b.
[207] § 70, 315: trad. 383 e.
[208] KU. § 70, 314; trad. 382 b.
[209] KU, § 71. 318 s; trad. 384 s.
[210] cf. KU, § 78, 361-2; trad. 40.b.
[211] § 71. 318; trad. 384 c.df
[212] loc. cit
[213] KU, § 73, 329; trad. 389 e.
[214] KU. § 75, 338; trad. 394 b.
[215] KU, § 73, 329; trad. 389 e.
[216] KU. § 75. 334; trad. 392 b.
[217] KU, § 67, 304; trad. 377 b.
[218] KU. § 80. 368: trad. 411 c.
[219] loc. cit.
[220] 369; trad. loc. cit.
[221] KU. 369; trad. 411 d.
[222] § 80. 370; trad. 412 a.
[223] loc. cit.; nota
[224] 370 s.; trad. 412 a.
[225] § 82, 379; trad. 416 c.
[226] 381; trad. 417 c.
[227] KU. § 82, 383; trad. 418 a.
[228] KU, § 84, 397; trad. 424 s.
[229] 398; trad, 425 d.
[230] KU, § 84, 399; trad. 425 d.
[231] KU, § 86, 412; trad. 432 a.
[232] KU, § 87, 424; Irad. 438 c
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