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capítulo II


No sabría decir cuánto tiempo estuve caminando. ¡Aquella jungla era enorme! Todo este tiempo anduve siempre en la misma dirección, pero siempre me encontraba con los mismos árboles gigantes del principio.

Así que, agotado de tanto andar, decidí sentarme a descansar a la sombra de un gran árbol.

Me quedé sentado, pensando en el sentido de todo aquello.

Por la vegetación, parecía una especie de jungla, pero había árboles extraños que no conocía. Además tampoco había visto a ningún animal. Me fijé en el cielo, y lo que vi hizo que se me salieran los ojos de las órbitas: El sol.

El sol no era amarillo, sino rojo.

Rojo como la sangre. Y además, enorme.

Llevaba tanto tiempo caminado y mirando al frente, que no me había percatado de aquella gota enorme de sangre que ocupaba lugar en el cielo.

Me levanté rápidamente, recuperando en un abrir y cerrar de ojos la adrenalina. Empecé a razonar la situación, pero no había por dónde cogerla.

Recordé cómo había llegado a este lugar: toqué una estrella pintada en un árbol. En concreto, la estrella de David.

No sabía porqué se llamaban así aquellos triángulos que se cruzaban, así que lo razoné de otra forma: si tocar la estrella me había hecho llegar hasta aquí, quizás si la volvía a tocar, me llevaría de vuelta al patio del colegio.

De repente, me planteé si quedarme en este lugar, rodeado de plantas y con un sol rojo sobre la cabeza, sería mejor que volver. Al fin y al cabo, nadie me necesitaba.

Bueno, nadie excepto mi madre. Y por eso me puse de nuevo a andar, porque mi madre me necesitaba.

Continué caminando, pero tampoco encontré nada, y por un momento temí quedarme atrapado en aquel mundo extraño y verde para siempre.

Por el rabillo de ojo, noté que algo se movía a mi derecha, y giré la cabeza para ver qué era. Nada. No había nada.

Volví a centrarme en la búsqueda del árbol.

Pero otra vez, distinguí algo en movimiento. Esta vez a mi izquierda.

Cuando giré la cabeza sí que logré ver una mancha negra. Otra vez a la derecha. Luego a la izquierda. Derecha. Izquierda. Derecha. Izquierda. Derecha. Izquierda. Y después volvió a desaparecer.

Intenté alejarme -despacio- de allí, pero al dar el primer paso, pisé una rama rota que crujió sonoramente en el silencio sepulcral de la jungla.

Por algún motivo, cerré los ojos.

A continuación se escucharon pasos detrás de mí. Pero me quedé congelado, porque no me veía capaz de moverme.

El ruido sordo de los pasos cesó, y durante unos instantes, todo quedó en absoluto silencio.

De pronto, un cuervo negro cruzó el cielo y giré la cabeza hacia atrás para mirar por primera vez, a quien me perseguía.

O mejor dicho, lo que me perseguía: una pantera negra con una estatura increíblemente grande me observaba.

Y sus ojos, color ámbar, analizaban cada parte de mi alma, y parecía imposible esconder ningún secreto a su mirada.

Durante unos confusos segundos, se me olvidó por completo la complejidad de la situación. No sentí miedo. Algo en mi interior hizo que me acercara a la pantera.

Cada vez, los lentos pasos que daba hacia ella, acortaban más y más la distancia entre nuestros cuerpos.

Y cuando por fin estaba delante de ella, dejé posar mi mano en su frente y, acto seguido, puse mi cabeza encima de la suya.

Miré hacia sus ojos, que me miraban de la misma manera.

Me resultó raro, porque ella no había hecho nada todavía, y no había intentado apartar mi mano. Ni tampoco había rugido. Y mucho menos, había intentado comerme.

Sentía que algo que había perdido hacía ya mucho tiempo, había vuelto a recuperar.

Pero el momento sobrecogedor y de paz se esfumó tan pronto como había aparecido, porque me di cuenta de que estaba justo en frente de una pantera y de que mi mano y mi frente estaban apoyadas sobre la suya.

El miedo me invadió por completo y quité la mano de su frente.

Retrocedí varios pasos hacia atrás, pero caí sobre el suelo.

La pantera se acercó y, por un momento, pensé que iba a ayudarme; pero entonces rugió.

Su rugido me puso los pelos de punta, y un escalofrío me recorrió la espalda.

El sonido que salió de su boca, provocó la misma sensación en mí que cuando las uñas arañan la pizarra.

Sus fauces se abrieron y pude ver la sangre de otros pobres animales manchando sus pálidos dientes -como la luna- que se asomaban para contemplarme, tan afilados como cuchillas.

Me quedé mirando sus ojos, perdiéndome en el color que pintaba sus iris, hasta marearme en aquel ámbar profundo.

Creí ver, durante un instante, un atisbo de compasión en aquellos pozos llenos de misterio.

Pero duró tan poco tiempo, que pareció que nunca había ocurrido, y en efecto, eso creí.

Entonces me di cuenta de lo que debía hacer. Y lo hice.

Salí corriendo. Mis piernas estaban doloridas de andar tanto tiempo, pero en aquellos momentos, en mi mente no aparecía ni por asomo aquel pensamiento.

Seguí corriendo, hasta que empecé a escuchar los pasos de la pantera, más y más cerca. Casi pude ver cómo su dentadura arrancaba cada parte de mi cuerpo haciéndola trizas. De repente pasó algo: pues ya no corría, ¡volaba!

Literalmente, surcando el aire. Veía la jungla desde la altura.

Se extendía hasta los límites del horizonte.

Era impresionante, kilómetros y kilómetros de árboles tropicales que conformaban una jungla sin fin.

Levanté la cabeza para ver la razón por la que volaba por los aires. Me quedé alucinado. Esta vez era todavía más sorprendente que antes: un león dorado con alas me sujetaba por los hombros.

Las plumas de sus alas, acariciaban el aire lentamente.

Su figura imponente se erguía en los cielos, orgullosa.

Atravesábamos las nubes, y nos dirigíamos hacia el horizonte.