Filosofía

El asedio de la razón


En la profundidad del pensamiento uno puede llegar a sus fronteras, a sus límites. Esos muros, esa incapacidad del ser humano de trascender a su razón y superarla, de ansias metafísicas, eso es el Existencialismo. Parece que la tan alabada filosofía, en la que tantas generaciones habían puesto sus esperanzas, ha tocado, no por primera vez, fondo en la cuestión de la vida. Y es que, como diría Camus: «Si hubiera que escribir la única historia significativa del pensamiento humano, habría que hacer la de sus arrepentimientos sucesivos y la de sus impotencias»1 La vida es el problema fundamental de la filosofía porque la existencia es lo que sustenta cualquier forma de conocimiento. Sin la vida no habría nada y, por ello, su sentido ha sido siempre el más crucial y amargo misterio de la filosofía.

En un principio, cuando en Grecia Sócrates descubre la razón, parecía tornarse ante ella un mundo de oportunidades, de verdad y sabiduría. Pero tan pronto como surge se deja de manifiesto su incompatibilidad con la vida, y la historia de la filosofía, prácticamente guiada por Platón -recuérdese aquí la famosa cita de Whitehead que describe la tradición filosófica occidental como una serie de notas a pie de página de la filosofía platónica- acaba asumiendo como realidad última un mundo conceptual de ideas, porque el racionalismo no puede no degenerar en idealismo. Este hecho, muy bien demostrado por nuestro Ortega2, cobra sentido si atendemos a la evolución del racionalismo, porque si se asume que la razón es capaz de todo, se verá su frontera en el mundo, y antes que caer en el escepticismo se lanzará a la fe en las ideas. Así acaba creyendo Descartes que aquel lugar donde le guíe su pensamiento, mientras se ampara en el calor de su estufa, acabará siendo la verdad última. Cree que la vida son unas matemáticas en las que hay que descifrar su lógica y, en mi opinión, no se puede estar más equivocado. Siglos y siglos de pensamiento han pasado para darnos cuenta de que si de verdad queremos estar seguros de que conocemos algo debemos constatarlo con el exterior. De nada sirve decir que dios existe porque he llegado a dicha conclusión, porque eso no es conocimiento, es creencia, y la creencia no puede ser tomada como verdad. Dicho esto, sabemos de forma exacta que problemas como la existencia de dios, el mundo o el yo -por aludir a la importancia de Kant en este apartado3- no tiene sentido que sean planteados en términos racionales, porque nunca van a poder ser resueltos. Aquí es donde nace el Existencialismo, donde se pinta sobre este ensayo el romántico aguafuerte de Goya4, en el momento en el que se asume que cualquier deseo por comprender nuestras vidas y su destino han quedado frustrados, en el que la razón que tanto prometía resultó ser un instrumento superfluo para nuestras vidas. Se podrá decir que exagero cuando presento esto como el mayor problema del ser humano, pero los muros de la razón hacen de nuestro ser más que un refugio un asedio en el que la vida, que en la práctica no es otra cosa que ética, se desploma porque ya no sabemos si nuestros actos realmente tienen consecuencias o no, porque no sabemos si tenemos trascendencia, porque no sabemos si realmente tiene sentido vivir de esta forma. Aquí, en el sueño de la razón, nace la angustia.


«La angustia es la realidad de la libertad en cuanto a posibilidad frente a la posibilidad»5. No quiero pecar de citar de forma errónea a un pensador en tan alta estima para mi como es Kierkegaard, pero cuando llegamos a este punto resuenan en mí estas palabras. Lejos de mi querer significar aquí lo que para Kierkegaard es la angustia, pero, ateniéndonos a su definición, expondré lo que interpreto sobre su pensamiento. Si miramos atentamente lo anteriormente dicho, se ha señalado constantemente la ignorancia, “no sabemos”. No es que sepamos que morimos y punto, o que dios no existe, es que no lo sabemos. Por eso la angustia nace como ejercicio de la libertad, porque una vez el hombre, decepcionado ante sus límites, se levanta de su escritorio y, conocida su condena al sin saber, se dispone a vivir, se paraliza ante el abismo. «La angustia puede compararse muy bien con el vértigo. A quien se pone a mirar con los ojos fijos en una profundidad abismal le entran vértigos...Así es la angustia del vértigo de la libertad; un vértigo que surge cuando la libertad echa la vista hacia abajo por los derroteros de su propia posibilidad»6 . En cuanto se dispone a hacer algo, nace en la conciencia del hombre ¿Y si Dios existe y estoy obrando mal? Pero no halla respuesta y está obligado a actuar, se angustia. Vuelve a su actividad y de nuevo surge en su conciencia la duda ¿Por qué trabajo si igual esto no sirve de nada, si igual la muerte acaba conmigo? Se angustia. Esa es la posibilidad frente a la posibilidad que nos enuncia el danés. La esencia del existencialismo no es ni la angustia ni la muerte, es la libertad, porque, como dice Sartre, la libertad es lo que nos hace radicalmente únicos «el hombre está condenado a ser libre»7. Angustiarse tiene como condición ser consciente uno mismo de su propia libertad y, más aún, de sus consecuencias. Cuando el Sócrates de Copenhague habla de “posibilidad frente a la posibilidad” pone de manifiesto el objeto de la angustia: la nada. El miedo se diferencia cabalmente de la angustia por esa razón, el miedo es un estado psicológico que está orientado a una realidad concreta. Se puede tener miedo a la muerte pero no a lo que hay detrás de ella, porque al no saber lo que esta esconde el objeto del miedo no es algo determinado, es una abstracción, una posibilidad, la nada. Pero, sin necesidad de anclarnos al plano metafísico, en la realidad misma, la angustia es un sentimiento que surge en nosotros a la hora de tomar decisiones las cuales nos involucran en un sin fin de consecuencias totalmente desconocidas, en las posibilidades, como hemos descrito.


Y así es la vida. Muchos son capaces de vivir anclados al presente, su forma de ver la vida les permite tener una existencia tranquila aun sin saber precisamente eso, qué es su vida, qué es su existencia. Según el danés esto denota una “falta de espiritualidad”, pero yo tampoco lo calificaría de tal modo. En mi opinión, tarde o temprano, siempre se acaba teniendo una crisis existencial, acaba surgiendo en el ser humano una sensibilidad que rasura las profundidades del alma, pero sólo, claro está, si se reflexiona sobre esta materia, por eso dice Kierkegaard que «La causa está tanto en sus ojos como en el abismo. ¡Si él no hubiera mirado hacia abajo!»8 Pobre de nosotros, espíritus corruptos, que nos topamos con el abismo y la curiosidad acabó por empujarnos. Dice de nuevo Camus que «Si el tiempo nos espanta es porque hace la demostración, la solución viene luego»9. Vivimos rodeados de muerte sabiendo que algún día llegará, y, mientras tanto, vivimos sin saber por qué, en el absurdo.


La filosofía del danés es una reacción al racionalismo anteriormente citado, es una invitación al irracionalismo. Al hombre angustiado solo le queda una opción: saltar. El salto de fe es precisamente eso, asumir que nunca vamos a saber nada pero apostar por una de esas opciones, no por simple quiniela, como argumenta Pascal, sino por propia necesidad. Uno no puede vivir en el estremecimiento constante, necesita agarrarse algo, a la fe en Dios o a la fe en el ateísmo, porque ser ateo, lo quieran o no, es una forma de fe, igual que tiene fe aquel que dice "depositar sus esperanzas en la ciencia". El tiempo aquí, sea bonito o no, se nos acaba. El espíritu inmaduro, como diría Kierkegaard burlándose de este por medio de su arrogante ironía, se agarra a la temporalidad y hace de esta la regla, lo cual enmarca su vida en el destino, en la muerte. Sabe que la muerte acabará con él, pero lo asume con superficialidad. Por otro lado, el espíritu religioso, cuya diferencia primordial con el anterior es su interioridad, es un aprendiz de la angustia, rechaza la temporalidad por ser mera inmediatez, lo que Ortega llama “espontaneidad”, lo superfluo y mundano, “se vuelve así mismo y hacia lo divino”, como dice él. El danés nos advierte que lo fácil es agarrarse a las categorías de lo temporal, a vivir como un animal, carente de angustias, carente de reflexión, pero, queridos tertulianos, quizás debamos pensar en la muerte. Todo el mundo puede volverse a su interior, tomar el camino de lo divino, reconoce el autor, pero esto requiere tales sacrificios que es abandonada por muchos la tarea. Cito aquí el magistral párrafo de kierkegaard que resume, en definitiva, el salto de fe que él dio, y donde se puede ver plasmado en su negativo la sombra de aquel romance de su vida que, como filósofo coherente con su pensamiento que fue, rechazó en favor de la espiritualidad.


«No se puede negar que tal lucha exige un esfuerzo descomunal, ya que en algunos momentos se sentirán arrepentidos por haber ingresado en este camino y pensarán con melancolía, hasta llegar casi a desesperarse algunas veces, en aquella vida sonriente que hubiera sido la suya de haber seguido el impulso de la inmediatez de su talento. No obstante, el que esté atento oirá sin duda alguna -cabalmente en el momento más terrible de su agobio, cuando todas las cosas están como perdidas para él porque el camino escogido resulta intransitable y, por otra parte, el camino sonriente del talante ha sido desechado por propia iniciativa- una voz que le dice “¡Adelante, hijo mío! Levanta el ánimo, porque el que lo pierde todo lo ganará todo”»10


En el otro extremo encontramos a otro pensador que apuesta por la irracionalidad, pero totalmente contrario a Kierkegaard, Friedrich Nietzsche. Ante la interioridad del danés, el hombre que decía no ser un hombre sino dinamita, acaba por aferrarse precisamente a lo que acaba de criticar Kierkegaard, a la inmediatez. Él mismo acabó por definir su filosofía como un platonismo invertido, razón que cobra total sentido cuando se entienden los paralelismos entre el cristianismo y la filosofía de Platón. El autor alemán se caracteriza por su férreo odio a todo lo alejado de la sensibilidad, a lo transmundano, ya que concibe en la apariencia el fin de la vida, su verdad. Lo que para Kierkegaard es angustia es para Nietzsche, en cierto modo, mera frustración. Kierkegaard, diría Nietzsche, no supo amar la vida tal y como esta era y, más importante aún, no supo amarse a sí mismo, quedó así anclado en sus vanos deseos de inmortalidad, acabando por rechazar justamente la esencia de la vida. Kierkegaard, continuaría Nietzsche, hablando aquí con su típica soberbia, no era más que un ser divinamente insatisfecho. En el Zaratustra hace mención a esta concepción de la vida innumerables veces, pero lo curioso es que él mismo señala que en su pasado fue preso de la misma angustia - o frustración -: «Sueño me parecía entonces el mundo, e invención poética de un dios; humo coloreado ante los ojos de un ser divinamente insatisfecho [...] Ebrio placer es, para quien sufre, apartar la vista de su sentimiento y perderse a sí mismo»11. Nietzsche predica una filosofía basada en el ahora, pretende que el hombre elimine toda la carga en él depositada, que se olvide de reinos celestiales y que aprenda a valorar lo único que sabe que tiene: la vida. He decidido incluir a Nietzsche en este ensayo porque veo crucial comprender la respuesta que desde su filosofía da a todos los que abogan por el espiritualismo. Al final, si tuviera al danés en frente de sí, acabaría por dedicarle sus contundentes palabras: «A los despreciadores del cuerpo quiero decirles mi palabra. No deben aprender ni enseñar otras doctrinas, sino tan sólo decir adiós a su propio cuerpo - y así enmudecer»12 A lo que Kierkegaard no le respondería, pero mostraría su sarcástico carácter hacia el alemán en forma de sonrisa. Si Kierkegaard me gusta tanto es porque no considero que haya otro filósofo capaz de cambiar mi concepción sobre la vida, nadie había influido tanto en mí, pero al final mi vida no es ni de lejos un campo de dolor e incomprensión, al final, como dice Nietzsche: «Tenemos el arte para no morir de la verdad»13 En la práctica me refugio en la amistad, el amor y la belleza, formas del arte que hacen de mi vida un lugar agradable, porque para mí la vida no es plena angustia. Ser feliz y comprender nuestros límites es algo compatible, no obstante, eso no elimina las ansias por saber cúal es la verdad.


Es aquí cuando, de nuevo, debería sentir el lector angustia. El problema de hablar de filosofías irracionales es que, como es evidente, no hay razones para elegir una u otra, consiste todo en un salto de fe. Es la experiencia, la vida de uno mismo la que hace conocer a cada hombre su destino. En mi pronta juventud me es imposible hacer esto. Al final, este ensayo acaba como empieza, porque admiro profundamente la valentía de kierkegaard, y en comparación con Nietzsche me parece más gratificante, pero no me acabo de decantar por el danés por no tener la fuerza necesaria para llevar mi vida de tal modo. Acabo, de nuevo, en el escepticismo de Camus, sólo soy un alma que ha sido arrojada a la existencia sin ningún tipo de permiso, el Dasein de Heidegger, que le abruma la realidad en la que vive y que necesita, como buen vitalista, vivir para saber cual es mi lugar, y así, llegado el momento, saltar.


Marcos Jara Manzano, La Tertulia

12 de septiembre del 2020

Notas y bibliografía:

1,9, 13 Albert Camus, El mito de Sísifo

2 José Ortega y Gasset, El tema de nuestro tiempo

3 Immanuel Kant, Crítica de la razón pura

4 Francisco de Goya, El sueño de la razón produce monstruos

5, 6, 8, 10 Søren Kierkegaard, El concepto de la angustia

7 Jean-Paul Sartre, El existencialismo es un humanismo

11, 12 Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra