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DE CÓMO ME VOLVÍ CUENTERO (I)
Mi nombre es Francisco Centeno Osma, pero todos me llaman Pacho Centeno. Soy narrador oral o como decimos en Colombia: cuentero. Aunque cuentero no significa lo mismo en todos los países del mundo. En Chile, por ejemplo, cuentero es un estafador.
El otro día viajé a Santiago a un festival organizado por mi amigo chileno Alfredo Becker. Al llegar a la cabina de emigración del aeropuerto, el adusto guardia me preguntó:
–De dónde viene, señor.
–De Colombia –le dije.
–A qué viene a Chile, señor.
–A un encuentro internacional de cuenteros.
De inmediato el guardia abrió los ojos hasta más no poder.
–¿Cuentero, de Colombia y a un encuentro internacional?
Si no me apresuro a explicarle, el guardia habría llamado de inmediato a los "carabineros", como se le llama a la policía chilena.
–Ah, cuentacuentos –exclamó con una leve sonrisa–. Yo llevo a mi nieta a escuchar cuentacuentos en la biblioteca del barrio los sábados.
Y me dejó pasar.
Otro día me invitaron a España. Era la época dura del narcotráfico en Colombia y me habían advertido que al llegar al aeropuerto de Barajas, en Madrid, los guardias acostumbraban formar a los colombianos en una fila aparte para llevarlos a interrogar, así que no me sorprendí cuando me vi en la consabida fila. Me tocó un funcionario como de dos metros de alto, con bigote mostacho y vestido con traje negro, el típico cliché del funcionario malo de las películas de bajo presupuesto. Sucedió lo mismo.
–Ah, cuentacuentos –me dijo, casi con ternura–. Mi hija también es cuentacuentos y muy buena, por cierto. Siga usted.
Además de cuentero soy escritor, ingeniero de petróleos, especialista en medio ambiente y he sido director de cultura de mi ciudad (Bucaramanga) un par de veces. Tengo cuatro hijos y tres nietos, que son lo mejor que me ha pasado en la vida.
Por culpa de los cuentos abandoné la ingeniería. Jamás he sido entrevistado como ingeniero, en cambio como cuentero muchas veces. Una vez un periodista me pidió que le contara una anécdota personal y le dije que era ingeniero de petróleos con tesis de grado 5. Se quedó desconcertado, no podía creerlo.
Esto de contar cuentos me vino de mi padre. Los primeros cuentos que escuché fueron los de La Biblia. Mi padre me enseñó a leer con La Biblia cuando tenía apenas cinco años. En ese entonces los niños entraban a la escuela a los seis años para que les enseñaran a leer. Ahora los niños entran a los seis meses de haber nacido. Su primer grado se llama “sala cuna”, al año pasan a “caminadores”, después a “párvulos”, luego a “pre jardín”, “jardín A y B” y ahora sí la primaria. En mi época el negocio de la educación no estaba tan especializado. Cuando mi padre me llevó el primer día a la escuela, le dijo a la maestra que yo ya sabía leer. La maestra se puso feliz, porque mi padre le había hecho la mitad del trabajo.
Cada mañana, antes del desayuno, mi padre nos leía un pasaje de La Biblia a los seis hermanos. Había que escucharlo con atención si uno quería desayunar esa mañana. Mi padre primero alimentaba nuestro espíritu y luego nuestro cuerpo. Mi padre nos leía La Biblia porque en la casa no había otros libros. En aquella época la ciudad no tenía biblioteca pública ni librerías, y tener libros en casa era un lujo que pocos se podían dar. La leía de manera secuencial desde el Génesis hasta el Apocalipsis y cuando terminaba volvía a empezar. Hace unos años estuve tratando de entender lo que le había pasado a mi padre en su vida. Durante sus setenta años mi padre emprendió varios negocios, pero en todos se quebró: se quebraba y volvía a empezar. La economía de mi padre iba del Génesis al Apocalipsis todo el tiempo.
También era una persona religiosa: no solo leía La Biblia sino que también la aplicaba. Por ejemplo, cuando los hermanos, que éramos seis, peleábamos, mi padre se metía en medio de la pelea con la Biblia en la mano y decía cosas como: “amaos los unos a los otros”, y de inmediato los hermanos nos abrazábamos y nos besábamos. Mi madre también se la recordaba, especialmente cuando iban por la calle. A mi padre le gustaba ver a las muchachas bonitas, entonces mi madre le decía: “no desearás la mujer de tu prójimo”, y mi padre respondía: “no estoy deseando la mujer de mi prójimo, estoy deseando la suerte que tiene con esa mujer tan bonita”.
Lo cierto es que esa actividad que se impuso mi padre, de leernos todos los días, sembró en mí el gusto por la lectura a muy temprana edad, a tal punto que todo escrito que pasaba por mis manos lo devoraba rápidamente.
Hace un tiempo le escuché decir a Chris Rock, el famoso comediante norteamericano, al que Will Smith cacheteó en la ceremonia de los premios Oscar, que lo primero que traficaron los esclavos negros en Norteamérica fueron libros; como les estaba prohibido aprender a leer, los libros y cualquier pedazo de papel escrito era objeto de transacción en el mercado negro. Era común escuchar por las calles:
–Oye, tengo un libro, tengo un libro… también una hoja de periódico… ¿Quién quiere comprar una palabra?
En mi ciudad, ya lo dije, no había bibliotecas ni librerías, pero había un sitio que se llamaba “La movida chueca”, que era un lugar donde vendían y alquilaban libros y revistas: desde las novelas del oeste de Marcial La Fuente Estefanía, las selecciones de Reader´s Digest y los comics mexicanos, hasta las primeras revistas Playboy que llegaron a Colombia. Luego estas “movidas chuecas” se extendieron por los barrios y entonces los muchachos pudimos alternar el fútbol con la lectura.
La lectura es fundamental para labrar la personalidad del ser humano. Una persona que no lee es una persona desprovista, más aún si se dedica a contar historias. “Uno es sus lecturas”, decía Borges. Cuando no existía la escritura, había alguien en la tribu que transmitía a los demás, de manera oral, las memorias significativas de la comunidad: la historia, las tradiciones, los mitos y las leyendas. De alguna manera los cuenteros, narradores orales o cuentacuentos, seguimos siendo ese “alguien” de la tribu, porque en el fondo no somos más que una tribu que. a diferencia de las ancestrales, involucionamos creyendo lo contrario.
26/05/2022
DE CÓMO ME VOLVÍ CUENTERO (II)
Cuando ingresé a la Universidad Industrial de Santander a estudiar ingeniería de petróleos en 1985, después de matricular las materias de carrera, me dirigí al grupo de teatro para inscribirme. El grupo se llamaba "La Culona" y estaba vinculado a los programas curriculares como una especie de electiva de estudios que otorgaba calificaciones y créditos académicos a quienes asistían con regularidad. Muchos estudiantes estaban en el grupo para empujar el promedio de la carrera que estudiaban, otros para socializar, pero también estábamos quienes queríamos aprender a hacer teatro. La sede del grupo estaba ubicada en el edificio Daniel Casas, que además servía de sede a la recién creada Escuela de Licenciatura en Música y a un laboratorio clínico que prestaba servicios a los empleados y profesores de la universidad.
El grupo tenía dos directores: Wilfredo Rosas, que se encargaba de la iniciación de los actores nuevos, y Juan Torres, que se encargaba de la representación del grupo ante las directivas, además de la dirección de las obras, casi todas del dramaturgo alemán Bertold Brecht.
Para mí era igual de importante asistir a mis clases de ingeniería, como a los ensayos de teatro, lo que permitió que me destacara rápidamente entre los miembros de grupo. Cuando estaba a punto de ingresar al nivel de actor experimentado, el director nos reunió a todos y nos informó que el grupo se había acabado y que había devuelto la sede de los ensayos a la universidad. Lo dijo en seco, sin permitir preguntas ni discusiones, con total autoritarismo. A la fecha de esa reunión han transcurrido más de 34 años y aún no sabemos la razón que lo llevó a tomar esa decisión.
Con algunos estudiantes entusiastas del teatro, cuatro actores y una actriz, conformamos un grupo independiente al que llamamos Teatro Fomagata. Montamos pequeñas obras callejeras que presentábamos en los espacios informales del campus, especialmente el teatro al aire libre José Antonio Galán, más conocido como La Gallera, Esto hizo que nadie extrañara al extinto grupo oficial, ni se desatara un escándalo por la supresión arbitraria de un beneficio para el estudiantado.
El Teatro Fomagata no duró mucho tiempo. A principios de 1989 habíamos montado nuestra primera gran obra, “Domitilo el rey de la rumba” del dramaturgo colombiano Críspulo Torres, la cual estrenamos en La Gallera. Unos estudiantes de medicina, cuya facultad tenía su sede en otro campus, vieron la obra y nos pidieron que la presentáramos en un evento que tenían la semana siguiente. Les dijimos que sí y programamos un ensayo general la noche del viernes anterior a la presentación.
Esa noche los cuatro actores llegamos puntuales a ensayar, pero nuestra única actriz no llegó. Su presencia era imprescindible porque su personaje era el antagonista de la historia. En aquel entonces no existían teléfonos celulares ni redes sociales para comunicarnos de inmediato y saber el motivo de su ausencia, así que no se pudo llevar a cabo el ensayo. Al día siguiente nuestra actriz apareció en la página judicial del más importante periódico de la ciudad, Vanguardia Liberal: había sido capturada por el Ejército Nacional en una fiesta de guerrilleros a las afueras de la ciudad.
Pocas veces he sentido tanto miedo como aquella vez. Lo primero que pensé era que vendrían por nosotros también. Entonces les pedí a mis compañeros que acabáramos el grupo y que no nos volviéramos a reunir, ni siquiera para conversar. Incluso dejamos de saludarnos cuando nos cruzábamos por el campus de la universidad, como si no nos conociéramos. Pensábamos que nos estarían vigilando y que era mejor no darles motivo para que nos llevaran a interrogar sobre las actividades de nuestra actriz.
Por el mes de noviembre de ese mismo año, vino a Bucaramanga el grupo Ensamblaje Teatro de Bogotá a participar en el Festival Nacional de Títeres que se realizaba en la ciudad. El grupo era dirigido por el maestro Misael Torres, una personalidad del teatro colombiano al que admiraba enormemente. Siempre que iba a los festivales de teatro en otras ciudades me aseguraba de ir a ver las obras de su grupo, por eso me programé para verlos en el festival de títeres de mi ciudad. Sin embargo, la obra que presentaron no fue tan buena como las que les había visto en otras ocasiones. Pero esa misma semana se volvieron a programar, esta vez en la Concha Acústica, el teatro al aire libre de la ciudad, con capacidad para mil personas. Sin embargo, solo llegamos poco menos de veinte a ver la obra. Cuando los actores salieron a escena y vieron que las graderías estaban desocupadas, su director, Misael Torres, nos invitó a sentarnos en el escenario. La escena solo tenía cuatro sillas y cuatro instrumentos de percusión tradicional de las costas colombianas. Los actores empezaron a tocar los instrumentos y Misael a contar unas historias maravillosas que jamás había escuchado. Desde mi experiencia teatral en el grupo de la universidad, pensé que los músicos eran prescindibles y que Misael pudo habernos contado esos cuentos sin ayuda de ellos. Nunca antes había visto un actor que interpretara a un contador de historias de manera tan natural y creíble. El personaje era perfecto.
Unas semanas después salí a vacaciones de la universidad y empecé a sentir un enorme vacío existencial. Durante las vacaciones solíamos presentarnos en los parques de la ciudad con mis compañeros del grupo de teatro, pero el incidente con la actriz era reciente y no nos atrevíamos a reunirnos de nuevo. Aquellos cuentos contados a ritmo de tambores por Misael y su grupo retumbaban en mi mente, a tal punto que podía recordar buena parte del hilo argumentativo de cada historia y sus personajes. Intenté escribirlas pero tropecé en la descripción de los lugares, especialmente con las historias que ocurrían en la costa pacífica. Tenía recuerdos de la costa atlántica porque había vivido unos años en el César y La Guajira, pero a la costa pacífica solo la había escuchado nombrar en las clases de geografía del colegio.
Para llenar la ausencia de imágenes descriptivas, me fui el resto de las vacaciones para la Biblioteca Pública Gabriel Turbay. No había mucha información, pero la que encontré fue suficiente para darle una aceptable estructura narrativa a cada historia. El resto de las vacaciones lo dediqué a aprenderme de memoria los textos que había escrito.
Cuando la universidad regresó a las actividades académicas, busqué al director del grupo de danzas folclóricas, el maestro Nicolás “Colacho” Maestre, quien tenía un grupo de tamboreros llamado Los Macumberos, y le dije que si me podía prestar los músicos para ensayar unos textos que había escrito. Esa misma semana hicimos un ensayo y todos quedamos sorprendidos con el resultado. Entonces decidimos seguir ensayando una vez por semana para tener lista la obra y presentarla en La Gallera cuando hubiera la oportunidad. En uno de los ensayos incorporamos a la obra una pareja de baile.
A finales de marzo, uno de los músicos nos dijo que el centro de estudios de su carrera estaba organizando un acto cultural en La Gallera y que estaban dispuestos a dejarnos presentar en su actividad. Aceptamos y la respuesta del público fue apoteósica. Entonces nos fuimos en Semana Santa para el Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá y nos presentarnos en los parques después de los grupos de la programación oficial. En versiones anteriores lo había hecho con mis compañeros del grupo de teatro y nos había ido muy bien: al final de las presentaciones pasábamos “el sombrero” y el público nos correspondía de manera generosa nuestra actuación. Esta vez nos irá mejor, pensé, porque llevamos música en vivo. Y así fue. Nos presentamos en el Parque Nacional ante más de mil personas, después del grupo de teatro La Papaya Partía que hacía parte de la programación del festival.
Años después Misael Torres me contó que ese día su hermana llegó indignada a su apartamento y le dijo: "Cómo te parece Misael que hay un hijueputa de Bucaramanga contando tus cuentos en el Parque Nacional y los cuenta mejor que tú". Luego me dijo riéndose, que lo único que se le ocurrió decirle a su hermana fue: "Algún día voy a conocer a ese hijueputa".
En ese festival supe que lo que hizo Misael Torres aquella noche en la Concha Acústica de Bucaramanga no había sido teatro sino "juglaría", el antiquísimo arte de contar historias, que estaba de moda por ese entonces en las universidades de la capital, promovido desde el Teatro Popular de Bogotá (TPB) con el nombre de "narración oral escénica" y que el público llamaba coloquialmente "cuentería".
Un año después tuve mi primer encuentro personal con Misael y desde entonces somos amigos entrañables. Aquella noche en la Concha Acústica de Bucaramanga, sin saberlo, me había convertido en un cuentero.
PURO CUENTO
Cuando regresé de Bogotá, después de haber contado en un espacio del Festival Iberoamericano de Teatro sin invitación, me propuse promover en la Universidad Industrial de Santander el arte de la narración oral escénica. La verdad no tenía bien claro de qué se trataba todo aquello. Lo que alcancé a ver en un par de actividades a las que asistí, era unas personas que se paraban frente a un público a contar historias, en su mayoría de escritores. Entonces me volví cliente asiduo de la Biblioteca Pública Gabriel Turbay, a donde iba a leer libros de cuentos para hacerme a un buen repertorio que facilitara mi propósito. Pero la mayoría me resultaban enredados, demasiado largos o aburridos.
Por esos días llegó a mis manos una revista que editaba El Espectador los domingos, en donde había dos cuentos cortos del escritor colombiano Germán Cuervo que me parecieron interesantes y divertidos. Entonces decidí aprendérmelos para contárselos a los estudiantes en la cafetería de bienestar universitario, a la hora del desayuno, antes de que se vayan para sus clases. Así sabría si eso de la narración oral escénica funcionaría en la UIS, como funciona en todas las universidades de Bogotá.
Aunque los cuenteros que había visto en la capital salían a contar los cuentos tal y como iban por la calle, por mi formación teatral pensé que debía ponerme algo que me diferenciara del público. El primer día llevé un sombrero y un chaleco que usaba cuando hacía teatro y me senté en una de las mesas de la cafetería a eso de las 6:30. El barullo en el lugar era impresionante, el ruido de decenas de conversaciones al mismo tiempo, junto al que producían los platos y cubiertos en el fregadero mientras los lavaban, provocaba un ambiente hostil para mi osada pretensión. Los primeros minutos transcurrieron en cámara lenta. Pero cuando el reloj marcó las 6:45 parecieran tener prisa, como la tenían los estudiantes por llegar a tiempo a su primera clase del día. Esa vez me quedé vestido sin atreverme a contar los dos cuentos que había preparado. Lo mismo sucedió al día siguiente.
Al tercer día repetí el ritual, con la diferencia de que un amigo, Omar Darío Gómez, con quien solíamos hacer activismo cultural en la universidad, se sentó a la misma mesa en donde me encontraba esperando.
–Qué hace Pacho –me preguntó.
–Vine a contar unos cuenticos –le respondí.
–Cuéntelos –me dijo.
Y aquella palabra me sonó como a una orden, que hubiera preferido saliera de mi interior. Me levanté como impulsado por un resorte y conté los dos cuentos que les mencioné anteriormente. Podría jurar que los comensales abandonaron la atención en sus platos y la centraron en mi humanidad. Cuando termine de contar el segundo cuento sentí que querían un tercero, incluso que estaban dispuestos a no asistir a su primera clase con tal de que les siguiera contando más cuentos. Pero solo había preparado esos dos. Entonces me despedí, casi huyendo, pero con la certeza de saber que lo podía volver hacer cuantas veces quisiera, porque el público lo recibiría de la mejor manera.
Ese semestre fui muy desaplicado con mi carrera de ingeniería, pues me la pasaba en la Biblioteca Pública Gabriel Turbay buscando material para contar, lo que me llevó a reprobar un par de materias. Incluso mi novia de ese entonces, aunque le gustaba lo que hacía, también me reprochaba el abandono.
Al semestre siguiente abrí un espacio semanal para contar cuentos todos los jueves en La Gallera a las cuatro de la tarde. Lo llamé “La hora del cuento” y lo publicitaba con un aviso de cartulina hecho a mano, que colocaba ese mismo día en la cartelera de la biblioteca de la universidad. También invité a unos amigos que hacían parte del taller de literatura del profesor Hernando Motato, para que contaran conmigo. La mayoría iba a leer los cuentos que escribían en el taller, pero su sola presencia me ayudaba a disminuir la presión que me había impuesto con aquella exigente idea.
El público crecía semana tras semana, pero no los cuenteros. La responsabilidad de la actividad recaía principalmente en mis hombros, lo que aumentó la desatención a mi carrera. Las colonias y centros de estudios solían invitarme a sus actos culturales, lo que me obligaba a estar preparando constantemente nuevos cuentos para no repetirme. Algunos estudiantes me regalaban cuentos que consideraban buenos. Hubo uno en particular que sí lo era. Me lo dio un compañero de mi carrera. Estaba publicado en otra revista dominical de El Espectador. Era un “cuentazo”, una joya del escritor colombiano Celso Román: “El vendedor de objetos insólitos”. Lo había escrito como prólogo del catálogo de una exposición de esculturas en Bogotá. Era la historia de un vendedor ambulante que vendía el dedo meñique de su mano izquierda para poder comer. Ese cuento lo cambió todo.
En 1991, Colcultura y el Teatro Popular de Bogotá se unieron para organizar el Festival Nacional de Cuenteros “Puro Cuento”, con eliminatorias en las regiones a manera de concurso. Yo no tenía la menor idea de lo que estaba pasando en Bogotá con los cuenteros, salvo por reseñas de periódicos y noticieros de televisión que destacaban el movimiento como algo extraordinario en la cultura de la ciudad: "públicos numerosos se reúnen semanalmente para escuchar cuentos en las universidades capitalinas". Lo mismo estaba ocurriendo en la UIS, pero no lo alcanzaba a dimensionar de esa manera. Aunque me había convertido en un personaje de la universidad, afuera de ella era un perfecto desconocido. En el fondo había una razón mucho más potente para explicar el surgimiento de aquel movimiento, pero en otro blog lo comentaré.
Por esos días un colega de teatro, Jaime Lizarazo, vio la convocatoria del festival "Puro Cuento" en la pizarra del periódico local Vanguardia Liberal y me la mostró. El aviso era casi imperceptible para el lector. La eliminatoria de la zona nororiental del país tendría lugar en la ciudad de Ocaña ese mismo fin de semana.
–Tiene que ir a Ocaña y ganarse ese concurso –me dijo.
Yo le dije que eso era para los cuenteros de verdad y que yo no lo era, e intenté escabullirme con el pretexto de que no tenía dinero para el transporte.
La primera ronda eliminatoria estaba programada el sábado por la tarde. El viernes por la noche aún seguía pensando que sería una pérdida de tiempo ir hasta Ocaña. Sin embargo, el sábado me desperté sobresaltado a eso de las tres de la madrugada y decidí ir hasta el terminal de transportes para tomar el primer vehículo que se dirigiera a Ocaña. Llegué a eso de las ocho de la mañana y me dirigí al hotel que los organizadores habían dispuesto para los concursantes. Todos estaban desayunando a esa hora. Recuerdo que había varias mesas dispuestas y que me senté en una de ellas sin conocer a nadie. Todos hablaban al tiempo y hasta contaban cuentos mientras comían. Al escucharlos confirmé que no debería estar ahí, porque yo solo sabía contar cuentos en un escenario, nunca en una reunión casual y menos a la hora del desayuno. La mayoría eran campesinos portadores de historias propias de la región, los demás eran actores de teatro que vieron en la convocatoria una oportunidad para salir del anonimato y habían preparado alguna leyenda que encontraron en un libro.
Cuando me tocó el turno de subir al escenario del Teatro Jaúregui de Ocaña estaba muy nervioso y casi seguro de que me devolvería esa misma tarde para la casa. Conté los dos cuentos cortos de Germán Cuervo que había contado aquella primera vez en la cafetería de la universidad y el jurado me escogió para la segunda y definitiva ronda que sería al día siguiente.
Mi compañero de habitación era un barramejo que hablaba hasta por los codos, lo que me impedía ensayar el cuento que había decidido contar en la final. Entonces decidí irme del hotel y deambular por las calles de Ocaña, repitiendo mentalmente el texto para asegurarme que no me equivocaría a la hora de contarlo frente al jurado. También decidí almorzar por mi cuenta en otro restaurante: escuchar a aquellos cuenteros contar cuentos mientras comían, me intimidaba. El grupo de finalistas se había reducido el día anterior a una cuarta parte de los participantes. La gran mayoría eran los campesinos de la región; casi todos los actores fueron eliminados en la primera ronda.
Durante la final preferí sentarme en el público, antes que esperar mi turno en el camerino junto a los demás concursantes. Escuchar a esos viejos contadores de historias me relajó por completo y hasta los comparé ene cierto modo con Misael Torres. Pensé que el solo hecho de estar allí, al lado de ellos, ya había sido suficiente ganancia y aprendizaje para mi. Sabía que solo escogerían a dos para representar a la región nororiental en Bogotá y que serían dos de los cuenteros campesinos, por su autenticidad. Entonces me relajé por completo. Al día siguiente regresaría a Bucaramanga y la vida seguiría su curso normal. Cuando me anunciaron subí al escenario desde el lugar en donde estaba sentado, en el público. Sin ningún preámbulo, empecé a contar el cuento que había escogido para ese momento: “Pascual Colonia Nemesio era un vendedor ambulante de profesión que una mañana decidió vender el dedo meñique de su mano izquierda para poder comer…”. Durante los siguientes quince minutos, los asistentes al Teatro Jaúregui enmudecieron y clavaron sus ojos en mi imperturbable humanidad. El jurado se tardó más de una hora en dar su veredicto, escogiendo, como era de esperarse, a dos viejos campesinos de la región que nos encantaron a todos con su picaresca popular. A mí también me escogieron, porque consideraron que estaba a la altura de los mejores cuenteros urbanos de la capital. Ese fue el primer festival importante en el que participé y la primera vez que contaba cuentos por fuera del campus de la Universidad Industrial de Santander.
Al año siguiente (1992), la señora Fany Mikey, directora del Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá, me invitó oficialmente a su festival.
27/05/2022
DE LA GALLERA A LOS TEATROS
Haber ganado un cupo en el Festival Nacional de Cuenteros “Puro Cuento” (1991) cambió mi vida por completo. Venía de contar cuentos en La Gallera de la UIS y vivía de pasar “el sombrero” después de cada presentación. De pronto, sin tener plena conciencia de lo que estaba ocurriendo, me vi una noche en el Teatro Popular de Bogotá (TPB) contando el cuento “El vendedor de objetos insólitos” del escritor Celso Román, con el que había ganado la convocatoria en Ocaña. En aquella presentación sentí la admiración del público y el respeto de los más importantes cuenteros colombianos del momento. Cuando regresé a Bucaramang, pensé que debía darle un giro a mi vida y tomarme en serio el trabajo como cuentero, dándome a conocer afuera de la Universidad Industrial de Santander. Entonces empecé a aceptar todas las invitaciones a contar cuentos que me hacían los colegios y universidades, incluso algunos bares de la ciudad. Los maestros y maestras que se graduaban de las licenciaturas de la UIS, me invitaban a contar cuentos en las celebraciones culturales de sus instituciones. Siempre les llevaba los cuentos de Misael Torres con el grupo de tamboreros. Ese espectáculo, principalmente, hizo que se formara en corto tiempo un público para los cuentos en Bucaramanga y otros municipios de Santander.
A principios de 1992 recibí una carta de la señora Fany Mikey, invitándome a participar en el Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá de ese año. Aquello fue muy estimulante e inspirador. Hasta ese momento me había presentado decenas de veces en La Gallera, el teatro al aire libre de la UIS, pero mi sueño era poder hacerlo en el flamante auditorio Luis A. Calvo, que estaba en el campus universitario y era considerado como el más importante teatro de la región. Sabía que por políticas de la rectoría, el auditorio solo podía ser usado para el Festival Internacional de Piano (su evento institucional), para las ceremonias de graduación y por los grupos artísticos de la universidad una vez al año. También podían tener acceso al auditorio, pagando un oneroso alquiler, reconocidas compañías nacionales e internacionales que pasaban por la ciudad. Así que no tenía grandes expectativas de lograr mi sueño.
Recientemente habían nombrado un nuevo director cultural de la universidad, el maestro Libardo Barrero Castro, encargado también de la administración del auditorio. Decidí visitarlo en compañía de mi novia, Sandra Barrera, llevando conmigo el certificado del Teatro Popular de Bogotá, en donde constaba mi participación en el Festival Nacional de Cuenteros “Puro Cuento”, y también la carta de la señora Fany Mikey, con la que me invitaba a participar oficialmente en el Festival Iberoamericano de Teatro de ese año.
Con el mayor de los atrevimientos y la certeza de no tener nada que perder, le dije a Libardo:
–Maestro, ¿será que usted me puede prestar el auditorio para presentarme una noche?
–Claaaro, “chino”, si yo voy a verlo en La Gallera cada vez que se presenta.
De un momento a otro todas las barreras mentales que me había hecho se derrumbaron y mi sueño empezó a tener una oportunidad.
Sin embargo desconfié.
–Maestro, pero cuánto me va a cobrar por el alquiler del auditorio.
–Naaada, “chino”, usted me lo pidió prestado, no alquilado.
Entonces me relajé y entré en confianza.
–Maestro, ¿será que usted me deja cobrar una boleta de entrada?
–Claaaro, “chino”, pero que no sea muy cara para que yo también la pueda comprar.
Por un momento pensé que se estaba burlando de mí, porque se reía cada vez que me decía “claaaro, chino”. Pero era en serio: de inmediato cogió el programador y reservó la fecha que le había solicitado.
Estaba feliz, mi sueño se cumpliría gracias a la generosidad de ese bello personaje. Entonces envíe un comunicado de prensa al principal periódico de la ciudad, Vanguardia Liberal, quien lo publicó en la página de galería, resaltándome como el primer santandereano en ser invitado al Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá de la señora Fany Mikey.
La boletería se agotó a las cuatro de la tarde del día de la presentación. Le pregunté al maestro Libardo si me autorizaba dejar entrar más personas para que vieran el espectáculo sentados en las escaleras y me autorizó doscientas adicionales. La boleta costaba quinientos pesos. En total asistieron mil doscientas personas, la mayoría estudiantes, profesores y trabajadores de la misma universidad.
Unas semanas después viajé al Festival Iberoamericano de Teatro. Mi presentación principal fue programada en la sala del Teatro Popular de Bogotá; esa vez llevaba una obra basada en mitos y leyendas de Santander, musicalizada por dos estudiantes de música de la UIS, John Claro y Andrés Páez, quienes tenían un dueto que se llamaba Música Para El Pie Izquierdo. Esa noche, justo en el centro de la primera fila del público estaba sentado el escritor colombiano Jairo Aníbal Niño. No lo podía creer. La luz de los reflectores del escenario alcanzaba a develar su presencia ante mi. No lo conocía personalmente, pero había visto su fotografía en los periódicos y leído todos sus libros, incluso contaba un par de cuentos suyos. Todavía recuerdo su abrazo y emoción al final de la presentación.
Esa misma semana me programaron una presentación en un bar cultural al norte de Bogotá. Se le iba rendir homenaje al escritor colombiano Celso Román, el autor del cuento con el que había ganado en Ocaña mi participación en el Festival Nacional de Cuenteros “Puro Cuento”. Contar el cuento “El vendedor de objetos insólitos” a su propio autor me resultó alucinante. Además conté otro suyo: “La muerte de Nicolás Galeano”. Cuando me bajé del escenario, Celso, a quien no conocía personalmente, me mandó a llamar a su mesa y luego de felicitarme me preguntó en qué libro estaba ese cuento. Entonces recordé que cuando leí su libro me pareció extraño que un cuento de ambiente puramente rural, estuviera metido en un libro de cuentos netamente urbanos.
Cuando regresé a Bucaramanga programé una segunda presentación en el auditorio Luis A. Calvo de la UIS, la cual se llenó como la vez anterior. El periódico Vanguardia Liberal envío una periodista a cubrir el evento y al día siguiente me hizo una larga entrevista. A la semana siguiente, la separata Dominical del periódico me dedicó cuatro páginas de contenido, que resaltaban mi trabajo artístico y la sorprendente movilización que éste producía en los públicos de la ciudad.
En ese momento había culminado mi plan de estudios de ingeniería de petróleos y me disponía a inscribir mi proyecto de grado, antes de viajar a Neiva para hacer mi práctica profesional con la compañía Holcol, subsidiaria de la Shell Petroleum Company.
Sin embargo, estaba por ocurrir algo extraordinario.