CAPÍTULO 52

Un olor fétido y pestilente recorría como siempre las alcantarillas, la oscuridad casi total se adueñaba de los túneles y miles de ratas moviendo sus nerviosos hocicos husmeaban aquí y allá cualquier bulto que tuviera un ligero sabor, aunque fuera dudoso. Un agua espesa, podrida, muerta en sí, pero viva por los millones de seres que por ella navegaban y que su solo contacto con la sangre de los hombres bastaría para infectarlos mortalmente.

Normalidad. De vez en cuando, alguna cucaracha huía aterrorizada por el galope de un monstruo gigantesco y repelente de cuatro patas, una rata que, aunque normalmente no atacaba, el solo jugueteo con sus patas delanteras y su hocico curioso sobre su cuerpo blindado podía hacer mucho daño, y aunque pequeña en tamaño sobre los seres visibles más pequeños, alguien la había dotado de una extraordinaria capacidad para correr y la maravillosa posibilidad de escurrirse entre los huecos más pequeños.

Normalidad. El techo abovedado de los túneles, poblado de oscuras arañas que tejían con ardor y dedicación unas enormes redes que tan solo el tiempo podía destruir, y que no lo hacía porque el tiempo allí abajo no existía. Alguna vez había querido colarse junto con la presencia de algún hombre, un operario que venía a revisar, a arreglar, pero cuando agotado tras unas horas de trabajo decidía salir, el tiempo, ante la presencia de tantos enemigos dispuestos a ignorarle, salía con él. Tan solo el ruido era algo que los animales de todas las especies vivientes allí abajo no ignoraban, porque representaba, en la mayoría de los casos, comida y el aviso de que había que seguir viviendo…; y peligro.

Normalidad. Hacía siglos que el ruido del agua cayendo por un desagüe pequeño representaba la llegada del alimento para las ratas. Sus ancestros se lo habían enseñado y ya casi era una cuestión genética. La llegada de esa agua traía detritus, sí, pero entre ese detritus, entre esas sólidas masas descompuestas, podían encontrarse multitud de cosas, restos de comida, aceites, papeles, celulosa, cosas que si bien en su mayoría no eran sabrosas tampoco resultaban desagradables para la pobre exquisitez de sus paladares...; y peligro.

Normalidad. El ruido pastoso y atronador para esos millones de pequeños oídos de tan variadas especies, de los rápidos que se formaban en algunos canales y que solían coincidir con el clap, clap, clap de algo que golpeaba en los techos de sus cuevas y que por muchos millones de años que vivieran y que, por supuesto, iban a vivir, no podrían saber que era la lluvia limpia y saludable, que al entrar por los agujeros subterráneos arrastraba toda la porquería que cubría las ciudades y que si, por una parte, contribuía al aumento de víveres para estos seres de la oscuridad, por otra se convertía en una trampa mortal para muchas criaturas, contribuyendo de alguna manera al equilibrio natural de las especies. No era raro que en tales momentos un grupo de ratas pasara cerca de uno de sus congéneres que había tenido la fatalidad de caer en suelo fangoso, quedando atrapada ante la indiferencia de las otras y muriendo despacio mientras en vida servía de alimento a las cucarachas, pulgas y piojos que se cebaban sobre el ser indefenso, otrora monstruo temido y mortal. Quizá una pequeña y socorrida venganza.

Normalidad. Todo este pequeño universo sin tiempo, lleno de indiferencia y crueldad, desapasionado y salvaje, en donde el débil corría a esconderse del fuerte si no

quería ser devorado, donde el fuerte pasaba los momentos inexistentes de su vida en una continua búsqueda de alimento. Nacer, alimentarse, procrear a toda velocidad ante la inseguridad de sus vidas y morir lo antes posible, tan solo breves instantes para demostrar que todo existe, hasta lo terrible, lo feo, lo oscuro, lo putrefacto, todo aquello en lo que el hombre no quiere pensar voluntariamente y que, sin embargo, se impone por encima de cualquier consideración en sus pesadillas inconscientes. Pero ni siquiera ese inconsciente desbocado en una de las peores pesadillas habría podido imaginarse o adivinar el porqué ahora las alcantarillas estaban vacías, muertas, ausentes no ya solo de tiempo, sino también del movimiento que en parte las animaban. Las criaturas del miedo y de la repulsión sentían ahora miedo y repulsión por una nueva compañía instalada en sus dominios, por eso, ahora, en las madrigueras, pequeños agujeros horadados por el agua, por pequeños derrumbamientos o por la acción de las uñas de los roedores, dominaba el más absoluto silencio. Miles de pequeños ojillos amarillentos observaban con preocupación y abatimiento a sus congéneres más arriesgados o más inexpertos en sensaciones de alarma, que salían en busca de alimento o tras la pista de algún otro animal en celo, si es que algún celo quedaba todavía sin aplastar por la terrible sensación de terror que se imponía por encima de otras sensaciones vitales. Y observaban cómo, invariablemente, todos los rastros conducían al mismo sitio, y observaban como salían, casi confiados, para no volver jamás. Y aunque su herencia genética les informaba de las nulas posibilidades de extinción de su especie, había algo muy dentro de ellas que les indicaba que no lo dieran por hecho, que su total desaparición no era tan imposible y que en el momento en que se dejaran arrastrar por el pánico, acabarían todas por perecer en el mismo agujero.

 

pero casi más duras, habían optado por salir lo menos posible de sus agujeros, y si tenían que hacerlo empujaban delante a la más débil o enferma, para en definitiva ir todas a morir al mismo sitio.

La alimentación seguía asegurada por la muerte de muchas de ellas en sus mismas guaridas.

Ante todo, se imponía el instinto de supervivencia de la especie, y procreaban constantemente sin cesar, procreaban sin celo, procreaban con la esperanza de que cuando todo terminase su número sería tan grande que ningún enemigo, por fuerte que fuese, podría acabar con ellas e incluso llegarían a dominar todo el submundo por encima de sus enemigas las ratas, primero, y el mundo de la superficie por encima de su ancestral y más peligroso enemigo, el hombre, después. Algo había interferido sus reducidas ondas cerebrales, seres cuya única preocupación era la de sobrevivir y cuyo único dato para hacerlo era alimentarse y procrear de forma convulsa, tan solo dictada por las leyes de la naturaleza, se encontraban ahora tremendamente selectivas a la espera de descubrir la más mínima debilidad en una de ellas para lanzarse a su total extinción, de manera que tan solo quedasen las más capacitadas para la extraña época que se acercaba. Y, no obstante, hasta las más duras, las más fuertes y las más rápidas, sentían un miedo indefinido.

Pero, a pesar de todo, sentían que muy pronto su número sería tan inmenso que nadie podría acabar con ellas y sí saldrían al exterior como auténticas dueñas de un medio que en cierta manera todavía les era hostil.

Normalidad. Un extraño fluido corría ahora por los túneles sin posibilidad de descripción, un fluido incoloro, invisible, que llenaba de miedo e inseguridad a todos los seres grandes y pequeños que habitaban el submundo, un fluido que se había adueñado de ese submundo de forma progresiva, introduciéndose débilmente primero y haciéndose notar poco a poco a medida que iba cobrando fuerza y energía. Los seres vivos, que al principio habían sentido hostilidad hacia un posible nuevo enemigo, pero que no podían atacar lo que no veían, se habían mantenido furiosos e irascibles durante un tiempo, volcando su ira sobre sus congéneres en un «todos contra todos» que había estado a punto de crear una extinción masiva por caos, pero poco a poco se habían dado cuenta de la inutilidad de esa furia y del peligro en que les ponía ese comportamiento, y habían empezado a aceptar que aquella fuerza invisible era más inteligente y más poderosa que el más fuerte de ellos. Y con esa aceptación había llegado el terror, un terror a lo desconocido, a la amenaza de sentirse en manos de un dios caprichoso que con solo un movimiento podría hacerlos desaparecer. Nada era seguro, pero el instinto de estos animales milenarios era lo suficientemente fuerte como para indicarles la conveniencia de sojuzgarse para sobrevivir. A pesar de ser animales gregarios, las posibilidades de comunicación entre las cucarachas son totalmente primitivas. En ningún caso, a lo largo de su existencia sobre la tierra, han tenido otra facultad que la de poder indicarse unas a otras comida, celo y peligro; por eso, ahora, mientras habían ido sintiendo la presencia de ese fluido, notaban cómo sus posibilidades de comunicación crecían de forma insospechada. Ahora sentían otra facultad: la de unirse en un objetivo común, ser fuertes, más que cualquiera de sus enemigos y poder dejar de correr. Llamar a sus camaradas en caso de peligro para protegerse. No iban a ser más fuertes individualmente, pero su número sería tan inmenso que nadie se atrevería a hacerlas frente, y todo empezaría en los túneles para después subir arriba, a lo más alto. Y esa nueva capacidad les daba una fuerza insospechada.

Aunque para los ojos de un espectador todo continuaba igual, con un poco de atención se habría sorprendido al comprobar cómo las escasísimas ratas que pululaban por los túneles esquivaban el roce con las cucarachas y cómo hasta el agua deslizándose por los canales trataba de pasar desapercibida, y, sobre todo, cómo, más que oírlo lo habría sentido dentro del cuerpo, un latido sordo y profundo, que muy bien habría confundido con el sonido de su propio corazón. Y era el latido que casi no se oía lo que había cambiado el comportamiento de los animales y el que había sembrado el miedo, porque ese fluido que no tenía forma, que no ocupaba un lugar en el espacio, que, de ninguna manera, ni con los equipos electrónicos de detección más sofisticados, se habría podido ver, tenía un nombre: MIEDO.

Y hacía tiempo que el miedo había empezado a actuar.