CAPÍTULO 47

―Hemos llegado a punto.

―¿Por qué lo dices?

―¿No te has dado cuenta?

―¿De qué?

―¿No ves que desde que hemos entrado ha estado disminuyendo el caudal de agua y eso que vamos contra corriente?

―No me había fijado.

―Ya lo sé, menos mal que estoy yo aquí, que si fuera por vosotros el servicio de alcantarillado se podía ir a la mierda.

―En la mierda estamos y para eso eres el jefe.

―Pero a ti también te pagan por cuidar esto.

―¿Me pagan? Ni todo el oro del mundo sería suficiente para pagar este trabajo tan asqueroso. Todo el día rebozado en la mierda de los demás.

―¡Joder!, pues si no te gusta búscate otro trabajo.

―Como si fuera fácil.

―El que quiere lo encuentra.

―Ya, y me dirás que a ti sí te gusta.

―Te garantizo que estoy satisfecho con mi trabajo, si no, no estaría aquí.

―Y me quieres decir qué es lo que te agrada de este trabajo tan cerdo.

―Para empezar, no es un trabajo guarro, lo que ocurre es que el ambiente lo es. Pero te garantizo que sin nosotros no existiría la civilización. Imagínate, si no hubiera alcantarillas, a la gente tirando la mierda por las ventanas al grito de «¡Agua va!» Creo que sí es importante, y mucho.

―Desde luego, el que no se consuela es porque no quiere, el otro día, Paco empezó hablándome de las grutas secretas y acabó con la salvación del alma, ahora tú me dices que somos los guardianes de la civilización. ¡Coño!, ¡qué cantidad de Mesías!, lo debe de dar la oscuridad.

Paco, al oír su nombre, dejó de hablar con su compañero para acercarse hacia Gerardo y Cayo. Normalmente, cuando los encargados del servicio de alcantarillado bajaban para efectuar su trabajo, solían ir en parejas y separados tres o cuatro metros una de otra, con el fin de poderse ayudar en caso de aparición de gases.

―A ver, ¿qué es lo que estáis diciendo de mí?

―Nada, hombre, que este es un filósofo, como tú. Y le decía que lo debe de dar el oficio.

―¡Anda, leches! ¿Qué tengo yo de filósofo? ―preguntó Paco, sorprendido.

―No le hagas caso, lo que pasa es que no entiende la utilidad de este trabajo ―terció Cayo.

a nosotros se mantiene la civilización…

―No te quepa la menor duda ―corroboró Paco.

―Otro que tal baila. Cuando yo digo que lo da el oficio..

―Piensa con la cabeza ―insistió Cayo―. ¿Tú qué crees que pasaría si no hubiera alcantarillas?

―Pues que habríamos inventado un triturador de caca que la mandaría a una fábrica de reciclaje para abonos, cementos u otras cosas por el estilo.

―Pero por algún canal tendría que ir.

―¿No hay camiones para la basura?, pues lo mismo para recoger lo otro. Lo que pasa es que la humanidad inventa solo cuando no le queda más remedio. Así nos va.

―Como está bien el tráfico, solo faltaría una flota de camiones llenos de mierda por Madrid.

―¡Jo!, ¡tíos! ¿Os imagináis un choque frontal de dos camiones de esos en plena Gran Vía?

―¡Qué flipe! Toda la mierda por mitad de la calle. Qué olor... ―intervino ahora Marcos, que había estado en silencio hasta ese momento, escuchando la conversación

―Ya salió el cerdo de Marcos. No se te ocurren más que guarradas.

―Me diréis que no sería divertido.

―Bueno, vale, id para atrás ―mandó Cayo―, que parecemos cotorras, todos aquí arremolinados.

Marcos y Paco volvieron a distanciarse de Gerardo y Cayo. Durante varios minutos permanecieron callados mientras vigilaban el caudal del agua. Habían recibido un aviso de la central del Canal de Isabel II sobre irregularidades observadas en los colectores y en los desagües. Tan pronto caía un torrente de agua como cesaba por completo. Ahora, los cuatro hombres iban en busca del atasco.

Aunque habían entrado por una boca de la ribera del Manzanares, lugar donde se había detectado el atasco, se dirigían, siguiendo el irregular caudal de agua, hacia la renovada estación de trenes de Atocha. La distancia recorrida aun antes de llegar era enorme, y decidieron salir a respirar aire fresco al paseo de Santa María de la Cabeza. Normalmente, por el ambiente irrespirable, las cuadrillas de trabajadores no solían permanecer en una alcantarilla más de dos horas seguidas. Pero en el caso de realizar un trabajo pesado, el tiempo de permanencia era mucho más breve, ya que la necesidad de aire fresco también era mayor.

Cayo decidió arriesgarse a seguir el cauce por la superficie. Conocía perfectamente el subsuelo de Madrid y no necesitaba seguir el camino por abajo. Llevaba más de treinta años trabajando en el alcantarillado madrileño y aunque le gustaba la libertad que le daba su trabajo, también le había traído alguna que otra desgracia, como por ejemplo el abandono de su mujer que un día salió de casa para no volver. Le dejó una nota en la que decía que cada vez que alguien le preguntaba en qué trabajaba su marido, ella sentía vergüenza de decir que «limpiaba alcantarillas». Él lo entendió y aceptó el abandono sin guardar rencor alguno, porque sabía que, si su mujer le hubiera dado a elegir entre ella o su trabajo, habría escogido su trabajo, al fin y al cabo, le daba más satisfacciones que ella. Incluso, aunque le hubiera conseguido un trabajo en las oficinas del Canal,

nunca lo habría aceptado. El alcantarillado de Madrid tenía algo mágico para él. Los túneles, las galerías, las minas gateras o túneles estrechos por los que solo se podía pasar casi tumbado, lugares por donde ningún pie humano fuera de la Policía, la Guardia Civil, los poceros y los operarios de alcantarillado se atreverían a entrar, incluso los animales moradores permanentes de la oscuridad como las ratas, las cucarachas y las arañas, daban un toque de misterio y soledad únicos. Realmente, disfrutaba con su trabajo.

Al llegar a Atocha, sabiendo que el túnel tenía una desviación, decidió bajar para investigar si el atasco estaba en ese lugar. Allí, dos túneles, uno procedente del paseo de María Cristina y el otro del paseo del Prado, convergían, formando uno solo que bajando por Santa María de la Cabeza, desembocaba en una depuradora de aguas residuales cerca del río Manzanares.

Ninguno de los dos se hallaba atascado, pero del procedente del paseo del Prado bajaba el agua a borbotones irregulares, así que decidió que seguirían por él.

―Cayo, tío, ¿hasta dónde nos vas a llevar andando? ―pregunto Gerardo―. Esto es más pesado que un collar de melones.

―¿Qué quieres que haga?, tenemos que encontrar el atasco.

―Pero esto pertenece a otra sección, podemos dar el aviso para que vengan ellos y marcharnos de una puñetera vez.

―No seas coñazo, ¿después de lo que hemos andado vamos a dejar el mérito a otros? Ni borrachos.

―A mí, la cosa del mérito no creas que me llama mucho la atención, te lo cedo a ti y yo me largo. ¿Vale?

―No, no vale. Cuando encontremos el problema, en caso de que sea algo gordo, nos volveremos. Antes no.

―¿Será posible? Mira que eres cabezón.

―¡Oye!, esperad un momento ―les interrumpió Gerardo, que se acercó a ellos a grandes zancadas.

―¿Que pasa ahora? ―preguntó Cayo.

―Marcos, que se ha quedado rezagado atándose las botas, y no viene.

―¡La leche que te han dado!, y ¿por qué no lo has avisado antes?

―Me ha dicho que siguiera, que nos cogería enseguida.

―¿Hace mucho?

―Cuatro o cinco minutos.

―Genial. Anda, Paco, dale un grito a ver si aparece.

Paco llamó a Marcos, pero ante la falta de respuesta, se le unieron Gerardo y Cayo, inútilmente.

―Para mí que se ha largado con la música a otra parte y no me extrañaría nada, yo ya estoy hasta los huevos de caminar por estos túneles ―aseguró Paco.

―Espero que no lo haya hecho, porque te juro que le meto un paquete que se le van a quitar las ganas de volver a plantar a sus compañeros.

―Cayo, macho, si es que esto harta a cualquiera.

―¿Pero se puede saber qué demonios os pasa? Da la sensación de que es la primera vez que bajáis a las alcantarillas.

―No sé ―respondió Gerardo―, hoy no estoy a gusto aquí.

―¡Ah!, ¿es que alguna vez lo estás?

―No es eso, estoy inquieto, como si fuera a pasar algo.

―Lo que me faltaba ―dijo Cayo―. Ahora me sales con esas. Os juro que en cuanto lleguemos a la oficina pido otro equipo más profesional.

―Os lo digo de verdad, desde que he dejado a Marcos, he estado oyendo una especie de rumor constante, como un latido.

―Vete tú a saber lo que puede ser. Cualquier cosa. Pero a tu edad que me salgas con esas…

―¿Qué quieres que le haga? Tengo miedo, creo que va a ocurrir algo.

―¿También tú has salido gafe? ―protestó Paco―. Bastante desagradable es este lugar para que vengas con predicciones funestas.

―De verdad, Cayo, ¿por qué no nos vamos de una vez y volvemos mañana?, o mejor, ¿por qué no avisamos al equipo de zona y que vengan ellos?

―Idos a hacer puñetas, parecéis niñas de colegio. Aquí nadie da la vuelta mientras yo siga al mando. No puedo imaginarme llegando a la oficina y diciéndole al jefe que no hemos encontrado el atasco porque nos ha dado miedo un ruido y nos hemos vuelto.

Paco y Gerardo guardaron silencio algo avergonzados, pues comprendían que a Cayo no le faltaba razón, pero no podían evitar esa sensación de angustia que ahora sentían. En los pocos momentos de silencio que durante la marcha habían guardado, Paco había podido escuchar también esa especie de latido, un lento golpeteo acompasado. No había dicho nada para que no le tomasen por un miedoso, pero ahora, con la desaparición misteriosa de Marcos, y el miedo real que había confesado Gerardo, no podía evitar la sensación de que algo, por lo menos extraño, les esperaba al final del túnel.

―Entonces, ¿qué crees que puede ser ese ruido? ―preguntó a Cayo.

―Yo qué sé, Paco. Será el eco de un martillo hidráulico en alguna obra de la superficie. De todas maneras, pronto lo averiguaremos, este túnel acaba trescientos metros más allá, debajo justo del Ministerio de Sanidad. Pero, por el amor de Dios, ―insistió ante el abatimiento que mostraban sus dos subordinados―, ¿es posible que un ruido asuste a dos tíos hechos y derechos?

―Te juro que no es el ruido solamente ―respondió Gerardo―, es una sensación que no he tenido nunca.

―Pues olvídate de esa sensación y vamos a seguir. Te garantizo que cuando salgamos de aquí voy a estar recordándoos esto para el resto de vuestra vida. Me voy a reír de los tres cagones que se asustan de la oscuridad.

Los tres hombres continuaron andando por el túnel que terminaba, como Cayo había asegurado, debajo del Ministerio de Sanidad para unirse a través de un enrejado con otra boca perteneciente a la tercera sección del canal.

A medida que se acercaban, el latido se oía más fuerte y más grave, afectando a Gerardo de tal forma que ya no se preocupaba en disimular el miedo que sentía.

A diez metros del final, descubrieron un desprendimiento lateral que cubría el caudal de agua con casi un metro de altura de arena. Bordeándolo, descubrieron que, con la caída de un gran trozo de pared, se había formado un agujero del tamaño de una persona por el que podía verse la continuación de otro túnel. Al asomarse, pudieron escuchar el ruido con mucha más intensidad. Cayo se introdujo por el agujero, siendo seguido por Gerardo y Paco.

―Bueno, muchachos ―dijo aquel―, aquí tenéis el motivo del atasco: la proximidad de dos túneles y la humedad han hecho que se desprenda un trozo de pared, taponando casi por completo el caudal.

―Cayo ―preguntó Paco―, ¿tú conocías este túnel?

―No, es la primera vez que lo veo.

―¿Y has visto alguna vez una alcantarilla construida en piedra como esta?

―No, pero no es que la hayan hecho con piedra, es que está horadada en ella.

―O sea, que esto no es una alcantarilla.

―No lo parece, yo diría que más bien podría ser una antigua cueva.

De pronto, Gerardo, que temblaba de miedo, dio un grito mientras señalaba a una piedra con forma de lápida.

―Mirad, mirad, esa lápida tiene una inscripción.

Cayo y Paco se acercaron a donde señalaba Gerardo y vieron, efectivamente, una especie de lápida con un texto escrito en ella.

―No sé lo que dice, creo que está en latín ―aseguró Cayo.

Paco se acercó un poco más y después de pasar su mano enguantada por la piedra para quitarle el verdín que la humedad y el tiempo habían formado sobre ella, intentó leer en voz alta.

―La-pi-des, no sé qué, o-cci-di-et, esto no lo veo bien, lapides pe-ri-bis. ¡Joder!, no sé si es latín o ruso, pero ¿sabes qué? Voy a sacar una foto con el móvil y lo vemos en casa. Ese ruido cada vez se hace más intenso.

―Y parece que sale del fondo.

―Por lo que más queráis. ¡Vámonos de aquí! ―suplicó Gerardo.

―Está bien ―concedió Cayo―, está bien, media vuelta, vámonos. Cuando lleguemos daré el parte y que vengan los albañiles a reconstruirlo.

Paco sacó su móvil del bolsillo trasero del pantalón y después de pulsar sobre el icono de la cámara y aceptar el flash, sacó varias fotos, y junto con Cayo y Gerardo salió por el agujero a la alcantarilla emprendiendo el camino de vuelta.

―¿Te has fijado, jefe ―comentó Paco―, lo grande que era la cueva? Debía de tener por lo menos diez o doce metros de altura. ¿No te da la sensación de que la alcantarilla es ahora más bajita?

Cayo permaneció en silencio. Algo había notado a la salida, pero no sabía exactamente el qué. Al principio le había ocurrido lo mismo que a Paco, pero durante treinta años que llevaba recorridos estos túneles, conocía perfectamente sus dimensiones exactas y sabía que de ninguna forma podían encogerse. Siempre había comentado que su altura, un metro setenta, era la ideal para trabajar en las alcantarillas de la zona centro, que medían casi dos. Llegaba perfectamente al techo, pero sin chocar con él. Ahora se había dado cuenta de que, desde que salieron de la cueva, habían tenido que ir cada vez con más cuidado para no tocar el techo con la cabeza. Ante la seguridad de que algo raro estaba sucediendo, optó por acelerar el paso, pero a medida que avanzaban empezaba a escucharse el crujido del techo a la vez que el latido aumentaba de volumen y se aceleraba.

Cuando ya no le cupo la menor duda de que el túnel se hundía, empujó a sus hombres para que corriesen.

―¡Por los clavos de Cristo! ―exclamó―. ¡Corred!, ¡el túnel se está derrumbando!

Inmediatamente, echaron a correr en desbandada, atropellándose y tratando por todos los medios de no ser aplastados, pero sintiéndose vencidos de antemano.

Aunque nunca habían pasado una situación semejante, sí habían oído contar a algunos compañeros más veteranos antiguas historias de derrumbamientos de túneles, en otros tiempos más frecuentes por la deficiencia de la construcción, y en todas ellas los protagonistas habían muerto sepultados. Según avanzaban, las piedras, cascotes y ladrillos iban cayendo detrás de ellos y así pudieron correr durante varios minutos, comprobando con alivio que iban ganando ventaja. De pronto, al salir al túnel principal, descubrieron con horror que estaba cerrado por ambos extremos, obstruyendo cualquier posible salida. No obstante, corrieron hasta una de las paredes como único recurso, sabiendo que nada les iba a librar de una muerte que ya veían segura. De repente, tal y como había comenzado, cesó. Un silencio pesado y polvoriento se extendió por el estrecho hueco donde habían quedado atrapados, tan solo roto por la jadeante respiración de los tres hombres.

―¿Qué ha pasado?, ¿me queréis decir qué ha pasado? ―preguntó Gerardo, queriendo hallar una respuesta lógica a algo que ni en sus peores pesadillas habría soñado posible.

―¡Mierda!, está bien claro, estamos atrapados bajo un montón de cascotes ―le respondió Paco.

―No os preocupéis, ya pasó ―intervino Cayo―. Ahora es solo cuestión de esperar a que vengan a por nosotros. Nuestro encargado sabe perfectamente la dirección que tomamos y, si a la hora de salir no estamos, dando el parte vendrán enseguida.

―Todavía faltan varias horas ―repuso Gerardo―, ¿crees que podremos aguantar aquí dentro? Seguramente nos quedaremos sin oxígeno.

―¡Coño! Gerardo, no seas cenizo ―le recriminó Cayo―, estamos casi a ras de tierra y el espacio es grande, podremos tener cualquier otro problema, pero no el del oxígeno. Procurad hablar lo menos posible y resistiremos hasta que vengan a sacarnos.

―Lo que no entiendo es por qué se ha hundido esta parte de los túneles y además de esa forma tan extraña ―se preguntó Paco.

―¿Qué quieres decir?

―Sí, según corríamos se iban desprendiendo los cascotes, pero siempre más despacio y detrás de nosotros. Es como si nos hubieran querido traer hasta aquí.

―Mira, Paco ―le habló Cayo en tono paternal―, no le des más vueltas al asunto, la alcantarilla se ha hundido en un sentido, suele pasar, y nosotros hemos conseguido salir en la buena dirección, ha sido tan solo una cuestión de suerte, si hubiéramos corrido en sentido contrario, ahora mismo estaríamos debajo de varias toneladas de cascotes. Y, ¿quién sabe?, si a Marcos no le ha pillado el desprendimiento, estará dando aviso del accidente. Todo está a nuestro favor, así que no tenéis por qué preocuparos, dentro de un rato estaremos otra vez al aire libre.

―No sé qué decirte, Cayo, y ¿ese latido que escuchamos?, ¿no notáis cómo se va oyendo poco a poco otra vez? ―insistió Paco.

―¿Qué coño se va oyendo? ―gritó de pronto Gerardo―. Lo que sea que produce ese latido se va acercando hacia aquí. ¿No lo notáis?

―Ahora solo falta que empecemos a preocuparnos por una mierda de ruido ―repuso Cayo―. Olvidaos de una vez de ese latido y procurad pensar en algo agradable. Hacedme el puñetero favor.

Todos guardaron silencio, Gerardo y Paco pendientes del ruido, Cayo preocupado por la situación extrema en que se hallaban. Si después de todo les rescataban enseguida, tal vez no volvería a entrar en los túneles, pero por lo menos pretendía tener la posibilidad de elegir. Y si por la circunstancia que fuese no les encontraban… Bueno, mejor era no pensar en ello. Mejor, en estos casos, no pensar en nada, evadirse. Eso era lo que le habría gustado hacer a Cayo, pero había dos cosas que se lo impedían, la primera, el hecho en sí de estar bajo tierra, encerrados y sin posibilidad de salir, sin tener la seguridad absoluta de que fueran a sacarlos de allí; y la segunda, que ese maldito latido del que hablaban Gerardo y Paco y al que no daba importancia en voz alta, sí le tenía algo asustado. Lo había venido oyendo de forma tenue primero y se había ido incrementando paulatinamente a medida que habían ido avanzando por la alcantarilla, y, ahora, después del derrumbamiento, notaba cómo, efectivamente, por mucha importancia que le quitara, se iba acercando. De algo tenía la certeza total: no se trataba de una máquina bombeadora. Esa zona era suya y él habría sabido al instante de su instalación. Por otra parte, ninguna bombeadora, una vez encendida y funcionando, se movía de su sitio, y ese latido, que tenía tanta semejanza con dichas máquinas, venía hacia ellos. Los otros dos hombres, por miedo a ser tachados de cobardes por Cayo, no decían nada, aunque no dejaban de pensar en ello, pero llegó un

momento en que el latido resultó tan ensordecedor, que ignorarlo habría resultado ridículo. Paco rompió el silencio.

―¡Joder! ¡Cayo!, ¿me quieres contar qué cojones está provocando ese ruido?

―No lo sé ―tuvo que elevar el tono de voz para que se le oyera―, a lo mejor es una taladradora que está abriendo camino.

―¿Tan rápido? Esto se acaba de derrumbar, no han pasado ni cinco minutos, ¿y ya van a venir en nuestra búsqueda? Eso no es una taladradora y tú lo sabes.

―¿Y qué coño quieres que te diga? Sé tanto como vosotros. Esperemos a que llegue y ya veremos de qué se trata.

―Eso no es una máquina. ―Gerardo comenzó a hablar para sí mismo en voz muy alta, imponiéndose al ruido que a esas alturas se había vuelto insoportable―. Es un ser vivo. ¡Mierda!, ¡eso está vivo!

Cayo y Paco no contestaron. Ante la imposibilidad de actuar, se quedaron pegados al muro, a la espera de descubrir lo que fuese, pues tenían la seguridad de que máquina o ser vivo estaba empezando a atravesar la piedra y en muy pocos segundos aparecería delante de ellos.

Durante unos instantes permanecieron quietos, silenciosos y expectantes, mientras las piedras y cascotes caían cuidadosamente sin alterar para nada la estancia donde se encontraban y dejando al descubierto un boquete que cada vez iba haciéndose más grande hasta dejar una abertura de tres metros de altura. Entonces, repentinamente, se hizo el silencio, el latido cesó y desaparecieron todos los

ruidos. Los tres hombres continuaron inmóviles mientras crecía su ansiedad y su miedo. No estaban preparados para ver lo que, de repente y como si en vez de llegar se hubiera formado de la roca ante sus ojos, apareció: una cabeza monstruosa, negra como el azabache, provista de antenas y dos enormes tenazas, seguida de un cuerpo que rápidamente asociaron al de una cucaracha gigantesca.

Lo que resultaba más espantoso era lo irreal de la escena, una cucaracha podía resultar desagradable, pero si medía más de dos metros, cobraba vida, movía sus antenas, avanzaba con sus patas y los miraba con un par de ojos increíblemente humanos, el terror resultaba indescriptible, y los tres hombres, aterrorizados ante la aparición, gritaron vencidos por el pánico.

«¡Dios mío! ―tuvo tiempo Cayo de pensar―, te ruego que no me dejes morir de esta manera, que ese monstruo no me toque».

Si hay una fuerza divina que escucha los ruegos de los mortales, se manifestó en ese momento. Los tres hombres, fuera de sí, alucinados por la terrorífica aparición, no se dieron cuenta de que el túnel se les venía encima. Cuando lo descubrieron, ya era demasiado tarde; tan solo Cayo murió agradecido.