Nuestro Padre Celestial envió a Su Hijo, Jesucristo, a tomar sobre Sí los pecados de todas las personas que vivirían sobre la tierra, a fin de que pudiéramos ser perdonados. Ese sacrificio por nosotros fue posible gracias a la divinidad de Jesús y a Su vida perfecta.
Jesús fue un Maestro de maestros y un siervo para todos. Pero fue infinitamente más que eso. Cuando preguntó al apóstol Pedro: “… ¿quién decís que soy yo”?, Pedro respondió: “¡Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente!” (Mateo 16:15–16).
Jesús vivió una vida perfecta para mostrarnos el camino de regreso a nuestro Padre Celestial. Aunque nunca pecó, Jesús fue bautizado para obedecer a Dios y enseñarnos que el bautismo es un requisito para todos.
Jesús también es el ejemplo perfecto de amor. Durante Su vida en la tierra, Él cuidó de los pobres, sanó a los ciegos (véase Juan 9:1–7), recibió a los niños con los brazos abiertos (véase Mateo 19:13–14), e incluso perdonó a quienes lo crucificaron (véase a Lucas 23:34). Su amor es infinito y está al alcance de todos los que lo necesitan.
Con solo doce años de edad, encontraron a Jesús enseñando a los eruditos en el templo (véase Lucas 2:42–52). Ellos estaban asombrados de lo mucho que sabía. Jesús llegó a ser el Maestro más grandioso que jamás haya vivido. A menudo utilizaba parábolas, o relatos, para enseñar importantes lecciones. Esas parábolas eran sobre personas y situaciones comunes, de modo que eran fáciles de entender. Sus relatos siguen conmoviéndonos y motivándonos en la actualidad a seguirlo a Él y a servir a los demás.
La oveja perdida
Cuando estamos perdidos o nos sentimos solos y nos volvemos a Él, Jesús no solo nos recibirá con los brazos abiertos, sino que se regocijará como el pastor diciendo: “Alegraos conmigo, porque he hallado mi oveja que se había perdido” (véase Lucas 15:1–6).
El Libro de Mormón también contiene poderosas enseñanzas del Salvador. Él enseñó al pueblo la manera de orar, de ser humildes y de tratar a sus familias.
La misión de Jesús al venir a la tierra era salvarnos de nuestros pecados. Él estuvo dispuesto a sufrir y a sacrificarse a Sí mismo para pagar el precio de nuestros errores a fin de que pudiéramos arrepentirnos y ser perdonados.
En el Jardín de Getsemaní, Jesús sintió el peso de cada pecado y cada dolor que conoce la humanidad. Él sufrió por cada persona que ha vivido, sangrando por cada poro de Su cuerpo (véase Lucas 22:44). Fue arrestado, escupido, azotado y crucificado. Aun cuando los de Su propio pueblo lo estaban asesinando, Él clamó a Dios para que tuviera misericordia de ellos (véase Lucas 23:34).
A lo largo de nuestra vida, todos cometeremos errores y haremos cosas que lamentaremos. Pero siempre y cuando tratemos de ser mejores y oremos a nuestro Padre Celestial para obtener el perdón, podemos llegar a ser limpios de nuevo. Todos estamos en deuda con el gran amor de nuestro Salvador y Redentor Jesucristo.