La ruta


Texto 1: La llegada a Marruecos

De la noche a la mañana me veía en el corazón del Pequeño Atlas, en una posición de primera línea, encargado de las obras de una carretera que ni aun sabía por dónde pasaba y de la contabilidad de unas obras que no conocía. Además, era un sargento, es decir una vértebra de la espina dorsal de cualquier ejército del mundo. La pared donde se estrellan los golpes de arriba, l a oficialidad, y los de abajo, los soldados.

En la vida civil se miden las dificultades y se lanza uno contra ellas, o se soslayan. Si se fracasa, mala suerte. Si se triunfa, mérito a uno. Si no se decide uno a luchar, se queda donde está y no pasa nada. P ero en el ejército es distinto: le colocan a uno frente a las dificultades y no hay más remedio que atacarlas; si se fracasa, le castigan a uno; si se triunfa, se ha cumplido con el deber. Jamás se me hubiera ocurrido a mí en la vida civil solicitar el pue sto de encargado de la construcción de una c a- rretera y contable de las obras. En la vida militar, mis «peros» me los había cortado el capitán: «Puede usted retirarse».

¿Qué demonios iba yo a hacer al día siguiente?

Me dirigí a nuestra tienda y el machacante vino detrás:

- ¿Quiere usted comer algo? Los sargentos no cenan hasta las nueve. ...

- Bueno. Tráete algo.

Entré en la tienda. Sobre una de las siete camas estaba tumbado un paisano que se incorporó a medias al entrar yo. Un hombre macizo, más bien gordo, la bragueta desabrochada, el pecho cubierto sólo por una camiseta de malla sin mangas, pleno de vello negro y espeso que se escapaba por la red. Unas manos cuadradas sobre la panza, los dedos amorcillados con manchones negros de vello en cada falange. Dos suelas claveteadas con clavos gordos de cabeza cuadrada. Calcetines rojos caídos.

Me señaló una caja de botellas de cerveza al pie de la mesa:

- Sírvase. Aunque no está muy fresca.

Me serví un vaso de cerveza y me lo bebí de un trago. ¿Quién sería el tipo a quél? ¿Qué hacía, allí, en la tienda de los sargen- tos, un paisano? Se sentó completamente sobre la cama. El vientre le hacía tres fajas de grasa.

- Creo que nosotros no nos conocemos. Yo soy José Suárez. El señor Pepe me llaman todos. El contratista de la piedra. Creo que usted y yo nos entenderemos bien.

- Supongo que sí, que nos entenderemos. ¿Por qué no?-

Le di mi nombre y apellido.

Pero el hombre era expansivo. Se salió de la cama, sujetándose la pretina de los pantalones con las dos manos, y se sentó enfrente de mí, la mesita plegable en medio; rebuscó en una petaca enorme y escogió un cigarro, después de hacer crujir dos o tres entre sus dedos.

- Fúmese éste. Es magnífico.

- Lo siento, pero sólo fumo cigarrillos.

- Yo también. Pero éstos son necesarios.- Se sonrió con una risilla cómplice. Encendimos los cigarrillos y quedamos en silencio, mirándonos. Al fin dijo:

- Supongo que ya estará usted al tanto de las cosas. Me eché a reír un poco forzado.

- Hombre, no sé nada. Como dicen en Madrid: «Acabo de llegar de l pueblo». Anteayer en Ceuta y hoy aquí, sin haber sido nunca sargento, y sin haber hecho, en mi vida, vida de compañía; menos con estos líos de hacer una carretera; y para colmo, sin conocer a nadie aquí. Así que no sé nada de nada.

Manzanares entró con l a merienda y otra de sus botellas de vino tapizadas de vapor de agua. Tras la espalda del gordinflón me guiñó un ojo.

- Me lo figuraba. Por eso me alegro que estemos los dos solos. En cinco minutos nos ponemos de acuerdo. Como ya le he dicho, yo soy el cont ratista de la piedra. Tengo una punta de mo-ros trabajando; unos hacen barrenos en la cantera y otros machacan la piedra. La compañía me da la dinamita que yo pago. Luego la compañía me paga cada metro cúbico de piedra. Usted tiene que anotar la dinamita que gasto y los metros cúbicos de piedra que les doy. A fin de mes, liquidamos cuentas. A veces, los moros que yo tengo les ayudan a ustedes a desmontar el terreno y entonces es lo mismo: tantos metros cúbicos de tierra, tantas pesetas.

- Pues, me parece que la cosa no es muy difícil; no creo que vayamos a tener discusiones.

- No, hombre. Hay para los dos. Yo acostumbro a dar una tercera parte de los beneficios.

- ¿A quién?

Se me quedó mirando muy extrañado:

- ¿A quién va a ser? En este caso a usted.

- ¡Ah! Vamos. Usted pretende que las cuentas no sean claras, ¿no?

- Las cuentas son clarísimas. Ni Dios las puede tocar. Claro que para ello hace falta que usted lo apruebe. El capitán se lleva la otra tercera parte.

- ¿Así, el capitán está en la combinación?

- Sin él no se podría hacer nada. Pregúntele.

- Yo no le pregunto nada. Si tiene algo que decirme, que me lo diga él.

Debí contestar muy agrio. El señor Pepe se calló y luego seguimos hablando de cosas indiferentes. Al cabo de un rato se abrochó los pantalones y se marchó: «A ver cómo se las arregla el chico», dijo. ¿Quién sería el chico? Diez minutos después me llamaba el capitán:

- A sus órdenes, mi capitán.

- Baje la cortina de la tienda y siéntese un poco.- Se me quedó mirando con cada uno de sus dos ojos alternativamente-. Supongo que se ha puesto usted de acuerdo con Pepe.

- Me ha hablado algo. Pero en realidad no le he entendido. Además, como usted sabe, yo no conozco nada aún.

- Bien, bien. Le he llamado por eso. Le voy a explicar cómo están las cosas. Usted sabrá que el Estado español realiza todas sus obras por uno de dos procedimientos: por contrata o por gestión directa. En las contratas se saca a subasta la obra a realizar y se paga lo convenido a un contratista. En la gestión directa, se calcula el importe y la administración lleva la dirección de las obras y paga los jornales y los materiales. Claro es que esta carretera no podría hacerse por contrata, a través de un territorio que es territorio enemigo. Así que se hace por gestión directa; nosotros pagamos lo s jornales y compramos los materiales. Trazamos el proyecto y llevamos a cabo las obras totalmente. Para esto está la Comandancia de Obras de Tetuán, que se encarga de la parte técnica y administrativa. Cada uno tiene su jornal: los soldados ganan 2,50 pes etas, usted seis, nosotros los oficiales doce. Éste es un gran beneficio para todos. A los soldados se les da 1,50 en dinero y el resto se les mejora en comida. Así, no hace falta robarles nada en el rancho ni en la ropa. Y lo demás, es sencillo... -Alargó una pausa y sacó de una caja una botella de coñac y dos copas -. No he querido llamar al ordenanza... - Ahora continuó - . Le voy a hablar claro, para que nos entendamos bien: la compañía tiene un fondo particular, que se nutre de las economías que se realizan sobre lo presupuestado. Así, tenemos ciento once hombres, pero no todos trabajan; unos están enfermos, otros con permiso, otros tienen un destino, etc. Pero como el presupuesto son ciento once, los jornales son, naturalmente, ciento once. Pero como el que no trabaja no cobra, el sobrante de jornales pasa a la caja de la compañía. Con los moros es igual: el presupuesto son cuatrocientos, pero nunca se les puede tener completos; en realidad, son unos trescientos cincuenta. Pero como tienen que ser cuatrocientos, se agregan cincuenta nombres árabes y en paz. ¿Quién va a venir a contarlos? Los moros ganan cinco pesetas al día. Y se les da el pan que quieren a cuenta. Pero ésta es una cuestión de usted. En cuanto a Pepe, pues, es una cosa parecida; él saca la piedra y nosotros se la pagamos. Cada kilómetro de carretera necesita tantos metros de piedra. Pero... si la carretera tiene cinco centímetros menos de piedra..., bueno, calcule usted: cinco centímetros menos son unos doscientos metros cúbicos en kilómetro. En realidad - agregó cínico - , p o- nemos algo más en la cuenta. Además, sus moros nos ayudan a desmontar la tierra y la pagamos por metro cúbico también. Nada importa si se cuentan algunos de los que ha desmontado nuestra gente... - Se bebió la copa de coñac - . Hay además, claro, una porción de detalles pequeños que irá usted comprendiendo.Así que, ¿entendidos, no?

Y como nada tenía que hacer allí, me marché.


Texto 2: La guerra de Marruecos

Por primera vez iba a ir a la guerra.

Cada soldado cogido en el mecanismo de un ejército se pregu n- ta a sí mismo en la víspera de ir al frente: «¿Por qué?». Los soldados españoles en Marruecos se hacían la misma pregunta.

No podían evitar el intentar e ntender por qué se encontraban en África y por qué tenían que arriesgar sus vidas. Los habían hecho soldados a los veinte años, porque tenían veinte años; los habían destinado a un regimiento y los habían mandado a África a matar moros. Hasta aquí, su hist oria era la misma de todos los soldados que son movilizados por una ley y mandados al frente de batalla. Pero en este punto comenzaba su historia puramente española:

«¿Por qué tenemos nosotros que luchar contra los moros? ¿Por qué tenemos que "civilizarlos" si no quieren ser civilizados? ¿Civilizarlos a ellos, nosotros? ¿Nosotros, los de Castilla, de Andalucía, de las montañas de Gerona, que no sabemos leer ni escribir? Tonterías. ¿Quién nos civiliza a nosotros? Nuestros pueblos no tienen escuelas, las casa s son de adobe, dormimos con la ropa puesta, en un camastro de tres tablas en la cuadra, al lado de las mulas, para estar calientes. Comemos una cebolla y un mendrugo de pan al amanecer y nos vamos a trabajar en los campos de sol a sol. A mediodía comemos un gazpacho, un revuelto de aceite, vinagre, sal, agua y pan. A la noche nos comemos unos garbanzos o unas patatas cocidas con un trozo de bacalao. Reventamos de hambre y de miseria. El amo nos roba y, si nos quejamos, la Guardia Civil nos muele a palos. Si yo no me hubiera presentado en el cuartel de la Guardia Civil cuando me tocó ser soldado, me hubieran dado una paliza. Me hubieran traído a la fuerza y me hubieran tenido aquí tres años más. Y mañana me van a matar. ¿O voy a ser yo el que mate?»

El soldado español aceptaba Marruecos como aceptaba las cosas inevitables, con el fatalismo racial frente a lo irremediable. «Sea lo que Dios quiera», dice. Y esto no es una resignación cristiana, sino una blasfemia subconsciente. Dicho así, significa que uno se siente impotente ante la realidad y tiene que resignarse a la voluntad del usurero cuando le quita a uno el trozo de tierra, aunque se haya pagado tres veces su valor, por la simple razón de que nunca tuvo uno junta la suma total de la deuda.

Este español «sea lo que Dios quiera» no significa esperanza en Dios y en su bondad, sino el fin de toda esperanza, la expect ación de lo peor.

Los soldados españoles en Marruecos tenían todos los motivos para sentirlo así.

Texto 3: El desastre de Annual

Los libros de historia lo llaman el Desastre de Melilla o la Derrota española de 1921; dan lo que se llama los hechos históricos. No sé nada de ellos, con excepción de lo que leí después en estos libros. Lo que yo conozco es parte de la historia nunca escrita, que creó una tradición en las masas del pueblo, infinitamente más poderosa que la tradición oficial. Los periódicos que yo leí mucho más tarde describían una columna de socorro que había embarcado en el puerto de Ceuta, llena de fervor patriótico, para liberar Melilla.

Todo lo que yo conozco es que unos pocos miles de hombres exhaustos embarcaron en Ceuta con destino desconocido, agotados hasta el límite de su resistencia después de cien kilómetros de marcha a través de Marruecos, bajo un sol asfixiante, mal vestidos, mal equipados y peor comidos. Tan pronto como el barco dejó el puerto, comenzaron a marearse y a ensuciar la cubierta del buque. Comenzaron a blas femar y a hacer lo que les vino en gana, jugar o emborracharse, peleándose en su borrachera por las incidencias del juego: cantar y chillar, burlarse de los que vomitaban, reírse del coronel tripudo con la cara verdosa y el uniforme salpicado de comida a m edio digerir. El barco era un infierno.

Y Melilla era una ciudad sitiada.

Muchos años después aprendí lo que significa vivir en una ciudad sitiada, bajo la amenaza constante de la entrada del enemigo que se ha prometido a sí mismo botín, vidas y carne fresca de mujer. Las gentes en las calles pasan de prisa, porque nadie sale de su casa sin un motivo urgente. Los servicios públicos no existen; el teléfono no funciona, las cañerías revientan, no hay carbón, la luz se apaga de pronto, los zapatos se agujerean y las zapaterías están cerradas o vacías; los que no cayeron enfermos en diez años se sienten graves de pronto y hay que buscar al doctor cuando caen las granadas; las calles están oscuras en la noche y el peligro escondido tras cada esquina.

En la Melilla sitiada, un barco panzudo volcó estos miles de hombres mareados, borrachos, agotados de cansancio, que iban a ser sus liberadores. Establecimos un campamento, no sé dónde. Oímos cañonazos, tableteos de ametralladora, disparos de fusil en alguna parte fuera de la ciudad. Invadimos los cafés y las tabernas; nos emborrachamos y asaltamos las casas de putas. Putas y taberneros son imprescindibles en la guerra. Provocábamos a los habitantes asustados: «Ahora vais a ver lo que son cojones. ¡Mañana no queda un moro vivo!». Los moros habían desaparecido de las calles de Melilla; cuando el barco había atracado en el muelle, un legionario había cortado lasorejas de uno de ellos y las autoridades habían ordenado a todos los moros no salir de sus casas. A la mañana siguiente marchamos hacia las afueras de la ciudad: íbamos a romper elcerco y comenzar la reconquista de la zona.

Durante los primeros pocos días, nosotros, los ingenieros, construimos posiciones nuevas, volviendo cada noche del campamento a la ciudad. Los periódicos estaban llenos de cabeceras gritando horrores que nosotros aún no habíamos encontrado. Así nos fuimos alejando de la ciudad, adentrándonos en el campo abierto, y vimos el horror.

[...]

Pero no puedo describir el olor. Penetramos en él como se entra en las aguas de un río. Nos sumergimos en él y allí no había ni fondo ni superficie; no había escape. Saturaba los vestidos y la piel, se filtraba a través de la nariz en la garganta y en los pulmones, nos hacía toser, estornudar, vomitar. El olor disolvía nuestra sustancia humana. La empapaba instantáneamente y la convertía en una masa viscosa. Frotarse las manos era frotar dos manos que no eran más de uno, dos manos que parecían pertenecer a un cadáver en corrupción, pegajosas e impregnadas de olor.

Amontonamos los muertos en el patio sobre el caballo, los rociamos de petróleo y prendimos fuego a la pila. Apestaba a carne asada y vomitábamos. Aquel día comenzamos a vomitar y seguimos vomitan do días y días incontables.

La lucha en sí era lo menos importante. Las marchas a través de los arenales de Melilla, heraldos del desierto, no importaban; ni la sed y el polvo, ni el agua sucia, escasa y salobre, nilos tiros, ni nuestros propios muertos calientes y flexibles, que poníamos en una camilla y cubríamos con una manta; ni los heridos que se quejaban monótonos o aullaban de dolor. Nada de esto era importante, porque todo había perdido su fuerza y sus proporciones. Pero ¡los otros muertos! Aquello s muertos que íbamos encontrando, después de días bajo el sol de África que vuelve la carne fresca en vivero de gusanos en dos horas; aquellos cuerpos mutilados, momias cuyos vientres explotaron. Sin ojos o sin lengua, sin testículos, violados con estacas de alambrada, las manos atadas con sus propios intestinos, sin cabeza, sin brazos, sin piernas, serrados en dos. ¡Oh, aquellos muertos!

Seguimos quemando cadáveres en montones rociados de petróleo, seguimos luchando en crestas de cerro, en honduras de barr anco, seguimos avanzando más y más, durmiendo en el suelo, devorados de piojos, torturados de sed. Construimos nuevos blocaos, llenando miles de sacos terreros, y levantamos en ellos parapetos. No dormíamos: nos moríamos cada día, para resucitar en la mañana siguiente, y en el intervalo vivía-mos a través de pesadillas horrendas. Y olíamos. Nos olíamos unos a otros. Olíamos a muerto, a cadáver putrefacto.

Yo no puedo contar la historia de Melilla de julio de 1921. Estuve allí, pero no sé dónde; en alguna parte, en medio de tiros de fusil, cañonazos, rociadas de ametralladora, sudando, gritando, corriendo, durmiendo sobre piedra o sobre arena, pero sobre todo vomitando sin cesar, oliendo a cadáver, encontrando a cada nuevo paso un nuevo muerto, más horrible que todos los vistos hasta el momento antes.

Un día al amanecer regresamos a la ciudad. Estaba llena de soldados y de gentes que ya no estaban sitiadas. Vivían y reían. Se paraban en la calle para hablarse unos a otros, se sentaban en la sombra a beberse su aperitivo. Los limpiabotas se deslizaban entre la multitud de los cafés. Un aeroplano de plaza trazaba curvas graciosas en el aire. La banda de música tocaba un pasodoble alegre en el paseo. Aquella tarde embarcamos.

Volvimos a Tetuán. Después de pasar dos días alocados por la imagen de las cosas vistas, torturados por un estómago fuera de orden, caí en un desmayo de muerte sobre la mesa del sargento de guardia del cuartel de la Alcazaba.


Texto 4: Breve estancia en Madrid para recuperarse del tifus

Por la tarde me presenté en el gobierno militar y después volví a casa y me vestí de paisano. Mi uniforme se quedó colgado de la percha de mi alcoba y Rafael y yo nos fuimos a dar un paseo. Cuando ya estábamos en la puerta de la casa, mi madre dijo:

- Mira, vete a ver a Fulano y a Mengano, que han estado preguntando por ti todo el tiempo.

- Mira, madre, no quiero ver a nadie. La última visita se me ha indigestado.

- Haz lo que quieras, hijo.

Pero Madrid era aún demasiado para mí. Mis oídos no podían soportar el tumulto de la Puerta del Sol. Nos refugiamos en las callejas silenciosas que rodean la calle de Segovia, dando una vuelta antes de volver a casa. No hablamos mucho; no sabíamos por dónde empezar. Comentábamos los incidentes que urgían en la calle y volvíamos a caer en silencio. En casa, mi madre tenía la me sa puesta para la cena. Había preparado filetes patatas fritas y lo puso alegre y satisfecha sobre la mesa.

Ninguno de nosotros había hablado aún una palabra sobre Marruecos. Yo hubiera querido evitar el disgusto a mi madre; hubiera querido poder comer aquella carne con apetito y con cara risueña. Pero desde aquellos muertos de Melilla, no podía tocar la carne. Su visión y su olor me hacían ver y oler de nuevo los cadáveres, pudriéndose al sol o ardiendo en las piras empapadas de petróleo, y vomitaba. Me producía una reacción y asolación mental contra las cuales era impotente.

Traté de dominarme y comencé a cortar la carne que tenía en elplato. Surgió el jugo rosáceo. Vomité.

Se alarmaron todos y tuve que explicar:

- No es nada; no estoy enfermo. Es sólo una náusea.

Y para escapar a mí mismo, comencé a hablar. Les conté lo que había visto con todos sus detalles; les hablé de los muertos de Melilla, de los moribundos del hospital de Tetuán, del hambre y los piojos, de las judías agusanadas cocidas con pimentón, de la vida miserable de los soldados españoles y de la desvergüenza y de la corrupción de sus jefes. Y me eché a llorar como un niño pequeño, más infeliz y miserable que nunca, por el daño que estaba haciendo, por el dolor que había visto.

- ¡Cómo me has engañado!- dijo mi madre.

- ¿Yo?

-Sí. Tú con tus cartas. Yo sé que las cosas no van bien. Nunca van bien para los soldados. Pero últimamente estaba contenta. Eras un sargento. Y creía muchas cosas, muchísimas, de las que me contabas en tus cartas.

- Pero madre, todas eran verdad.

- Oh, sí. Seguro que eran verdad. Pero siempre me escribías sobre las cosas, nunca sobre ti mismo. Ahora ya sé por qué ¡Maldita sea la guerra y quien la inventó!

- Pero madre, no podemos hacer nada.

- No sé... ¡No sé!


Texto 5: Las guerras, los generales y los millonarios

Cuando le conté a Sanchiz esta explosión, me dijo:

- Se le ha olvidado decirte que el hombre que anda ahora detrás de las minas es el conde de Romanones. Él es el propietario de todas las minas del Rif.

- Eso dicen los periódicos.

- Y lo creo. Los generales y los millonarios siempre se ponen de acuerdo. Los generales, porque no quieren perder sus ingresos, y los millonarios, porque quieren aumentar los suyos. Pero a mí me da igual. Que me peguen un tiro y me dejen seco, y los políticos se pueden ir juntos a la mierda.

- A ti te dará igual, pero a mí, no -le dije-. Yo creo que deberíamos acabar con Marruecos de una manera o de otra. Al me- nos así no matarían a gente que no quiere que la maten. Si tú quieres, os pueden dejar aquí a ti y a tu Tercio, y regalaros Marruecos.

- No sería mala idea. Pero ¿qué iban a hacer entonces los generales? ¿Y todos los que chupan aquí? ¿Los ibas a meter en el Tercio con nosotros? No seas idiota, hombre. El día que se termine Marruecos, habrá que encontrar otra guerra para los generales o, si no, la inventarán ellos. Y si las cosas se ponen muy mal, acabarán haciéndose la guerra entre ellos mismos, igual que hace cien años.