La forja


Texto 1. La familia

Los chicos del hospicio bajan también y tocan la música en la procesión. [...]

A muchos de ellos les echó su madre a la Inclusa cuando eran de pecho. Ésta es una de las cosas por que yo quiero mucho a mi madre. Cuando murió mi padre, éramos cuatro hermanos y yo tenía dos meses. Le aconsejaban a mi madre —según me ha contado— que nos echara a la Inclusa, porque con los cuatro no iba a poder vivir. Mi madre se marchó al río a lavar ropa. Los tíos nos recogieron a mí y a ella; los días que no lava en el río hace de criada en casa de los tíos y guisa, friega y lava para ellos; por la noche se va a la buhardilla donde vivo con mi hermana Concha. A mi hermano José —el mayor— le daban de comer en la Escuela Pía. Cuando tuvo once años se lo llevó a trabajar a Córdoba el hermano mayor de mi madre, que tiene allí una tienda. A mi hermana le dan de comer en el colegio de monjas, y mi otro hermano, Rafael, está interno en el Colegio de San Ildefonso, que es para los chicos huérfanos que han nacido en Madrid.

Yo voy a la buhardilla dos días por semana, porque mi tío dice que tengo que ser como mis hermanos y no creerme el señorito de la casa. No me importa; me divierto más que en casa de mis tíos, porque aunque mi tío es muy bueno, mi tía es una vieja beata muy gruñona que no me deja en paz. Por las tardes me hace ir al rosario con ella a la iglesia de Santiago y esto es ya demasiado rezo. Yo creo en Dios y en la Virgen, pero me paso el día rezando: a las siete de la mañana, todos los días, la misa en el colegio. Antes de la clase, a rezar; después, la clase de religión y moral; antes de salir de clase, a rezar otra vez. Por la tarde, al volver a clase, y al salir, vuelta a rezar y después, cuando estoy tan contento jugando en la calle, me llama la tía y me hace ir al rosario; también me hace rezar por la noche y por la mañana, al acostarme y al levantarme. Cuando voy a la buhardilla, ni voy al rosario ni rezo por la mañana ni por la noche.

Ahora en el verano, como no hay colegio, estoy en la buhardilla los lunes y los martes, que son los días que mi madre baja al río, y me voy con ella para pasar el día en el campo.

(Primera parte, capítulo 1)

Texto 2. El Colegio

Antes de aprender la letra "A" se aprende a estar en fila, callado. Luego se aprende a leer. Tan estúpidamente como se leen las muestras de las tiendas al pasar por la calle, o los anuncios luminosos mecánicamente, sin saber lo que dicen, enterándose de ello no obstante, y sometiéndose a ir donde el anuncio indica cuando hacen falta las pastillas para la tos o la entrada del cine, igual, se coge un puesto en la fila de la vida y mecánicamente se sigue detrás de los que van por delante y delante de los que van detrás sin rebelarse. Pobres de los que intentan ganar puestos. El orden que todos los demás mamaron en la escuela, en la iglesia, en el cuartel, en la cárcel y en la tienda de comestibles donde compran las salchichas, estalla. Todos se sienten cura, furriel, carcelero y guardia, y a empujones y patadas le vuelven a su sitio en nombre del orden.

Como soy el primero de la clase, soy el primero en las filas. Le veo al cura decir la misa y le oigo todos sus latines. Pero para no perder el privilegio tengo que entrar antes que ninguno y jugar menos que ninguno. Cuando me entretengo me recibe el cura, con la cara fosca y me regaña:

- ¿ No te da vergüenza venir ahora ?

Me apunta en el cuaderno el número 14 o 15 de la fila, y en vez de entrar en clase con el número uno entro con el catorce, y tengo que disputar a los trece de delante el puesto, porque el puesto en la iglesia se cuenta igual que el saber en la clase. Así, aunque yo fuera tan listo como soy, si llegara el último a misa sería siempre el último de la clase.

Pero ahora estoy en una condición excepcional. Mejor dicho: estamos tres, Cerdeño, Sastre y yo. No tenemos fila. Nos quedamos detrás de todos en un grupito donde nadie nos ve ni nos mira y donde podemos hablar de rodillas, sentándonos sobre los talones de las botas, con los mil chicos delante y los catorce curas de pie, sobresaliendo con sus sotanas negras sobre las cabezas de los chicos.

Los tres somos niños pobres. Los tres hemos ganado matrículas de honor en el Instituto de San Isidro y el colegio nos seguirá enseñando el bachillerato gratuitamente. Como sólo hay clases de bachillerato para los niños ricos, estamos en las mismas clases que ellos, pero como los niños pobres no se pueden mezclar con los ricos porque sería mal ejemplo y como tampoco podemos ya mezclarnos con los pobres porque no pertenecemos a sus clases, y además los pobres y los ricos están en pisos distintos del colegio, no tenemos fila ni puesto en las filas. Oímos la misa aparte y salimos a la calle solos. A la hora del recreo, los niños ricos no juegan con nosotros y jugamos solos los tres.

En la clase somos los tres primeros por el derecho de las matrículas y nadie puede quitarnos de allí, aunque todos están contra nosotros; pero nosotros estamos contra todos. Cuando uno de nosotros se ve en un apuro, los otros dos, con la cabeza baja leyendo el libro, le apuntan bajito o le escriben en un papel la respuesta. Le basta bajar los ojos y leer o escuchar. Cerdeño, que es también hijo de una viuda, sigue comiendo la comida que el colegio da a los niños pobres. Pero los chicos pobres que comen en el colegio se burlan y ha dejado de bajar a comer. El padre Joaquín que está de semana para dar la comida ha notado las faltas y le ha preguntado por qué no va. Entonces nos enteramos que lleva tres días sin comer, y el padre Joaquín acuerda que le den a él solo la comida en la cocina. Sale ganando porque el cocinero le da también un puchero lleno de comida para su casa.

Ya no podemos jugar más en la corrala. Los chicos pobres nos consideran de otra casta, nos rechazan en sus juegos. Aun a veces han intentado pegar a alguno de nosotros, pero como siempre vamos tres nos defendemos. Lo peor es para Cerdeño y para Sastre; yo no vivo en el barrio como ellos. No sólo no les dejan jugar los chicos de su calle, sino que hasta sus madres tienen broncas con las vecinas porque las otras dicen que se han vuelto señoritos. Algunas comadres agregan «qué sabe Dios por qué estará el niño con los niños ricos». De los tres soy el que menos siente el cambio y el que antes hace contacto con los de paga.

El primero que viene a mí es un chico fuerte, el más fuerte de la clase y el más torpe. Es hijo de un dueño de minas asturiano. Su padre quiere que sea médico. Pero el pobre no puede aprender nada. Viene hacia nosotros tres en el recreo y me llama a un lado:

—Mira, yo necesito saber cómo te las arreglas tú para estudiar. Estoy harto de que me castiguen y necesito saberlo. En cambio nadie se meterá contigo y jugarás con nosotros, porque yo haré que te dejen los demás.

Yo le contesto la verdad: —Pues mira, no te lo puedo decir, porque yo no estudio.

Abre los ojos y se pone encarnado de rabia, porque cree que me burlo de él y tengo que explicárselo:

—Es verdad, yo no necesito estudiar. Si leo un libro o una leccción una sola vez, se me queda en la cabeza y ya no se me vuelve a olvidar. Cuando el padre Pinillaexplica la lección de matemáticas para mañana», la comprendo y no necesito coger el libro. Yo creo que esto de aprender o no, es como nacer jorobado, que no tiene remedio.

—Tienes razón. Mi padre se empeña en que yo sea médico y por eso me ha metido aquí interno. Tenemos dos horas de estudio por la mañana y dos por la noche y yo me leo veinte veces la lección y me la escribo y llego a aprendérmela de memoria con puntos y comas. Pero no entiendo una sola palabra. Verás —y me dice de memoria sin equivocarse en una frase la lección completa sobre las ecuaciones de primer grado. Cuando acaba, agrega mitad triste y mitad orgulloso—: Ves, me la sé toda, pero no sé absolutamente nada, porque no comprendo qué quieren decir estas letras. Y claro, luego ponen los problemas y no sé cómo resolverlos. Igual me pasa con todo. Después, a fin de curso me dan suspenso y viene mi padre y me pega en la sala de visitas y me deja aquí sin llevarme al pueblo. En el colegio, como tú sabes, me quedo casi siempre sin postre en la comida y sin recreo. Y yo no tengo la culpa.

Por él empezamos los tres a jugar con todos. Yo le enseño geografia dibujándole los mapas y geometría cortándole en cartulina los sólidos. Tiene mucha habilidad en las manos y aprende así fácilmente.

El colegio está al final de la calle de Mesón de Paredes en el Avapiés. Es un antiguo convento de frailes que hace cincuenta años se quedó vacío porque hubo una revolución y a todos los frailes les cortaron el pescuezo. Después vinieron los escolapios y pusieron allí el colegio que se llama Escuela Pía de San Fernando. No son frailes como los demás. Son curas que viven juntos y se dedican a la enseñanza, pero cada uno puede entrar y salir sin dar cuentas a nadie. Lo único que hacen es no dejar entrar a las mujeres en los claustros donde viven.

[...]

Lo más gracioso es que hay muchos chicos pobres que no son pobres y muchos chicos ricos que no son ricos. En las clases gratuitas se encuentran hijos de tenderos del barrio cuyos padres tienen negocios muy buenos y en las clases de arriba hay hijos de empleados del Estado que para que ellos puedan estar en el colegio presumiendo con los ricos, los padres se quedan casi sin comer. Estos son los que más presumen de pobres y de ricos.

Es domingo y, cuando se ha acabado la misa, he subido con el padre Joaquín a su cuarto para recoger unos libros que me va a dejar. Después bajamos a los claustros del primer piso donde se reúnen las familias de los internos después de la misa para venir a verlos hasta la hora de comer. Le toca hoy al padre Joaquín recibir a las familias y darles cuenta de lo que cada uno hace.

Nieto, el chico asturiano, está con su padre, un hombre ancho y fuerte con cara de perro pachón. Nieto me llama y nos acercamos el padre Joaquín y yo a los dos.

—Mira, papá —dice—, éste es Barea.

Su padre me mira de arribaabajo con unos ojillos grises que chispean detrás de las cejas peludas:

—¡Ah! Sí, éste es el hijo de la lavandera de que me has hablado. ¡Podías aprender de él, que buenos cuartos me cuestas, para que luego seas más burro que el hijo de la lavandera!

Nieto se queda completamente pálido y yo siento que me pongo rojo. El padre Joaquín me pone una mano encima de la cabeza y le empuja de un brazo a Nieto, diciéndonos a los dos:

—Andad, idos un poco por ahí.

Se vuelve muy serio al padre de Nieto y le dice:

—Aquí, son los dos iguales, mejor dicho, aquí el hijo de la lavandera es más que el hijo de un dueño de minas que paga trescientas pesetas al mes.

Da media vuelta y se marcha tranquilamente sin volver la cabeza. El viejo se queda mirándole y después llama a su hijo. Se ponen los dos a discutir en el banco.

Yo paso por delante de ellos y le digo al chico:

—Hasta mañana, Nieto. —Y sigo andando sin saludar a su padre. En la puerta está el padre Joaquín que no me dice nada. Yo tampoco: le beso la mano y me voy.

Cuando bajo las escaleras del portal no las veo, porque se me llenan los ojos de agua. Lo que ha hecho el padre Joaquín es contra la regla del colegio, donde no se puede tratar mal a la gente de dinero. Si lo supieran se quedaría solo contra todos los curas. Por ser así, toca el oboe para los pájaros y les habla.

Yo también me quedo solo como él. Porque somos distintos de los demás.

(Primera parte, capítulo 8)

Texto 3. La Iglesia

Una vez al mes, todos los que hemos hecho ya la primera comunión confesamos y comulgamos. Los curas se reparten por la iglesia, y los mil chicos nos repartimos entre los curas, según nuestro gusto, porque nadie nos puede obligar a confesar con el cura que no queremos. Hay curas como el padre Joaquín y el padre Fidel que forman las colas más grandes, así que se puede ver cuáles son los curas que más quieren los chicos, con sólo mirar el tamaño de las filas. A medida que se van confesando se van agrupando en el altar mayor en las filas por clases, para rezar la penitencia y después oír la misa y comulgar. La iglesia está llena de chicos que van a un lado y otro y llena de murmullos de los rezos y de las suelas de los zapatos. El padre prefecto se pasea por la iglesia para poner orden.

Todos los meses ocurre lo mismo; el padre Vesga se queda sólo con seis u ocho chicos a los que ha comprometido para que se confiesen con él; aunqueconfiesa más despacio que ningún otro de los curas, se queda solo antes que los demás terminen. Entonces el padre prefecto empieza a recorrer las filas y a preguntar quién quiere ir allí. Como todos le queremos mucho, va recogiendo chicos que forman una nueva fila con el padre Vesga. Hoy lo ha hecho conmigo, como me da igual, voy.

El padre Vesga me pasa un brazo por el hombro y acerca su cabeza a la mía. Comenzamos la confesión. Van desfilando preguntas sobre los mandamientos y yo estoy orgulloso de poder contestar a todo.

—¿Amas a Dios? ¿Vas a misa los domingos? ¿Quieres a tus padres? ¿Mientes?

Llegamos al sexto mandamiento. Todos los padres preguntan si hacemos cosas feas o no. Como todos sabemos lo que son cosas feas, decimos sí o no, casi siempre sí, porque todos las hacemos o creemos hacerlas.

—Mira, hijo, eso no se hace. Es un pecado y además es muy malo. Los niños se vuelven tísicos y se mueren.

Nos mandan rezar unos padrenuestros de penitencia y en paz.

Pero el padre Vesga es distinto:

—¿Tú sabes lo que dice el sexto mandamiento, hijo mío?

—Sí, padre. El sexto no fornicar.—Explícame lo que es fornicar.

—No sé y no puedo explicarlo. Sé que es una cosa mala entre hombres y mujeres, pero no sé más. —El padre Vesga comienza a ponerse serio.

—No se puede mentir en el santo tribunal de la penitencia. Me dices que sabes lo que es el sexto mandamiento y ahora te desdices, diciendo que no sabes lo que es fornicar.

—Fornicar, padre, es... cosas que hacen los hombres y las mujeres y que son pecado

.—¡Hola, hola!Cosas que hacen los hombres y las mujeres. ¿Y qué hacen los hombres y las mujeres, sinvergüenza?

—No lo sé, padre, yo no he fornicado nunca.

—¡Estaría bonito, mocoso! No te pregunto si has fornicado o no, pregunto si sabes lo que es fornicar.

—No lo sé. Los chicos dicen que fornicar es hacer hijos los hombres a las mujeres. Cuando están casados no es pecado; cuando no están casados sí lo es.

—Pero yo, lo que necesito saber es que me digas cómo hacen los hijos los hombres y las mujeres.

—¡Yo qué sé! Se casan, duermen juntos y tienen hijos. Pero yo no sé más.

—No sabes más, ¿eh? El niño es un inocentón, no sabe más. Pero sí sabrás tocarte tus partes.

—Algunas veces, padre.

—Pues eso es fornicar. —Sigue un discurso del que no entiendo una palabra, mejor dicho,que me arma un lío horroroso. Las mujeres son el pecado. Por una mujer se perdió el género humano y todos los santos sufrieron tentaciones del malo. Les aparecían las mujeres desnudas, con los senos al aire, moviéndose lúbricamente. Y ya el demonio no perdona ni a los niños. Viene a quitarles el sueño y a enseñarles mujeres desnudas que les turban su pureza.

Sigue y sigue durante media hora y me habla de pelos sueltos, de senos temblantes, de caderas lascivas, del rey Salomón, de bailes obscenos, de las mujeres de las esquinas, en un torrente de palabras furiosas del que resulta que la mujer es un saco de porquería y de maldad y que los hombres se acuestan con ellas y van al infierno. Cuando me separo del cura para rezar la penitencia, no puedo rezar. Tengola cabeza llena de mujeres desnudas y de curio sidad por saber lo que hacen con los hombres.

Pero nadie lo sabe. Pregunto a mi madre, a mi tío, a la tía y me contestan con cosas raras a mis preguntas: ¿qué es fornicar? ¿Cómo se hacen los niños? ¿Por qué se quedan preñadas las mujeres? Unos me dicen que los niños no pueden hablar de eso y otros que es pecado. Algunos me llaman sinvergüenza.

En los puestos de libros de la calle de Atocha encuentro un libro que me lo explica todo. Cuenta cómo se acostaban un hombre y una mujer y todas las cosas que hacían. El libro da la vuelta a la clase y todos lo leen. Para que no los vea el cura, se van al retrete a leerlo y a ver las estampas, donde están el hombre y la mujer juntos, fornicando. Yo leo el libro muchas veces y me da placer. Cuando veo tarjetas de mujeres desnudas me pasa lo mismo.

Ahora ya sé por qué la Virgen tuvo al niño Jesús sin hacer cochinerías con san José. Sin hacerlas, el Espíritu Santo la dejó preñada. Pero como mi padre y mi madre se acostaban juntos, me tuvieron a mí y por eso mi madre no es virgen. Lo que no sé es por qué mis tíos no tienen niños. Porque se acuestan juntos; pero, puede ser que como la tía es tan beata, no hagan cochinerías y por eso no los tengan. Sin embargo ellos dicen que hubieran querido tenerlos. Por otra parte Dios dijo: «Creced y multiplicaos». Esto ya no lo entiendo.

El padre Vesga dice que es pecado acercarse a las mujeres. En la iglesia de San Martín, don Juan, que es un cura muy bueno que hay allí, estaba un día en la sacristía con una mujer. La tenía sentada encima de él y las manos metidas en la blusa. Cuando entré yo se pusieron muy colorados los dos y el cura vino a decirme quebme marchara que la estaba confesando. Se lo conté al tío José y me dijo que los niños no hablaban de esas cosas y que no se me ocurriera contárselo a la tía.

Los hombres dicen cosas a las mujeres en la calle y hay mujeres que llaman a los hombres en las esquinas para que se acuesten con ellas y les paguen. Yo me armo un lío tremendo y no sé loque es bueno y lo que es malo.

[...]

Cuanto más estudio religión más problemas tengo. Lo peor es que no puedo hablar con nadie de ellos, porque los profesores se enfadan y me castigan. Un día, dando la lección de historia sagrada llegamos a la historia de Josué que detuvo la marcha del Sol hasta terminar la batalla; yo pregunté al padre Vesga cómo podía ser aquello. Según el profesor de geografía, el Sol está quieto y la Tierra anda, y por lo tanto no se podía parar el Sol. El padre Vesga me contestó de mal humor:

—No debe usted hacer preguntas indiscretas. Esto está en los libros santos y debe bastarle. La fe mueve las montañas y detiene el Sol. Si tuviera usted fe comprendería estas cosas que son claras como la luz del día.Después le pregunté al padre Joaquín. Me puso una mano en la cabeza y me dijo muy risueño:

—¿Qué quieres que yo te diga, hijo? En los tiempos antiguos pasaban cosas muy raras. Tú sabes que antes hablaban los animales y todo el mundo les entendía. Seguramente el Sol andaba en la época de Josué.

El padre Fidel fue más claro.

—Mira —me dijo—, no se paró el Sol, se paró la Tierra. Pero parecía que se había parado el Sol, igual que cuando vas en el tren parece que andan y que se paran los palos del telégrafo. Cuando se escribió la Biblia los hombres todavíano sabían que era la Tierra la que andaba y veían andar al Sol, como le vemos nosotros. Por eso pusieron que fue el Sol el que se paró, pero se paró la Tierra.

—Pero, padre, la Tierra según la física no puede pararse, porque todos saldríamos disparados y la Tierra ardería si se parara de golpe.

Se me quedó mirando muy serio y agregó:

—¡Hombre! ¿Tú crees que se paró de golpe? Se paró poco a poco, como se para un tranvía. Anda, déjame que tengo mucho trabajo.

Poco a poco voy viendo que no soy yo sólo el que quiere saber la verdad de Dios y de la religión. Los libros que voy leyendo hacen las mismas preguntas. La Iglesia los excomulga, pero no les contesta. Sobre estos libros sólo puedo hablar con el padre Joaquín que no se enfada ni me los quita. Discutimos muchas veces. Una sola vez me ha convencido. Estaba yo sentado en su mesa y él estaba delante del atril, con el oboe en la mano y los pájaros en el alero de la ventana. Se puso a mirar afuera, al patio y al cielo, como si no mirara a nadie, y empezó a hablar, no conmigo, como si hablara solo.

—Ninguno sabemos nada de nada. Lo único cierto es que existimos. Que existen la Tierra y el Sol y la Luna y las estrellas y los pájaros y los peces y las plantas y todo, y que todo vive y muere. Una vez tuvo que ser la primera, nació la primera gallina o el primer huevo; no lo sé. El primer árbol y el primer pájaro. Alguien los hizo. Después todo marcha con una ley. Los mundos se mueven por un camino trazado siglos y siglos y los hombres y todos los seres nacen y mueren unos detrás de otros con una ley. A esto llamo yo Dios, en el que creo; el que ordena esto. Después de Dios sólo creo en la bondad.

Se calló y me dio un libro para que lo leyera:

—Toma, lee esto. Y cree en lo que te dé la gana. Aunque no creyeras en Dios, si eres bueno es como si creyeras.

Me dio la vida de san Francisco de Asís.

[...]

Hasta ahora he creído en Dios, tal como me lo han enseñado todos. Los curas y la familia. Como un señor muy bueno que todo lo mira y todo lo resuelve bien. La virgen y los santos le van recordando y pidiendo cosas para los que rezan a ellos en sus necesidades. Pero ahora ya no puedo evitar el comparar todas las cosas que veo con esta ideade un Dios absolutamente justo, y me asusto de no encontrar su justicia por ninguna parte. Indudablemente es muy bueno el que yo esté con los tíos y pueda llegar a ser ingeniero, pero mi madre tiene que lavar en el río, ser la criada de mis tíos y además dejar a mi hermana con la señora Segunda y a mi hermano interno en un colegio de caridad, porque si no, ni aun trabajando como trabaja podría mantener a todos. Hubiera sido mucho más sencillo que no hubiera muerto mi padre. A mí me dan carrera, a cambio deque me vuelva loco con los libros y saque matrículas de honor para los anuncios del colegio, porque si no las sacara, no me enseñarían gratis. Entonces sería como todos los demás chicos.

Dios premia a los buenos. El pobre Ángel se levanta a las cinco de la mañana con las alpargatas rotas a vender periódicos y después duerme en la puerta del teatro desde las doce de la noche que acaba la venta, para poder vender el primer puesto de la cola. El y su madre no ganan apenas para comer trabajando todo el día. Encambio, don Luis Bahía se ha quedado con la mitad de Brunete, echando de las tierras que eran suyas a los pobres a quienes había prestado. No sólo no le castiga Dios sino que, cuando va a San Martín, todos los curas le quieren mucho y le consideran como una buenísima persona porque encarga misas y novenas. Lo que a mí me ocurre en el colegio, pasa en todas partes. Los únicos buenos son los que tienen dinero y todos los demás son malos. Cuando protestan les dicen que tengan paciencia, que ganarán el cielo yque no importa nada lo malo que se pasa en esta vida. Al contrario, que es un mérito, y son dignos de envidia; pero yo no veo que, para ganar el cielo, los ricos se metan a pobres.

Quiero saber, saber mucho más, porque es la única posibilidad de llegar a ser rico y, cuando se es rico, se tiene todo, hasta el cielo.

Pagando, los curas dicen misas y dan millones y millones de indulgencias. Si se muere un pobre y Dios le condena al Purgatorio a cien mil años y su viuda no puede pagar más que una misa de tres pesetas, no tiene más que dos o tres mil días de indulgencia. Pero si se muere un rico y paga un funeral de primera clase, aunque Dios le condene a millones de años de Purgatorio, se reúnen tres curas, le dicen una misa cantada con órgano y todo y le dan una indulgencia plenaria. Al día siguiente de morirse ya está en el cielo. El que tiene miles de pesetas para ir a Lourdes, puede ser que esté cojo y vuelva andando. Pero si no puede ir a Lourdes, entonces se queda cojo toda la vida, porque la virgen no hace milagros más que con los que van allí.

Cuando los pobres van con las ropas rotas enseñando la carne porque no tienen otras, no les dejan entrar en la iglesia a rezar, y si se empeñan, llaman a los guardias y les llevan detenidos. Luego tienen los arconesen la sacristía llenos de ropas buenas para los santos y de alhajas y visten a las imágenes de madera y les ponen brillantes y terciopelos. Todos los curas salen como en el Teatro Real con sus trajes de oro y plata, las luces encendidas, sonando el órganoy cantando los coros; mientras cantan, los sacristanes pasan los cepillos. Cuando acaban, cierran la iglesia y los pobres se quedan a dormir en la puerta en cueros. Dentro está la virgen, todavía con la corona de oro y el manto de terciopelo, bien calentita porque la iglesia está alfombrada y las estufas aún encendidas. El Niño Jesús tiene unas bragas bordadas con oro y un manto también de terciopelo, con su corona de brillantes. En la puerta hay una pobre a quien mi madre le compró una vez diez céntimos de leche caliente, porque nos enseñaba el pecho arrugado sin leche, y el niño llorando con las nalgas al aire. Se sentó allí, en la puerta de la iglesia de Santiago en una cama de papeles y le decía a mi madre: —Dios se lo pague, mujer.

Mi madre subió a la casa y le bajó un mantón viejo que ella se ataba a la cintura para lavar en el invierno, y con él hizo la mujer un paquete al niño, porque iban a dormir allí toda la noche. La mujer se taparía con los carteles de los teatros.

Al día siguiente me llevó a la novena mi tía y me decía que la virgen estaba muy hermosa con el manto, la corona y las luces. Yo me acordaba de la pobre de la noche antes. Cuando salimos, se lo conté a mí tía.

—Hijo —me dijo—, hay muchos desgraciados. Pero Dios sabe por qué lo hace. A lo mejor era una mala mujer. Seguramente no tendrá teta porque se emborrachará.

La novena era en honor de Nuestra Señora la Santísima Virgen de la Leche y del Buen Parto.

La alameda está llena de animales que han ido viniendo despacito mientras pienso y nohacen caso de mí. Hay dos lagartos que juegan al sol, en la hierba, moviendo sus colas y sacándose la lengua. Hay ranas que saltan en el arroyo y se persiguen unas a otras. Hay un camino negro de hormigas que van y vienen llevando granitos al hormiguero. Los escarabajos han rodeado una boñiga y están haciendo bolas. Cada macho y cada hembra van juntos empujando su bola, que a veces se les cae encima. Todos juegan y todos trabajan igual.

Quisiera ser como ellos y que todas las personas fueran como ellos. Pretendo hablar de estas cosas con el tío Luis y me escucha tratando de comprenderme. Cuando acabo de explicarle, me dice:

—Mira, todo eso son monsergas que te han metido en la cabeza. Dios se dedicó a hacer el mundo. Cada vez que hacía una bolita con la tierra y la sacaba ardiendo del horno, le daba un papirotazo y la echaba al aire a rodar. De vez en cuando se entretenía en hacer personas y bichos; apagaba una bolita y los dejaba encima para que crecieran. Se quedaba mirando crecer a todos los bichos y los enseñaba a vivir. Un día se cansó de todos estos mundos, entre ellos la Tierra, los cogió y de un puntapié los tiró al aire. Después se echó a dormir y nadie ha vuelto a saber de él una palabra.

Claro que esto lo dice para burlarse de mí. Pero yo me disgusto, porque él no comprende que a mí me hace falta Dios.

Regreso a Madrid, sigo yendo a la iglesia en el colegio y con mi tía. Pero ya no puedo rezar.

(Primera parte, capítulo 5)

Texto 4. Estrecheces económicas

Después de comer vienen la Concha y Rafael. La Concha está sirviendo en casa del doctor Chicote, Rafael está de chico en una tienda de la calle de Atocha. Como es además día 2, traen la paga. Ayer cobré yo. Sobre la mesa, mimadre pone todos los cuartos y empieza a hacer cuentas y montoncitos; ¡poco dinero hay! Los cinco duros míos, seis de Rafael, ocho de la Concha. Total, noventa y cinco pesetas.

—Nueve pesetas para el recibo de la casa. Dos pesetas para Pascuala.

Las once pesetas quedan en un montoncito. Éste es el dinero más sagrado para mi madre: pagar la casa.

—Cinco pesetas para la Sociedad.

Por estas cinco pesetas tenemos todos derecho a médico, botica y entierro.

—Diez pesetas para pagar la colada.

Mi madre se interrumpe y empieza a contar con los dedos sus deudas. Al final hace otro montoncito de catorce pesetas. Nosotros tres la miramos sin decir nada, esperando que acabe de disminuir el montón grande. Por último dice:

—Nos queda esto hasta el día 8 que cobre yo en el laboratorio.

Quedan treinta y una pesetas. Entonces empezamos nosotros. La Concha la primera:

—Yo necesito ropa. Un corsé, una camisa y unas medias.

—No eres tú nadie —exclama Rafael—. Yo necesito calzado y una blusa.

—Y yo zapatos —digo.

—Claro, el señorito necesita zapatos. Tiene dos pares ya, pero necesita otro.

—Claro, dos pares pero son de color y no puedo llevarlos con el luto de la tía.

—Te los tiñes.

—¡Eso! ¿Y tú presumiendo de tetitas con el corsé?

Nos enzarzamos los tres de palabras. Mi madre pretende calmarnos sin conseguirlo. Al final saca de su bolsillo una peseta, la une al montón y hace tres montoncitos de ocho pesetas cada uno. Y uno más para ella

.—¡Bueno! No hay más.

Rafael se embolsa sus ocho pesetas. La Concha se queda con ellas en la mano.

—¿Qué hago yo con esto?

—Mira —dice mi madre—, sacas unas pesetas del Monte y compras lo que te haga falta.

Los tres tenemos una libreta de ahorros en el Monte de Piedad y esto siempre es motivo de discusión. Rafael y yo la tenemos de una vez que nos dieron premios en el colegio. Pero no se puede sacar el dinero hasta que seamos mayores de edad. La Concha abrió una cuando empezó a trabajar y es la única que puede sacar los cuartos cuando quiere. Mi libreta tiene ya más de mil pesetas con los ingresos que fue haciendo el tío José. La de Rafael tiene más de quinientas y la de la Concha, durante los primeros años que trabajó, como no se necesitaba su sueldo, subió a cerca de mil quinientas pesetas. Después, cada vez que en casa ha habido apuros se ha recurrido a su cartilla y a estas fechas tiene doscientas o trescientas pesetas nada más. Así que cada vez que se habla de tocar su cartilla, se pone hecha una fiera.

—¡Para eso se pasa una la vida trabajando! Para luego no poderse comprar lo que le hace falta.Pues no hay derecho. Ellos tienen sus cuartos bien seguros y yo tengo que hacer frente a todo. Desde la muerte del tío José no se ha hecho más que sacar dinero de mi cartilla para que ése sea un señorito chupatintas: y yo, mientras, fregando platos.

—¡Eso es envidia! —exclamo yo.

—¿Envidia? ¿De quién? ¿De ti? Si vas a ser más desgraciado que ninguno. Nosotros somos pobres y no nos da vergüenza. ¡Los hijos de la señora Leonor la lavandera! Pero tú eres el señorito que te da vergüenza decir que tu madre lava en el río y que vives en una buhardilla. ¿A que sí? Yo he traído aquí, a casa, a mis compañeras y a mis amigas, porque a mí no me da vergüenza que vengan a casa. Pero tú, ¿cuándo has traído a un amigo? ¿Un señorito del banco, a que sepan que vives en una buhardilla y que tu madre lava ropa?

Por lo mismo que tiene razón, me pongo furioso. Claro es , que en el Crédit no saben que soy hijo de una lavandera y quevivo en una buhardilla. Tal vez me echaran a la calle. Allí no quieren pobres. Se exige ir bien vestido y tener una casa decente. Las familias de los empleados son personas que visten con sombrero y gabán. ¡Estaría bonito que se presentaran allí la Concha con su traje de criada de casa grande, Rafael con su blusa de tendero, mi madre con un pañuelo a la cabeza y su delantal! Pero esto no lo comprende la Concha. Cuando hablo, tratando de hacerla ver el porvenir que me espera cuando sea un empleado que gane mucho dinero y mi madre no baje al río y tengamos una casa con su lámpara de comedor en medio y luzeléctrica, se ríe en mis narices, me sacude por los hombros y me chilla:

—¡Idiota! Lo que serás tú es un muerto de hambre toda tu vida. Un chupatintas. Un señorito de pan pringado. —Se ríe a carcajadas. De pronto se pone seria y me grita—: ¡Un esclavo de cuello duro! ¡Eso es lo que vas a ser!

Y me vuelve la espalda, se sienta en una silla y se echa a llorar.

Rafael y yo vamos a la calle. Compramos una cajetilla de cincuenta y encendemos un pitillo. Tomamos café y una copa de coñac. Cogemos el tranvía y nosvamos a Cuatro Caminos a merendar cordero asado y beber vino tinto. Cuando volvemos a casa, nos hemos gastado las dieciséis pesetas de los dos. Rafael me dice:

—No importa. Tengo las propinas y mañana le pediré al amo un duro, pero no le digas nada a madre.

Al día siguiente, cuando me levanto por la mañana para ir al Crédit, la madre, que me ha cepillado la ropa, como todos los días, me da dos pesetas.

—Toma, para que lleves algo, por si tienes un compromiso.

No me pregunta qué he hecho de las ocho pesetas del domingo. Y bajo avergonzado las escaleras de casa.


(Segunda parte, capítulo V)