por Alejandro Kosak
publicado el 06/01/25
Cuento
Oberá, Misiones
21 de septiembre, 1974
Sr. Pablo Slobodianiuk
Vélez Sarsfield 4357
Santa Fe de la Vera Cruz, Santa Fe
Pablo:
Si te llama la atención que esté usando la dirección de tu familia para esta carta es porque seguramente desde acá vaya a salir más rápido del correo, porque ellos pudieron escribirla en un español más o menos legible, y también porque Manuela y yo abandonamos el rancho en tu monte hasta nuevo aviso. Te pido perdón porque voy a tener que dejar sin responder tus preguntas pero sólo para que te enteres de todo esto cuanto antes y con la esperanza de salvarte, a como dé lugar.
Tiene que ver todo esto con el episodio del día en que te fuiste a Santa Fe. A la mañana siguiente, cuando con mi señora nos quedamos solos y rodeados de toda la selva misionera, decidí volver al lugar del hecho por mera curiosidad. Ahí estaban todas las cosas que vimos en su momento: las marcas en los guatambú, el rastro de plantas devastadas, los pájaros muertos con los que una marabunta no demoró en saciar su hambre y el mismo aroma rarísimo, como vos dijiste, igual al de un tiro que recién se dispara. La cosa, sin embargo, se puso peor; el rastro que nos guió hacia allá en un primer momento se multiplicó en otras tres direcciones, que a su vez se iban por otros varios caminos y senderos que cuando los recorrí me llevaban siempre a donde empezaba mi caminata: a la entrada del monte, junto a mi rancho.
El desastre inicial, quiero decir, se había extendido por un área mucho mayor de tus terrenos, pero con apariencia de cualquier cosa menos a la de un caos, como creímos; parecía un orden, algo igual a un camino de hormiga que se trazó de a poco sabiendo muy bien lo que se busca o a dónde se va. Así que esa misma tarde vine a la ciudad a buscarlo a Damiani en persona y lo puse al tanto de todo. No me dejó terminar de hablarle que me dijo que a él no le correspondía meterse en estos temas y me derivó con el general Bernasconi. Volví a repetir nuestra historia y su conclusión fue que el asunto era obra de un yaguareté, sin que yo pueda refutarlo. Después me trató de brasilero de mierda y me dejó bien en claro que nadie, y mucho menos sus militares, iban a meterse en esto, puesto que no tenían por qué.
Pasaron algunos días. Yo recibí los pedidos y a los distribuidores que vos me indicaste y ya el primero de los tipos que puso un pie en el monte me hizo saber que los caminos eran un desastre, que había árboles destrozados en todas partes, y ni hablar de la mortandad de animales que todo el tiempo quedaba a la vista. Algunos nos acusaron de inexpertos; hubo uno, incluso, que nos trajo un manojo de yararás al hombro y criticó la manera indiscriminada en que, se supone, las maté. Así que cuando el último se fue clausuramos definitivamente la entrada y me dispuse a ponerle a todo esto una solución, vaya a saber uno cómo.
Los síntomas del problema fueron cada vez más evidentes, pero me ahorro los detalles porque lo siguiente fue el evento del jueves a la noche. En el rancho, Manuela cocinaba y yo controlaba los negocios de hasta ese momento y los próximos. En eso, los dos sentimos un ruido tosco que vibraba a través de las paredes y hacía sonar las vigas y toda la madera. Salimos los dos al instante, tal y como estábamos, y vimos a los árboles alrededor nuestro agitarse rápido, movidos por un viento que, en realidad, no soplaba. Las plantas, las hojas incluso, se veían extrañas, como si su verde se hubiera lavado o perdido; de repente no las reconocía. Desde adentro del monte sentíamos venir algo que parecía un griterío ofensivo, una balbuceada que no se animaba a mucho, o quizá una conversación de la selva que no teníamos que escuchar. No sé si son las palabras correctas para describirte cómo era todo eso; teníamos la sensación de estar parados delante de algo que se reía en nuestras caras, que tramaba algo. Nuestro primer instinto fue encerrarnos y esperar que aquello se callase, sin éxito; la escena fue la misma por horas y ni Manuela ni yo logramos dormir con esa cosa o idea de cosa que llamaba desde lejos, o tal vez de muy cerca.
Entonces resolví agarrar el camino directo: me puse la ropa de trabajo, encendí la farola, me calcé las botas y me enganché al cinturón el cuchillo. También me colgué al hombro la escopeta y salí a internarme en el monte jodido este. El rancho y Manuela quedaron atrás mientras yo caminaba en dirección a los sonidos, avanzando como un bichito de luz alerta a sus pisadas, removiendo con mi luz la oscuridad y muy atento ante el peligro de las víboras, aunque ojalá hubiese habido alguna. No demoré mucho en encontrar uno de los senderos. Puesto en marcha, no sé cuánto divagué por esos caminos de tus tierras, haciendo caso a esos rumores que nos aterraban y rodeados por los árboles que se me extrañaban, pero ahora siento que sentí que podrían haber sido muchas horas o apenas unos bien miserables segundos de horror. Así, en estado de alarma, llegué al punto original de nuestro descubrimiento. Las marcas, la destrucción, y el desastre seguían todos ahí, inundados ahora de noche y de selva. Yo miraba todo eso como si estuviera descubriendo el fuego, como si pudiera encontrar algo que el sol no me mostró, y mientras no caía en cuenta de que el silencio había regresado.
Lo que viene ahora es una descripción para la que creo que las palabras no alcanzan. Me sentí, abruptamente, ligero; estaba desarmado. Se me cortó el pulso y todo el lugar de repente se llenó de ruido, ruido de movimientos rápidos que me rodeaban, con ninguno de ellos escuchándose familiar en lo más mínimo. Acto seguido me voltearon. Rodé cuesta abajo un par de metros y terminé sobre la orilla del arroyo, golpeado por piedras y agua. Así de golpeado me levanté e intenté otra vez buscar mi cuchillo, desaparecido de mí y ahora parte del monte, mientras otro golpe a mi izquierda me empujaba. Y después otro; sentí cómo la sangre comenzaba a escaparse de mi cabeza y sentí también muchísimas ganas de correr, pero la selva se ennegreció sin mi farola. Fuimos yo, la sombra de esa noche, y todavía no se qué, que me rodeaba, que me hablaba, que de ninguna manera me quería ahí. Comencé a gritar mientras el viento parecía azotar con más y más fuerza los cedros, que tampoco estaban de mi parte. Aquello daba vueltas a mi alrededor y ni siquiera la luz de la luna alcanzaba para que yo pudiese ponerle una imagen. Seguramente corriendo, escapé y pude volver a hacia los caminos. Mis pasos fueron automáticos, porque ni las plantas ni los árboles podían detener mi memoria del lugar, aunque no conseguí quedarme solo. Todo lo contrario, segundo a segundo eso oprimía mi cuerpo, violentándolo, haciéndome caer, quitándome mis cosas.
En algún momento pasada una eternidad llegué de vuelta al rancho. Cuando lo alcancé, la luz del fuego era casi lo único quedaba en pie y vi que nuestras pertenencias estaban afuera, revolcadas en la tierra colorada; las ventanas, rotas, y las chapas del techo, arrancadas en su mayoría, dándome a entender que lo tenían invadido todo. Lo que le hacían a Manuela dentro de la casa no se puede escribir y ojalá no lo pudiera pensar; prefiero intentar el olvido o llevármelo a la tumba. La tenían contra una de las paredes y todo lo que llegué a ver, enceguecido por el miedo, fue la silueta de mi mujer, mi pánico, y ese color verde que todo el monte había perdido ahí mismo, frente a mí, reclamándonos incluso a nosotros.
Entre el desastre pude encontrar la pistola y disparé al aire dos veces. Ni el ruido ni el bullicio de la selva se detuvieron, aunque nos abrieron una salida que no desaprovechamos. En ese mismo instante evacuamos el lugar y nos fuimos entre pisadas invisibles que rastreaban nuestro camino, demasiado cerca, sin volvernos a alcanzar. Desde entonces quedé atrincherado cerca de la entrada del monte, vigilante, escondido y expectante de cualquier cosa que pueda llegar a pasar. A Manuela la mandé de vuelta para Cerro Alto con instrucciones de que se vaya lo más lejos que pueda y con la intención de reunirme con ella cuando esto se termine. Por ahora duermo bajo un techo improvisado con las pocas cosas que rescaté de esa noche y lo que pude conseguir más tarde, porque la verdad es que perdimos todo. Aún así, no tengo pensado rendirme; hoy mismo, cuando esté lista esta carta, voy a volver a internarme en tus terrenos. Mi plan es avanzar de nuevo hasta el rancho para intentar tomarlo por la fuerza, cueste lo que cueste, y de ahí seguir camino. De esto están enterados tu familia, unos pocos amigos míos y algunos de los tuyos. Te lo hago saber para decirte con total sinceridad que el lugar dejó de ser seguro, que la ciudad comienza a sentirse poco segura, y que bajo ninguna circunstancia tenés que volver, porque ya no se puede confiar ni en los árboles. Pablo, por favor, no salgas de Santa Fe; después de todos los días que pasaron yo todavía no sé qué fue lo que vi o lo que sentí pero sea lo que sea, podría buscarte a vos también.
B. Barbosa
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Estudiante de letras y proyecto de escritor. Es parte del colectivo de escritores Letras&Poesía, integrante del comité editorial de la Revista Rabiosa y miembro del Centro de Estudios Teórico Literarios (CEDINTEL). A veces se olvida de respirar.
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Editorial independiente, biomaterialista y sustentable radicada en Chaco y Santiango del Estero
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