Letras en la espalda
Cae la noche sobre la ciudad cuando comienza la lluvia. Una farola se enciende, iluminando a través de las gotas que golpean el capó de nuestro coche. Un Opel Kadett rojo que tiene la calefacción estropeada. Los limpiaparabrisas chirrían cada vez que viran a la izquierda. Y hace tiempo que tú, estás callado.
Me quito los guantes de lana, color mostaza, y saco uno de los casetes de la guantera. Al darle al play, suena “How soon is now”, de los Smith, por la mitad. En nuestro código, eso significa que empiezo a impacientarme. Como lo sabes, porque me conoces – o eso dices -, me acaricias el pelo y me haces una mueca. Algo parecido a una sonrisa. Yo te correspondo con un guiño, igual de lánguido. Me resquebraja pensar que esto se ha terminado, así que bajo la ventanilla, tirando con paciencia de la manivela, y me enciendo un pitillo. La lluvia se cuela en el interior, mojándome la mejilla. Me encanta el efecto del cigarrillo al aspirar. Cuando se prende la punta, aumentando la intensidad de su brillo naranja, hasta caer, de nuevo, en un gris ceniza. ¿Es eso lo que nos está pasando? Ñoña. Idiota. Suelto el humo. Se deshace entre la velocidad y la lluvia.
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Despertador y alarma estridente. De esos de números digitales rojos y gigantes. “One, two, three, four… Do – you – realize?”. Gracias por nada, The Flaming Lips. Por la ventana de la buhardilla, se ve cómo se acercan grandes nubarrones. Grises. Odio el gris. ¿Es un color, siquiera? Mucho peor que el negro.
Aunque me encanta, el gris ceniza.
Los nubarrones se van acercando a la buhardilla, y pequeñas gotas solitarias empiezan a deslizarse por el cristal de la ventana. La ciudad está despertando. Poco a poco, se van encendiendo las luces de los edificios. El olor a pan recién horneado sube desde la primera línea de asfalto. Me pongo de puntillas para tratar de ver la calle desde la ventana semiabierta del techo abuhardillado. Aunque ya sé que no, que no llego. Me apoyo y me empino por la barandilla, que está resbaladiza, hasta dejar medio cuerpo sobre el tejado, suspendido en el aire. Por debajo, sesenta metros de caída. El vacío.
Cuento hasta tres… y me meto.
Lo sé. No debería. Pero no me digas que no lo has sentido nunca. Ese vértigo…
La cafetera italiana empieza a silbar. Ahora, predomina el olor a café. Me echo una manta azul cobalto sobre los hombros y apago la radio. Os diría que se escuchan las gotas al impactar sobre el cristal… pero es mentira. Se oyen los ruidos que dejamos de escuchar cuando pasa el tiempo y se vuelven costumbre. Lo de las gotas es más una sensación al nivel de la piel. Me encuentro genial, aquí y ahora.
No tanto, allí y entonces.
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- ¿Y si lo dejamos?
Y no me respondes. Sigues con tu cara de jovialidad, tu máscara de “aquí no pasa nada”, del “tiempo lo dirá”. Tu halo de superioridad moral. Pero estoy segura, segurísima, de que te has proyectado haciéndolo con otras. De que has tonteado con otras tantas más – porque te encanta, lo de tontear -. De que alguna vez me has mentido. De que no le has cogido una llamada a un amigo que lo necesitaba…
La lluvia arrecia y frunces el ceño. El motor del Kadett está ronco y desgastado. Suena “Birthday”, de The Sugarcubes. Nos encanta a los dos. Así que estiras la mano, conciliador, para ponerla sobre la mía. Siempre estás caliente. Eres como una estufa orgánica. Y yo, evidentemente, siempre tengo las manos heladas. Y la punta de los pies, ¡congelada! Es difícil no dejarse impresionar, de primeras, por un ser que te calienta los pies en invierno.
Y es invierno.
Y llueve.
Así que me recuesto sobre tu hombro, y ahí sí, rescato un suspiro. Como de alivio descontrolado. Me entran ganas de besarte una última vez. Te cojo la mano y te muerdo la parte mullidita de debajo de la muñeca. Una tregua.
Quizás, no me has escuchado cuando te lo he preguntado.
Quizás, solo lo he pensado, y no he llegado a decírtelo.
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Último sorbo de café antes de comenzar. Tengo el salón lleno de bocetos sin terminar. Algunos son cuatro trazos, mal armados. Un esbozo de una impresión. En los dorsos de las facturas, se acumulan palabras sueltas. Ideas para pintar. Historias.
Así que sí, llueve, y las gotas, ahora sí, empiezan a destacar en su sonoridad al impactar sobre el cristal y las tejas. Pongo un vinilo. Empieza a girar con “You only live once”. Dejo caer la manta, que se desliza por todo mi cuerpo, hasta los pies desnudos (congelados). Voy pisando el parqué de madera vieja hasta ponerme en escorzo frente al espejo. Giro ligeramente el cuerpo. Me levanto el suéter de algodón, hasta la altura del pecho. Apenas alcanzo a leer. Hoy has querido ser cauto. Y cuando lo eres, no puedo interpretarte en el espejo. Porque soy miope y sufro de astigmatismo. Y tú, te empeñas en escribirme en la espalda con letra pequeña. “Para no dejar marca”. Anda y que te den.
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Para evitar tus ojos cansados, por los que se pasean las luces amarillas de las farolas, me pierdo en el paisaje. Bueno, se pierde mi mirada, y yo la sigo. La verdad es que no hay nada. No sucede nada. Un desierto oscuro en la noche, sobre el que no deja de llover. Las canciones se vuelven a repetir, en el mismo orden. Le hemos dado ya dos vueltas a la cinta. Hasta que la saco con rabia y la tiro por la ventanilla.
- Hasta aquí, - te digo, con total parsimonia.
Pero despierto, y el mismo casete, otra vez. Incapaz de alterarse. De cambiar el orden de una puñetera canción. ¿Por qué no se lía la cinta magnética de una vez? Un ángel exterminador sonoro, contigo.
Entonces – milagro – reaccionas, y pones la radio. Pero aquí, en medio de ninguna parte, solo se escucha un zumbido. Todas las interferencias son una. Te doy la espalda y busco cobijo bajo mi abrigo.
- Tranquila, ya paramos. (¿así de pequeña era tu voz?)
Sí, por favor. Paremos.
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Voy a por tus gafas a la mesita de noche. Lees a Beigbeder, y la verdad es que te pega. Rebusco en tu lado del armario hasta encontrar unos peucos que te hizo tu abuela. Ya está, pies calientes – eso siempre lo has sabido hacer bien -. Vuelvo al espejo. Vuelvo a dejar la piel al descubierto.
Tu caligrafía es bonita. Siempre escribes con mayúsculas. Con aquella pluma que compraste, ya ni recuerdo dónde. Y las letras andan descentradas, como bailando entre ellas. Quedan bien, en el contraste con mi piel.
LA MEMORIA DEL COLOR.
O
LA MEMORIA DEL DOLOR.
Sonrío.
No queda muy claro.
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La gasolinera es una caseta chiquitina, con un viejo cartel iluminado y un par de surtidores a la intemperie. La carretera, que parece abandonada, continúa hacia el horizonte. Son como varias líneas paralelas superpuestas. Por un momento, parece que estemos en un cuadro de Hopper. Tu echas gasolina. Yo salgo a fumar, aunque llueva. Me tapo con el abrigo, que se está calando. No dices nada. No me miras. No me ves.
Saco el último cigarrillo y le prendo fuego. La llama tintinea con el agua que se cuela en mi guarida. Qué poco nos parecemos, tú y yo.
Aspiro. Naranja brillante en mis pupilas.
Veo el surtidor en funcionamiento y me proyecto en la secuencia. Una ráfaga de puntadas doradas arrasando lo que queda de nosotros. Las migajas de algo que moló demasiado tienen que ser buen combustible. Como el carbón.
Expiro. Humo y gris ceniza.
Aspiro. Y siento como la punta del cigarro se va acercando al depósito, arrastrada por mi mano. Me encanta el olor a gasolina. Tres centímetros más, una explosión, y la nada. Nuestra.
- Vér-ti-go –
en la boca del estómago.
Cuento hasta tres y devuelvo la boquilla del cigarro a los labios.
- Fumas demasiado - dices.
- Para lo poco que hablas… joder – pienso.
- He comprado una pluma. Para que me escribas.
Noño. Idiota.
Entonces te cojo de tu carita guapa, te meto en los asientos de atrás del Kadett y te desnudo. Saco toda la impotencia, toda la rabia, todas las ganas de morderte que te tengo. Y cuando te tengo debajo, desvalido, cojo tu pluma, y te escribo. Sobre las costillas, justo debajo del pecho:
LA MEMORIA DEL COLOR
Aprieto. Tanto que el iridium se te clava en la carne, justo en la primera letra de la última palabra.
Una línea de sangre se desploma entre las puntas de la c.
LA MEMORIA DEL COLOR.
O
LA MEMORIA DEL DOLOR.
Sonrío.
No queda muy claro.