Maldad

El complejo fenómeno de la humillación ha sido abordado desde ópticas muy diversas: como dinámica social (Klein, 1991), en relación con la ética igualitaria (Lindner, 2006; véase también www.humiliationstudies.org), desde la perspectiva de la transgresión moral (Combs et al., 2010), desde la filosofía política (Margalit, 1996), poniendo el énfasis en sus aspectos clínicos y de evaluación (Hartling y Luchetta, 1999; Torres y Bergner, 2012), analizando su papel en los conflictos intergruaples asimétricos (Ginges & Atran, 2008; McCauley, 2017), acentuando la cuestión de la definición misma del constructo psicológico como emoción distintiva (Elison y Harter, 2007; Fernández et al., 2015, 2018) o como una combinación sinérgica más o menos prototípica de otras emociones como la ira y la vergüenza (Elshout et al., 2017; McCauley, 2017). Nuestro equipo ha ido incorporando asimismo un abordaje de la humillación desde la óptica de la agresión y la maldad (Gaviria, 2019; Maiuro, 2001; Quiles et al., 2014).

Muchos episodios de humillación pueden considerarse actos violentos y de maldad, si bien hay una enorme gradación en la severidad del daño psicológico que pueden infligir los humilladores. En los casos más serios y violentos, la intención del perpetrador no es otra que la destrucción total del Yo de la víctima:

La acción de humillar a otros se presenta como una expresión del mal complejo, el mal puramente humano, el mal que no tiene antencedentes automáticos claros, sino que surge de la capacidad cognitiva de las personas en su más negra expresión. Nosotros proponemos que, a diferencia, de otras expresiones de la maldad, la humillación se caracteriza por la devaluación forzosa de la identidad de la víctima (Fernández, 2014, p.180).

Crueldad, falta de justificación (al menos, desde el punto de vista de la víctima) y gravedad extrema del daño infligido son características asociadas tradicionalmente con los actos de maldad (p.e., genocidio, terrorismo). La investigación actual rastrea indicios de maldad también en nuestras más modestas acciones cotidianas, identificando algunas dimensiones que definen el grado de maldad de un acto: voluntad para destruir y causar sufrimiento a otra persona, deseo de humillarla, planificación del daño a infligir, falta de compasión y satisfacción por el daño causado a la víctima (Quiles et al., 2010).

Aunque hay autores que subrayan el papel de ciertas disposiciones personales y su interacción con la situación en el estudio de la maldad, nuestro trabajo adopta una posición más psicosocial y se alinea con los de Zimbardo (2007) y Bandura (1999), que sugieren que en función del contexto, cualquiera puede llegar a cometer verdaderos actos de maldad.