María es bajita, con el pelo color tierra. Tiene la cara llena de sarpullidos y los ojos celestes. Manuel es gordito. Se le nota en el rostro su condición de retraso mental, pero levemente. Tiene pelo negro, corto y abundante. Supongo que recibirá una pensión. No obstante, siempre ayuda a María a repartir octavillas por el centro de la ciudad, en esas calles abarrotadas a ciertas horas; por allí me los cruzo en mis paseos rutinarios. Negocios de todo tipo captan así más clientes de lo que uno pudiera imaginar.
Manuel le hace bromas continuamente y habla con los transeúntes de vez en cuando. Cuando María decide cambiar de calle, parece que tirase de él con dificultad por una cuerda invisible. Sus caras son expresiones opuestas. Son jóvenes. Manuel muestra una alegría contagiosa. María lleva encima un peso enorme, como si le estuvieran dando duchas de roña blanda a cada momento.
Un domingo los vi bajándose de una moto. Tuve que mirar de nuevo pues me sorprendió la situación, no era momento de repartir publicidad. Discutían como dos novios cualesquiera. Manuel parecía otro, más serio, facciones más normales. Me puse a mirar un escaparate para poder ver qué hacían con disimulo. Se lanzaron varios gritos y caminaron guardando cierta distancia entre ellos. Yo me incorporé al paseo justo detrás.
—¿Por qué no?
—Porque no. Porque no podemos vivir juntos.
—Pero si ya vivimos juntos.
—Pero no es lo mismo que vivir los dos solos.
—El Padre me toca.
—Ya te he dicho mil veces que son bromas.
—Pero se mete en la cama de noche, a mi lado.
—A mí también me toca, luego se restriega, se moja y se queda dormido. Es un alcohólico del vino, pero es nuestro Padre y hace muchas cosas por nosotros. Deberías mostrarle más agradecimiento.
Entraron en una cafetería y yo seguí mi camino.
Hace poco cambié de trabajo. Me contrataron en la oficina de una academia y entonces tuve la oportunidad de mantener trato directo con ellos cada semana, cuando venían a recoger nuestras octavillas, por las que cobraban una miseria. Manuel se reía mucho. A María costaba bastante sacarle la mueca de una sonrisa. Pensé en hablarles de sus vidas muchas veces. Me imaginaba convenciéndolos de que no era normal lo que les pasaba y ayudándoles a cambiar, a acceder a una educación, etc. Pero nunca lo hice...
El otro día, mi sobrina celebró su comunión y volví a pisar una iglesia en plena ceremonia después de mucho tiempo. En el fondo me encanta escuchar a los curas, me tranquiliza. Este sacerdote me era conocido, yo también hice la comunión con él. Mi sobrina estudia en el colegio al que ha asistido toda la familia. Había hasta monaguillos, cantos, manos unidas... Al terminar, nos anunció el padre que saldrían los niños en procesión, encabezados por él. Los monaguillos le siguieron. Los del público habíamos salido antes, pero yo entré otra vez para sacar una foto del desfile avanzando por el pasillo central. Justo a la puerta de la iglesia, cuando el cura se apartó para dejarlos salir, ya en comunión los niños con el cuerpo y la sangre, no pude alejar la mirada de uno de los dos monaguillos: era Manuel, al que no había reconocido con esas prendas. Sonreía tanto como cuando repartía octavillas. Miré al pastor. No me acordaba de su nombre, sin embargo, sabía perfectamente que había sido mi profesor de trabajos manuales. Jarroncitos, figuras, etc., para los días de la madre, del padre, las navidades...
El padre no sabía quién era yo, pero me sostuvo la mirada. Mas fue el olor el que me llevó a Quinto de Básica. Su olor. Su sotana, que se acercaba a mi mesa para darme instrucciones de la tarea, que si el pegamento, que si pusiera los dedos de otra forma... y pegaba la entrepierna a mi brazo, y se movía. Era un contacto caliente. Ahora me imagino que se mojaba, como dice Manuel que hace con ellos. Y se me pone cara de tonto.
Málaga, 2001. Revisión, 2019.