Alfonso Partido:
Lo más sencillo para acercarme a Dios fue meterme a chófer suyo. Don Dío era el amo de muchos, entre ellos Sole, su hermanastra, y mi amigo Martínez. No lo agarraríamos por sus verdaderos pecados, sino por su virtud única, las ganas de saber. Pero antes, yo debía entrar en el grupo de sus lectores. Eso me daría derecho a asistir a las fiestas para ejecutar las performances que preparaba el grupo de lectura junto con los del baile. No llevaba un mes de conductor, cuando me presenté al señor Polimia, al que había recogido para traerlo a la mansión, y le dije: “Yo quería comentarle que, vaya, que yo estoy muy bien con mi puesto de chófer y encantado con mi trabajo, pero que le dijera a don Dío que me gustaría hacer la prueba de lector, que yo fui compañero de Martínez Ramírez en la facultad de Letras, también escribo y tengo hecho un curso de Oratoria. ¡Ah...! y además he representado teatro varias veces.” Mi plan era ser recomendado por su mejor amigo.
Sabía que me metía en el mayor lío de mi vida (estos no eran pequeños empresarios sin escrúpulos), pero jamás había trabajado en nada que me pudiera gustar tanto como eso. El señor Polimia me observó y luego desvió la vista hacia los altos. Estábamos en el salón. Debía de haber al menos siete metros hasta el techo. Toda la primera planta de la casa se comunicaba por medio de una baranda con los altos del salón. Le dije que lo necesitaba. Que yo tenía que desarrollar de alguna manera la carrera que había elegido cuando empecé a estudiar Letras. Que lo mío era un mal que ya aquejaba a los jóvenes desde los tiempos de Cervantes, en aquella época por el exceso de médicos más que de filólogos, que el perro Berganza le contaba al perro Cipión que de los cinco mil estudiantes que cursaban aquel año en la Universidad (El coloquio de los perros data de 1613), dos mil oían medicina, y que o estos dos mil médicos habían de tener enfermos que curar (lo cual, apostillaba el personaje, sería harta plaga y mala ventura) o ellos se habían de morir de hambre.
El señor Polimia me inquirió cuál era la causa de que acudiese precisamente a él para dar curso a mis intenciones, y yo no pude más que dejar los ojos fijos en los suyos. Polimia quería conocerme:
Lleva ropa buena y elegante, ropa de hombre. Su pelo castaño es brillante y limpio. Sus manos no son masculinas sino hermosas, tampoco son femeninas, y sabe cómo moverlas armoniosamente. Habla despacio y pronunciando cuidadosamente todos los sonidos en un hermoso acento español estándar. Sus ojos no son grandes, son marrones y llenos de melaza. Su trato es dulce. Sus pensamientos los traduce en frases cortas, sin excepciones, eso piensa la muy soberbia. Su piel es del color latino, tostada por el sol, curtida por cremas vegetales. Todo ello rezuma. Las personas sensitivas tienden a enamorarse si la observan y la escuchan, dominadas por el tranquilo entusiasmo que transmite, la muy zorra. En su anillo brilla el sol. Su pulsera de plata es gruesa. Vive en su villa heredada, lejos de la ciudad, cuyo cuidado patio-jardín florecido y estatuado es recuerdo de su infancia. La vivienda, por lo visto, ha sido completamente reformada. Es un hombre tradicional y de rectas costumbres, mas yo-ella-sin-nombre lo toma de las muñecas con fuerza en el primer contacto carnal y lo lleva a la amplia cama. Lo tumba bocabajo y besa el limpio cuello desnudo bajo el corto, fuerte y cano pelo gris de la nuca. Se ve descarnándolo con los dientes, practicándole incisiones, recibiendo en toda la cara su sangre caliente, escuchando los gritos desesperados bajo los efectos de varias horas de alcohol, conversación y marihuana. Sus manos acarician su pelo, sus dedos ganan pasión, su boca, calidez. Polimia va perdiendo rigor. Yo-ella-sin-nombre le da la vuelta y se miran a los ojos. Le vacía la cuenca de los ojos. Le desabrocha la camisa. Le lame los párpados. Polimia tiene poco vello. Ella chupa sus dedos. Le saca los tendones. Busca su lengua y el botón de la pasión queda accionado. Se besan largamente. Le arranca la lengua. Yo-ella-sin-nombre lo agarra del jersey a la altura del pecho y lo tumba, respira intensamente e introduce sus manos entre su pelo, lo despeina suavemente, lo levanta y lo lleva a la moqueta, entonces yo-ella-sin-nombre deja que Polimia haga su juego, que se deje llevar. Le saca el jersey y le abre la camisa, le muerde amorosamente la barbilla y chupa los pezones de hombre con sensibilidad de hombre. Se van desnudando y huelen bien. Yo-ella-sin-nombre le hace una incisión en las bolsas testiculares, extrae todo el contenido, muerde el glande hasta arrancarlo. Sentados se acarician el pene mutuamente. Toma el corazón caliente y jugoso. Hacen el amor...
Así empecé mi carrera teatral en la mansión de don Dío.
Don Dío:
Mi salón tiene una piscina redonda en el centro, bueno, Muchacha me dice que le diga baño, no piscina, o baño turco, porque dice que allí no hay peces, bueno, eso lo dice Polimia... Yo siempre me levanto trempano y me siento en el borde, y meto los pies en el aigua. Mientras me bebo el café y me fumo un puro, miro salir el sol por el ventanal, que sale por el mar o por la montaña, pero que yo lo veo por la cristalera. Y me leen. Según los meses sale de más al sur, del mar, o de más al este, de la montaña. Y cada mañana viene a casa un lector, o varios. Yo miro el mar, los reflejos, las casas y los bloques de los pueblos y ciudades de la costa. Es el espectáculo de tenerlo todo a tus pies que están metidos en la piscina, y tener la poesía en tus oídos. Muchacha me ha explicado lo que pasa, y es que nada es más grato, como dice ella, al oído humano que escuchar las aladas palabras. Por lo visto, los héroes griegos sabían hablar tan bien como luchaban, pero que resulta que lo que mejor sabían es escuchar tan bien como hablar o luchar... ¡Vaya, padre, que me voy por los cerros de Úbeda! Y es que los pecados me llevan a los placeres, y yo tengo que hablarle de la famosa inyerción. ¡Ay, que lo enredo todo!
Polimia:
La madre de Dío era una mujer muy rara. Siempre estaba con frases como “los ángeles no tienen sexo”, “palabrita del niño Jesús” o, como le decía a Dío, “mi niño cantor de Viena”... Fue con una pistola, que se disparó y se llevó los cojones, pero entonces todavía vivían en Marbella... Yo no sé mucho del tema... Decía: “¡Ay, mi niño cantor de Viena!” Y entonces me miraba a mí, que yo me quedaba embobada mirándola a ella, y me pellizcaba el moflete. No sé, era una mujer muy rara, pero yo creo que a mí me daba mucha envidia de no ser yo su niño cantor de Viena.
Don Dío:
Polimia ya se puso ese nombre desde que éramos dos jovencillos de dieciséis o diecisiete años. Siempre ha sido un tío muy raro. Ya ves, yo no lo veo como mujer y basta, que no pasa nada, y tampoco lo censuro, oye, que es mi amigo. Pero no puedo dejar de verlo como un tío. Raro, eso sí, pero que no lo cambiaría por nadie, porque tiene un coco y sabe que no veas. Un día me contó que se iba poner ese nombre, que siempre lo llamara así, que Polimnia era la musa de no sé qué, pero que él le daba ya una evolución y lo dejaba en término semiculto. Y que a él le pasaba como a Tiresias, y que sabía que la mujer es capaz de percibir más placer que los hombres, creo que el noventa por ciento más. Y que si Zeus, y que si Hera, y siempre estaba con los argivos para aquí y con los dánaos para allá...
Es que nos llevamos muy bien. Sí. Bueno, a veces nos peleamos, como es normal... Recuerdo que en esa época también, me vino un día con lo de eunuco. “¿Un eunuco?” Le corté. Le corté porque me quedé muy sorprendido. ¡Oye, que lo mío fue un accidente! Que si él tenía algo genético, de puta madre, pero que a mí me dejara tranquilo. Yo entonces no sabía mucho de contextos verbales ni situacionales, porque me salió por ahí, sabes, ahora es distinto porque yo me he puesto mucho las pilas con mis lectores, pero entonces que no me viniera con gilipolleces... “¿Un eunuco? Mira, Polimia, o como coño quieras llamarte, que me da igual, me parece que me estás llamando castrao, que es lo que soy, pero que no se dice. Porque, por lo que estamos hablando, que no soy idiota, tú me estás diciendo que soy un castrao. ¡Y que como soy un castrao, nunca llegaré a nada, tú (y yo chillaba cada vez más), tú, maricona de mierda!” Le levanté muchísimo la voz. Y me daba pena. A veces Polimia me daba muchísima pena.
Él siempre tuvo morriña desde niño. Cuando nosotros llegamos a Barcelona, su familia ya llevaba allí un año. Ellos también venían de Marbella. Bueno, su padre, como el mío, venía de todos los sitios y no terminaban de quedarse en ninguno. De hecho, ellos ya se conocían; debía ser el don de la ubicuidad. En Barcelona, Polimia y yo coincidimos en el colegio más caro. Él deseaba que llegara el verano para pasar un mes en Marbella. Eso sí que era morriña. Aunque con los años se le fue pasando. Yo lo que deseaba era que llegase cada fin de semana para ir al Palau de la música... Pero él tenía morriña de su madre y de su Marbella. Su madre estaba medio loca y no se la llevaron a Barcelona. A Polimia la cuidaba su madrina. Él la llamaba su madrina, y debía de ser su tía, la hermana de su padre. Le gustaba decir a secas, sin venir a cuento, “mi Marbella”, y se reía de manera extraña, y entonces decía, “ja, como mi mamá me mima.” Yo lo invitaba a venirse con nosotros a los conciertos. ¡Y un día se empeñó en venirse vestido de campero, que sólo le faltaba el caballo! Bueno, pero éramos pequeños y no pasaba nada. No me acuerdo de qué ópera era... Morriña, bonita palabra. Hermosa palabra. Se lo dije a Muchacha cuando lo de su depresión, ”Sole, tú lo que tienes es morriña.” Y ella me replicó, “no, yo lo que tengo es Soledad, que es como un laberinto”. Alguna vez la llevaría al Parc del Laberint, pensé, cuando se pusiera mejor.
Soledad:
Y pensar que todo esto empezó por culpa de mi depresión. Fíjate, cuando ya me puse mejor, un día mi hermano me dice que me llevaba al Parc del Laberint.
Alfonso Partido:
Cuando pienso en aquellos tiempos, me doy cuenta de que lo más importante fue quitarle la ese a don Dío. Esa performance lo cambió todo. Recuerdo que llegué contentísimo al “Matarile”. Busqué a Martínez entre las mesas del jardín y se lo espeté con una sonrisa de oreja a oreja.
—Ha sido un éxito quitarle la ese a don Dío. Esto lo cambia todo.
—¿Dónde está?
—¡Pues dónde va a estar! ¡Pues en ningún sitio, hombre, pero si te lo he explicado, la ese...!
—¡No, idiota! ¿Dónde está don Dío?
—No sé...
—Bueno, y ahora ¿qué vamos a hacer con la historia de la ese? Se va a poner muy pesado...
—Tú deja que se emperre con ella, que cuanto más la quiera, más sencillo será colársela por el culo con un regalito. Los tiempos del “Matarile” están tocando fin. El rey del “Matarile” tiene sus días contados. El referente de la ese se lo pondremos por aquí, dentro del “Matarile”, y cuando vaya a por ella, ¡Matarile-rile-ron, chim-pón!
Estuvimos allí el resto del día tomando margaritas y comiendo burritos y enchilada. Martínez me volvía a preguntar de vez en cuando por don Dío, a mí no me hacía ni caso. Si aparecía el gran jefe, se le acababa el sopor del paso del tiempo y la vista de las muchachas del baile, que andaban en bikini cerca de la piscina esperando la hora de su ensayo. A él se lo llevarían por ahí a hacer negocios y manejar finanzas.
—Que no lo sé, ¡coño! ¡Qué pesado, joder! Disfruta de la tarde mientras puedas, hombre.
Yo continuaba hablándole de mi plan con entusiasmo y él no me hacía ni puto caso. Muchacha y él se pensaban que todo era para mí un divertimento exhibicionista. Que mi enfermiza afición por hablar de la resistencia violenta y los hombres bomba era mi manera de matar el tiempo y basta. Pero no se quedaba la cosa en matar el tiempo, también caería don Dío si me salían mis planes. Mi mente era sórdida como el fruto del vientre de la Muerte Jesús. Nosotros no dejábamos de ser perdedores. Con planes o sin ellos, realmente éramos iguales. El único diferente era don Dío, y esto se comprobaba muy bien en su “Matarile”. Quien ha visto un pasillo del “Matarile” los ha visto todos. Para llegar al “Matarile”,a cualquier “Matarile”, siempre se encuentra un pasillo. Allí nos acumulamos los perdedores: los que hacen el gran papel de gran perdedor y llegan a mártir; los que no saben interpretar su papel y son malos perdedores; los que interpretan a las mil maravillas el papel de mal perdedor; y, en definitiva, una gran masa de esclavos dispuestos a defender su estatus a toda costa. En los pasillos nos miramos las caras con hostilidad, y cuando cerramos los ojos, deseamos la muerte de los amos. Quedamos esperando pacientemente. Abrimos los ojos, hacemos nuestras labores, tenemos nuestro barullo en la cabeza, siempre el mismo, y cerramos los ojos. Quedamos esperando pacientemente. Yo me hice poeta para sobrellevar las horas pesadas entre las paredes familiares de la antesala de la Muerte. Ella favorece a los Vates, a cambio de cantos encomiásticos: "¡Oh, tú, Mala Señora con alma de tisú, / Piel de tigre Bengala vestido con tutú, / Que si lamida fuese fuera un cañadú: / Estos canoros metros doy a ti de mi picú! // Tu puta madre era nieve, / Su túnica era azabache. / Plata su guadaña sangre / Por doble filo se bebe".
Y así podía tener los privilegios de ser un paje de la Muerte, hasta que un día me haga un gesto como diciendo, “¡venga, tira p’al agujero negro que te toca!”, y se me acabe el rollo (Cervantes hubiera dicho el discurso).
Martínez Ramírez:
El domingo de la cita Alfonso me trajo un pato. “¿Qué coño significa esto?”, le pregunté. “¿Qué coño hago yo con un pato? ¿Me lo meto en la bañera? ¡Pero si yo sólo tengo plato de ducha, hombre!” Era un pato de corcho pintado de blanco, con los plieguecitos de las alas dibujados en gris y con el cuello muy largo. Alfonso me dejó protestar con el pato en las manos y miró alrededor. ¡Quién se iba a imaginar que todos sus rollos de cargarse al gran jefe no eran mera paranoia! Él sólo dijo, “aquí tienes el referente de la ese relleno de explosivos”, me dejó protestar con el pato en las manos y miró alrededor. Mi estudio tenía cuatro paredes y un baño, y era pequeño. Encima de la cama había un cuadro muy grande que me había regalado don Dío. Representaba un toro enfurecido levantado a dos patas. Era rojo oscuro y negro, con motas de infinitos matices a lo Van Goh. Tenía cuatro penes, que le salían de la pelvis, del rabo y uno de cada oreja. Eran cuatro poyas de agua coleteando airadas, como pez en cubo que se transforma en serpiente venenosa. La pared de al lado era una biblioteca con estantes de escayola. Luego la cocina y el baño. Y cerrando la cuadratura, el balcón. El balcón tiene la función de estar abierto con el fin de que salga el humo y entre la luz, que a veces se me cuela en el estudio en forma de pajarraco pesado, como el de las correspondencias de Baudelaire. Tumbado en la cama me siento pescado de mar debajo del bicho...
El domingo de la cita me levanté temprano, diciendo “mierda, mierda, mierda”, tosiendo y escupiendo como siempre. Les recomiendo el uso de escupidera, metálica a ser posible. “Desde que trabajo con estos nadie daría un colín por mi vida.” Pensé mientras me servía un güiski en la mesita de noche para bajar la borrachera. Lo paladeé y miraba la luz que entraba por las rendijas. Me preparé un canuto de mariguana espesa y la luz entraba por las rendijas. ¿No he dicho ya eso? Bueno. Me encendí el canuto y lo respiré hasta el fondo.
Alfonso Partido miró hacia el baño cuando se abrió la puerta. Muchacha salió a la habitación con el pelo mojado. Alfonso la odiaba. Era la mujer más sexy que conocíamos.
—¡Hola, Alfonso! ¿Vendrás a la fiesta del domingo?
—Claro.
—Ya verás, será mejor que la del mes pasado.
—A ver si se anima don Dío y baila un poco. Estuvo muy tranquilo la otra vez. ¿No baila don Dío?
—Sí que baila don Dío. A veces. Depende de la fiesta, aunque nunca fuera de Marbella, sólo en el Matarile. Le encanta el chachachá. Mueve el culo rápido como un perrillo. Lo que pasa es que ahora yo estoy preñada y él, si no es conmigo no baila.
Los tres nos quedamos callados un momento. Muchacha escondió la cara dentro de la toalla, mientras se restregaba el pelo para secárselo bien y expandir el olor a champú por el espacio y el tiempo. Alfonso me miró desconcertado y me tuve que tocar el pecho varias veces para decirle que el bebé era mío. Muchacha dejó de secarse y sacudió su pelo negro y los rizos para expandir las gotas de agua perfumada por el espacio y el tiempo. Y le dijo:
-¿Sabes que cuando Castilla era reino, los ciegos solían quitar la vista a sus recién nacidos para que fuesen como ellos? Si a mí me nace niño se la corto.
A Muchacha le encantaba fastidiarme así de vez en cuando. ¿No me gustaban las mujeres fuertes y con personalidad? Pues toma tres tazas.
—Oye, ¿y desde cuándo...? —preguntó Alfonso. Miró a Muchacha y luego a mí, a ver si entendíamos la pregunta que no quería terminar.
—¿Desde cuándo soy su mujer oficial, no?
—Sí.
Para la mayoría de la gente, don Dío tenía una compañera sentimental, Muchacha (Soledad), que en realidad estaba casada conmigo, en Las Vegas, boda a la que sólo asistió Alfonso.
—¿Marti, cuándo fue la fiesta del Duque?
—Eh... No sé... ¿No fue el año de las Olimpiadas de Barcelona?
El domingo de la cita…
¡Uaf! Le pegué otra calada seguida hasta el fondo de lo que me quedase de pulmones, y tosía las toses del esputo. ¿Recordar? Que recuerde el alma dormida, yo ya no tenía alma y tosía las toses y el garrote vil que apretaba mi cabeza; tosía y era capaz de sentir también el ardor de estómago. ¡Qué tío! Pero la mariguana es rápida y te duerme pronto lo que te queda vivo dentro. Y Alfonso pegaba la hebra a Muchacha el cabrón. ¡Qué poca sangre! Siempre igual el cabrón. Habla que te habla con mis mujeres. Y yo folla que te folla, callándome como un gilipollas cuando me dejaban mal en público.
Muchacha se acercó a la cama y me quitó el pato de las manos.
—¿Y esto?
—Es la ese perdida de don Dío —contestó Alfonso con una sonrisa de oreja a oreja. Genial. A Muchacha le pareció genial.
—Eres un genio —le dijo ella a Alfonso sin dejar de mirar el pato.
—Déjalo, yo lo llevaré —intervine—. Le hemos anunciado una sorpresa esta tarde en el Matarile a don Dío. —Muchacha me fulminó con los ojos—. Ya lo sé, ya lo sé, tu revisión, el ginecólogo, pero la hora ha sido idea de Dío.
—¡Cabrón! —se enfadó ella—. Este funciona como si de verdad a mí tuviera que esconderme lo que le falta. Yo ya te lo dije, Marti, que termina creyéndose el papel...
—¿Es verdad que en el Matarile siempre se pega un baño en la piscina, aunque sea invierno? —preguntó Alfonso.
—Aunque sea invierno —contestó Muchacha—. Si va al Matarile, se baña.
Muchacha me miró: “Por cierto, está muy curiosón el nuevo, ¿no? Y decía en Las Vegas que nunca volvería a España...” Se refería a Alfonso. Ella tenía una variedad tonal fuera de serie para seducir a cualquiera. Esa forma en la que dijo “el nuevo” mientras me miraba a mí, el suyo... Miró de nuevo a Alfonso: “don Dío es una bola, lo mires como lo mires: bola de cabeza, bola de tronco, bolas las manos, bolas los ojos, bolas las piernas, bolas los brazos y... no bolas las bolas... ¡No hay bolas!... Y todo sin pelo. Nada de pelo. Es un canto rodado el tío. Mi canto rodado.” Esto último era otra indirecta para mí.
El domingo de la cita yo me fui con tiempo al “Matarile”, pero, inexplicablemente, al llegar allí no llevaba el tiempo en ningún sitio. Pensé que lo habría perdido y que tendría que vagar eternamente en busca de la cronocopia dislocada. Entonces recordé lo que me dijo Alfonso del cisne, que es el ave que muere por la boca, como el pez, y que me lo llevara a pescar a la piscina del “Matarile”. Me fui a mi casa y cogí el pato, digo el cisne, y me volví. Cuando llegué, lo metí en la piscina y me quedé pendiente del pato.
Repentinamente, me agarraron y me ataron. Un rato después llegó don Dío en bañador, y se me quedó mirando con cara de reprobación, como si yo me hubiese comportado mal. Como los padres miran a veces a sus hijos porque se sienten traicionados. Me dio un cogotazo y se puso al borde de la piscina. Luego se sentó y metió los pies en el agua. Miraba al pato. Todos estábamos en silencio. Bajó la cabeza durante unos segundos. Se levantó y volvió hacia nosotros. “¿Sabes qué se me está ocurriendo, Marti?” Él me nombraba Marti, como Muchacha. “¿Qué forma tiene el pato? ¿Ves que tiene forma de cisne, que tiene el cuello larguísimo? ¿Y no ves que el cisne tiene forma de ese?” En ese punto me pegó otro cogotazo. Peripateó dos veces delante de mí y de sus matones. Yo me estuve fijando en su tremendamente enorme bañador azul. “Marti”, me apeló, “mira el pato. ¿No tiene forma de ese? ¡Es la ese, Marti!” Yo entonces lo que no entendí es por qué me habían atado. Y pensé en Muchacha. Don Dío se dirigió hacia el borde de la piscina de nuevo, esta vez sin parsimonia, para recibir a la labradora en el camino. Se metió en agua y nadó canturreando hacia el pato. Yo recordaba que los cisnes cantan antes de su muerte. Lo alcanzó, lo asió y entonces Alfonso, haciendo de Dios y decidiendo sobre la vida y la muerte, hizo que el pato estallara, y que con él explotara don Dío en mil pedazos, eunuco que por fin había recuperado su ese.
Málaga, 2004. Revisión, 2019.
Relato galardonado con el primer premio en el V Concurso de relatos cortos "José María Martín Carpena".