CONFINAMIENTO

Andrea Mateos

Los primeros días todo era surrealista. Era inentendible cómo un virus estaba paralizando un país entero. Aquello que veíamos que estaba sucediendo en países cercanos y que pensábamos que a nosotros no nos iba a llegar, llegó.

Estar encerrado en casa durante casi tres meses provocó, evidentemente, diversas sensaciones que dependen de la personalidad de cada uno. En mi caso, predominaron el aburrimiento, la frustración y la tristeza.

El aburrimiento, ya que el ritmo de vida era muy monótono y de un día para otro todas las actividades que se realizan fuera de casa, que son la mayoría de mis vías de relajación y evasión, estaban prohibidas.

La frustración, ver cómo pasaban los días y pensar lo que podría estar haciendo, en el hipotético caso de que no hubiera COVID y un confinamiento, me frustraba, como también lo hacia el no poder hacer nada para cambiar la situación.

Y, por último, la tristeza. La mayoría de las veces este sentimiento estaba presente sin un porqué; simplemente lloraba y me sentía triste sin encontrar una verdadera razón. Quizá, era un cúmulo de sentimientos, como agobio, por la desconocida situación que estábamos viviendo, por tener que ver a tus seres queridos a través de una pantalla y, lo más doloroso, por saber que aquello era un punto de inflexión en mi vida, que los besos y abrazos a mis abuelos, los gestos cariñosos, las fiestas y nuestra antigua normalidad se habían acabado.

Cabe destacar que muchos días la indiferencia prevalecía entre mis sentimientos. Me daba igual que fuera lunes, viernes o domingo, que las horas pasaran o no. No me sentía ni triste ni contenta, simplemente estaba en casa sin buscar un por qué no podía salir ni qué estaba pasando.