LENGUAJE INCLUSIVO

Almudena Escudero

En los últimos años, el debate sobre la necesidad de adoptar un lenguaje inclusivo que dé mayor visibilidad a la mujer ha enfrentado a lingüistas, académicos y académicas y políticos y políticas. La relación que se establece entre la lengua y la sociedad provoca que, para algunos y algunas, sea imprescindible impulsar el cambio de la realidad que nos rodea mediante un cambio en el lenguaje, mientras que otros y otras consideran que el lenguaje cambia a medida que cambia la sociedad. Pero ¿realmente la visibilidad de la mujer depende del uso que hacemos de la lengua? ¿Te sientes más incluido o incluida en la sociedad ahora que he duplicado cada uno de los masculinos genéricos, o, en realidad, dificulta la comprensión y ralentiza la lectura? Párate un momento, vuelve a leer todo lo anterior y piénsalo.

La postura de la RAE es clara:

En los sustantivos que designan seres animados, el masculino gramatical no solo se emplea para referirse a los individuos de sexo masculino, sino también para designar la clase, esto es, a todos los individuos de la especie, sin distinción de sexos. Consecuentemente, los nombres apelativos masculinos, cuando se emplean en plural, pueden incluir en su designación a seres de uno y otro sexo, por lo que no debe verse intención discriminatoria alguna, sino la aplicación de la ley lingüística de la economía expresiva. Solo cuando la oposición de sexos es un factor relevante en el contexto, es necesaria la presencia explícita de ambos géneros. Por otra parte, el afán por evitar esa supuesta discriminación lingüística, unido al deseo de mitigar la pesadez en la expresión provocada por tales repeticiones, ha suscitado la creación de soluciones artificiosas que contravienen las normas de la gramática.

Quizá uno de los mayores problemas a la hora de atender a este debate es la confusión entre género y sexo. A grandes rasgos, el género hace referencia a la categoría gramatical de las palabras, mientras que el sexo nos indica la condición biológica que establece la distinción entre machos y hembras.

Teniendo en cuenta esta distinción, es necesario remontarse al origen de nuestra lengua para entender algunas de las cuestiones que hoy en día se debaten. En el indoeuropeo existían dos géneros, uno para los seres animados o sexuados y otro para los seres inanimados. Probablemente, con la evolución de la sociedad, el genérico que se utilizaba para designar a los seres animados deja de ser eficiente y surge la necesidad de crear un género femenino con marcas propias. Como consecuencia directa, el antiguo genérico utilizado para los seres animados pasa a utilizarse como masculino frente al nuevo género femenino. La convivencia de estos tres géneros (masculino, femenino y neutro) perduró durante años, sin embargo, la evolución del latín vulgar hizo que el género neutro fuera desapareciendo progresivamente. En ese proceso, el plural masculino se impuso como genérico, del mismo modo que el singular se ha impuesto en nuestra lengua como el número no marcado frente al plural. Sí bien es cierto, este establecimiento del masculino como género no marcado pudo estar vinculado a la prevalencia en estas sociedades de patrones patriarcales, aunque lingüísticamente no está documentado.

Como consecuencia de esta evolución, el español solo distingue dos géneros: masculino y femenino. Sin embargo, los nombres que designan seres animados marcan el género de formas muy distintas: con marcas propias de género (chico/chica, jefe/jefa…), con palabras completamente distintas (hombre/mujer), mediante un artículo (el futbolista/la futbolista) o a través de sustantivos epicenos que, con un solo género gramatical, permiten referirse a seres de los dos sexos. Pues bien, muchos nombres epicenos son femeninos: persona, víctima, eminencia, criatura, autoridad... En estos casos, el femenino asume la representación tanto del masculino como del femenino. De modo que no se deben identificar género y sexo, pues a nadie se le ocurriría hablar de *persono, *víctimo o *eminencio.

Si atendemos a otras cuestiones lingüísticas, Ferdinand de Saussure establece en su Curso de lingüística general que la lengua es un sistema de signos y que cada uno de estos signos se compone de un significado y un significante. El significante hace referencia a la secuencia de fonemas que relacionamos con un significado, por lo que el significado es la representación mental que asociamos a un significante. Dicho de otro modo, la relación entre el significante y el significado es la asociación que se produce entre una palabra y la imagen o realidad que nos viene a la mente al oír dicha palabra. Hagamos una práctica. Piensa en la palabra alumnos incluida en la siguiente oración: Los alumnos que lleguen tarde no podrán entrar en clase. ¿Has pensado que solo los alumnos varones no podrán entrar en clase? Seguro que no. El significado que nos viene a la cabeza incluye alumnos y alumnas. Nadie pensaría que es una norma solo para los alumnos varones, salvo que nos encontráramos en un colegio que segrega por sexos.

De este modo, el significado o la imagen que asociamos a una determinada palabra depende de nosotros mismos, de nuestras vivencias y conocimientos o, incluso, de la época en la que vivimos. Para que detrás de significantes como ministros, presidentes, académicos, albañiles, etc. visualicemos tanto a hombres como a mujeres, lo realmente importante es que exista una realidad compartida en la que hombres y mujeres tengan acceso a los mismos derechos y las mismas oportunidades, para que ambos puedan convertirse en un referente real que venga a nuestra cabeza al oír esas palabras, sin que necesariamente exista una terminación para cada género. Cuando esta realidad social cambie, probablemente su reflejo lingüístico dejará de ser el problema.