RELATO

Tomás Verdes, 2º bachillerato

Cuando me desperté en aquel vagón de cristales tintados de púrpura, lo único que quería era salir del tren. Apenas había abierto un ojo y ya estaba viendo un elefante en la cabina. Se supone que él era el maquinista, pues no había visto nunca a un elefante tan bien uniformado. Además, yo seguía mareado y no conseguía enfocar imagen. Era de noche. Los destellos de luz visibles tras las ventanas eran lo único que mis lentes perezosas meritaban por enfocar. Y, cuando pude ver con más claridad, comprobé que aquel tren no circulaba por tierra, que estaba más elevado de lo habitual. Creí estar viendo los rascacielos a mi lado y eso era impensable si de verdad estaba viajando en tren. Confundido, le pedí al maquinista que se detuviese. Y me hizo caso. Puso el ancla en una nube y ya quedó suspendido el tren. Y yo abrí las compuertas, dispuesto a comprobar que eran esos destellos tan centelleantes. Pero desde allí no se veía nada. Menuda situación, ahora tenía que bajar a la planta baja del tren. Me habían dicho que allí había una tienda de prismáticos. Y, bueno, bajé.

Las escaleras estaban estropeadas así que tuve que ir en ascensor. Y vaya elenco me encontré allí; un locutor mudo, un vaquero con muletas y un mapache con gabardina. Se parecía mucho al conductor... Y bueno, llegué abajo y fui directo hacia la tienda a coger los prismáticos. Y subí otra vez en ascensor, y ya me estaba esperando el conductor en la puerta a ver si me bajaba o qué narices quería hacer. “¡Voy, voy!” – le dije con prisa. Mirando el Rolex con cara de asco estaba el muy sarcástico. ¡Pero si no había tardado nada! Miré por las puertas con los prismáticos y no veía nada. Hasta dos veces lo intenté, pero se veía todo negro. A ver, yo tampoco quería quitarle la tapa de las lentes. Estaban nuevos y no era plan de gastarlos para estupideces, ni mucho menos.

En fin, yo seguía sin descifrar qué era esa luz. Qué decepción. Pero me acordé de que guardaba una caña de pescar en el bolsillo de la americana. Y la saqué con cuidado de no romper ninguna costura y le lancé el sedal a esa maldita luz que ni siquiera alcanzaba a ver. Y una vez le había dado caza, tiré con fuerza, todo lo que pude, pero nada conseguía. Así que decidí lanzarme del tren. Como la cuerda había quedado enganchada a aquel fulgor amarillento, pude trepar por ella e ir acercándome a esa luz. Y el tren ya se marchó. Y yo a lo mío, a escalar por el sedal. Y cuando acabé y llegué a la luz, la luciérnaga me miró extrañada y me preguntó por qué la molestaba a esas horas de la noche. Antes de que pudiera responderle, ya me había propinado una coz con la pata trasera. Y entonces, empecé a caer al vacío. ¡Qué desesperación!¡Iba a morir y llevaba la americana hecha un desastre! Menos mal que la caída fue larga y pude reparar bien mi atuendo. Pero es que cuando ya llevaba dos minutos de caída me estaba empezando a aburrir. Vaya tostón, dos minutos en medio del cielo, que ahí no pinta uno nada. Si es que me estaba entrando hasta sueño. Y sí, me dormí. Pero escasos segundos después impacté contra el suelo. Y abrí los ojos con celeridad. Y no me desperté sobre la tierra o el cemento, sino sobre el látex. Y me tapaba una manta tan cómoda como una nube. Pero eso era muy aburrido. Además, se parecía mucho a mi dormitorio. Así que volví a cerrar los ojos y cogí otro tren. No tenía idea de su destino, pero tampoco me importaba no saberlo. Lo único que esperaba era que la siguiente experiencia fuese tan increíble como la anterior y un poco más divertida y desafiante. Al fin y al cabo, esa es la magia de un buen viaje, ¿no?