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7. 12. 2025
(Is 11, 1-10; Sal 72; Rom 15, 4-9; Mt 3, 1-12)
El corazón: cuna de la paz
Escuchemos una vez más las palabras que, salvo una parte que nos conecta con el domingo anterior, están tomadas de las lecturas de hoy: «El lobo habitará con el cordero y el leopardo se recostará junto al cabrito; el ternero y el cachorro de león pacerán juntos, y un niño pequeño los conducirá; la vaca y la osa vivirán en compañía, sus crías se recostarán juntas, y el león comerá paja lo mismo que el buey. El niño de pecho jugará sobre el agujero de la cobra, y en la cueva de la víbora meterá la mano el niño apenas destetado. No se hará daño ni estragos en toda mi Montaña santa, porque el conocimiento del Señor llenará la tierra […] Con sus espadas forjarán arados y podaderas con sus lanzas. No levantará la espada una nación contra otra ni se adiestrarán más para la guerra.» (Is 11, 6-9; 2, 4). «En sus días florezca la paz» (Sal 72, 7). El profeta Isaías resume en esta parábola el anhelo del ser humano de todos los tiempos, el anhelo de un mundo de convivencia pacífica.
Si relacionamos estas palabras con las imágenes de guerra que estamos acostumbrados a ver en las noticias diarias, nos suenan como una especie de amarga ironía, como un mundo de cuento de hadas inalcanzable. ¿Qué paz? El Mesías ha venido, pero ¿dónde está la «abundancia» de paz? Pues el mundo sigue siendo inundado, con estremecedora constancia, por guerras de todo tipo. Charles Péguy, en uno de sus poemas, nos presenta a Juana de Arco, quien durante la Guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra, después de rezar el Padrenuestro, comentó con amargura: «Padre nuestro que estás en los cielos, ¡qué lejos está de llegar tu reino! ¡Qué lejos está de cumplirse tu voluntad! ¡Qué lejos estamos de tener nuestro pan de cada día!»; y nosotros añadiremos: «¡Qué lejos está la abundancia de tu paz!». El Mesías vino, pero las espadas no se forjaron en arados, ni las lanzas en podaderas. Más aún: las espadas se convirtieron en ametralladoras, no en arados; las lanzas se convirtieron en misiles, no en podaderas. Esta es una de las razones por las que el pueblo judío no cree que Jesús sea el Mesías: porque no ven el cumplimiento de las profecías mesiánicas, que ellos interpretan literalmente, especialmente la profecía sobre la paz.
¿Pero es que las profecías realmente no se han cumplido? Partamos del Evangelio. Cuando nace Jesús, los ángeles cantan: «Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor». Estas palabras no expresan un deseo de paz, sino el hecho de que la paz ya ha llegado a la tierra. Jesús mismo dice: «Mi paz os doy, pero no como la dan los que son del mundo.» (Jn 14, 27). Por lo tanto, existe una paz diferente a la que el hombre imagina en primer lugar. Una paz que no se agota en la simple ausencia de guerra o en el equilibrio de fuerzas opuestas. La paz es, ante todo, armonía, plenitud, certeza de vida, orden en las relaciones entre nosotros y Dios, entre nosotros y el prójimo, entre una clase social y otra, entre la razón y los instintos que marcan al hombre. La paz es «fruto del Espíritu». La paz es Cristo mismo (cf. Ef 2, 14). La paz es la suma de todos los bienes que todo hombre, creyente o no, anhela. Si preguntáramos a la gente qué es lo que buscan principalmente en la vida, estoy convencido de que muchos responderían: «¡Paz!» (o la ausencia de todo lo que nos perturba la paz).
Jesús mismo ya nos ofrece esto, pero no como lo da este mundo, donde la paz es solo un subproducto del final de la guerra y la violencia que, independientemente de la multitud de vidas inocentes perdidas, sirven a los propósitos egoístas de las élites políticas y económicas. Jesús nos proporcionó una paz diferente, una victoria diferente. «En la cruz, dio muerte al odio en su propio cuerpo» (cf. Ef 2, 16). Mató el odio, no al enemigo; lo mató en sí mismo, no en los otros; a su propia costa, no a costa de los demás. Jesús en la cruz es «vencedor porque es víctima» (victor quia victima). Gracias a él, hay verdaderamente «abundancia» de paz, y muchos han experimentado y siguen experimentando la paz de Dios, «que es más grande que todo cuanto el hombre puede comprender» (Flp 4, 7). La profecía de Isaías, por tanto, se ha cumplido, pero en un nivel superior, espiritual y universal. No solo en beneficio de una sola nación, sino de todas las naciones. La paz de Jesús es una paz que el mundo no puede dar y que, por tanto, tampoco puede quitar.
Pero, ¿de qué sirve tal paz si no elimina la guerra en el mundo? ¿Cómo puede ser Dios bueno si permite tal sufrimiento de personas inocentes? Diréis: La paz es «política» o no es nada. Sin embargo, la fe abre una tercera posibilidad: la paz interior del corazón. Esta es la única que puede fomentar también la paz exterior. Es incluso su condición y su raíz. «¿De dónde vienen las guerras y las peleas entre vosotros?», pregunta Santiago. «De los malos deseos que siempre están luchando en vuestro interior» (Stg 4, 1). Si lo pensamos bien, todas las guerras nacen en el corazón del hombre, a menudo en los corazones de personas muy concretas. Ahí están los verdaderos «focos de guerra». Miles de millones de gotas de agua sucia nunca crearán un océano limpio; así, miles de millones de personas que no tienen paz en el corazón nunca crearán una humanidad que viva en paz. El destino de la paz se decide en el corazón humano, es decir, mucho antes que en la política.
A pesar de todo, no nos hagamos ilusiones. La paz perfecta, tanto interior como exterior, es el objetivo final: llegará solo cuando lleguen «el cielo nuevo y la tierra nueva que Dios ha prometido, en los que todo será justo y bueno.» (2 P 3, 13). Mientras tanto, la verdadera receta para la paz está contenida en las palabras que leemos primero en la lectura de hoy y luego en el Evangelio: «El el Dios de la constancia y del consuelo les conceda tener los mismos sentimientos unos hacia otros […] Sean mutuamente acogedores, como Cristo los acogió a ustedes» (Rom 15, 5.7). «Conviértanse […] Produzcan el fruto de una sincera conversión» (Mt 3, 2.8). La paz se alcanza con «victorias siempre nuevas», como dijo el emperador romano Augusto, pero victorias sobre uno mismo, no sobre los demás. La paz no tiene la misma lógica que la guerra. Se crea con pequeños pasos. Yo solo no puedo llevar la paz a esa parte del mundo donde ahora hay guerra, pero puedo crearla en mi hogar, entre mi hermano sacerdote y yo, juntos podemos crearla entre nosotros en nuestra comunidad, tú puedes crearla entre ti y tu esposa o esposo, entre ti y tus hijos, entre ti y tus compañeros de trabajo... ¿Qué derecho tengo a enfadarme cuando veo lo que sucede en algunos países en guerra, cuando en mi propia casa me comporto como ellos? ¿Qué son las discusiones del prójimo sino pequeñas «guerras civiles» domésticas?
Jesús dijo: «Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios». ¿Por qué no empezamos nosotros a convertir las espadas en arados y las lanzas en podaderas? Esto significa convertir las palabras duras y afiladas en palabras de comprensión y perdón; los puños cerrados amenazantes en manos que se extienden para saludar o para un abrazo de reconciliación. De mí, de cada uno de nosotros depende si ya hoy comenzará a cumplirse, al menos un poco, aquella profecía que hemos escuchado: «En sus días florezca la paz» (Sal 72,7). Concluyamos nuestra reflexión con la oración de San Francisco: «Señor, haz de mí un instrumento de tu paz: que donde haya odio, ponga yo amor; donde haya ofensa, ponga yo perdón; donde haya discordia, ponga yo unión». Amén.
30. 11. 2025
(Is 2, 1-5; Sal 122; Ro 13, 11-14; Mt 24, 37-44)
Adviento o cómo dar un paso más cerca de Jesús
En los últimos años, al visitar varios centros comerciales, no puedo dejar de maravillarme ante el persistente aumento de la “piedad” de los comerciantes. De hecho, cada año decoran sus tiendas más temprano con abetos, luces y adornos llamativos. Las lápidas, los arreglos florales del primero de noviembre y las decoraciones de “Halloween” son reemplazados, sin respiro alguno, por figuras de chocolate de San Nicolás, krampuses, renos y demás baratijas navideñas. No digo que no comprenda su anhelo por obtener mayores ganancias; no digo que no entienda el concepto psicológico del abuso del alma humana, cuando, con la decoración festiva de las tiendas, provocan la aparición de una necesidad interna ficticia de comprar regalos febrilmente. Todo esto es muy lógico en el sentido económico, pero en el sentido del progreso integral del ser humano, es totalmente erróneo.
El hombre moderno se ha convertido hace tiempo en una verdadera vaca lechera de las compras y en una oveja de la publicidad. Ha aceptado la mentira de que el mundo material puede garantizarle la felicidad, dibujar una sonrisa permanente en su rostro y llenar su vacío emocional y espiritual. Ha aceptado que es suficiente pensar solo en el hoy, mientras que el mañana y el pasado mañana ni siquiera son importantes. Por no hablar del pensamiento en la eternidad, en Dios, en lo trascendente, temas que ni siquiera llegan a tocarse. Así, el hombre ha empujado a la periferia de la conciencia el encanto de la espera del Adviento, el encanto de la santidad del silencio y la profundización en uno mismo. Ha preferido decidirse por el “diciembre alegre”, que no va más allá de las empalagosas canciones navideñas de siempre, el vino caliente y la carne a la parrilla. Bajo la falsa propaganda de la felicidad familiar y los rostros sonrientes, los anuncios convencen al hombre de que el verdadero ambiente navideño solo lo conjura un abeto frondoso con dos kilómetros de luces decorativas y un trineo de renos con un viejo de enorme trasero y pijama rojo trepando por la chimenea, al que llamamos Papá Noel... Pero esto no es la espera del Salvador, sino un adormecimiento bajo el mantra del consumismo moderno de que, con un esfuerzo mínimo, todo está resuelto en el centro comercial más cercano. Todo lo que tenemos que hacer es simplemente acercar nuestra tarjeta bancaria a la terminal POS.
El Adviento, con todos sus símbolos acompañantes y su profundo contenido espiritual, trae exactamente lo contrario: una espera activa con un pensamiento que se extiende a la distancia, hacia la eternidad. De esto da testimonio la liturgia misma. Lo primero que nota el ojo humano es que el color litúrgico verde es reemplazado por el violeta. Este es un signo de calma, silencio, retiro, reflexión y evaluación del estado de la propia vida con respecto al objetivo a largo plazo que quisiéramos alcanzar. En este sentido, la Palabra de Dios también es muy significativa. Tanto el profeta Isaías como el apóstol Pablo en la Carta a los Romanos utilizan el mismo símbolo. Hablan del día, de la claridad, de la luz que nos despierta de la somnolencia de la rutina diaria de la vida, del abrazo de las falsas necesidades, de los hábitos poco saludables. De la Luz - el Espíritu Santo - que nos ayuda a discernir qué cosas en la vida son realmente importantes y por las que vale la pena luchar. Mientras se acerca la fiesta del nacimiento de Jesús, nos preguntamos: ¿Qué más puedo hacer por mi vida? ¿Qué puedo cambiar? ¿Cómo puedo aportar un poco de bien a este mundo? ¿En qué puedo mejorar? Todas estas preguntas significan, como dice San Pablo, revestirse del Señor Jesucristo; esto significa seguir su forma de pensar.
Un símbolo poderoso es también la corona de Adviento. Con su forma redonda y su color siempre verde, nos recuerda que hemos sido creados para la vida eterna. Así como el círculo no tiene principio ni fin, así también Dios es eterno y nuestra alma con Él; así como la corona está vestida de ramas verdes, que son símbolo de la frescura de la vida, así también nosotros esperamos la existencia eterna en el cielo. Y esto no lo lograremos simplemente sentados en un cómodo sillón. Las palabras de Jesús en el Evangelio son muy directas: “En aquel momento estarán dos hombres en el campo: a uno se lo llevarán y al otro lo dejarán. Dos mujeres estarán moliendo: a una se la llevarán y a la otra la dejarán. Permaneced despiertos, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor.” (Mt 24, 40-42). Decidir estar despierto, estar preparado. ¿Cómo puede un ejército ayudarse de un reservista obeso y hundido en el sofá? No puede. Un soldado, aunque sea solo en la reserva del ejército, debe estar preparado física, mental y espiritualmente en todo momento para que, en cualquier momento en que sea llamado a luchar por la protección de la patria, lo haga plenamente. Del mismo modo, un cristiano no puede estar preparado para la venida repentina del Señor si se entrega a la pereza espiritual e intelectual.
Finalmente, queridos hermanos y hermanas, soy consciente de que los ideales de Adviento de oración personal y familiar, y de una reflexión profunda sobre la propia vida, son más difíciles de realizar debido a la cruel rutina del día a día. El ritmo de vida actual simplemente exige su tributo. Las actividades escolares y extraescolares, las obligaciones laborales, la familia, la educación, las preocupaciones y los miedos, mil y una cosas que nos golpean despiadadamente día tras día. Esta es la realidad. Sin embargo, ante esto es necesario preguntarse cuánto estamos dispuestos nosotros a devolver el golpe con la misma determinación y aportar colores de vida a este mundo de grisura; vivir en la dirección de estos ideales, que ciertamente es probable que no alcancemos en plenitud, pero sin embargo, cada pequeño paso de lucha persistente, estoy convencido, nos recompensará ricamente al menos en una cierta alegría y satisfacción interior, y sin duda se reflejará también en nuestras relaciones interpersonales. Al mismo tiempo, no olvidemos que en la lucha no estamos solos. Nos tenemos el uno al otro y tenemos a Dios, que es fiel y nos da su gracia en Jesucristo. Amén.
23. 11. 2025
(2 S 5, 1-3; Sal 121; Col 1, 12-20; Lc 23, 35-43)
¡Cristo, reina!
Con la Fiesta de Cristo Rey del Universo finalizamos el año eclesiástico o litúrgico. En cada año de la Iglesia, se nos presenta toda la historia de la salvación, desde los albores de la creación y la espera del Redentor, pasando por su nacimiento, su muerte y resurrección, hasta la culminación de los tiempos al final del mundo, cuando Cristo se revelará como Señor de todas las naciones y Rey del Universo.
La fiesta de hoy nos recuerda la verdad fundamental, tantas veces olvidada, de que el verdadero Señor del universo es Dios; Él es el creador y sustentador de todo lo que es y de todo lo que vive, y por lo tanto, también del hombre. Y del hombre de manera especial, ya que le regaló una chispa de su espíritu inmortal y creó un corazón que anhela Su amor y solo en Él encuentra verdadero descanso.
Los cristianos no creemos en una deidad inaccesible que el hombre busca pero no puede encontrar. Creemos en un Dios que, por nosotros, se hizo hombre para unir inseparablemente nuestro destino humano a Sí mismo y atraer a todos hacia Sí. Por nosotros sufrió y murió en la cruz para conducirnos a la vida y la felicidad. El "es su Hijo primogénito, anterior a todo lo creado" se humilló por amor a nosotros, se hizo siervo de todos, rechazado y despreciado; se aniquiló en total entrega al Padre y en extremo servicio a la humanidad. De esta manera, con la palabra del apóstol, "que os ha preparado para recibir en la luz aquella parte de la herencia que reserva a quienes pertenecen al pueblo santo" (Col 1, 12-20).
Lo más trágico del Evangelio de hoy no es el sufrimiento de Cristo (sus tormentos al ser clavado en la cruz y despreciado por la multitud enloquecida), sino el rechazo humano a Su amor. La multitud simplemente no podía entender que la cruz pudiera ser el trono de Dios, el camino de la salvación y la manifestación del amor por el hombre. ¿Qué rey se humilla ante la multitud? ¿Qué rey no explota a sus súbditos? ¿Qué rey no vive en arcas repletas de oro, vestido de seda y brocado? El trono de Jesús es la cruz, Su corona las espinas y Su vestidura la piel desgarrada por los latigazos. Quien tiene un corazón abierto, como el ladrón de la derecha, que a pesar de toda esa aparente miseria vislumbró la majestad de Dios, y como él se arrodilla ante este Rey, recibirá las mismas palabras: "Hoy estarás conmigo en el paraíso" (Lc 23, 43).
Hoy está ante nuestros ojos sobre todo Su segunda venida. La primera vez vino en Su forma humana, semejante a nosotros; la segunda vez aparecerá en toda Su majestad y gloria, como Rey universal, como Señor del Reino de Dios ilimitado e imperecedero. Se mostrará en Su imagen verdadera y real. Revelará Su rostro ante nosotros. Se manifestará tal como es: Verdad implacable y Amor incomprensible, que responde finalmente a uno de los dilemas fundamentales del hombre: la cuestión de la satisfacción por las injusticias cometidas.
A lo largo de milenios de vida en la tierra, el hombre ha logrado adaptarse a muchos desafíos de la vida. Pero nunca se ha acostumbrado a una cosa: la injusticia. Todavía la siente como algo insoportable. Nos resistimos a la idea de que aquellos que propagan el mal y la violencia queden impunes y sean una especie de vencedores. El juicio responderá precisamente a esa sed de justicia.
Sin fe en el juicio universal, todo el mundo y toda la historia serían incomprensibles, escandalosos. Los visitantes que llegan a la Plaza de San Pedro en Roma y miran las columnatas de Bernini tienen primero la impresión de una considerable confusión. Las columnas, dispuestas en cuatro filas que rodean la plaza, parecen "dispersas". Sin embargo, sabemos que en algún lugar del pavimento está marcado un punto con un círculo, en el que hay que situarse, y la imagen cambia instantáneamente por completo. Aparece una maravillosa armonía: las cuatro filas de columnas son como una sola. El milagro de la perspectiva. Esta es la imagen de lo que sucede en el mercado mucho más grande que es el mundo. En él, todo nos parece confuso, sin sentido, más consecuencia del capricho del azar que de la providencia de Dios. Es necesario situarse en el punto correcto para no perderse y poder ver un cierto orden detrás de todo; ese punto correcto es el Juicio de Dios.
¡Cómo cambia la imagen de los acontecimientos en la vida humana (incluso de aquellos que tienen lugar en el mundo de hoy) si los miramos desde este punto de vista! Cada día podemos escuchar noticias de atrocidades contra los débiles e indefensos que quedan impunes. Hemos visto a personas acusadas de crímenes terribles que se defienden con una sonrisa en los labios, mantienen a raya a jueces y tribunales, que se muestran impotentes por falta de pruebas. Como si al ser absueltos por un juez humano ya estuvieran libres de todo. Me gustaría decirles: no se engañen; ¡aún no han terminado nada! El verdadero juicio todavía tiene que comenzar. Aunque sus días terminen en libertad y algunos sigan temiéndoles, y otros les honren, quizás incluso reciban un solemne entierro eclesiástico o con honores de Estado, no han terminado nada. El verdadero Juez les espera a la vuelta de la esquina y ante Él no se puede fingir. Dios no se deja sobornar. Ciertamente es bueno y misericordioso, pero nunca puede estar de acuerdo con el pecado, que necesariamente debe ser condenado.
No debemos permitir que se olviden las palabras que nos transmitieron las generaciones pasadas: Dies irae, dies illa ... "Día de ira, aquel día... ¡Qué terror el mundo envolverá, cuando el Juez de todos venga, a un juicio severo el hombre se levante!". ¿Qué le pasó al pueblo cristiano? Antiguamente escuchaban estas palabras con un saludable temor reverencial. Hoy la gente va a la ópera, escucha el Réquiem de Verdi o de Mozart; se conmueven con la música del Dies irae, y al salir de la sala todavía canturrean la melodía. Pero lo último en lo que pensarían es que estas palabras les conciernen personalmente, que en ellas también se habla de ellos.
En una película encontramos la siguiente escena: Un puente de ferrocarril se ha derrumbado en la profundidad del río; de un lado y del otro colgaban en el vacío los trozos de rieles. El guardián del paso a nivel cercano, que se dio cuenta de esto, corrió hacia el tren que se acercaba a toda velocidad por la noche, se paró en medio de las vías, agitó una linterna y gritó desesperadamente: "¡Alto, alto; atrás, atrás!" Ese tren es una imagen viva de nosotros mismos. Es la imagen de una sociedad que avanza a la ligera al ritmo del rock 'n roll, aturdida por sus logros, sin ser consciente del abismo que se abre ante ella. La Iglesia se esfuerza por gritar, como aquel guardián, pero, ¿quién la escucha?
Muchos pueden intentar consolarse diciendo que, al fin y al cabo, el día del juicio está lejos, quizás a millones de años. Pero Jesús mismo nos responde: "Necio, ¿quién te garantiza que esta noche no te pedirán cuentas de tu vida?" Mientras nuestros pies todavía caminan sobre este mundo, Cristo se deja encontrar como el Buen Pastor, pero un día se verá obligado a ser nuestro Juez. Ahora es tiempo de misericordia, entonces será tiempo de justicia. Debemos elegir, mientras tengamos tiempo, con quién queremos encontrarnos. Amén.
16. 11. 2025
(Mal 3, 19-20; Sal 97; 2 Ts 3, 6-12; Lc 21, 5-19)
Apocalipsis
¿A qué factor queremos prestar más atención cuando tomamos una fotografía, especialmente si estamos nosotros mismos en ella? La pregunta más importante es la de la luz. ¿Por qué? Porque con la fotografía queremos tener control sobre qué y cómo se ve y qué no. Porque queremos que nuestras cualidades sean iluminadas y nuestros defectos permanezcan ocultos en la sombra. Dicho de forma sencilla: porque queremos que nuestra foto quede lo más “chula” posible. En una analogía, esto significaría que queremos mostrarnos al mundo bajo una buena luz. Esto no siempre es un mal signo, porque indica que deseamos vivir de forma recta y buena. Este modo de pensar es una gran virtud, especialmente cuando nos esforzamos por ver el lado bueno de otras personas y encontrar siempre en ellas cualidades dignas de elogio.
Sin embargo, este tipo de pensamiento, que solo destacaría los aspectos positivos, ya sea en nosotros mismos o en los demás, también puede ser destructivo. Por lo tanto, es útil que nos planteemos esta pregunta: ¿qué preferiríamos ser: admirados o amados? En realidad, ninguna de las dos cosas parece mala. Pero, ¿qué es verdaderamente bueno desear? Ser admirado es ciertamente más seguro, ya que significa que la gente solo ve aquello que queremos que vean. Hablamos, por supuesto, de una admiración populista promedio, que es un reflejo de que siempre nos mostramos solo bajo una buena luz, es decir, nos aseguramos de que solo se vean nuestros aspectos positivos. Mientras que ser amado implica un riesgo, ya que el amor no tolera la mentira, la pretensión, el ocultamiento. El amor vive para la verdad que nos desnuda. No somos nosotros quienes determinamos el ángulo de la luz bajo el cual seremos iluminados y solo se verán nuestros aspectos positivos, sino que en el amor nos iluminará la Luz y seremos vistos y conocidos tal como somos. Y los cristianos sabemos que hemos sido creados por Dios, que es amor, por lo que también sabemos cuál es la respuesta correcta a la pregunta inicial: el hombre no fue creado principalmente para ser admirado, sino para ser amado.
¿Por qué es esto tan importante? Porque Dios quiere que Sus hijos e hijas no vivan como “hypókritas”, que en griego significa literalmente alguien que finge. Porque Dios no quiere que Sus hijos e hijas sean prisioneros de falsas concepciones de sí mismos. Estas nos impiden crecer y progresar como personas. Dios quiere que las palabras y acciones de Sus hijos e hijas reflejen su verdadera interioridad y no solo una bonita presentación para el público.
Estamos reunidos en el 33er Domingo del Tiempo Ordinario, lo que significa que nos acercamos al final del año litúrgico. Nos interpelan pasajes de naturaleza apocalíptica. ¿Qué significa la palabra apocalipsis? Bajo la palabra apocalipsis, a menudo imaginamos la devastación al final del mundo (recordemos algunas películas de Hollywood con ese contenido), sin embargo, esta palabra en griego no significa el fin del mundo, sino que literalmente significa la revelación de algo que está envuelto en un velo. Significa nuestra revelación ante Dios.
(Nota: el velo = gr. kalypsó, lat. vélum ---> gr. apokálypsis, lat. revelátio = la revelación.)
¿Ante qué se revela lo que está oculto? El profeta Malaquías escribe: “Llega el Día, abrasador como un horno” (Mal 3, 19). Esta es una analogía de la Luz de Dios, Jesucristo, que nos acompaña con una mirada de amor y nos ama tal como somos. Pero no con la intención de que permanezcamos así, sino de que progresemos junto a Él. Que en el horno ardiente de Su amor quememos todo aquello de lo que no estamos orgullosos, todo aquello que sería mejor que no saliera a la luz, todo aquello que permanece en la sombra del pecado.
¿Por qué es tan importante que permitamos las intervenciones del amor de Dios, que son los sacramentos - especialmente la Confesión y la Eucaristía -, que aparezcan regularmente en nuestra vida? ¿Por qué es tan importante que el apocalipsis nos suceda una y otra vez? Respondamos con una analogía de fantasía escrita por el autor J. R. R. Tolkien, en la que entrelazó la tradición católica. Más o menos todos conocemos la historia de El Señor de los Anillos. El personaje principal es el hobbit Frodo, que representa la figura de Cristo y que lleva el anillo de poder como símbolo del pecado o del hábito pecaminoso. La misión de Frodo es destruir el anillo en el Monte del Destino, destruir el poder del pecado. Pero tenemos otro personaje importante llamado Gollum. Es una figura esclavizada por el poder del anillo o del pecado. Gollum no puede renunciar a él de ninguna manera, por lo que finalmente experimenta un destino amargo. Como no fue capaz de permitir la destrucción del anillo, el anillo lo destruyó a él, de modo que ambos cayeron al corazón de la montaña y fueron destruidos en sus llamas. Como no estuvo dispuesto a renunciar al pecado, el pecado fue su muerte, su destrucción.
Por eso es importante que tengamos una apocalipsis regularmente, en el sentido de una mirada interna sensible a todos los pensamientos, palabras y acciones por las cuales nuestro corazón se convierte en esclavo de la oscuridad. Por eso es importante que, en el poder de la luz, estemos dispuestos a ser revelados ante nuestro Dios, porque queremos caminar por el camino de la luz, liberados del pecado y sus consecuencias. Porque queremos vivir una vida sincera y sin cargas, sin representar una bonita apariencia que no está en consonancia con nuestro yo interior. Porque somos personas de integridad, donde nuestra apariencia externa refleja la pertenencia interna a Cristo, la Luz, la Verdad y la Vida del mundo.
Entonces, queridos hermanos y hermanas, ¿qué preferirían desear: ser admirados o ser amados?
9. 11. 2025
(2 Mac 7, 1-2.9-14; Sal 16; 2 Ts 2, 16-3,5; Lc 20, 27-38)
He peleado la buena batalla, he llegado al término de la carrera, me he mantenido fiel.
El Libro de los Macabeos – escrito unos 200 años antes del nacimiento de Cristo – relata, entre otras cosas, la historia de la madre macabea y sus hijos. Pasaron por la prueba de renegar de su fe, de traicionar al Dios Yahvé, de traicionar su convicción personal y de ofrecer sacrificios a los dioses paganos. Su respuesta fue: «Estamos dispuestos a morir antes que quebrantar las promesas y las leyes de nuestros padres» (cf. 2 Mac 7, 2). A sus torturadores respondieron: «Acepto morir a manos de los hombres, esperando las promesas hechas por Dios de que él nos resucitará.» (2 Mac 7, 14).
En nuestro tiempo, cuando la palabra «se come» a la palabra, cuando la fidelidad pierde valor, estos ejemplos – seguidos a lo largo de la historia de la humanidad y del cristianismo por numerosos hombres y mujeres valientes, santos y mártires – nos recuerdan el mundo de los valores y nuestras promesas. Los valores no son solo una característica de las personas íntegras, sino que también fortalecen al ser humano en el bien, en la fidelidad a la fe y a la convicción. Hoy en día, el ser humano se enfrenta a una elección: a favor o en contra de los valores, a favor o en contra de la vida, a favor o en contra del bien. Los papas San Juan Pablo II y Benedicto XVI advirtieron que vivimos en una época de relativismo, incluso en la «dictadura del relativismo», es decir, la opinión general de que no existe un criterio superior para lo que es la verdad, que no hay línea divisoria entre el bien y el mal, y que cada uno puede decidir por sí mismo lo que es bueno y malo según sus sentimientos momentáneos, según lo que más le convenga en un momento determinado de su vida. La moral y las leyes se convierten en un acuerdo social. Esto se manifiesta más claramente en el ámbito de la vida humana, donde la legislación de los países occidentales, por un lado, clama por la santidad e inviolabilidad de la vida humana, pero por otro, entiende el aborto y la eutanasia como un derecho humano. Así, el relativismo extiende sus tentáculos a todos los ámbitos de la vida – personal y social, educación y desarrollo, relaciones y acuerdos, economía y política –, sembrando confusión a cada paso. Todo comienza con tentaciones a las que el ser humano se rinde, pensando que no debe ser «la oveja negra», que es imposible persistir en las promesas hechas y las decisiones tomadas. Entonces no solo somos infieles a la palabra escrita o a la ley, sino a nosotros mismos, a nuestro conocimiento, convicción y promesa.
El Apóstol Pablo, en su Carta a los Tesalonicenses, nos recuerda que ya hemos recibido numerosos bienes de Dios: amor, consuelo, esperanza, aliento y fortaleza en el bien. Precisamente esto es lo que debemos recordar con más frecuencia. Cada uno de nosotros ha recibido innumerables bienes que no son de carácter material y transitorio, sino que nos enriquecen espiritualmente a nosotros y a los demás. Pensemos en los conocimientos que quizás olvidamos o descartamos después, en las amistades que nos enriquecieron y que hemos olvidado, en las numerosas gracias y experiencias en las que Dios tocó nuestro corazón y nuestra comprensión. La gracia es un regalo personal de Dios. La experimentamos como la amistad de Dios y Su presencia. Cuando somos conscientes de esto, despierta en nosotros la gratitud y la disposición para el bien. Sin embargo, los seres humanos somos criaturas inestables. A veces pensamos que es suficiente con haber hecho algo bueno una vez o con haber iniciado simplemente una relación, pero el esfuerzo persistente con constantes altibajos de alguna manera falta. Tal pensamiento es tan absurdo como si estableciéramos una empresa, invirtiéramos todo el dinero en la construcción de una fábrica, y luego no la mantuviéramos ni modernizáramos regularmente, sino que simplemente observáramos cómo decae persistentemente. Una decisión verdadera y responsable nos anima a la perseverancia. Jesús dice: «El que permanezca firme hasta el fin, será salvo.» (Mt 10, 22).
Al perseverar en el bien, adquirimos la virtud de la perseverancia. Ya los filósofos griegos y romanos llamaban virtud a aquella acción o hábito bueno y noble que el ser humano repite y cultiva a lo largo de toda su vida. Y no sin razón. Tal esfuerzo es un signo de fe en la vida futura, así como una preparación para la eternidad, para el encuentro final con Dios. De hecho, no querríamos presentarnos ante Dios como unos pusilánimes sin espina dorsal propia, o como veletas que giran con el viento, sino como vencedores que estuvieron dispuestos, por la defensa de la verdad de su propia convicción y valores, a soportar incluso alguna bofetada de aquellos que, en su arrogancia, crean una opinión social general ajustada al beneficio de una pequeña élite de personas y sus intereses pervertidos. Al estilo de esta combatividad cristiana por la defensa de la verdad, podremos decir al final de la vida, como Pablo: «He peleado la buena batalla, he llegado al término de la carrera, me he mantenido fiel.» (2 Ti 4, 7). Amén.
1. 11. 2025
(Ap 7, 2-4.9-14; Sal 23; 1 Jn 3, 1-3; Mt 5, 1-12)
Somos más que ganadores
Nunca olvidaré a aquel muchacho, un futbolista no creyente, que se sentó con nosotros y escuchó la conversación sobre nuestra fe. Al final, dijo: «Por lo que entiendo, ustedes, los cristianos, solo juegan partidos amistosos. ¡Porque ya tienen ganado el partido principal!». Creo que nunca en su vida había recibido tantas miradas de asombro, porque, sin darse cuenta, en pocas palabras había capturado la esencia de nuestra fe y, con ello, nos había puesto un espejo delante. Su mirada, igualmente asombrada, preguntaba sin palabras: «¿Entonces, qué les pasa a ustedes? ¿Por qué no viven como vencedores? ¿Por qué no juegan un partido amistoso, sino que luchan como si tuvieran que vencerlo todo?».
Hoy es la fiesta de todos aquellos que caminaron por la tierra, jugaron sus partidos, lucharon y, a pesar de todo, lograron llevar el misterioso sello de la victoria, del ser amados y de la redención. En sus vidas se sentía la alegría y la certeza en las situaciones más difíciles. Como si supieran que toda su vida era solo un partido amistoso, ya que nada podía separarlos del amor de Cristo; gracias al partido decisivo: la pasión, muerte y resurrección de Cristo.
Desde entonces, tenemos entrada libre al cielo; desde entonces, estamos vestidos con vestiduras blancas sin mérito alguno. Estamos llamados a ser testigos del Dios Resucitado, no de un Dios muerto. Desde entonces, estamos llamados a jugar partidos amistosos. Esto nos lo recuerdan hoy todos los santos, conocidos y menos conocidos, aquellos que veneramos en los altares y aquellos, nuestros queridos hombres y mujeres, jóvenes, que veneramos en el altar personal de nuestro corazón. Ellos ya están en la meta y desde allá nos animan.
Si a menudo nos parece que la vida aquí es solo un montón de hilos enredados que no tienen ningún sentido, el cielo es la visión clara del otro lado del tapiz (gobelino), donde ya no hay confusiones ni hilos enredados, sino que todo adquiere su valor y significado. Son precisamente los hilos de los acontecimientos cotidianos, que a menudo no entendemos, los que tejen una maravillosa obra de arte. Dios, a través de la vida de los santos, nos permite ver la imagen final, nos muestra la belleza que brillará en plenitud en el más allá. Sus vidas nos ayudan a ver cómo Dios es capaz de crear una imagen maravillosa y siempre original a partir de los hilos más enredados.
En el Evangelio leemos cómo Jesús reúne a sus discípulos en la montaña y les enseña las verdades sobre el Reino. Les habla de una verdad que ahora no pueden ver, pero que sin embargo existe. Les habla de los pobres, los hambrientos, los sedientos, los tristes, los insatisfechos precisamente porque son mansos, pacíficos, porque no aceptan las injusticias, porque son limpios de corazón y no participan en lo sucio. Habla de los perseguidos, de aquellos que a los ojos del mundo son derrotados... Y los presenta como poderosos vencedores. Habla de la insatisfacción que encontrará su respuesta. Jesús pone la bienaventuranza allá donde el hombre maldeciría. Jesús habla de gozo y alegría allá donde parece no haber motivo para ello.
Nos invita a adoptar Su mirada. La mirada de Dios, que ve la imagen completa y no los hilos. Que ve la belleza, aunque esté oculta bajo las corazas de las defensas y de un mundo imperfecto. Con este mismo acto, muestra la gran conexión entre lo que vivimos «aquí» y lo que brillará «allá». Jesús reúne a sus discípulos en la montaña. Es una escena comparable a la imagen del libro del Apocalipsis, donde multitudes de todas las razas y lenguas están de pie con vestiduras blancas alrededor del Cordero.
Esta es la gracia de la santidad - en nuestro tiempo lo llamaríamos «sentarse en la montaña» -, en la cual podemos, a la luz de la alegría, ver la Jerusalén celestial. Ver el esplendor de las vestiduras blancas en lo que parece pálido, insignificante y banal. Ver la belleza de la plenitud final en los pequeños hilos de la vida. Ver la maravillosa historia de la salvación en lo que parece solo un conjunto de eventos. Este es el don de los ojos de Dios, el don de aquellos que se han dejado sentar en la montaña a los pies de Jesús y escuchar.
Un viejo proverbio dice que una persona se vuelve similar a lo que mira. Del mismo modo, el apóstol Juan escribe que seremos semejantes a Él cuando se manifieste, porque lo veremos tal como es. En esto radica el poder de los marcados (sellados): que saben detenerse y fijar la mirada en Dios, en la Palabra, en el Dios que limpia los ojos, restaura la mirada, invierte el significado, transforma lo pálido en brillante, lo pequeño y banal en santo. Este es el poder de aquellos que tienen el sello del Dios vivo.
A esto estamos llamados cada día: a vivir con Él, a dejarlo entrar en nuestro juego, en nuestros pensamientos, impulsos e intenciones del corazón. A dejarnos llamar bienaventurados, a ser rodeados por la alegría de la esperanza y a ser llamados hijos de Dios; a dejar que el Padre nos muestre su amor, para que espontáneamente lo mostremos a otros; a dejar entrar el Reino en nuestro corazón y luego lo difundamos a nuestro alrededor. Toda la esencia está en «dejar, permitir, dar espacio» y no en «luchar por, demostrar, tomar». En lo que el Señor ya ha hecho por nosotros, y no al revés. En que ya estamos salvados, y no en que tengamos que demostrarlo. En esto radica la esencia de nuestra santidad. No en que intentemos ganárnosla, sino en que la aceptemos y realmente juguemos... como amigos. Amén.
26. 10. 2025
(Eclo 35, 12-14.16-18; Sal 33; 2 Ti 4, 6-8.16-18; Lc 18, 9-14)
¡Oh Dios, ten compasión de mí, que soy pecador!
"A algunos que, confiando en sí mismos, se creían justos y que despreciaban a los demás, Jesús les contó esta parábola" (Lc 18, 9). Con estas palabras Jesús comienza la lección dominical y nos presenta dos figuras opuestas:
- El fariseo: La denominación de esta clase social proviene de la palabra hebrea ‘perušim’, que significa ‘separados’. Se considera que el fariseo está separado de la vida mundana y se orienta hacia una vida dedicada a la fe. Conoce bien la Sagrada Escritura y se adhiere estrictamente a la Ley (podríamos decir ‘reglas’) establecidas tanto en la Biblia como en la tradición oral. Enseñaban todo esto al pueblo.
- El publicano: Eran conocidos entre la gente como unos de los mayores pecadores por dos razones: cobraban impuestos a su propio pueblo para dárselos a los romanos, que gobernaban Israel en aquel tiempo, y además solían cobrar un poco más para quedarse con ese dinero.
A primera vista, parece que Jesús se ha equivocado. Debería haber reprendido al pecaminoso publicano y no al piadoso fariseo. Pero sí leemos el texto con atención, vemos que Jesús no se equivocó, sino que quiere enseñarnos una lección muy importante.
¿Cuál fue el mayor error de fariseo? El de aprenderse la Biblia y la Ley de memoria, pero a pesar de todo su conocimiento, no sabe vivir una vida verdaderamente piadosa. Vivir piadosamente significa, de hecho, vivir 'según Dios'. Y, ¿cuál es el primer mandamiento que nos ayuda a vivir piadosamente? El mandamiento del amor: "Ama al Sénior tu Dios con todo tu corazón, con todo tu ser, con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y ama a tu prójimo como a ti mismo" (Lc 10, 27). ¿Mostró el fariseo amor a Dios en su oración? No. Toda su oración giraba en torno a su propio ego. Aunque las primeras palabras son prometedoras, aunque menciona a Dios y la gratitud, todo es solo una fachada bonita, ya que en realidad el fariseo no glorifica a Dios, sino a sí mismo. ¿Mostró el fariseo amor al prójimo? No. Incluso desprecia al publicano como una persona sin valor, sin una pizca de simpatía o interés por saber por qué le había llegado a esa situación. Ni siquiera se preguntó cuál podría ser su historia de vida, cuál es la causa de sus caídas, cuáles son sus luchas. Tan cerrado a Dios y al prójimo a causa de su auto-admiración, se fue a casa sin ser justificado. No porque Dios no quisiera perdonarlo, sino porque el fariseo no lo dio la oportunidad de hacerlo.
Por eso, queremos ser como publicano. Por supuesto, no en sus errores, sino en su actitud hacia el mandamiento del amor. Para el fariseo, el mandamiento es un fin en sí mismo. Existe y debe cumplirse, aunque nadie sepa por qué, y aunque no haya cabida para la persona. Pero de esto no podemos estar orgullosos. Cumplimos el mandamiento porque tiene su sentido y propósito fundados en el amor a Dios y al prójimo. De esto si podemos estar orgullosos, porque es el camino que nos lleva a Dios y abre la palma de la mano hacia el prójimo. ¿Dónde vemos esto en publicano? En su breve oración lo dijo todo: "Oh Dios, ten compasión de mí, que soy pecador!"(Lc 18, 13). Se dirige a Dios en busca de ayuda, dándole así espacio en su vida; Dios puede entrar y sanar su alma. Al mismo tiempo, reconoce su fragilidad y su pequeñez. A pesar de los grandes dones y talentos de Dios que sin duda se le han dado, es consciente de que no es perfecto, por lo que ni espera ni exige la perfección de los demás. Solo desea ser escuchado y aceptado tal como es, con el anhelo de ser mejor para el mundo al que ha sido enviado.
Esta, queridos hermanos y hermanas, es la hermosa exhortación y la exigente tarea que Cristo nos entrega a través de su palabra este domingo. Amén.
19. 10. 2025
(Ex 17, 8-13; Sal 120; 2 Ti 3, 14-4, 2; Lc 18, 1-8)
¿Tiene sentido traer hijos a un mundo de caos y relativismo?
Con motivo de la celebración del Dia de la Madre de hoy, quisiera compartir con ustedes una breve reflexión sobre una pregunta que he escuchado como un dilema de muchos jóvenes antes de formar su propia familia; el dilema es: "¿Tiene sentido traer hijos a este mundo, que está marcado por el caos, a un mundo en el que parece que todo es bueno y todo está bien? ¿Tiene sentido aceptar el llamado a la maternidad y a la paternidad?"
Inmediatamente queda claro que no basta con decir simplemente que es necesario tener hijos si uno está llamado a la vida matrimonial. No se trata solo de heredar las costumbres de los antepasados, ni de mera biología y preservación de la especie. En la maternidad y la paternidad se esconde mucho más que la simple procreación. En este sentido, el dilema se vuelve muy lógico. Veamos cómo nos pueden ayudar los pasajes de la Palabra de Dios a encontrar la respuesta.
Primero, la Segunda Carta del apóstol Pablo a Timoteo: "Predica la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, convence, reprende, exhorta con toda paciencia y enseñanza." Con estas palabras, Pablo entra 'in medias res' - como decían los antiguos latinos - al meollo del asunto. Dos frases expresan la esencia. Es como si quisiera decir: "No dudes, querida joven, no lo pienses, querido joven, acepta tu vocación a la maternidad, a la paternidad. Que el mundo en el que vives no te asuste, no te siembre dudas, no te convenza de que nada se puede cambiar. Acepta a tus hijos como dones del Altísimo. Edúcalos en el espíritu del Evangelio y lo mejor que puedas. ¿Quién lo hará, si no tú? Predica la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, convence, reprende, exhorta con toda paciencia y enseñanza."
¿Quién de nosotros estaría hoy aquí y vivo si nuestros bisabuelos, nuestros abuelos, nuestros padres se hubieran rendido al pensamiento negativo? Unos marcados por los horrores de la guerra, otros por la pobreza, otros por el terror de las ideologías políticas, otros por los abusos. Cada época ha traído sus cruces y dificultades, por lo que damos gracias a las madres y padres valientes que, a pesar de las circunstancias ocasionalmente difíciles, dieron prioridad a una nueva vida, y con ello dieron la oportunidad de que las nuevas generaciones vivieran de otra manera.
Creo que la fuente fundamental de esperanza para todos ellos fue la fe. El salmista dice: "Mi socorro viene del Señor." Moisés, en la primera lectura, eleva sus manos a Dios en oración por la victoria de Israel, tal como nosotros elevamos nuestras manos y oraciones a Dios en nuestras luchas espirituales. Jesús nos pregunta a través del Evangelio: "¿Creen acaso que Dios no hará justicia a sus elegidos?" Todo esfuerzo, todo empeño por el bien, incluso en el nacimiento y la educación de los hijos, produce buenos frutos si ponemos nuestra fe en las manos de Dios. En la fe, que significa en la conexión activa con Dios, nace la esperanza, y esta esperanza es la razón por la que podemos mirar hacia el futuro, a pesar de que esté envuelto en nubes de incertidumbre, con una visión clara y con la convicción de que la Providencia de Dios nunca abandona la fe de los fieles.
Así que, gracias a todos las madres, que con tanta fe y sacrificio han acogido una nueva vida, con la esperanza de que las jóvenes generaciones, educadas en las valores evangélicos, tengan la oportunidad de construir un futuro diferente. Que Dios las bendiga, mis deseos en este Dia de la Madre. Amén.