MUCHAS VECES, SOÑAR EXAGERADAMENTE TE PERMITE VIVIR UNA REALIDAD INEXISTENTE, CAPAZ DE ELIMINAR LA TUYA PROPIA. VIVES Y TE DESVIVES POR UNA HISTORIA QUE NO TE PERTENECE, PERO ERES CAPAZ DE SENTIRLA, DE SUFRIRLA, DE PADECERLA Y HASTA DE ALEGRARTE DE LO INCIERTO, ESA SERIE DE PERSONAJES, QUE, AL ABRIR LOS OJOS, NO ESTÁN VISIBLES SINO EN TU PUÑO Y LETRA, EN TU IMAGINACIÓN.

SÓLO ESPERO NO ELIMINARME POR COMPLETO DE MI VIDA REAL, LA QUE A VECES VEO TAN BORROSA; ME ABSORBE EL ENSUEÑO; ES ÉSTA LA HISTORIA DE UNO DE MIS SUEÑOS PERENNES: EL AUTÓCRATA.

FRANK NESSI




“TENER UN DON Y NO APROVECHARLO ES PEOR QUE NO TENERLO”.

JUAN ANTONIO RAZO.

I

Llovía incesantemente. El silencio se escuchó por todas las calles del pueblo de San Sebastián. Los árboles caían por las calles, como hojas secas, y el río se desbordaba y entraba por todas las veredas; por las ventanas se veían caras de pánico, aún más en las casas humildes y una que otra de mediano nivel social.

Así era San Sebastián en los tiempos de lluvia, resguardados en el hogar, mientras el Teniente Coronel Erns Frost comandaba a oficiales a rescatar vidas en los ranchos del otro lado del pueblo, al que llamaban La Bahía del Infierno, justamente donde nacía y moría la miseria en un mismo intento; y en la playa, allá en la playa, el techo no era ni siquiera de concreto, sólo las palmas precisaban el recuadro de una casa. Los relámpagos asustaban a toda la población, los rayos aceleraban el pulso a cualquiera y el miedo conducía a un temblor incierto, consecuencia de las nubes negras, de la obscuridad penetrante, de los pasos frívolos apurados de los oficiales por las calles y los últimos gritos de alguien que tuvo mala suerte y se lo llevó el río. Unos se despedían de la vida, otros, como el Teniente Coronel, se tomaban una taza de café, esperando las consecuencias de la naturaleza, y otros resultaban ganadores por aprovechar la situación; sin duda alguna, era aquel hombre llamado Jacinto, que aún entre vientos huracanados, lluvia inclemente y río aniquilador, prefería alijar su mercancía. Se aprovechaba de la ausencia de autoridad, pues todos estaban abocados al fuerte aguacero. Jacinto guardaría, sin problema alguno, cada caja de su contrabando, ¡y es que Jacinto era quien era por su valentía! Un perfecto estraperlista, a quienes todos temían por su rudeza, además era Capitán de un buque; muchos años ya tenía en la marina. Sin duda alguna, se había convertido en un hombre peligroso, al que nunca se le conoció familia ni apellido que lo hiciera respetable, por tal razón tenía muchos apellidos en su haber, el que la gente le adoptaría, como Jacinto de Maula o Jacinto del Tártaro, nombre que colocó a su buque, lo único que realmente poseía en su vida, quien le había hecho respetar por ser su dueño y Capitán. Jacinto, junto a sus fieles servidores Calitso “el bisco”, Jonás “mano dura”, Lorenzio “el candinga” y Alfonso Enrique, bajaron todo del buque, dejando la mercadería en el sótano de su casa, lugar que sólo sus aliados conocían.

La lluvia se desataba, y las familias con gallardos apellidos de los pobres hablaban, ¡qué tristeza! Burlarse de los más desvalidos, reírse incluso por algún campesino tapiado en su rancho de cemento... Mas, así siempre había sido San Sebastián; si no tenías un apellido de renombre podías aparecer asesinado, sin ser encarcelado el culpable, claro, no era culpa de las autoridades, porque más de uno era honesto en su trabajo, pero tampoco se podía ir contra la marea, por encima de las personas pudientes que hacían de cualquier vida lo que quisieran.

Las familias más nombradas de San Sebastián eran aquellos que poseían mayores tierras, sembradíos y semovientes, en las cuales los reos hacían el mayor trabajo, mientras los patrones se lustraban los zapatos, gracias a otro criado. Quien no conociera a los Weyd Sepúlbeda, sencillamente, resultaban recién llegados, pues cualquier persona hablaba del tan ilustre apellido, aún más las personas de bajos recursos, que llenaban su boca de ironías, al sentirse orgulloso por ser tan sólo uno de sus sirvientes. A pesar de las circunstancias, los Weyd Sepúlbeda siempre habían sido pacíficos, comenzando por Giovanno Weyd, a quien sólo le interesaban los lujos, y que sus hijos hicieran lo que él mandara, claro, su esposa siempre le llevaba la contraria; Trinidad Sepúlbeda de Weyd, madre de familia, era sumamente autoritaria, o eso es lo que aparentaba ser, porque sus hijos no eran los perfectos ejemplares, excepto Mijaíl, quien se había ganado su entera confianza, por hacerle caso en lo que ella quisiera; Matheus Weyd, el menor de los hijos, era prácticamente mudo. Se había refugiado en la escritura, en sus lloriqueos rutinarios debajo de la almohada. Ahí estaban, sentados en la mesa, como si nada estuviera pasando, como si la gente no muriera por el cierzo y la lluvia mezclados. Y yo, pegado a la ventana, la que se movía por los truenos, queriendo ver algún rescate... pero en vano sería porque la entrada de la casa estaba muy lejana. Sólo observé la pérdida del jardín.

Trinidad Sepúlbeda: me haces el favor y te separas del ventanal; no te mientas que se recordaron de ti, ¿cómo hacerlo, si ni siquiera eres un maldito y miserable soldado! Eres un bueno para nada, como tu hermano menor. -se rió con sarcasmo- ¡Quítate de ahí, no vayas a morir como el primo de Verónica Ginés! El muy estúpido estaba de vacaciones, cuando empezó el chaparrón y la ventana le cayó encima. ¡Fue horroroso para la familia Zibarrón Ginés! No quiero ser protagonista principal de una desgracia.

Mijaíl: siempre estás pendiente de los malditos desafortunados, en vez de disfrutar de la buena comida. El jamón serrano está delicioso.

Giovvano: ¡ya basta! Vente a la mesa, Alan, y no permitas que tu madre y tu hermano hablen de ti frente a las criadas. Ocupa tu lugar.

Trinidad Sepúlbeda: Fanny, dile a Matheus que baje inmediatamente. -me senté en la mesa, sin dejar de ver la enorme ventana-

Fanny: sí, señora. -dejó de servir para que otra de las criadas continuara en la labor-

Trinidad: María José, deja eso. Primero cierra la cortina de la ventana.

María José: como diga, señora.

Mihaíl y la señora Trinidad se rieron por aquella situación absurda, mientras Matheus apareció luego por las escaleras, sentándose a mi lado. El silencio acudió al lugar, como si la familia Weyd Sepúlbeda, la de abolengo, fuera feliz, (yo nunca pedí nacer en ese carapacho de vida). Mientras comíamos, sonaron las campanas de la entrada, además se escucharon fuertes pisadas de botas hacia la puerta principal. Le pedí a María José que abriera de inmediato, pero la señora Trinidad rechazó mi mandato. María José le preguntó al señor Weyd para saber qué hacía, si abría o no la puerta. Él se levantó, extrañado por la situación; caminó a la puerta, pero llegó a medio camino... Se quedó erguido, haciendo apenas un movimiento para que María José abriera. De inmediato, pasó el Sargento Abelardo López, desesperado, empapado, como siempre dejando al paso su estela de gordura.

Sargento López: señorito, necesitamos urgentemente de su ayuda; los ranchitos de la playa desaparecieron y estamos tratando de rescatar las personas que se pueda. Ya tenemos un caballo para usted.

Alan: ¡vámonos entonces! -agarré mi anorak de la silla para quedarme parado al lado de María José. Matheus se alegró por el acontecimiento-

Trinidad Sepúlbeda: ¿y tú no piensas detener a tu hijo?

Giovvano: Sargento, ¿sabe usted que está exponiendo a mi hijo a la muerte? Él es un civil como cualquier otro, ¿por qué razón lo inmiscuye en sus asuntos?

María José: señorito, no lo haga.

Alan: voy a salvar a tu gente María José; tú no puedes estar del lado de mis padres. ¿Acaso sabes como están tus padres, tu hermana, tus sobrinos?

María José: lo digo por su bien, señorito. Mi deber es estar aquí. Mañana me enteraré qué les pasó, por más que me duela.

Mijaíl: ¡déjalo padre! Es su decisión. Si desea morir por unos bastardos, que lo haga. -se levantó abochornado por el hecho, lanzando la servilleta de tela al comedor. Me miró con pena, por un buen tiempo, para luego ir a su cuarto-

Sargento López: su hijo es una persona muy valiente, además es dueño de sus actos. Ya es mayor de edad como para que quieran reprenderlo.

Trinidad: está bien, lléveselo, pero mañana mi marido irá a hablar con su Comandante Ignacio Villareal, y, si mi hijo se ve de alguna manera agraviado por este hecho, usted pagará las consecuencias. Y tú, hijo estúpido, no quieras dártela ahora de valiente; siempre serás la misma escoria, así tengas nuestro ilustre apellido. ¡Ya ves, se recordaron de ti! ¡Qué vergüenza, Sargerto!

Sargento López: no tengo más nada que contestarle, señora Sepúlbeda de Weyd. ¿Ya está listo señorito Alan?

Matheus: ¡ya va! -se acercó a mí, con apuro-

Alan: ¿tú también vas a impedírmelo, hermano?

Matheus: cuídate mucho, Alan. A mí me hubiese gustado tener los mismos guáramos para enfrentarme a la vida. ¡Toma! -me entregó una especie de estampilla, estrujándola en mis manos-

Alan: ¿y qué es esto?

Matheus: lo compré hace algún tiempo en el Distrito Federal, es un amuleto; déjalo en tu anorak.

Alan: gracias. -lo abracé fuertemente- ¡Vámonos, Sargento!

Giovvano: ¡ya va! -me sujetó fuertemente por los hombros, desde atrás, impidiéndome caminar-

Alan: no me obligues a...

Giovvano: espero que sepas lo que estás haciendo. -moví mi cabeza a la izquierda, sólo un poco, mirándolo de reojo-

Alan: no hay mandado mal hecho, que quedarse sentado.

La luna permaneció oculta. La lluvia me golpeó el rostro sin contemplación, justo cuando me monté en el caballo, saludando con una fuerte mirada al Cabo Mirzo Gutiérrez; estaba igual que siempre, con su barba corrida y una escopeta en la mano.

Cabo Gutiérrez: vamos inmediatamente para la playa; pasaremos por la frontera de muro de piedra, hasta llegar a La Bahía del Infierno.

Alan: ¿y cómo rescataremos a la gente?

Sargento López: el buque del Capitán Zisca está esperando por nosotros. Una vez rescatemos a la gente, debemos llevarlas al buque. Usaremos botes en el traslado.

Alan: ¿El Capitán Anderneiser ayudando a esa pobre gente?

Sargento López: no tenemos tiempo, señorito Alan, vayamos en camino.

Comenzamos a cabalgar duramente bajo aquella negrura y el cielo temeroso, mientras el Cabo Gutiérrez le decía a sus soldados que me obedeciaran bajo cualquier circunstancia, y que sobre todas las cosas estuvieran pendiente de mí; noté que entre los Alférez estaba Acevedo, Burdillo, Ceballos, Táez e Hidalgo, mientras que por los oficiales designados especiales sólo estaban Risolto y Sousa. Sentí un miedo desgarrador, como nunca antes, pues resultaba mi primera experiencia fuera del cuartel; ya no se trataba de un simple adiestramiento, o algún ambiente de tiro al blanco, o una vulgar escapada por paracaídas, ahora estaba bajo la naturaleza, las espesas nubes y rayos que marcaban al cielo el sarcasmo de una guerra, pero de la propia vida, donde un soldado o un mismísimo Teniente Coronel no podía vencer, sino con la cautela y vigor posible por sobrevivir, cual artesano sobre techo de zinc.

Seguimos a las horcajadas fuertes, hasta que llegamos a la casa de la familia Zibarrón Ginés. Vi a la señora Verónica sentada en el suelo del jardín, y a su hija Alhelí queriéndola levantar, pero le resultaba imposible, pese a la fuerza desbordada.

Alan: ¡deténganse!

Risolto: ¿y ahora qué, señorito Alan?

Cabo Gutiérrez: ¿señora Ginés? -se bajó, rápidamente, del caballo para socorrerla-

Eché pie a tierra para dirigirme a la señorita Alhelí. Lucía hermosa, aunque con una mueca de impresión en su rostro, más por verme ahí que el daño que había ocasionado la tormenta en su casa, y la estupidez de su madre por querer salvar sus orquídeas. La llevé hasta la sala, al igual que el Cabo Gutiérrez lo hizo con la señora Verónica; mientras tanto, el Sargento López se quedó parado, y un tanto molesto, en la puerta principal.

Alhelí: ya estoy bien, gracias. -se apartó de mí para dirigirse a su madre y abrazarla- ¡Te volviste loca, mamá! Te pudo llevar el viento.

Alan: ¿y dónde se supone que está el señor Zibarrón?

Philipo Zibarrón: ¡aquí estoy, Alan! -salió detrás del bar, con una botella de brandy en la mano-

Sargento López: ¿qué haremos, Alan, se quedará aquí?

Cabo Gutiérrez: yo me quedo con el señorito, Sousa y dos de los Alférez; los alcanzamos después, ¿le parece, Sargento? -nunca supe el porqué un simple Cabo podía tomar decisiones ante su Sargento y que vociferara por un Oficial especializado y los Alférez, pero fue lo menos que me importó en ese momento-

Sargento López: está bien, pero no se queden mucho tiempo aquí; te dejaré a Táez y Ceballos. -se apartó de la puerta, con prisa-

Alan: ¿qué hacía usted detrás del bar cuando su esposa estaba en peligro?

Philipo Zibarrón: ella pretendía salvar el jardín.

Alan: ¿se encuentra bien, señorita Alhelí? Debería cambiarse de ropa para que no se resfríe.

Alhelí: es usted un hombre muy aguerrido. Con permiso. -dijo, sonrojada, para subir por las escaleras-

Philipo: ¿tu padre está enterado de tu travesura?

Cabo Gutiérrez: me va a disculpar, señor Zibarrón, pero no estamos jugando, de nosotros dependen muchas vidas; y usted, señora Ginés, no ande fuera de la casa.

Verónica Ginés: ¡no seas igualado!

Alan: estamos perdiendo el tiempo aquí.

Verónica Ginés: tu madre debe estar tomando tilo desesperadamente y cosiendo sus nervios en el telar por lo altanero que saliste. ¿Por qué expones tu vida para rescatar a esos miserables?

Alan: ¡otra vez el tema a pique!

Philipo Zibarrón: no dejaré que salgas de esta casa. -se acercó a mí, pero, al mismo tiempo, di tres pasos hacia atrás-

Alan: ¡saca el arma, Ceballos! -sacó el arma, inmediatamente, apuntando a Phillipo. Se extrañó por la petición, pues, siempre había sido un hombre tranquilo, ¿o más bien me había comportado como cualquier civil?-

Philipo: ¿a quién se supone que debes obedecer? ¡Qué sorpresa, Alan, ahora tienes quien te defienda!

Ceballos: en estos momentos debo acatar lo que diga el señorito Alan. -el Alférez no tenía motivos para obedecer mis órdenes, sólo los soldados al mando del Cabo podían hacerlo, pero, de una u otra manera Gutiérrez era mucho más que un Cabo para ellos-

Philipo: una persona de apellido como tú no puede andar por todo el pueblo de San Sebastián, como un don nadie. Y en cuanto a ti, Ceballos, mañana mismo hablaré con el Comandante Villareal para que aprendan a respetar.

Cabo Gutiérrez: no pierda el tiempo, que el señor Weyd hablará con él; y si es por llamarle la atención al Alférez, hable con El Teniente Coronel.

Alan: yo no pedí nacer en su mezquindad, señor Philipo. Dame el arma, Ceballos. -tomé el arma con aplomo, apuntando el pecho de Phillipo, sin que me temblara el pulso. La acción me sorprendió hasta a mí- ¿Me sirve un trago, para irme?

Philipo: perdiste la cabeza. -se desplazó al bar. Sirvió brandy en un vaso pequeño, mientras yo lo esperaba, apuntándolo todavía- ¡Toma!

Alan: ¡gracias! -tomé el vaso para beber, de un sólo trago, aquel gustoso brandy- Ahora sí... ¡Hasta una próxima oportunidad, señor Zibarrón! ¡Ah, y en vez de quejarse, reclamar y pretender igual a mi madre en cuanto a gallardía, pues debería darme las gracias por haber visto a su esposa en el jardín! ¡Púdrase en su riqueza! -le entregué el arma a Ceballos, para salir-

El Cabo Gutiérrez se quedó viéndome con cierta alegría, con ganas de preguntarme el porqué me había comportado de esa manera, pero se lo guardó. Yo subí la mirada, directamente a la ventana de Alhelí; la vi ahí, detrás de las cortinas transparentes, notando cierta preocupación por mí, como si quisiera llorar... Tan sólo alcé mi mano derecha para despedirme, pero ya se había apartado por completo, o eso creí, pues, la obscuridad no me dejó ver bien.

Tanto Gutiérrez como yo salimos esperanzadores, por nuestra unísona convicción en ayudar a los más desafortunados; indudablemente, nos exasperaba lo albázano de la señora Verónica y la nariz repingona del señor de la casa Zibarrón. Al comenzar a jinetear otra vez, Anaya llegó a mi mente, la hija mayor de los Zibarrón Ginés, preocupándome por su integridad, pero cesó la interrogante, pues, era de suponerse que ya estaba dormida, disfrutando de su máximo placer, estar debajo de las sábanas y viendo bajo la ventana la terrible lluvia, alejada de ella, desde luego, pues más de una vez los vidrios habían caído al piso, mas para ella resultaba un simple juego, incluso prefería sentir el viento y el agua inmundar su cuarto, en pro de un nuevo acomodo y estilo, ¡qué desverguenza! ¡qué ironía!

Llegamos a la frontera o lo que servía de límite entre la riqueza y la Bahía del Infierno, un muro de piedras de baja estatura, alargada por kilómetros, siendo su única entrada un arco de gran altura. Era una verdadera idiotez, pensé, pues, cualquier persona podía saltarlo, pero no era sino otra idea absurda de la gente con ilustre apellido (mancharse el pantalón o que un criado viera semejante atrocidad resultaba lo peor a suceder). El Cabo Gutiérrez me detuvo, exactamente debajo del arco, para darme un revólver. Lo acepté, sin querer, con el corazón resonando más que nunca, pues me di cuenta, en ese momento, lo que significaba todo. Yo era tan sólo uno más, un soldado, quizás, el único vestido de civil, con la cremallera envuelta en sarcasmo y mi vista anubarrada por no creerlo cierto. Ya había marcado el reloj para demostrar lo que era, mas no en tantos ensueños sobre mi cama fría, a razón de batalla victoriosa, cuando mi realidad había sido única y exclusivamente el congelado amor de mis padres, o el de Altagracia, la mujer de alcurnia que había secado sus sentimientos, cual bacalao sobre las ventanas, tras el día asoleado.

Seguimos el recorrido, en silencio. Sentí los pelos de punta, más por la leyenda que aquel lugar era infernal, que lo que declamaba en realidad, un montón de ranchos con gente humilde, y uno que otro reprimido que detestaba a aquellos que tuvieran más, tal vez, porque el ser inferior atacaba directamente al orgullo. Pasamos a la Bahía del Infierno velozmente, dándome cuenta sólo del famoso Burdel de Lucas, el prostíbulo donde iba mi hermano mayor a menudo para complacerse sexualmente con algunas de las prostitutas; ilógicamente, estaba abierto, aunque bien resguardado por dos hombres robustos. Me vieron con sospecha y asombro, aún más por la guardia de Ceballos y Táez, que tenía a mis costados, Alférez que se conceptualizaban por ser oficiales inferiores a la de teniente; su instintivo de estrella de seis puntas lo concretizaba.

Habíamos llegado a la playa por la parte trasera, donde las ramas caían, donde los cocos se habían convertido en un completo peligro, y, donde el agua, fácilmente, llevaría a la muerte... Tuvimos que luchar contra la naturaleza, impedir que algunos de los gajos y troncos cayera sobre nuestra humanidad y quedáramos en agonía, a la espera del último suspiro porque los demás deberían seguir su camino, a la búsqueda de algún sobreviviente. El Cabo Gutiérrez llevó las riendas del camino; le seguimos Ceballos, Táez y yo, y detrás el Oficial Sousa, militar con grado igual por lo menos al de Alférez, y, que, en particular, podía llegar hasta la de Capitán. Cabalgamos en la estela obscura de la incertidumbre, siempre bajo el miedo implacable de la defunción, como estertor en su último lamento encima de la cama, pero con el ánimo suficiente de poder ayudar al prójimo en el último momento de la existencia; no sé si añoramos quedar con vida, o sentir la piel de gallina por ayudar a toda aquella gente valía más, lo cierto es que yo prefería morir en aquella confusión de selva tan espesa, tupida y temible para cualquier rescatista, donde un simple mugrón se convertía en un enorme muro de concreto; me resultó mejor, paradójicamente, que quedarme dentro de una mansión, viendo cómo caían sarmientos en el enorme jardín, comiendo judías y chocolate caliente; esa era la verdadera muerte para mí. Oscilamos en el angosto camino, mientras el Oficial Sousa se había quedado muy atrás. Intenté decirle al Cabo Gutiérrez que lo esperáramos, pero me gritó enfurecidamente que a él no le importaba, que él sólo se encargaba de los soldados cuando el Sargento López estaba ausente; su galope fue desmesurado, lo que me impidió retrazarme para ayudarlo; y los Alférez refunfuñaron por la autoridad del Cabo Gutiérrez, pero nada pudieron hacer, pues, a la vez reconocían el aplomo que tenía el Cabo. “¡Ya vamos a llegar, sigan luchando!”, gritó Gutiérrez, en tanto que yo dejaba a los Alférez atrás e igualaba el galope del Cabo. Todo se hizo intrépido, audaz y valiente, como siempre lo había soñado desde pequeño, como tantas veces lo había hecho en las carreras del cuartel, sin tener el privilegio del mejor ejemplar. Aún así, la experiencia, la que vivía en carne propia, no se igualaba a mis sueños al despierto, pues en aquella boca de lobo salía el destello del espanto (no precisamente de algún aparecido, cual fábula de pueblo, de mi San Sebastián), y la lluvia empujaba el cuerpo hacia atrás. Obligatoriamente, tuvimos que agarrar fuertemente las riendas.

Vimos el buque y los respectivos botes, con la esperanza latiente en mis entrañas. Me sorprendí por la valentía engendrada, aunque más por ver justo al lado del buque del Capitán Zisca, el de Jacinto del Tártaro. “¡Con tanta gente necesitándonos y el imbécil del Capitán Anderneiser entorpeciendo la labor de Jacinto!”, gritó el Cabo Gutiérrez, rabioso, mientras llegábamos al lugar de encuentro. Los Capitanes estaban frente a frente, rodeados por el Sargento López, con todo su pelotón. Echamos pie a tierra sobre la arena.

Capitán Anderneiser: no tienes ningún derecho de llevarte a toda esa gente para San Patricio, además no tienes permiso; yo soy el encargado del rescate y el resguardo de toda esta gente. Tengo órdenes superiores.

Jacinto: la gente no quiere montarse en tu buque, mucho menos en tus botes y bateles, que están en malas condiciones. ¿De dónde se suponen que lo sacaron, de los cachivaches del cuartel? ¡qué vergüenza!

Capitán Anderneiser: ¿qué vas a saber tú de marina y navegación? Que seas dueño de un buque no te hace insigne para irrespetar las leyes.

Jacinto: seguramente, dejarás a toda esa gente esposada o amarrada, atando cordeles, cables o mecates por el escobén. No quieras dártela de héroe o el único Capitán del país. Me esforcé demasiado en la Marina para llegar al lugar donde me encuentro.

Capitán Anderneiser: muchos de los rescatados son unos delincuentes.

Jacinto: no tienes las pruebas suficientes como para llevártelos como reos. Sobre mi cadáver montarás a esta gente en tu buque, además, la roda no está en perfectas condiciones.

Capitán Anderneiser: ¿tú no desembarcabas hoy? Imagino que no lo lograste con esta tormenta. ¡Debes tener la mercancía todavía en tu buque!

Jacinto: ya desembarqué.

Capitán Anderneiser: ¡maldito! Seguramente guardaste muy bien tu contrabando.

Jacinto: la mercancía está bien guardada, la que compete a San Sebastían. -se rió sarcásticamente- ¿Y para dónde pretendes llevarte a la gente?

Capitán Anderneiser: en Puebla no llueve, y, bajo una navegación de altura llegaremos sanos y salvos.

Jacinto: ¿pensabas navegar mar adentro con el océano revuelto?

Capitán Anderneiser: ¿acaso tienes un mejor plan?

Jacinto: hay que llevarlos al puerto más cercano, tomando como guía las proximidades de la costa; una navegación de cabotaje puede sobrellevar la marea brava.

Capitán Anderneiser: la navegación lleva sus riesgos, sea cual sea el método.

Jacinto: tú no tienes los recursos hospitalarios necesarios en tu buque.

Capitán Anderneiser: tu buque debería ser explícitamente de carga.

Jacinto: Jacinto del Tártaro tiene todas las funciones que puedas creer de un buque.

Capitán Anderneiser: ¿buque de tipo especial?

Jacinto: hasta pesquero si lo deseas.

Capitán Anderneiser: ¿has pescado alguna ballena?

Jacinto se mostró aguerrido, con cuchillo en mano, y, su cabello emparamado largo, goteó el sarcarmo de un hombre con convicción, colmado de impaciencia, siempre buscándole el pelo al huevo y esperando el preciso momento para apuñalear a aquel hombre con la vestimenta requerida de cualquier Capitán, pero tan enjuto en carácter, que, no le quedó de otra que echar para atrás y dejar que Jacinto hiciera su trabajo (era mejor para él, así no tenía que encargarse de tanta mugre junta). Me acerqué al Sargento López. Me preguntó por el Oficial Sousa, de inmediato; le conté lo sucedido, mientras el Cabo Gutiérrez le daba un fuerte abrazo a Jacinto, tras una risa desmedida de los dos.

Jacinto: ¿y qué haces aquí, vienes a burlarte? -se acercó a mí, dejando su mano en mi pecho. Se rió vilmente-

Alan: ¿crees que expondría mi pellejo para venir a burlarme de esta pobre gente?

Cabo Gutiérrez: ¡cálmate, Jacinto! -le apartó las manos de mi pecho, echándolas para atrás- Alan está aquí para ayudarnos.

Jacinto: ¡a un riquillo como tú no le interesa rescatar a esta gente! Sólo desean que se mueran. ¡Es que ya me imagino sus temas de conversación!

Sargento López: no insultes al señorito Alan.

Cabo Gutiérrez: ¡déjalo en paz! El señorito Alan luchó con su alma para llegar aquí y no tienes derecho de tratarlo como si fuera una basura; son dos manos más que nos ayudarán, además el Sargento y yo lo fuimos a buscar a su casa.

Jacinto: ¡tú defendiendo a los hombres de notable apellido! Debes estar seguro de lo que dices.

Capitán Anderneiser: necesito cuatro hombres para irme de aquí.

Sargento López: mi Capitán, llévese a Suárez, Pedrique, Castaño y Rodríguez.

Capitán Anderneiser: lo necesito a usted o al Cabo Gutiérrez.

Risolto: no se preocupe, Capitán, yo lo acompañaré. El Sargento tiene que mandar a su pelotón, y el Cabo Gutiérrez cuidar la vida de Alan.

Capitán Anderneiser: sea por usted, señorito Alan.

Alan: no necesito que nadie cuide mi espalda. Cada quien debe estar pendiente de sí mismo.

Capitán Anderneiser: ¡ha sido muy valiente para haber llegado hasta aquí!

Risolto: usted lo ha visto en el destacamento.

Capitán Anderneiser: un civil en las tropas, ¡inconcebible y de suma vergüenza! Supongo que no han enviado algún telegrama para comunicar la anomalía.

Risolto: con alistarse será más que suficiente.

Capitán Anderneiser: ¿usted, Alan Weyd?

Alan: ¡bah!

El Capitán Zisca se fue con Risolto y los soldados Suárez, Pedrique y Castaño; Rodríguez quedó al mandato del Sargento. Se montaron en el batel para dirigirse al buque Antañazo y así emprender hacia Puebla. El Sargento comenzó a armar las líneas de rescate, pero, asombrosamente, yo no estaba en sus planes. Me enfurecí por su resguardo, que me cuidara, como todos los que me rodeaban, como si fuera un bebé de pecho... En ese momento, preferí estar en casa, con los regaños de mis padres y las ironías de mi hermano, pues más bochorno no podía presentarse, ¿cómo? ¿Para qué había llegado hasta aquel lugar?

Sargento López: Jacinto se llevará a Fernández, Morillo y Contreras, mientras el Cabo y yo nos quedaremos con Ferrero, Acuña y Bermúdez. Los Alférez escogerán con quién ir, o si prefieren quedarse aquí para ayudar a Calitso, Jonás y Alfonso Enrique, que llevarán a los damnificados al buque mediante esquifes y chalupas.

Alan: ¿y yo también debo escoger?

Sargento López: es muy peligroso el rescate por el río, mejor se queda aquí.

Alan: ¿expuse mi vida para verle la cara a los rescatistas?

Sargento López: es lo mejor que puede hacer. No quiera llegar tan lejos en tan poco tiempo, más bien debe agradecer la oportunidad. Además, el Capitán Anderneiser tiene razón; el simple hecho de estar aquí resulta perjudicial para nosotros.

Jacinto: ¡vendrás conmigo, Alan!

Sargento López: ¡no!

Jacinto: Alan tiene toda la razón. Si ha llegado hasta aquí lo más lógico es que ayude, pero de una forma más coherente y tajante. Su deber está en exponer su vida por los demás. -me sorprendió aquella defensa de Jacinto, aunque su temperamento se enfocó única y exclusivamente para medir mi nobleza, o para burlarse de mí. Su intención fue lo último que me importó-

Táez: nosotros iremos con Jacinto.

Jacinto: ¡ah! No sabía que tu capataz fuera amigo del Capitán Zisca.

Alan: ¿Huguel estuvo aquí?

Jacinto: ¿no sabes nada?

Alan: ¡habla de una vez!

Jonás: tu querido capataz ya está en el buque Antañazo; al parecer se irá con el Capitán Zisca para Puebla.

Alan: me parece muy extraño que haya dejado la hacienda.

Jonás: seguramente, fue a buscar algún negocio turbio por allá.

Hidalgo: ustedes siempre piensan en contrabando y negocios sucios.

Jonás: ¿de qué puede vivir un capatáz? ¿de pulirle los zapatos a su patrón? Eso no es vida.

Hidalgo: no subestimes a un capataz, ellos saben hacer muy buen trabajo, y saben amarrar perfectamente a sus patrones por las verdades de la familia, además contrabandean con mujeres y reos.

Jonás: no se sorprenda, Alan, ningún Capataz es de fiar; todavía estás en interiores; no conoces nada de la vida, de las torturas a los reos, del arrebato de una pobre niña de siete años a su madre para venderla como la cortesana mejor pagada.

Jacinto: ¡cállate, Mano Dura!

Jonás: no estoy diciendo nada que sea incierto. Abra los ojos, Alan Weyd.

Alan: ¿Huguel mercadea con reos?

Jonás: estoy hablando en general, no de tu capataz.

Sargento López: nosotros ya nos vamos; cuídese mucho, señorito Alan. Espero que su soberbia no se revierta en mi contra.

Jacinto: antes de irnos, debo decirle, Alan, que el Comandante Villareal vino para acá. Estaba desesperado buscando a alguien, y, ahora es que logro entender que era por usted.

Alan: no lo creo posible. Si de por sí las líneas telefónicas no funcionan en entera normalidad, mucho menos bajo ésta catástrofe.

Jacinto: ¡vámonos!

Empezamos a correr por todos los rincones de la playa, pero se hacía difícil el rescate, por la gran cantidad de heridos; sólo los que podían permanecer de pie serían trasladados a las chalupas. Táez permaneció a mi lado, al igual que Hidalgo, cargando a los lesionados para llevarlos a la orilla de la playa. Cada vez profundizamos más. Las quebradas del río perdieron su cause, encausándose en una misma dirección, directamente hacia nosotros. El agua alcanzó las caderas; los obstáculos se hicieron más adversos: ramas, colchones y hasta objetos sólidos; fue una verdadera travesía de pánico y espanto, buscando bajo los escombros. La gente suplicaba, y Jacinto gritaba por todos lados, tratando de contar cuánta gente faltaba. Me acerqué a uno de los ranchos caídos; aparté lo que me encontré al paso: pedazos de madera, de palmas y piedras; hallé a una señora mayor, tapiada de las caderas para abajo, suplicándome que la rescatara. Una lágrima rodó por mi mejilla derecha, fusionándose con mi rostro empapado de mugre y lluvia inclemente, ¡era la mamá de María José! Ejercí todas las fuerzas posibles, pero estaba hundida ahí, sin que pudiera hacer nada... “¿es usted, señorito Alan?”, preguntó la anciana, viéndome entre la espada y la pared. Llamé a Jacinto, de inmediato, pues había perdido a Hidalgo y Táez de vista. “¿dónde están sus hijos y nietos?” pregunté agitado, pero la anciana movió su cabeza, sin saber de su paradero.

Viví lo que nunca se borraría de mi mente. Jacinto me agarró por el cuello, para decirme: “tenemos que salvar a la gente que pueda cruzar el río, ya lo sabes, porque de lo contrario moriremos nosotros; me duele mucho esta gente, pero hay que matar a los agónicos”. “¡Pero, si ésta anciana es la madre de una de mis criadas! Tengo que salvarla”, refunfuñé, al tiempo que Jacinto me soltó. Se agachó a ella con rapidez, degollándola con su facón, sin que le temblara la mano; Táez se percató si aquella señora había muerto, apareciendo de la nada, para decir, algo afligido: “ya torció el pescuezo”. Seguí rescatando a mucha gente, pávido por el hecho, recordando el desplazamiento de la cabeza de la anciana, completamente hacia atrás, y la sangre a chorros, llenando la camisa de Jacinto; él giró hacia a mí, expresando: “yo la conocía muy bien. Su café recién colado no se le igualará a ninguno”.

Los Alférez gritaron que buscáramos hasta debajo de las piedras. Presencié muchos más degollamientos, a manos de Jacinto, tanto, que, mi observación desmedida le hizo dejar su facón en mi mano, frente a aquel hombre moribundo, el que yo había encontrado, quien me pedía desesperadamente que lo matara, pues no tenía escaparia alguna.

Alan: prefiero dispararle. -dije, con cierto ahogo, sacando el arma del pantalón-

Jacinto: cualquier persona puede jalar de un gatillo.

Alan: no estamos aquí para que yo haga una prueba de supuesta hombría.

Jacinto: ¡mátalo! El hombre valiente nunca piensa con qué arma aniquilar. ¡Guarda de inmediato el arma, además, esa bala te puede faltar en algún momento verdaderamente apremiante, que puede salvar tu vida! -incrusté el arma en mi pantalón, con furia-

Cerré los ojos, luego de sujetar al hombre por el cabello y llevarlo frenéticamente hacia atrás. Mi codo se llenó de vigor, como si alguna fuerza sobrenatural lo llevara detrás de mi espalda, y, seguidamente, llevara el filo al cuello, cortándole la vida al hombre, el que me lo había pedido, como si cortase una cebolla, pero sin lágrima que lamentara el hecho. Jacinto se apartó de mí y los Alférez se persignaron, irremediablemente, al suponerse que nunca me atrevería, ¡ni siquiera yo! Seguimos en la búsqueda de más sobrevivientes, con sumo bravío, aunque sin apartar por un minuto los ojos de aquel hombre de mi frente, su último suspiro de vida, los últimos movimientos gelatinosos que hizo, allí, viéndome fijamente, mientras pasé el cuchillo por su cuello, como si se tratase de un animal.

Hidalgo: ya no podemos permanecer más tiempo aquí, debemos regresar a la orilla de la playa; de lo contrario, ninguno de nosotros se salvará.

Jacinto: ¿cuántas personas hemos salvado?

Táez: son veinticinco.

Fernández: aquí hay cinco más, mi Capitán.

Jacinto: ¡vámonos entonces!

El regreso se hizo mucho más peligroso, pues la mayoría de los damnificados estaban heridos, producto de los derrumbes. No era cuestión de salvarse, sino estar más pendiente de ellos de lo debido. La fuerte corriente ahora estaba en contra. Me quedé junto a los soldados Acuña y Bermúdez, con diez de los rescatados, mientras Jacinto y los Alférez se quedaron con los demás.

Mis piernas empezaron a fallar, hasta el punto de no sentirlas, luego de un largo trayecto, empeñado en hacer más fuerza de la que debía, con tal de fortalecer la cadeneta. Mis brazos se adormecieron por el poderoso caudal y mis párpados sentí pesados. El soldado Acuña tuvo que agarrarme; trató de seguir la marcha, a pesar de yo estar hecho alheña.

Ya íbamos por la mitad del recorrido, cuando, de pronto, se escuchó el ruido desesperanzador, tormentoso y pesado de un tronco enorme. Pensé que sería mi final, mi último suspiro, sin suspirar, el punto final de mi vista. Todo estaba obscuro; el mareo se había apoderado de mi vitalidad. Miré, rápidamente, como pude, hacia arriba, tratando de esquivar el enorme objeto, pero no alcancé el brío y me golpeó. Revoloteé, sin poder seguir adelante, debajo del agua; mi cuerpo giró y giró, apenas y sentí golpes, pero jamás dolor. Me llevó metros atrás, hasta que alcancé una piedra enorme, entre el vaivén de sumergir y emerger, sin voluntad; logré sostenerme. Pedí auxilio una y otra vez, pero nadie me escuchaba; la vista se me anubarró, aún más de la que tenía. Intenté mover mover el brazo izquierdo, en pro de un mejor agarre, pero fue imposible. “¿Está por ahí, Alan? ¿contésteme?”, escuché, sin saber de quién se trataba; yo sólo respondí que sí, además que se apurara porque ya no podía luchar contra la corriente. Al fin llegó el hombre; aquellos minutos, o segundos, ni siquiera pude saberlo, se hicieron eternos... No lo creí, pero era él, Jacinto, con dos de los damnificados a cuesta.

Alan: siga su recorrido, estoy herido.

Jacinto: ¡déjese de idioteces! -se quitó lo que quedaba de su camisa, como pudo, por la gran carga que tenía encima, para enrollarla potentemente en mi codo. Sentí un dolor agudo- Agárrese fuerte de mí.

Alan: ¿qué pasó con Acuña?

Jacinto: no se preocupe ahora por eso.

Alan: ¿se lo llevó el río? ¿y las personas que estaban conmigo?

Jacinto no me respondió absolutamente nada, mientras cruzábamos el río, apenas y dijo, irónicamente: “para estar herido, preguntas mucho”. Aquel hombre sacó vitalidad, no sé de dónde, para encimársele a la corriente, como si la ocasión fuere una simpleza, ¿o acaso era así? Sentí que deliraba, pues lo único que hice fue pensar, desde aquel último saludo de Alhelí, hasta del amuleto que me dio mi hermano menor. Apreté mi brazo con fuerza, mientras mi cuerpo chocaba con la marea, avanzando considerablemente, sumergido en el dolor, impregnado en Jacinto, cual recién nacido a la teta de su madre, ¡qué desilusión sentí de mí mismo!

Me desplomé al piso, con el anorak encendido de recuerdos. Allí estaba, viendo los zapatos del Cabo Gutiérrez, riéndose por la circunstancia, no porque siquiera podía moverme (como de hecho lo intenté, una y otra vez, pero caí y caí, sobre la arena), sino porque había salido de aquel lugar, ¡le resultó una verdadera hazaña! Me levantó para cargarme metros adelante, donde habían burdéganos para montar a los más lastimados, y, de esa manera, llegaran a la orilla del mar con más rapidez y seguridad. No logré permanecer más en pie, por más que lo intenté, hecho que llevó a los soldados Hidalgo y Táez a llevarme a la orilla de la playa, y montarnos en un esquife. En ese preciso instante, me percaté que por fin iba a conocer al famoso Jacinto del Tártaro.

Fue muy difícil para los soldados luchar contra la marea gris y salada, como el rencor convertido en miel después de un épico enfrentamiento con la muerte... Fue lo único que recordé en aquel de travesía, quizás heroica, quizás milagrosa, pensé, pues el Oficial Sousa fue encontrado sin vida, al igual que el soldado Acuña. Mis párpados se cerraron por sí solos, entre la lucha de ver lo que ocurría, y la rabia por no sostenerme siquiera del borde del esquife. Escuché los golpes de la marea alta sobre el buque, además Jacinto gritando que ya era hora de zarpar, que no se podía perder más tiempo.

Desperté, mirando el alrededor. Estaba en una especie de sala enorme con la gente rescatada, sobre colchones delgados. Además habían soldados en guardia y enfermeros. Hidalgo y Táez estaban a mis costados, riéndose, recatadamente, porque al fin había abierto los ojos. Intenté levantarme, pero de inmediato las manos de los soldados se apoyaron en mi pecho.

Hidalgo: ¡ha despertado el señorito Alan! -se paró de inmediato, mientras cinco hombres y dos mujeres se acercaron, diciendo en coro que gracias a mí estaban vivos-

Jonás: ¡ya dejen el alboroto! Y ustedes váyanse de aquí. -se apartaron de inmediato, a sus respectivos colchones, al mismo tiempo que los Alférez, por la enorme puerta-

Alan: no deberías tratar así a la gente.

Jonás: no me vengas a dar clases de principios a estas alturas de la vida. Son simples aficionados del heroísmo, de esa gente que piensa que salvaguardar la vida de desconocidos es una divinidad, cuando tan sólo es un trabajo.

Alan: ¿para qué has venido? ¿a saludarme entonces?

Jonás: porque me lo pidió el Capitán.

En ese momento entró otro hombre, vestido completamente de blanco, flaco y con un sombrero negro. Me examinó detenidamente, tocándome el brazo, de arriba hacia abajo, luego a la inversa, hasta que subió su ceja izquierda; Jonás le preguntó si tenían que operarme. El hombre vio el techo y se llevó las manos a aquellos bigotes finos negros; intentó hablar, pero se quedó en silencio.

Alan: ¿usted no es médico graduado, verdad?

Jonás: médico es médico, y, en estas circunstancias, no puede pedir más, además no examina a cualquiera. Allá tú que eres privilegiado, con una familia que puede pagarle a un médico para que vaya al pueblo.

Alan: yo no estoy insultando al señor, sólo estoy preguntándole. ¿Siempre estás a la defensiva?

Jonás: el señor Aponte sabe hacer su trabajo con toda profesionalidad.

Alan: ¡no me cabe la menor duda, Jonás!

Jonás: yo soy como soy, y punto. No tengo que rendirle cuentas a nadie, ¡mucho menos a usted!

Aponte: no se preocupe, señorito Alan, con un sencillo apósito se curará rápidamente del brazo. Sólo se adormeció por el fuerte golpe que se dio; y, es de suponerse, que, un hombre como yo no aparenta ser médico. Usted no se equivoca, soy un simple barchilón.

Alan: yo no quise menospreciarlo.

Aponte: está en todo su derecho.

Alan: por personas como usted muchas vidas se han salvado.

Aponte: discúlpeme, me retiro para ver cómo están los demás.

Jonás: usted se va a su camerino. Esa gente no necesita la ayuda de usted.

Aponte: pero, ¿y si hay alguna persona que requiera de mi atención?

Jonás: usted se va a su camerino y punto. ¿Acaso no entiende? -el señor Aponte movió sus bigotes, a razón de sentirse molesto, pero no podía contrariar a aquel hombre-

Aponte: fue un placer verlo, señorito Alan. No todos los días se da el privilegio de examinar a una persona prominente como usted. -se inclinó hacia mí, quitándose y colocándose el sombrero, para luego girar y dirigirse a la puerta-

Alan: ¿por qué ese hombre no puede ver a los demás heridos?

Jonás: todos están bien, no se preocupe por ello. Muchos de nuestros hombres están comandados para tal fin.

Alan: ¿cómo lo estás tú de mí?

Jonás: iré a decirle al Capitán que ya se encuentra bien.

Alan: ¡ya va, espérate!

Jonás: ¿qué quiere?

Alan: ¿por qué Jacinto se interesa por mi salud?

Jonás: usted no es un don nadie y el Capitán no quiere cargar con la culpa de su muerte, pues, toda su familia, los Weyd Sepúlbeda, harían hasta lo imposible por hacérselo pagar.

Alan: seguramente, tú preferirías verme muerto.

Jonás: si quiere que le sea sincero, nunca pensé que usted sobreviviría; ¿algo más?

Alan: ¿por fin vamos a San Patricio?

Jonás: efectivamente; y apenas lleguemos al puerto descargaremos a los tripulantes para llevarlos al hospital.

Alan: ¿por qué se escucha tanto alboroto afuera?

Jonás: ¿quiere salir para que se de cuenta usted mismo?

Alan: todavía me siento débil.

Jonás: entonces descase, y, cuando se sienta bien, salga, claro, tenga cuidado porque no todos los que abordan el barco se sienten a gusto con su presencia. -dijo molesto, como siempre, para marcharse-

Afuera cantaban a todo pulmón por la alegría del esparcimiento de las nubes, por la lluvia cesada y otro triunfo donde ganaría la vida y el orgullo; encomiaban a Jacinto como si fuera un Dios, entre golpes de botellas y risas femeninas... ¡los rescatistas tendrían su premio! Cabalgando, como siempre, pero ahora en la yegua del placer... Ensalzaban abruptamente a Calitso, Jonás y Lorenzio, ejemplares que demostraron su valentía en los botes, las chalupas y los esquifes contra un mar azaroso, imperdonable y macizo; los soldados también recogían su premio, los Alférez y hasta el Sargento López, que, a puestas de carcajadas reconocía cierta amistad con Jacinto. Se alegraron por sentirse héroes. Yo no estaba dispuesto que me alabaran de igual manera, pues, me sentí afectado por la muerte del soldado Acuña y la del Oficial Sousa (quien se desempeñó como Alférez), a quienes pude ayudar, de una u otra manera, bueno, dudé que me elogiaran con tan escandaloso ímpetu, razón que me tranquilizó por momentos, a sabiendas que todo podía pasar, por ser el señorito Weyd, ¡qué desgracia! Mi mente voló, agitó sus alas hasta más no poder, pero por mi incredulidad, o mi suerte, al estar ahí, en aquella inmensidad de buque, con tanta gente alegre, con vendajes en los brazos y piernas, y algunos con suero por la deshidratación. Las miradas sobre mí fueron impresionantes, como si fuera una morocota o un amuleto de oro para ellos; yo era, sencillamente, otro hombre que salvó su pellejo, un hombre que no tenía que celebrar absolutamente nada, que únicamente había luchado por su vida, o por tratar de servir para algo. Sin duda alguna, me faltaba demasiado por igualarme a la valentía de un soldado y mucho más a Jacinto, quien, a pesar de ser duro de carácter, cruel, soberbio y hasta homicida, guardaba en sus entrañas la filantropía, sin clase social, claro, él no podía desmoronarse, por eso la arrogancia, el engreimiento y la rudeza eran su talismán.

Quise salir de aquella habitación; la curiosidad del festejo pudo más que mi dolor. Me levanté, con cuidado; el brazo estaba tieso, sin poder hacer movimiento alguno. Me senté en una especie de sillón, a pocos pasos de la gran puerta; el lugar me permitió escuchar lo mejor, entre ellos palabras del Cabo Gutiérrez: “¡hermano del alma, Jacinto, quien me cuidó desde que era un carajito, orgullo siento por ti y por toda esta tripulación, que, tiene los guáramos bien puestos; ¿dónde estará Zisca, dónde estará Zisca?” -gritó en chanza- “Seguramente, estará viendo el cielo y preguntándose: ‘¿será que Jacinto logró sobrevivir?’”. Las carcajadas fueron abruptas. No dudé en asomarme, por aquel descubrimiento; vi a aquel gentío con botellas de vino en mano, a mujeres de vida, torciéndose a lo que mejor podían hacer: dar placer, y un abrazo fortísimo entre Jacinto y el Cabo Gutiérrez. ¡Quién lo iba a pensar! Aquellos dos eran prácticamente hermanos de crianza, y, supuestamente, distanciados, uno por pertenecer a la milicia, y otro a la Marina, pero con la astucia del contrabando; no eran simples chácharas del pueblo, aquel Capitán era de armas tomar. Me aparté drásticamente de aquel marco, abismado, asustado por aquel fiestón que habían armado; definitivamente, fue algo nuevo para mí, además me sentí como un intruso. Mi piel en ese buque era una especie de tumor benigno, un ser que todos podían respetar, pero que no era de su agrado.

Cerré los ojos, engañándome vilmente al ensueño, por querer volar que despertaba en mi cuarto, cuando el barchilón apareció otra vez, asustándome a su paso, quitándome las vendas, sin contemplación. No me tocó siquiera, a ver dónde estaba afectado, sólo me volvió a vendar, usando un tirro vulgar, ¡y yo bajo aquel dolor, comportándome como un verdadero macho, cuando más bien lo que quería era llorar! ¡Y es que Aponte dio vuelta y vuelta, con fuerza, como si fuera un animal enfermo, usando apenas unos alfileres para sostener el apósito!

Aponte: sentirá alivio, señorito Alan; ¿estaba rezando? -dijo a manera de chiste, riéndose, a muestra de sus dientes desiguales-

Alan: ¿alivio?

Aponte: ya se dará cuenta.

Alan: no estoy acostumbrado a estos escádalos sin sentido.

Aponte: hay que celebrar que le ganamos la batalla a la muerte, y al fuego también. ¡Qué ironías tiene la vida! Luchar por un fuego inclemente, y también de un aguacero. Muchas veces no se entiende a la naturaleza.

Alan: ¿al fuego?

Aponte: no sólo celebran por rescatar a la gente de la bahía, también lo hacen por la gente de Puebla, así como yo. Jacinto es el mejor Capitán que pudiéramos tener.

Alan: ¿y qué pasó?

Aponte: Jacinto siempre ha ido a buscar mercancía y mujeres a Puebla, pero esta vez se encontró con una sequía devastadora que provocó incendios fatales. Para estos momentos nuestro pueblo ya no existirá. Jacinto no logró salvar a más gente porque el fuego alcanzó el puerto. Tuvimos que zarpar.

Alan: ¿pero el Capitán Anderneiser y mi capataz fueron a Puebla?

Aponte: no creo que Jacinto haya querido comunicarle al Capitán Zisca de lo sucedido. Creo que no debí decirle nada.

Alan: no se preocupe, yo no le diré a Jacinto que usted me lo dijo.

Aponte: si su capataz se atrevió a bajar en Puebla, pues, es mejor que su familia vaya buscando a un sustituto, porque no encontrarán ni sus cenizas.

Alan: ¿por qué me vendó otra vez? Ahora me duele más.

Aponte: ¿no siente la humedad de las vendas?

Alan: no me había percatado de ello.

Aponte: es un anestésico. Pronto se sentirá mejor. Hasta luego.

El barchilón se fue con una sonrisa en su rostro, orgulloso por atenderme. Yo al fin decidí a salir... Me levanté con temor, pero lo hice, firmemente, y con la mirada al frente; eché unos cuantos pasos, dejando aquella especie de habitación para encontrarme con la inmensidad del buque; en realidad no sé en qué parte me encontraba, pero lo cierto es que la manga era enorme, al igual que la proa. Me quedé viendo aquella inmensidad, reconociendo que Jacinto del Tártaro no le envidiaba absolutamente nada a un transatlántico o un modesto bergantín. Estar allí, parado a la vista del mar, fue, indudablemente, el mejor premio que podía tener, a aquel hombre que soñaba en el malecón, viendo con binoculares lo que se hacía imposible: el buque Jacinto del Tártaro, aquel de propulsión mecánica, el que conseguía movimiento gracias al giro de hélices, claro, no fue esa la importancia, lo esencial era que entraras y salieras de él con vida, que Jacinto de Maula, como le llamaban, no te matara con sus propias manos, humedecidas del mejor vino, por haber descubierto sus marramuncias de negocio... Cuentos iban y venían, como mi mente sofocante.

Jacinto cantaba una copla de piratas, al coro de sus acérrimos seguidores y sirvientes, mientras el Sargento, el Cabo, los Alférez y soldados entraban en los camarotes, cada uno acompañado por una mujer, en tanto que yo me acercaba, muy lentamente, a la espalda de Alfonso Enrique, a la tonada: “y Jacinto, ¡al mando! ¡El mejor contrabando!”. Aquel coro iba y venía, después que el Capitán hablara y hablara.

Jonás me vio. Se me encimó de inmediato, con pistola en mano, dejándola pegada a mi frente; la acción se prestó para que todos se quedaran en silencio. Pretendió convertirse en héroe, intimidándome, pero yo estaba seguro que no se atrevería a tanto, además nunca le había temido a la muerte.

Alan: ¿me matarás después de tanta travesía? Bueno, pensándolo de ti, un tipo tan mediocre, podría ser.

Jonás: vienes sigilosamente por nuestra espalda, ¿cómo confiar de un hombre rico como tú? Sólo esperas un descuido para traicionarnos.

Alan: ahí viene tu Capitán, ¡mejor quítame la pistola de encima! ¿Te imaginas que se reviertan los hechos, que Jacinto me de tu propia arma para que jale del gatillo?

Jonás: no te atreverías a tanto.

Alan: creí que eras más inteligente.

Jacinto: ¡déjalo en paz, Mano Dura! Ve a supervisar las relingas, no vaya a ser que unos de los cabos haya sido afectado por las lluvias.

Jonás me miró, fijamente, para bajar la pistola y guardarla, yéndose apuradamente, al tiempo que Jacinto miró a dos de las mujeres, haciéndole señas con la nariz, para que fueran hacia mí; una me agarró del brazo derecho, mientras la otra acarició mi cerviz. Jacinto se aproximó, con un semblante caimán hacia mí, sin pestañear siquiera.

Jacinto: si has salido de la cama, pues, ya es hora que entres a otra, pero con alguna de éstas mujeres. Te daré el camarote más amplio si así lo prefieres.

Alan: no quiero que seas amable conmigo, además, no necesito festejar en un entrepierna. No necesito nada de ti.

Jacinto: ¡qué les parece muchachos! Alan, el señorito Weyd Sepúlbeda, rechazando mis regalos.

Todos los presentes se echaron a reír, mientras una de las meretrices me dijo al oído que no continuara negándome ni refutándole a Jacinto, que hiciera lo que él me mandara, pues podía matarme ahí mismo y echarme al mar por estribor; la otra me besó la mejilla, susurrándome a pregunta si yo no las veía atractivas; las miré de arriba a abajo, sólo para que todos se percataran del hecho. Ciertamente, eran unas mujeres hermosas, blancas, con rostros lisos, cabellos castaños y de labios gruesos, además con un cuerpo curveado a perfección; la poca ropa de su trabajo haría detallarlos fácilmente, imaginar la desnudez, aquellos senos sumamente grandes, donde perforaría el rostro, para sudar entre ellos la lascivia y el movimiento particular, para buscar un orgasmo. La tentación nunca estuvo en vaivén, más bien aquellas mujeres me incitaron en demasía, incluso me vacilaron el sentido racional de mi educación, desnudarlas, detallar sus areolas y pezones, su todo. Me provocó pedir botella, cantar con ellos esas estrofas legendarias de piratas, de delito, y, a mareo, por efecto del licor, derrocharlo en alguna de aquellas mujeres.

Supe, en ese periquete, que todo aquello era lo que siempre había soñado, que hubiese preferido, un millón de veces, vivir en el derroche y el peligro, que verme en una recámara con una criada, llevándome té con leche, combinación atípica, que, supuestamente, me gustaba, aunque habría sido simple excusa por pasar de diferente, mas no un hijo de alcurnia. Averigué, además, que se burlaban de mí, que un hombre como yo nunca los igualaría en conducta ni fortaleza criminal, mucho menos tenía la cara ni el carácter para robar, como vender lo escamoteado con una sonrisa en el rostro, porque el bolsillo te habías llenado a fuerza de convertirte en un matute respetado. Quise abrazar a aquella gente y reconocer, o mentirme, que había servido para algo, que me ganaba, aunque fuera, la confianza por mantener mi boca cerrada, que había sido partícipe de aquel salvamento tan difícil, ¡además había salido con vida! Bueno, ¿qué les iba a importar a ellos? Lo mejor era aguantarme el gusto, o disgusto, de cada uno de aquellos tripulantes, al verme de arriba a abajo, cual esperpento, pero con traje de gala, aún sin tenerlo puesto. Mi apellido, mi notable apellido, habló por mí.

Jacinto: ¿qué tanto piensas? Son las mejores mujeres.

Alan: ¿no crees que debería tomar algo y sentirme a gusto, antes de divertirme y desfogar?

Jacinto: ¡así que quieres tomar! Me hubieses dicho eso de entrada, para no perder tanto tiempo. Geishaika, Ibrahinák, váyanse a camarote y no salgan de allí. -les dijo a las meretrices, ellas marchándose alegres, viéndome a picadas de ojo- Candinga, trae de la trastienda una botella de vino; es la última caja.

Lorenzio: ¡cómo diga, mi Capitán! -contestó, corriendo para perderse de vista, golpeándome suavemente por la espalda, sin conocer su intención-

Jacinto: ¿sabes por qué le decirmos el Candinga?

Alan: imagino que será por lo mefisto que es.

Jacinto: sin duda alguna muchos lo llaman satánico, pero no es un hombre agresivo, si no lo buscas; yo lo iba a apodar Candonga, por lo agradable que se muestra para engañar, pero él prefirió quedarse con su Candinga por lo enredado que habla y lo agresivo que puede llegar a ser.

Alan: ¿es decir que Lorenzio es quien habla, manipula y convence en sus negocios?

Jacinto: tiene buen poder de convencimiento.

Alan: yo lo llamaría lisonjero. Por cierto, ¿cuándo continuaremos la navegación?

Jacinto: cuando a mí me parezca conveniente; por ahora quiero seguir disfrutando. El Bizco está en el puente por cualquier emergencia.

Alan: ¿está él al mando entonces?

Jacinto: ¿conoces de barcos?

Alan: sólo teóricamente. Es la primera vez que tengo la oportunidad de pisar la cubierta de un buque. -en ese momento fue cuando me percaté en qué parte del buque me encontraba-

Jacinto: cuando tenga más tiempo te hago una invitación formal, para mostrarte el buque en su plenitud; por ahora confórmate con disfrutar y observar lo que puedas.

Alan: ¿qué me podrías decir de la sentina? ¿sacaron mucha agua, después de tanta lluvia inclemente?

Jacinto: no nos preocupamos por eso. Por el casco no entra casi agua. Hay que estar con miles de ojos es de la bodega y los sitios donde dejamos las mercancías.

Alan: ¿cómo clasificarías éste buque?

Jacinto: según los documentos legales es un buque mercante de carga.

Alan: ¿es decir que sólo se adapta a la mercancía líquida y sólida?

Jacinto: en teoría, sí.

Alan: ¿alguna vez has trasportado petróleo?

Jacinto: en una ocasión, cuando el país me lo exigió. Después de esa oportunidad quise convertir el buque en otra cosa, por eso pasa por un buque mercante mixto y hasta de pasaje.

Alan: ¿Jacinto del Tártaro puede prestar servivios de piscina, cine y salas de fiesta?

Jacinto: indudablemente; y no sólo eso, como te habrás dado cuenta mi buque está provisto para el transporte de enfermos y heridos. Es la primera vez que me hacen tantas preguntas juntas; en realidad parecieras conocer del tema, pero el navegador se hace más por práctica.

Alan: eso lo sé, yo no sabría ni siquiera la navegación más fácil o habitual, mucho menos la navegación astronómica. ¿Cómo puedes tener todos los servicios en un mismo busque? No es nada común e imagino que tampoco es legal.

Jacinto: ¿has visto que un gobierno revolucionario se prefije al cumplimiento de las leyes? Además, el buque me pertenece, y no me preguntes cómo lo compré, porque se hará demasiado fatídico. No investigues más, eso me intranquiliza.

Alan: no me gusta hablar de ese tema porque San Sebastián tiene su propia ley de supervivencia. Por mucho que el gobierno sea revolucionario, las autoridades de mi pueblo hacen lo que quieren.

Jacinto: ¡eso sí me sorprende de ti! ¡continúa!

Alan: ¿te sorprende porque soy un Weyd, verdad?

Lorenzio llegó con tres botellas en mano para entregárselas a Jacinto. Me dio una para decir que nadie se nos acercara. Caminamos lejos de aquella gente, sorprendida por la reacción de su Capitán, claro, abrazarme y arrastrarme hasta esa pequeña mesa fue sorprendente, inimaginado para sus servidores, toda la tripulación, aún más para mí.

Jacinto: quiero que hables, que me detalles acerca de lo que me acabas de decir. -tomé a tomar a pico de botella, igual que Jacinto-

Alan: contéstame tú primero.

Jacinto: no puedo creer que hables así, por eso quiero saber de quiénes hablas y el porqué.

Alan: ¿ganarás algo con mi opinión? Tú no confías ni confiarás en mí.

Jacinto: yo no confío ni en mi propia sombra.

Alan: ¿ni siquiera en los tuyos?

Jacinto: ellos saben que si me traicionan, los mato.

Alan: entonces si yo abro la boca también me mataras, ¿verdad?

Jacinto: no tienes pruebas que me culpen.

Alan: sé que estoy tomando de un vino contrabandeado.

Jacinto: ¿y qué con eso? Podrás decir que te montaste en mi buque y que bebiste del mejor vino, del que no encuentras en San Sebastián; todo lo que digas será sellado como increíble, directo a la fábula, pues, un Weyd Sepúlbeda pudo contra la barbarie de Jacinto de Maula.

Alan: pensé que todo era diferente aquí.

Jacinto: la vida de nosotros es muy dura, por eso nuestro carácter es como es. Tu gente inventa leyendas, como que somos traídos del infierno, que somos asesinos y muchas cosas más. Nosotros también somos gente que padece, que se enferma, que sufre. -se rió con ganas- Todavía recuerdo cuando se corrió el chisme que había muerto, que un tuerto me había matado a sangre fría. En ese lapso yo estaba en la Marina, mucho tiempo de ausencia; cuando retorné a San Sebastián volaron más chismes, pero porque supuestamente había reencarnado, como Jesucristo, ¿puedes creerlo?

Alan: algo de eso escuché. ¿Es cierto que tu padre murió cuando apenas eras un niño?

Jacinto: desde pequeño pasé hambre y luché para tener lo que ahora tengo. Nadie puede criticarme, ni divulgar, fehacientemente, que desde pequeño fui un ladrón. Dime tú, ¿cómo superarse en la vida sin familia, sin nadie que te proteja, sin un apellido que te pueda dar un trabajo respetable?

Alan: ¿es decir que ese hombre que te cuidó no era tu padre?

Jacinto: Pepe era un miserable, sólo me daba de qué comer.

Alan: ¿y nunca supiste quiénes fueron tus padres?

Jacinto: respóndeme, ¿cómo pretendías que me superara?

Alan: no soy quién para decirte si hiciste bien o mal, lo cierto es que te ganaste el respeto de muchos, y no acepto tu justificación. Asesino eres, ¡me consta!

Jacinto: a fuerza de coñazos me convertí en hombre. Y no me justifico, sólo digo la verdad, mi verdad. Y si defender a los más pobres me convierte en homicida, pues eso soy.

Alan: eres demasiado cruel.

Jacinto: yo no maté a esa gente, sólo los ayudé a que murieran en paz.

Alan: ¿degollándolos?

Jacinto: hay que aprender a ser hombre.

Alan: hay muchas formas de hacerlo, no matando a la gente, como si fueran animales.

Jacinto: ¿eso fue lo que pensaste cuando degollaste a aquel hombre?

Alan: no quiero hablar de eso.

Jacinto: entonces dime lo que piensas de las autoridades del pueblo.

Alan: no tiene validez lo que yo piense y deje de pensar acerca del tema porque siempre voy a ser un Weyd, uno de esos herederos de jerarquía, que, algún día, llegue a mandar y llenarme de soberbia para tener más riqueza, olvidándome de los desafortunados.

Jacinto: ¿eres capaz de abandonar tus criterios personales por mantener la fría vida de un apellido? No entiendo sus costumbres; todo lo cubren con dinero, ¡hasta la dignidad!

Alan: ¿y cuál crees que es mi criterio de vida?

Jacinto: lo que has demostrado no pasa por debajo de la mesa.

Alan: ¿es decir que reconoces que serví para algo?

Jacinto: no creas que te salvé por bondad. Debes recordar que gracias a mí no estás muerto.

Alan: soy un caballero y sé que te debo una.

Jacinto se quedó callado por las últimas palabras que le dije. Sonaron tan fuertes y secas, que, ni yo mismo me lo creí; por momentos pensé que ya era jefe de familia, que podía sobrepasar por encima de las palabras de mi padre, y por el simple hecho de refutarle a Jacinto, el hombre que muchos no podían ni ver, porque, seguramente, a la mañana siguiente amanecería con una puñalada en el estómago. Me empiné la botella, a un trago enorme, mientras Jacinto encendía un tabaco, echando los pies a la mesa, rescostándose aún más en la silla para lanzarme el yesquero.

Alan: ¿quiéres que encienda un tabaco también?

Jacinto: no menosprecies un tabaco tan costoso.

Alan: nunca he fumado y no quiero pasar vergüenza.

Jacinto: la peor vergüenza que has pasado en tu vida es haber rechazado a Geishaika e Ibrainák.

Alan: entonces fumaré. -llevé mi rostro a la mitad de la mesa para que Jacinto me diera uno, aunque me lo lanzó, estrepitosamente-

Jacinto: ¡guarda el tabaco y fúmalo después. Ahora quiero que me contestes con toda sinceridad lo que piensas de las autoridades.

Alan: tú sólo quieres que te diga lo que quieres escuchar.

Jacinto: ¡no! Quiero que seas tú mismo, sin consignas de apellido ni desdoblado por querer agradarme.

Alan: si te hablo del Teniente Coronel Erns Frost, pues, el cargo le queda grande, aún más por ser el ejemplar de mandato de San Sebastián. Él y el Comisario Bradley Borgón no son de fiar, son hombres de la misma calaña; sé que tienen negocios sucios.

Jacinto: ese hombre deja que el Comisario Borgón haga su trabajo, que lleve las riendas a su antojo.

Alan: en cuanto al Comisario te puedo resaltar que es un tramposo, que el Teniente Coronel está ciego al creerlo amigo; estoy seguro que se aprovecha de él, aún más porque el Comandante Villareal tiene que obedecerlo. Borgón no se conforma con ser supuesto comisario de guerra, ni con la dirección general, sino que se llena de poder al ser director de tiro. Desmantelarles la mentira podría costarte la vida.

Jacinto: Erns quiere meterme preso cuéstele lo que le cueste.

Alan: pero no puede hacerte nada porque eres el Capitán de Jacinto de Tártaro.

Jacinto: ¿estás al tanto de todo, no?

Alan: no me trates como si fuera otro ingenuo más de la realeza, como la majestad que está pendiente de lo suyo, pero que pueden violarlo sin darse cuenta por quienes lo rodean.

Jacinto: ¿de qué estás hablando?

Alan: si el Teniente Coronel no te ha metido preso es porque se está beneficiando de cierta manera contigo.

Jacinto: ¿quién te lo dijo?

Alan: nadie.

Jacinto: alguien tuvo que decírtelo.

Alan: soy lo suficientemente consciente como para darme cuenta de las cosas, además, así como el Comisario le oculta marramuncias al Teniente Coronel, pues, Erns también lo hace con Bradley.

Jacinto: ¿marramuncias?

Alan: el Comisario puede engañarlo con el tráfico de reos o de niñas para llevarlas a los burdeles, mientras que Frost puede obtener parte de tu contrabando. Nada en este mundo es perfecto.

Jacinto: ¿es decir que también crees que tengo negocios turbios con el Comisario?

Alan: no sé si tengas negocios con él, pero lo más seguro es que comercialices con prostitutas.

Jacinto: vengo de Puebla, con toda la gente que ves, y otra que está en el salón de fiesta y los camarotes. Debo reconocer que no es un juego de niños hablar contigo, que puedes tener lengua de hojilla y hundir a más de uno, además eres un hombre importante que puede desplomar la reputación de muchos, como la del Comisario Borgón.

Alan: si no tengo pruebas suficientes no voy a desenmascarar a nadie, eso los pondría en sobre aviso. Puedo decirte que mis palabras no dañarán a nadie, que nunca he sido ni seré un hombre con las agallas suficientes como para enfrentarme a alguien que represente un dominio.

Jacinto: no eres ningún tarado.

Alan: no me preguntes si tengo planeado algo o si estoy pensando en desenmascarar a alguien porque no te lo diré, así como tú no hablas de tu contrabando, pues, yo tampoco puedo aflorar todos mis planes, ¿no te parece?

Jacinto: es la primera vez que hablo de hombre a hombre con uno de los tuyos; recuerdo que crucé unas palabras con tu hermano mayor y me decepcioné; sólo está pendiente de rabaleras y derrochar el dinero en vanidades.

Alan: me llevo mejor con mi hermano menor.

Jacinto: Matheus es demasiado inocente, muy soñador y consecuente con los errores.

Alan: ¿lo conoces?

Jacinto: siempre me anda buscando en el arco de la frontera para conversar.

Alan: ¿y mi hermano no te tiene miedo?

Jacinto: nos conocimos cerca de la iglesia, mientras yo vendía mercancía del gobierno. Estaba acompañando a tu madre a misa, pero él se quedó afuera; un borracho se le acercó para robarlo. Recuerdo claramente todo porque el que terminó preso fui yo.

Alan: ¿y eso por qué? Es extraño que no me haya comentado nada.

Jacinto: yo le dije que nunca mencionara que me conocía, quizás por eso no te lo dijo; ya veo que ha cumplido su palabra.

Alan: ¿y qué pasó entonces?

Jacinto: cuando aparté al borracho de tu hermano, llegó el Comisario Borgón. Le dio la órden a tres soldados para que me metieran preso por intento de homicidio.

Alan: ¿matar a mi hermano?

Jacinto: a Bradley no se le ocurrió inventar otra cosa que esa, pero menos mal que Matheus habló personalmente con el Teniente Coronel para que me soltaran.

Alan: ¿se atrevió a hablar con Erns?

Jacinto: sé que te extrañas porque tu hermano no es de mucho hablar, pero me agrada conversar con él por lo ingenuo que es, por querer ser alguien rudo en la vida y no quedarle más alternativa que la literatura. Se comportó como un verdadero valiente.

Alan: eso sí que es una caja de sorpresas, ¡quién diría! Dos hombres tan diferentes y conversando como dos viejas chismosas en la plaza.

Jacinto: sólo le cuento mis anécdotas y cuentos de muerte para que se sorprenda, nada del otro mundo. Quiero pedirte que no menciones nada.

Alan: a él sí le contaré.

Jacinto: como quieras, pero no le digas que ese borracho pagó las consecuencias.

Alan: ¿qué?

Jacinto: sí, Jonás, en un ataque de rabia, asesinó al borracho y se lo dejó en la puerta al Comisario. Ya hemos hablado demasiado, y tenemos que llegar a San Patricio. El Coronel Gerón Rabelo nos espera con un pelotón para llevar a la gente al hospital.

Alan: imagino que muchos irán a la cárcel, ¿verdad?

Jacinto: hay mucha gente que no tiene ningún documento que los identifique; ya veré como resuelvo eso con el Coronel.

Alan: ¿no te has comunicado con San Sebastián?

Jacinto: Alfonso Enrique se comunicó con San Patricio por radio para decir que tardaríamos en llegar porque el buque tuvo una falla, pero que ya habíamos encontrado repararlo.

Alan: ¿fue cierto, o una excusa para celebrar?

Jacinto: tuvimos un problema con babor, pero lo resolvimos.

Alan: ¿y cómo resolver un problema del costado izquierdo de un buque?

Jacinto: con las herramientas necesarias puedes solucionar cualquier inconveniente, aún más si tienes hasta lo más recóndito en la bodega para tales fines.

Alan: ¿cuántas cajas de vino tienes en la trastienda? Pensé que habías desembarcado todo, como le dijiste al Capitán Anderneiser.

Jacinto: no te preocupes que sólo desembarcaremos a los tripulantes.

Alan: sólo puedo decirte que te cuides de Erns y Borgón. Pueden tenderte una trampa y desencascararte.

Jacinto: ¿por qué te preocupas?

Alan: si eres tan inteligente, como de hecho lo creo, debes cerrar cualquier vínculo con ellos.

Jacinto se levantó, con una sonrisa irónica en su rostro, para perderse de vista. Yo me paré también; me acerqué a Alfonso Enrique, que estaba en la puerta de los camarotes, con dos de las meretrices. El Sargento López iba saliendo del pasillo con otra cortesana; apenas me vio, bajó el rostro, quizás porque su etiqueta de oficio le impedía cualquier vacilación, o porque estaba ante un hombre de apellido como yo. La mujer siguió camino al salón de fiesta, mientras López se quedó a mi lado, a mi sorpresa, por su estado de embriaguez.

Alan: no te preocupes, el secreto se quedará guardado en Jacinto del Tártaro.

Alfonso Enrique: como también quedará la convesación extensa entre mi Capitán y usted, ¿verdad?

Sargento López: ¿Jacinto habló contigo? -subió el rostro, alarmado-

Alan: ¿podrías dejarnos solos, Alfonso Enrique?

Alfonso Enrique: como prefiera, señor. Su camarote es el último de la izquierda. -se fue, bajando su cabeza ante mí-

Sargento López: ¿qué fue eso? ¿Uno de los hombres de Jacinto, cumpliendo tus mandatos?

Alan: ¡no exageres, López!

Sargento López: ¿qué hablaste con Jacinto, si se puede saber?

Alan: el que debería preguntar muchas cosas soy yo, ¿no te parece?

Sargento López: disculpe mi estado.

Alan: ¡no seas estúpido!

Sargento López: ¿señor?

Alan: ¿desde cuándo trabajas para Jacinto?

Sargento López: jamás, señorito Alan.

Alan: hazme el favor y me quitas el señorito, o el señor.

Sargento López: estoy aquí por órdenes del Comandante Frost.

Alan: ¿pero te callas el contrabando de Jacinto, cierto?

Sargento López: ¿qué quiere que le diga realmente?

Alan: yo he confiado en ti, como en el cabo Gutiérrez, pero me han traicionado. ¿Sabes que puedo inventarme un complot y llevarlos directo de baja? El cabo Gutierrez terminaría siendo un vulgar soldado raso.

Sargento López: nosotros te hemos apoyado, en tu sueño militar, yendo en contra del reglamento, inventándonos, estúpidamente, que te alistaste a la Fuerza Armada Nacional. -me reí abiertamente, por su preocupación desmedida-

Alan: ¿acaso no sabes qué apellido tengo? Puedo borrarte del mapa en un abrir y cerrar de ojos.

Sargento López: ¿acaso te has vuelto loco, Alan? ¡Me vas a matar de un susto! -nos reímos a la par, bajo un fuerte abrazo.

Alan: ¡a ver si empiezas a hacer dieta!

Sargento López: ¿qué hablaste con Jacinto?

Alan: no estoy jugando, López. Me siento defraudado de ustedes, por haberme mentido que conocían muy bien a Jacinto, como de su contrabando, y el nexo tan particular que Gutiérrez tiene con él, mas, no debo recriminarlos, pues tienen palabra de honor, y, supongo, que le juraron a Jacinto revelar que eran amigos. Ahora formo parte de ustedes.

Sargento López: ¿qué?

Alan: bueno, que jamás te diré lo que hablé con Jacinto. -me reí nuevamente, golpeando con la palma de mi mano derecha la barriga del Sargento- ¡Sin duda alguna, debes hacer dieta!

Caminé por el pasillo de los camarotes, con altanería, dejando al Sargento con la boca abierta, por mi comportamiento, que, ni yo supe apreciar, ni siquiera en lo que le dije, pese a reconocer que tanto López como Gutiérrez, de una u otra manera, protegían a Jacinto de Maula. Llegué a la puerta de mi camarote, donde me esperaban Geishaika e Ibrahinák; dejé mi mano derecha con coraje sobre la manecilla, entrando con solidez; olvidé, en ese instante, que era Alan Weyd Sepúlbeda.

“EL TRABAJO EN EQUIPO NOS ENSEÑA QUE NADIE ES TAN BUENO COMO TODOS JUNTOS”.

JUAN ANTONIO RAZO.

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