Austeridad amañada.

La noción de austeridad moral que tiene Andrés Manuel López Obrador no descansa en una reducción de la política económica como la mayoría pudiera prever, sino en combatir la corrupción. Desafortunadamente ser austero y combatir la corrupción no son sinónimos. Incluso austeridad no necesariamente es eficiencia.

Azael J. Mateo Mendoza
 23 de Julio del 2019

Desde hace mucho tiempo existe una visión que comparte la mayoría de la sociedad mexicana: los excesos económicos que caracterizan a la burocracia. Un despilfarro de recursos y extravagancias que no encuentran una justificación económica, sino caprichosa y que desvelan la corrupción que se ha arraigado en la manera de hacer y ejecutar la política del país. Tras este reclamo, el gobierno de Andrés Manuel López Obrador ha decidido predicar con el ejemplo y ha emprendido una política de austeridad. Aunque la idea sea buena, es muy importante tener en cuenta que ser austero y combatir la corrupción son cosas distintas. Incluso austeridad no significa eficiencia.

Desde la visión del pensamiento económico, la austeridad republicana como eje trasversal de un proyecto económico nacional tiene sus referentes históricos en los gobiernos de Margaret Thatcher en Reino Unido y Ronald Reagan en Estados Unidos. Incluso la experiencia nacional nos traería a recuerdo los gobiernos de Enrique, De la Madrid y, posteriormente de manera más pronunciada, el de Salinas de Gortari. En la austeridad republicana burdamente cae este reconocimiento de que la política económica dirigida por el Estado, entre ellas la dimensión del gasto federal, está destinada al fracaso y lo más viable es reducir su incidencia en la gobernanza. A este modelo económico donde el Estado queda reducido a tareas de seguridad, protección de la propiedad privada y la previsión de algunos servicios básicos se le llama neoliberalismo. Contradictoriamente, es un modelo que el presidente Andrés Manuel López Obrador dio por acabado desde el día uno de su gobierno.

Hay una razón detrás de este afán por querer abaratar costos y controlarlo todo, es decir, de querer centralizar las compras y contrataciones: la corrupción. Quizás aquí recaiga el entendimiento que el presidente tenga por austeridad. López Obrador ha hecho del combate contra la corrupción su principal arma política. Su noción de austeridad se concentra no en la debilitación del Estado puesto que más que un recorte fue una reasignación presupuestal, sino más bien en buscar hacerlo efectivo desprendiéndose de lujos innecesarios y gastos mal enfocados. A esto le ha llamado austeridad moral.

La eficiencia se refiere, en términos económicos, a como usamos los recursos sin desperdicio. Hacer lo más con lo menos. Por otro lado, la austeridad, en su forma más sencilla, se refiere a gastar solo en lo necesario. Tiene menos que ver con la restricción presupuestaria. Ahora no estamos viendo propiamente lo que llamamos austeridad, sino un programa de reasignación de recursos. Esta reasignación a programas sociales (mayoritariamente) no va a asegurar ningún crecimiento económico, al contrario, el gobierno gasta apenas lo suficiente: hay un subejercicio de unos $100 mil millones de pesos que no se están gastando y que afectan al Producto Interno Bruto por el lado de la demanda. Aquí es muy importante señalar que tampoco se sigue el concepto de eficiencia productiva en el recorte al gasto federal por las razones ya comentadas.

Todas estas medidas de reasignación del gasto van a tener efectividad en cuanto se puedan entregar recursos y en cuanto estos generen crecimiento. El efecto directo de mudar recursos económicos desde la Administración Pública Federal hasta el bolsillo de la población más pobre vía transferencias monetarias será la reducción de la desigualdad en nuestro país, y esto no es cualquier cosa. Sin embargo, poner el riesgo el crecimiento de la economía nacional afectaría significativamente la continuidad de estos apoyos a la población más vulnerable puesto que si no se generan recursos, no habrá de donde tomarlos.

Si el gobierno federal quiere aumentar las arcas de su hacienda pública, si quiere destinar recursos para sustentar su política social, si quiere universalizar el acceso efectivo a servicios de salud y educación, incluso si quiere rescatar empresas sin poner en riesgo las finanzas públicas (que por cierto ya lo están) deberá empujar una reforma fiscal progresiva, mientras no lo haga no hay forma. Habrá quienes argumenten que los recortes y las reasignaciones sí eran necesarias, o no, pero en lo que convergen todas las opiniones es en la necesidad de una reforma fiscal y hacendaria, todas menos una: la del presidente. Uno, que por cierto enarbola constantemente ser emanado desde la izquierda política, ¿no es contradictorio?