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OBRA ABIERTA: la responsabilidad el espectador


José Ortega


En toda obra de arte hay un tesoro escondido.

La cuestión es que, al no saber dónde se oculta,

tendremos que imaginarlo.

Parafraseando al poeta Joë Bousquet, el pintor se pregunta:

- «¿El tema de un cuadro?»

Responde:

- «Solo pinto para buscarlo»


Al pintor, lo mismo que al poeta o al compositor, la misión que le incumbe es indagar desde la soledad −con honestidad y sin demasiados prejuicios− en el sentido más íntimo de las cosas, y salir al encuentro de lo oculto presentido para reencarnarlo en el lienzo, en la página en blanco o en la partitura. Como si el azar o lo intuido, constituyeran el incentivo apremiante capaz de abrir por sí mismo el espacio de tiempo en que se producirá la experiencia intransferible del proceso creativo. De ahí que la experimentación deba ser considerada como la premisa ineludible para el esclarecimiento de la verdad estética.

La poética de José Carlos Díaz de Cerio elude la retórica vacía y envolvente de cierta tendencia a la abstracción formalista, geométrica, matérica o antimatérica que acabó desembocando en el esteticismo o en lo que, con cierto triunfalismo, se llegó a denominar “arte puro”, arte por el arte o, en su deriva más “comercial”, art déco. Por el contrario, en su trayectoria artística se aprecia una clara voluntad investigadora y un empeño en la búsqueda decidida de la perfección a través de formas de representación depuradas, sutiles y precisas que, aunque se distancien de lo referencial concreto de la realidad natural, indagan, con una dosis importante de racionalidad y de método, en la configuración de otra realidad esencialmente estética basada en la relación dialéctica entre la forma y el fondo, entre el significante y lo significado, entre lo estético y lo ético. O, como escribiera Kant, entre lo bello y lo sublime.

Por otra parte, José Carlos se suma a un debate cada vez más presente en las artes plásticas, en la literatura y en la música; el de la reflexión metapoética. Iniciativa que consiste en considerar la obra de arte como agente mediador para llegar a la concreción de una nueva poética que se actualiza dentro de la obra, entendida como un proceso constante de construcción–deconstrucción o de autodestrucción. Un viaje fascinante hacia el hallazgo de “reglas inéditas” que ensanchen la concepción de la propia poética y la de la teoría estética general.

En la obra plástica, el tiempo se reduce a un instante. Las artes plásticas se distancian de la música precisamente porque no pueden representar la duración. De ahí que, si algo permanece estático en la obra de José Carlos, eso es el tiempo. Al fijar el tiempo en un instante, el cuadro redime su duración, y, al concluir la obra, al darla por cerrada, se sustancia la incoherencia del tiempo sin tiempo.

El artista pone ante la mirada del espectador la interpelación que se hace a sí mismo cuando interpreta un suceso, una intuición o una contingencia que le ha salido de forma inesperada al encuentro. Un acontecimiento que ha ocurrido en su interior y del que solo él puede ofrecer la imagen contenida en los límites del espacio bidimensional o tridimensional. Un espacio donde lo acontecido reposa estático en un presente atemporal. Testimonio de una experiencia espiritual profunda.

El cuadro es el punto donde espacio y tiempo se condensan, donde los conceptos incompatibles coinciden excluyéndose. Es el lugar donde se consuma la paradoja: la reconciliación de lo irreconciliable. Allí donde se bloquea el pensamiento coherente, donde, como dijera Kierkegaard, lo imposible deja de ser signo de la nada para transformarse en el lugar donde lo existente hace acto de presencia para que surja incontenible la verdad.

Díaz de Cerio es consciente de que es el autor de una obra que, una vez acabada y expuesta, ya no le “pertenece”. Una obra multirreferencial que se abre a diferentes lecturas, a distintos sentidos, a la especulación… Siempre ya a partir de la mirada de espectadores singulares, que son quienes en última instancia le atribuirán un valor y un significado o quedarán, sin más, perplejos o sumidos en la duda ante la incomprensión de lo imaginado.

Una vez expuesta, el artista se expone (asume el riesgo) a que se hagan disecciones, versiones o interpretaciones de su obra que pueden parecerle exactas, convincentes, contradictorias, insospechables, originales, paradójicas… Tendrá que enfrentarse (situarse frente a) al juicio de la persona que mira, atónita o entusiasmada, la obra expuesta, convertida definitivamente en espacio físico −tangible− que retiene tanto el tiempo −intangible− del proceso creativo como la expresión formal −metafórica, simbólica o alegórica− de una idea trascendente y transformadora.



En el principio era el ritmo

Fernando Palacios


Cuando el ser humano miró el mar, puso sus manos sobre el pecho, y observó los astros, el día y la noche, las estaciones y los climas, comprobó que en todas partes existía un ordenamiento del tiempo; que todos los fenómenos obedecían a un orden y a una proporción: se dio cuenta de que había algo que impedía que la segunda ola llegara antes que la primera, que los días tuvieran duraciones variables, que el corazón no dejara de latir. Ese algo era el ritmo, una substancia que estaba en todas las actividades del tiempo. Siguió observando. Encontró leyes de equilibrio en los copos de nieve, en las espigas, en las hileras de hormigas; y también en su respiración, en el pulso, en todas las actividades de su organismo. Entonces se dio cuenta de que el ritmo lo invadía todo, de que estaba en todas partes, incluso en el amor.

“En el principio era el ritmo”. Esta frase de Hans von Bulow -importante director de orquesta del siglo XIX- nos sitúa en la antesala de la creación, en ese instante previo a que se forme el primer agujero negro. Antes de todo, antes del mundo, antes de “antes” estaba el ritmo. De él estamos constituidos, con el vivimos, y con él jugamos y trabajamos. Sin ritmo (si fuera posible tal cosa) nada tendría gracia, nada importaría. Eso lo sabe muy bien nuestro artista.

Cuando José Carlos se sitúa frente a su coro, levanta las manos y se hace el silencio, invoca a las eternas leyes del mundo, a las coordenadas que mantienen la vida. Con el movimiento de sus manos, la condensación de ritmos, retenida un instante por él, se dispersa en un orden que, aunque preestablecido por el creador, siempre es nuevo y original. El ritmo se hace arte y comunicación. Toda la geometría secreta y el cálculo matemático que mantiene viva la obra musical se traduce en belleza, y a través de ella nace una semilla de entusiasmo que crece en la misma proporción que lo hará la música.

Cuando José Carlos se sitúa frente a su diseño, se concentra, acerca sus pinceles al lienzo silencioso, y vuelve a invocar a las mismas leyes del mundo. Y los ritmos nuevamente se ponen a trabajar, hasta alcanzar el orden preciso. Otra vez el ritmo se transforma en arte y comunicación. No es necesario que se entienda toda la aritmética oculta, que adivinemos las proporciones exactas (tan queridas por el autor), pues las travesías de líneas y los recintos de color nos hacen disfrutar de una danza de los cinco sentidos que nuestro cuerpo (más que nuestra mente) reconoce como suya, ya que forma parte de todas nuestras sustancias.

Tiempo, espacio y movimiento; he ahí tres parámetros sobre los que se asientan la vida y el arte. Como todo lo fundamental de la existencia, son sencillos de constatar, pero difíciles de describir. Los vivimos, pero que nadie nos pida que les expliquemos cómo son; a pesar de que el género humano está construido a base de estos parámetros, sólo hay una cosa que nos permite penetrar en ellos para dar respuesta a nuestras constantes preguntas: el arte. El arte se desarrolla y juega con estos parámetros; es más, nos permite acercarnos con ellos a los misterios insondables de la vida al margen del razonamiento. La obra artística, independientemente de su procedencia, nos anima a instalarnos en ellos, a disfrutarlos en su conjunto en una dimensión desconocida. Allí, en su comunicación más profunda, los parámetros entran en conflicto, se confunden e intercambian: tiempo, espacio y movimiento pierden sus fronteras y confluyen, disueltos, en un lugar sin nombre más allá de toda explicación.

En ese conflicto de parámetros se encuentra la vivencia artística. La escultura –arte nacido en el espacio– tiene su tiempo, del mismo modo que una música –que se mueve en el eje del tiempo– posee su espacio. En la percepción, los parámetros se intercambian: aunque cada arte se evidencia en uno o varios de ellos, trasmiten sus misterios a través de los demás.

En ese conflicto de parámetros vive José Carlos. Primero escucha la trayectoria de sus líneas perfectas, las ve viajar por el espacio sonoro del tiempo, luego busca quien les haga compañía y juegue con ellas, examina la proporción armónica exacta en la que pueden convivir, y deja que las leyes del ritmo hagan su labor. O quizás sea lo contrario, o al revés: puede que sea un timbre inicial, un color, el que le llame a arrebato, dicte las normas de conducta y construya un andamio sólido donde se vayan moviendo sus melodías rectas y exactas.

La artista plástica Laura Terré proponía en Los dibujos del sonido –curso de integración música-plástica– el siguiente enunciado: “La notación musical puede ser el nexo o excusa para integrar los lenguajes sonoro y visual; la partitura es un cuadro y todos los cuadros pueden sonar”. Y más adelante agrega: “Es importante observar que la mayoría de los nexos que encontraremos entre el sonido y el cuadro, entre las artes plásticas y la música, tienen su origen en una formulación verbal. Es la poesía (como búsqueda y expresión de imágenes interiores que resumen una experiencia inexpresable/indecible) la que ofrece las sugerencias para el trasvase de la experiencia estética que tiene su origen en el cuadro a la experiencia musical, o viceversa”. En efecto, ahí se encuentra José Carlos, en ese punto de encuentro, en ese término amplio y ambiguo que es la poesía.

Por esa razón, todos los espacios interesan a nuestro poeta, y en todos ellos interviene: desde la rotunda proporción microscópica de un insecto, o la tipología de un libro antiguo, hasta la instalación de los cuadros en las dimensiones de la galería. En todos los tinglados investiga el nacimiento de las leyes rítmicas que rigen todos los órdenes. En realidad -aunque él a lo mejor todavía no lo sabe- no importa demasiado si interviene en un lienzo, en un libro o en una partitura... Más adelante puede que fije su mirada de águila y su oído de centinela en una alfombra persa, en una hoja de helecho o en la pupila de uno de sus hijos, al fin y al cabo estará haciendo lo que ha hecho siempre: bucear en los misterios del ritmo. Y siempre trabajará como lo hace ahora, con una precisión quirúrgica y una técnica propia que sobrepasa a la del más meticuloso miniaturista. José Carlos riza el rizo y hace el más difícil todavía: someter al óleo a la técnica exacta y poética del tiralíneas.

Es fascinante recorrer este micro(macro)cosmos, dónde no sabemos si lo que vemos es música, si lo que oímos son dibujos, si lo representado es un destello de moléculas o de nebulosas, si son códigos de barras con doctorado en estética o recorridos imaginarios de insectos. Miramos y escuchamos sus ritmos, entramos en la profundidad de sus colores y no sabemos si debemos buscar la respuesta en las obras expuestas o en nosotros mismos. Misterio. Pero de algo sí estamos seguros: sólo alguien que es capaz de ver con sus oídos las sendas de los sonidos de un motete puede luego imaginar estas maravillas. El artista abre ante nosotros algunos de sus paraísos para que nos instalemos en ellos y sigamos la exploración que él ha iniciado con tanto acierto.

Diario de Noticias

Plástica, poética y musical en 'Euritmia'

ETÉREO, liviano, sereno, como si flotase. Así sale el visitante de Euritmia, la exposición que hasta el 23 de mayo acoge en Pamplona la galería de arte uno2tres. La poesía, la música, la belleza, la delicadeza y el contenido rico e imaginativo que rezuman las obras de José Carlos Díaz de Cerio (Los Arcos, 1964) hace que, en esta muestra, el arte no sólo entre por los ojos, sino que los traspase y llegue a lo más hondo, produciendo una relajación de cuerpo y mente, todo a una, que es de agradecer en estos tiempos en que el ritmo frenético apenas deja tiempo para detenerse a disfrutar de los detalles.

La reflexión sigue a la relajación, al trabajo que, como toda buena lectura, exigen también las creaciones de José Carlos Díaz de Cerio. Y es que su arte, a pesar de que tiene mucho de parte poética, también lo tiene de métrica y matemática. "En este momento de mi proceso creativo, hay más cálculo y reflexión que intuición", cuenta el artista navarro. De formación autodidacta, ha trabajado en los últimos años en diversos campos del arte como la pintura, la ilustración, el diseño y la música. Su estrecha vinculación con esta última -ha sido durante muchos años director coral-, ha propiciado una búsqueda de ritmos y armonías en sus creaciones pictóricas.

Fruto de esa búsqueda es Euritmia . El término que da título a la exposición procede del griego, y cuenta entre sus acepciones con las siguientes: Eu (bello, bueno, armonioso, verdadero); y ritmia (ritmo). Este concepto, junto a la filosofía del erudito Wilhelm Worringer, quien propugna la dicotomía y la interrelación entre lo abstracto o mecánico y lo divino o geológico, constituyen para José Carlos Díaz de Cerio "el objetivo medular" de su creación artística.


ÓLEOS Y PAPELES

Parte musical y parte poética

El visitante encontrará en Euritmia dos partes creativas: una tiene mucho de musical y otra de poética. La primera la componen nueve cuadros, óleos sobre lienzo o sobre tabla, en los que la geometría se pone al servicio de la cadencia. "Busco la armonía a través de las líneas y de los colores, quiero que suenen , que transmitan esa sensación de vibración", cuenta Díaz de Cerio. En estas composiciones, el artista parte de la proporción áurea y del cálculo del número pitagórico. Y combinando la matemática con la rítmica, con la cadencia y, también claro, con el buen gusto, nacen estas creaciones vibrantes pero a la vez serenas, relajadas.

La otra parte de la muestra, la poética, se compone de una veintena de obras en papel. Pero ningún papel es común. "Algunos son rescatados, papeles impresos de los siglos XVII y XVIII, y los que no son antiguos están fabricados ex profeso para mí", cuenta el artista. Cada papel tiene una composición y una medida hechas por encargo, igual que en un poema la rima de los versos está estudiada, pensada y escrita en su justa forma por el poeta. Sobre estos papeles, y sirviéndose de objetos cotidianos como partituras, un peine, una lata de fabada, cabello humano empleado para hilar, malla de alambre o cuerda, el artista hace su particular poesía plástica -para profundizar en ella son de gran ayuda los títulos de las obras-, y deleita al visitante visual y conceptualmente.