Cierro los ojos y digo adiós a la inocencia. Sobre estos párpados de papel y pintura, los juguetes abandonados se despiden en un viaje más allá del arco iris. Araño la superficie oscura, aparecen casas que comen piedras y siameses lisérgicos buscadores de amanitas. Un ave cedario no vuela, enraíza con las garras en la tierra, pero puede formar la palabra “vuelo” con sus rizomas gráficos. Luz y sombra se repelen y se buscan entre botellas y claveles, como Adán y Eva sobre el ciberocéano, rastreando la señal de wifi de un dios tecnológico. El ciclo natural de la vida y la muerte no defrauda a ninguna de sus criaturas. Mujeres afganas emergen de las crisálidas azules y se transmutan en cometas, el hambre baila sobre el plato vacío de un desayuno sin diamantes, las sierpes del pensamiento conjuran contra la disolución del Ser. Pero la vida late en el vientre de la elefanta y un zapato viudo marcha hacia su estrella con pies mecánicos y alas de mariposa. Estigia se extiende a los pies de mi ciudad, allí rueda la cabeza con sueños de éxito. Cuando el dolor se apodera del cuerpo, el cerebro pide alas de libélula. Una flamenca baila ante la nave de los locos, y tú llamas por el espejo a la fontanería aborigen antes de que los girantes te atrapen en su carrusel de costura derviche. Es la hora de las hechiceras. Levantamos nuestra cabaña junto al hogar de los pájaros, pero acarreamos la nostalgia como un mirlo agonizante en la garganta. Laika juega a las damas con la luna, Thot se burla de los mortales, alguien toca al piano la balada de la osa hormiguera y el genio de la pipa. Vamos a meditar en la ratonera cuántica hasta revelar que la sandía mágica venció a la muerte con una copa de vino. La tristeza es un pájaro mudo a las tres de la madrugada, cuando el laúd nos despierta con sus notas y los picozapatos adoran escuchar relatos de terror. Algún machote se embriaga de toxicidad mientras Federico arrulla con la nana del caballo grande a todos los niños ahogados. Quieres libar el néctar de su mente, pero tu basura termina en el fondo del mar. Ramón Acín abraza a Conchita Monrás entre pajaritas y lapiceros. “Hay goteras en el paraíso doméstico” comenta Medusa desde el televisor, y la luna perfuma sus tentáculos sobre el rostro reflejado de una muchacha. Desentierro con agujas de acero a los personajes que reposan bajo las capas de pintura, intento descubrir la claridad con cada trazo. Desearía ser audaz como un saltimbanqui enamorado. Como la sinestésica, como la giganta de cabeza planetaria que vio tierras lejanas con los ojos cerrados.

Charo de la Varga.