El artista y académico Kit White* define al arte como un concepto que nos pertenece a todos, un diálogo que se prolonga por miles de años y está presente en cada cultura para hacer planteamientos clave -emocionales, psicológicos o estéticos- en la percepción que el espectador tiene de sí mismo.

Visitar espacios de exhibición artística es retornar a esas conexiones esenciales que se tienen con la vida. Existen obras que desde el primer visionado, evocan al espectador sueños, sensaciones o recuerdos atesorados en su narrativa personal, generando una conexión inmediata que trasciende lo contemplativo.

Ya que el arte se almacena en nuestra memoria en forma de experiencia, en cada pieza hay una historia, y en cada imagen una metáfora, que ayudan a cuestionar, reafirmar o evadir; a mirar el mundo como más apetezca, y a nombrar a aquello que conocemos pero no logramos definir con simples palabras.

En la naturaleza del arte existe una contradicción: al tratarse de una interpretación personal del artista, cada obra es un portal para visitar otras realidades; mas por esto mismo es también, para el espectador, un recordatorio esa realidad que a veces quisiera evadir; pues ahí donde acaba el arte, empieza el mundo**.

Entender la belleza de tal ironía es reconocernos como seres sensibles y emocionales transitando entre lo real y lo ficticio. A fin de cuentas, ¿no es la capacidad de imaginar lo que nos hace humanos? Sea o no una obra maestra, lo importante en una pieza es que capte nuestra atención; que al estar frente a ella, algo ocurra en nuestro interior. No es raro creer que el arte debe explicarse a sí mismo, pero este es un malentendido: no se trata de ver y esperar sino de enfrentarse a la obra. Aunque de entrada pueda no gustar, es un buen ejercicio seguir observando: quizá la primera impresión esconde otras capas de lectura que llevarían a establecer una relación personal con ella. La percepción es una acción recíproca entre la pieza y su espectador.