Mediada la noche, Vicente, compañero de poderosa voz y cuidado verbo, supo recoger de cada
uno de nosotros un recuerdo, una sensación, un algo del pasado y devolvérnoslo en forma de anécdota, nombre propio o lugar común a nuestra juventud. De forma sucinta, sin dejarse apenas nada, acentuando pequeños matices que son el todo del recuerdo, Vicente desparramó ante nosotros nuestra propia historia como si de una epopeya se tratara. Sus palabras supieron mezclar la incertidumbre de unos años intensos con el olor a camisetas de deporte. Supo saltar del puente de la acequia a los salones del congreso para, verbigracia, volver a aterrizar entre probetas, tiza y pupitres grabados con infantil grafía en los que figuran nuestros propios nombres. Consiguió que durante un rato, a medida que él hablaba, nosotros musitáramos para nuestros adentros palabras que creíamos estaban olvidadas. Vicente supo resumir con acierto lo que todos queríamos decir y fue su voz la voz de todos.