Relatos de cuidados

-LA COMODIDAD DE LA DEPENDENCIA-

Pablo es un paciente que recientemente sufrió una caída con lesión de cadera, ha estado yendo a rehabilitación y actualmente, puede desplazarse solamente con la ayuda de un bastón.

Sin embargo, no lleva nada bien esta nueva “independencia” e insiste en ser llevado en silla de ruedas, hasta el punto que ayer hace venir a otra paciente a insistirnos en que no acudirá a comer por su cuenta puesto que “le duele y tiembla todo el cuerpo.

Acudo a la sala común donde se encuentra y me recibe con gritos enfadados acusándome de obligarle a realizar una acción para la que su cuerpo aún no se encuentra preparado, mientras asegura que no se moverá de la silla y que a este paso “le acabaremos matando”.

Yo respondo a su comportamiento acuclillándome a su lado y, mirándole desde su misma altura mientras apoyo mi mano en su brazo, intento razonar con él, puesto que creo firmemente que si él mismo asume que es necesario que ande por su propio pie, dejará de poner tantas pegas y adoptará, idealmente, el esfuerzo como meta personal. Le aseguro que las rehabilitaciones son duras, todos lo sabemos y nadie lo pretende negar. Sin embargo, son un camino con una incalculable recompensa, una recompensa cuyo verdadero valor Pablo parece no alcanzar a comprender, la autonomía. Le explico que la silla de ruedas solo es un alivio temporal, una cómoda sentencia de incapacidad para su correcta movilidad de por vida si no hace el esfuerzo de andar con el bastón cada día un poco más.

Me mira receloso. ¿Esperaba otra simple regañina quizá? Y me dice, con voz más calmada “tengo miedo de caerme, y me da vergüenza andar como un viejo”.

Lo cual me demuestra que, bajo una fachada de ira, el paciente está escondiendo una vivencia de temor, la cual ha sido posible que dejara traslucir al transmitirle confianza y dedicarle el tiempo y calidad de atención que necesitaba de sus cuidadoras. Tras hablar un poco más sobre sus miedos y caminar al lado de mí (ni siquiera de mi brazo), Pablo ha terminado por ir sin quejarse andando hasta el comedor, y ha dejado de quejarse de ello durante todo el turno.

Me ha costado 15 minutos, un poco más de lo que me hubiera costado decirle que dejara de quejarse por lo mismo todo el rato y que iba a ir andando si o si puesto que así lo exigía la orden médica de su psiquiatra. Sin embargo, quiero creer que ha surtido un efecto diferente. Al levantarse para ir a comer, ya no lo hacía por obligación (o al menos no tanto) si no que, una vez reflexionado sobre por qué debería hacerlo, ha hecho suya la decisión y le compensa el esfuerzo de intentarlo.

"Alba Molina Fajo"

Alumna de 4º de Grado de Enfermería en la Universidad de Zaragoza