Mitos y leyendas

EL CERRO DE LERMA Y EL TERREMOTO DE ALMAGUER

Publicación Industria Licorera del Cauca.

En el año de 1765 la ciudad de San Luis de Almaguer había llegado a su apogeo de riqueza. El lujo había traído la molicie y ésta la liviandad de costumbres. En vano los misioneros de San Francisco y el vicario y cura de la ciudad predicaban y amonestaban fuertemente a los feligreses y acudían a una religiosa ternura. El oro y los placeres dominaban los espíritus y las admoniciones solo contribuían a acendrar la piedad de unas cuantas familias que vivían en el temor de Dios. Un día fray Pedro de Siguenza estuvo muy elocuente y conmovedor; predijo que la cólera divina podría desatarse sobre la ciudad lujosa y enloquecida. Al bajar del púlpito pasó directamente a la caballeriza y montó en el alazán que estaba listo y salió en dirección al valle del Patía. Sus pensamientos eran tétricos y su corazón se inundaba de amargura. Cabalgó durante el día y cuando llegada la noche resolvió proseguir la jornada porque la luna se anunciaba con la brillantez opalina con que refulge en el espacio despejado del Patía.

Había llegado cerca a las márgenes del río San Jorge y siguió al río rezando el rosario y el oficio del día. En la tranquilidad de la noche apenas se oía el murmullo del día al deslizarse, pero de pronto se sintió un tumulto semejante al que produce un caballo desbocado al tropezar contra las piedras. Fray Pedro sorprendido, miró hacia el norte. Por lo pronto a sus ojos solo se presentó la silueta magnífica del cerro de Lerma, cuya enorme figura cónica regular emerge del costado del valle, interrumpiendo la regularidad del paisaje, y por cierto que en ese momento la luna lo iluminaba de tal modo que parecía un vaso de plata asentado sobre la bandeja de la llanura. Pero un ruido impetuoso se acercaba y los ojos asombrados del predicador pudieron distinguir la silueta de un potro barcino, que se encabritaba bajo el dominio, del jinete que lo acosaba y lo reprimía. Entre las piedras finas y pulidas de la playa chocaban los cascos de la bestia, produciendo un fragor de chispas al reventar el trote entré las piedras y las herraduras. Un hálito cálido y simultáneamente helado procedía el avance del jinete. Fray Pedro se sobrecogió un momento y luego se incorporó con todas las fuerzas de su espíritu: "en el nombre de Cristo detente", ordenó y el jinete contuvo el potro vigorosamente. Cubría su cuerpo erguido con una capa escarlata que remataba en un amplio embozo. Bajo el color bermejo centelleaban sus ojos negros como dos chispas, que iluminaban siniestramente la blancura mate de un rostro en que la nariz era un interrogante agudo y movible, y la boca encendida contenía una sonrisa imperiosa y burlona. Ostentaba guantes negros cuyas extremidades remataban en garras, y al afianzar los pies en los estribos de plata parecía que calzaba un espolín natural, a manera de aguijón. La armadura del jinete y los arneces de la montura rechinaron al contener violentamente el potro. Los dos jinetes se miraron en desafío al cruzarse miradas retadoras. - "en nombre de Cristo detente", repitió el misionero, "y dime hacia dónde te encaminas". -"voy a Almaguer", respondió el recién llegado, "y voy porque la ciudad y sus almas me pertenecen". "príncipe de las tinieblas, tu espíritu de mentira te induce a considerar tuya una ciudad de Cristo". -"La ciudad me pertenece y como tú la acabas de abandonar, voy a ejercer mi dominio". -Una gran tristeza invadió el corazón del misionero pero fortalecido por la oración replicó: "La ciudad tiene cien almas justas y ellas impedirán ante Dios que tú la domines". -"Si la ciudad tuviera cien almas justas no me fuera permitido el poder de destruirla".

-Siguió un diálogo terrible y patético semejante a aquel que un día sustentara Abraham en la Mesopotamia con el ángel del Señor para imprecar por las ciudades disolutas en que habitaba Lot. Finalmente el misionero soltó el nombre purísimo de una doncella, grata a Dios, y ante el ofuscamiento del príncipe de la destrucción le hizo esta propuesta: "Mira el cerro de Lerma; se dice que sus bases son de basalto, su cúpula de amianto y sus entrañas de oro; si tú, no con el poder infernal, sino con tu labor de individuo logras derruir este cerro hasta emparejarlo con el nivel del valle, tuya será la ciudad de Almaguer, pero tu obra diabólica ha de ser ejecutada con las herramientas que yo te proporcione", dijo el santo sacerdote y se regocijaba interiormente pues juzgaba metafísicamente imposible destrucción de la enorme mole de cerro de Lerma, así es que apenas palideció cuando el diablo desmontándose dijo: "Acepto la propuesta y vamos a perfeccionar un contrato que obliga el cumplimiento de entregarme la ciudad cuando yo realice la obra". Fray Pedro también echó pié a tierra y arrancando la primera hoja del breviario escribió estas condiciones: "Sólo se usará como herramienta para derruir el cerro la barra que yo proporcione y para ablandar el basalto sólo se usará la vasija que yo entregue para conducir el agua de este río". Aceptadas las condiciones el misionero procedió inmediatamente a labrar con cera de castilla una barra corta y angosta, y quitándose su sombrero de jipijapa le abrió varios hoyos, perforándolo a manera de harnero. Luego entregándoselos al diablo dijo: "Este sombrero es la vasija en la cual conducirás hasta el cerro la Lerma el agua de este río, y esta es la barra con que deberás perforarlo"; "Aceptado" dijo el demonio, y recogiendo los útiles montó sobre su potro barcino, se lanzó hacia la corriente del río San Jorge, hundió el sombrero en el agua y emprendió el torbellino de su carrera en dirección al cerro de Lerma.

Semanas después fray Pedro tuvo que resolver en el locutorio una grave consulta de conciencia. Estaba para llegar a la ciudad de Almaguer uno de los personajes jóvenes más distinguidos de la colonia quien verificaba su visita fiscal entre Quito y Popayán. Desde días antes se preparaban regocijos y festejos especiales para recibir el huésped.

El programa acordado tenía entre otros puntos el de un gran baile con que debía obsequiársele la noche misma de su llegada. Las invitaciones repartidas habían sido rigurosamente seleccionadas entre los ciudadanos hidalgos, entre los opulentos mineros, los mandatarios titulados y los descendientes de los conquistadores; pero a pesar de la escogencia, no había sido posible prescindir de las figuras arrogantes e infatuadas de los mozos distinguidos que escandalizaban la ciudad con sus desvíos y pendencias, pero que constituían una prenda segura del éxito gentil de toda fiesta mundana, y este era el motivo de la consulta de conciencia.

Don Lorenzo de Rivera había recibido la invitación para que concurriera al baile acompañado de su hija doña Elena. Pero ésta se negaba a asistir por claras razones de pudor ante las noticias que circulaban de las fiestas en que figuraban los galanes. Pero como toda la concurrencia era distinguida, tal negativa podría interpretarse como un desprecio vanidoso. El caso era complejo y la doncella había resuelto que su padre consultara con el confesor. Fray Pedro meditó y luego expuso: "mi concepto es que doña Elena no debe excusarse de concurrir al baile, y muy por el contrario apresurarse a divulgar su asistencia, ya que ella y otras damas servirán de estímulo para picar el orgullo y obtener la corrección de esos pisaverdes. Por lo demás añadió - basta encomendarse a Jesús Nazareno, o a su advocación que está próxima de la resurrección del Señor y también al patriarca San José".

El visitador llegó a pocos días y por la noche, a la hora fijada, se presentó en el baile, deslumbrante de lujo y pedrería y derrochando una gentileza y una bizarría que pasmaba hasta a los más prevenidos en su favor. Llamó sobremanera la atención el juego extraordinario de sus ojos negros y sus vestidos de color escarlata. Doña Elena de Ribera era el centro de una animadísima tertulia que ninguno de los gallardos convidados se había atrevido a interrumpir para sacarla al sarao. De pronto el obsequiado se dirigió resueltamente hacia ella, se inclinó galante hasta partirse en una reverencia y dijo: "Hermosa sois doña Elena, y antes vuestro nombre me había sido dicho en alabanzas angelicales". Una sonrisa de sus labios rojos entre galante y burlona acompañaba el requiebro. Luego salieron al baile.

Tres vueltas habían dado cuando la doncella se sintió presa de un desfallecimiento voluptuoso que nunca había sospechado. Los brazos del galán la ceñían con todo vigor y ella sentía que bajo las sedas se encendía su carne en transportes nunca sentidos. Las manos del caballero extendidas sobre el hombro alabastrino, parecían animarse en suaves convulsiones de fuego; y las cinco yemas de los dedos se sentían palpitar como si fueran cinco corazones en intensa emoción. Pero lo que más confundía a la doncella era la esfera encendida y negra de los ojos del galán; en ese abismo de luz y de tinieblas se sentía desvanecer y toda ella temblaba como en un espasmo. De súbito hubo una revelación: el traje de la dama, en uno de los giros, se había envuelto contra las piernas del caballero y permanecía cogido cómo por un aguijón que saliera de los pies del galán. Un grito de terror, una invocación a Cristo y el instante de pavor. . .

El temblor de la tierra apagó las luces y dejó una confusión espantosa. Se oían alaridos de dolor, confesiones generales dichas en voz alta, invocaciones y plegarias, lágrimas y sollozos. Cinco segundos, dicen las crónicas que duró el terremoto. El caballero obsequiado había desaparecido y muchos niños juraban, llorando, que en la mitad de la noche, trémulos, lo habían visto escapar en dirección al cerro de Lerma, cubierto con una capa escarlata y montado en un potro barcino.

Cuando al día siguiente el sol iluminó las minas de la ciudad destruida, fray Pedro clavó sus miradas en la lejanía buscando la mole del cerro de Lerma. Lo que vieron sus ojos le pareció espantoso: La cúpula del cerro estaba perfectamente cercenada en una extensión de tres cuadras, como si una enorme cuchilla hubiera rapado la tercera parte del cerro. Fray Pedro no volvió a pronunciar jamás ni una palabra en su vida. Se condenó a mudez perpetua, y sólo por escrito manifestó al Prior y a los hermanos del convento que no debían permanecer más en la ciudad.

El terremoto obstruyó los socavones de las minas y destruyó completamente las dos terceras partes de la ciudad de San Luis de Almaguer, y entre los edificios salvados se contaron la iglesia de San Francisco y la Casa de don Lorenzo de Ribera, hoy colegio de Santa Clara.

Así es como la fértil imaginación de Doña Ramona Ribera Muñoz de Quintero, cuya vida fue atormentada con la leyenda supersticiosa de la destrucción diabólica de Almaguer narraba a sus descendientes atónitos, el por qué la ciudad se había salvado en una tercera parte; el por qué el cerro de Lerma parece como tajado a cercén en su elevada superior; el por qué se habían obstruido los socavones auríferos y por qué uno de sus abuelos otorgó en 1770 en la notaría de Almaguer, la escritura pública por la cual don don Lorenzo y doña Elena de Ribera regalaron a la Iglesia de San Francisco las veneradas imágenes de Jesús Nazareno, de Jesús Resucitado y del Patriarca San José.

Mitos y leyendas: "El cerro de Lerma y el terremoto Almaguer "

MUÑOZ. AYALA RIBERA