01 Adivina quién

Nuestro protagonista había nacido en un pueblo navarro llamado Petilla de Aragón. Era hijo del médico del pueblo, de origen aragonés.

Desde muy niño era, lo que se diría hoy, un grafitero. Decoraba tapias con la misma facilidad que pintaba cualquier pared, fachada o puerta. Su padre odiaba esta manía. Y en casa, en lugar de estudiar, el chico pasaba el tiempo haciendo garabatos y pintando tonterías. Era un friki de los cómics, pues creaba batallas fantásticas con corazas, caballos y guerreros, como el señor de los anillos.

Mamarrachos

Los padres pensaron que a lo mejor este arte era la vocación natural del chico y que podría tener talento. Consultaron con un conocido que era especialista en restaurar obras de arte. Le enseñaron las figuras humanas que había dibujado y el experto respondió: "¡Vaya mamarrachos!". "No tiene ninguna aptitud para el arte, es un pintamonas". El chico lo oyó y volvió a su casa deprimido.

Fue entonces cuando el padre tomó la decisión de que el chico estudiara medicina cuando fuera mayor. Pero en la escuela, también resultó ser muy mediocre. Se escapaba, hacía pellas y a veces, pasaba varios días en el monte sin aparecer ni por la escuela ni por su casa. El padre le daba palizas con todo lo que tenía a mano.

Encerrado por mal comportamiento

En la escuela, el chaval hacía caricaturas y se las pasaba a sus compañeros, que se reían a gusto. Pero a los maestros no les gustaban nada estas caricaturas. Encerraban al niño en el cuarto oscuro para intimidarle. ¿Y allí qué? Se ponía a pintar...

El padre al fin le trasladó a una escuela mejor cuando entró en bachillerato. Seguía con la convicción de que su hijo estudiase Medicina, pero éste discutía diciendo que eso sería perder tiempo y dinero, porque sólo le gustaba pintar, fueran grafitis, o caricaturas en cuadernos, pero solo pintar. El padre intentó disuadirle hablándole de la cantidad de artistas que habían fracasado. Mejor que artista, era más práctico estudiar idiomas y aprender medicina.

Luego lo llevó a un colegio religioso para que hiciera el bachillerato pero advirtió a los curas: "No le exijan lecciones al pie de la letra porque es corto". El padre añadió que el chico tenía problemas de expresión y no sabía explicarse muy bien.

Solitario y huraño

Sobra decir que no hubo piedad cuando el padre lo dejó en el internado. El chico era abochornado en público delante de sus compañeros, castigado y humillado. La única forma que tenía de evadirse de aquella situación era pintar y dibujar. Se convirtió en un chaval huraño, pues su otra afición era dar paseos y excursiones en solitario.

Por más que lo intentaban, los curas no eran capaz de meter la gramática en la cabeza del chico y los idiomas se le daban fatal. Como los correazos de los profesores del internado no servían, decidieron castigarle con la pena del ayuno. Pero el chico reaccionó peor: se empeñó más en enredar, hablar en clase, tramar burlas, desafiar a los profesores... Como ya se sentía un apestado, le daba igual que le castigasen un poco más. Ya tenía la piel muy dura. Le encerraban en una especie de celda, y el chico aprendió la forma de destripar la cerradura. Si le llevaban a otra celda, se escapaba por la ventana escalando por la pared.

En la cárcel

En vacaciones, cuando regresó a su pueblo, el chico no mejoró. Se dedicó al boxeo con los amigos, y un día, en su tiempo libre, fabricó un cañón de madera, lo reforzó con alambre y hojalata, y lo ensayó contra la puerta de un cercado. El proyectil dejó un enorme boquete en la puerta. Por supuesto, el dueño de la puerta lo denunció a la policía y el chico acabó en la cárcel. Tenía once años. Y pasó las noches acompañado de pulgas, chinches y piojos. El padre no movió un dedo. Pero el chico no mejoró, porque al salir, se dedicó a las armas de fuego: le encantaban la pólvora, las escopetas y los fusiles.

Los padres le cambiaron de colegio pero al ver que no tenía aptitudes, le dijeron que volviera al pueblo y que se pusiese a trabajar. Le metieron en una peluquería. Y luego en una zapatería. Pero en sus tiempos libres, se emborrachaba e iba de juerga, y se enfrentaba a la policía, que ya le tenía fichado.

El chico seguía haciendo grafitis en las paredes y logró matricularse en una academia de esas de dibujo y pintura que anuncian por ahí. En la academia era el más adelantado pues acababa antes que el resto. El profesor tuvo que prestarle más modelos, y reconoció que era el discípulo más brillante que había pasado por la academia.

Médico porque sí

Pero los designios de su padre eran inviolables. Al terminar el bachillerato, se dedicó a la Medicina. El chaval se sumió en una profunda decepción. Nunca sobresalió en la carrera. Presionado por el padre, hizo oposiciones para ganar cátedras en la universidad, pero fracasaba una y otra vez. Para evadirse, salía con mujeres y entrenaba sus músculos con las pesas. Llegó a desarrollar un cuerpo atlético descomunal.

Como no era su vocación, estaba destinado a ser un médico mediocre que acabaría su vida sin mirar los ojos de sus pacientes, malhumorado y despreciado. Todo por culpa del padre. Pero un día, poco a poco, comenzó a mirar por el microscopio. Se fijó en las terminaciones nerviosas. Las dibujó con su arte innato, y descubrió las conexiones en las que nadie se había fijado. Pudo ser un gran pintor.

Al final fue premio Nobel de Medicina.

Ha sido el mayor científico español, el padre de la neurociencia moderna. Eso sí, hoy no habría superado una prueba psicotécnica. Estudió en el "Instituto de Huesca", con sede en el actual edificio del Museo Provincial, y que luego se trasladó a un IES que lleva el nombre de este personaje...

¿Quién es?

(Este relato está sacado el libro autobiográfico de SANTIAGO RAMÓN Y CAJAL "Infancia y Juventud", editorial Austral, y el pueblo al que se refiere constantemente es AYERBE)

Extracto de la web lainformación

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