Una obra de Miró, la reconocemos todos enseguida. Ahora bien, entenderla ya es otra historia... A algunos les gustan sus lienzos de fondos planos y amplios poblados de manchas de colores muy vivos. A otros les parecen una tomadura de pelo. ¡"Esto también lo puedo hacer yo!", dicen. Unos y otros se olvidan que el arte es intención. Que la obra de Miró conforma todo un universo de símbolos a través de los cuales el pintor no quiere sino transmitirnos sus inquietudes y preocupaciones. Comprender todo esto es admirar Miró. Si bien es cierto que la abstracción de sus pinturas nos dificulta el camino, sólo necesitamos una buena explicación para entender a Miró.
Joan Miró nace en Barcelona en 1893, hijo de un relojero. En 1907 empieza a estudiar en una escuela de comercio y en 1909, a trabajar como escribano en una droguería. Aun así, en 1911 contrae el tifus y debe retirarse a la masía familiar de Mont-roig, en la provincia de Tarragona, de donde era natural su padre. Es entonces cuando Miró descubre su potencial artístico y decide dedicarse a la pintura. Desde pequeño se había aficionado al dibujo, y a los catorce años se había matriculado en la Escuela de bellas artes de La Llotja en Barcelona; pero nunca había estado seguro de su vocación artística.
Fotografía de Miró.
A los dieciocho años, Miró estudia pintura en la Academia de Francesc Galí en Barcelona, y se relaciona con el resto de artistas catalanes del momento. Se trata de un ambiente dominado por las últimas tendencias de la pintura moderna europea, que se conocen en la Barcelona de principios de siglo gracias a las exposiciones de la galería Josep Dalmau. Por eso las primeras obras de Miró, entre 1916 y 1919, se realizan bajo la influencia de Cézanne, Van Gogh, el cubismo y el fauvismo.
Caracterizados por el gesto agresivo de su pincelada gruesa y de sus colores vivos, los fauvas no quieren representar las cosas tal y como las ven, sino expresarlas tal y como las sienten. En la obra Norte-Sur, de 1917, Miró adopta el color y la pincelada de las pinturas del fauvismo.
En la obra Nord-Sud de Miró (1917) se percibe la clara influencia del fauvismo en la pincelada y los colores.
Para Cézanne, todas las cosas esconden una forma geométrica básica; por ejemplo, una casa es, en el fondo, un cubo y una montaña, media esfera. De esta manera, Cézanne tampoco desea mostrar las cosas como las ve, sino extraerle esta forma geométrica básica de la cual están hechas. Los cubistas parten de esta idea hasta fragmentar las formas para enseñar simultáneamente todos los puntos de vista. La obra Siurana, el pueblo, de 1917, que Miró construye a partir de volúmenes geométricos, nos acerca a los paisajes de Cézanne o a aquellos que Picasso y Braque pintan antes de emprender la aventura cubista.
En Prades (1917) el cielo de Miró recuerda notablemente a los de Van Gogh y las formas geométricas a los paisajes de Cézanne.
Van Gogh es un artista atormentado. Esta angustia y esta melancolía que siente, sabe transmitirlas en todos los elementos de sus pinturas.
En la obra Prades, una calle, de 1917, el cielo de Miró recuerda notablemente los cielos de Van Gogh. Así pues, Miró no inaugura su obra con ejercicios de pintura clásica, sino usando aquello que más le interesa de los nuevos movimientos artísticos modernos. Ésta será una característica que le acompañará a lo largo de toda la vida. Miró no puede encuadrarse en ninguna de las grandes tendencias pictóricas del siglo XX, pero utiliza algunas de ellas para expresar sus inquietudes personales.
El eje central sobre el cual gira casi toda la obra de Miró es la intensa comunión que experimenta con la tierra y la naturaleza. Su relación con éstas es la de un labrador. Miró está convencido de que las personas tomamos nuestra fuerza de la tierra que pisamos, de forma análoga a cómo lo hace un árbol a través de sus raíces.
Aunque Miró nace en Barcelona, más que el ambiente cosmopolita en que se cría, le causa un gran impacto el campo, los escenarios de los cuales son para él Cornudella, en Tarragona, tierra natal de su padre, Mont-roig, donde la familia adquiere una granja cuando él es un niño, y Mallorca, de donde era original su madre.
Para Miró, la energía que surge de la tierra ilumina y transforma la realidad. Decisiva y reveladora de estas creencias del artista es la serie de paisajes realizados en Mont-roig, Cambrils, Prades y Siurana entre 1918 y 1924, y especialmente los de Mont-roig de 1918 y 1919. Denominados detallistas por la descripción minuciosa que en ellos se hace, evocan la idealización del pintor del mundo rural, que aparece siempre bajo una luz intensa y uniforme, intentando revelar esta vida secreta de la tierra de manera casi religiosa.
Pintado entre 1921 y 1922, este cuadro (La Masía) representa la masía que la familia de Miró había comprado en Mont-roig y reúne todas las particularidades del universo imaginativo del pintor. Quizás por esto, la compró Hemingway, porque intuía su importancia.
Por una parte, el árbol que encontramos en el centro de la obra, las raíces del cual se adentran en un agujero negro y misterioso en medio del suelo, manifiesta sin duda la energía enigmática que el artista otorga a la tierra, uno de los hilos conductores de su obra. Por otra parte, la precisión ingenua del dibujo de animales y objetos; el espacio pictórico de dos dimensiones, tomado de las imágenes de la pintura medieval catalana, que tanto impresionó a Miró desde que era un niño; y el color agudo y frío, que transmite un surrealismo ya presentido, proporcionan la llave del lenguaje de la pintura de Miró, depurado durante los años siguientes.
A partir 1920, en París, Miró conoce los artistas y escritores que, a partir de 1924, formarán el movimiento artístico del surrealismo y, desde 1925, expone regularmente con ellos. Bajo la influencia de los surrealistas, el estilo de Miró va madurando, pero pese a los nuevos contactos, el pintor obedece sólo a sus propias ideas.
Joan Miró, Carnaval de Arlequín (1924-1925)
Miró no es un pintor surrealista propiamente dicho. Nunca pinta sueños ni practica la escritura automática, tal y como emana, para revelar el inconsciente; y, a diferencia del resto de surrealistas, como por ejemplo Dalí, se aleja progresivamente de las formas y visiones concretas y de las referencias a la realidad visible. Aun así, sus materiales artísticos son los de los artistas surrealistas: el inconsciente, la fantasía, el sueño. Miró se aprovecha de estos nuevos vocabularios adquiridos por el surrealismo para crear un lenguaje singular, personal e inconfundible, capaz de expresar su gran preocupación, la fuerza mágica de la tierra.
Así, en 1923, gracias al surrealismo, Miró crea un universo propio, medio fantástico y medio familiar, al mismo tiempo humorístico y tierno, considerado uno de los más originales del siglo XX. En Carnaval de Arlequín (1924-1925), la primera obra de Miró plenamente integrada en este nuevo mundo, vemos como el pintor usa el lenguaje de los sueños para transformar aquello que es real e introducirlo en un universo propio estrictamente pictórico.
La guerra civil española. De 1929 a 1938, Miró acusa la influencia de la guerra civil española, que perturba el ánimo del artista, en la pintura atormentada de sus telas. Los fondos oscuros, la deformación de las figuras y el tono angustiado de las composiciones son característicos de este periodo.
Es un magnífico ejemplo Mujer y perro ante la luna, de 1936, la figura femenina de la cual se asemeja muchísimo a la del Guernica de Picasso, cuadro un año posterior. Además de expresar el desastre de la guerra, esta pintura anuncia ya uno de los personajes principales que pueblan el universo propio del pintor: la mujer. Y es que en la década de 1930, el lenguaje tan personal de Miró está a punto de consolidarse.
En numerosas entrevistas y escritos de esta época, el artista declara que desea abandonar los métodos convencionales de la pintura para encontrar una forma de expresión definitivamente contemporánea.
Constelaciones. En 1940, en Varengeville, un pueblecito del norte de Francia donde Miró se había establecido con su familia el año anterior al huir de la guerra, son concebidas una serie de veintitrés pequeñas obras con el título de Constelaciones. El cielo, las estrellas, los pájaros y los animales representados en esta serie conforman la imagen de un universo propio, poblado por personajes propios, que Miró ya ha conquistado.
En 1941, Miró vuelve a España, y una gran retrospectiva en el Museo de Arte Moderno de Nueva York supone su consagración internacional definitiva. Es precisamente entonces cuando su lenguaje peculiar madura y acaba de perfeccionarse.
El universo creado por Miró es tan personal como independiente. Tiene sus propios personajes, que conversan en términos de colores graves o sonrientes y que habitan sólo en los fondos de sus pinturas, aisladas del mundo real.
Viaje al interior de la naturaleza. La desmesura de los pies de las figuras de Miró expresa su creencia de siempre que la fuerza la toma uno de la tierra que pisa. La idea que existe una energía secreta de la tierra que nos da fuerza se encuentra ya en las primeras obras de Miró. Sin embargo, en estas obras tempranas, se trata de la energía de una tierra concreta, local. En cambio, en el universo consolidado de Miró, esta energía de la tierra es universal, de todas las tierras en general. Es una energía interior de la naturaleza que otorga fuerza a todas las cosas impulsándolas al movimiento. El sol, los pájaros y las estrellas del universo mironiano son la expresión de la energía mágica de la naturaleza. También las líneas finas, detenidas en un punto o en un paréntesis, que hace de barrera e impide la fuga de la energía de la línea, nos hablan de esta fuerza misteriosa de la naturaleza porque explican el movimiento y la parada de las cosas, el ritmo constante del universo.
Miró, un niño mayor. La ingenuidad de la pintura de Miró, que se acerca cada vez más a un lenguaje intuitivo, que recuerda al de un niño, no resta valor a sus obras. Al contrario, les estampa un sello personal e inconfundible, una inmediatez inimitable.
Joan Miró, Dona i ocell (1982)
Además, pintar como un niño no es fácil. La educación, las normas sociales y el conocimiento del arte, que nos encaminan a dejar atrás la niñez y su espontaneidad irrepetible, pesan más de lo que nos damos cuenta. Volver a pintar como un niño es todo un ejercicio consciente de recuperación de los valores infantiles y de liberación de las convenciones sociales. Es, pues, todo un hito, que el trazo negro y grueso de Miró sea cada vez más simple. Junto con los colores primarios de sus cuadros, es el que hace que la obra de Miró acontezca tan universal.
Un final feliz. Los últimos años de su vida, Miró sigue profundizando en su lenguaje original y, con un universo propio y suficientemente asentado, se lanza en busca de nuevos apoyos y materiales: mosaico, cerámica, escultura, tapiz; el artista no tiene miedo a nada. Sin caer en la tentación de sacarle partido a la fama, realiza murales para la UNESCO, Harvard e IBM, y la conocidísima escultura monumental Mujer y pájaro que, instalada en un parque de Barcelona que lleva su nombre, es la última obra de Miró.