Romance sexto - El reino perdido
Anónimo
Las huestes de Don Rodrigo
desmayaban y huían
cuando en la octava batalla
sus enemigos vencían.
Rodrigo deja sus tiendas
y del real se salía;
solo va el desventurado,
sin ninguna compañía,
el caballo, de cansado,
ya moverse no podía;
camina por donde quiera,
sin que él le estorbe la vía.
El rey va tan desmayado
que sentido no tenía;
Muerto va de sed y hambre,
de velle era gran mancilla;
iba tan tinto de sangre
que una brasa parecía.
La armas lleva abolladas,
que eran de gran pedrería,
la espada lleva hecha sierra,
de los golpes que tenía,
el almete, de abollado,
en la cabeza se hundía;
la cara llevaba hinchada,
del trabajo que sufría.
Subióse encima de un cerro,
el más alto que veía,
desde allí mira a su gente,
cómo iba de vencida;
de allí mira sus banderas
y estandartes que tenía,
cómo están todos pisados
que la tierra los cubría;
mira por los capitanes,
que ninguno parescía;
mira el campo, tinto en sangre,
la cual arroyos corría.
Él, triste de ver aquesto,
gran mancilla en sí tenía;
y llorando de los sus ojos,
desta manera decía:
- Ayer era rey de España,
hoy no lo soy de una villa;
ayer, villas y castillos,
hoy ninguno poseía;
ayer tenía criados
y gente que me servía,
hoy no tengo ni una almena
que pueda decir que es mía.
¡Desdichada fue la hora,
desdichado fue aquel día
en que nací y heredé
la tan grande señoría,
pues lo habría de perder
todo junto y en un día!
¡Oh muerte!, ¿por qué no vienes
y llevas esta alma mía
de aqueste cuerpo mezquino,
pues se te agradecería?