Por Luis Martín González Guadarrama
Tratado de cómo escalar por el septentrión hasta el trono de Dios para ser semejante a Él por Cristo en María.
“Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora,
el Reino de los Cielos sufre violencia y los violentos lo arrebatan” (Mt. 11, 12).
La violencia de los hijos de Dios es distinta a la violencia humana. La primera es del cristiano contra sus malas inclinaciones y en cumplimiento de los mandamientos de la ley de Dios; para vivir plenamente la gracia de Dios que se expresa con las virtudes teologales: Fe, Esperanza y Caridad y las virtudes infusas con relación a los medios, que son las virtudes morales o cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza. Asimismo con los frutos del Espíritu Santo, que son: Caridad, Gozo Espiritual, Paz, Longanimidad, Afabilidad, Bondad, Fe, Mansedumbre y Templanza.
Ello además de las Bienaventuranzas Evangélicas, consistentes en ser mansos y humildes de corazón, el llanto, el hambre y sed de justicia, ser misericordiosos, limpios de corazón, ser pacíficos y padecer persecución por la justicia es el Reino de los Cielos. Asimismo, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, hospedar al peregrino o al que va de camino, vestir al desnudo, visitar al enfermo y al prisionero.
Esta violencia genera una constante tensión que no termina sino con la muerte del cristiano y se expresa con la guerra sin descanso y sin concesión alguna al mundo, al demonio y la carne.
La guerra es contra nosotros mismos y la fortaleza del gladiador, del soldado de Cristo, se expresa con la capacidad de atacar la simiente del pecado cuando esta surja desde el interior, de atacar y actuar con el ejercicio de las virtudes en la relación con el prójimo y con los enemigos de Cristo, así como de resistir en la posesión de la Gracia Santificante y el embate del enemigo, hasta llegar al martirio.
El Señor dijo que aquel que quisiera servirle, que tome su cruz de cada día y que le siga. Por esa razón el que toma la cruz de Cristo, la toma para llevarla todos los días de su vida, la porta como una identidad de su ser.
El que porta la Cruz de Cristo porta en ese acto la redención de la humanidad, la de sí mismo, y todo lo que eso significa, ser templo vivo del Espíritu Santo, hijo de María, hermano de Cristo y en quien se completa lo que falta a la pasión de Cristo, como miembro de su cuerpo místico, la Iglesia.
Por eso el que porta la cruz de Cristo es un Crucífer, o Crucífero. En contraposición Lucífer portaba la luz, pero no quiso portarla más, porque se rebeló contra la voluntad soberana de la Santísima Trinidad que dijo: Hagamos al Hombre a nuestra Imagen y Semejanza, siendo que ese Hombre sería Cristo, prefigurado en Adán y siendo que esa Imagen y Semejanza –oculta en ese momento a Lucifer y a los ángeles que los siguieron en la rebelión—es la Santísima Virgen María, de quien saldría el Dios hecho Hombre.
Para el demonio portar la luz no fue suficiente para librarse de la prueba ni garantía de obediencia a la voluntad de Dios o de perfección en su naturaleza. Tenía que mostrar su amor a Dios, pero lo que demostró fue su odio y su desprecio a la voluntad soberana, por eso le fue quitada la luz y arrojado a las tinieblas del abismo.
Aquel que conozca la voluntad de Dios debe cumplirla, para ser confirmado en la salvación y en la santidad. Aquel que conozca la voluntad de Dios y la desobedezca o se oponga a ella es reo del castigo.
Para Lucífer portar la luz era la primicia para poder haber sido confirmado para poseerla.
Para aquel que quiera seguir a Cristo cargando su cruz de cada día la obligación es hacerlo tal cual lo hizo Cristo, que se hizo uno con la Cruz de la Redención cuando finalmente fue clavado a ese árbol de la vida con clavos en sus manos y en sus pies, de manera que la sabia del madero y su sangre se hicieron una sola mezcla, para sacar de allí a la humanidad nueva y santa.
Portar la Cruz de Cristo es hacerse un con esa Cruz, ser crucificado en ese madero santo para adquirir la sustancia de la sangre redentora de Cristo que se mezclará con nuestra voluntad hasta hacerla una sola.
Ser crucificado con Cristo debe serlo por la entrega de amor, ya que es la razón por la cual Cristo vino al mundo a hacerse Hombre y a sufrir, morir y resucitar por nosotros.
Portar la Cruz de Cristo de manera perfecta es que tal acto diario y permanente es con la voluntad y la inteligencia totalmente transformadas en la caridad perfecta, que expulsa todo temor, donde tal transformación se adquiere en el acto mismo de la entrega por amor a portar la cruz como Cristo lo hizo.
Para lograr tal portento, solamente María es quien puede producir a quien se crucifica como Cristo, ya que Ella es Madre de Dios. Por tal motivo nadie puede transformarse en Cristo si no sale de María.
Sabemos que Dios creo a todas las cosas del universo, las visibles y las invisibles, y que creó al hombre a su imagen y semejanza para hacerlo señor de todo lo creado. Sabemos que creó al hombre dándole la dignidad del entendimiento y de la libertad, y de contener en su naturaleza a todas las demás naturalezas creadas y también con la capacidad de poder tener la naturaleza divina increada, por participación. Para esto último sabemos que en un insondable misterio de su amor decidió hacerse hombre para que con este acto, quedara divinizada en el hombre toda la creación. Elevó al hombre a su dignidad y naturaleza divina por participación, en el acto más grandioso y delicado de su amor.
Sabemos que muchos ángeles decidieron no obedecer la voluntad de Dios y que por eso fueron expulsados del cielo y que estos ángeles se convirtieron por esa desobediencia en demonios, encabezados por Lucifer, quien intentó destruir al hombre, induciéndolo al pecado, a fin de que Dios no se hiciera hombre sino ángel para que así él se convirtiera en dios. Sabemos que ante ese hecho, Dios decidió que además de hacerse Hombre, sería redentor del género humano, a través de la cruz, de su pasión, muerte y resurrección, con lo que recreó a todo el universo y también que fundó la Iglesia, que es la reunión de todos los bautizados, la cual a través de sus ministros enseña la Buena Nueva, administra los sacramentos de la salvación, con los que santifica al hombre y ella misma se constituye en sacramento de salvación.
Sabemos el que demonio lucha para destruir a la Iglesia, introduciéndose dentro de ella para vaciarle de su contenido, de su misión y de su naturaleza, para quedarse solamente con el cascarón de las exterioridades y del poder humano; para eliminar su misión salvífica eliminando en los hombres las acciones que conduzcan a la salvación, exaltando en su lugar la ideología, las apariencias, los fingimientos y las simulaciones. También induciendo la persecución en contra de quienes practican y promueven la sana doctrina.
Sabemos que Cristo nos advirtió que esto sucedería, no solamente en el Evangelio sino también en el Libro de la Revelación y nos aclaró perfectamente que no por eso su Iglesia dejaría de ser santa y que a pesar de estos ataques e infiltraciones continuará como sacramento de salvación, aunque en ella subsistiría tanto el trigo como la cizaña, los cuales serian separados al final de los tiempos por sus ángeles. En la Revelación la cizaña que ha crecido junto al trigo se manifiesta como una mujer: la gran prostituta, madre de todas las abominaciones, que fornica con los reyes de la tierra y que se embriaga con la sangre de los santos.
Es necesario aguzar el aguijón del entendimiento y el oído del espíritu para saber lo que el Espíritu Santo dice a las Iglesias. El perfil del guerrero al que somos llamados es el de aquel que unido a Cristo y a su Iglesia, tiene mayor resistencia. Soporta más humillación en silencio, soporta mayor dolor sin quejarse, soporta mayor incomodidad, mayor soledad. Soporta más miedo y más angustia, más embates de cualquier índole. En fin, soporta más dolor, sea cual fuere su naturaleza, que cualquiera otra persona.
La espada solo sirve contra las siete bestias interiores, contra el mundo del pecado y contra los demonios que pululan en los aires y con los que tarde o temprano habrá de soportar prolongadas y encarnizadas luchas.
La guerra no es contra nuestros hermanos, a quienes servimos en silencio y de buena gana. En este oficio habrá ocasiones para corregirle –habiendo sacado primero la viga de nuestro ojo—con caridad e incluso con rigor, buscando la salvación de su alma, sea este pobre o rico, seglar o monseñor, como lo ordenó el Señor, primero a solas, luego con testigos y luego denunciándolo ante todo el pueblo.
Si hinchados de soberbia pretenden justificar sus acciones –incluso argumentando las cosas de Dios, llamando santo a lo que cuadra su capricho y lo que no les agrada lo llaman ilícito—la denuncia debe ser ante todo el pueblo, solicitando ayunos y oraciones por estos hermanos, que en ocasiones suelen ser allegados a las esferas del poder eclesiástico o prelados, lo cual sin embargo no debe detenernos, ya que el Señor nos da la armadura y la espada de la Fe.
En este trabajo no olvidemos que “muchas tribulaciones ha de sufrir el justo, pero de todas ellas lo libra el Señor”, quien seguramente nos someterá a la prueba de la persecución para probar nuestros frutos, y como dignos guerreros habremos de soportar fieles hasta el final, porque solo así podemos tener alegría.
Es practicando de noche y día la justicia, en constante oración y pidiendo sin cesar la fuerza y la sabiduría del Espíritu Santo, como se adquiere el discernimiento de espíritus, del que habla San Pablo.
Conviene antes de todo, reconocer que somos pecadores y que como tales, mientras no nos hayamos levantado del pecado mortal o del venial voluntario, hemos sido cizaña en los campos del Señor.
Hecho esto y habiendo recibido el sacramento de la reconciliación, habremos sacado la viga de nuestro ojo y tendremos la luz del Espíritu Santo para conocer el terreno en donde habremos de luchar por Cristo y dar la buena batalla.
Ningún hombre es el enemigo, por muy malvado que parezca y por muy perversos que sean sus actos, sino el demonio, que esclaviza al hombre y lo mantiene postrado en el pecado, encadenado y sufriente. Es como un Cristo encadenado en la cárcel a quien debemos visitar con la oración, el sacrificio, la caridad y el amor. Esto sin embargo no nos limita para ejercer la denuncia profética, siguiendo estrictamente las enseñanzas del Evangelio y los cánones de la Iglesia, de modo que primeramente hay que hacer ver su mal proceder a la persona. Si no se convierte, hay que hacerle ver su mal comportamiento frente a dos testigos, y si aún así no se convierte hacerlo frente a toda la comunidad, y si aún así no se convierte, tenerlo por pagano.
Esto último quiere decir que debemos ejercer una mayor misericordia con tal hermano, con sacrificios, ayunos y penitencias para su salvación, incluso hasta morir por ellos, como lo hizo el Señor. Esta conducta se debe aplicar sin distinciones de personas, trátese de gente humilde, de nosotros mismos, de poderosos o prelados. Ello sin temor alguno, dado que daremos cumplimiento cabal del mandato de Cristo y Él mismo nos ha dado y nos seguirá dando los instrumentos para cumplir estrictamente esta que es su voluntad.
En la Iglesia es donde habremos de discernir el trigo de la cizaña. Debemos conocer la naturaleza de la cizaña, debido a que mientras un hombre esté vivo, tiene la oportunidad de salvar su alma, por lo que al conocer la naturaleza de la cizaña podremos ayudarnos y ayudar a que no quede fijado en el pecado y perder el alma, la cual, de ser enviada al infierno será fijada en el estado de cizaña y su destino será el de arder por toda la eternidad.
En este orden de ideas conviene recapitular en algunos aspectos bien conocidos de todos, a fin de proponer las soluciones más convenientes.
Sabemos que el demonio opera entre las masas a través de la ideología, definida esta como un sistema de creencias por las cuales un grupo de poderosos impone a la mayoría de personas una concepción particular del universo para mantenerlas en un estado de explotación económica. Su naturaleza es de un lazo invisible que postra al ser humano en una serie de actitudes, conductas y creencias que cree verdaderas, con las que rige su vida.
La ideología es un sistema profundamente perverso por su sutilidad adormecedora, la cual impide a la inteligencia darse cuenta del daño mortal que origina al hombre y paraliza a la voluntad de modo que el sujeto no quiere siquiera pensar, mucho menos desea otras acciones que lo liberen del yugo, como pedir ayuda.
Una parte de esta ideología se opera libremente y con gran fuerza en el interior de la Iglesia. Debemos aclarar que el sistema de la organización en el que se fundamenta el orden jerárquico de la Iglesia no es malo y fue diseñado para hacer el bien y cumplir la finalidad salvífica de la Iglesia.
Sin embargo, tal como el demonio suele citar las escrituras para engañar al hombre, esta estructura puede serlo también, cuando no sirve al fin para el que fue diseñada. Consideramos sin embargo que siendo la Iglesia esposa de Cristo, aunque la estructura sea utilizada por algunos para fines diferentes de los que fue creada, Dios la endereza misteriosamente para cumplir su misión verdadera. Esto no quiere decir que por ello debemos olvidarnos para dejar todo el trabajo al Espíritu Santo, sino que nos alerta al trabajo esforzado por el Reino de Dios y su justicia.
Muchas veces la estructura es utilizada por quienes sirven al poder y al dinero más que a la salvación de las personas. En este hecho se fundamenta la operación y difusión de ideología desde el seno de la Iglesia, que reiteramos, no por eso deja de ser Esposa de Cristo, santa y sacramento de salvación, sino que es víctima de quienes se sirven de su consagración sacerdotal para servir al poder y al dinero, prostituyéndose a sí mismos. Con estas acciones los hombres prostituyen la relación del sacerdote con los fieles, quedando sin embargo inmaculada la función sacerdotal por la gran misericordia y amor de Dios por el hombre y por ser Cristo la cabeza de la Iglesia.
En la secuencia de acciones sacerdotales que son santas y las acciones de servicio al dinero y al poder es donde el demonio y las inteligencias embotadas por las preocupaciones de este mundo confunden su naturaleza, haciendo parecer que son lo mismo. Tal apariencia llevada al máximo en todos los sentidos, constituye el entramado de la ideología que quienes por sus acciones se constituyen en enemigos de Cristo, difunden desde el seno de la propia Iglesia.
No deja de ser una enredadera donde las raíces de la cizaña se encuentran entrelazadas con las del trigo, ante los cuales nuestra acción es la de santificamos y enseñar a los demás a santificarse. No estamos llamados a desenredar, porque esa acción corresponde a los ángeles al final de los tiempos, el día de la siega, cuando cortarán trigo y cizaña y luego las separarán para depositar el trigo en los graneros del Señor y echar la cizaña al fuego.
En este fenómeno podemos discernir que la cizaña son las acciones pecaminosas de quienes utilizan la estructura y partes de la sagrada escritura, para fines distintos de la salvación de los hombres.
Podemos también identificar que el conjunto de personas que cotidianamente actúan utilizando a la estructura y a las sagradas escrituras con fines exclusivos de poder o de intereses económicos o de cualquier naturaleza distinta de la salvación de los hombres alimentan y robustecen esa cizaña que tiene sus raíces entrelazadas con las raíces del trigo. Aquel conjunto de acciones crean y mantienen a la gran prostituta de la que habla la Revelación.
Aclarado lo anterior conviene resaltar que la Eucaristía es el sacramento que trasciende a la creación. Es precisamente la Eucaristía la que mayores afrentas de la ideología ha recibido. El demonio trabaja a toda costa por nublar las vista y el entendimiento con todos los medios para la desacralización de que dispone, a fin de que los fieles no correspondan al Sacrificio de Cristo debidamente, ni se unan con Él.
Tal desacralización ha sido responsabilidad de los sacerdotes y obispos que sirven al poder y al dinero o que con negligencia han dejado que el demonio haya construido una muralla de desacralización que impide al ojo del espíritu de los fieles hacer su parte para corresponder al sacrificio eucarístico y aunque está a la vista, no alcanzan a mirar el inmenso amor que Dios nos manifiesta al través suyo.
Paulatinamente los sacramentos han sido enterrados con un lastre de ideología como actos sociales y eventos propicios para fiestas familiares donde impera la exclusiva convivencia humana. El sacramento por el que nos reconciliamos con Dios es abandonado. Numerosos ministros imponen, en el mejor de los casos, una hora a la semana para confesar. En el mayor de los casos olvidan esta obligación y en sus homilías no exhortan a los fieles a la confesión. En lugar de ello la invitación es a seguir a Cristo de modo ambiguo o en la serie de acciones de grupos parroquiales, que en la mayoría de los casos no tienen a los sacramentos como su fin.
Cerrada la puerta de la reconciliación, o sustituida por puertas pintadas en la pared, promueven las numerosas acciones de grupos parroquiales, cuyos objetivos diversos en muy contados casos conducen a la conversión verdadera y que promueven que con el hecho de participar en reuniones parroquiales y de estudios, o en participaciones en eventos que confluyen con los intereses del párroco o de los obispos, alcanzarán la salvación. De esta manera, en las homilías y exhortaciones se impone la imagen de que atender las cosas de Dios equivale a asistir a las reuniones de grupos parroquiales y a participar en sus eventos, retiros, pláticas, etc. Cooperar económicamente se ha convertido en un gran negocio y es ampliamente promovido y su valor se ha exacerbado hasta ponerlo en lugar de la compunción y del servicio a Cristo en el prójimo como lo manda el Evangelio, tal como ocurría en tiempos de Cristo, cuando para los escribas y fariseos era más importante entregar dinero al templo que socorrer las necesidades de sus padres. Las cooperaciones para construcción de templos son las más socorridas como sustituto.
Independientemente de las intenciones con las que se realicen estos eventos por parte del clero, debemos ponderar que cuando los fieles participan en ellas con la Fe de estar sirviendo a Cristo, son acciones que sirven a la salvación de las personas, como lo expresa la doctrina de la Iglesia y como nos enseñó el Señor cuando la viuda depositó dos monedas en el tesoro del templo. Con ello la misericordia divina viene a transformar las acciones humanas en acciones divinas según lo declara San Pablo a decir que todo lo que hagamos los hacemos en Cristo cuando tenemos caridad.
En el análisis masivo del fenómeno ideológico en la Iglesia, resalta la particularidad de la dialéctica de la acción, esto es que en la mayoría de los casos, tanto sacerdotes como fieles cumplen determinados roles según el escenario en el que se encuentre la persona. Así, no solamente los sacerdotes, sino el grueso de los fieles se encuentra sumergido en una vertiente de simulación promovida con las acciones de muchos consagrados, por el cual, en actos litúrgicos se comportan de una manera, como lo marca el libreto del "fiel asistiendo a acto litúrgico" y saliendo van a actuar los otros roles, según los libretos respectivos, con lo cual se fractura irremediablemente la continuidad del sacrificio de Cristo en la vida cotidiana. Dentro del templo es un libreto y fuera se cumple otro rol, el que corresponda.
De este modo los actos litúrgicos, las homilías, los consejos, los análisis de las escrituras, las emulaciones y todo lo que hace el sacerdote, a los ojos del pueblo son presentados como simples actos humanos por la ideología dominante; como escenificaciones teatrales. Incluso las exhortaciones a una vida mejor forman parte de la puesta en escena.
Los vía crucis que se escenifican por las calles en Semana Santa vienen a ser lo mismo. Con ello, el auxilio divino es ocultado a los ojos de los hombres con toda clase de humos que impiden al hombre percibir el amor de Dios. Lo grave de esto es que proviene de los propios ministros del culto, quienes por desidia, por pereza, por seguir la corriente imperante en la diócesis, para no tener problemas con los grupos de poder que controlan las comisiones diocesanas, por miedo o por cualquier pretexto, dan curso a echarle tierra a los instrumentos de la salvación del hombre, para que no sean percibidos.
Nos encontramos frente a los efectos de la desacralización a gran escala. Sabemos que a pesar de esto los sacramentos son santificantes, aunque no nos demos cuenta de ello, o a pesar de que sus ritos sean presentados como puestas en escena. Esta es la barrera que ponen inconcientemente los propios ministros entre Cristo y sus fieles, a instancia del demonio, único interesado en que los hombres no se salven.
Numerosos obispos, preocupados por las cosas de este mundo, como el dinero y el poder, aunque conocen el mal, no hacen nada por remediarlo, o sus voces son opacadas por la misma vorágine ideológica. El resultado es que exclusivamente mantienen el sistema de cosas tal cual está, dando curso a sus proyectos pastorales, reuniones de análisis, metodología y todos los medios que suelen utilizar, dando la sensación y la apariencia de que con esto ya se ha cumplido el objetivo salvífico.
Ante ello el trabajo del cristiano consiste en santificarse a sí mismo y enseñar a todos la simplicidad de la salvación, consistente en cumplir los 10 mandamientos en un estado de compunción del corazón como acción diaria e incesante que surge de la meditación intelectual e imaginativa de la Pasión de Cristo. Todo ello en comunión con la Iglesia.
La vivencia de estas cosas repugnan a muchos, especialmente a fieles, sacerdotes y prelados amantes del poder y del dinero, porque el demonio ha sembrado durante muchos años el desconocimiento de este camino insustituible de salvación y porque muchos sacerdotes, incluso obispos, que respaldan la autoridad de su enseñanza no en el ministerio que les dio Cristo, ni en acciones concretas y diarias de santificación personal, sino en documentos escolares del que ha asistido a universidades y a tomado multiplicidad de cursos en el extranjero. Para ellos estas cosas de la compunción y de la imitación real de Cristo, con hechos, no con palabras, son simples son cosa del pasado.
Ante ello es de esperarse ataques, difamaciones, obstaculizaciones y toda clase de situaciones que vendrán, incluso de conocidos y familiares. En la medida en que seamos fieles a Cristo con nuestras acciones, tendremos a disposición las herramientas no solamente para soportar estos embates, sino para hacerles frente y vencerlos con facilidad, como ya hemos visto en asuntos privados y públicos, estos últimos donde también la realeza de Cristo impera cuando hay guerreros que luchen en esos terrenos y donde el Señor, tras gustar de la fidelidad y la humildad de sus hijos, humilla hasta el suelo a los poderosos, como bien ha proclamado la Santísima Virgen María.
Esta empresa no es para temples que no desean la llaga en el hombro, los azotes en la espalda, los escupitajos en la cara, los clavos o las espinas en la cabeza, como los sufre permanentemente Cristo por nuestro amor.
Sabemos que sin Cristo nada podemos hacer y que por muy fuerte que sea nuestro el temple para soportar los embates en el camino de la misión, esa fuerza no sirve de gran cosa y más bien se convierte en un engendro de soberbia, sin la fuerza de Dios.
Tampoco hay temple por mediocre o inútil que parezca, del cual el Señor no pueda hacer una roca firme. De este modo más vale saber que las fuerzas humanas solas nada tienen que hacer en esta justa e incluso quien se atenga a estas exclusivamente obra como cizaña y enemigo de Cristo.
Debemos asegurarnos de estar concientes de que somos siervos inútiles sin posibilidad alguna de triunfo, ni el más mínimo, y que debemos obtener el poder de Dios, utilizando las herramientas que a continuación enseñaremos para obrar como auténticos portadores de Cristo, portadores del Espíritu Santo, revestidos de las virtudes de la Santísima Virgen María, hasta terminar nuestra misión y recibir el galardón prometido a los vencedores, del que habla San Pablo.
Sentados y guardando silencio para escuchar, el Espíritu Santo responde a la pregunta: en medio de todo esto, ¿qué debemos hacer?
Todo el edificio espiritual del templo de Dios que habremos de construir se encuentra en la Pasión de Cristo, que debemos abrazar con cada uno de nuestros actos de la vida.
El primer paso es hacerlo nosotros y una vez hecho esto, enseñarlo a los demás, con el poder del Espíritu Santo.
Este camino lo explicamos a continuación y es lo que debemos empezar a hacer desde hoy y recomendamos ampliamente, para quienes deseen profundizar en él, reflexionar con los siguientes textos: “Jesucristo, Ideal del Monje” y “Dios Revelado por Cristo”, de BAC; “La Virgen María”, del padre Antonio Royo Marín, también de BAC; “Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen María”, de San Luis de Montfort, “Maestro Bruno, Padre de Monjes”, “Colaciones”, de Casiano y la “Regla de San Benito”.
Este pequeño tratado explica, con fundamento en la doctrina de la Santa Iglesia y las enseñanzas de los doctores de la Iglesia y las Sagradas Escrituras, la manera de escalar el septentrión, esto es la vida divina que se nos entrega por la septiforme gracia del Espíritu Santo, para llegar al santo de los santos del templo y trono de Dios, que es la santísima Virgen María, en cuyo seno Ella habrá de transformar nuestra naturaleza humana, en la de Dios por participación.
TEXTOS QUE FUNDAN LA ESPIRITUALIDAD DE LA ORDEN DE LOS CRUCÍFEROS
Salmo 86
Himno a Jerusalén, madre de todos los pueblos
El la ha cimentado sobre el monte santo;
y el Señor prefiere las puertas de Sión
a todas las moradas de Jacob.
¡Qué pregón tan glorioso para tí,
ciudad de Dios!
"Contaré a Egipto y a Babilonia
entre mis fieles;
filisteos, tirios y etíopes
han nacido allí".
Se dirá de Sión: "uno por uno
todos han nacido en ella;
el Altísimo en persona la ha fundado".
El Señor escribirá en el registro de los pueblos:
"Este ha nacido allí".
Y cantarán mientras danzan:
"todas mis fuentes están en ti"
"Señor Jesucristo, Hijo del Padre, manda
ahora tu Espíritu sobre la tierra. Haz que
el Espíritu Santo habite en el corazón de
todos los pueblos, para que sean preservados
de la corrupción, de las calamidades y de
la guerra. Que la Señora de todos los
Pueblos, María Santísima, sea nuestra Abogada. Amen."