GABRIELLE D' ESTRÉES, Duquesa de Beaufort
GABRIELLE D' ESTRÉES, Duquesa de Beaufort
Nunca antes en la historia de Francia una favorita real había estado tan cerca de convertirse en reina consorte como Gabrielle d'Estrées, cuya oportuna muerte le impidió sentarse en el trono junto a Enrique IV. Nuestra protagonista nació en el castillo de la Bourdaisière o en el castillo de Coeuvres entre 1570 y 1573, en el seno de una aristocrática familia. En su familia materna las mujeres tenían desde hacía tiempo una pésima reputación. Su abuela podía jactarse de haber logrado deslizarse tanto en el lecho del papa Clemente VII como en el de Francisco I. Su madre, Françoise Babou de la Bourdaisière, abandonó a su marido y a sus ocho hijos para seguir a su último amante, darle una hija y morir con él de muerte violenta. Confiada a su padre, Antoine d'Estrées, que ejercía el cargo de gobernador de Picardía, Gabrielle creció, al lado de su hermana Diane, lejos de la corte, en el fastuoso castillo de Coeuvres, donde llevó una existencia tranquila hasta que, a los diecisiete años, descubrió el amor en los brazos de Roger de Saint-Lary, conde de Bellegarde, Gran Escudero de Francia.
Antes de pasar a servicio del nuevo monarca, el bello Roger había sido uno de losmignons de Enrique III. En 1590, hallándose en Picardía cumpliendo una misión, se enamoró de Gabrielle a primera vista y decidió casarse con ella. Todo parecía indicar un destino feliz para la joven pareja, pero Bellegarde cometió un error fatal: se confió con el soberano jactándose de la belleza de su amada en unos términos que suscitaron la curiosidad de éste. Así, poco tiempo después, encontrándose en Compiègne, Enrique IV quiso cerciorarse personalmente de los atractivos de Mademoiselle d’Estrées. Los dos caballeros marcharon a Coeuvres y el rey quedó prendado de la joven. Verla y desearla fue todo uno.
Gabrielle era, efectivamente, muy bella. Era blanca, blanquísima, tenía los cabellos color de oro y peinados en grandes trenzas cuajadas de pedrería. Sus ojos eran celestes, su cuerpo perfecto y hasta sus manos eran objeto de admiración masculina y femenina envidia. Una mujer, en suma, nacida para el amor. El furioso deseo de posesión que la joven había despertado en Enrique IV, lo indujo a abusar sin pudor de su autoridad de soberano, mandando a Bellegarde que se quitase de en medio y le cediese su lugar en el corazón y en el lecho de su amada. El Gran Escudero agachó la cabeza, pero Gabrielle se mostró menos dócil. La joven amaba a su bello Roger y experimentaba un auténtico rechazo hacia aquel hombre veinte años mayor que ella, muy galante pero poco agraciado.
Gabrielle, sin pensárselo dos veces, montó en su carroza, se presentó ante el rey y le hizo saber con muy directas palabras que amaba a Bellegarde, que esperaba casarse con él y que Enrique no ganaría más que su odio si trataba de impedirlo. Trastornado y cada vez más loco de pasión, el monarca intentó todo tipo de acercamientos sin el menor resultado, hasta que, más juiciosamente, optó por nombrar a Antoine d’Estrées miembro de su consejo privado, con lo que, al menos, logró tener a la bella joven en su corte todavía trashumante. El rey acudió al padre y a la tía materna de la joven, Isabelle de Sourdis, haciendo entrever a todos ellos las ventajas de las que gozaría toda la familia si la bella se decidiera a mostrarse un poco más complaciente. En febrero de 1591, Gabrielle fue obligada a capitular.
La relación entre ambos tuvo un comienzo borrascoso. Entregado a la reconquista del país, permanentemente en armas, Enrique llevaba una vida itinerante y hacía que Gabrielle se reuniera con él en tal o cual puesto militar avanzado, en cuanto las circunstancias lo hacían posible. Para permitir que su amante abandonase la casa paterna respetando las apariencias, en 1592 el rey le dio un marido de conveniencia,Nicolas d’Amerval, señor de Liancourt, un viudo entrado en años dispuesto a renunciar al ejercicio de sus derechos conyugales a cambio de un sustancioso provecho económico. Pero ni siquiera esto fue suficiente para proteger a Enrique de las asechanzas de los celos. Gabrielle no se esforzaba en fingir unos sentimientos que no experimentaba ni, en realidad, había interrumpido nunca su relación con Bellegarde.
En las apasionadas cartas que Enrique le dirige aquellos primeros años no es raro que las declaraciones de amor se entremezclen con las recriminaciones, los ruegos y las amenazas. Mientras tanto, el padre de la joven, Antoine, de gobernador de Noyon pasó a ser gobernador de toda la Île-de-France, y a la misma Gabrielle se le otorgó el castillo de Saint-Lambert con todas sus posesiones, más el señorío de Assy. Hasta el señor de Liancourt recibió su regalo: gentilhombre de cámara.
El rey, por lo general más bien tacaño, se volcó en presentes para su amada. Que no sólo eran joyas y todo tipo de obras de arte, también castillos y señoríos, que se sumaban a los ya recibidos. Gabrielle recibía y recibía pero nunca estaba satisfecha ya que su ambición no tenía límites. Soñaba con ser reina de Francia. De hecho ya gobernaba o, en el mejor de los casos para Enrique, cogobernaba el reino. Participaba en las reuniones más restringidas e importantes, hacía nombrar o destituir funcionarios, repartía dádivas o castigos. Hacía mucho más de lo que hacían las reinas, pero no era reina, y por ello su ambición no podía estar satisfecha.
Gabrielle gozaba de la entera confianza de su regio amante y le influyó en su decisión de convertirse al catolicismo. En julio de 1593, con gran solemnidad, Enrique IV fue recibido en Saint-Denis por las autoridades eclesiásticas como hijo de la Iglesia, en tanto el católico pueblo atronaba los aires con vivas al que ahora sí consideraba su rey. Claro que los católicos más exigentes no podían ver con buenos ojos la presencia de Gabrielle, en la que centraron sus ataques que, por elevación, llegaban hasta el mismo Enrique. El rey, para calmar los ánimos, confinó momentáneamente a Gabrielle en el monasterio de Montmartre, aunque sin privarse por ello de visitarla asiduamente.
El 22 de marzo del año siguiente, Enrique IV hizo su entrada en París y tomó posesión del Louvre y de las demás residencias reales. Muy poco después, la favorita se reunió con el rey, instalándose en el palacio del Louvre, teniendo acceso, por vía privada, a las habitaciones de su real amante. Y mientras el país entero se inclinaba ante él, también Gabrielle empezó a mirar con nuevos ojos a su viejo y poco amado cortejo. Si hasta entonces su vida había consistido en una sucesión de coacciones y renuncias, ahora tenía un objetivo por el que luchar, una razón para corresponder a los sentimientos de Enrique y tenerlo firmemente ligado a ella: se proponía convertirse en su esposa y reinar a su lado.
Un éxito decisivo supuso para Gabrielle el dar a luz en junio de 1594 a un robusto varón, a quien pusieron por nombre César. A los cuarenta años, Enrique se abandonó a las alegrías de la paternidad. Para que el monarca pudiese reconocer a su hijo, era preciso liberar a Gabrielle de su esposo: tras un proceso farsa, en el curso del cual el pobre señor de Liancourt fue obligado a declararse impotente, el tribunal de Niort restituyó a la joven a su anterior estado de non nupta. Y, si bien la anulación del matrimonio del soberano se preveía menos sencilla, Gabrielle podía de todos modos emprender la carrera de concubina oficial sin temer ya incurrir, por lo que a ella se refería, en la acusación –entonces extremadamente grave- de adulterio.
Había que remontarse a la época de Ana de Pisseleu y de Diana de Poitiers para tropezar con un ejemplo similar de favor real. Títulos, propiedades, beneficios, cargos, cantidades astronómicas, joyas y regalos testimoniaban casi cotidiamente la irresistible ascensión de la ex baronesa de Liancourt, convertida en marquesa de Monceaux y luego en duquesa de Beaufort.
A diferencia de Diana, sin embargo, Gabrielle no tenía una rutilante reputación que usar como escudo, y la indignación suscitada por tan insultante despilfarro del dinero público, en un país castigado por las guerras y las carestías y al borde de la bancarrota, se vio reavivada por el escandaloso acrecentamiento de los honores que se rendían a la favorita y a sus hijos. Ya en el momento de la conversión de Enrique en Saint-Denis fue necesario tomar precauciones para proteger de la hostilidad de la multitud a Gabrielle, que en los años siguientes, acusada desde el púlpito por predicadores parisienses de empujar al rey a la perdición, se convertiría de manera creciente en blanco del rencor popular.
Otro ínfimo detalle se interponía entre Gabrielle y el trono: tocaba el turno a Enrique de anular su matrimonio con Margarita de Valois. Todo el mundo estaba de acuerdo en que, una vez en el trono, el rey debía consolidar la paz y la estabilidad del país tomando nueva esposa y trayendo al mundo herederos que asegurasen la continuidad dinástica, dado que su unión con la última de los Valois había resultado sin descendencia, con objeto de evitar que se reavivasen los conflictos en el momento de su sucesión.
Un consejero de Estado es despachado a la fortaleza de Usson para convencer a la reina Margarita de la conveniencia de una anulación. Tiene para ello poderosos argumentos, que pueden sintetizarse en una entrega inicial de doscientos cincuenta mil escudos para saldar sus deudas y una asignación mensual de otros doce mil. Margarita se mostró dispuesta a firmar la demanda de anulación, pero con una serie de condiciones. Si por un lado exige mayores compensaciones económicas, por otro aclara que no se opone al deseo del rey, salvo que sus intenciones fueran lograr la libertad para hacer reina a “ una mujer de tan baja extracción y que ha llevado una vida tan sucia y ruin como la que se rumorea”.
Aunque tampoco se priva de enviar cartas amables y hasta afectuosas a Gabrielle llamándola “ hermana mía” y afirmando que, después del rey, es la persona a quien más estima. En realidad, lo que Margarita de Valois buscaba era ilusionar a la favorita haciéndole esperar una inmediata solución a su problema y así lograr del rey el envío de cantidades de dinero mayores de las que, con cuentagotas, habían empezado a llegarle. Se vio claro que ni el Papa ni Margarita darían su consentimiento a la anulación sin tener a cambio la absoluta garantía de que el rey no se iba a servir de ella para casarse con su amante. Era preciso, pues, iniciar negociaciones matrimoniales creíbles y conformes con el prestigio de la monarquía francesa. Los ministros buscaban afanosamente una princesa extranjera.
Iniciadas en 1594 las diligencias relativas a la anulación, se prolongaron durante casi seis años, los más intensos y serenos de la relación del rey con Gabrielle. Como atestiguan las extraordinarias cartas que Enrique escribió a su amante y que han llegado hasta nosotros, no se trataba solamente de la perduración de una violenta pasión física. En la atribulada y dramática existencia del soberano, la joven había llegado con el tiempo a constituir un refugio seguro, un oasis, de calma, de belleza, de armonía, de refinado hedonismo. El consejero Sully, que sin embargo no quería a Gabrielle, ha enumerado en sus memorias las cualidades que el soberano decía apreciar más en ella, cualidades entre las cuales figuraban la dulzura, la gracia y la amabilidad. Era ella la persona a la que el rey podía confiar sus secretos y sus preocupaciones y recibir un tierno y afectuoso consuelo.
La joven caprichosa e inestable, dispuesta a aprovechar cuantas oportunidades tuviera para tomar revancha de la violencia sufrida, había dejado paso a una compañera fiel y cómplice, atenta a responder a las exigencias afectivas del rey y orgullosa de la influencia que ejercía sobre él, una influencia que no era nefasta, puesto que Gabrielle era, junto con su familia, convencida partidaria de una política de tolerancia y contribuyó a empujar a Enrique tanto a la conversión al catolicismo como a la promulgación del edicto de Nantes, que tuvo por objetivo regularizar la situación de los protestantes y poner término a las luchas religiosas en Francia.
El nacimiento de tres hijos y la común preocupación por asegurarles el mejor porvenir posible, habían coadyuvado más aún a consolidar la unión entre los dos amantes. Por grande que fuese el ascendiente que Gabrielle hubiese adquirido sobre Enrique, su situación seguía siendo frágil y aleatoria, ya que dependía de la benevolencia del soberano, que, a su vez, no siempre era dueño de decidir según sus deseos. Ella sabía, por tanto, que el único estatus capaz de garantizar sus derechos era el de reina y, si bien semejante hipótesis parecía inconcebible, durante años Enrique autorizó a la mujer amada a creerla realizable.
Pero el rey sabía bien que no era más que un sueño y que no era la aspiración a la felicidad la que guiaban las elecciones matrimoniales de un soberano. Una mujer que había sido públicamente su concubina jamás podría convertirse en reina, y aun cuando esto hubiera sido posible, no había anulación capaz de remediar el hecho de que los hijos tenidos por Gabrielle eran fruto del adulterio y por lo tanto no estaban en ningún caso legitimados para sucederle. Sólo los hijos que pudieran nacer después del matrimonio de Enrique con Gabrielle tendrían derecho a subir al trono, mas ¿a costa de qué terribles conflictos con sus hermanos mayores y con qué funestas consecuencias para todo el país?. Pero, si las cosas estaban así, ¿ por qué había engañado Enrique deliberadamente a Gabrielle haciéndole creer que el sueño podía hacerse realidad? ¿ Por debilidad, por egoismo, para vivir tranquilo o se mecía él mismo en la ilusión de conservar intacto su paraíso privado y encontrar una solución en el último momento?.
En enero de 1595, Enrique IV reconoció y legitimó con cartas patentes registradas por el Parlamento de París al pequeño César, el primer hijo habido de Gabrielle. Y se le dotó con tierras y dignidades. El gesto, que no tenía precedentes, suscitó no poco escándalo, hasta el punto de que las malas lenguas atribuyeron la paternidad del niño a Bellegarde.
Francia estaba en guerra con España y las arcas del Estado, tanto por la conflagración como por la favorita, estaban, más que exhaustas, vacías. Había que poner inmediato remedio. Gabrielle insistió ante su amante para que pusiera a Sully a cargo del Tesoro, con lo que Francia ganó un excelente administrador. Para paliar los más inmediatos efectos de la falta de recursos, que se traducía en el impago de las tropas, Enrique IV no dudó en convocar a sus mayores contribuyentes en Ruán para pedirles inmediata ayuda. Pero, pensando impresionar con belleza y pedrería al auditorio, se hizo acompañar de una Gabrielle siempre rutilante pese a su avanzado estado de gestación, con lo que logró que sus súbditos no le dieran ni un céntimo.
Pero Gabrielle dio pronto a luz con toda felicidad una niña a la que se llamó Catherine Henriette. Cuando fue llamada a ser la madrina de la niña, Catalina de Borbón, hermana del rey y primera dama del reino, se negó lo menos tres veces, ante los más altos representantes de la corte, a tomar a la recién nacida de la cuna y ponerla en las manos del príncipe de Conti, encargado de conducirla a la pila bautismal. El rey no insistió y, a pesar del incidente, la ceremonia se desarrolló con la solemnidad y el fasto debido a una princesa de sangre.
Naturalmente, la nueva hija del rey dio lugar a festejos en consonancia, con lo que pronto se diluyeron dineros llegados de Inglaterra y Holanda para ayudar en la lucha contra los españoles. Quienes, aprovechando el jolgorio francés, se apresuraron a ocupar Amiens. Realmente asustado, Enrique cambió el traje de corte por el de pelea y picó espuelas en dirección a Amiens. Además de sus tropas, le acompañaba Gabrielle. Los españoles se rindieron, pero no sin haber resistido seis meses de asedio, tiempo que pasó entre fiestas y banquetes para los sitiadores. Al menos para Enrique, Gabrielle y sus cortesanos. Como justo y hasta modesto premio a tanto sacrificio, el rey hizo a su amante duquesa de Beaufort.
Pero es con el nacimiento de su tercer hijo cuando la ambición de Gabrielle y la aquiescencia de Enrique alcanzan su culminación. En diciembre de 1598 es bautizado en Saint-Germain, Alexandre Monsieur y al final de la ceremonia, como era costumbre cuando se trataba de un “hijo de Francia”, heraldos, trompeteros y tañedores de oboe le rindieron gozosamente homenaje. Como si esto no bastase, en la suntuosa cena que concluyó los festejos la duquesa de Beaufort no se sentó en la mesa al lado del soberano sino frente a él, es decir, ocupando el lugar reservado a la reina. Verdaderamente, aquello colmó la medida. El lealísimo ministro de Hacienda se negó a dar a los músicos la recompensa debida por un bautizo real y se vio obligado a recordar a Enrique el sentido de la realeza: “ Para que vuestros hijos sean considerados hijos de Francia es necesario que haya habido con anterioridad un matrimonio”. El pueblo también se indignó.
En 1598 Gabrielle d’ Estrées alcanzó el pináculo de su gloria y poderío. Sus enemigos, que eran multitud, la llamaban Cleopatra y decían que tenía encadenado al César a sus encantos. Enrique IV sólo veía por sus ojos y sólo se preocupaba por su felicidad. Hizo al padre, Antoine d’Estrées, gran maestre de Artillería, uno de los cargos mejor pagados del reino, y los tíos Sourdis se permitían soñar con una partición del territorio de Francia para que la familia de Gabrielle tuviera, si no un reino, al menos un principado propio. En esos últimos años del siglo es casi reina. Si la corte está en Fontainebleau, ella ocupa un pabellón junto a las dependencias reales; si en París, el rey le ha otorgado una mansión vecina al Louvre.
De todas las princesas extranjeras, la mejor candidata que respondía a los intereses de la Corona francesa era la acaudalada princesa toscana María de Médicis. Las cartas del canónigo Bonciani, encargado por el Gran Duque Fernando de Toscana de dirigir las negociaciones matrimoniales de su sobrina, nos permiten seguir el descarado doble juego del rey de Francia. Desde hacía tiempo, Enrique había dado su consentimiento general al proyecto florentino, utilizando con todo una táctica de aplazamientos para perder tiempo y diferir día tras día la difícil cuestión de qué solución dar a su vínculo con Gabrielle. " Sin la duquesa, el matrimonio de vuestra sobrina se acordaría en cuatro meses ", escribía Bonciani al Gran Duque, y constataba desolado que el amor del rey por su bella amante aumentaba cada día más, hasta tal punto que, en los primeros meses de 1599, el canónigo parece dar por perdida la partida: " El rey de Francia finge querer desposar a María de Médicis para obtener la anulación de su matrimonio, y una vez obtenida se casará con Gabrielle".
Las relaciones de los embajadores italianos acreditados en la corte francesa a sus respectivos gobiernos expresaban las mismas perplejidades y las mismas sospechas que el diplomático toscano. El legado Alejandro de Médicis, enviado por el Papa para actuar como mediador para la firma de la paz con los españoles, escribirá a Su Santidad: “ Su majestad cristianísima está resuelto a tomar esposa y todos creen que es para desposar a la duquesa de Beaufort, a fin de que puedan sucederle los hijos que ha tenido con ella ”. El legado estaba abiertamente en contra de la favorita, porque aspiraba a que fuera su sobrina María de Médicis la futura reina de Francia.
Enrique tenía siempre al lado a su amante, la acariciaba y besaba delante de todos, le reservaba un tratamiento regio, condescendía a todos sus deseos y no toleraba que sus consejeros lo llamasen a la razón. A su vez, Gabrielle hacía alarde de su poder con insolencia, intervenía en los nombramientos, amenazaba a los ministros que le oponían resistencia y no ocultaba sus esperanzas de casarse con el rey. En febrero de 1599 el rey colocó en el dedo de su amada el anillo bendecido que había recibido el día de su consagración. El gesto fue acompañado del compromiso formal del soberano de casarse con la duquesa de Beaufort el primer domingo después de Pascua. Faltaba todavía la dispensa papal, pero a Enrique no parecía preocuparle. “ ¡Tan sólo Dios y la muerte del rey pueden impedirme ser reina de Francia! “, se regocijaba Gabrielle, y en efecto su victoria parecía completa.
Todo estaba preparado para el gran acontecimiento, desde el vestido de novia, de terciopelo carmesí – el color reservado a las reinas- hasta las colgaduras de seda del mismo color para su nuevo dormitorio en el Louvre. Sin embargo, según pasaban los días la favorita empezó a dar señales de nerviosismo. ¿ Había sabido quizá por sus espías que Enrique, reavivadas las negociaciones con el enviado florentino, se había puesto a discutir en detalle los artículos relativos a la dote de María de Médicis? ¿Y que, por lo tanto, el rey le había hecho promesas que en el último momento no pensaba mantener? ¿ Le molestaba el doble juego de su regio amante o, más simplemente, se trataba de la fatiga debida a su embarazo, unida a la tensión emocional al ver aproximarse una ceremonia por la cual había luchado tan apasionadamente y de la que dependían su futuro y el de sus hijos?.
Es verdad que cuando, al llegar las festividades de la Pascua, el confesor sugirió al rey que guardase las apariencias de un recogimiento espiritual y se separase por algunos días de su favorita, mientras durase aquellas fiestas religiosas, Gabrielle sufrió una terrible crisis de pánico y suplicó en vano a Enrique que le permitiera permanecer con él en Fontainebleau. El soberano la acompañó hasta Corbeil, desde donde una gran chalupa, remontando lentamente el Sena, la llevaría en el transcurso de pocas horas a París. Su despedida fue dramática, como si ambos supiesen que no volverían a verse jamás. Y fue así, en efecto, como sucedió, pues Gabrielle murió cuatro días después en París, presa de atroces sufrimientos, sola, abandonada de todos y después de invocar inútilmente en su socorro al hombre que tanto la amaba. Tenía apenas veintiséis años.
Pero ¿ qué ocurrió en realidad en aquellos cuatro fatídicos días? No faltan relatos detallados de las últimas horas de vida de Gabrielle, ya que el carácter inesperado y trágico de su muerte causó una enorme impresión a sus contemporáneos. Unos, ateniéndose al dictamen médico, creyeron en la muerte natural motivada por una eclampsia de la gestación avanzada. Otros vieron en la desaparición de la favorita la intervención de una potencia sobrenatural, divina o demoníaca. Y otros no dudaron de que la duquesa de Beaufort hubiese sido envenenada.
El martes 6 de abril de 1599, hacia las cuatro de la tarde, Gabrielle, ya en el noveno mes de su embarazo, desembarcó en el Arsenal, donde fue recibida por un grupo de damas de alto rango que la acompañaron a casa de su hermana, la mariscala de Balagny. Desde allí se dirigió luego, en compañía de Fouquet La Varenne, a la espléndida residencia de Sebastien Zamet, un financiero de origen toscano, íntimo amigo suyo y de Enrique IV, que había sido muchas veces anfitrión de los amantes. Le sirvieron una cena exquisita y que comió con apetito, pero al final tomó una cidra que le dejó en la boca un sabor amargo. Posteriormente muchos se declararían convencidos de que Zamet había dado a la favorita una cidra envenenada por orden del Gran Duque Fernando de Toscana, sobre quien pesaba ya la sospecha de haber eliminado con el mismo método a su hermano el Gran Duque Francisco María y a su joven esposa Bianca Capello, y que por razones políticas y económicas tenía sus miras puestas en el matrimonio de su sobrina con el rey de Francia.
A la mañana siguiente, Gabrielle fue a confesarse a la iglesia del Petit-Saint-Antoine y en las primeras horas de la tarde regresó a ella para asistir a la función vespertina, pero el calor y el aroma demasiado intenso del incienso le provocaron un fuerte dolor de cabeza. De regreso en el hôtel Zamet, se metió en la cama y, atacada de convulsiones, se desmayó. Al volver en sí, dijo a Fouquet La Varenne que no quería quedarse ni un momento más en casa de Zamet y le pidió que la llevase a casa de su tía, Madame de Sourdis. Ésta, que se hallaba en Blois, fue inmediatamente avisada.
El jueves por la mañana, aunque estaba muy débil, Gabrielle se levantó para ir a comulgar a Saint-Germain-l’Auxerrois, pero a la vuelta tuvo que volver a acostarse. Hacia las cuatro empezó a sufrir terribles convulsiones y los médicos decidieron provocar el parto. La comadrona estuvo torpe y el niño, ya muerto, le fue arrancado del vientre a pedazos. Unas horas después, otra crisis convulsiva, todavía más violenta que la anterior, contrajo los músculos de la enferma y deformó sus rasgos faciales. Gabrielle envió al rey un billete en el que le suplicaba que se reuniera con ella, pero ya su estado parecía desesperado. Mientras su cuerpo seguía siendo sacudido por las convulsiones, la joven perdió progresivamente el uso de la palabra, la vista y el oído y entró en una larga agonía que se prolongó durante todo el viernes y terminó a las cinco de la mañana del sábado santo.
Enrique, que al alba del viernes 9, tras recibir el billete, había montado a caballo y se había puesto en camino hacia París, no llegó a la cabecera de su lecho. Le alcanzó en la carretera un mensaje de Fouquet La Varenne que anunciaba la muerte de Gabrielle y los suyos lo convencieron de que no avanzara más "para ahorrarle un espectáculo demasiado penoso", según se adujo, aunque algunos pensaron que fue por miedo a que se casara con ella "in extremis" en contra de la razón de Estado. Ni siquiera Madame de Sourdis consiguió llegar a tiempo y al ver el rostro espantosamente desfigurado de la fallecida, se sintió aquejada de un súbito malestar.
Así pues, el único que se ocupó de la enferma y tomó las decisiones concernientes a ella fue Fouquet La Varenne, el cual no estaba por encima de toda sospecha. ¿ Cómo es posible que la comadrona, que había dado óptima prueba de su habilidad en los tres partos anteriores de Gabrielle, resultara ser incapaz de hacer frente a la situación? ¿ Por qué Fouquet hizo saber a Enrique IV que Gabrielle había muerto al menos veinticuatro horas antes de su verdadero fallecimiento? Sobre todo, ¿ por qué permitió que una enorme multitud de curiosos invadiera el palacete de Sourdis y asistiese a la terrible agonía de la pobrecilla? Por una atroz burla del destino, se hizo que Gabrielle muriera en público, como una reina. Y no ya para señalarla como un modelo de resignación cristiana, sino para poder mostrar al mayor número posible de personas sus estigmas de endemoniada. ¿ No corría acaso el rumor de que la joven se dedicaba a la brujería y que solamente la ayuda del Maligno le había permitido ofuscar durante tanto tiempo el corazón y el espíritu del rey?.
Por otra parte, admitiendo que hubiese sido Fouquet La Varenne el artífice de aquella muerte, ¿ no había librado de aquel modo a Francia de la pesadilla de un matrimonio contrario a la moral, a la costumbre y a la ley, y heraldo de infinitos desastres, y no era aquella decisión perfectamente coherente con las declaraciones ambiguas, las alusiones veladas, las apelaciones a la providencia que se encuentran diseminadas tanto en las relaciones y en las cartas de los diplomáticos extranjeros como en las memorias de los contemporáneos? Y los temores que tanto habían turbado a Gabrielle en los postreros meses de su vida, ¿ no eran debidos sobre todo a esa atmósfera cargada de recelos, de intrigas, de amenazas?.
El rey ordenó la autopsia y no se habló mucho de los resultados, pero se afirmó que no había sido envenenada. Hoy en día se debate sobre la causa del fallecimiento de la favorita: muerte por eclampsia o veneno. El tiempo dirá la verdad. La "remembranza" representando a Gabrielle, a imagen y semejanza de una reina, fue colocado bajo un dosel de paño de oro. Su tía, Madame de Sourdis, vistió el cuerpo de la muñeca con el suntuoso vestido de novia de su sobrina. La efigie funeraria, enmarcada por dos heraldos con tabardo sembrado de flores de lis, es presentada para que familiares y extraños presenten sus respetos a la fallecida. La familia de Gabrielle realizó un verdadero expolio de los muebles y bienes de la difunta, incluidas todas sus joyas.
Enrique le dio a su amada el funeral de una reina. Él vestía de color negro por el luto, algo que ningún monarca francés anterior había hecho antes. El ataúd de Gabrielle fue transportado en medio de una procesión de príncipes, princesas y nobles a la iglesia de Saint-Germain-l'Auxerrois en París, para una misa de réquiem. Fue enterrada en Notre-Dame-La-Royale en la Abadía de Maubuisson en Saint-Ouen-l'Aumone ( Valle del Oise , Île-de-France ) .
El fin de su amada trastornó a Enrique. “ Mi dolor no tiene igual, como tampoco lo tenía la persona que es causa de él; la aflicción y el pesar me acompañarán hasta la tumba”,escribía a su lealísima hermana Catalina de Borbón en respuesta a su carta de condolencia y concluía: “ La raíz de mi amor ha muerto y no dará más brotes”. No tenemos razón para dudar de su sinceridad, sin embargo, su dolor sería de corta duración. Aunque Margarita de Valois se apresuró a dar su consentimiento a la anulación, el Papa a concederla y los ministros a cerrar los acuerdos matrimoniales con María de Médicis, Enrique les ganó a todos, suscitando de nuevo el desconcierto general: apenas dos meses después de la muerte de su bello ángel, de su corazón, de su todo … perdió la cabeza por Henriette d’Entragues, una morena veinteañera totalmente carente de escrúpulos.