publicado abril 20, 2024
DESPEDIDA EN GRADOS
(crónica extensa)
Pedro Luis Ferrer Montes
Son las 3:20 AM del lunes 11 de marzo. Llevo veintiséis días en La Habana. Acabo de regresar a casa, después de una jornada dominical de intensa emoción.
Anoche, como estaba previsto, volví encontrarme con la familia Doimeadiós: Osvaldo, Vilma y Andrea; esta vez bajo el convite de mi entrañable amiga Alina, madre de «Raulito Bazuca», dueño y chef del restaurante «Grados», situado en calle E, entre 23 y 25, Vedado.
La cita en «Grados» era a las 8 PM. Fuimos llegando escalonadamente. Algunos veníamos del teatro, y nos fuimos acomodando en una terracita fresca situada en la entrada de la casa‐restaurante, donde pudimos disfrutar una limonada frappé deliciosa y una divertida charla, antes de pasar al salón donde haríamos nido.
Quisimos reunirnos como lo hacíamos en los viejos tiempos, cuando le dábamos pescozones de algodón al chama Raulito, y descargábamos hasta el amanecer, sin imaginar que la casona un día sería este excelente centro de cultura culinaria. El muchacho estaba destinado a ser un pensante inquieto y Chef, bajo la crianza de una madre filósofa, y una tía dedicada a la cibernética, amantes del arte y la reflexión a más no poder; ah, y cocineras exquisitas.
Para esta ocasión, anoche, cerraron el salón principal del local y lo coparon con sus amigos más cercanos, artistas y devotos de la trova. Todos vinieron a escucharme, en el lapso informal de un encuentro absolutamente íntimo y relajado. Los muebles se fueron moviendo según aparecían los amigos. Fue grato poder saludar gente que uno aprecia, como el pintor Lázaro Saavedra y familia; compartir con la actriz Mariela Brito y su novia; abrazar a la entrañable Baby, amiga de los años, y a tantos otros allegados de los anfitriones, cuyos nombres, más de veinte, resbalan en mi retentiva. Espero disculpen la involuntaria omisión.
Cada quien se ubicó a su antojo y comodidad. Pronto el restaurante volvió a ser un sitio doméstico y familiar, bajo una temperatura formidable. El Chef Bazuca, con su modesto enjambre de empleados, todos universitarios, fue surtiendo incesantemente las mesas con una variedad deliciosa de regalos comestibles. No puedo narrar el cúmulo de anécdotas, chistes, reflexiones, que hicieron amena la estancia. Espontáneamente, fueron armándose varios grupitos conversacionales afines. El islote más divertido lo conformaban Ederlys y Mayito, Mariela «Ciervo» y mis hijas Diana y Lena, al que se sumaba eventualmente algún que otro allegado ocasional. Yo me agrupé con la isla más extensa: Doimeadiós y familia, Saavedra y familia, y la anfitriona Alina. Una partición que era solo aparencial, pues había un constante intercambio de jaranas y burlas en todo el saloncito, un incesante metabolismo jocoso que daba vida al especial encuentro.
Y llegó la guitarra para que —sin pedirlo— se hiciera un silencio absoluto. Nada como cantar relajado para los amigos ávidos de poesía. Como siempre, mi hija Lena me secundó a dúo y en solitario. (Espero que muy pronto podamos —como ya he comentado— presentarnos públicamente con nuestra pequeñísima banda, en alguna locación de La Habana, Santa Clara y Cienfuegos.)
Ahora, madrugada en casa, la prolongación de una ducha fresca me ayuda a desconectar del eco mundanal. Bajo el peso del chorro, procuro conseguir esa imagen cósmica que me relaja, mientras la parte autónoma de mi mente continúa reproduciendo vertiginosamente fragmentos de todo lo acontecido en este día de asueto. Pronto regreso a «El Ciervo Encantado», invitado por nuestros colegas Ederlys y Mayito, amable extensión de las anfitrionas Nelda y Mariela. Un breve preámbulo plagado de saludos, y, finalmente, pasamos a la sala. Hago una pausa para enjuagarme el jabón que ha caído en mis ojos, y vuelvo a mi luneta. En medio de la oscuridad, comienza el performance de Marcela García Olivera, titulado «Germen». Abro más la ducha, y es una voz en off que me convida a esperar: «¡Espera, espera!» La misma voz me recuerda que los insectos se lanzan contra la luz. Decido esperar. La sombra protege y reconforta. Desde mi butaca siento que la actriz me incita a la calma, a concentrarme en mi espacio más íntimo. A cuidarme de la luz que ciega. Termina Marcela mojando su cabeza con un jarro, mientras el agua cae sobre una porción de tierra. Mi ducha, en cambio, se va por el tragante, portando mi tensión. Ahora floto bajo el torrente que termina de disolver el champú, en tanto sigo tropezando con las imágenes más relevantes del día. El Ciervo está repleto de comején, pero no cesa de estrenar.
Sentado en el borde del colchón, sobre mi cama vieja, frente al azote intenso de un ventilador, me decido a descansar como un bendito. La noche ha refrescado, pero mi cuarto hierve. Días esperando por un técnico que dé un «boca a boca» a la vieja máquina de enfriar. Helaba como un polo terráqueo, pero súbitamente comenzó a freír. Los sorpresivos «apagones» pasan factura.
Mañana comenzaré a organizar la maleta para retornar a La Florida, después de un mes de intenso palpitar en la compleja vida habanera.
Antes de dormir escribo:
Le digo adiós a la ilusión silvestre
que nació sin querer sobre la cresta
de alguna percepción de absurda especie
que trastornó el sentido de mis venas:
rezago adolescente de mis lirios
que procuran del mundo, lo que sueñan.
La Habana, marzo 11, 2024.