publicado abril 20, 2024

ANTÍGONA

(crónica)

Pedro Luis Ferrer Montes


Antes de terminar el día, intento abrir el portón del jardín. La luz del portal atraviesa la pirle y se disemina débilmente sobre la fragmentación desidiosa de la acera y el asfalto, mientras yo, en penumbra, procuro adivinar la hendija de la cerradura. Los amigos que me trajeron, hacen de guardaespaldas, mientras me esfuerzo en meter la llave. Vuelvo a sugerirme colocar una bombilla en la entrada, pues ha perecido el foco del horcón de la esquina, que visibilizaba hasta el basurero endémico. Por fin acierto, y pronto me veo frente a la madera del majestuoso índigo de la puerta principal. Fue una tarde amena, entre colegas y percepciones contradictorias, de una realidad que se mantiene en pie, fusionando el remanente de lo poco que había —que por momentos tuvo algún limitado esplendor— y lo que, con mucho esfuerzo, astucia y dinero, se consigue hoy. Finamente, entro a casa, coincidiendo con el timbre del móvil que, en el bolsillo, me hace deducir que mi hija Lena verifica mi seguridad personal. La tranquilizo y doy luz verde para que se marchen. (Los relatos y anécdotas sobre la delincuencia creciente, sugestionan y llevan a extremar el alerta, por muy poco paranoicos que seamos.)


Pongo el teléfono sobre la mesita de losa y metal de la sala, y abro la amplitud colonial de las ventanas que aún conservan su esplendor azul. Una brisa fresca acrecienta el deseo de mecerme en el sillón confortable que, haciendo par, muebla el recinto. Mientras me descalzo y masajeo mis pies —preámbulo del vaivén del balancín—, Lena y yo decidimos sentarnos en el parquecito frontal del «Bertolt Brecht», en espera de Ederlys y Mayito, hacedores entusiastas del convite para disfrutar, en la sala «Tito Junco», la nueva puesta de «Antígona», adaptación de la tragedia de Sófocles por el dramaturgo alemán Bertolt Brecht, versionada ahora por «Impulso Teatro», con un nutrido elenco de más de quince actores dirigidos por Linda Soriano.


«Años sin pasar por estos lares» —me digo en voz alta, mientras impulso el balancín con la planta del pie, sobre el frescor intermitente de la losa. Abro los ojos y es el techo movedizo que se acopla al vaivén de mi cabeza, cuya noción aún divaga difusa sobre la espera del parquecito. En lo que Lena y yo «hacíamos tiempo», acomodados en el cemento del banco, una ristra de colegas y admiradores se acercaban a mostrar su aprecio, y rememorar alguna presentación nuestra en Bellas Artes, El Ciervo Encantado, la Sala Atril, Trinidad, Pinar del Río... Alguien se refirió efusivamente a mis esporádicas presentaciones en este Café Teatro, situado justo en los bajos de la sala donde en breve veríamos la obra. Sin dudas, aquí tuve muy hermosas experiencias con un público excelente.


En eso, finalmente, aparecen nuestros invitadores —él, Mayito, ha estado a cargo del diseño escenográfico, el vestuario y la gráfica de la puesta—. Vienen lozanos como dos lechugas en cantero, después de haber zapateado un buen tramo bajo el tibio resplandor de la tarde. Y es ahí donde se esfuma definitivamente este prefacio: regreso a mi sillón nocturnal, rectifico la postura displicente de mi cuerpo, y continúo la fruición del balanceo. Pronto es mi difunta madre quien se mece, inhalando un «Dorado» frente a la radio. Su voz desenfadada acompaña en unísono la afinación perfecta de Estela Raval. Un deseo innato de mecerse y volar. De ella me viene esta adicción a la mecedora. «Mijo, cuando se anda con rodeos, es que el camino recto está encharcado» —me alerta desde su bamboleo humeante, mientras el elenco de Antígona insiste en representar la tragedia griega.


En los pocos días que llevo en la Habana

—pensaba mientras presenciaba la herencia de Sófocles— he podido asistir solamente a un puñadito de los muchos convites. No doy abasto para palpar todo lo que acontece culturalmente en esta Habana contrastantemente asediada por un abandono generalizado, donde las grietas estructurales amenazan con derribar edificaciones formidables, los basureros pululan sobre las aceras y calles que parecen haber sufrido un bombardeo. Y ahora —en esta esquina del Vedado, donde la calle Línea conserva algo de su aspecto normal, y el tráfico es menos escaso que en el agosto pasado—, me encuentro en una sala de teatro que sobrevive majestuosa, pese a la evidente falta de mantenimiento, donde se expone con esmerado rigor profesional una obra cuya metáfora parece no hacer mella en la suspicacia de los más prejuiciados. Estoy viendo al tirano Creonte, que desoye los consejos de sus más cercanos colaboradores, y termina hundiéndolo todo. «Cuando los grandes edificios se derrumban —exclama el adivino Tiresias—, arrastran consigo todo lo que los rodea».


Concluyo el balanceo, cierro las ventanas y me voy a la cama.


La Habana,  marzo 4, 2024


(fotos Lena)