Tío Segundo Ferrer, dibujo de mi memoria.

publicado diciembre 17, 2022


TÍO SEGUNDO Y EL SUSTENTO

Pedro Luis Ferrer Montes

—Mijo, el negocio de las pompas de velatorio prospera a costa de la desgracia de otros —apunta Tío Segundo, mientras escoge las basuritas en una lomita de frijoles—. Aunque, claro está, no es el funerario quien origina la desgracia: además del diezmo inevitable de la naturaleza, hay mucha gente que, sin proponérselo, con su descuido o violencia, le propicia esa holgura —asevera al arrastrar desde la mesa los granos limpios hacia la cazuela que descansa en sus piernas—. Bueno, algún bendito tiene que ocuparse del cuerpo de los difuntos. Triste oficio que tiene garantizada la materia prima —comenta y se ríe como suele hacer cuando quiere restarle dramatismo al asunto—. ¡Ay, si me escucha tu tía Lilia, pone el grito en el cielo! Me parece estar escuchándola: «¿por qué le dices esas torceduras al niño?». Ay, Lilia, al muchacho hay que obligarlo a pensar —exclama dirigiéndose a abuela Inocencia, que lo escucha atenta, sin chistar. Luego de acariciarme displicentemente la cabeza, continúa—:

Mira, lo bueno que tiene consagrarse a la agricultura —dice mostrándome un puñado de frijoles— es que su prosperidad no depende de la desgracia de nadie, sino todo lo contrario: necesitamos buen clima para lograr la cosecha; gente saludable, con voluntad para labrar primero, y luego comer. Para la mente, nada resulta más caudaloso y saludable que cultivar la tierra, una labor que resucita a todos. Si estás en tus cabales, nunca pelearás contra un campo sembrado. Cosechar es tarea de gente iluminada. Sí, mijo, labor de santo; porque (escúchame bien) la maldad es capaz de malograr los cultivos y fomentar el hambre, si con ello saca algún beneficio —sentencia mientras lanza al patio el empedrado residual de los frijoles—. No creas que mis palabras hacen aumento, Menelao, no. Para algunos, la miseria de otros es una caja de caudales. Hay satanes que se dedican a crear calamidades para luego negociar los arreglos. Te cuento algo...

Abuela lo interrumpe con el buchito de la colada reciente; y él acata la pausa con beneplácito, con esa expresión de cielo despejado que escapa de sus ojazos azules cuando se siente feliz. La moldura deforme de su jarrito preferido le permite ahora percibir con más nitidez la intensidad del aroma. Para mí, el estímulo llega en una bandeja de Masa Real y un tazón de sambumbia humeante.

—El Majá de Santa María es el más corpulento reptil del Caribe, eso dicen, y no es venenoso: estrangula a sus presas, las descoyunta y se las traga. Resulta ser que en la finca de Don Moro, dispuesta para la cría de gallina, cerdo, conejo y carnero... comenzó a campar este majá que se nutre precisamente de todo lo que se criaba allí. No se sabe de dónde salió el montón de culebrones que copó la finca. Sospecho que fue una maldad de la envidia. Una verdadera invasión. Casi se lo tragan todo.

Tío Segundo hace una pausa, sale brevemente al patio y se sacude la ropa. Luego toma la cazuela y enrumba campante hacia el fregadero. Abuela, que lo observa y calcula, haciendo gala de su raigal delicadeza, decide relevarlo: prefiere enjuagarlos ella; así, de paso, revisa si casualmente quedó algo, y, sobre todo, para correrles mucha agua, sí, porque hay que cuidarse de los fertilizantes... De inmediato, ameniza su intromisión anunciándole otra coladita.

—Mejor te sientas y termínale al niño el cuento de Moro y los majás —le sugiere amablemente mientras le recibe la cazuela enfrijolada.

Tío obedece con agrado y regresa al taburete.

—Moro, que era un mortal adinerado, con mucha suerte en el negocio de granja, se vio obligado a contraer empleados para combatir la insólita aparición depredadora. Aquello metía miedo. Todo un ejército de mentecatos, y no daban abasto. ¡Increíble! Casi tres meses de batalla, hasta que, por fin, comenzó a amainar la plaga.

Don Moro comenzaba a sentirse glorioso y satisfecho —continúa Segundo—; pero los jornaleros captores (que en lo visible compartían su alegría), en la intimidad hogareña se sentían preocupados, pues, a todas luces, estaba a punto de esfumarse el generoso empleo: nunca antes habían ganado tanto dinero por matar algo: por cada Santa María muerta, recibían una buena suma. Aquella abominación de boas era una minilla de oro. Así, sin cavilarlo demasiado, los más torcidos se dispusieron secretamente a cultivar serpientes. Había que mantener a toda costa aquella suerte de sustento: por cada Santa muerta, pondrían una del vivero.

Al terminar la narración, después de echarme una imperceptible ojeada para aquilatar el efecto de su relato, Segundo permanece un rato pensativo, con la vista perdida en la pared; hasta que abuela lo hace regresar con el último jarrito de café. Antes de beberlo, remata el mensaje—: Niño, no permitas nunca que aquello que debes derrumbar se torne horcón de tu sustento, pues terminarás apuntalándolo.