publicado noviembre 19, 2022
¿POBREZA Y HAMBRE?
Pedro Luis Ferrer Montes
Mucho se menciona y ensaliva hoy la abundancia y el hambre, la salud y la mugre, la equidad y la explotación, la justicia plena y el abuso de toda índole; en fin, los avances del mundo y sus calamidades. Los discursos se calcan y repiten día a día, minuto a minuto; apoyándose y contradiciéndose piadosamente y sin piedad, abrazándose y decapitándose. Es obvio que han aumentado y desaparecido los espacios y vacíos, para que todos digamos y callemos nuestro parecer y el ajeno.
Y así aprendemos que las soluciones están ahí, al doblar la esquina, y que no hay solución posible; que el desarrollo tecnológico nos hará más libre y nos esclavizará... que la democracia es el mejor y el peor sistema que ha existido sobre la tierra, que el totalitarismo nos oprime y libera, que la verdad es la mentira y viceversa.
A la deriva, en medio de este ajiaco informativo-desinformador, uno se encuentra en la misma superficie desde donde comenzó a navegar o quizás un poco más al fondo. He leído las cifras millonarias que algunas instituciones internacionales han consagrado durante años a impulsar la agricultura en determinada geografía; y en el propio artículo se denuncia la eterna carencia de alimentos en esa misma región favorecida. De lo cual podríamos deducir que —entre otras posibilidades— la ayuda produce escasez. Un colega simpático y mal pensado me escribió: «Lo curioso es que se exige y se ofrece más ayuda para mantener el mismo desenlace improductivo. Cabe preguntar si esas ayudas que se esfuman en el vacío, producen algún beneficio a quienes las ofrecen, como ocurre con las donaciones que liberan de impuestos; o si en parte van a parar al bolsillo personal de quienes las promueven».
La pobreza, además de ser lo que objetivamente es, toma cuerpo ideológico y despliega múltiples fantasmas que deambulan por todos los rincones de la mente, como edulcorantes benignos y malignos, según el cuerpo-alma y la circunstancia. Hay momentos sublimes-terribles en que los magos de la prosa y la metáfora logran convertirla en una suerte de riqueza, elevando los valores éticos y espirituales por encima de los económicos. No obstante, una infinidad de seres humildes y repletos de virtudes, mueren de inanición.
El «orgullo de haber nacido pobre» es muy frecuente entre quienes hoy amasan una gran fortuna bancaria. Días atrás escuché el relato de un portentoso empresario que parecía estar dispuesto a renunciar a su enorme patrimonio y regresar a aquellas auténticas carencias que le permitieron formarse como un «hombre honesto», visiblemente conmovido por la nostalgia afectiva de aquellos viejos tiempos de penurias. Suerte que el programa terminó antes de que pudiera despojarse de su caja de caudales y así escapar de la «riqueza que deforma».
Pero también hay ricos que nunca fueron pobres y, aunque no saben a ciencia cierta en qué consiste el hambre, les aterra la posibilidad de arruinarse. Los más insensibles, superficiales y pragmáticos, ven en la pobreza solo carencia de riqueza. Y, al igual que los pobres, muestran el orgullo por haber nacido en «cuna de oro» y haberse formado como hombres de bien, creadores de capital. Lo cual nos induce a comprender que ser rico o ser pobre es la mejor manera de formarse humanamente.
Un cocinero describía el hambre que pasó en una época donde solo había arroz, chícharo, huevo y calabaza. Si acaso, de vez en cuando, «una gallina más dura que un palo o un puerquito criado con mela'o y sancocho, que también daba manteca. Llegó el momento en que no podía ni ver el chícharo. Ni un jamoncito, ni un chocolatito, ni un quesito, nada» –se lamentaba.
Cuando se experimenta el hambre —y no hablo del apetito circunstancial donde las tripas maúllan, avisándonos que es hora de acudir a la olla con harina guisada por la abuela; sino del hambre cruda donde se pierde la noción hasta del hambre misma—, entonces el fantasma de la pobreza deja de ser una especulación del intelecto y toma cuerpo de ceniza. Sí, esa que hemos constatado en los documentales hiperrealistas donde vemos cómo se disecan los cuerpos famélicos de los niños de África. Solo comparable con la del holocausto.
Conozco un camarada —cuya barriga es pura fibra de buey— que a ratos discursa sobre el hambre universal, dramáticamente adolorido, a veces hasta con lágrimas en las mejillas, mientras cubre de mayonesa el lomo de su langosta. La narra como si se tratara de una macabra ficción, o como si solo fuera una «inadmisible mancha sobre la ética humana». Pero no, querido comilón, el hambre verdadera no cabe en esa fluida y afligida descripción bien intencionada que tú redactas con tu gramática de puntos y comas mal colocados, mientras salpicas de saliva el pastel de carne de la fiesta.