EL ECO

Pedro Luis Ferrer Montes

La mayor parte de mi poesía procura ser síntesis metafórica de mi psiquis cotidiana, donde el recuerdo y el futuro que imagino complementan y se integran a la percepción de la inmediatez. En mi mente, el tiempo fluye sin cronología; y los vivos y los muertos conviven en una misma dimensión espiritual.

Tía Lilia era propensa a absorber cualquier  comentario lanzado por amigos y familiares cercanos, esas partículas anecdóticas que tienden a aumentar un incidente o la biografía de alguien; apuntes que, como bolas, crecen y se deforman en la medida en que ruedan por el imaginario y la intención del pueblo: cada quien le agrega una coma, una palabra, un gesto.

Cosa bien distinta es la «comidilla» que se echa a circular intencionalmente con un interés premeditado, cuyo cuerpo ya nace bien dotado; «cincel» destinado directamente a destruir. Y están también los «comodines», cuyo objetivo es calzar favorablemente. Variantes todas que, para propagarse, se aprovechan de la costumbre, cascada indetenible de las «bolas».

Pero la «chismoreda» (término usado por tío Segundo: chisme+humareda) consumida ingenuamente por la noble tía Lilia, no era la misma que circulaba cotidianamente en la calle, impulsada por gente y ambientes vulgares, donde el afán de desprestigiar o endiosar se manifiesta muy descarada y groseramente.

La «chismoreda» que ella digería estaba marcada por el fuero de ciertas personas cultas y educadas, que le eran afines y que desfiguraban las «verdades» de una manera imperceptible. Gente que, bajo un elogio, era capaz de deslizar un detalle muy adverso hacia alguien: una determinada suciedad aparentemente insignificante, pero ampliamente degradante. Jamás dejaban ver  la intención hostil: todo lo adornaban como si estuvieran ensalzando o como si su decir no tuviera propósito. Tío Segundo definía este recurso como «la cagada invisible». Por supuesto, no todas las amistades de tía Lilia eran así: la balanza de su conjunto convivencial se inclinaba más hacia las personas realmente nobles y sensatas.

Cuando la ingenua Lilia regresaba de visitar a «las cagonas», comentaba cada detalle destilado por ellas, pero lo hacía traducido ya al lenguaje llano y transparente de «su interpretación».

—Lilia, no repitas eso, por favor —le recriminaba Tío Segundo—. Tus amigas finas te ponen en la mente lo que sus lenguas no se atreven a decir. Están dándote el hilo y la aguja para que hilvanes en tu cabeza deducciones de tu propia cosecha; quieren que luego las comentes como tapetes bordados por tu mano. Al final, estás repitiendo lo que «no» te dijeron. Vas a quedar como la autora de esas torceduras. Te quieren convertir en la voz de su silencioso mal pensar —la alertaba una y otra vez.

Y tenía razón tío Segundo: una vez, Lilia se atrevió a comentar una de «sus interpretaciones», con un pariente poco discreto que, sin querer, lo hizo llegar a oídos del afectado. Se armó un barullo, pero «las cagonas» se defendieron:

—Ay, Lilia, ¿de dónde sacaste semejante barbaridad?

—Ustedes la dijeron.

—¿Nosotras? Jamás te hemos dicho tal cosa; entendiste mal; seguro que, como estabas prejuiciada con esa persona, diste a nuestras palabras un sentido que no tenían. Bien sabes que no andamos en chismes, ni hablando mal de nadie.

Tío Segundo se negaba a hacerse eco de lo que escuchaba en la calle: «Esa mazorca hay que deshojarla, quitarle la paja y desgranarla para ver el grueso real de la tuza», decía cuando escuchaba algo fuera de lugar. «El que se hace eco, ayuda a deformar la visión del suceso, sobre todo si no es testigo presencial. Nunca sabemos por qué llega a nuestra oreja un comentario adverso sobre alguien; ni si, al repetirlo y aumentarlo, estamos haciendo el juego a un malhechor».

Mis amiguitos, a escondidas de sus padres, solían bañarse en un río, cuyo techo era un puentecito que servía de sostén a una línea de tren. No era muy hondo, y se veía bastante limpio, pero yo nunca me lancé. Mi tutor, tío Pfeifer, veterinario de la zona, un día me pidió acompañarlo en su recorrido y me alertó de que ahí podía adquirir enfermedades: «esa agua no circula con fluidez y los campesinos lo usan para asear a sus animales», me dijo, al ver que unos niños se acercaban al puente.

La única vez que decidí quitarme los zapatos, recogerme los bajos del pantalón y mojarme los pies, sentado en el borde de una roca, tuvo una trascendencia inimaginable: «Lilia, tu Menelao se estaba lanzando como un loco desde el puente del río y casi lo aplasta un tren» —fue la versión que llegó a los oídos de mi casa.

—¿Ves,  mijo, lo que es el eco de la lengua —comentó tío Segundo—; ves cómo la ligereza o el deseo gratuito de perjudicar transforman las palabras? ¿Ves por qué hay que ser cuidadoso con lo que se repite? Un alpiste termina siendo un melón.


ECO

(a tío Segundo)

Pedro Luis Ferrer Montes

Cuando los ecos vuelven

al punto donde estamos

emitiendo el latido,

nuestro grito parece

el mismo que volcamos

en el espacio vívido,

que nos responde en breve

con el leve retardo

del rebote en el linio.

Sin embargo, no es ese

el clamor que lanzamos

al páramo delicio;

no es la misma corriente

que nuestra voz en ramo

le propició al circuito:

en reversa, batiente,

se transfigura en varios

espectros remolinos;

cobra ruidos silvestres

que habitan el espacio,

detalles expeditos,

partículas nutrientes

del corredor agrario,

maderable crujido...

Lo que regresa es vientre

de universo preñado

por el vasto infinito.


Noviembre 27, 2022.