AGUATERO
Pedro Luis Ferrer Montes
Pasé mi adolescencia en la barriada habanera de Santos Suárez, en un apartamento muy modesto, estructurado con los recursos más elementales para la subsistencia. Mi madre era obrera en una fábrica textil y mi padre trabajaba en cuestiones burocráticas, labores que daban lo elemental para la manutención familiar. Mis dos hermanos y yo, aunque poco aplicados, éramos estudiantes.
Casi toda mi familia paterna residía en Santos Suárez. El apartamento de tío Raúl, situado justo a una cuadra del nuestro, era quizás el más frecuentado por mí, pues allí tenía acceso a una guitarra criolla muy cómoda, que sonaba muy cristalina (todavía no contaba con una de mi propiedad). Su pequeña biblioteca me proporcionaba los mejores lapsos de calma y silencio para intuir y ensayar mis primeras inquietudes creativas. A tío Raúl lo veía pocas veces, casi siempre los domingos de asueto, en compañía de mi padre. Pero su esposa, tía Raquel y su cuñada Panchita eran unas anfitrionas formidables, conversadoras y amenas, siempre con el estímulo oportuno: un batido, una limonada o una galletica untada con algo sabroso.
A diferencia de mi casa, la situación del agua en aquella cuadra era neurálgica. La surtían cada dos días, y llegaba con tan poca fuerza que apenas mojaba los tanques.
Un buen día, tía Raquel me pidió el favor de subirle dos cubos de agua, pues la debilidad del flujo se había agravado. Entonces decidí llenarle un tanque mediano que mantenía como reserva en la cocina. Debía recorrer, ida y vuelta, una escalera hasta un primer piso, más una escalerilla desde la terracita donde estaba el grifo que, muy lentamente, me surtía. Dos cubos medianos en cada viaje: un ejercicio formidable para mi adolescencia.
Tía se puso eufórica con mi iniciativa: me lo agradeció con otra merienda. Cuando me marchaba, introdujo un billete de cinco pesos en el bolsillo de mi camisa. Me negué a aceptarlo, pero ella insistió encarecidamente.
Al llegar a casa, entregué el dinero a mi madre para contribuir con los gastos hogareños. Tuve que explicarle su procedencia, y no le pareció bien cobrarle a tía Raquel.
—No le cobré, mami, ella lo puso en mi bolsillo sin yo pedírselo. Me negué, pero insistió. Se siente muy agradecida con el agua —le expliqué y mi madre no objetó más.
En esa época, el cine costaba veinte centavos, el transporte urbano, cinco. Podías comer una croqueta con pan o una papa rellena y un batido, por menos de un peso.
A la semana siguiente, Panchita, la hermana de tía Raquel, que vivía en el apartamento aledaño al suyo, puerta con puerta, me convenció para que, en los días de agua, en mi tiempo libre, llenara su tanque de reserva. Así, cada dos días me aparecía en casa con diez pesos. A veces eran quince, pues me sensibilicé ante el ruego de una vecina recién parida.
De tal suerte, aunque regresaba extenuado a casa, pude ayudar a mejorar el bienestar hogareño. El salario mensual de mi madre en la fábrica no sobrepasaba los doscientos pesos. Mi aporte nos permitió ir frecuentemente al cine y merendar en la calle. Casi la mitad del dinero del agua lo entregaba a mi madre. Ahorraba un poquitín para comprarme una guitarra y para asumir las pequeñas diversiones cotidianas en familia.
Mi faena como aguatero fue ampliándose gracias, primero, a la recomendación de una amiga de tía, cuya madre residía en un segundo piso, en una zona viboreña donde también surtían débilmente el agua en los días que acá faltaba. Y, luego, por el antojo esporádico de alguna familia del mismo inmueble. Con lo que llegué a tener una buena clientela.
Así que no exagero cuando digo que mi primer empleo fue como aguatero.
Una estrofita que sobrevivió en mi memoria, que compuse en esos años para una canción que olvidé, tiene que ver con esa experiencia:
«Agua que en mis piernas sube
y que en mis brazos se alza,
hace más libre mi cuerpo
y me regocija el alma».