Había una vez un famoso templo al que se dirigían muchos peregrinos para dejar ofrendas a Dios. Pero vivía por entonces una anciana mendiga que no tenía nada para llevar. Y lo cierto es que deseaba tanto poder hacer una ofrenda que decidió pedir limosna un día y sacrificar su comida a cambio de unas pocas monedas. Con ellas compró una pequeña velita. El dinero no le daba para nada más.

Ilusionada, llegó al templo y encendió la pequeña vela. La colocó junto al resto, todas más grandes, y dijo en voz alta:

– Perdona, Dios, por no poder traerte nada más. Es todo lo que tengo, pero deseo que esta pequeña luz pueda ser bendecida con el don de la sabiduría para poder hacer felices a otros e iluminar su camino.

A lo largo del día, todas las lámparas se fueron apagando. Todas, menos una, la de la anciana. Al caer la noche, el ayudante del templo encargado de cerrar las puertas y apagar las luces, al ver que solo quedaba aquella vela, quiso apagarla. Pero por más que lo intentó, no lo consiguió. Ni soplando, ni apretando la mecha… La llama volvía a surgir de nuevo. Entonces se acercó el sabio sacerdote párroco y le dijo:

– ¿Qué haces? – Intento apagar esta lámpara, pero no lo consigo…

– No lo lograrás nunca. Ni aunque derrames sobre ella todo el agua del océano, ni aunque traigas hasta aquí el agua de todos los lagos. No podrás apagarla jamás.


– Pero… ¿por qué?- preguntó extrañado el discípulo.

– Porque esta lámpara fue encendida con el poder del amor, con la devoción y la ilusión, con la intención de hacer felices a otros.

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¿Cuál dirías que es la enseñanza de esta historia? Con turno de palabra, podéis intervenir.


TODO ESTO, DIOS,

LO PONEMOS EN TUS MANOS