Memoria del Padre Catena

Dedico el espacio siguiente a la memoria del Padre Osvaldo Catena. Luego de una breve introducción presento dos artículos publicados en la revista Didascalia. El primero dedicado a un momento muy particular de su vida, escrito por el Padre Mamerto Menapace, monje benedictino y Abad de Los Toldos. En el otro, se informa especialmente sobre su formación musical. Finalmente, se presentan extractos de una entrevista al Padre Osvaldo que tiene particular interés, ya que él cuenta su intervención, junto con el Padre Alfredo Trusso durante el Concilio Vaticano II, en Roma, cuando tuvo que definirse la estructura musical de los cantos de la Misa Solemne y/o Cantada.

Introducción

El 29 de noviembre de 1986 hacia las 7,15 hs. expiraba el Padre Osvaldo Catena. Era el momento en que muchos sacerdotes, religiosos y laicos leíamos en la Liturgia de las Horas estas palabras de San Agustín: “Cantemos aquí el Aleluia, aún en medio de nuestras dificultades, para que podamos luego cantarlo allá seguros”... “¡Feliz el Aleluia que allí entonaremos! Será un Aleluia seguro y sin temor, porque allí no habrá ningún enemigo ni se perderá ningún amigo”... “Tal como suelen cantar los caminantes: canta pero camina... avanza en el bien, en la fe verdadera, en las buenas costumbres: canta y camina”...

El Padre Osvaldo, a sus 66 años y 40 de sacerdocio, había cantado bellamente con su vida de hombre bueno (un pan de Dios), auténtico sacerdote y gran músico. Y así, concluyendo el año litúrgico de 1986, en sábado, día mariano, fue llamado a cantar el Aleluia, el “canticum novum” definitivo, que había iniciado aquí junto a nosotros. Su liturgia terrena concluía: comenzaba la celestial. Quienes lo conocimos y quisimos tan de cerca agradecemos al Señor el regalo de su vida humana, sacerdotal y musical, que como hermoso acorde perfecto resonaba en su persona “para gloria de Dios y bien de las almas”.

1. Testimonios

Al cumplirse el 1er. aniversario de su fallecimiento, la revista “Didascalia” de Rosario ofreció este homenaje “al catequista compo­sitor” que tanto apostara a la Catequesis del País y a la vida litúrgica de nuestro Pueblo.

P. Osvaldo Catena: recuerdos

P. Mamerto Menapace

Abad del Monasterio Benedictino de Los Toldos (Buenos Aires)

El año 1974 fue un año caliente. Pero tuvo un invierno frío. Y en el corazón de ese invierno cayó al Monasterio alguien que llegaría a conver­tirse en un querido amigo. Un hombre con una enorme calidez humana, y una igualmente grande hondura espiritual. Venía de mi provincia, Santa Fe, y acababa de pasar por la Abadía del Niño Dios. Precisamente de allí 1o habían guiado hasta nuestra comunidad de Los Toldos, en el centro oeste de la provincia de Buenos Aires.

Habíamos terminado la oración de la noche, que llamamos Completas. Ya me iba a descansar, cuando me avisa­ron que en la cocina estaba un sacerdote, llegado de improviso y que deseaba urgentemente encontrarme. Estábamos en un momento de nuestra Patria en que noticias como ésta eran, además de frecuentes, portadoras de compromisos muy concretos.

Fui a la cocina, donde estaba cenando el recién llegado. Creo que en ambos hubo un primer sentimiento de incertidumbre, por no llamarse turbación o desconfianza. Él se encontró con una persona de 32 años a quien acababan de elegir como prior de 1a comunidad. Y yo me encontré con un gigantón que más parecía un descar­gador portuario que un cura del tipo que yo esperaba. Nunca nos habíamos visto antes. Aunque por supuesto, yo había sentido hablar muchísimo del Padre Osvaldo Catena. Porque se tra­taba de él.

Donde no está la casualidad, suele estar la providencia. Llámenla ustedes como quieran. Pero el caso fue que poco antes ya había estado hablando con un gran cura amigo del norte, quien me comentaba sobre figuras sa­cerdotales que habían sido decisivas en su vida. Y justamente me había confiado que el Padre Catena era uno de esos sacerdotes que siempre le habían significado un apoyo en su vivencia sacerdotal. Era un cura en el gran sentido de la palabra. Y el mismo sacerdote me había asegurado que en los momentos difíciles de su propio ministerio, Catena había sido siempre alguien a quien poder recurrir, debido a su enorme disponibilidad sacerdotal y su gran calidez humana. Sabía ser hermano de 1os curas, y éstos lo tomaban naturalmente por padre.

Y ahora yo me encontraba con él de sopetón y frente a frente. Nos tuteamos de entrada. Pero por esa noche respetamos mutuamente el misterio que él traía y que yo intuía, sin necesidad de ser muy imaginativo para ello. Porque justamente unos días antes, en 1a prensa habían salido comentarios sobre situaciones difíciles que el Padre Catena habría tenido en Santa Fe debido a amenazas concretas contra su vida.

A la mañana siguiente tuvimos una larga charla. Creo que fuimos ambos muy sinceros. Él traía autorización de su obispo Mons. Zaspe, y mi comuni­dad sería informada oportunamente. Quedamos en que se acogería en el monasterio por un tiempo prolongado, pero que su presencia aquí debería ser reservada en el máximo de discreción. Desde ese momento se llamaría simplemente PADRE OSVALDO, evitando el apellido, para guardar el mayor silencio sobre su presencia. Viviría en una celda de la comunidad. Tendría que evitar el contacto con los huéspedes. En el comedor tendría un puesto fijo entre los monjes. Y para pasear, fijamos una zona interna de nuestro parque a la que normalmente no tie­ne acceso la gente que viene de afue­ra, y que llamamos c1ausura. Sobre todo habría que ser muy cuidadosos con extraños que preguntaran por él, o que pretendieran pedir informes pretextan­do ser de sus amistades.

Hoy, al recordar todo esto con cari­ño, casi me río de mi ingenuidad. Por supuesto, con el pasar de las sema­nas, todas estas prevenciones un tan­to pueriles de mi parte, se fueron esfumando. Como dice el Señor: No se puede ocultar una ciudad edificada so­bre un cerro. Y menos si esa ciudad tiene luz propia.

A los pocos días e1 Padre Catena era uno más de los nuestros. Su poder de adaptación nos sorprendió a todos. Inmediatamente todos empeza­ron a sentirlo como un amigo con el que tenía una relación especial. Porque en eso, Osvaldo era un verdadero maestro espiritual. Tenía el rarísimo don de descubrir en cada uno su faceta positiva y de asombrarse por ello, alentando al interesado a ser fecundo y creativo. Nos enterarnos que era Oblato benedictino. Eso 1o integró aún más a nuestra comunidad, ya que la espiritualidad monástica no le era extraña, sino que era parte de la suya.

Soledad y comunión

Quizás alguno sienta curiosidad por saber qué hizo e1 P. Osvaldo en esos ocho meses que pasó llevando vida de monje. Y la respuesta no sería muy difícil de dar a aquellos que tienen experiencia de nuestra vida. Simple­mente vivió.

Y cuando digo esto, digo más de 1o que se podría pensar a primera vista. Porque generalmente no es fácil adap­tarse a la vida monástica, y menos aun cuando se viene de un estilo sa­cerdotal sumamente apostólico y com­prometido, como era su caso. Lo que cuesta es la ausencia de 1o que se estaba haciendo. O más aún, la falta de todo aquello que a uno le suele dar un punto de referencia sobre sí mismo. Aquí Osvaldo no tenía a su lado a tantos amigos que le eran muy queridos. Tampoco tenía a mano sus relaciones con todo el ambiente intelectual que lo relacionaba con músi­cos, compositores e intérpretes ante los cuales su imagen inspiraba admi­ración y respeto. Tampoco podía ex­presarse en el apostolado con los más humildes, donde su alma de cura se realizaba quizá como en ninguna otra parte. Y sin embargo creo poder afir­mar que durante sus ocho meses de vida monástica, su alma no dejó de vibrar intensamente con todas estas realidades. Diría que ese mundo se le fue alma adentro. Formó parte de su soledad fecunda. Pueden tener la ab­soluta seguridad que no vivió una evasión. Fue un solitario por necesi­dad y un solidario por opción.

Me animo a comentarles una confidencia. Lo hago ahora, que ya lo sé en los cielos, junto al Tata. ¡Con tu permiso, Osvaldo!

Fue la noche del jueves Santo de 1975. Quizá el primer Jueves Santo de su vida de cura en que no le tocó presidir una comunidad en la liturgia de la Santa Eucaristía. Fue un concelebrante más. Fue la primera que yo presidí como superior de una comunidad monástica. Luego de la liturgia venía la cena, que entre nosotros tiene en estos casos un fuerte carác­ter festivo y de memorial. En esta circunstancia el superior no come, si­no que sirve a sus hermanos. Me tocó así cenar solo, después de los demás. Toda la comunidad se desparramó en silencio. Algunos a ocupaciones de urgencia. La mayoría para rezar de­lante del monumento eucarístico del Jueves Santo. Osvaldo se quedó a hacerme compañía. Terminada la cena, y luego de la oración de completas, pre­sentí que mi amigo estaba fuertemen­te conmocionado. Lo invite a caminar por el parque, aprovechando una hermosa noche de luna llena que acaba­ba de salir por entre los pinos. Nos sentamos en unos grandes troncos, y entonces me abrió su corazón. Sufría. Sufría intensamente la lejana presen­cia de su comunidad ausente. Larga­mente me comentó lo que habían significado en su vida de cura los Jueves Santo. Cómo siempre pasaba la noche frente a la eucaristía, esperando la madrugada. Me hablaba con lágrimas de esa hora del amanecer del Viernes Santo en que ya se habían ido a dormir todos los “buenos cristianos” y en la que se iban arrimando, de a poco, al monumento, la otra parte de la Iglesia: las prostitutas, los borrachos, la “fauna de la noche”. Su corazón de padre los había estado esperando. De por sí la liturgia pide que a media noche se apaguen todas las ve­las del monumento, se retire el San­tísimo y se suspenda la veneración pública de la eucaristía. La liturgia es en esto muy sabia, ya que quiere preparar a los fieles para el misterio del Vier­nes Santo. Pero estaba aquella otra parte de la Iglesia. Esa que no sabe casi nada de leyes litúrgicas. Pero que tiene una particular sensibilidad fren­te al dolor, y quiere compartir e1 de Cristo. Pero que no se anima a unirse a los buenos cristianos. Y Osvaldo que amaba mucho la liturgia, amaba tam­bién mucho a esta gente. Y para ellos seguía con las velas encendidas fren­te a la Eucaristía. Me comentaba lo que para él significaban aquellas con­fesiones del amanecer. Su ausencia le dolía hasta hacerlo llorar. ¿Quién es­taría esa noche allá en su lejana y ausente Villa del Parque para recibir a todos esos pobres cristianos que un día nos han de preceder en el Rei­no de los cielos? Y mi amigo Catena lloraba. Grandote y todo como era, llo­raba. Les aseguro que dolía verlo llorar. También él estaba viviendo su pasión. Por eso no me aceptó el con­suelo de un toscanito, que en muchas otras circunstancias solíamos compartir. Cuando nos fuimos a acostar, la luna grande de aquel Jueves Santo ya había trepado por los pinos y los alum­braba desde arriba. Hacía frío.

Pero la vida monástica no es sólo soledad y ausencias. Hay también una fuerte presencia, y ésta se llama comunidad. Grupo humano muy concre­to de hermanos que no se han reuni­do por simpatías personales, sino que han sido congregados por un mismo llamado que Dios les ha hecho, y que suelen provenir de lugares, culturas y pasados muy diferentes. Y Osvaldo no había elegido venir a vivir su vida en­tre nosotros. Como el Habacuc de la Biblia, un día el Señor lo había tomado por los cabellos y sin dejarle traer­se nada más que lo puesto, lo había hecho aterrizar aquí. Y se tomó muy en serio esto de vivir entre nosotros. Creo que nos llegó a amar. Y lo que es más difícil, a que lo amaramos en serio y de verdad.

Sin meterse en lo que no debía, siempre lo sentí interesado por las personas. Nosotros en aquellos años estábamos empeñados en re-estructurar todo el oficio que ya rezábamos en castellano. Las dificultades mayores se nos presentaban en el terreno de las melodías y de la música en gene­ral. No queríamos abandonar la tonalidad gregoriana de los cantos de nuestros oficios litúrgicos, pero estos ne­cesitaban ser adaptados con un crite­rio válido. Y en esto de los criterios, en el terreno de la música existen tantos como personas. Muchas veces él supo con paciencia, bonhomía y mu­cha capacidad humana llegar a que nosotros arribáramos a un acuerdo. Su conocimiento de la materia iba uni­do a una enorme apertura a las opi­niones de todos, para encontrar fi­nalmente un punto de acuerdo que res­petara las personas y el resultado mu­sical. En esto se cumplió un consejo que San Benito le da al abad en su Regla, cuando lo anima a escuchar al que viene de afuera, aduciendo que podría ser que Dios lo mandara justamente para eso. Les aseguro que muchas veces agradecí a Dios el tenerlo entre nosotros y que no dudé en sen­tir que Dios nos lo había traído para ayudarnos.

Sin pretender vivir imitando a un monje, creo que nos dio un buen ejem­plo en los valores fundamentales vi­vidos directamente. Fue entre nosotros un hombre de oración, de estudio, de trabajo y de fraternidad. Guar­dando a la vez su carácter de sacerdote secular y de libertad personal. Vivió pobremente. Amaba los libros y se contentaba con los esenciales. Cuando se fue le hicimos una donación en dinero para cubrir sus primeras necesidades afuera. Me confesó que gastó aquella pequeña cantidad íntegramente en la Feria del Libro. No tenía máquina de escribir. Incluso creo que no sabía utilizarla. Le costaba ponerse a escribir. Su don fue la pala­bra y al canto. Entusiasmaba escucharlo hablar de Dios o de la música. Era más parco, casi pudoroso, en ha­blar de su fecundo apostolado con los más humildes y de su capacidad de crear realidades concretas en este terreno.

Pero me animaría a decir que lo que más me impresionó en él fue su inmediata comprensión de los valores de los demás. Inmediatamente sintonizaba con la parte valiosa de cada uno de la comunidad y establecía un buen diálogo en ese terreno. Todos los que convivimos con él nos sentimos apreciados y valorados en algo que él nos ayudó a brindar y mejorar.

Así nació el Grupo Pueblo de Dios. Aunque de esto serían otros los que podrían contar mucho más que yo. Estuve en aquella reunión histórica de la catedral de Azul en que nació este grupo de compositores y letristas de canciones para la liturgia. Desde aquel encuentro fue claro que todos los sentimos como nuestro Tata. Por eso aho­ra nos duele su ausencia. Pero de se­guro que no nos ha abandonado. Nun­ca lo haría, aunque nos parezca que se ha ido lejos.

Se me hace que cuando lleguemos al cielo lo vamos a descubrir fácilmente porque ya se habrá agenciado alguna vieja acordeona de pueblo y ha de haber reunido a su alrededor un montón de angelitos y santos con ganas de compartir y musiquear.

Padre Osvaldo Catena: su formación musical

P. José Bevilacqua1

El P. Catena ante todo cantaba con su vida (como lo dice S. Agustín), con toda su persona de hombre bueno, un "pan de Dios", que se brindaba con la verdad y el respeto del otro. Era muy sencillo y con una notable dosis de buen humor.

Cantaba sobre todo su corazón de sacerdote, que buscaba sólo el Reino de Dios, en la oración, la reflexión y una labor incansable de servicio y evangelización. Pienso que ese corazón sacerdotal, y de hombre bueno, se refleja en los comentarios de “Jesús nuestro Salvador”, que publicara junto con el P. Luis Diehl. Esa obra fue apreciada y vertida al lenguaje español en una edición de Sígueme - Salamanca 1978, quizás la única obra “traducida” del hablar argentino al español. Él tenía mucho interés en expresarse sencillamente para llegar a la gente con una comunicación fácil pero profunda, y le gustaba usar comparaciones. Poseyendo una gran cultura teológica, literaria, musical y humana, nadie se sentía incómodo junto a él, porque no lo hacía sentir.

Bien dotado por la naturaleza, por el origen italiano de sus padres de la región de Le Marche, hacia el centro de la Península. En su niñez ya cantaba en reuniones. Ese hecho de cantar lo acercó a la parroquia, y allí “se engan­chó” para siempre con la Iglesia. En su niñez repartía el pan que fabricaban sus padres.

En el Seminario de Santa Fe aprende de un excelente músico sacerdote español, que había tenido a su cargo los servicios musicales de la catedral de Segorbe, el Padre Arsenio Hipólito Briet, llegado a nuestro país en 1935, compositor de muchas obras religiosas, fallecido en 1941. En el Se­minario santafesino había un excelente ambiente musical, con su conjunto orquestal. Así el seminarista Osvaldo pudo aprender, además de teclado, instrumentos de cuerda y de soplo.

El Arzobispo, luego Cardenal Faso­lino, apoyó y alentó sus estudios mu­sicales que perfeccionaba en Buenos Aires durante las vacaciones veranie­gas guiado por el excelente compositor P. F. Madina, religioso lateranense. Con él estudió seriamente armonía, contrapunto, formas musicales y composición. Sus exámenes los rendía ante maestros de primer orden tales como Gilardo Gilardi. Durante su estadía en Buenos Aires era huésped de la comunidad sacramentina. Por ese entonces se acercó al gran musicó1ogo Carlos Vega, quien viendo la dedicación del joven seminarista en el estudio y análisis de temas folklóricos nacionales, le tomó un gran aprecio, que se convirtió en amistad, a tal punto que el maestro viajó a Santa Fe para asistir a la ordenación del P. Catena. En una de sus obras2 el Profesor Carlos Vega lo menciona como "uno de mis principales discípulos .... artista y profesor eminente".

En el Seminario dirigía el coro. Por supuesto, en canto gregoriano y polifonía. En este último género tenía predilección por Tomás L. de Victoria (1595 -1608) por expresar mayor sen­timiento religioso. Pero se preocupaba por el repertorio popular. Leía muchísimos cantorales religiosos; los conocía casi todos, especialmente los de países latinos. En aquel tiempo se prestaba especial atención a los cantos de origen francés que se traducían y/o adaptaban. Así, antes del Concilio, con otros letristas adaptó los salmos del P. Gelineau.

Hacia 1954, aun viviendo intensamente los acontecimientos de la época, ya estaba preparando la publicación de “Gloria al Señor”. En realidad era el resultado de un propósito conversado en el encuentro de músicos eclesiásticos, que el mismo Padre Catena había convocado, y que se realizó en Córdoba en 1951.

De aquellos tiempos recuerdo como anécdota, sus palabras (¿proféticas?). El día 10|11|54, el presidente Perón en un discurso había desencadenado su malestar con miembros de la Iglesia. Al día siguiente Catena me dice: -“Éste no dura diez meses”. Tal cual sucedió.

Para el nuevo cancionero parroquial “Gloria al Señor”, pidió colaboración para armonizar los temas a varios músicos, que figurábamos en las primeras ediciones. Así con mucho trabajo y poca plata (el dinero fue prestado por el Cabildo eclesiástico de Santa Fe), en 1956 se publica esta colección de cantos populares (algunos en latín) que marcó época en la renovación del repertorio litúrgico en nuestro país.

Por esa época el P. Osvaldo estaba vinculado, y trabajaba, con el grupo que reunía Monseñor Rau para la renovación litúrgica.

En 1962 participa como perito en el Concilio Vaticano II, junto al P. Trusso acompañando a un grupo de Obispos argentinos. Esto le dejará ideas muy claras de la universalidad de la Iglesia, pero también de la necesidad de respetar las culturas.

En 1os años posteriores al Concilio no pierde ocasión de difundir la renovación litúrgica desde la Constitución Sacrosanctun Concilium. La hace especialmente en Santa Fe, donde había fundado una Escuela de Música Sagra­da. Entre 1963 y 1966 compone sus dos versiones de los 42 y los 72 sal­mos.

En 1965 convoca a los músicos de todo el país a un coloquio sobre música sagrada que se realiza en el Colegio de la Inmaculada de Santa Fe. Otro tanto hace en 1967 en Buenos Aires en el Instituto de Cultura Católica. Publica a través de Editorial Bonum una cantidad apreciable de par­tituras y discos.

En 1971, con su gran poder de con­vocatoria, programa y organiza a través de la Revista Actualidad Pastoral y la Editorial Bonum, el Primer Festival de Canto Religioso Popular para “alen­tar la labor de compositores (músicos y poetas) e intérpretes”, acompañado de un “Curso intensivo sobre música litúrgica con el fin de orientar a todos los que de una u otra manera son los responsables de la liturgia”. Contaba con el auspicio de la Comisión de Liturgia del Episcopado. En la comisión organizadora figuraban unas treinta personas de primer nivel en 1o musical y literario. También el Nº 45 de la Revista Actualidad Pastoral fue dedicado a este Festival.

En 1976, ya en Azul, insistiendo en la necesidad y posibilidad de renovar y acrecentar el repertorio litúrgico convoca a personas interesadas en esta temática y compositores. Allí nace en julio el Grupo Pueblo de Dios, que trabajó bajo su coordinación intensamente, reuniéndose dos o tres veces al año. El Grupo Pueblo de Dios grabó y publicó diez colecciones de cantos, que en su mayor parte fueron integrados al Cancio­nero “Cantemos Hermanos con Amor”. Dos de estas colecciones son temas catequísticos generales y de Confirmación.

El Grupo Pueblo de Dios tuvo la responsabilidad gozosa de ani­mar el canto en la Misa Papal de Vélez Sarsfield.

Durante el año 1981 preparamos la grabación y publicación del Cancione­ro “Cantemos Hermanos Con Amor” para uso litúrgico. La grabación de los quince cassettes fue un trabajo agotador de diez días con buena parte de las noches. Luego él y yo hicimos un viaje de descanso a Santa Fe y Córdoba. Los textos se publicaron igualmente en 1982. Mientras tanto íbamos preparando los dos tomos con las armonizaciones de todos los cantos, más de trescientos. Para ello nos encontrába­mos de tanto en tanto. Era muy hermoso y cómodo trabajar con él, porque hablábamos un mismo lenguaje musical, litúrgico y pastoral.

1El P. José Bevilacqua compartió con él la composición y publicación de un vasto repertorio musical que hoy anima la liturgia del País y de muchos Países de América Latina.

2 “Lectura y notación de la música”. El Ateneo, 1965.

2. Entrevista al Padre Osvaldo Catena

P. - ¿Cuál es el papel de la música en la Liturgia?

R. - Yo antes me referiría al canto, aunque también, la música instrumental tiene que entrar en la Liturgia. Uno de los interrogantes ahora es ubicar la música instrumental, porque antes era todo instrumental - la Misa con acompañamiento de órgano - y ahora resulta que los instrumentos no saben en qué momento actuar. Pero lo cierto es que lo fundamental es el canto, la música vocal.

El papel de la música, diríamos, tiene un sentido teológico dentro de la Misa, dentro de la Liturgia de cualquier celebración: uno es el sentido de comunidad, partiendo de que ya la música es un factor muy comunitario como signo humano, además de ser muy personalizante, porque el que canta una cosa tiene que estar bastante comprometido con lo que canta. El canto supone una persona contenta, que está entusiasmada con algo, con esa idea o ese cariño o con esa persona, algo muy personalizante, que sale de adentro, muy de adentro del hombre y establece una comunión muy grande entre las personas, porque un grupo que canta está unido en el ritmo, está unido en una misma nota, está unido en decir lo mismo. En cierto modo trata de formar un solo instrumento para producir una sola cosa. Entonces este papel tan importante en toda la cultura del ser humano hace que sea un signo que la Liturgia no despreció nunca. Desde el comienzo, siempre ya desde la Liturgia judía, desde la Liturgia primitiva cristiana, siempre existió el canto. San Pablo habla mucho del canto, é1 mismo componía cantos, y en sus cartas aparecen los cantos primitivos de la comunidad. El canto tiene un sentido muy comunitario, muy importante. Quizá como signo comunitario, es el más importante de todos los signos litúrgicos: después de la Comunión (que tiene un valor de comer juntos, un valor bíblico profundo, muy profundo), después de eso, posiblemente el signo que le sigue en importancia como valor de comunidad, es el canto, mucho más que entrar juntos, pararse juntos, sentarse juntos o rezar juntos.

El otro aspecto, es el que el canto tiene un valor Pascual muy grande. Fíjense que la Liturgia es una celebración. Celebración quiere decir que es una fiesta, que vamos a conmemorar un acontecimiento muy importante y muy alegre; muy grande, porque toda la Liturgia gira alrededor de la Pascua, de la buena noticia: siempre la comunidad se reúne para recordar el sentido nuevo de la vida del hombre a través de la Pascua. Entonces la alegría sería muy difícil de expresar, si no fuera a través de la música.

P. - ¿Qué son Misas solemnes, Misas cantadas y Misas rezadas?

R. - Bueno, allí sí está complicado el asunto. Primero comencemos por ver de donde vienen estas palabras. Son palabras antiguas, del siglo XVII en adelante; eran palabras muy técnicas que decían algo muy claro antes. Misa solemne era una acción con muchos Ministros, dependía de la cantidad de Ministros. Tenía que haber un Presbítero (u Obispo), un Diácono, un Subdiácono y después otros Ministros menores. Si no había eso, ya no se clasificaba como solemne. O sea, había una intervención de mucho clero. No tanto de la Asamblea pero por lo menos en el clero estaba más distribuida la tarea. Y además en ella tenía que cantarse un determinado número de cantos, entre los cuales algunos muy obligatorios. Si no se cantaban los cinco cantos de lo que se llamaba el ordinario de la Misa, o sea: los Kyrie, el Gloria, el Credo, el Santo y el Cordero de Dios, no había Misa solemne y por lo tanto cantada.

Tenía que cantarse obligatoriamente esas cinco piezas que formaban como cinco partes relacionadas entre sí de algo que estaba muy atado, en serie, y que los compositores del siglo XV en adelante empezaron a trabajar como si fueran partes de una obra musical. De ahí nació lo que llamamos la Misa, como género musical. Eran cinco partes de una cantata, llamémoslo así, cinco partes que tenían que tener el mismo tema, relacionarse entre sí como algo rápido, lento, etc. Estas cinco partes eran obligatorias, y después había otras facultativas, que eran los cantos que se llamaban del propio, o sea: las antífonas procesionales, el canto de entrada, el Salmo responsorial después de la primera lectura o gradual; el versículo del Aleluia antes del Evangelio, el canto procesional de ofertorio, que se llamaba Ofertorio; el canto procesional de la Comunión, que se llamaba Communio. Estos cantos eran facultativos, se podían cantar, y ordinariamente se cantaban con la melodía antigua gregoriana. A veces, para cumplir la norma, se recitaban en recto tono, los recitaban en latín y con esto, cumplían. Y en otras partes los dejaban directamente, y cantaban los otros cinco. Aquella forma era declarada en todos los documentos oficiales como la forma más expresiva y más perfecta del culto solemne de la Liturgia. Claro, porque en teoría, esta actitud comportaba los grandes valores de la liturgia, porque había canto, había participación, pero en el fondo era muy formal, porque la participación era clerical, del Diácono, del Subdiácono, y el canto no era el canto de la Asamblea: eran composiciones muy trabajadas, muy lindas de ser escuchadas. Así nacieron obras muy grandes y otras menores, y había cosas muy interesantes, pero en el fondo la Asamblea no participaba para nada y sin embargo se la declaraba la forma más perfecta, y entonces las fiestas tenían que ser con Misa solemne, pero era porque teóricamente se realizaban los valores esenciales del acto litúrgico, aunque en la práctica no.

Misa cantada, era eso mismo, pero sin Diácono y Subdiácono o sea, un solo sacerdote que cantaba todas las partes que le correspondían a él, o sea los saludos, el Prefacio, el Padre Nuestro, y además cantaba la Epístola y el Evangelio. El Concilio, después de mucho discutir elaboró una cláusula bastante amplia, donde dice que la forma de la Liturgia con canto y con la participación de la Asamblea de los fieles, es la forma más perfecta de la celebración litúrgica. Otros querían poner “la Misa solemne”, así no más. Se peleó mucho porque entonces “Misa solemne” significaba aquella manera concreta de celebrarla. Otros pelearon para decir eso mismo pero en una forma más profunda. Yo recuerdo que también estuve en esa reunión, y peleé muchísimo por esa postura.

Todavía tengo por ahí los papeles de las intervenciones que nosotros hacíamos, los papelitos que repartíamos de noche en Roma, donde se alojaban los Obispos, para que votaran esto. En moto repartíamos los papeles. Se fundamentaba en latín. Teníamos ubicadas todas las casas donde estaban viviendo los obispos en Roma, los tres mil obispos. Y ahí se retiraban papeles y se entregaban personalmente, o también se tiraban por debajo de la puerta si estaban durmiendo. De ese modo, al día siguiente tenían elementos de juicio para votar. Así se consiguió que se estableciera que el acto litúrgico, cuando es con canto y con la participación de la Asamblea y de los Ministros, constituye la forma más perfecta de celebración. En base a ello se llegó a este último documento.

En este punto se avanzó en cuanto que no son los cinco cantos del ordinario estrictamente los más importantes. Por ejemplo en primer lugar se coloca el Santo. El Kyrie, que es una letanía penitencial que se cantaba en la procesión de acceso al templo, no está ubicado en el mismo puesto de importancia que el Santo, que es una aclamación muy importante dentro de la Liturgia de la misa que, hasta en cierto modo, está hasta convocado por el celebrante que dice “ahora todos juntos cantamos”.

Distingue ciertas piezas y ubica en primer lugar por ejemplo, en la Liturgia de la palabra, el Salmo responsorial y, en la Liturgia Eucarística, el Santo. Y a eso siguen los demás cantos del ordinario: el Kyrie, el Gloria, el Credo, y los demás procesionales del Ofertorio. De modo que podría haber una Misa solemne, que mereciera el nombre de solemne o cantada, aunque no se cantara nada más que el Santo y el Salmo, con tal de que el Celebrante entonase los saludos.

Esto significa algo, un avance, en el sentido de que ya no se ubican esos cinco cantos del ordinario como la “Misa”. Misa cantada no es cantar cinco cosas, sino cantar más partes que son importantes y dar participación a la Asamblea. Si el coro cantara solo no estaría cumpliendo ese requisito.

Además otro grupo, y dentro del documento también sale, arguye que ya no tiene sentido decir “esto es una Misa cantada”, y prefieren expresarlo diciendo que la mejor forma de la Liturgia es la Misa con cantos, y que toda Asamblea tiene que saber ubicar el canto en el momento oportuno. Coinciden además con la Instrucción en cuanto a la importancia del Santo o del Salmo, pero discuten, la mayoría rechaza, que se canten los saludos o que se cante la lectura, por ejemplo. En general acá causa mala impresión cantar el Evangelio; parecería que ya pasó la hora de cantar una Parábola o cantar una carta de San Pablo, o cantar un saludo, parece un poco de zarzuela. Además, eso nació en un momento en que la palabra hablada, como tono de comunicación, era muy difícil porque no había ningún método de amplificación de la palabra: entonces la palabra tenía un campo muy reducido. Entonces el canto, era una manera de potenciar la palabra. Fíjense que Jesús cantaba cuando predicaba. Por eso toda la predicación de Cristo era en forma de verso, con paralelismos, como los Salmos, y tenía ritmo. Él hablaba en primer lugar, llamando a la Asamblea, y llegado el momento en que estaban todos ubicados, Él cantaba un sermón que se repetía muchísimo, un día en una parte, al otro día en otra. Por eso se explica que los evangelistas pudieran retenerlos, de lo contrario no podrían retener nada. Entonces el canto era una manera de amplificar la palabra. Pero ahora que estamos en la era de la palabra -porque todo habla, la radio, la TV, etc - la palabra es una forma de cultura, tiene toda una técnica, es un medio humano importantísimo. Algunos aceptan cantar el Prefacio que, es muy rico, pero la mayoría se opone, y preferentemente acepta como Misa cantada aquella en que se canta el Santo, el Salmo responsorial, los cantos procesionales. Y esta es más o menos la línea que actualmente está dominando en la práctica de la Iglesia.

Y es muy importante la práctica, porque la Liturgia no es una cosa que se hace con una legislación, sino que la legislación recoge la práctica, una práctica por supuesto consciente, seria. Pero actualmente las comunidades que más viven la Liturgia no respetan esto de decir “tiene que ser así”, sino que en la práctica van encontrando los momentos en que hay que cantar. Y más o menos lo que está ocurriendo en el mundo es que todos coinciden en cantar ciertas cosas. Y parece que esa sería la forma mejor de la Liturgia cantada, o de la Misa cantada, llamémosle así.

P. - ¿Es una coincidencia en todas las regiones?

R. - Sí, están coincidiendo, aunque todavía tengan muchos puntos oscuros. Por ejemplo, muchos preguntan si conviene cantar el Salmo entre la Epístola y el Evangelio. Por ejemplo, en la Misa de los protestantes en Taizé, que es un centro muy importante de vida litúrgica – Taizé está en Francia, cerca de Lyon. Es una comunidad muy abierta a todas las denominaciones cristianas con gran sentido ecuménico - no cantan el canto de meditación entre la Epístola y el Evangelio, sino que ellos lo hacen después de la homilía. Es decir que hay varias cosas que están cambiando, pero eso sale sobre todo de la misma vida que va buscando el momento.

P. - El coro ¿qué función cumpliría dentro de las Misas?

R. - Bueno, el coro cumple una doble función: una, la de cantar las cosas que le son propias. No conviene que la Asamblea cante todo, porque a toda una masa cantando siempre le falta la dimensión más fina, más pequeña. Es como el tutti de la orquesta: en una orquesta no pueden estar tocando siempre todos los instrumentos. Entonces el coro tiene partes propias ya que la Asamblea no tiene que cantar todo, sino también escuchar.

Es decir que el Coro es, musicalmente, el encargado de asumir cosas que le son propias porque la Asamblea es un instrumento musicalmente pobre. Puede cantar ciertas cosas (un estribillo), pero no puede cantar todo. Entonces el Coro debe asumir cosas que no son propias de la Asamblea, desde el punto de vista musical. Y además el Coro es el encargado de proclamar la palabra. Y la Asamblea tiene también que estar dispuesta a escuchar. Así por ejemplo en los Salmos no conviene que la Asamblea cante todo. La Asamblea puede responder, pero el Coro representa la proclamación de la palabra. El Coro está en la función de asumir partes de un carácter más elevado o más complicado técnicamente, en cuanto la música, y en cuanto al texto representa el oficio litúrgico de proclamar la palabra. Así como hay un lector y no todos leen, porque tiene que haber una proclamación de la palabra: Dios habla, el hombre escucha, después responde. Entonces el Coro es parte del oficio de la palabra, así como el lector, los cantores o el conjunto proclaman en los Salmos la Palabra de Dios; la gente, después de escuchar, responde, lo cual constituye la forma antifonada. Y en los demás cantos puede pasar lo mismo también. Así, por una razón musical y de tipo litúrgico en cuanto al texto. Además el Coro es también el que sirve a la Asamblea, la sostiene cuando canta, robustece la seguridad del ritmo, canta con la Asamblea, tiene que prestarle un servicio. Justamente, aunque su papel es más importante en el sentido evangélico de servir, no en el sentido de lucirse, sino de que, como sabe más, sirve a la Asamblea que sabe menos.

P. - ¿Cuál sería la ubicación más adecuada del Coro dentro del templo?

R. - Tendría que ser del lado del ambón, entre el presbiterio y la Asamblea. Puede ser del otro, pero lo normal sería cerca del lector. Ordinariamente el ambón está a la derecha del Sacerdote o a la izquierda de los fieles. Teóricamente, porque en la práctica conviene lo que mejor resulte. Pero ciertamente no tiene que estar oculto.

Esa idea del Coro oculto arriba, era cuando el Coro funcionaba como un instrumento de concierto, porque como la gente miraba al Coro, entonces había que ocultarlo. Pero si el Coro es parte de la Asamblea, en la Asamblea tenemos que mirarnos, que saludarnos, porque los signos litúrgicos son la misma gente.

Fotos del Padre Osvaldo Catena

Padres Osvaldo Catena y Alfredo Trusso en el Muro de los Lamentos en Jerusalen (c.a. 1963)

Padres Osvaldo Catena y Alfredo Trusso en el Muro de los Lamentos en Jerusalén (c.a. 1963)

Padre Osvaldo Catena en una celebración con niños

Padre Osvaldo Catena, Padre Jesús Artigot y un músico de Benito Juarez

Padre Osvaldo Catena con Antonio Gremmelspacher (fundador de Ed. Bonum) y el Padre Jesús Artigot

Padre Osvaldo Catena y Padre José Bevilacqua en el cementerio Santa Catalina de Ascochinga

Padre Osvaldo Catena con Juan Carlos Maddío en Azul

Padre Osvaldo Catena en Benito Juarez componiendo música